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3.- El golpe de la gracia

El arte de la vida mundana

Establecido en París en casa de su amigo, Hermann continuó su vida de artista, poniendo en práctica los consejos recibidos de un hombre que ejerció grande influencia en los destinos de su juventud. La ciencia de la felicidad, le había dicho, consiste por entero en el arte de inspirar buena opinión de sí mismo a las personas de quienes se tiene necesidad, por un buen comportamiento muy prudente y por un trabajo serio. Todo esto, le repetía a menudo, basta para crearse una posición desahogada y puede con ventaja reemplazar al nacimiento y a la fortuna. Según tales criterios se dirigió,

«no pareciendo peor que las tres cuartas partes de las gentes que me rodeaban, dice [Hermann en carta al padre Ratisbonne], tolerándolo todo en los demás, permitiéndome a mí mismo toda licencia, haciendo a veces algún favor, si la ocasión de ello se presentaba por sí misma, y devolviendo sin escrúpulo alguno mal por mal, si se me provocaba a ello de cualquier manera. Y dígame, ¿no es ésta la vida de casi todos los jóvenes de la buena sociedad, de las tertulias elegantes y del mundo artístico? No exagero, lo aseguro, todos los jóvenes que he conocido vivían como yo, buscando el placer dondequiera que se ofreciere, deseando la riqueza con ardor, a fin de poder seguir todas sus inclinaciones, y satisfacer cualquier capricho. En cuanto al pensamiento de Dios, no se les presentaba jamás a la mente, limitando todas sus preocupaciones y deseos a las cosas y placeres de la tierra, no teniendo de la moral sino aquel respeto exterior y prudente, que permite no tener altercado alguno con la justicia humana».

Hastío

Hemos dicho que la pasión del juego se había apoderado de todas las facultades de Hermann; le dominaba y en él perdio considerables sumas. Pero en vano buscaba la felicidad en las embriagueces del juego. Dios le había envenenado la copa de todos los gozos humanos, y sus labios ávidos no encontraban más que una amargura inagotable y siempre creciente. Dios quería atraerlo hacia sí por el hastío del mundo. Tenía el corazón bastante noble y la mente bastante elevada para amarlo y servirlo en cuanto lo hubiere conocido.

El mes de María en santa Valeria

Esta hora estaba próxima. El feliz convertido ha contado él mismo al padre Alfonso María Ratisbonne las operaciones de la gracia divina en su alma*.

*[Alfonso-María Ratisbonne (1814-1884) nace en Estrasburgo, de una familia israelita muy distinguida. A los quince años, sufre mucho cuando su hermano Teodoro se convierte al catolicismo y se hace sacerdote. A los veintiocho años, estando en Roma, a punto de casarse y siendo celoso del judaísmo, por desafío, le acepta a un católico llevar la medalla milagrosa y rezar cada día el Acordáos a la Virgen María. Días más tarde, entra en la iglesia de San Andrea delle Fratte, y se dice: «qué iglesia tan fea». Cae después de rodillas junto al altar de San Miguel, ante una visión de la Virgen María, «tal como aparece en mi medalla». La conversión fue instantánea y total. Como su hermano Teodoro, él fue también un sacerdote ejemplar. Cf. T. de Bussières, Conversión de María Alfonso Ratisbonne, Balmes, Barcelona 1951].

Un viernes de mayo de 1847 [cuando Hermann tenía veintiséis años], el príncipe de la Moscowa le rogó se sirviera reemplazarle en la dirección de un coro de aficionados en la iglesia de santa Valeria, sita en la calle de Borgoña. Hermann vivía en la vecindad y allí fue con gusto. En el acto de la bendición [con el Santísimo Sacramento], experimentó

«una extraña emoción, como remordimientos de tomar parte en la bendición, en la cual carecía absolutamente de derechos para estar comprendido». Sin embargo, la emoción era grata y fuerte, y sentía «un alivio desconocido».

Volvió a la iglesia los viernes siguientes, y siempre en el acto en que el sacerdote bendecía con la custodia a los fieles arrodillados, experimentaba la misma impresión. Sentía un escalofrío involuntario, y habría derramado abundantes lágrimas si el respeto humano no lo hubiera retenido. No sabía cómo explicar estas emociones desconocidas, extraordinarias, poderosas, que se apoderaban de él siempre en las mismas circunstancias. El mes de mayo pasó, y con él las solemnidades musicales en honor de María. Pero Hermann, sin darse cuenta exacta del fuerte instinto que lo dominaba, cada domingo volvía a santa Valeria para asistir a misa.

Deseos de instrucción católica

Vivía entonces Hermann con Adalberto de Beaumont, de cuya biblioteca cogió un viejo devocionario, en extremo polvoriento, el cual había servido en otros tiempos a la madre de su amigo, y que no había sido abierto desde quién sabe cuánto tiempo. Mil pensamientos venían a su cabeza, y le consumían el corazón aspiraciones ardientes, enardecidas hacia un ideal desconocido.

En los primeros días de julio, manifestó a la Duquesa de Rauzán el estado inexplicable de su alma, y acabó al fin rogándole que lo pusiera en relación con un sacerdote católico. Experimentaba el vivo deseo de instruirse en los dogmas de una religión hacia la cual se sentía arrastrado de una forma irresistible. Pero el demonio trabajaba también, por su parte, y varias circunstancias, una indisposición de la Duquesa, unos conciertos, una alegre excursión al campo, vinieron a oponerse a la pronta realización de sus proyectos.

El sacerdote Legrand

Finalmente,

«después de varios otros retrasos y franqueados algunos obstáculos, conocí al sacerdote Legrand, promotor fiscal del arzobispo de París, y le conté lo que me había pasado. Me escuchó con interés, y luego me exhortó a la calma, a la perseverancia en mis disposiciones presentes, y a la confianza absoluta en las vías que la divina Providencia no dejaría de indicarme. Me entregó luego el Compendio de la doctrina cristiana de Lhomond.

«La benévola y amable acogida del eclesiástico me impresionó vivamente e hizo caer de un golpe uno de los prejuicios más sólidamente arraigados en mi mente. ¡Tenía miedo de los sacerdotes!... Desgraciadamente no los conocía más que por la lectura de las novelas que nos los representan como hombres intolerantes, que sin cesar tienen en los labios las amenazas de la excomunión y las llamas del infierno. ¡Y me encontré en presencia de un hombre instruido, modesto, bueno, franco, que lo esperaba todo de Dios y nada de sí mismo! En tales disposiciones partí para Ems, ciudad de Alemania, para dar un concierto...

En la parroquia alemana de Ems

«Apenas hube llegado a dicha ciudad, visité al párroco de la pequeña iglesia católica, para quien el sacerdote Legrand me había dado una carta de recomendación. El segundo día después de mi llegada, era un domingo, el 8 de agosto, y, sin respeto humano, a pesar de la presencia de mis amigos, fui a oír misa.

«Allí, poco a poco, los cánticos, las oraciones, la presencia -invisible, y sin embargo sentida por mí- de un poder sobrehumano, empezaron a agitarme, a turbarme, a hacerme temblar. En una palabra, la gracia divina se complacía en derramarse sobre mí con toda su fuerza. En el acto de la elevación, a través de mis párpados, sentí de pronto brotar un diluvio de lágrimas que no cesaban de correr con grata abundancia a lo largo de mis mejillas... ¡Oh momento por siempre jamás memorable para la salud de mi alma! Te tengo ahí, presente en la mente, con todas las sensaciones celestiales que me trajiste de lo Alto... Invoco con ardor al Dios todopoderoso y misericordiosísimo, a fin de que el dulce recuerdo de tu belleza quede eternamente grabado en mi corazón, con los estigmas imborrables de una fe a toda prueba y de un agradecimiento a la medida del inmenso favor de que se ha dignado colmarme.

«Experimenté entonces lo que sin duda san Agustín debió de sentir en su jardín de Casicíaco al oír el famoso Tolle, lege...[toma y lee]; lo que usted, mi querido Padre, debió experimentar en la iglesia de San Andrés de Roma, el 20 de enero de 1843, cuando la Santísima Virgen se dignó aparecérsele...

«Recuerdo haber llorado algunas veces en mi infancia; pero jamás, jamás había conocido lágrimas parecidas. Mientras me anegaban, sentía surgir de lo más profundo de mi pecho herido por mi conciencia, los remordimientos más dolorosos por toda mi vida pasada.

«De pronto, y espontáneamente, como por intuición, empecé a manifestar a Dios una confesión general interior y rápida de todas las enormes faltas cometidas desde mi infancia. Las estaba viendo allí, puestas ante mí por millares, horribles, repugnantes, asquerosas, que merecían toda la cólera del juez soberano... Y al mismo tiempo sentía también, por una calma desconocida que pronto vino a extenderse sobre mi alma como bálsamo consolador, que el Dios de misericordia me las perdonaría, desviaría de mis crímenes su mirada, que tendría piedad de mi sincera contrición y de mi amargo dolor... Sí, sentí que me concedía su gracia, y que al perdonarme, aceptaba en expiación la firme resolución que hacía de amarlo sobre todas las cosas y desde entonces convertirme a Él.

«Al salir de esta iglesia de Ems, era ya cristiano. Sí, tan cristiano como es posible serlo cuando no se ha recibido aún el santo bautismo...»

Devoción a la Virgen María

Al salir de la iglesia, Hermann encontró a la esposa del embajador de una de las más antiguas cortes de Europa ante el gobierno francés. La buena señora pronto comprendio que a Hermann le había pasado algo extraordinario en vista de su emoción y de sus palabras exaltadas. Le interrogó, y, embriagado por la felicidad, éste le contó los beneficios de que la gracia divina le había colmado.

«La señora me dijo, añade Hermann, que debía atribuir todas las grandes gracias que sobre mí se habían derramado a la intercesión de la Virgen María, a la que debía consagrar un culto especial. Luego me dio una estampa del misterio de su gloriosa Asunción».

[Como en seguida veremos, el 28 de agosto fue bautizado. Y unos días después escribía:]

«Cada paso que desde este día he tenido la dicha de dar en el camino de Cristo -y aunque me quedan muchísimos que dar, sin embargo, los que he dado son enormes, si miro hacia atrás-, oh felicidad, todos los pasos, todos los adelantos, los debo de manera bien evidente a nuestra madre común, a la buena y santa Virgen, refugio de pecadores, que cada día he implorado con fervor para que rogara por mí a su adorable Hijo, Nuestro Señor y Salvador».

Fervor en París

El día siguiente de este día bendito, impaciente por contar las emociones del mismo al sacerdote Legrand, Hermann deja Ems y regresa a París. A su llegada está desconocido, verdaderamente transformado por la gracia, que de manera tan profunda lo ha conmovido. Se encierra en su cuarto, estudia la doctrina del cristianismo, pero le ha descendido ya de Arriba la fe, cuyas prácticas observa como si estuviese ya bautizado.

«Las oraciones de la mañana y de la noche, la meditación, la misa, las vísperas y funciones de la Iglesia, las abstinencias, la castidad, todo lo observaba con facilidad y diligencia», dice.

Cuando asistía a misa, experimentaba profundo dolor y un sentimiento inmenso al ver que los fieles se acercaban a la mesa eucarística. Derramaba entonces lágrimas ardientes de deseo y de amor.

"Y hoy, por no haber tenido aún el gozo de haber hecho la primera comunión, no me es dado asistir a este instante supremo sin llorar por la privación que me hace morir".



Catequesis con el padre Legrand

El sacerdote Legrand le recibía cada anochecer, le preparaba la inteligencia mediante una sólida instrucción, luminosa, llena de vida y calor, y le disponía el corazón enseñándole el arte de orar y vencerse. El 15 de agosto, el sacerdote Teodoro Ratisbonne* debía administrar el bautismo, en su capilla de la calle de Regard, a cuatro israelitas convertidos.

*[Teodoro Ratisbonne (1802-1884), judío converso, sacerdote, fundador de la Congregación de Nuestra Señora de Sión (1842)].

Bautismo de cuatro judíos

El sacerdote Legrand persuadio al joven catecúmeno para que asistiera a dicha ceremonia. La emoción que experimentó fue tan viva que tuvo necesidad de violentarse en gran manera para no dejar su sitio y correr a arrojarse a los pies del sacerdote, para suplicarle que le concediera también el santo bautismo.

Todo venía a propósito para conmoverlo. El sacerdote mismo era un hijo de Israel, y, a su alrededor, un coro de jovencitas, dirigidas por religiosas, «todas ellas también convertidas del tallo de Jessé, todas ellas oriundas de Abrahán, como yo», repetían el canto más sublime, decían la oración que más capaz era de conmover el corazón de un hijo de la tribu de Leví:

«¡Jesús de Nazaret, rey de los judíos, ten piedad de los hijos de Israel!

«¡Jesús, divino Mesías esperado por los judíos, ten piedad de los hijos de Israel!

«¡Jesús, el deseado de las naciones, Jesús de la tribu de Judá, Jesús que curaste a los sordos, a los mudos y a los ciegos», repitiendo ellas siempre ¡ten piedad de los hijos de Israel!

«¡Cordero de Dios, que borras los pecados del mundo, perdónalos, porque no saben lo que hacen!»

Capilla de Nuestra Señora de Sión

Estas admirables letanías, compuestas por el padre Ratisbonne, se recitaban cada día en la capilla de Nuestra Señora de Sión. Y las jóvenes huérfanas que las repetían han sido ellas mismas objeto de la piedad misericordiosa de Jesús, que invocaban para sus hermanos, sumidos aún en las tinieblas.

Esta solemnidad determinó su resolución de recibir el bautismo en la misma capilla en que todo le recordaba la bondad de Aquél que había sido enviado para salvar a las ovejas perdidas de Israel. Se había pensado primeramente en la iglesia de los Carmelitas, en la que el sacerdote Legrand celebraba misa cada día. Y el sitio, al principio, le había seducido por haber sido santificado con el martirio de tantos sacerdotes en la época de la Revolución; y en él había venerado conmovido los restos de sangre de los héroes de Cristo, de que están salpicadas aún las paredes del antiguo convento.

Pero en cuanto hubo conocido la capilla de la calle de Regard, edificada en recuerdo de la conversión milagrosa de su hermano en judaísmo, el padre [Alfonso] María Ratisbonne, abandonó toda vacilación, y le pareció que la Providencia se la destinaba para ser la cuna de su nueva vida.

El nuevo nombre: Agustín

El día del bautizo fue fijado para el 28 de agosto, día en que la Iglesia celebra la fiesta de san Agustín, el ilustre convertido de la gracia divina. La elección del día y del nombre que se dio a Hermann en el santo bautismo, parecen no haber sido el resultado de una coincidencia fortuita.

En efecto, ya antes de saberse el día escogido por el sacerdote Legrand para la administración del sacramento, la señora Duquesa de Rauzán le había destinado el nombre de Agustín. El recuerdo y el ejemplo del gran doctor parecen seguirle por todas partes. La primera vez que estuvo en Nuestra Señora de las Victorias, el venerable sacerdote Desgenettes predicó sobre la vida de san Agustín. Incitaba a los fieles a que se preparasen a la fiesta del santo, y aseguraba que ésta había sido siempre ocasión de las conversiones más inesperadas y milagrosas.

Sin saberlo y por una casualidad rara a lo menos, Hermann ocupaba un asiento frente al altar dedicado a san Agustín. Su compañero, el padre Teodoro Ratisbonne, después del sermón, le hizo observar tal circunstancia. Varios de los libros que sus amigos le enviaron como regalo trataban también del gran Obispo de Hipona o de algunos de sus admirables escritos.

Última preparación y últimos combates

El gran día se acercaba y su catequista le preparaba al mismo por una novena de oraciones, escogidas todas alternativamente del oficio de la Santísima Virgen y del oficio de difuntos. Durante estos nueve días Hermann se recluyó en la más absoluta soledad. Sólo salía de su casa para ir a escuchar la palabra del padre Teodoro Ratisbonne o la del sacerdote Legrand.

Hermann estaba gozoso, viendo que se acercaba el día de su rescate. Pero el demonio debía hacer un último esfuerzo para arrancar esta alma a Jesucristo, o a lo menos para turbarla en la hora suprema. La noche que precedio al bautismo, el espíritu malo

«le envió un sueño lleno de representaciones seductoras y le renovó vivas imágenes que creía para siempre desterradas de su memoria».

Pudo apropiarse al pie de la letra las palabras de san Agustín: «Cada futilidad de futilidades, cada vanidad de vanidades, antiguas amigas mías, procuraban retenerme, me asían por mi vestido de carne y me murmuraban: "¿Nos abandonas?"... ¡Que tu misericordia, Dios mío, aleje del alma de tu servidor lo que me sugerían!» [Confesiones VIII,11,26].

Oprimido por estas visiones horribles,

«jadeante, me echo fuera de la cama, me arrojo a los pies del crucifijo, y allí, los ojos llenos de lágrimas, suplico el socorro misericordioso del Todopoderoso, la asistencia de la santísima y purísima Virgen María. Y en seguida la tentación huye».

Se levanta, fuerte y atrevido, como un gigante, para recorrer la gran carrera que el Señor ha colocado ante él. Esta primera victoria será como el presagio de otros muchos triunfos.

El bautismo: 28 de agosto de 1847

El mismo Hermann lo describe [en carta al padre Alfonso María Ratisbonne]:

«El sábado, 28 de agosto, a las tres de la tarde, la capilla de Nuestra Señora de Sión brillaba con un resplandor rara vez visto. Las más bellas y frescas flores adornaban el altar resplandeciente con mil luces; la campana del convento dejaba oír su más alegre repique; una piadosa muchedumbre llenaba la nave; un coro de jovencitas, cubiertas con largos velos blancos, arrodilladas a los lados de la nave, cantaban las letanías por la conversión de los judíos; el órgano mezclaba sus acordes a estos cantos armoniosos. El sacerdote Legrand, asistido del padre Teodoro Ratisbonne, hizo entonces su entrada en la iglesia y se delantó hacia el altar.

«Yo seguía, tembloroso y sin embargo firme, llevando a mi derecha a mi padrino el doctor Gouraud, más insigne aún por sus virtudes que por su nacimiento, y a mi izquierda, a mi madrina, la señora Duquesa de Rauzán, más ilustre si cabe por su piedad que por su nacimiento, y cuyos méritos se perpetúan en sus hijas. A dondequiera que volviese la mirada, hallaba, pues, apoyos sólidos e inquebrantables, y jamás vino criatura al mundo más buenamente rodeada por sus hermanas y hermanos, que lo fuera yo, simple catecúmeno, al acercarme al altar. ¡Dios sea para siempre bendito por ello!»

No seguiremos al joven neófito cuando describe con entusiasmo todas las ceremonias que preceden y acompañan al santo bautismo. El asombro, la admiración, el agradecimiento y el amor que experimentaba no conocían límites. Cuando sintió correr el agua que se derramaba sobre su frente y que el nombre de Hermann fue cambiado por los de Agustín-María y Enrique,

«de pronto, dice, mi cuerpo se estremeció, y sentí una conmoción tan viva, tan fuerte, que no sabría compararla mejor que al choque de una máquina eléctrica. Los ojos de mi cuerpo se cerraron al mismo tiempo que los del alma se abrían a una luz sobrenatural y divina. Me encontré como sumido en un éxtasis de amor, y, como a mi santo patrón, me pareció participar, en un impulso del corazón, de los gozos del Paraíso y beber el torrente de delicias con las que el Señor inunda a sus elegidos en la tierra de los vivos...

«Estaba tan emocionado, que aún hoy no recuerdo sino muy imperfectamente las ceremonias que siguieron. Recuerdo, sin embargo, que me vistieron con el hábito blanco de la inocencia y que me pusieron en las manos el cirio encendido, símbolo de la verdad que acababa de aparecer a mis ojos, y en mi corazón hice el juramento de vivir y morir para conservarla y defenderla.

«La patética paráfrasis de un pasaje de la epístola a los Romanos, aplicada a la ceremonia por el sacerdote Legrand, resuena todavía en mis oídos. El apóstol enumera todas las razones que tiene para esperar la salvación de los verdaderos hijos de Abrahán. Y yo soy también uno de ellos, y bendigo al Dios que me ha sacado de la esclavitud de Egipto para colocarme en el número de sus hijos».