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El intervencionismo de los Estados, tanto democráticos como totalitarios

–¿Es todo malo en los Estados modernos?
–Metafísicamente es imposible que en un ente todo sea malo, pues caería en la nada, sería aniquilado. El mal existe siempre de una forma parasitaria en el bien. Por supuesto que hay cosas que el Estado actual hace bien. Pero aquí trato del principio de subsidiariedad, y del totalitarismo político que se le opone.

Continúo considerando el principio de subsidiariedad y el totalitarismo de los Estados modernos que tiende a suprimirlo. Me fijo sobre todo en los países desarrollados de Occidente.

El intervencionismo político es semejante en los Estados totalitarios y en las democracias liberales. Y al parecer esto es ignorado por muchos, también por muchos eclesiásticos y políticos católicos. Es necesario conocer que el espíritu del Leviatán político viene a ser el mismo en unos y otros Estados, aunque se encarne con modalidades diversas. Quizá un Estado abiertamente totalitario prohiba, por ejemplo, tener más de uno o dos hijos, y un Estado liberal no se permita una ley semejante. Pero es posible incluso que los Estados liberales, en algunos mandatos y prohibiciones, sean aún más intervencionistas que los abiertamente totalitarios.

Puede darse en Estados liberales una política lingüística opresiva, que obliga a aprender un lenguaje regional o a usarlo con preferencia al nacional en educación y comercio, en administración y medios de comunicación. Puede un Estado liberal retirar de la enseñanza o de la judicatura a quien estime contra natura el ejercicio de la homosexualidad, y puede cerrar un instituto de adopción que se niega a entregar niños a parejas homosexuales. Puede imponer a los padres adoptivos la obligación de revelar su condición al niño cuando cumple los doce años. Puede imponer en los colegios la educación mixta, puede prohibir la actividad escolar con separación de sexos, y proscribir por traumáticos los exámenes de fin de asignatura. Puede prohibir el tabaco, las corridas de toros, ciertos usos vestimentarios correspondientes a algunas minorías y tantas cosas más. En las cuestiones citadas como ejemplo no tiene el Estado por qué suprimir un pluralismo benéfico en favor de un uniformismo injusto, ideológico y arbitrario.

El Estado moderno puede imponer su ideología en los ciudadanos no solo por medio de leyes y prohibiciones, sino también por la política de nombramientos, licencias y subvenciones, por las que se potencian unas iniciativas y se impiden o dificultan otras. Una Democracia liberal, a través de planes escolares obligatorios, películas y series televisivas financiadas, y por muchos otros medios, puede, por ejemplo, imponer a niños y adolescentes una educación que estimule la actividad sexual infantil, la masturbación y la fornicación, la anticoncepción y el aborto, lo mismo que el aprecio por la homosexualidad y la rebeldía ante padres y maestros. De hecho, hay Ministerios o bien Institutos de la Juventud en Estados democráticos liberales que vienen a operar como el komsomol de las juventudes comunistas en la Unión Soviética o como la Hitlerjugend, en las Juventudes hitlerianas del nazismo. Y lo hacen a veces con métodos más eficaces.

Por otra parte, no olvidemos que ese intervencionismo estatal compulsivo se triplica a veces, cuando es ejercitado por las autoridades nacionales, regionales y municipales –o bien por las autoridades federales, estatales y locales–. Inevitablemente se produce entonces una multiplicación innumerable de leyes, normas y reglamentos, y también se genera un cáncer burocrático, siempre en aumento, de políticos, secretarios, escoltas, chóferes, funcionarios, comisiones, institutos, comisiones de control y policías. Todos ellos sostenidos por los ciudadanos contribuyentes, que pagan a sus carceleros.

La Bestia liberal es «intrínsecamente mala», porque prescinde de Dios y del orden moral natural, y afirma, en la doctrina y en la práctica, la autonomía soberana de la libertad. Pío XI afirmó que «el comunismo es intrínsecamente perverso, y no se puede admitir que colaboren con el comunismo, en terreno alguno, los que quieren salvar de la ruina la civilización cristiana» (1937, enc. Divini Redemptoris 60). Ha de decirse lo mismo del Estado democrático liberal, mutatis mutandis, pues es totalitario, interviene en todo, mucho más allá de sus competencias reales, causa o permite muchos millones anuales de homicidios por el aborto y por la pobreza, propugna el matrimonio temporal, el consumismo, el hedonismo, el relativismo, la lujuria, la anticoncepción, la homosexualidad, la pornografía, la división del pueblo en partidos contrapuestos, la ruptura con la tradición nacional, la falsificación de la historia de la patria, y de este modo promueve la irreligiosidad y la apostasía (Vat. II, GS 20). Aquello que el Catecismo anuncia del Anticristo, cuando dice que ha de presentarse «bajo la forma política de un mesianismo secularizado, intrínsecamente perverso» (676), se puede aplicar a los Estados totalitarios y demócrata-liberales.

El Estado moderno nos hace pensar en las Bestias políticas del Apocalipsis. Esta preciosa obra del apóstol San Juan es una teología de la historia, un libro de consolación dirigido a las Iglesias perseguidas por el mundo, y nos muestra con especial claridad cómo la perfección de los cristianos fieles se consuma de forma martirial en la cruz del mundo secular. A comienzos del siglo XXI no es un juicio temerario reconocer una encarnación más de las Bestias sucesivas del Apocalipsis en esa larga serie de Estados modernos monstruosos, que usurpan el poder de Dios y de su Cristo, que niegan y pisotean el orden natural, que mandan sobre la mente y la conducta de los individuos, y que crean un orden social perverso.

¿Podrá haber, pues, educación familiar cristiana o ascesis de perfección que no enseñe a resistir a la Bestia mundana, negándose a recibir su marca en la frente o en la mano, aunque esa resistencia impida a veces «comprar y vender» en el mundo (Ap 13,16)? ¿Podrán los cristianos de hoy ser fieles a su vocación y llegar a la bienaventuranza celeste si, viviendo en la Gran Babilonia, ignoran, desoyen o incluso desprecian la voz de Cristo, que les manda: «salid de ella, pueblo mío, no sea que os hagáis cómplices de sus pecados y os alcancen sus plagas» (Ap 18,4)? No se trata, como dice San Pablo, de «salirse de este mundo» (1Cor 5,10), sino de mantenerse dentro de él, fieles a «los pensamientos y caminos» de Dios (Is 55,8-9), bien conscientes de que el vino nuevo del Espíritu Santo ha de guardarse en odres nuevos, en formas nuevas de vida personal y comunitaria, porque de lo contrario se pierden el vino y los odres (Mt 9,17).

Pero la muchedumbre de los bautizados mundanizados «sigue maravillada a la Bestia» (Ap 13,1). No sólamente no mira con horror la Bestia moderna ateizante, cuyas cabezas visibles están siempre adornadas de «títulos blasfemos» (13,1), sino que la sigue fielmente en sus pautas mentales y conductuales… Reforma o apostasía.

Jacques Maritain, en su obra Le paysan de la Garonne. Un vieux laïc s’interroge à propos du temps présent (París 1966), escribía: «la crisis presente tiene muchos aspectos diversos. Uno de los más curiosos fenómenos que apreciamos en ella es una especie de arrodillamiento ante el mundo, que se manifiesta de mil maneras». El caso es que «en amplios sectores del clero y del laicado, aunque es el clero el que da el ejemplo, apenas la palabra “mundo” es pronunciada, brilla un fulgor de éxtasis en los ojos de los oyentes». Palabras como presencia en el mundo, o mejor aún, apertura al mundo, suscitan estremecimientos de fervor. Por el contrario, «todo lo que amenaza recordar la idea de ascesis, de mortificación o de penitencia es naturalmente apartado. Y el ayuno está tan mal visto que más vale no decir nada de él, aunque por el ayuno se preparó Jesús a su misión pública» (extractos de pgs. 85-90).

La Bestia liberal es hoy para los cristianos de Occidente mucho más peligrosa que la Bestia romana de los primeros siglos. El mundo moderno, resabiado contra el cristianismo que ha rechazado, es mucho más cerrado y hostil al Evangelio. Y mucho más seductor y peligroso. La misma grandeza que adquirió Europa en sus siglos cristianos le ha llenado de soberbia, y ahora desde sus riquezas económicas y culturales, desprecia a Cristo Salvador. Es la infidelidad terrible de Israel, la esposa de Yavé, tal como la describe Ezequiel 16: «Fuiste mía, te lavé con agua, te quité de encima la sangre, te ungí con óleo, te vestí con telas preciosas… Pero te envaneciste de tu hermosura, y te diste al vicio». Ya se comprende que, en principio, un mundo que abandona a Cristo, que habiéndole conocido, le vuelve la espalda, es mucho peor que otro que aún no le ha conocido ni recibido (2Pe 2,20-21).

–El Estado pagano antiguo era religioso, rendía culto a los dioses, e incluso perseguía a los cristianos por ateos. No se complacía, como hoy, en destrozar el orden natural –apreciaba, por ejemplo, la virginidad, el respeto a los padres y gobernantes, la estima del Derecho–, sino que lo conocía mal y lo realizaba muy torpemente, «porque todavía no era creyente y no sabía lo que hacía» (1Tim 1,13). Y aunque este mundo del Imperio cayera a veces en el culto al César, divinizando una persona humana, no divinizaba, como ahora, al hombre, reconociéndolo como «señor» único de la creación –la soberanía popular–, como diciendo: «el mundo es nuestro, sólo nuestro, y podemos hacer con él lo que queramos, sin sujeción alguna a los dioses».

–El Poder político era entonces, además, incomparablemente menor que el del Estado moderno, totalitario o liberal. Hoy la Bestia, aunando poder y dominio, por la educación y los medios de comunicación, por la fabricación inteligente de ideologías y modas, por la directa administración económica de una mitad de la riqueza nacional, es infinitamente más fuerte y seductora que la del Imperio antiguo. Los súbditos del Imperio, según los casos, sentían el peso de la Autoridad romana en impuestos, servicio militar, construcción de calzadas y otras obras públicas y poco más. Pero las naciones integradas en el Imperio, y eran muchas, permanecía libres para pensar y seguir las creencias y costumbres propias de su tradición nacional. Por el contrario, el Leviatán moderno tiene un control incomparablemente mayor sobre la mente y la conducta de sus súbditos.

–Todavía los políticos romanos, en algún grado, tenían uso de razón. Cuando los primeros apologistas cristianos –Justino, Atenágoras, Tertuliano–, componían sus Apologías del cristianismo, aún albergaban una cierta esperanza de que sus destinatarios, el emperador a veces, podrían atender a razones, deponiendo su hostilidad. Hoy es casi imposible creer en la racionalidad de unos políticos que, por ejemplo, reconocen el «derecho» al aborto o que equiparan el matrimonio verdadero con la unión homosexual.

Y es que los poderosos del mundo eran entonces paganos, pero no apóstatas. Los actuales, en cambio, vienen de vuelta del cristianismo, y saben bien que gracias precisamente a que no creen o a que callan en la política su fe en Cristo están donde están. Han elegido postrarse ante el Príncipe de este mundo, el mismo que le dijo a Cristo: «te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, pues todo me ha sido entregado y lo doy a quien quiero. Si tú te postras ante mí, todo será tuyo» (Lc 4,6-7). Y ellos se han postrado ante la Bestia, que ha recibido del diablo todo su poder y su gloria.

–El Imperio romano era una pobre Bestia, comparado con los Estados modernos. El Imperio era para los cristianos un perro de mal genio, con el que se podía convivir a veces, aunque en cualquier momento podía morder. Pero era poca cosa, comparado con el tigre del Bloque comunista o más aún con el león poderoso de los Estados occidentales apóstatas, cifrados en la riqueza y en una libertad humana abandonada a sí misma por el liberalismo (Ap 13,2.11). Podemos medir la ferocidad de cada una de las Bestias citadas; basta apreciar la fuerza histórica de cada una de ellas para combatir y para vencer a los santos, llevándolos a la apostasía. «Por sus frutos los conoceréis».

La persecución romana contra la Iglesia se nos muestra hoy sumamente torpe e ineficaz. Apenas tenía fuerza alguna dialéctica o seductora. En la mayoría de los casos no hacía apóstatas, sino mártires –o lapsi (caídos), que muchas veces, pasada la persecución, se convertían y reintegraban a la Iglesia–. Hoy en cambio, el Dragón infernal, dando poder a la Bestia, combate mucho más eficazmente a «los que guardan los mandatos de Dios y tienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17), y le ha sido concedido, en medida mucho mayor que en otros siglos, «hacer la guerra a los santos y vencerlos» (13,7).

Pues bien, éste es «el mundo» en su versión presente, apóstata y seductor, ante el que tantos cristianos permanecen arrodillados, recibiendo su marca, con orgullo y gratitud, en la frente y en la mano. «Por fin el mundo nos admite a los cristianos. Para ello, sin duda, ha sido preciso silenciar o negar una buena parte del evangelio de Cristo. Pero ha merecido la pena».

La Bestia del mundo moderno ha de ser conocida y temida, evitada y combatida, siguiendo exactamente las normas que nos dieron Cristo y sus Apóstoles. Si los intérpretes del Apocalipsis han reconocido generalmente los rasgos de la Bestia mundana en el Imperio romano y en otros poderes mundanos semejantes de la época, ¿cómo nosotros, cristianos del siglo XXI, no descubriremos la Bestia diabólica en los Estados modernos, empeñados en construir una Ciudad sin Dios y tantas veces contra Dios?

Los modernos Estados democráticos liberales son monstruosos, pero la mayoría no lo advierte. Por eso su monstruosidad es muy insuficientemente denunciada y combatida. Todavía muchos, también entre los católicos, hacen discernimientos completamente absurdos: «nosotros que vivimos en un régimen de libertad», «es increíble que pueda suceder algo tan espantoso viviendo en democracia»… No entienden nada. No alcanzan a cumplir la exhortación del Apóstol: «dáos cuenta del momento en que vivís» (Rm 13,11).