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-El hijo de María

Por el camino de la vida avanzaba una madre con su hijo. Tenían la tez quemada por los rayos del sol, las rodillas les flaqueaban y sus piernas rehusaban llevarlos más lejos. Andaban tristemente, y volvían con frecuencia la mirada inquieta hacia el bosque que acababan de atravesar, dentro de cuya espesura unos malhechores los habían despojado de su tesoro y hasta de todos sus vestidos.

Para colmo de desgracia se habían extraviado y caminaban a la ventura. Cediendo al cansancio, se sentaron para descansar un poco al borde de un barranco, y el sueño acudió pronto a cerrarles los párpados. De pronto, el hijo se incorpora... Sones armoniosos acababan de llegar a sus oídos...

«Madre, exclamó, ¿no oye usted esas voces celestiales?

«No oigo nada, respondió la madre. Estoy abrumada de sueño. Déjame descansar, hijo mío»... Y se durmió de nuevo. ¡Pobre madre!

Pero el hijo no pudo cerrar de nuevo los ojos. Las voces del cielo habían hecho vibrar en su corazón una fibra desconocida, y siente en su interior un más ardiente deseo de seguir oyendo esas divinas armonías. Se levanta, cae de rodillas y murmura en voz baja para no turbar el sueño de su madre:

«¡Oh voz melodiosa, voz consoladora y amiga! Déjate nuevamente oír. Me has herido el alma con una emoción inefable, apiádate de mi desgracia y vuelve otra vez a entrar en mi alma lastimada»...

Así hablaba, y lloraba, buscando en el horizonte lejano al ser misterioso que emitía sonidos tan armoniosos y suaves...

Levanta por fin la mirada a lo alto del cielo. ¡Oh maravilla! Una luz admirable descendía hacia él y, acercándose poco a poco, tomaba las formas de un ser vivo y humano... ¡Era una mujer! Bella como el astro del día, radiante de esplendor, llena de majestad, más bien parecía una divinidad que una criatura humana. Sí, algo divino se reflejaba en todas sus facciones, que transparentaban un sello de bondad, de amor y dulzura más que angélicas. Tenía la frente iluminada bajo una diadema de estrellas, los largos cabellos de ébano ondeaban flotando, tenía fija la mirada con maternal solicitud en el joven viajero. Todo su ser inspiraba el respeto, la veneración, casi habría que decir la adoración.

«¿Quién eres?, exclamó fuera de sí el hijo de Israel. ¿Serías acaso la Raquel hechicera, que sedujo el corazón de mi antepasado Jacob? ¿o bien aquella Judith, cuya belleza victoriosa fue la ruina de Holofernes? ¿Eres Esther, la que con sus encantos y amor supo conseguir la salvación de mi pueblo?

«Todo eso soy, me contestó, y ciertamente aún más. Soy de tu nación, hija de Abrahán, de Isaac y de Jacob, hija de la tribu de Leví, de la raza sacerdotal. Pero, ¿qué es todo esto? Soy hija de Jehová, madre del Mesías, esposa del Espíritu que se movía sobre las aguas el día de la creación y las fecundó con el calor de su amor.

«Soy la mujer prometida a la tierra, saludada por los profetas, la que debía poner su pie vencedor sobre la cabeza de la serpiente. Soy la virgen vaticinada por Isaías, la virgen que debía concebir y dar a luz a un hijo, cuyo nombre es admirable, Dios fuerte. Soy la sabiduría de que habla Salomón: por mí reinan los reyes. Desde mi realeza domino el mundo y todas las cosas creadas. El Señor me creó desde el principio, me tuvo consigo y me ha preservado de los ataques y heridas de la serpiente. Y el verdadero Asuero me dijo, en la persona de Esther, que la ley de muerte promulgada contra todo mi pueblo no tendría poder contra mí. Soy la paloma de que habla el Cantar de los Cantares, siempre bella, siempre pura, sin mancilla ni mancha alguna. Como el cedro del Líbano y los cipreses de Sión me he elevado, y me asemejo a las palmeras de Cades y a los rosales de Jericó.

«Como la vid he extendido mis ramas, y mis flores dan suaves olores y frutos de gloria y de riqueza. Soy la hermana, la esposa del Amado. Pero para ti, ¿sabes lo que soy, lo que seré si tú quieres? Seré tu madre, sí, si quieres amarme, seré para ti la madre del bello amor, del temor saludable y de la santa esperanza. En mí hallarás la gracia de toda verdad y de toda virtud. Soy llena de gracia y el Señor está conmigo. Ven, pues, hijo mío; sígueme, te mostraré los caminos y te guiaré a la felicidad eterna.

«Bien quisiera yo seguirte, belleza de los ángeles, pero no me atrevo. Mira a esta mujer desolada que me dio a luz. ¿Podría abandonarla, a ella que desde que nací no ha cesado de colmarme de beneficios? Me trajo al mundo con dolor, me alimentó con su leche, me rodeó de cuidados, me prodigó su amor, siempre y en todo se ha sacrificado por mí. ¿Cómo podría abandonarla? ¡Oh bella estrella de la mañana, que te alzas sobre mi cabeza! ¡Eres la bondad misma y hacia ti me siento arrastrado! Pero mírala, duerme, esta pobre madre mía, y no me siento con valor para dejarla así, sola en el camino.

«Y sin embargo, hijo mío, escucha, mira y da oídos a lo que te digo. Sí, debes olvidar a tu pueblo y la casa de tu padre. Ven, hijo mío, dame tu corazón y sígueme, te conduciré a la soledad, y allí te hablaré al corazón y te embriagaré con inefables gozos.

«Tienes hambre de felicidad y de inmortalidad. Pues bien, has de saber que he fabricado un palacio sostenido por siete columnas en la montaña del Carmelo, de la que manan leche y miel, en el que habitan la justicia y la paz. Allí te haré beber de un manantial, que por anticipado te hará disfrutar de las delicias del cielo. Allí te he preparado una mesa servida con los más exquisitos frutos; allí te daré a comer de un pan misterioso que hace soñar con el paraíso; allí te daré un vino y una miel que engendran vírgenes; allí, en la soledad, te haré hábil en tirar el arco, en defenderte contra los que te han despojado; allí, he inmolado una víctima cuyo olor agradable asciende en suavidad hasta el trono de Yahvé.

«Ven, pues, a comer el pan que he amasado con la leche virginal de mi seno virginal, a beber el vino que de mi sangre más pura he extraído. Si quieres saber la madre que debes seguir de preferencia, fíjate en el fruto y en el alimento que te da. Observa tu dolencia: es el fruto de tu madre de este mundo. Y ahora ve el fruto de mis entrañas». E inmediatamente me muestra en una custodia al Esposo que me destinaba: «He aquí a mi fruto, y este fruto, es la Eucaristía».

«¡Dios todopoderoso! ¡La Eucaristía! ¡María, tú eres la madre de la Eucaristía! ¡tú me darás la Eucaristía! ¡Me nutrirás cada día con este maná del cielo! ¡Mojarás mis labios en el cáliz precioso del cual se derrama la sangre de mi Dios! ¡Ah, María, si me das la Eucaristía, es cosa hecha! ¡Adiós, madre mía terrena! Desde ahora ya no es usted mi madre. Mi madre es la que me une a Dios, la que me da a Dios, ella es a la que debo seguir en adelante. Y puesto que usted no quiere despertar, puesto que persiste en dormir, puesto que cierra los oídos a la voz que me ha despertado de un sueño mucho más mortal que el suyo, ¡adiós, pues, pobre madre mía, adiós! Parto para la tierra del Carmelo, y allí, rogaré a mi madre del bello amor por usted. ¡Adiós! Ya no tengo otra madre sino la madre de la Eucaristía; y no me acuse de tener mal corazón. Mi corazón lo guardo para amar a mi Jesús en la Eucaristía, para amar a María que me lo ha dado*»...

*[Hermann siempre entendió que la Eucaristía le había sido revelada por la Virgen. Y por eso solía decir: "Marie m'a révélé l'Eucharistie" (Dom Beaurin, 97)].

Sí, María; desde que te he conocido y amado, he hallado la vida. ¡Y qué vida, Dios mío: vida celestial, vida de amor y felicidad! Desde que me senté en el umbral de tus templos, desde que tomé de tus manos el libro sellado con siete sellos para el impío, y que tú tienes el derecho de abrir porque venciste, como el león de Judá; desde que leí la sola verdad que nos enseñas y que encierra todas las demás, sentí que se me daba nueva inteligencia... Intellectum tibi dabo. Mis ojos se han esclarecido de tal manera, que he creído que otro veía por mí. He sentido el alma levantada por encima de las veleidades humanas, situada en una región en la que no flotan ya, como celajes inconstantes, opiniones que sin cesar se empujan unas a otras. Y de aquí en adelante, fijo en el faro estable y continuamente radiante de tu claridad, mi corazón halla el reposo, la paz y la fuerza, y marcha con alegría hacia la patria a la que tú me guías...

Pero, ¡oh madre mía del cielo!, puesto que por tu amor he dejado a todos los que me eran queridos en este mundo, ¡por favor, ten piedad de sus almas! No olvides que por ti he dejado también a una madre, que es, como tú, hija de Jacob; es, pues, también de tu familia. ¡Ah! Me la devolverás, tendrás piedad de ella, no puedes abandonarla. Su cabeza ya se inclina hacia la tumba, pobre madre mía. Oh María, te lo suplico: roza tan sólo sus párpados con tu luminoso vestido y ella te verá, se levantará y te seguirá, amará a Jesús, y entonces con nosotros irá al cielo.