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–Le veo a usted un poco ultra. ¡Viva Cristo Rey!
–«El Señor es Rey, él gobierna los pueblos rectamente. Regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad» (Sal 95). «Con clarines y al son de trompetas, aclamad al Rey y Señor» (97). Con los mártires de México y España, con todos los cristianos de todos los tiempos, proclamad: ¡Viva Cristo Rey!
Llegamos ya al último y al más importante principio de la doctrina política de la Iglesia, la realeza de Jesucristo. Es universal, evidentemente, pero limitaré mis observaciones a las naciones de filiación cristiana.
VIIº.– Cristo es «el Rey de los reyes de la tierra» (Ap 1,5), el Rey de la humanidad. Lo dice el ángel: «su Reino no tendrá fin» (Lc 1,33). Y lo afirma Él mismo: «me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18); «yo soy Rey» (Jn 18,37). Es la fe de la Iglesia, que confiesa que Jesucristo «subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre. Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin». Y ahora ya, en el tiempo presente, «vive y reina por los siglos de los siglos».
Jesucristo es Rey en un sentido metafórico, ya que a la luz de su verdad han de pensar, caminar y vivir todos los hombres, porque Él es «camino, verdad y vida» de la humanidad. Pero lo es también en un sentido propio, y por tres títulos: por ser el eterno Hijo de Dios; por ser «el Primogénito de toda criatura, ya que en él fueron creadas todas las cosas, y todo fue creado por él y para él» (Col 1,13-20); y por ser el Redentor de los hombres: Él rescató a la humanidad, cautiva del demonio, y quitando el pecado del mundo, la adquirió no con oro y plata, sino «al precio de su sangre» (1Pe 1,18-19).
Por su muerte y resurrección, «le fue dado un Nombre sobre todo nombre, para que al Nombre de Jesús, toda rodilla se doble en los cielos, la tierra y los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2,9-11). A Él «le fue dado el poder, la gloria y el reino, y lo sirvieron todos los pueblos, naciones y lenguas. Su dominio es un dominio eterno que no pasará, y su Reino no será destruído» (Dan 7,14; cf. Ap 5,12; 5,13; 11,15).
«Es preciso que Él reine, y cuando el universo entero le sea sometido, será Dios todo en todas las cosas» (1Cor 15,25-28). Sólo el reinado social de Cristo, Rey de las naciones, puede lograr el bien común de la humanidad. Las aplicaciones políticas derivadas de este principio podrán ser cambiantes en la historia de los pueblos, como veremos, pero el principio doctrinal es indiscutible. Y la misión grandiosa de la Iglesia es extender el Reino de Cristo a todos los pueblos. Así lo expresaba Benedicto XVI en una Jornada mundial de las misiones:
«“Las naciones caminarán a su luz” (Ap 21,24). La luz de que se habla es la luz de Dios, revelada por el Mesías y reflejada en el rostro de la Iglesia. Es la luz del Evangelio, que orienta el camino de los pueblos y los guía hacia la formación de una gran familia, en la justicia y la paz, bajo la paternidad del único Dios. La Iglesia existe para anunciar este mensaje de esperanza a toda la humanidad». Ella sabe que su misión es «anunciar el reino de Dios. Este reino ya está presente en el mundo como fuerza de amor, de libertad, de solidaridad, de respeto a la dignidad de cada hombre, y la comunidad eclesial siente con fuerza en el corazón la urgencia de trabajar para que la soberanía de Cristo se realice plenamente» (18-X-2009).
«Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 5,5). Sin la verdad y la gracia de Cristo ni se salvan los hombres, ni las naciones. «Nosotros hemos oído y conocido que éste es el verdadero Salvador del mundo» (Jn 4,42), tanto de las personas, como de los pueblos. Y esa salvación se refiere no sólo a la vida eterna, sino también a la vida temporal. «En ningún otro nombre [sino es en el de Jesús] hay salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvados» (Hch 4,12). Cualquiera que espere el bien común temporal de las naciones –unión, paz, justicia– de otras personas, partidos, organismos internacionales o sistemas políticos reniega de la fe católica: es un pelagiano, un apóstata.
Cristo enseñó a distinguir entre el poder espiritual y el poder político, verdad ignorada por gran parte de los pueblos antiguos, también por Israel. La Iglesia aprendió esta verdad no de la Ilustración, sino del mismo Cristo, desde el principio: «dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21). Y siempre ha predicado esa doctrina, enseñando la obligación de obedecer a los gobernantes legítimos.
León XIII, en 1885: «Dios ha repartido el gobierno del género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. Ambas potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites, que están definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo» (enc. Immortale Dei 6; ver 2-9).
Vaticano II, 1965: la autoridad civil y la autoridad religiosa, «la comunidad política y la Iglesia, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas» (GS 76).
La realeza de Cristo es a un tiempo espiritual y temporal. El reino de Cristo es principalmente un reino espiritual de verdad y de amor, de justicia y salvación, de gracia y de paz. Cuando algunos judíos, entusiasmados por sus milagros, quisieron hacerle rey, no lo aceptó y se retiró al monte Él solo (Jn 6,15). Y a Pilatos le declara abiertamente: «mi reino no es de este mundo» (Jn 18,36). Ni Jesús, ni su reino, son de este mundo. Son «de arriba», son del cielo (15,19; 17,16).
Pero eso no significa que Cristo no tenga poder temporal, pues la voluntad de Dios ha de hacerse en la tierra como en el cielo. Ejercerá Cristo Rey su autoridad a través de los poderes políticos que se abran a su influjo, pues a Él le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Él es «el Rey de los reyes», y todos los hombres, también los gobernantes, le deben obediencia. Por eso la misión principal de la Iglesia es difundir el Reino de Dios entre los hombres y las naciones; y no sólo en la intimidad de sus conciencias o de su vida familiar, sino también en todas sus instituciones sociales y políticas, económicas y culturales.
Cristo Rey y su Esposa iluminan, fortalecen y ayudan los poderes políticos seculares, y en modo alguno disminuyen su actividad. Benedicto XVI, para superar los recelos y suspicacias de los laicistas, así lo advierte con toda claridad:
«El orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política. Un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones… Pero ¿qué es la justicia?… La fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio. En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea simplemente contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y puesto también después en la práctica. La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Debe insertarse en ella a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales… La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política… El deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad es más bien propio de los fieles laicos» (2005, enc. Deus caritas est, extractos 28-29).
Así las cosas, ante Cristo Rey sólo caben dos opciones, pues no es posible una neutralidad ambigua. O se le reconoce como Rey y Señor, o se rechaza su autoridad sobre los hombres. No hay más opciones. Los que no están con Él, están contra Él (Lc 15,23).
–1. «Es preciso que Él reine» sobre personas y pueblos (1Cor 15,25). Quien cree en Cristo Salvador, y lo reconoce como Rey, ora y procura con toda su alma: «venga a nosotros tu reino». Sabe bien que «el reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rm 14,17). Por la fe y por la experiencia histórica sabe bien que en la medida en que Cristo reina en la mente y el corazón de los hombres, también en los gobernantes, se cumple la voluntad de Dios «en la tierra como en el cielo». Y entonces entra cielo en la tierra: toda clase de bienes espirituales y materiales entran en el mundo presente, en las personas y en las naciones, en la filosofía, la economía, el arte, la vida social y cultural.
Es verdad que el Reino de Dios no vendrá en su plenitud hasta la segunda venida de Cristo en la parusía, al fin de los tiempos. Pero ya en el tiempo presente queremos los cristianos que Cristo reine más y más en las realidades temporales, «a fin de santificar todas las cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo» (Misal romano, pleg. IV). Si no lo quisiéramos y no lo pretendiéramos por la oración y el trabajo, no seríamos cristianos, no podríamos rezar el Padrenuestro.
Sí, es preciso que Cristo reine sobre las naciones, pues sin su luz y su gracia las naciones no alcanzan su bien temporal y eterno. Sin embargo, aunque la Iglesia procure la implantación y el crecimiento del Reino de Cristo entre los hombres, no pretende imponer una especie de sariah cristiana a una sociedad mayoritariamente no cristiana. Como nos ha dicho Benedicto XVI, «ni puede, ni debe».
–2. «No queremos que Él reine sobre nosotros» (Lc 19,14). Ésta es la otra opción contraria, la que encamina a las naciones hacia su completa perdición. Se puede formular esta actitud en varias claves, hermanas entre sí. Pero todas ellas coinciden en que las sociedades no deben regirse por Cristo, pues Él es causa de división, enfrentamientos y guerras. Deben regirse por la razón, que es común a todos los ciudadanos, creyentes o no; deben regirse por la libertad, por la voluntad general, que no puede equivocarse. Racionalismo, naturalismo, liberalismo, relativismo, comunismo, socialismo, no quieren de ningún modo que Cristo reine sobre los pueblos. La Iglesia es la única que lo quiere. La política anti-Cristo se apoya en otros fundamentos.
Bto. Pío IX: «la razón humana, sin tener para nada en cuenta a Dios, es el único árbitro de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal; es ley de sí misma, y basta por sus fuerzas naturales para procurar el bien de los hombres y de los pueblos» (1864, Sílabo 3: Denz 2903). Puede la política, por esta vía, legalizar el «matrimonio» homosexual, el aborto y lo que sea. Puede el poder político, abandonado a sí mismo, lograr una cierta unanimidad del pueblo en el error y el pecado.
Juan Pablo II: «en la cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la misma mayoría reconoce y vive como moral». Según esto, lógicamente, se «considera este relativismo como una condición de la democracia, ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a la intolerancia» (1995, enc. Evangelium vitæ 69-70).
Cardenal Ratzinger: «Es verdad que hoy existe un nuevo moralismo, cuyas palabras claves son justicia, paz, conservación de lo creado. Pero, sin los necesarios valores morales esenciales, este moralismo se queda en vaguedades y se desliza, casi inevitablemente, a la espera político-partidista… Esta Europa, desde el Renacimiento, y de modo más acabado desde la Ilustración, ha desarrollado una racionalidad científica que, en cierto sentido, es uniforme para todo el mundo. En la estela de esta forma de racionalidad, Europa ha desarrollado una cultura que, de manera desconocida hasta ahora por la Humanidad, excluye a Dios de la conciencia pública, bien negándolo del todo, bien juzgando su existencia no demostrable, incierta y, por tanto, perteneciente al ámbito de las opciones subjetivas, algo en todo caso irrelevante para la vida pública». En esta mentalidad, sigue diciendo, el texto proyectado de la Constitución europea estima que «sólo la cultura ilustrada radical podría ser constitutiva de la identidad europea. Junto a ella pueden coexistir diferentes culturas religiosas con sus respetivos derechos, a condición de que –y en la medida en que– respeten los criterios de la cultura ilustrada y se subordinen a ella» (1-IV-2005, Disc. Monasterio de Subiaco).
Estos enormes errores, que pervierten especialmente a las naciones antes cristianas, poniéndolas en peligro de extinción, son profesados también, al menos en la práctica, por la mayoría de los cristianos políticos, de tal modo que ya no son políticos cristianos. Han asimilado en el pensamiento, o al menos en la práctica, las doctrinas de los enemigos de Cristo. Y han traicionado a Cristo Rey con un agravante: ¡alegan que están guiados por el Concilio Vaticano II y el actual Magisterio apostólico!…
El desfallecimiento postconciliar de la acción misionera y política es patente. Pero yerra gravemente quien atribuye ese hundimiento al mismo Concilio. El Vaticano II enseñó, como todos los Concilios, la verdad de Cristo: lo que estimaron conveniente el Espíritu Santo y los Padres conciliares (Hch 15,28). Son las falsificaciones masivas postconciliares, en materias doctrinales, pastorales y litúrgicas, las culpables de tales desviaciones. A causa de ellas, misiones y política se han secularizado notablemente en un proceso horizontalista simultáneo.
–Misiones. El decreto conciliar Ad gentes impulsa la evangelización con toda claridad y firmeza. Envía a los misioneros como Cristo envió a San Pablo: «yo te envío para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de los pecados y parte en la herencia de los consagrados» (Hch 26,18).
Por eso, si en el tiempo postconciliar ha decaído más y más la acción evangelizadora, hasta el punto de que la beneficencia material se hace no pocas veces el fin prevalente y casi único de las misiones católicas, nada tiene eso que ver con el Concilio. Como decía Juan Pablo II, «la misión específica ad gentes parece que se va parando, pero no ciertamente en sintonía con las indicaciones del Concilio y del Magisterio posterior» (1990, Redemptoris missio 2).
–Política. Algo semejante hay que decir de la cesación casi absoluta de la acción política católica. Este fenómeno, profundamente negativo, nada tiene que ver con el Concilio.
El Vaticano II enseñó con especial insistencia en muchos de sus documentos que los laicos están llamados a «evangelizar y saturar de espíritu evangélico el orden temporal, de modo que su actividad en este orden sea claro testimonio de Cristo y sirva para la salvación de los hombres» (Apostolicam actuositatem 2). «Hay que instaurar el orden temporal de tal forma que, salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana» (7). «A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena» (GS 43). El Concilio enseña incluso que «los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios» (GS 34). La fórmula consecratio mundi la toma el Concilio de Pío XII (5-X-1957, Aloc. II Congreso Mundial del Apostolado Laico).
Quienes rechazan a Cristo Rey, gobiernan el mundo sin atenerse a Dios ni al orden natural. No quieren en modo alguno que «la ley divina quede grabada en la ciudad terrena». En cuanto ello es posible, roban el mundo a Dios, su Creador y Señor natural, sustrayéndolo de todo influjo de Cristo Rey. Sólo se atienen a la razón –en el mejor de los casos–, o a la voluntad de la mayoría –previamente manipulada–, o simplemente a sus intereses e ideologías. Todo este horror se da lógicamente en ateos y agnósticos.
Pero el horror más nefasto es que muchos católicos, políticos, teólogos, asociaciones apostólicas e incluso eclesiásticos, no quieren que Cristo Rey reine sobre las naciones. En la gran solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, que culmina el Año litúrgico, resultan increíbles ciertas homilías, empeñadas en «desengañar» a los fieles, que todavía creen obstinadamente en Cristo Rey. Estos cristianos-liberales, en versión progre o conservadora, distanciándose años luz del Vaticano II, propugnan en la acción política justamente lo contrario de lo que enseñó el Concilio, fiel a la tradición del Magisterio apostólico anterior. Cómplices objetivos de los enemigos de Cristo Rey, han preferido regirse en la vida política por los principios democrático-liberales, naturalistas y relativistas, considerando que son los más convenientes para el bien común del pueblo –o para su ventaja personal y profesional–.
La Iglesia quiere hoy, como siempre, que Cristo sea reconocido como Rey y Salvador, y que todos los hombres y naciones caminen a su luz, reconociendo en él la Verdad, el Camino que lleva a la Vida. La Iglesia pide orante cada día: «ven, Señor Jesús. Venga a nosotros tu Reino». Y el intento del Apóstol, «instaurar todas las cosas en Cristo» (Ef 1,10), sigue siendo la norma de la Iglesia católica. Recientemente Benedicto XVI afirmó que «el Pontificado de San Pío X ha dejado un signo indeleble en la historia de la Iglesia, caracterizado por un notable esfuerzo de reforma, sintetizada en su lema Instaurare Omnia in Christo, renovar todas las cosas en Cristo» (18-VIII-2010).
Reforma o apostasía.