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-La Acción de Gracias

Hace algunos meses fui a visitar a un venerable sacerdote cuya fama de santidad se ha extendido ya por todo el mundo católico; me refiero al virtuoso, al admirable Cura de Ars [san Juan María Vianney, 1786-1859]. A pesar de la multitud incesante de penitentes y peregrinos que lo rodeaban, tuve la dicha de poder conversar un rato con él y decirle:

«Padre, ¿no ha observado usted que uno se preocupa más en pedir mercedes y beneficios al Señor que en agradecerle los que se han recibido?

«Sí, me dijo, es muy cierto. Somos como los leprosos que se fueron curados sin dar las gracias.

«Pero, Padre, ¿no sería posible fundar una asociación que tuviera por objeto rendir incesantes acciones de gracias a Dios por el torrente de beneficios que derrana sobre el mundo?

«Eso es, me contestó. Tiene usted razón. Hágalo usted y Dios le bendecirá. Constituye una omisión entre las asociaciones de piedad, omisión que es necesario subsanar».

Ahora bien, hermanos míos, ésta es la primera vez que hablo en público de semejante idea, que no ha salido aún del estado de simple proyecto. Muchas almas, movidas por el Señor en el secreto de la oración, han venido a confiarme las quejas que Nuestro Señor les dejaba oír: se quejaba del poco agradecimiento que le demostraban los hombres por las mercedes con que les colmaba.

En un sermón que tiene por título: Contra el vicio detestable de la ingratitud, san Bernardo pregunta: ¿Por qué Dios, tan bueno y liberal, que nos ha colmado de tan grandes mercedes sin que las hayamos pedido o ni siquiera deseado, no nos otorga tantas y muchas más cuando se las pedimos con incesantes oraciones, súplicas y peticiones? ¿Ha disminuído, pues, su poder? ¿Se le han agotado los tesoros de su gracia? ¿Ha cambiado su voluntad para con nosotros?... No es nada de todo eso. La verdadera causa es que nadie da gracias a Dios por sus beneficios. Heu! Heu!, non inveniur qui agat gratias Deo. Conocemos a muy pocos que se presenten a darle gracias, como deben, por todas las mercedes recibidas.

La razón por la cual Dios retiró su protección a Adán y le dejó caer en el pecado, ¿no estriba en el hecho de que Adán olvidó agradecer a Dios los beneficios de su magnífica creación y todos los tesoros de gracia con que le adornó el cuerpo y el alma?

Estudiemos, pues, este deber importante del cristiano, deber que tan descuidado está, y roguemos a María, que por su fidelidad a las gracias recibidas cada vez fue más colmada de nuevos dones.

Santo Tomás enumera tres grados en la caridad. El primer grado es el del corazón. Es menester grabar en el corazón la memoria de las insignes misericordias de que el Señor ha usado para con nosotros, y este recuerdo debe presidir nuestros afectos, inspirarlos, guiarlos, decidirlos y expulsar todos los que pudieran exponernos a la ingratitud.

El segundo grado nos conduce a alabar, exaltar y a celebrar la merced recibida. Hallamos en abundancia en el profeta real cánticos y alabanzas de bendición y de alegría. Benedic, anima mea, Domino, dice, y luego invita a todas las criaturas a que se asocien a su cántico: a los cielos y a la tierra, a las criaturas animadas, a las montañas, a los valles y a los elementos mismos; en una palabra, a todo lo que está dentro y fuera de nosotros mismos, a todo invita a ensalzar y a bendecir al Señor, et omnia quæ intra me sunt.

En su liturgia, la Iglesia pone en nuestros labios las más sublimes plegarias de acción de gracias: el Te Deum, cuyas ardientes estrofas parecen descender del mismo trono de Dios, al soplo de su Espíritu, para después subir otra vez al mismo por las aclamaciones del alma humana. El Te Deum es la suprema expansión religiosa del género humano.

¿Y acaso no nos da María un modelo de alabanza en su Magnificat?... ¿Y el cántico de los ángeles en el santo Sacrificio, y el prefacio de la Misa y tantos otros himnos? Cierto, el Espíritu Santo ha provisto ampliamente de textos sagrados la Escritura, textos que hacen saltar al corazón y cantar la lengua con plenitud de alegría, y así se desahoga la necesidad que sentimos de publicar las gracias del Señor. Venite, audite et narrabo, omnes qui timeti Deum, quanta fecit animæ meæ! [Sal 65,16]...

Debemos dar gracias a Dios, no tan sólo de todos lo bienes, sino también de todas las aflicciones que nos ocurren, porque todas las cosas nos vienen del mismo principio, de su amor. Benedicam Dominum in omni tempore: clama el profeta, semper laus ejus in ore meo [Sal 33,2]. Alabaré al Señor en todo tiempo: no cesarán mis labios de pronunciar su alabanzas.

San Agustín añade estas hermosas palabras: ¿Estáis alegres? Reconoced a vuestro Padre que os acaricia. ¿Os halláis en la tribulación? Reconoced a vuestro Padre que os corrige. Ya sea, pues, que os acaricie o que os castigue, educa e instruye a aquel para quien prepara la herencia.

Dios es igualmente digno de alabanzas, dice san Crisóstomo, lo mismo cuando castiga que cuando perdona, ya que el castigo y el perdón son efectos de su bondad y testimonios de su benevolencia. Hay que darle gracias, pues, no sólo por haber hecho el cielo, sino también por haber hecho el infierno, ya que no lo creó para enviarnos a él, sino a fin de hacérnoslo temer e inspirarnos horror al pecado, que es lo único que puede conducirnos allí.

El santo varón Job es un ejemplo admirable de esta igualdad de gratitud, pues lo mismo bendecía a Dios en la prosperidad como en la adversidad, y en el colmo de las aflicciones y de los dolores, exclamaba: Si bendecimos al Señor por sus beneficios, ¿por qué no recibiremos de su mano la aflicción?... Postróse luego en tierra y adoró diciendo: El Señor me lo dio todo, y el Señor me lo ha quitado: ¡bendito sea su santo nombre!...

San Lorenzo daba gracias a Dios, estando en las parrillas. San Cipriano, al oír su sentencia de muerte, exclamó: «¡Alabado sea Dios!» Y mandó que se dieran veinticinco piezas de oro al verdugo que debía cortarle la cabeza. La invencible mártir Tecla, mientras le estaban desgarrando las entrañas, no cesaba de decir: «¡Alabado sea Dios!» Tobías no murmuró ni lo mínimo contra Dios cuando se volvió ciego, sino que permaneció inconmovible en la obediencia y el temor de Dios, dándole gracias todos los días de su vida: agens gratias Deo, omnibus diebus vitæ suæ [Tob 2,14].

El tercero, el supremo grado de la acción de gracias, consiste en añadir al agradecimiento del corazón y de la lengua, el de la mano y el de los brazos, devolviendo con creces lo que se haya recibido, ya que, como os lo he dicho ya antes, santo Tomás exige que, para cumplir plenamente con los deberes de la gratitud, se dé algo gratis, es decir, algo por encima de lo que se haya recibido, porque no dar más que lo mismo, es como si no se diera nada.

He aquí que nos hallamos enfrente de una dificultad. Nada tenemos que no esté infinitamente por debajo de Dios, y todo lo que tenemos, lo tenemos por su misericordia. La misma acción de gracias que le rendimos por sus beneficios no es más que una emanación de su bondad. Así, pues, podemos decir a Dios, con mayor motivo, lo que un caballero romano decía a Augusto, quien había concedido la gracia del indulto a su padre, uno de los mayores enemigos del citado emperador: «He aquí, César, la única injuria que he recibido de ti: por la grandeza de la merced que me otorgas, me condenas a vivir y a morir como un ingrato, sin que me sea posible manifestarte dignamente mi agradecimiento».

Y sin embargo, amados hermanos míos, me parece que nuestra santa religión nos pone entre las manos la posibilidad de cumplir con el citado precepto de santo Tomás, el cual quiere que devolvamos a Dios con creces lo que le debemos.

Con esto, entro en el fondo de la importantísima cuestión de la acción de gracias.

Ante todo, la religión nos enseña que en rigor de justicia tan sólamente estamos obligados para con Dios a observar los preceptos y los mandamientos de su santa Iglesia. Cada vez, pues, que ofrecemos a Dios una obra de supererogación, una obra que no es estrictamente necesaria para nuestra salvación, damos en cierto modo al Señor algo más de lo que ha querido obligarnos a que diésemos, puesto que, en su inmensa bondad, se contenta, para la mayoría de nosotros al menos, con que observemos sus mandamientos.

Cada vez, pues, que hacéis una buena obra, aparte de las absolutamente prescritas, podéis en cierto modo satisfacer a Dios las deudas que tenéis para con Él. Cada limosna que hicierais, además de la que vuestra posición social exige en justicia, será una limosna ofrecida en acción de gracias. Cada obra de misericordia, cada sacrificio, cada privación que os impusierais, además de las penitencias impuestas por la Iglesia, será una acción de gracias que Dios tendrá por infinitamente agradable. Cada ornamento que ofrecierais, cada flor que trajerais para realzar el esplendor del culto que le rendimos, cada comunión que hicierais, además del deber pascual, cada misa que oyéreis sobre la del precepto dominical, en fin, todas las obras de piedad y de amor, todo eso se vuelve en vuestras manos como una moneda con la que pagáis a Dios el exceso de lo que le debéis por el deber sagrado del agradecimiento.

Y puesto que hemos llegado al objeto que me proponía en este sermón, me apresuro a decíroslo cuanto antes con ocasión de las comuniones y misas de acción de gracias que acabo de indicaros. La deuda de gratitud para con Dios podréis dignamente satisfacerla por la sagrada Eucaristía y por ella sola. Sí, por ella sola y dignamente, ya que en la sagrada Eucaristía es donde hallaréis el excedente, el gratis de que habla el angélico santo Tomás.

Voy a demostraros esta afirmación con unas breves palabras. Digo que la Eucaristía es la única acción de gracias digna de Dios que podamos ofrecerle, y lo pruebo, en primer lugar, por las palabras del mismo Espíritu Santo, que en un santo arrebato exclama por boca del Rey profeta: Quid retribuam Domino, pro omnibus, quæ retribuit mihi? [Sal 115,3] ¿Cómo podré corresponder al Señor por todas las mercedes que me ha hecho? E inmediatamente, con todo gozo: Calicem salutaris accipiam, canta con alegría. Ahora bien, el aludido cáliz de la salud, el citado cáliz del Señor, no es otra cosa sino la sagrada Eucaristía.

Lo pruebo, en segundo lugar, por las palabras de Jesucristo, cuando instituye el testamento de amor en el Cenáculo, cuando da su cuerpo y su sangre a sus discípulos, y a nosotros todos, dice: Hoc facite in meam commemorationem: haced esto en memoria mía [Lc 22,19; 1Cor 11,24-25]. Y lo que prueba que entiende por ello la memoria de sus beneficios, es el hecho que está escrito: Memoriam fecit mirabilium suorum, escam dedit timentibus se [ha hecho maravillas memorables... él da alimento a sus fieles: Sal 110,4-5]. El Señor, en su misericordia, ha instituido un memorial de sus beneficios, dando un alimento a los que le temen, y el sacramento del altar siempre ha sido llamado el memorial, es decir, el resumen de todos los beneficios de Dios.

Por tanto, así como la ingratitud tiene por origen el olvido de Dios, el agradecimiento se basa sobre el recuerdo y la memoria de su bondad. Dios había mandado a los israelitas que conservaran en el tabernáculo un vaso lleno de maná, para que fuera como un perpetuo recuerdo de los beneficios con que Dios los había colmado al alimentarlos en el desierto. Ahora bien, el maná siempre ha sido considerado como una figura de la Eucaristía.

Pero el nombre mismo del verdadero maná, de la Eucaristía, este nombre tan dulce, este nombre que en una sola palabra expresa todos los tesoros de la bondad de Dios, este nombre, digo, tomado de la lengua griega, significa literalmente: acción de gracias. Y porque la acción de gracias de los hombres es insuficiente, por esto a este tesoro se ha llamado divina Eucaristía, es decir, divina acción de gracias, y por lo tanto, acción de gracias infinita, inagotable, incesante, adecuada a la grandeza de la bondad de Dios.

¡Oh! sí, lo experimento, ¡oh Dios mío! ¡cuando te ofrezco la hostia de alabanzas y de amor, dejas oír de nuevo la misma voz paterna que desde lo alto de los cielos descendió sobre Jesús en las aguas del Jordán, y dices: Hic est filius meus dilectus, in quo mihi bene complacui: éste es mi querido Hijo, en quien tengo puesta toda mi complacencia [Mt 3,17; 2Pe 1,17]. Si le ofrecemos, pues, este Hijo querido, convertido en nuestra parte de herencia en la sagrada Eucaristía, presentamos al Padre eterno una acción de gracias infinitamente agradable, una acción de gracias digna de Él, que es igual a Él y, por lo tanto, sobreabundante...

Es lo que la Iglesia católica resume y profesa en el canto verdaderamente sublime del santo Sacrificio de la Misa llamado prefacio, y que también podría llamarse el cántico de acción de gracias de todas las criaturas. El sacerdote, a punto de ofrecer a Dios el mismo Jesucristo que se va a inmolar para pagar todas las deudas contraídas para con la Majestad divina, deudas de adoración, de agradecimiento, de reparación, de súplica, alza la voz para elevar nuestros espíritus hacia el cielo, sursum corda. Y en cuanto le hemos respondido que nuestros corazones están al unísono, habemus ad Dominum, y que, como él, estamos prontos a ensalzar y a bendecir a Dios por sus beneficios, dignum et justum est, repite y entona este canto de alabanza, diciendo: Verdaderamente es digno y justo, equitativo y saludable, que en todo tiempo y en todo lugar te demos gracias, oh Señor santo, Padre omnipotente y eterno Dios, per Christum Dominum nostrum, por Cristo nuestro Señor, por quien, per quem, alaban tu majestad los Angeles, la adoran las Dominaciones, tiemblan ante ella las Potestades, los Cielos y las Virtudes de los cielos y los bienaventurados Serafines la celebran con mutuos transportes de alegría. Por Jesucristo, te rogamos que te dignes admitir nuestras voces, que unimos a las suyas para cantar con ellos, diciéndote con humilde confesión: Sanctus, Sanctus, Sanctus!...

Aquí tenéis, hermanos míos, de qué manera podemos plenamente rendir gracias a Dios, por medio de nuestro divino mediador, Jesucristo, en la Eucaristía, en el sacrificio del altar; por Jesucristo, sin el cual no podríamos rendir a Dios gloria, alabanza y bendición que correspondieran a la grandeza infinita de sus beneficios. He aquí lo que distingue a nuestra divina religión de todos los sistemas religiosos y filosóficos que han aparecido en el mundo, de los que ninguno tiene el poder, ni siquiera tan sólo la idea de una mediación entre lo finito y lo infinito, entre el mundo y su autor, que perfectamente los una sin confundirlos.

El beato Enrique Susón estaba cantando un día el prefacio, cuando de pronto fue arrebatado en éxtasis en presencia de los fieles. Habiéndole preguntado éstos luego lo que le había ocurrido, les respondió: «Estaba contemplando en espíritu a todo mi ser, al alma y al cuerpo, a mis fuerzas y a mis potencias, y alrededor de mí a todas las criaturas con las que el Todopoderoso ha poblado el cielo, la tierra y todos los elementos, los ángeles del cielo, los animales de los bosques, los habitantes de las aguas, las plantas de la tierra, las arenas del mar, los átomos que vuelan en el aire iluminados por los rayos del sol, los copos de la nieve, las gotas de la lluvia y las perlas del rocío. Estaba pensando que, hasta los confines más remotos del mundo, todas las criaturas obedecen a Dios y contribuyen, en todo lo que pueden, a la armonía misteriosa que sin cesar se eleva para ensalzar y bendecir al Creador. Me figuraba entonces hallarme en medio de este concierto, como un maestro de capilla. Y aplicaba todas mis facultades en marcar el compás; invitaba y excitaba, por medio de los más vivos movimientos de mi corazón y los más íntimos de mi alma, a todas esas criaturas a cantar alegremente conmigo: Sursum corda! Gratias agamus Domino Deo nostro!»

¡Aquel santo religioso tomaba los latidos de su corazón como compás del gran concierto de acción de gracias de la creación! Pero, no obstante, me parece que no era él el maestro de capilla del sublime concierto. Podía ser todo lo más el director de orquesta que dirige la parte instrumental. El verdadero maestro de capilla es el Corazón sagrado de Jesucristo en la divina Eucaristía. De Él hemos de recibir el diapasón. Son los actos de amor de este Corazón divino los que marcan el compás de nuestro agradecimiento, cuyas adoraciones inflamadas dirigen y arrastran nuestras voces y nuestros corazones en los cantos de alabanza que debemos al Altísimo, per Christum Dominum nostrum. Sí, por Él solo, los mismos ángeles alaban la majestad de Dios y le glorifican...

He aquí ahora mi idea:

En una de las parroquias de París se halla establecida una devoción especial al Corazón inmaculado de María; en otra, la devoción en sufragio de las pobres almas del purgatorio; allí, está la cofradía del santo rosario; acá y acullá, una devoción especial por la santa cruz o por la corona de espinas del Salvador. Pues bien, de la misma manera quisiera yo que la parroquia de Santa Clotilde se distinguiera por una devoción ferviente e inflamada de amor por la sagrada Eucaristía.

Pero, se me dirá, la devoción para con el augusto Sacramento de nuestros altares está establecida, está extendida, está viva en todas las iglesias de nuestra diócesis... De acuerdo, lo celebro y bendigo a Dios por ello; pero he aquí mi réplica:

El santo sacrificio de la Misa, sublime conjunto de todos nuestros actos de religión, fue instituido por Jesucristo para cuatro fines principales: 1º, para rendir a Dios un culto supremo de adoración, reconociendo su soberano dominio sobre todo lo que existe; 2°, para dar gracias a Dios por todos sus beneficios; 3°, en reparación de todas las ofensas hechas a su divina Majestad; y 4°, en fin, para obtener de Dios nuevas gracias en el orden temporal y en el orden espiritual.

Ahora bien, hermanos míos, tenemos ya tres clases de adoración perpetua que responden a tres de estos cuatro fines; pero con relación al cuarto, queda un vacío que llenar.

En efecto, la adoración perpetua diurna y nocturna de las Cuarenta Horas responde perfectamente a la primera necesidad del culto supremo e incesante llamado culto de latría.

La adoración reparadora también existe, y admiramos a las generosas víctimas que pasan día y noche ofreciéndose en holocausto con Jesús al pie de su tabernáculo.

La adoración de súplica y de petición halla así mismo y en mayor número que todas las demás, crecido contingente de almas que constantemente acuden a impetrar de la sagrada Eucaristía, uno la conversión de un pecador, otro, la curación de un enfermo, y el de más allá, la preservación de un peligro.

Pero en ninguna parte todavía he visto una asociación eucarística que tenga por objeto principal y especial el ofrecer a Dios perpetuas acciones de gracias por las mercedes obtenidas mediante las otras devociones que ya os he citado.

La asociación que medito y que ahora recomiendo a vuestras piadosas meditaciones, tendría, al lado de las otras ya existentes, un carácter especial de desinterés y de generosidad; ya que, mientras que en muchas partes se pide perdón o se piden gracias, pero en fin siempre se pide algo, aquí, al contrario, se devolvería a Dios. No pretendo excluir de dicha asociación, ¡líbreme Dios!, las recomendaciones de súplicas, ni los actos de contrición, porque somos tan pobres y tan grandes pecadores, que por doquier y constantemente debemos golpearnos el pecho; sino que quiero decir que estos dos últimos actos de religión no serían más que lo accesorio, el acompañamiento necesario a causa de nuestros defectos. Pero la intención general de la adoración sería precisamente el agradecimiento y -si se me permite que me sirva de semejante expresión- el reembolso de los dones que nos hacen de tal modo deudores para con Dios, y tal pago se efectuaría por medio de los tesoros encerrados en la sagrada Eucaristía, ya que, como lo dijo el concilio de Trento, la Eucaristía encierra, abarca, contiene y absorbe todos los tesoros de la bondad de Dios.

Así, del mismo modo que vais a Nuestra Señora de las Victorias para obtener la conversión de un pecador, y de la misma manera que os dirigís a la iglesia de san Mederico, a la archicofradía de las almas del purgatorio, para encomendar a vuestros difuntos, os dirigiréis a esta nueva asociación eucarística para mandar celebrar una misa de acción de gracias o para cantar el Te Deum del agradecimiento...