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-Avisos espirituales

Tenga usted cuidado en mortificar el amor propio y a menudo la propia voluntad, la que se debe contrariar mucho cuando se quiere alcanzar la unión divina.

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La paz es un fruto del Espíritu Santo, que se obtiene por la fidelidad a la oración y también por prolongadas acciones de gracias después de la comunión.

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Siempre debéis en las conversaciones tener el propósito de conducir las almas a Dios, a su servicio y a su amor.

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Dedique a la acción de gracias después de la comunión un cuarto de hora, y permanezca en paz, unida a nuestro dulce Jesús, sin producir gran número de actos. Una palabra basta: ¡Amor!

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Sirvamos a Jesús por sí mismo; digamos que nos es grato estar privados de alegría en este mundo, ser humillados y probados, y que Jesús nos concede siempre mucho más de lo que merecemos. Hay que amar a Jesús crucificado, hay que amar la cruz de Jesús. El Tabor ya lo gozaremos en el cielo.

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Con respecto a los deseos que le manifiesta su marido de concurrir a diversiones profanas, repito que usted no arriesga nada, mientras usted vaya tan sólo por sumisión y contra su propio agrado. Así mismo le aconsejo, cuando usted pueda hacerlo prudentemente, que haga surgir algún estorbo, cualquier pretexto legítimo que se convierta en obstáculo para ir. Creo que será cosa agradable a Nuestro Señor, si le ve combinar con sensatez algún plan para que fracase un recreo de semejante índole.

Cuando la ocasión se le presente, practique el grande amor del cumplimiento de la voluntad de Dios, sobre todo en las cosas que le crucifiquen la propia voluntad. Nada hay tan apto para conducirnos a la unión divina como el triunfo sobre la propia voluntad y sobre las inclinaciones naturales que nos son lisonjeras. Es más que resignación, es un gozo lo que experimentamos cuando la voluntad de Dios triunfa sobre nosotros mismos. Esto le hará adelantar mucho en la senda de la perfección, y cada día se presentará alguna víctima que inmolar; y esta víctima debe estar en nosotros mismos. En semejantes sacrificios somos a la vez, como Jesucristo, el sacerdote, el altar y la hostia.

¡Qué bello, grande, sublime y glorioso es esto!... Cosa que no se puede efectuar más que gracias a un combate continuo e infatigable. No es hacer poco para Nuestro Señor, y jamás somos nosotros mismos los que escogemos el arma y el terreno de la lucha. Son los incidentes imprevistos de cada día, que la Providencia hace surgir para inquirir y probar nuestro amor para con Dios.

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No se inquiete usted por la vehemencia de su cariño para con los de su familia, con tal que luego lo eleve por medio de su intención a la dignidad de los afectos sobrenaturales y que usted lo tenga inviolablemente sometido a la santa voluntad de Dios. El amor de Jesús santifica todos los cariños que no son contrarios a la ley de Dios. La religión no sólamente no debe enfriar el corazón, sino que debe dar más corazón para los que amamos en el orden de Dios.

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No omita medio alguno para conservar la deliciosa paz de Jesús. Un buen medio consiste en pensar poco en usted misma y mucho en Jesús. Cuando el alma se abandona a Jesús y a la contemplación de sus encantos y perfecciones, entonces Nuestro Señor se encarga de manera especial de guiarla, y en ella produce la calma apacible que hizo reinar en el mar de Tiberíades cuando iba a reunirse con Pedro andando sobre las aguas.

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Procure tener, sobre todo durante la cuaresma, horas de soledad, silencio y recogimiento con Jesús solo en el desierto. Sírvale con los ángeles, trabaje para Él, a imitación de san José en la casa de Nazaret, y use del mundo como si no usara de él [1Cor 7,31]. Cuando haya de alternar con éste, procure pasar inadvertida, ignorada y como si no estuviera en él.

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Cuando la naturaleza la arrastre a sentir indignación en presencia del mal, corrija dicho movimiento por un acto sobrenatural de conmiseración hacia el pecador. El pecado merece nuestro odio, pero el pecador es digno de nuestra piedad. Que la piedad acuda, pues, para rechazar la indignación.

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Uno de los movimientos más frecuentes de nuestra miserable naturaleza, que pone nuestra falta de humildad en evidencia, consiste en el deseo de ser compadecidos cuando padecemos. Los santos han tenido cuidado en ocultar sus dolores a los hombres, para que Jesús sólo fuera testigo de ellos y agradeciera la ofrenda de los mismos.

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Le recomiendo especialmente, cada vez que en usted advierta alguna imperfección o cualquier debilidad natural, que de ello se humille sinceramente, expresamente, ante nuestro dulce Jesús.

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Para aprender a volverse humilde no hay que compararse a los hombres, sino al divino modelo que Dios nos ha dado, a Jesús. Jesús es Dios y hombre: debemos volvernos en otros tantos Jesús a los ojos de su Padre, si queremos complacerle. Compare usted su humildad a la de Jesús, María y san José, y entonces concurrirá a la escuela en que se aprende la ciencia de la humildad.

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La razón por la cual el buen Maestro no deja oír siempre su dulce voz, es porque gusta que se le busque, y nada le es tan agradable como los esfuerzos de un alma prendada de su amor que, como Magdalena, se dirige a las criaturas del cielo y de la tierra para preguntarles: «¿dónde está mi Dios?» Debemos suspirar por Jesús como el ciervo sediento suspira por el arroyo de los bosques. Otra razón hay también, y es para que nos mantengamos en la humildad. Si tuviéramos siempre el consuelo de los coloquios dulcísimos de Jesús, acabaríamos por creernos algo, no siendo otra cosa sino ceniza y polvo, y peor que esto... ¡pecadores! ¡Qué bueno y misericordioso es Jesús en no rechazarnos y en dignarse soportarnos a pesar de nuestras miserias, cobardías e inconstancia en su servicio!

Debe usted aspirar a establecer profunda paz en su alma, evitar lo que pueda turbarla. Ruegue a Jesús que mande a los vientos y a las tempestades, y que haga renacer la calma y la tranquilidad en su interior. El mundo no sabe proporcionar la paz. Jesús, el Cordero de Dios, vino para que la disfrutemos abundantemente. Sin embargo, sólo en el cielo será perfecta. En este valle, en el que sólo estamos de paso, debemos aspirar continuamente al reposo definitivo que nos aguarda en los brazos de Dios. Un día nos dormiremos y descansaremos, como dice el Salmista, en Aquél que por sí mismo es la paz eterna.

Los cuidados materiales nunca deben distraerle de las atenciones que se deben a Dios, porque precisamente es a Dios a quien tendrá usted que recurrir para allanarlos, y porque en todas estas cosas constantemente debe ver, con la mayor pureza de intención, tan sólo la santa voluntad de Dios.

Cuando usted crea que debe interrumpir su norma de vida, para adaptarse a las conveniencias de la caridad fraterna, a su discreción lo dejo. Sin embargo, mi opinión es que, en ciertas circunstancias, debe usted dar la preferencia al reglamento. A veces hay que saber dar a comprender al mundo que Dios tiene sus derechos, y hoy día, aun las gentes más piadosas, con demasiada frecuencia están inclinadas a considerar los deberes religiosos como cosa accesoria que, según ellos, debieran siempre ceder ante las disposiciones que se toman para recrearse. Así, pues, su reglamento cederá algunas veces frente al prójimo, y otras usted rogará al prójimo que la deje tranquila, y entonces Dios ocupará a lo menos el primer lugar, el que de derecho le corresponde.

No tema las murmuraciones ni las críticas... Si usted quiere continuar agradando a los hombres, cediendo siempre a sus conveniencias, no agradará, no será, dice san Pablo, sierva de Dios [Gál 1,10]. Muestre cierta firmeza para no ser arrastrada por la corriente del día, la cual consiste en cierto modo en echar a Dios a un lado... Esté segura de que mi celo por su alma es y será siempre el mismo.

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Es muy importante que recuerde lo que ya le dije de los primeros movimientos del alma. Estos primeros movimientos vienen, ya de las inclinaciones naturales, ya a consecuencia de una sugestión diabólica, o también por un impulso de la gracia divina. En ninguno de tales casos pueden constituir falta o acto meritorio hasta que la voluntad, con su reflexión, haya dado el consentimiento u opuesto resistencia.

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Nuestro Señor dice en la Escritura: «Yo soy un gusano, y no un hombre» [Sal 21,7]. Quiso humillarse, dice san Pablo, quiso anonadarse hasta la nada, ser tratado como el último de los hombres, y nosotros no tendremos parte con Nuestro Señor sino participando de su humildad, más aun, de su humillación, porque es el vínculo gracias al cual hemos entrado en relación con Él y nos hemos convertido en hermanos suyos. Tan pronto como renunciamos a trabajar en nuestra propia humillación, renunciamos a participar de Jesucristo, ya que en seguida Nuestro Señor se halla a distancia infinita de nosotros. No puede pues, usted, avanzar más que por este camino: el desprecio de sí misma, el santo odio de sí misma, y un constante temor de que venga a deslizarse en su alma cualquiera secreta complacencia de sí misma. Nada podría serle más perjudicial que esto.

Sea Él bendito y amado de todos.