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19.- Devoción del padre Hermann a la Santísima Virgen, a los santos y al Papa

Religioso de María y sacerdote de Jesús

Al empezar la predicación de un mes de María el padre Hermann decía:

«¡Que los nombres de Jesús y María sean benditos para siempre! Jesús y María me han atraído hacia sí. María me ha conducido a Jesús, María me ha dado a Jesús. ¡Ella me ha dado la Eucaristía, y la Eucaristía me ha enajenado el corazón, y la Eucaristía ha proyectado dentro de mí un atractivo tan maravilloso que no he querido vivir más que para Jesús y María, y a Jesús me di en la Orden de María, y así me hice religioso de María y sacerdote de Jesús».

Y en el encabezamiento de los sermones que había bosquejado para este tiempo en honor de la Santísima Virgen, había escrito:

«¡Mes de María, mes de las flores, mes de gracias, mes de bendiciones, mes de mi conversión, yo te saludo!»

Igualmente le gustaba recordar que su hermana, sobrino y hermano habían sido tocados por la gracia precisamente durante el mes de María, y ya hemos dicho que desde el principio había hecho voto de dedicar a María sus primeros cánticos religiosos. Ya se sabe cómo cumplió su promesa.

Nuestra Señora de Lourdes

Tenía gran devoción a Nuestra Señora de La Salette [aparecida en 1846], y fue uno de los primeros peregrinos a la gruta de Lourdes [aparecida en 1858, de febrero a julio]. Era hacia fines de 1858, y entonces únicamente se hablaba de las apariciones de la Santísima Virgen a la pastorcilla Bernadette. La multitud empezaba ya a acudir, y la autoridad local, neciamente preocupada por este movimiento religioso y pacífico, había creído conveniente tomar medidas represivas. El gobierno mismo había dado órdenes para que se impidiera a los fieles la entrada a la gruta. Dificultando, o mejor, suprimiendo la libertad de la oración, estos ciegos se imaginaban detener la poderosa intervención de la Santísima Virgen y poner trabas a su obra. Era el medio más seguro para llamar la atención general hacia ese rinconcito de la tierra, perdido en los Pirineos, teatro de las manifestaciones misericordiosas de la Virgen Inmaculada, Madre de Dios.

El padre Hermann no se detuvo por semejantes embrollos policíacos: partió de Tarasteix en el mes de octubre, acompañado del cura Roziès, para reconocer los favores de María sobre el terreno mismo.

«Llegamos a Lourdes, relata el párroco de Tarasteix, hacia las siete de la noche. El buen párroco Peyramale nos dio hospitalidad, y se tomó la molestia de visitar al señor alcalde para solicitarle que nos otorgase su venia para ir a la gruta. Nos la concedió, aunque tímidamente, a condición de que fuéramos al manantial antes del alba.

«Después de haber celebrado misa a las tres de la madrugada, nos pusimos en camino acompañados del doctor Dazes, que había levantado acta de varios milagros allí ocurridos desde hacía más de un mes. Llegamos a la gruta al despuntar el día, pero nos encontramos con peregrinos que de ella ya volvían, rezando piadosamente el rosario por el camino y llevándose consigo cántaros y jarras de agua.

«Desde hacía un mes padecía una neuralgia que me tomaba todo el lado derecho de la cabeza, y el padre Hermann padecía así mismo un dolor en la región del corazón. Primero oramos, luego nos lavamos y nuestros dolores desaparecieron.

«Al padre Hermann le sucedió una cosa muy extraña. Al bajarse para beber en el manantial de la gruta, se le cayó el breviario en el charco. Una mujer se apresuró a agacharse para sacar del agua el libro sumergido, y con no menor prisa, el Padre miró si las hojas se habían mojado. Entre las estampas tenía una muy hermosa de la Santísima Virgen, y suponía que la hallaría estropeada por el agua. ¡Qué sorpresa al abrir el breviario! No solamente la imagen de María no había sufrido daño alguno, sino que la parte en colores del apreciado grabado había quedado impresa en la página blanca del breviario, dando una copia perfectamente semejante al original, con la finura del dibujo y la brillantez del colorido. Alborozado y agradecido en extremo, el Padre exclamó: "¡Santísima Virgen, qué favor más señalado me haces: en lugar de una imagen tuya, me das dos!

«Los circunstantes fueron testigos del hecho, que, sin ser milagroso, nos pareció no obstante digno de atención. Entoné entonces el Magnificat, y todos los presentes lo cantaron con nosotros. Luego cantamos las letanías de la Santísima Virgen y el cántico del padre Hermann: Lo he jurado, pertenezco a María.

«Con todo esto, los que nos rodeaban habían ido aumentando; a pesar de la vigilancia de la policía y de los obstáculos que ponía a cualquier reunión, cerca de doscientas personas se encontraban allí con nosotros.

«Regresamos luego a la aldea para ver e interrogar a las personas que habían recibido favores de la Santísima Virgen. Entre ellas vimos a un pobre hombre que, a consecuencia de la pérdida de un ojo, había experimentado atroces dolores. Durante dos años había padecido dichos dolores, cuando se sintió curado al lavarse con el agua de la gruta. "Desde entonces, nos dijo, voy con frecuencia a rezar a la bendita Virgen, y cada domingo, al atardecer, voy con mi mujer. Hace unos días oí salir de la abertura de la gruta unos sonidos de campana tan melodiosos que no tengo palabras para darles una idea de ello".

«El padre Hermann le respondió proféticamente: "Esto quiere decir, amigo mío, que dentro de poco se construirá una iglesia en este sitio, a la que el padre Hermann vendrá a celebrar misa". -"Dios le oiga, Padre; y ese día me confesaré con usted".

«Entre tanto, nuestra llegada se había divulgado rápidamente por toda la aldehuela, y a nuestro regreso a la casa parroquial, nos encontramos con varios grupos de personas distribuidas a nuestro paso, y el Padre no pudo abstenerse de dirigirles la palabra: "Pueblo de Lourdes, les dijo, la Santísima Virgen ha hecho grandes cosas en vuestra ciudad. Mucho he viajado, y permitidme que os diga que en ninguna parte he hallado una iglesia que ostente, tanto como la vuestra, testimonios de una grande devoción a la Santísima Virgen. En efecto, en vuestra pequeña basílica no hay un solo altar que no represente algún misterio de la vida de la Madre de Dios. Habéis recibido una gracia grande, y podéis dar por seguro que recibiréis otras, mayores aún, si sois fieles».

«Después de haber conversado largo y tendido con Bernadette, regresamos a Tarasteix, completamente convencidos de la verdad de las apariciones y de los milagros» (Carta del Rv. Roziès, 2-X-1874).

Como sabemos, el padre Hermann no se olvidó de Lourdes, y toda la vida conservó un profundo agradecimiento a la Virgen bendita, que de manera tan admirable había manifestado su poder. Estando en Londres, escribía para que se le enviara agua de la gruta y se interesaba por la joven Bernadette.

«No quiero dejar pasar la octava de la Inmaculada Concepción, escribía desde Londres en 1862, sin encomendarme a Nuestra Señora de Lourdes. Estoy siempre ávido de oír y saber lo que ocurre en el lugar santo que María ha escogido. Es de gran satisfacción para mí enterarme de que la joven Bernadette se mantiene en la piedad y la humildad. Es tan peligroso ser objeto de la atención del público, que nunca se tendrá bastante cuidado para mantenerla en la humildad y la sencillez». Y le envía su bendición. Cuatro años más tarde, escribe a la misma persona: «Me alegro de que Bernadette se haya hecho religiosa. La querida niña estará así a cubierto de muchos peligros» (Londres 15-IX-1866).

Devoción a María en Inglaterra

El padre Hermann hizo cuanto pudo en Inglaterra para acrecentar la devoción a la Santísima Virgen. Cuando da cuenta de estos progresos, él procura pasar inadvertido, y atribuye toda la gloria de ello al cardenal Wiseman y a los Padres jesuitas. Pero sus palabras traicionan su intento.

«Afligidos por leyes represivas y odiosas, y respirando tan sólo una atmósfera anticatólica, los hijos de la Iglesia, no obstante permanecer fieles a la fe, no se habían atrevido a entregar sus almas a las dulces expresiones de la devoción cristiana. Y aun después de la emancipación, su devoción a la sagrada Eucaristía, a la Santísima Virgen y al Vicario de Jesucristo se reprimía todavía por el temor a las burlas de la herejía. Todavía se ignoraba en Inglaterra lo que era la comunión frecuente.

«El miedo era aún mayor, si cabe, en lo que se refiere a la devoción hacia la excelsa Madre de Dios... Claro está que los católicos amaban a María, y rezaban a María, pero no se atrevían a hablar de ella... Hace veinte años no se veía ni una sola imagen de la Santísima Virgen en las iglesias católicas de Inglaterra. Un respetable canónigo de Westminster me ha asegurado que en la misma época, para tener unos rosarios, era necesario encargarlos en Francia, y que un día de la Asunción, habiendo predicado su Eminencia el cardenal Wiseman, joven sacerdote a la sazón, sobre las grandezas de María, recibió al bajar del púlpito el parabién de un sacerdote extranjero, que le dijo: "¡Ya es hora de que oiga en este país un sermón sobre la Santísima Virgen! Usted es el único que trata semejante tema". Cierto, se había formado como una especie de acuerdo tácito para no hablar en el púlpito acerca de la Santísima Virgen...

«Hoy día, ¡qué diferencia! ¡Y qué júbilo, señores, para un religioso de la Orden de María, poderos decir : "Esperemos, ya que no sólo la fe hace cada día nuevas conquistas en Inglaterra, sino que al mismo tiempo el reino de María -el imperio tan dulce de su devoción- se extiende en esta tierra llamada en otro tiempo «feudo de María"!... Este progreso es tanto más importante cuanto que la devoción protege a la fe cristiana del mismo modo que un cerco de baluartes defiende a una ciudadela: si los muros exteriores son derribados, la fortaleza caerá fácilmente en poder del enemigo.

«Ahora bien; esta afortunada mejoría hay que datarla en los años en que el cardenal Wiseman tomó en sus manos las riendas del movimiento católico. Y también contribuyeron mucho a ello los padres jesuitas.

«Actualmente, señores, si por un lado el apostolado en Inglaterra cubre de sudores la frente del sacerdote, por otro también le acerca a los labios la copa de la alegría. He aquí una de las glorias de la Compañía de Jesús: haberse mantenido firme en esta tierra cuando ya no quedaban casi más sacerdotes para exterminar; haber salvado y conservado, bajo las cenizas a que la persecución había reducido al catolicismo, algunas chispas de la fe en este infortunado país. Sí, ¡honor a estos valientes soldados de Cristo! Durante dos siglos, bajo la amenaza de penas rigurosas, cuando los católicos dispersos no podían contar cien sacerdotes en toda Inglaterra, en este número había más de cincuenta que eran jesuitas.

«El actual establecimiento en Londres de padres de la Compañía data de 1845. Inmediatamente erigieron en la capilla una imagen de la Inmaculada Concepción.

«Poco tiempo después, de trece diócesis creadas para el restablecimiento de la jerarquía, doce fueron colocadas bajo la advocación de la Madre de Dios. Actualmente el mes de María se celebra en todas las iglesias católicas. La piedad de los fieles ha visto reaparecer cofradías del rosario, del santo escapulario y del Sagrado Corazón de María.

«Sé muy bien que algunos quisieran, a causa del carácter naturalmente más frío de la nación inglesa, aconsejar a los católicos cierta reserva en su devoción a María..., como si fuese otra en lugar de María quien debiera aplastar todas las herejías..., como si hubiese algun peligro en excederse en lo que Dios mismo se excedió... Ya que, en resumidas cuentas, ¿el amor de los católicos por María podrá jamás elevarse hasta darle gloria tan sublime como aquella en que Dios la ha colocado?

«Es como si, para no citar más que la devoción al santo escapulario, ésta pudiera ser inconveniente en Inglaterra, cuando precisamente éste es el país al que la Santísima Virgen trajo del cielo esta prenda de salvación, y la dio a un santo, no de nación italiana o española, sino a un religioso que era inglés por su nacimiento, por sus obras, por su misión y elección. Señores, en opinión mía, la elección de Inglaterra como teatro de esta revelación, y el haber escogido a un inglés, a san Simón Stock, como depositario de la promesa unida al escapulario, es signo de la futura conversión de dicha nación»...

El padre Faber

Sigue diciendo el padre Hermann:

«¡Ah! El padre Faber* no hubiera seguramente recomendado semejantes precauciones... Que mi palabra y mi corazón le rindan aquí tributo de alabanza, de admiración y de pesar. El padre Faber, que fue el más grande escritor ascético de nuestro siglo, el padre Faber, que fundó el célebre Oratorio de san Felipe en Londres, y cuya muerte prematura deja un vacío inmenso en el clero de Inglaterra, escribió como testamento a los católicos las últimas palabras siguientes: "Si los herejes no se convierten, es porque no se predica bastante de la Santísima Virgen. Jesús no es amado, porque se deja a María en la sombra".

*[Frederic-William Faber (1814-1863), oratoriano inglés, propagador en Inglaterra de la espiritualidad mariana de san Luis María Grignion de Montfort (1673-1716)].

«Su último grito, su canto de cisne, fue exhortar a los sacerdotes a que propagasen la devoción a la Madre de Dios, como medio eficaz de salvación y conversión de los herejes (cf. El Catolicismo en Inglaterra). "Se diría, exclamaba un día, que María pone sitio a Londres, pues ha rodeado la ciudad con un muralla de conventos". Repetía con frecuencia: "Santa Teresa vino a ser tan grande santa, porque desde los doce años escogió por madre a la Santísima Virgen"».

Devoción del padre Hermann a María

Un día le preguntaban al Padre si no tenía la sensibilidad embotada ante tantas demostraciones de adhesión entusiasta a su persona y a sus obras:

«De ningún modo, decía; siempre me conmueven. Además, las ofrezco todas a la Santísima Virgen. Se lo doy todo, hasta mis comuniones, ya que siempre le invito a que venga a recibir a Jesús en mí».

Otro día exclamaba en un sermón:

«¡Oh María, si me das la Eucaristía, es cosa hecha! ¡Adiós, madre de este mundo, ya no eres mi madre! Mi madre verdadera es la que me une a Dios, la que me da Dios. A ella debo seguir en lo sucesivo, y puesto que tú no quieres despertar [a la fe], puesto que persistes en dormir, puesto que sigues cerrando los oídos a la voz que me ha despertado de un sueño mucho más mortal que el tuyo, adiós, pues, pobre madre mía, adiós; parto para la tierra del Carmelo, en donde corren a raudales la leche y la miel más suaves. Allí rogaré a mi Madre del Amor Hermoso por ti. Adiós, ya no tengo otra madre más que la Madre de la Eucaristía. Y no me acuses de tener mal corazón; el corazón lo reservo para amar a mi Jesús en la Eucaristía, y para amar a María que me lo ha dado.

«¡Sí, amo a María!... He resuelto escogerla como compañera de mi vida, como arca de mi alianza, como puerta de mi cielo, como consuelo de mis aflicciones... Pero... ¡madre mía del cielo!, no olvides que por ti he dejado también una madre que, como tú, es hija de Jacob, y es también de tu familia. ¡Ah, me la devolverás, tendrás piedad de ella, no puedes abandonarla!»

Devoción a san José

Ya sabemos la entera confianza que el Padre Hermann tenía en san José, a quien había nombrado como procurador suyo en todas las fundaciones que había emprendido, y aun antes de que fuera religioso, más de una vez le encargó que le pagara las deudas. Nunca acudió en vano al gran proveedor de la Sagrada Familia de Nazaret, y en más de una necesidad experimentó la verdad de esta frase de la santa Reformadora del Carmelo: «no me acuerdo, hasta ahora, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer» [Vida 6,6].

Tenía además una excelente norma para obtener de san José todo lo que quisiera. Consistía en no rehusar nada de lo que se le pidiera en nombre de san José y por amor suyo.

Una vez el padre Hermann llegó a Cérons, en la Gironda, cuando uno de sus hermanos carmelitas, el padre Carlos, terminaba una misión. Se le invitó a que asistiera a la ceremonia de clausura, lo que se apresuró a aceptar. Pero el párroco quería además que predicase. El padre Hermann no aceptó, a pesar de la insistencia de la petición. Comentó el párroco su contrariedad al padre Carlos, y éste le dijo:

«No se desanime y renueve la petición en nombre de san José. Ya verá usted cómo no se lo niega».

En efecto, presentada la petición en el nombre de san José, fue aceptada por el padre Hermann de inmediato.

El santo Patriarca no rehusaba igualmente nada a su devoto amigo, y cada año, el día de su fiesta, le daba la alegría de acercarle algún gran pecador, hasta entonces rebelde a todas las invitaciones de la gracia.

Amor a los santos

Podemos juzgar de su devoción a santa Teresa y a san Juan de la Cruz por su asiduidad en leer sus escritos, en citarlos en sus sermones y en imitarlos en su conducta.

También veneraba con especial culto a san Francisco de Sales y a santa Juana de Chantal, cuyos escritos le gustaba leer, y estaba maravillado del método de oración dado a sus hijas por la venerable fundadora de la Visitación. Varias veces declara haber recibido grandes gracias por la intercesión de estos dos santos, y firmó la petición dirigida en 1869 al santo Padre para declarar a san Francisco de Sales Doctor de la Iglesia.

Defensa de los Estados Pontificios

Una de las recomendaciones más insistentes de santa Teresa a sus hijas era: «¡Amad a la Iglesia! ¡Amad a la Iglesia!». Y el padre Hermann, en más de una ocasión, demostró que era digno hijo de la virgen de Ávila.

No sólo sufrió con todos los católicos al ver la guerra hipócrita y terrible hecha al Papa por las sociedades secretas, de las que eran cómplices los gobiernos inglés, francés y piamontés, sino que también tomó parte en el combate y la resistencia. En 1859, después de la guerra de Italia, cuyos resultados fueron funestos para la Santa Sede, estando el padre Hermann en Lión, se fundó bajo su inspiración

«el Comité de san Pedro para la defensa de la Santa Sede, que luego se extendió a París y a Marsella, que dirigió el célebre mensaje de unos cien mil lioneses al Santo Padre para la defensa de su poder temporal, que contribuyó tanto a la gloria de los mártires de Castelfidardo, y que no ha cesado de enviar a Roma valientes defensores para la Santa Sede y considerables limosnas para el dinero de san Pedro».

Un 22 de enero -la carta no lleva el año de la fecha- desde Lión escribía a su amigo De Cuers:

«Hemos logrado formar en París, como en Lión, un Comité de san Pedro para la defensa de la Santa Sede. También hemos establecido la misma obra en Burdeos. El Comité se ocupa activamente en repartir en gran número los mensajes al Santo Padre, oraciones en favor de la Iglesia, folletos en favor de los derechos de la Santa Sede, etc.»

El 10 de noviembre de 1860, predicó en Aviñón en una misa de acción de gracias por cinco jóvenes de la ciudad que se habían salvado de la matanza de Castelfidardo*.

*[En esta población, próxima a Ancona, el 18 de septiembre de 1860, las tropas pontificias sufrieron una gran derrota ante las fuerzas piamontesas].

Y predicó con tan gran elocuencia, que se le pidió que escribiera su improvisación.

«Quiero, decía, que se devuelva a Jesucristo lo que es de Jesucristo, lo que pertenece a doscientos millones de católicos, el dominio de la Iglesia, la herencia de Pedro. Y quisiera que en mi lugar pudiera surgir otro monje de mejores tiempos, un monje bastante esclarecido en santidad, para lanzar el Occidente entero [en Cruzada] contra el Oriente*; un monje que no sólo os dijera que tiene hambre y sed de justicia, que quiere que se devuelva la independencia y el reino al Rey-Pontífice despojado; que no sólo os dijera que todos los verdaderos católicos lo quieren y lo piden, sino que con su voz, que echara llamas de amor por Jesucristo, os dijera: "¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!" Y el éxito sería seguro.

*[En esta alusión a las Cruzadas, Hermann parece referirse a la Primera, predicada en 1095 por Urbano II, monje cluniacense, en el Concilio de Clermont, al grito de «¡Dios lo quiere!»; pero podría aludir a la Segunda, predicada por el monje cisterciense san Bernardo, en Vézelay, en la Pascua de 1146].

«Y si aquellos reyes cristianísimos, que se llamaron Pipino, Carlomagno, san Luis, volvieran a vuestra católica ciudad y se encontraran con los cinco héroes de Castelfidardo, exclamarían como Clodoveo: "¡Ah, qué desgracia que no me hallara allí con mis francos!"».

Ante el entusiasmo católico levantado en Francia, el gobierno trató de apagarlo, mandó vigilar al clero, tomó medidas rigurosas y humillantes acerca del episcopado, sujetó a previa censura las pastorales de los obispos a sus diocesanos, y amenazó a los predicadores que aludieran a los acontecimientos políticos de Italia. El sermón pronunciado en Aviñón llamó, pues, la atención del gobierno sobre el padre Hermann; pero éste no era hombre que retrocediera ante lo que entendía ser su deber.

En efecto, hallándose en París algún tiempo después, fue invitado a predicar en San Sulpicio. Hallándose tan cerca del gobierno, no quiso callar sobre la situación creada al Santo Padre por el gobierno italiano, alentado, como más tarde se ha comprobado, por el mismo Napoleón III, que tomó parte activa en las anexiones italianas. Habló, pues, del dolor de los católicos y del deber que tenían de acudir en ayuda del poder temporal del Papado, violentamente atacado. Al día siguiente, una persona, con la mejor intención, se permitía recomendarle prudencia:

«Hará usted que le prohiban predicar. Por el bien de las almas ¿no sería quizás mejor evitar tal extremo? -Perfectamente, le respondió el Padre: entonces me callaré. Pero nada entre tanto me impedirá que diga lo que debo decir».

Afecto a Pío IX

Tenía gran afecto por Pío IX. Cinco veces fue a Roma, y siempre tuvo la dicha de visitarle. Ya carmelita, asistió a una misa del Papa, y de él recibió la comunión.

«Viendo la santa Hostia en las manos del Vicario de Jesucristo, contaba más tarde, no pude menos de comparar mi comunión a la de los apóstoles, en la última Cena».

«En febrero de 1860, contaba en uno de sus sermones, estaba arrodillado en el Vaticano ante Pío IX, que tenía la Hostia santa en las manos. Había deseado comulgar de sus manos para tener aún mayor seguridad de estar por completo en comunión con la Iglesia de Jesucristo, y aspiraba con todas las fuerzas de mi amor a ese Pan, viático del caminante. Hubiera querido hacer un acto de amor inmenso, que pudiera desagraviarle de todos los ultrajes con que se le agobia, y mi fe contemplaba a Jesucristo, invisible en su sacramento y moralmente visible en su Vicario. Y entonces pensé que no era precisamente la Hostia a la que llenaban de amargura, sino más bien al augusto Pontífice, que me la ofrecía como alimento. Era a él a quien ahora saciaban de oprobios y a quien abrumaban con las más sangrientas injurias. Y a cambio de todas las ingratitudes de que era víctima, él echaba sobre Jesús-Hostia una ardiente mirada de amor, de amor por Jesús mismo, de amor por los que le insultaban: acababa de recitar en la santa misa una oración especial por sus enemigos».

Amor a la Iglesia

En 1862 tuvo el gran gozo de predicar en nuestra iglesia nacional de San Luis de los franceses, y de hacer en la misma Roma, al pie de la Cátedra de san Pedro, la siguiente confesión de amor y sumisión:

«Sí, yo también he venido a Roma para unir mi voz a este concierto magnífico, inmenso, que proclama los derechos de Jesucristo. También yo he venido a Roma para ver a Jesucristo, para contemplarlo en las facciones de su Vicario y para admirar las hermosas facciones de su Esposa, la santa Iglesia. También yo he deseado oír las católicas armonías del Verbo, que salen por la boca de Pedro, porque es a Pedro a quien el Señor dijo: "Quien te escucha, a mí me escucha". He escuchado y he oído, y mis rodillas se han hincado bajo la dulce bendición de Jesucristo, hecho visible en la persona de su muy amado Pontífice».

Concilio Vaticano I

Acogió con alegría la noticia de la convocatoria del concilio del Vaticano, y pensaba que sería de gran provecho para la misma sociedad civil, que desde hacía tanto tiempo se había salido del camino que hace grandes, fuertes y felices a los pueblos. Sintió por eso gran dolor por las divisiones surgidas entre ciertos católicos, cuando estaba a punto de abrirse el concilio*.

*[Alude a las disputas que hubo en torno a la conveniencia de definir dogmáticamente en el Vaticano I la infalibilidad pontificia. En apoyo de ésta, el 30 de mayo de 1870, monseñor Ephrem Garrelon, carmelita, obispo de Némesis (Chipre), leyó en el aula conciliar un notable escrito del P. Domingo de San José, Superior General de los Carmelitas, reconocido teólogo y canonista. Causó gran impresión entre los Padres].

No cesaba de ofrecer a Dios penitencias y oraciones, a fin de que Dios iluminase a todas las inteligencias, reuniera a todos los fieles alrededor del Santo Padre, de modo que brillara finalmente la unidad que en la tierra constituye la mayor fuerza y belleza de la Iglesia. Así lo expresaba en una carta al señor De Benque (Tarasteix 5-XII-1869):

«Los hijos de santa Teresa tienen un puesto señalado para contribuir al bien general del Concilio mediante una vida de inmolación. Santa Teresa dice que debemos, por nuestras oraciones y esfuerzos hacia la perfección, sostener las columnas de la Iglesia y obtener de Dios luces y fuerzas para los defensores de la fe [Camino Perf. 1,2]. Usted ve, pues, que sin ir a Roma podemos los dos tomar parte en la obra del Concilio ante Nuestro Señor, y que si con pureza de corazón nos ofrecemos a Dios llenos de ardiente caridad, prestaremos más servicios a la Iglesia que ciertos prelados inoportunos, que se hallan no lejos de usted y que parecen querer enseñar con antelación a los Padres conciliares lo que deben decir. Aquí recibo raramente noticias de fuera. Sin embargo, he sabido algo de la agitación que se ha querido crear en vísperas de la apertura del concilio».