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4.- El neófito

Puesto a prueba por el mundo

Hermann, el joven y orgulloso artista, ya no existía. La gracia del santo bautismo lo había cambiado y convertido, lo había derribado, como a Saulo en el camino de Damasco. Claro está que hallaremos aún en él la misma naturaleza fogosa, apasionada y enérgica, pero ya no obrará sino bajo la acción de la gracia, y dará verdaderamente pasos de gigante en la vía de la perfección.

Él hubiese querido dar inmediatamente un adiós eterno al mundo, «ir a pedir asilo al grato y pacífico retiro de un convento, para consagrarse exclusivamente al servicio del Señor»; pero las deudas contraídas en el juego eran grandes; y había que pagarlas. Estas «obligaciones de conciencia y de honradez lo retuvieron aún en el mundo», con el cual tuvo que continuar sus relaciones.

Seguramente en ello había un inmenso peligro para esta alma completamente nueva en la vida cristiana. Condenado a ver casi cada día los lugares y las personas en medio de las cuales había transcurrido su agitada juventud, obligado a seguir viviendo la misma vida, a continuar los mismos usos, a encontrar a cada paso recuerdos peligrosos y ocasiones terribles. Blanco de las burlas, sarcasmos, y menosprecio de los que fueron sus antiguos compañeros de placeres, fue preciso que Hermann tuviera una fuerza de carácter poco común para someterse absolutamente a la acción de la gracia.

Una gracia extraordinaria

La voluntad del joven converso y la gracia divina se unieron de forma tan completa, que en lo sucesivo nada pudo jamás desunirlas.

Convertido de la Eucaristía, como se complacerá en llamarse en lo sucesivo, Hermann tenía verdaderamente hambre y sed del banquete divino. Su corazón ansiaba de tal modo la comunión, que, según él mismo nos dice, Dios le recompensó dándole a gustar anticipadamente y por dos veces, después de su bautismo, los gozos eucarísticos, haciéndole experimentar de una manera sensible en su corazón la presencia real de Jesucristo, en los momentos en que los demás fieles comulgaban.

Este favor fue tan extraordinario y le dejó impresiones tan profundas, que a menudo aludirá a él en el resto de su vida, en sus escritos y en sus sermones.

«Jesús adorado, exclama en el prefacio de sus cánticos al Santísimo Sacramento, debo mezclar mis cánticos a los himnos de París. Pues en la gran ciudad, oculto bajo los velos eucarísticos, fue donde me descubriste las verdades eternas; y el primer misterio que me revelaste al corazón fue tu presencia en el Santísimo Sacramento. ¿Cómo no querría arrojarme hacia la santa mesa, siendo aún judío, para llevarte a mi corazón, loco de amor por ti? Y si con tanta insistencia pedí el bautismo, ¿no fue sobre todo para unirme a ti?... Lo que hiciste entonces para consolarme de una dolorosa espera, no puedo divulgarlo aquí: Secretum meum mihi» [mi secreto es para mí: Is 24,16 Vulgata].

A menudo repetía estas últimas palabras, no queriendo revelar este secreto hasta su muerte. Lo hemos encontrado expuesto en términos vagos y misteriosos en su diario cotidiano, con fecha 3 de septiembre de 1847:

«Misa en Nuestra Señora de Sión: milagro del sabor de la Eucaristía, aún antes de mi primera comunión». Y algunas líneas más abajo: «A las 9: misa del Santísimo Sacramento en la Abadía de los Bosques (Abbayeaux-Bois), repetición del milagro de la comunión, lágrimas, sabor, enternecimiento».

Celo de converso

Este diario en el cual Hermann relata, día por día y hora por hora, cada uno de sus pensamientos y acciones, nos ha sido de grandísima utilidad para conocer y comprender el trabajo de la gracia en su alma.

Fogoso por naturaleza, está encendido de un celo aún inexperto. No contento con defender la nueva fe, polemiza sobre ella y se irrita cuando se le contradice. Ocupaba entonces un cuarto en la casa habitada por su amigo, Adalberto de Beaumont y la prima de éste, la Baronesa de Saint-Vigor. Cada noche se reunían para cenar. Estas personas eran muy honestas según el mundo, pero no tenían la dicha de practicar la virtud cristiana. Hermann les tenía profundo afecto y quiso asociarlos a su propia felicidad, procurando volverlos a la fe. El diario relata día por día el resultado de sus esfuerzos, y confiesa con humildad las torpezas de su celo.

«Adalberto, dice, me amenaza con que me volveré loco y llama a mi conversión una calaverada».

Se acusa de la viveza y hasta de la cólera con que sostiene las discusiones religiosas, y nota inocentemente que el confesor, el padre Ratisbonne, le prohibe discutir respecto a cuestiones religiosas, «porque es demasiado pronto, y porque soy demasiado ignorante».

La señora de Saint-Vigor le echa igualmente en cara la piedad de que hace gala. Halla que habla demasiado de religión; sin embargo, lo escucha con bastante complacencia. El 22 de octubre de 1847, habiendo asistido Hermann por primera vez a las Conferencias de san Vicente de Paúl*, durante la cena le hace una reseña entusiasta de lo que ha visto y oído, y prolonga la explicación hasta las siete, sin darse cuenta del tiempo transcurrido.

*[Asociación caritativa fundada por Federico Ozanam (1813-1853), padre de familia, beatificado el 22-VIII-1997 en Notre-Dame de París].

Primera conversión que consigue

Este apostolado no fue inútil, ya que leemos en el día siguiente del diario:

«La señora de Saint-Vigor empieza a leer sin aburrimiento las oraciones. Me promete llevar la medalla* de la Santísima Virgen y recitar cada día el Acordáos. He permanecido con ella hasta las siete y media, sin maledicencias ni murmuraciones, conversación edificante. ¡Dios mío, ten piedad de ella!»

*[Santa Catalina Labouré (1806-1876), Hija de la Caridad, en 1830, en París, tiene una visión de la Virgen, de cuyas manos salen rayos de gracias. La cruz, una M grande y los Corazones de Jesús y María componen una figura, que la Virgen le manda hacer en medalla. Desde entonces, la devoción a la medalla milagrosa alcanza una gran difusión en todo el mundo cristiano].

Costó gran trabajo a Hermann llegar a desacostumbrarse completamente de este género de murmuraciones a que la buena sociedad se muestra tan inclinada, y en las que parece ejercitar su malicia y su agudeza de ingenio. Tiene cuidado de anotar casi cada día las recaídas y también los adelantos que hace en la enmienda.

Las magníficas esperanzas fundadas en la vuelta de la Baronesa a la práctica de la religión parecen desvanecerse pronto:

«La señora de Saint-Vigor ha estado de mal humor durante la cena. Soy egoísta, dice, porque no quiero más a mis amigos que mi salvación. -Se cansa de mi devoción. Me arranca cabellos para consultar a una adivina. -Durante la cena, cólera de la Baronesa. Tal relación se vuelve peligrosa para la paz de mi alma»...

Hermann parece bastante desalentado. Carecía todavía de la experiencia de las almas. De otro modo, quizá, hubiera adivinado en los caprichos de su antigua amiga la turbación de la conciencia y los principios de la acción divina de la gracia. En efecto, Dios actuaba en esta alma, y el 22 de diciembre, al llegar Hermann a casa de la misma, encontró a su amigo el sacerdote de Girardin.

«Su trato le ha aprovechado grandemente, dice, usted la conducirá con la gracia de Dios. La Baronesa me habla de su repugnancia por una confesión general. ¡Qué dicha, por mi parte, que el bautismo me haya dispensado de ella!¡Qué vergüenza y qué dolor hubiera experimentado! En la festividad de san Juan Evangelista, la querida Baronesa hace la confesión general en la iglesia de San Luis de Antín: ¡Milagro, gracia inmensa que Dios se digna conceder a nuestras fervientes e incesantes oraciones! ¡Gracia mucho más grande y extraordinaria que los dos matrimonios que he tenido la dicha de hacer celebrar!»

Socio de las conferencias de san Vicente de Paúl

Hermann alude con estas palabras al matrimonio de dos familias de obreros, en cuya bendición por la Iglesia puso todo el celo y la prudencia de un socio de las Conferencias de san Vicente de Paúl, ya veterano en el ejercicio de todas las buenas obras.

Él era, efectivamente, desde hacía algún tiempo, uno de los socios más constantes de las Conferencias de san Vicente de Paúl. En su diario da cuenta extensamente de su admisión en el seno de esta admirable sociedad, y más tarde, en una de sus instrucciones a los socios de esas Conferencias, dirá:

«Para mí, señores, se lo confieso, durante los dos años en que me vi obligado a esperar en el mundo la hora de mi partida para la soledad, es en las Conferencias donde hallé el antídoto al desabrimiento que el contacto cotidiano con el mundo produce en el alma del cristiano».

Empeño por la conversión de los judíos

Una obra de celo acuciaba especialmente a Hermann: resolvió hacer lo imposible para atraer a los judíos al catolicismo con su ejemplo. Para ello, aconsejado y dirigido por el padre Teodoro Ratisbonne, escribió en forma de carta dirigida al padre Alfonso María Ratisbonne, a la sazón en el convento de los jesuitas de Laval, la narración de su conversión. Exponía en ella los sentimientos y las emociones que había experimentado, y concluía con una invitación indirecta a todos los judíos para que compartieran su felicidad.

Esta carta la conocen ya en parte nuestros lectores, pues hemos entresacado de ella muchos datos. Tanto el confesor como el penitente se proponían publicarla, ya que esperaban de su publicación los más halagüeños resultados. Pero no fue tal la opinión de varias personas que sentían particular afecto por Hermann, en especial su madrina, la Duquesa de Rauz y su padrino, el doctor Gouraud, los cuales se mostraron en extremo opuestos a la idea. No sin razón pensaban que haría mayor bien dando modestamente buen ejemplo, pues una exposición teatral podría causar reacciones negativas, e incluso podría poner en ridículo «la sencilla conversión que había realizado».

Lleno de ardor y celo, Hermann no comprendía demasiado tales escrúpulos, y tuvo que sostener una lucha que le causó una grande y penosa turbación.

«He hecho voto, decía, de hacer todo lo humanamente posible para la conversión de los judíos».

Los consejos de su confesor le sostenían en la resolución, y el folleto incluso había sido llevado a la imprenta. No sin trabajo y pena se decidió, gracias a las instancias de su padrino, a retirar el manuscrito, quedándose, sin embargo, perplejo.

Monseñor de la Bouillerie

El sacerdote Perdrau [párroco de Santa Genoveva], que era cuñado de su padrino, le aconsejó que sometiera la cuestión a monseñor de la Bouillerie, vicario general de París. Algunos días antes, Hermann había entrado en relación con este eclesiástico. Fácilmente se apreciará la importancia de este encuentro por las últimas palabras del párrafo que transcribimos:

«10 de noviembre [1847], 27.° aniversario de mi nacimiento: ante el altar de la Santísima Virgen (en Santa Valeria) renuevo el voto de ordenarme y consagrarme al servicio del Señor tan pronto como mis deberes para con mis acreedores me dejen libre. -He ido a visitar a Mons. de la Bouillerie, gran vicario de la Capital -santo hombre-, quien me hará entrar en el Carmen cuando llegue la hora».

Hermann siguió, pues, el consejo de su amigo, y mandó al vicario general de París el manuscrito de la carta al padre Ratisbonne, rogándole que fallara sin apelación respecto a tal cuestión. Experimenta, sin embargo,

«grande y continua agitación, inquietud, temor de incomodar a mi confesor y de disgustar a mi padrino y amigos; en suma, incertidumbre. Me decido, en fin, a pedir a Dios en la oración que me dé a conocer su voluntad».

Después de haber examinado el manuscrito, Monseñor de la Bouillerie fue de la misma opinión que el señor Gouraud, y se encargó de arreglar las cosas con el padre Teodoro Ratisbonne. El folleto no se publicó; no es de extrañar que esta decisión introdujera cierto malestar entre confesor y penitente, y que Hermann pensara en buscar otro director espiritual. Sin que él se diera cuenta, la Providencia conducía los acontecimientos. Así es como pasó a ser dirigido por Monseñor de la Bouillerie. En seguida veremos el sentido y la importancia de este cambio a la luz de la gracia.

Cambios del joven artista

Hermann continuaba viviendo en sociedad. Daba lecciones y conciertos, y frecuentaba los salones de la más alta aristocracia. En efecto, en su diario hallamos los nombres más ilustres de la nobleza, de la política y de la diplomacia. El cambio que había experimentado no había pasado inadvertido, y no le ahorraban las burlas.

«Las damas, dice, sienten que me haya perdido para el mundo a causa de mi devoción». «He encontrado a Bakunine*, dice en otra parte, el cual se burla de mi santidad».

*[Noble ruso (1814-1876), anarquista revolucionario].

Ya no era el joven artista «de frac cortado a la moda, castor fino y zapatos de charol, cuenta el caballero Aznárez [cit. por J. B. Gergères, Conversión del pianista Hermann, 1861]; estaba pálido, y su mirada tenía un carácter evidente de modestia. Había cambiado sobre todo en el vestir: llevaba una larga levita, sombrero de fieltro de anchas alas y zapatos ordinarios».

Él mismo cuenta que, hallándose una noche en casa de la Señora de Appony, experimentó un sentimiento de vergüenza al pensar en su traje.

«Estaba manchado de barro y me encontraba en una gran reunión muy aristocrática. Por el falso amor propio de encontrarme fuera de mi esfera, experimenté turbación, malestar. El embajador y su esposa me acogieron con mucha amabilidad, pero me fui pronto, porque me sentía avergonzado (¡falsa vergüenza!) de estar allí».

Más de una vez sentirá estas vueltas del amor propio y de la pasión, pero jamás cederá a las mismas. El sacerdote Goeschler, judío converso, director del colegio de San Estanislao, lo había aceptado como profesor de piano. El 27 de octubre, dio un concierto a los alumnos solos, y sintió cierta complacencia al ver la atención de los jóvenes, «que no querían irse a acostar y le pedían más y más piezas». El padre Ratisbonne, al día siguiente, le negó la comunión hasta el domingo.

Él sintió «despecho, un mal sentimiento al principio», pero le volvió la calma y halló justa la decisión del confesor. «Hubiera hecho, dice, una mala comunión, ya que anoche experimenté un movimiento de vanidad, con ocasión del concierto».

Tiene la conciencia muy delicada y nada se perdona. Sin duda tenía razón, y Dios recompensó todos los esfuerzos heroicos de los primeros tiempos de su conversión, dándole un poder inmenso sobre sí mismo y la fecundidad de un apostolado coronado por el martirio de la caridad. Citemos otro ejemplo de sus escrúpulos:

«El sacerdote Goeschler juega conmigo al sacanete [juego de envite y azar, con varias barajas] a diez céntimos, escribe con fecha 22 de noviembre, y experimento las mismas horribles emociones que cuando jugaba desatinadamente: perplejidad, vejaciones, inquietudes y sentimiento de haber cedido a esta niñería la víspera de comulgar».

La oración

Esta delicadeza de conciencia y esta energía del alma las sacaba Hermann de la comunión y de la oración. En efecto, le vemos empezar ya, apenas convertido, la vida de oración que será el consuelo, la fuerza y hasta podríamos decir el estado perpetuo de su vida. Con la ayuda de su diario, podemos seguirle los pasos cuando atraviesa las calles de París: entre dos visitas o dos lecciones de piano, reza el rosario, medita sobre algún tema religioso, repasa en su mente los consejos dados por el confesor o lee un devocionario. Por la noche, después de un día muy activo, a menudo a medianoche, antes de buscar en el sueño el descanso necesario, hace sus oraciones, toma el rosario, lo ensarta en su brazo y no se duerme sin pronunciar los dulces nombres de Jesús y de María, pues su corazón vibra al recuerdo de sus beneficios y de su amor.

La Eucaristía

La Eucaristía era su vida. Comulgaba a menudo, cada día oía varias misas, visitaba varias veces el Santísimo Sacramento y nunca faltaba a ninguna de las solemnidades que en su honor se celebraban. Un día se le invitó en San Severino a que siguiera la procesión del Santísimo Sacramento con un cirio en la mano.

«Al paso de la sagrada Eucaristía me siento aterrado -confía la misma noche a su silencioso y mudo confidente-. Un torrente de lágrimas brota de mis ojos, experimento un sentimiento de respeto profundo y siento como la evidencia de la presencia real: indecible sensación. Mientras dura la procesión, cada vez que el Santísimo Sacramento se me aproxima, el terror respetuoso y mi humilde amor aumentan. Con dificultad me aparto de esta impresionante ceremonia. En la calle, al volver a casa, todavía lloraba recordando esta impresión».

La Confirmación

El 3 de diciembre de 1847, Monseñor Affre, arzobispo de París, le administró la confirmación en su oratorio particular. El doctor Gouraud acompañaba a su ahijado, y después de la ceremonia, el prelado les habló con gran bondad.

Su familia

Hermann era católico: numerosos amigos suyos lo sabían, pero su madre ignoraba aún su conversión. Luis, su hermano menor, conocía también el cambio de religión; incluso una vez se había encomendado a sus oraciones, pero esta impresión fue fugitiva, y pronto le suplicaba que no fuera tan exaltado. ¿Debía anunciar personalmente el gran acontecimiento a su madre? Luis era de esta opinión, pero su hermana, igualmente enterada de la conversión, no era del mismo parecer; temía que su madre no pudiera soportar el anuncio de su bautismo, y deseaba que le ocultasen la noticia durante el mayor tiempo posible. No dejaba de estar inquieta, ya que alguien había escrito una carta anónima a su padre referente a esto.

Un artista de París se había apresurado a informar de la conversión al señor R***, diciéndole que su cuñado se había convertido al cristianismo para obtener la plaza de profesor en el colegio de San Estanislao. ¡Necia calumnia! ¡Mil ochocientos francos por año, dice Hermann entre admiraciones, como si esta mínima suma pudiera, en efecto, bastar para explicar un acto tan grave y de tal importancia! Pero el mundo, que no llega a comprender nunca nada de las cosas divinas, siente siempre la necesidad de empequeñecer las acciones que tienen por móvil los pensamientos sobrenaturales y de calumniar las intenciones más puras. En todo caso, su hermana, la señora R***, estaba muy emocionada.

«Hasta teme asistir a un bautizo, dice Hermann, porque no está segura de sí misma, y no quisiera hacer nada sin el consentimiento de su marido. Le respondí que dieciséis millones de almas ruegan por su conversión, así como por toda la familia».

En efecto, había encomendado todos los suyos a las oraciones de la Archicofradía del santísimo e inmaculado Corazón de María, establecida en Nuestra Señora de las Victorias por el venerable y santo párroco de esta parroquia, el sacerdote Desgenettes. Hubiera querido vivamente asociar a todos los miembros de la familia a su propia felicidad. No pudiendo aún invitarlos a ello directamente, oraba y hacía orar por ellos.

«He leído esta noche, escribe en su diario el 22 de octubre de 1847, que san Basilio, san Antonio, san Agustín y san Benito tuvieron hermanas santas. ¡Si Dios se dignara convertir a la mía! Esto me fortalecería aún más en mi decisión de servirle».

Cada semana visitaba a su madre, y a veces cenaba con todos los suyos. «Después de cenar, les he tocado el piano, y han bailado. Mi familia parecía contenta, se ha mostrado muy afectuosa conmigo».

Sin embargo, parecía que su madre tuviera algún presentimiento, y un día le preguntó: «¿Quizá te querrá convertir el señor Goeschler? -Nunca me ha hablado de ello, respondio Hermann». Era verdad, pues el sacerdote Goeschler sólo tenía íntima relación con él desde que ya se había convertido.

Finalmente, la señora Cohen se enteró de la conversión de su hijo por la baronesa de Saint-Vigor. Al principio la noticia no le impresionó mucho; consideró tal acto como una locura más en la vida de Hermann. No sospechando lo que había de serio en dicha conversión, no le dio mayor importancia.

La Adoración Nocturna

Hermann vivía aún en el mundo, pero ya no habitaba con su amigo Adalberto, el cual «le había vuelto las espaldas» después de la conversión de la baronesa de Saint-Vigor. Había alquilado un modesto cuarto en la calle de la Universidad, número 102 -casa que ya no existe-, y que se puede considerar como la cuna de la Adoración Nocturna. Un amigo del padre Herman, el señor Dupont, y uno de sus primeros seguidores, refiere los datos de esta fundación:

«Habiendo entrado un día por la tarde en la capilla de las Carmelitas el piadoso convertido, que se complacía en visitar las iglesias en que se hallaba expuesto el Santísimo Sacramento, se puso a adorar a Nuestro Señor manifiesto en la custodia, sin contar las horas y sin advertir que la noche se acercaba. Era en noviembre. Una Hermana tornera llega y da la señal de salir. Fue necesario un segundo aviso. Entonces Hermann dijo a la religiosa: "Saldré cuando lo hagan esas personas que se hallan al fondo de la capilla". Y ella: "Pues no saldrán en toda la noche". Semejante respuesta de la Hermana era más que suficiente, y dejaba una preciosa semilla en un corazón bien dispuesto, en el que no dejaría de fructificar. Hermann, a quien pronto se le llamará el ángel del sagrario, sale del oratorio y se dirige precipitadamente a casa de Monseñor de la Bouillerie: "Acaban de hacerme salir de una capilla, exclama, en la que unas mujeres estarán toda la noche ante el Santísimo Sacramento"... Monseñor de la Bouillerie responde: "Bien, encuéntreme hombres y les autorizo a imitar a esas buenas mujeres, cuya suerte ante Nuestro Señor envidia usted". Pues bien, ya desde el día siguiente, con el favor de los ángeles buenos, Hermann hallaba la necesaria ayuda en varias almas» [Janvier, Vida del señor Dupont (+1876), Tours 1879].

Precedentes de la Adoración Nocturna

Monseñor de la Bouillerie había establecido ya anteriormente una pequeña asociación para la Adoración nocturna en casa, cuyos miembros, hombres o mujeres, se levantaban por turnos durante la noche una vez al mes, a hora fijada de antemano, para adorar a Nuestro Señor [La Obra de la Exposición y de la Adoración Nocturna del Smo. Sacramento, París 1877]. También había contribuido a la fundación de la Orden Tercera de mujeres, establecida por la señorita Debouché para la Adoración nocturna del Santísimo Sacramento, y que debía ser como el núcleo de las religiosas Reparadoras.

Monseñor de la Bouillerie era verdaderamente el hombre de las obras eucarísticas. Ya hemos visto antes en qué circunstancias la Providencia le había enviado, como penitente suyo, al convertido de la Eucaristía, al que debía ser el fundador de la Adoración Nocturna. Así, pues, debía acoger con suma complacencia los primeros pasos de su penitente.

Comienzos de la Adoración Nocturna

Hermann, feliz con la respuesta de su confesor, se puso inmediatamente en busca de hombres de fe, ávidos como él de agradecer a Jesús-Hostia todos sus beneficios, entregándole sacrificio por sacrificio.

Los primeros inscritos en la lista fueron el caballero Aznárez, antiguo diplomático español, el cual había enseñado el castellano a Hermann en los tiempos de su vida artística, y el conde Raimundo de Cuers, capitán de fragata, con quien siempre había conservado una íntima amistad, y del que tendremos más de una vez ocasión de hablar de nuevo.

Pronto se presentaron otros, y el 22 de noviembre de 1848, Hermann los reunía a todos en su cuartito de la calle de la Universidad. Sólo diecinueve miembros se hallaban presentes; cuatro inscritos no habían podido acudir. Monseñor de la Bouillerie presidía la pequeña reunión, cuyos miembros se habían juntado

«con la intención, dice el acta de esta primera sesión, de fundar una asociación que tendrá por objeto la Exposición y Adoración Nocturna del Santísimo Sacramento, la reparación de los ultrajes de que es objeto, y para atraer sobre Francia las bendiciones de Dios y apartar de ella los males que la amenazan».

¡Qué programa tan grande para tan pequeño número de hombres, casi todos de la más humilde condición! Aparte el promotor de la reunión, conocido por su genio musical y por su ruidosa conversión; además del presidente [mons. de la Bouillerie], cuya dignidad en la sociedad y en la diocesis daba realce al pequeño rebaño; y aparte de dos oficiales de marina, que ocultaban su distinción bajo las apariencias más modestas y que, por amor de Dios, se hacían los más humildes, los asociados no eran casi más que empleados oscuros, obreros y criados.

He aquí los instrumentos de que Dios se sirvió para establecer la asociación de la Adoración Nocturna, que se ha convertido en una de las más importantes de la diócesis de París, y que existe en más de otras cincuenta diócesis, atrayendo en todas partes las más abundantes gracias. [Escribe esto Carlos Sylvain en 1880, la fecha en que fue escrito el presente libro].

Obra providencial para tiempos duros de la Iglesia

La noticia de que, ante la revolución triunfante en Roma, el papa Pío IX había tenido que abandonar la ciudad y refugiarse en Gaeta [puerto al sur de Roma], inspiró a los piadosos asociados la idea de poner en práctica inmediatamente su proyecto; y así la primera noche de Adoración se celebró el 6 de diciembre de 1848. La segunda y tercera noches se verificaron los días 20 y 21 del mismo mes, con ocasión de las rogativas de Cuarenta Horas ordenadas por el arzobispo de París a intención del Sumo Pontífice.

En Francia, pues, esta fundación se relaciona con una de las fases más dolorosas del papado, y coincide en ello con la misma obra de adoración fundada en Roma, en 1810, esta vez con motivo del cautiverio de Pío VII. Hermann y sus amigos estaban lejos de conocer entonces esta coincidencia providencial; no hacían más que seguir dócilmente los misteriosos impulsos de la gracia.

Comienza la Adoración Nocturna en Nuestra Señora de las Victorias

Las primeras vigilias se efectuaron en el famoso santuario de Nuestra Señora de las Victorias, de acuerdo con la propuesta que hizo el venerable sacerdote Desgenettes. En esa iglesia, una lápida de mármol colocada en una de las pilastras del altar dedicado a san Agustín, perpetuará el recuerdo de esta fundación.

Los socios de la Adoración Nocturna y de las Conferencias de san Vicente de Paúl, que no habían interrumpido las santas vigilias al pie del sagrario durante los horrores de la Comuna [de París: período revolucionario, muy violento, de marzo a mayo de 1871], quisieron con esta lápida dar testimonio de su agradecimiento:

A Nuestra Señora de las Victorias,

nuestra protectora,

en homenaje de gratitud y de amor

de las Conferencias

de San Vicente de Paúl,

y de la asociación

de la Adoración Nocturna de parís

31 de mayo de 1871

La asociación de la Exposición y Adoración Nocturna del Santísimo Sacramento, en París, ha tenido su origen en esta iglesia, el 6 de diciembre de 1848, debido al celo del Rdo. padre Hermann y de Mons. Francisco de la Bouillerie, obispo de Carcasona, entonces vicario general de la diócesis de París.

Las vigilias no se continuaron, sin embargo, en Nuestra Señora de las Victorias. Podían, en efecto, convertirse en un embarazo para el servicio parroquial. Y se escogió para lugar de reunión el oratorio de los Padres Maristas.

Hermann con los Maristas

Hermann tenía grandes deseos de dejar el mundo, pero tenía que pagar treinta mil francos de deudas y necesitó no menos de dos años para cumplir con su obligación.

Para alcanzar cuanto antes su objetivo, trabajó mucho, y se privó de todos los placeres de la vida. San José, a quien había confiado la protección de sus cuidados temporales, lo bendijo y le favoreció en todos sus esfuerzos.

No obstante, puesto que no podía todavía hacerse monje, quiso alejarse más cada día del ambiente ruidoso en que hasta entonces había vivido, y como el oratorio de los Padres Maristas se había convertido en sede de la Adoración Nocturna, pidio a esos religiosos que le concedieran un pequeño aposento en la gran casa que poseían en la calle de Montparnasse. Tomó de él posesión el 19 de febrero de 1849, en compañía del capitán de navío Cuers y de Don Carlos Fage, joven empleado del ministerio de la Guerra, quienes habían sido sus primeros auxiliares en la obra de la Adoración Nocturna. [Don Carlos Fage murió poco después de que Hermann entrara en el Carmelo].

La vida de estos austeros cristianos fue motivo de edificación para los buenos Padres Maristas que les habían dado hospitalidad. Un testigo de sus virtudes y piedad se expresa como sigue:

«No quisieron admitir a nadie a su servicio. Ellos mismos se preparaban las comidas. ¡Y qué comidas, gran Dios! Una indiscreción nos puso un día al corriente de lo que se preparaban para comer, y os aseguro que por mucho apetito que hubiese tenido, no hubiera podido acostumbrarme a tales alimentos.

«No podían ocultárnoslo todo, y su actitud en la capilla era motivo de grande edificación para todos nosotros. Nadie pudiera imaginárselo si antes no los hubiese visto. Su recogimiento era tal, que no veían ni oían nada de todo cuanto ocurría a su alrededor. Parecían estar siempre en contemplación y a veces en el arrobamiento del éxtasis. Por un sentimiento exagerado de devoción a la sagrada Eucaristía, se habían imaginado que era muy indecoroso volver la espalda al sagrario para salir de la iglesia. Y así, después de hecha la más profunda genuflexión ante el altar, se retiraban andando hacia atrás y, como el pasadizo de la capilla era bastante estrecho, iban tropezando y contusionándose a cada paso contra los bancos. Con frecuencia los testigos de tal escena no podían reprimir la risa; pero los dos cristianos estaban tan profundamente absortos en la presencia de Dios que nunca lo advirtieron».

Prepara un concierto

«Hermann se preparaba para dar un gran concierto en la sala de Santa Cecilia. Sólo Dios puede saber lo que le costó dicha preparación. Desde la mañana a la noche estaba tocando la escala y nada más que la escala. Le expresé el enorme aburrimiento que me causaba la monotonía de oír continuamente la escala. "Siento mucho, me dijo, causarle esta molestia, pero todo el secreto para llegar a ser un excelente y hábil pianista consiste en tocar la escala, la escala, nada más que la escala. Diga a sus amigos que pudieran creer que necesitan maestros para perfeccionarse, que toquen la escala y nada más. Es el mejor maestro, el más seguro y menos costoso. Pero, añadio sonriendo, véalo usted, no pierdo el tiempo. Mi maestro es de lo más condescendiente. En cuanto me ha visto tocar una vez la escala, me deja continuar, y al mismo tiempo me permite leer tocando, y tocar leyendo". Y diciendo esto, me mostraba abierto ante sí, sobre el pupitre, la Perfección cristiana del [padre Alonso] Rodríguez, con cuya lectura se recreaba».

Primeras composiciones religiosas

«Al mismo tiempo que preparaba el concierto, componía cánticos en honor de la Santísima Virgen, y llevaba la humildad hasta pedirme consejos y rogarme que le diera mi opinión sobre dichos cánticos. Y como le hiciera ver mi insuficiencia, me respondió: "Tenga usted en cuenta que soy muy joven en religión, y que mis ideas se resienten aún de la influencia del mundo de donde vengo... Compongo con emoción, sí, pero tengo miedo, a pesar de que ruego a Dios y a su Madre que me inspiren, tengo miedo de tener e inspirar a las almas nada más que emociones de ópera. Me esfuerzo, estudio y, con la ayuda de la gracia, espero llegar a no inspirarme más que de las cosas del cielo y de la eternidad» [Carta del padre Reculon, marista].

Debemos decir ahora de qué manera Hermann fue inducido a «publicar las alabanzas a María Inmaculada y a hacer acto público de fe en su Inmaculada Concepción, cinco años antes de la definición dogmática» [Carta del padre Hermann a la Superiora de la Visitación en París, 8-XII-1863].

La hermana María-Paulina de Fougerais, religiosa de la Visitación de Santa María, tenía admirables disposiciones para la poesía, y con frecuencia, durante los ocios que le dejaba libres la Regla, componía cánticos, cuya profunda espiritualidad conducía las almas a la piedad y devoción. Durante una larga temporada que se vio obligada a pasar en la enfermería, en 1841 y 1842, había compuesto una serie de ellos en honor de la Santísima Virgen. Allí estaban dentro de un cartapacio, esperando la hora de salir del mismo. La Hermana misma parecía haberlos olvidado.

Pero en 1848 la caridad los hizo salir del profundo escondite. Una familia acababa de verse sumida en completa ruina. ¿Dónde hallar lo necesario para ayudarla? Sor Paulina se acordó de sus cánticos. «Es cierto que tengo mis pobres cánticos que duermen desde hace siete años, dijo confidencialmente a una de las Hermanas. Ganas tengo de dárselos, pero ¿qué harán con ellos?».

La Superiora aprobó el proyecto. Sólo se trataba de encontrar a alguien que les pusiera la música y cuya fama ayudara a la venta. Pero la dificultad estaba en hallar artista en cuestión. Por casualidad se consultó al Padre superior de los maristas, puesto que las religiosas ignoraban la presencia de Hermann en su comunidad. Así, de la mano de la Providencia, nació la composición de unos admirables cánticos en honor de María, que luego serían el origen de otro cánticos al Santísimo Sacramento.

Hermann acogió solícito el encargo. ¿No había decidido dedicar a la Madre de Dios sus primeras composiciones musicales? Así se produjo la composición de los treinta y dos cánticos titulados Gloria a María. Salieron a luz a comienzos de mayo de 1849. El objetivo de sor María-Paulina se logró por completo, pues la venta de los cánticos produjo lo bastante para poder sacar del abismo a sus protegidos, y a pesar de las deudas que le agobiaban, Hermann no pidió como premio de su trabajo más que un solo ejemplar, y además destinado a otra persona:

«no es para mí, sino para mi hermana, a quien quiero mucho, y que dejo en el mundo con el sentimiento de saber que continúa siendo aún de religión judía».

Último concierto

Dejemos de nuevo la palabra al religioso marista cuyo testimonio hemos citado antes:

«Quiso, dice, que le acompañara al concierto. El éxito fue inmenso, pareció sobrepasarse a sí mismo, y una tempestad de aplausos resonó en toda la sala. Si el auditorio hubiese podido suponer que lo oía por última vez, su entusiasmo sin duda no hubiera conocido límites. Después del concierto vino a encontrarme al saloncito en que me había ocultado: "¡Ah!, exclamó, tendiéndome los brazos; está, pues, el mundo terminado para siempre jamás! ¡Con qué felicidad, después de mi última nota, lo he saludado para decirle adios!».