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En Burdeos
En septiembre de 1851, el padre Domingo, Provincial de los Carmelitas, fue a Burdeos para tomar posesión del convento que allí se acababa de fundar. Era tiempo de vacaciones y se llevó consigo a su muy querido padre Hermann.
Éste predicó durante esa estancia en varios lugares. Y una mañana, en las Hermanas de la Caridad, que prestan servicio en el hospital de San Andrés, después de la acción de gracias posterior a la misa, le pidieron visitar a un desgraciado obrero gravemente enfermo y que rehusaba obstinadamente ver a un sacerdote. El buen Padre aceptó la invitación.
Encuentra el padre Hermann a aquel hombre de pie, junto a la cama, la mano derecha apoyada en el respaldo de una silla y en actitud tan altiva que era capaz de desanimar al más osado. Sin embargo, Hermann se le acerca con gesto sonriente y calmado, y al estar junto a él, le abre los brazos y le dice algunas palabras en voz baja al oído. Poco después, el enfermo parece vencido por el gesto y las palabras del Padre. Éste se vuelve hacia la Hermana que le acompaña y le dice: «Hermana, este señor le ruega que le envíe un confesor».
En su Noticia sobre la conversión del pianista Hermann, Gergères dice que el paso del padre Hermann por Burdeos fue señalado por numerosos hechos de esta clase.
En Agen
Dejando Burdeos, los dos religiosos pasaron por Broussey y de allí volvieron a Agen. Dejamos aquí la palabra al autor de la Noticia, que les acompañó en el corto viaje. Se hallan en Agen.
«Pasamos algunos días en el monasterio excavado bajo las peñas, y tuvimos largas conversaciones con el joven sacerdote que el Carmen considera con justicia como una de sus glorias. Cuanta más atención pusimos para observar y estudiar a fondo este libro vivo e inspirado, tanto más nos sentimos penetrados de confianza y admiración para con este monumento formidable de la gracia divina.
«Además, nos impresionó especialmente su persona por el cuidado caritativo que tomó en hablarnos a menudo de nuestra hermana difunta. Más de una vez, mientras estábamos solos, en una terraza que domina la población, recordando con tristeza las horas de antaño, tan gratas, y que tan amargas se han vuelto ahora, pidió y obtuvo permiso de renunciar a la frugal colación de los hermanos, para venir a levantar nuestro ánimo y consolarnos en nuestro dolor. "Vengo a encontrarle, me decía en voz baja y con una sonrisa, porque he supuesto con razón que estaba usted absorto en los acostumbrados recuerdos dolorosos y aflictivos que no le abandonan. No es que condene sus pesares, pero quisiera exhortarle a que los hiciera válidos por la resignación. Guarde sus aflicciones, pero diríjalas hacia Dios, para que no sean estériles. Es el medio de que sus lágrimas le sean provechosas a usted y a su ya bendita hermana».
«Luego, cuando llegó la hora de la comida, preparada para mí mismo y para dos sacerdotes venidos de lejos, con objeto de practicar ejercicios espirituales en el convento, el padre Agustín nos siguió al refectorio, y colocándose una servilleta en el brazo izquierdo, a guisa de criado, se quedó de pie y se dispuso a servirnos con gran gentileza.
«Padre, exclamamos, ¿qué hace usted? ¡Esto no puede ser!
«¿Cómo, cómo?, replicó, ¿qué hago? ¿No sirvo acaso a Nuestro Señor Jesucristo en persona...?»
«En fin, de vuelta a la terraza, en donde reanudamos el paseo, varias veces dejó brotar del alma, espiritualmente apasionada, exclamaciones como éstas: "¡Quién de nosotros podría salvarse por sí mismo o por sus propios méritos, si las llagas de Jesús crucificado no estuvieran siempre sangrientas, siempre abiertas, como manantiales de salvación en los que es necesario sumergirnos sin cesar!...¡Qué de padecimientos ha soportado con ánimo fuerte por nosotros la excelsa víctima!¡Y su Madre...! ¡Qué sima de dolores este flujo y reflujo de las tristezas del Corazón de Jesús al corazón de María, y de la compasión de María al amor de su divino Hijo ...!»
«No nos cansábamos de reflexionar, indeciblemente conmovidos, sobre todas y cada una de las sencillas palabras de este religioso. Jamás nos había sido dado, en nuestra larga vida, observar tan de cerca y con tanta evidencia los dones de Dios, ya para satisfacción del alma que los ha recibido, ya para la santificación del prójimo» (M. J. B. Gergères, exmagistrado, Conversión del pianista Hermann, París 1861).
Fundación en Carcasona
Algunos días después Hermann salió nuevamente de Agen en dirección a Carcasona, a donde llegó el 10 de octubre para la inauguración solemne del convento. El padre Hermann describe en carta a sor María-Paulina (Agen 23-X-1851) la espléndida fiesta:
«Renuncio a describirles la toma de posesión de nuestra iglesia de Carcasona. El obispo, después de bendecir y reconciliar la iglesia, fue en procesión, precedido de incontable clero venido de toda la diócesis, y numerosas cofradías de señoritas, con banderas desplegadas, al son de las campanas, en medio de varios coros que cantaban nuestros cánticos, y escoltado por la fuerza pública, de la que la autoridad había hecho ostentación desacostumbrada, a buscar la sagrada Eucaristía a la iglesia de San Vicente. En ella hubo una hermosa celebración. El párroco tomó el Santísimo Sacramento y lo entregó de rodillas al obispo, y éste lo llevó procesionalmente a nuestra iglesia por las calles atestadas de fieles. Se había colocado a los religiosos carmelitas alrededor del palio. Llegado cerca de nuestra iglesia, me adelanté para recibir a nuestro buen Maestro a los sones del gran órgano».
«A las tres, Su Ilustrísima vino para celebrar las primeras vísperas de santa Teresa. Luego subió al púlpito y pronunció un magnífico sermón durante una hora. Había dos coros de señoritas, uno de ciento y otro de cuarenta voces, además de veinticinco monaguillos. Todos cantaban los cánticos de Gloria a María y de Amor a Jesús».
El Padre habla aquí de sus cánticos, pues a la que compuso la letra de ellos, le escribe: «letra que ha inspirado la música».
Y en la misma fecha escribe a su amigo Cuers:
«Las autoridades militares, civiles y judiciales, el clero, las cofradías, el cabildo y toda la ciudad tomó parte en la procesión, en la fiesta. Todo eso es de tal belleza, que prefiero reservarme el contárselo cuando Jesús me dé la alegría de estrecharle entre mis brazos... Hubiese usted creído soñar al ver, en 1851, en medio de la calle, a los Carmelitas Descalzos, con grandes hachas encendidas en la mano, rodeando y escoltando el palio, bajo el cual el Santísimo Sacramento, llevado por el obispo de Carcasona, venía a morar en medio de ellos; y la veneración, el entusiasmo unánime de la población».
Este sueño, en efecto, era tanto más maravilloso en 1851, pues la nueva iglesia de los Carmelitas había servido largo tiempo de cochera y cobertizo para el heno, y ¡no habían pasado tres años desde que las sociedades revolucionarias de Carcasona celebrasen allí sus reuniones!
La hermana del padre Hermann
De vuelta a Agen el padre Hermann reanudó los cursos de sus estudios teológicos. Pero en medio de estos trabajos, vigilias y oraciones, le dominaba un pensamiento: pensaba en su familia todavía adicta al judaísmo toda ella entera, y no cesaba de importunar al cielo con sus súplicas y lágrimas para obtener su conversión.
Dejó París con la pena de que su hermana continuaba en el judaísmo. Sor María-Paulina de Fougerais, confidente de este sufrimiento, había acogido con bondad a su hermana, la señora de R***. El deseo de acercar a Dios esta buena mujer, pronta para el bien, le sugirió la idea de confiarle las lecciones de música a las alumnas del pensionado de la Visitación. Al principio, Hermann no había aprobado esta disposición,
«ya que si podía, dice, responder de su calidad musical, temía para las niñas la influencia de una persona llena de prejuicios contra nuestra santa religión. La bendita sor María-Paulina tuvo más confianza en la gracia» (Carta a la superiora de la Visitación en París, 8-XII-1863).
Visita de su familia en Agen
La confianza que se le demostró, la amistad y las piadosas conversaciones de sor María-Paulina conmovieron profundamente las convicciones de la señora de R***, y el trabajo de la gracia estaba ya cumplido a medias cuando resolvió ir a Agen con su marido, su hijito y su madre. A la noticia de este viaje, el padre Hermann se estremece de alegría:
«Cierto -le escribe el 6 de abril de 1852-, mi corazón está lleno de alegría y esperanza al pensar que vendrás dentro de algunas semanas a visitarme en Agen. Ten por cierto que tendremos ocasión de bendecir y de alabar la misericordia de Dios en esta entrevista tan deseada. Mi alma siente la necesidad de desahogarse en la tuya, la que siempre ha experimentado y excitado en mí particular simpatía. Sí, tú sabrás comprenderme, tú sola. Leerás en este corazón que te abriré, y que, lleno con sobreabundancia de las emociones celestes que lo inunda, se derramará en el tuyo en una fraterna efusión... Nos alegraremos y lloraremos a la vez, pero serán lágrimas sin amargura, lágrimas de felicidad, lágrimas de gozo y de agradecimiento».
A continuación, le describe con entusiasmo los efectos de la gracia en un alma que ella acaba de iluminar y de la que ha tomado completa posesión.
«Pero lo que hay de más hermoso para nosotros, añade, es que una vez bañados en las aguas salvíficas de la redención, todo el pasado se halla tan olvidado, tan borrado ante Dios como si jamás hubiese existido. ¡He aquí lo que me asombra! Las iniquidades sin número que me has visto cometer, los crímenes atroces que conoces de mi pasado, Dios me los ha perdonado... ¡todos! ¡Qué misericordia! ¡qué generosidad! ¡qué magnanimidad! ¡qué felicidad!»
«¡Oh, querida hermana! Tu recuerdo no me deja, ni de noche ni de día, cuando leo nuestras santas Escrituras o cuando rezo en el breviario (todo él compuesto con pasajes de la Biblia). A cada instante, las pruebas vivas de nuestra santa Religión me saltan a la vista, y entonces quisiera tenerte a mi lado, para maravillarte con las palabras convincentes con que los profetas, los patriarcas y el real salmista anunciaban la venida del Mesías deseado y describían al detalle todas las circunstancias de su pasión dolorosa y de todo lo que se cumplió en Nuestro muy amado Señor Jesucristo».
Luego le copia varios de esos pasajes sorprendentes de los Libros santos y le hace resaltar la claridad, la precisión y sobre todo la fidelidad con que han sido realizados en la persona del Dios de los cristianos, y concluye diciendo:
«Confesarás que un corazón recto y sincero no puede rehusar el rendirse a tal evidencia».
Peregrinación a Nuestra Señora de Peyragude
Pero el padre Hermann sabía que los esfuerzos del hombre no son nada sin la gracia, redobló sus oraciones e hizo rezar por su familia. A sor María-Paulina le escribe (21-V-1852):
«¡Si usted supiera todo lo que se ha hecho en esta diócesis y en todo el sur de Francia para la conversión de mi familia! No tiene ésta la menor idea; pero, sin hablar de gran número de comuniones generales, hechas con tal intención en los seminarios y comunidades religiosas, cerca de 600 personas, al fin de un novenario, fueron a Nuestra Señora de Peyragude. Casi toda nuestra comunidad se había dirigido a ese santuario en peregrinación con parte del clero de Agen. Desde las cuatro de la madrugada hasta mediodía, la mesa santa fue como quien dice asediada. Por mi parte, di unas ciento cuarenta comuniones».
El santuario de Peyragude goza de gran veneración en la diocesis de Agen, y a él acuden de todas partes para implorar la misericordia y el poder de la Madre de Dios, que se manifiesta en toda clase de gracias.
Oración a Nuestra Señora de Peyragude
El padre Hermann depositó a los pies de la Virgen un cántico nuevo, acompañado de una preciosa oración:
«¡Amabilísima Virgen María! Desde lo alto de esta peña aguda, como desde un trono de misericordia, derramas gracias abundantes sobre los que te invocan. La fama de tu santuario y de los favores que reservas al piadoso peregrino ha resonado en mi querida soledad, y he dejado esta soledad embalsamada del Carmen un instante para visitar esta otra montaña de tu elección, para ofrecerte un canto y para pedirte una gracia.
«Madre de los cielos, por tu divino Hijo he abandonado a una madre de la tierra: ¿me la devolverás un día? Como antaño su hijo, ella todavía está sentada a la sombra de la muerte, y espera para el futuro la llegada del Mesías. Ignora que para nosotros ya ha aparecido esta brillante estrella de Jacob, y que su brillo irradia sin eclipse desde hace dieciocho siglos en el firmamento de la Iglesia. Ella no sabe que tú fuiste la aurora de la misma y que tu suave luz no cesa de guiar los pasos de los más débiles mortales hacia este Sol de justicia, que Dios envió para iluminar a todas las naciones y para glorificar a su pueblo.
«¡Oh María!, hija de Israel, ella pertenece a tu familia; vuelve hacia ella una mirada de piedad y de cariño.
«¡Oh María!, has salvado al hijo, no consientas que para siempre se halle separado de su madre. Para mí ella es tu imagen, y su recuerdo no surge jamás solo en mi corazón. Ella me engendró en el dolor, y tú también, para darme segunda vida, me adoptaste por hijo al precio tan caro de todos los dolores del calvario. ¡Oh Madre de Jesús! ¡oh madre mía! Si los pensamientos de la tierra no se transformasen allá arriba, ¿podría verte sin ella en el cielo con plena alegría, y su pérdida eterna no sería una nube para mi felicidad? ¡Oh, vosotros todos que después de mí cantaréis este himno suplicante! Pedid a María para un hijo la conversión de una madre, y pronto volveré a tomar el cayado del peregrino para ir a cantar el himno del agradecimiento a Nuestra Señora de Peyragude».
El padre Hermann, en efecto, volvió en peregrinación a Peyragude en mayo de 1870, para agradecer a la Santísima Virgen la gracia que recibió de bautizar a diez miembros de su familia.
Bautismo de su hermana
El padre Hermann no había de tener la alegría de administrar el bautismo a su madre. Pero, pocos días después de aquella peregrinación, a fines de mayo, la señora de R*** llegaba a Agen. Un día el padre Hermann predicó en la catedral, estando presentes su madre, hermana y cuñado. Y él mismo narra el efecto que en su hermana produjeron sus palabras:
«Después de haber escuchado un sermón sobre la Santísima Trinidad, que había compuesto con intención de desvanecer sus dudas sobre este sagrado dogma, mi hermana me dijo: "Sé perfectamente ahora que seré condenada, si no abrazo la fe católica; pero prefiero ser condenada que estar separada de mi Jorge [su hijo único], y estoy cierta de que me lo arrebatarían si me hiciese católica».
«No sabiendo ya a qué santo invocar, pues había agotado todos los medios, me paré ante ella y le dije con fuerza: "Pero ¿cómo te atreverás a presentarte de nuevo ante sor María-Paulina, si sabe que crees y que, sin embargo, no tienes el valor de tu fe? ¿Es ésta la recompensa de todos sus esfuerzos, de su cariño, de sus bondades y de sus oraciones?»
«Este llamamiento inesperado, hecho a su adhesión por la que ella llamaba su madre María-Paulina, la dejó conmovida y desconcertada. Continuó andando en silencio por el jardín, al que habíamos ido para tener de corazón a corazón una última declaración. Después de un rato de violento combate, que visiblemente trastornaba su alma, se detuvo a su vez ante mí y me dijo: "Si puedo recibir el bautismo sin que mi esposo lo sepa, quiero ser cristiana antes de regresar a París».
«La quinta noche después de esta conversación, vertía las aguas regeneradoras sobre su frente y le ponía en los labios el celeste pan de la Eucaristía, el Pan de vida cuyas delicias la M. María-Paulina me había inducido a cantar gracias a sus ardientes estrofas». El bautismo se celebró en una pequeña capilla, en una ausencia del señor R***, el 19-VI-1852, fiesta del Sagrado Corazón.
«Desde este tiempo, el pequeño Jorge, que aún no tenía siete años, sintió nacer en su alma un vivo deseo del bautismo. La fe que sentía, se inflamaba cada día más, de tal manera que no dejaba punto de reposo a su madre, suplicándole que le proporcionara esta gracia suprema. Este santo deseo no fue satisfecho sino después de cuatro años de espera» (Carta citada del 8-XII-1863). Volveremos sobre ello más tarde.
Muerte de la señora de Cohen
La señora de Cohen falleció el 13 de diciembre de 1855, mientras el padre Hermann predicaba el adviento en Lión. Él mismo refiere la noticia a su amigo De Cuers:
«Dios acaba de descargar un terrible golpe sobre mi corazón. Mi pobre madre ha muerto... ¡y yo quedo en la incertidumbre! Sin embargo, tanto se ha rogado que debemos esperar que entre su alma y Dios algo habrá ocurrido en esos últimos instantes que nosotros no conocemos.
«He recibido orden de ir a París a consolar a la familia»...
Fácil será imaginarse el dolor del padre Hermann al enterarse de la muerte de su madre. Había rogado tanto y tanto había hecho rogar por su conversión...
«Yo tengo también madre -exclamaba un día, después de hablar de Mónica conversando, la víspera de su muerte, con su hijo Agustín-. La he dejado para seguir a Jesucristo, y ya no me llama su buen hijo. Sus cabellos están encanecidos, ya se le surca la frente, y tengo miedo de verla morir. ¡Oh, no! No quisiera que muriese antes de que amara a Jesucristo, y desde hace muchos años espero para mi madre lo que Mónica esperaba para Agustín. Y¿quién sabe si Dios no ha ligado la gracia de su conversión al fruto que sacáis de mis palabras?»
No obstante, si su dolor fue muy profundo, su esperanza en la bondad infinita de Dios no desfalleció ni un momento. La noche del mismo día en que recibió esta penosa noticia, debía predicar. Después de haber rogado y llorado mucho, subió al púlpito como de ordinario, conmoviendo a todos con un sermón sobre la muerte.
Algún tiempo después, confiaba al santo Cura de Ars las inquietudes que sentía sobre la muerte de su pobre madre, muerta sin la gracia del bautismo.
«Tenga esperanza, le respondio el hombre de Dios, y espere. Usted recibirá un día, en la fiesta de la Inmaculada Concepción, una carta que le traerá un gran consuelo».
Estas palabras proféticas estaban casi olvidadas, cuando el 8 de diciembre de 1861, seis años después de la muerte de su madre, un Padre de la Compañía de Jesús entregaba al padre Hermann una carta. Estaba escrita por una venerable sierva de Dios, que murió más tarde con fama de santidad y que era conocida por sus numerosos escritos sobre temas de espiritualidad, especialmente por su Eucaristía meditada, que alcanzó numerosas ediciones. La carta decía así:
«El 18 de octubre, después de la santa comunión, me hallaba en uno de esos instantes de unión íntima con Nuestro Señor, en los que me hace sentir su presencia en el sacramento de su amor de manera tan grata, que la fe ya no me parece necesaria para creer en ella. Al cabo de un rato, hizo que oyera su voz y se dignó darme algunas explicaciones relativas a una conversación que yo había tenido la víspera. Me acordé entonces de que, en dicha conversación, una de mis amigas me había manifestado su extrañeza de que Nuestro Señor, que había prometido otorgar todo a la oración, hubiese permanecido sordo, sin embargo, a las que el Rdo. padre Hermann le había dirigido tantas veces para obtener la conversión de su madre. Su sorpresa iba casi hasta el descontento, y me costó trabajo hacerle comprender que debíamos adorar la justicia de Dios y no tratar de penetrar sus secretos. Me atreví a preguntar a mi buen Jesús cómo era posible que, siendo la bondad misma, hubiera podido resistir a los ruegos del padre Hermann y no hubiese concedido la conversión de su madre.
«Ésta fue su respuesta:
«¿Por qué Ana quiere siempre sondear los secretos de mi justicia y trata de penetrar los misterios que no puede comprender? Dile que no debo la gracia a nadie, que la doy a quien me place, y que al obrar así no dejo de ser justo ni ceso de ser la justicia misma. Pero ha de saber también que, antes de faltar a las promesas que tengo hechas a la oración, trastornaré el cielo y la tierra, y que todo ruego que busca mi gloria y la salvación de las almas, siempre es oído favorablemente, cuando va acompañado de las cualidades necesarias».
«Luego añadio: "Y para probaros esta verdad, quiero enterarte de lo que ocurrió cuando la muerte de la madre del padre Hermann". Mi buen Jesús me iluminó entonces con un rayo de su luz divina y me dio a conocer, o mejor, me hizo ver en Él lo que voy a procurar contar.
«En los últimos momentos de la madre del padre Hermann, cuando estaba a punto de exhalar el último suspiro y que parecía estar privada de conocimiento, casi sin vida, María, nuestra buena Madre, se presentó ante su divino Hijo y, postrándose a sus pies, le dijo: "Gracia, piedad, Hijo mío, por esta alma que va a perecer. Un instante más y estará perdida, perdida para siempre. Haz, te lo ruego, por la madre de mi siervo Hermann, lo que quisieras que él hiciera por la tuya, si ésta estuviese en su lugar y tú estuvieras en el suyo. El alma de su madre es su bien más querido. Mil veces me la ha dedicado, y la ha confiado a mi amor, a la solicitud de mi corazón. ¿Podré soportar que perezca? No, no; esta alma me pertenece, la quiero, la reclamo como herencia, como el precio de tu sangre y de mis dolores al pie de tu cruz".
«Apenas la excelsa suplicante había acabado de hablar, cuado una gracia fuerte, poderosa, brotó del manantial de todas las gracias, del corazón adorable de nuestro Jesús, y fue a iluminar el alma de la pobre judía moribunda, triunfando instantáneamente de su obstinación y resistencia. Esta alma se volvió inmediatamente con amorosa confianza hacia Aquél cuya misericordia la perseguía hasta en los brazos de la muerte, y le dijo: "¡Oh Jesús, Dios de los cristianos, Dios que mi hijo adora! Yo creo, yo espero en ti ¡ten piedad de mí".
«En este grito, oído de Dios solo y que partía de las más intimas profundidades del corazón de la moribunda, estaba encerrado el arrepentimiento sincero de su obstinación y de sus culpas, el deseo del bautismo, la voluntad expresa de recibirlo y de vivir según las reglas y los preceptos de nuestra santa religión, en el caso de que hubiera podido volver a la vida. Este impulso de fe y de esperanza en Jesús fue el último sentimiento de su alma. En el instante en que ella subía hacia el trono de la divina misericordia, los débiles lazos que la retenían a su envoltura mortal se rompieron y caía a los pies de Aquél que había sido su salvador antes de erigírsele en juez.
«Después de haberme mostrado todas estas cosas, Nuestro Señor añadio: "comunica todo esto al padre Hermann; es un consuelo que quiero otorgar a sus prolongadas penas, para que bendiga y haga bendecir por todas partes la bondad del corazón de mi Madre y el poder que ejerce sobre el mío».
Esta carta, verdaderamente sorprendente e imprevisible, había sido anunciada al padre Hermann con toda precisión por el santo Cura de Ars con seis años de antelación.
A Carcasona
Poco después de su bautismo, la señora de R***, con su familia, salía de Agen y regresaba a París. Y el padre Hermann parte para el convento de Carcasona, feliz por la conversión de su hermana. Poco después, escribe a su amigo Cuers (Carcasona 1-VII-1852) comunicándole que había bautizado también a un judío, de treinta y un años, que se disponía a entrar en el Carmen.