Descarga Gratis en distintos formatos
Franz Liszt
A pesar de las cartas de recomendación que nuestros viajeros llevaban, las cosas no marcharon al principio por sí solas a pedir de boca. Se trataba de dar un maestro al niño, y las opiniones pronto estuvieron divididas. Unos se inclinaban por el melancólico Chopin, otros preferían el clásico Zimmermann, los terceros al fogoso Liszt.
Se decidió ante todo que seguiría los cursos del Conservatorio de música para aprender composición. Pero para el piano la cuestión parecía difícil de resolver. Después de haber tomado una lección de Chopin y otra de Zimmermann, se le condujo a casa de Liszt. Éste, sin embargo, estaba tan ocupado que empezó rehusando encargarse de un nuevo alumno. Ante las insistencia de la persona que lo había presentado, el artista acabó consintiendo en oír a Hermann.
La primera audición bastó para modificar la resolución de Liszt. A partir de entonces adoptó al jovencito como a su alumno preferido, y pronto no pudo estar sin él. Liszt tenía entonces veintidós años. La fama decía de este artista que era piadoso, humilde y casto. Estaba dotado de genio verdaderamente superior, de nobles impulsos de generosidad, y poseía un ascendiente realmente fascinador [cf. carta de Hermann al padre Alfonso María Ratisbonne].
Éxitos mundanos
Desde la mañana, Hermann iba a casa del maestro, que a menudo lo retenía todo el día, lo conducía en sociedad, lo presentaba a las grandes damas del arrabal de San Germán, lo hacía sentar al piano y él mismo daba la primera señal de los aplausos.
Cuando acababa de tocar el instrumento, que bajo sus pequeños dedos producía armonías incomparables, todos y cada uno querían ver de cerca al pequeño genio. Lo rodeaban, lo acariciaban, lo tomaban en brazos, lo besaban; se trataba de un niño de doce años, y todas las grandes señoras se consideraban felices prodigándole las manifestaciones de su admiración.
Esta admiración pronto franqueó los umbrales de los salones, los periódicos lo llenaron de elogios, y los escultores, y los pintores se disputaban el honor de retratarle. Además, era tan hermoso el niño con su larga cabellera que le caía con descuido sobre los hombros, la cara franca y cándida, los ojos vivos y brillantes. Sus éxitos fueron tales que el mundo se disputaba el honor de tenerlo en casa y las invitaciones eran tan numerosas que, para corresponder a todas, era necesario repartir las veladas entre cinco o seis casas, haciendo sólo una corta aparición en cada una de ellas.
Pronto no hubo grandes cenas ni grandes saraos sin su presencia. Hallaba un gusto inmoderado en todas estas fiestas, y olvidaba en medio de los homenajes de que era objeto, en medio de todos los placeres de que gustaba saciar sus oídos y sus ojos, que su madre le esperaba en casa sufriendo preocupaciones mortales, temiendo siempre que ocurriera alguna desgracia a su Hermann, quien volvía a veces a hora muy avanzada de la noche.
El tirano de la familia
Pero las angustias maternas le impresionaban poco, y se había convertido, como él mismo dice, en «el tirano de la familia». Al día siguiente de estas prolongadas veladas, no se debía hacer el menor ruido en la casa, «porque Hermann dormía», a menudo hasta mediodía. Dejémosle hablar a él mismo y revelarnos sus exigencias:
«Si estudiaba el piano, se debía andar de puntillas, porque Hermann estudiaba. Cuando componía música, el cuidado había de ser aún mayor: Hermann componía... Si se trataba de vestirme para ir en sociedad, mi tiranía entonces llegaba al colmo. Mi madre y mi hermanita estaban ocupadas a mi alrededor, y mi hermano menor debía, con frecuencia bajo la lluvia, atravesar la calle para ir a buscarme un coche. Una sola de mis salidas costaba más que la comida de toda la familia para el día entero. Mi madre desde su infancia había vivido en la opulencia, y si bien en esta época aún tenía rentas bastantes para ella, se veía sin embargo obligada a imponerse duros sacrificios para criarnos y educarnos; lo hacía con gusto, pero yo parecía no comprenderlo ni quererlo comprender. Los halagos de que me rodeaba la buena sociedad me persuadieron de que yo era un ser excepcional, y que el talento, el genio que poseía, la situación que ocupaba exigían vida brillante. Los míos también se hallaban un poco en tal ilusión, y nadie se extrañaba cuando mi madre me servía los mejores bocados, y cuando en todo hacía gran diferencia entre mi hermana, mis hermanos y yo».
En la vanguardia progresista
La sociedad, en la cual había sido introducido, debía desarrollarle aún más estos malos instintos, corromperle el corazón naturalmente bueno, y torcerle la inteligencia recta y elevada. Desde principios del invierno de 1834 [teniendo, pues, Hermann catorce años], su maestro, el cual no podía prescindir de su joven discípulo, reunía en su casa las principales lumbreras literarias, artísticas y políticas del día. La reunión constaba sólo de hombres, a excepción de George Sand. Se veía allí a Lamennais*, a un jefe del saint-simonismo y a varios adeptos del furierismo.
*[Félicité de Lamennais (1782-1854), sacerdote, político, escritor francés, propugna un catolicismo liberal y democrático, por el que la Iglesia ha de conciliarse con el mundo moderno. Su doctrina fue condenada por la Iglesia en 1832 y 1834, y él apostató].
Liszt, al reunir a su alrededor una asamblea semejante, no llevaba otra intención sino la de hallarse en medio de personajes célebres, sin distinción alguna de méritos, de castas ni de opiniones. Casi todas las opiniones políticas, los sistemas sociales, las novedades filosóficas del día contaban con representantes en dichas reuniones. Hermann se hallaba, pues, entre los hombres célebres que entonces privaban, en numerosas tertulias, y por esta razón su maestro quiso que ocupase un lugar entre las lumbreras que acudían a su casa, y le invitó a sus veladas.
Puzzi
En ella conoció a George Sand*, a la cual Liszt lo presentó. Esta mujer se hallaba entonces en el apogeo de su gloria literaria, y aunque Hermann no había leído aún ninguna de sus novelas, sin embargo, la había oído nombrar más de una vez con elogio, por lo que hizo todo lo posible para llamar su atención y obtener sus cumplidos. Como no le faltaban ingenio ni gentileza, logró satisfacer los caprichos de la célebre escritora. Ésta, durante toda la velada, no se interesó más que por el pequeño Puzzi, e insistió encarecidamente para que fuese a visitarla.
*[Escritora francesa (1804-1876), modelo romántico de mujer liberada. Casada, con dos hijos, abandonó a su familia y convivió sucesivamente con Mérimée, Musset y con algún otro; once años con Chopin].
Liszt, en la intimidad, solía poner sobrenombres cariñosos y característicos a sus amigos. De la palabra puzzig, que significa lindo, gracioso, había formado Puzzi, para designar a su alumno querido, que pronto fue sólo conocido bajo tal nombre en los salones y en los periódicos.
George Sand
La señora Sand había encontrado encantador el nombre de guerra del niño, y contribuyó no poco a propagarlo. Aquella noche Hermann volvió al lado de su madre orgulloso de su nueva amistad.
«No sabía exactamente, dice, en qué consistía mi celebridad; pero oía hablar de ella con la mayor admiración, como del ingenio contemporáneo más excelso. Lo que más contribuyó a hacerme célebre, fue precisamente mi intimidad con la autora de Lelia. Me tenían celos, se me consideraba mil veces feliz por tener privanza con persona tan extraordinaria, que atraía poderosamente la atención de las gentes. Cuando la gente me veía, se agolpaba a mi alrededor, me preguntaban, me pedían la descripción del interior artístico de su casa compuesto ciertamente de extraños objetos; iban hasta el extremo de hallarme algún parecido con ella; como ella, yo tenía hermosos cabellos que me caían sobre los hombros; como ella, tez pálida... Pronto mi nombre fue ya inseparable del suyo, y al poco tiempo el público inventó mil cuentos fantásticos e inverosímiles sobre lo que sucedía en la guardilla de la señora Sand».
«En honor a la verdad, debo decir que siempre he debido enaltecer su bondad para conmigo. A veces me retenía días enteros junto a ella. Cuando escribía, le preparaba cigarrillos, de los que hacía gran consumo para excitar su cerebro. De vez en cuando me hacía poner al piano: yo tocaba y ella continuaba escribiendo. No había leído aún ninguno de sus libros; pero lo que había oído decir de ellos bastaba para imponerme silenciosa actitud, llena de respeto, mientras ella componía sus novelas, con tanta impaciencia esperadas por el librero y que con tanta avidez leía el público. ¡Quisiera Dios que siempre hubiese permanecido en la ignorancia de tales libros! ¡Hubiera debido limitarme al conocimiento de la autora! Al menos no habría perdido lo que de ideas sanas y morales aún me quedaba».
No seguiremos al joven Hermann en la descripción de los desórdenes morales que la lectura de las novelas de George Sand produjeron en su imaginación. No vivía más que de fantasmas y sueños que le perseguían noche y día, llegando a tal extremo que descuidaba por completo el estudio del piano. Su madre estaba muy lejos de compartir el entusiasmo del jovencito por la nueva amistad. El instinto materno no le había engañado respecto a las consecuencias que podían resultar de ella; pero Hermann ya no era un niño; el orgullo y el ambiente en que había vivido hasta entonces lo habían emancipado antes de sazón, y las súplicas de su madre fueron inútiles.
Entre republicanos
En casa de George Sand se hablaba mucho de política. La república contaba en ella numerosos partidarios; las palabras «libertad» e «independencia» estaban con frecuencia en los labios de todos aquellos hombres, palabras que exaltaban la ardiente cabeza del pequeño Puzzi.
«Si una revolución hubiese estallado entonces, yo habría tomado en seguida un fusil, y hasta me sentía dispuesto a morir por una causa que ni siquiera conocía».
Lamennais
Entonces conoció más íntimamente a Félicité de Lamennais.
«Sucedió esto durante el famoso proceso de abril de 1835. Lamennais estaba entre los defensores y, si no me equivoco, entre los acusados. El entusiasmo de los republicanos por este infortunado sacerdote era grandísimo... A su casa me había conducido Liszt. Lamennais me sentó sobre sus rodillas y me puso la mano sobre la cabeza para bendecirme. Sacó luego un pequeño volumen de su mesa, lo abrió en la primera página y trazó estas palabras: "Recuerdo ofrecido a mi pequeño Puzzi querido, por F. de Lamennais". Eran las Palabras de un creyente»*.
*[El papa Gregorio XVI, en la Singulari nos, de 1834, condenó esta obra y el catolicismo liberal de Lamennais. Éste apostató entonces, y en sus escritos posteriores fue derivando hacia actitudes panteístas, racionalistas y socialistas].
Hermann lee con avidez esas páginas que respiran rebeldía y odio. Devora los sofismas y mentiras que la exaltación mística y la palabra de fuego, que en ellas arden, hacen penetrar de manera tan profunda en las mentes y corazones inocentes e inexpertos.
«No soñaba, dice, más que con batallas, prisiones, libertad, igualdad».
Cartas de un viajero
Lamennais era para él un oráculo, de cuyos labios gustaba quedar suspenso y cuyas lecciones recogía con fruición. «¿Se acuerda usted de Puzzi, sentado a los pies del santo de Bretaña, el cual le contaba cosas tan bellas con bondad y sencillez de apóstol?», escribía más tarde George Sand a Liszt.
Estos tres ingenios parecían encarnizarse en el jovencito para corromperle la inteligencia y transmitirle el orgullo excesivo de que estaban poseídos. Por la misma época, en efecto, Liszt dio un concierto. Lo más distinguido del mundo elegante y aristocrático se había dado cita en la sala. Parecía que Hermann no tenía que representar ningún papel en tal concierto; pero su maestro no quiso separarse de él, quiso que permaneciera a su lado, y George Sand, al dirigir entonces una de sus Cartas de un viajero a la Revista de Ambos Mundos (Revue des Deux-Mondes), hizo un seductor retrato de Puzzi, aunque, según él mismo cuenta, «no hice en este concierto sino volver las páginas a mi maestro».
George Sand escribe un día a Liszt: «A la luz de las bujías, a través de la aureola de admiración que os corona y os envuelve, quiero, mientras vuestros dedos siembran de nuevas maravillas las maravillas de Weber, encontrar vuestra mirada afectuosa que baja hacía mí y parece decirme: "¿me comprendes, hermano? A tu alma es a la que hablo". Sí, mi joven amigo; sí, artista inspirado; comprendo esta lengua divina y no puedo hablarla. ¿Por qué, al menos, no seré pintor para fijar en vuestras facciones las claridades celestes que las encienden e iluminan, cuando Dios baja sobre vos, cuando una llama azulada corre sobre vuestros cabellos, y la más casta de las musas se inclina hacia vos para sonreíros?
«Mas si pintara ese cuadro no quisiera olvidar al encantador personaje de Puzzi, vuestro amado alumno. Rafael y Tebaldo, su joven amigo, no comparecieron jamás con mayor gracia ante Dios y ante los hombres que vosotros dos, queridos hijos míos, cuando os vi una noche, a través de la orquesta de cien voces cuando todo callaba para escuchar vuestra improvisación, y el niño, de pie detrás de vos, pálido, emocionado, inmóvil como una estatua de mármol, y, sin embargo, tembloroso como una flor a punto de deshojarse, parecía aspirar la armonía por todos sus poros y entreabrir los puros labios para beber la miel que le derramabais. Se dice que las artes han perdido su poesía; en verdad, no me apercibo de ello. Los días más hermosos de Italia, ¿han producido nunca más santa y piadosa vida de artista que la vuestra, Franz? Y, para no hablar de otros varios que todos conocemos, y a quienes tenemos obligación de reverenciar, ¿formó el cielo alma más bella, inteligencia más exquisita, figura más interesante que la de nuestro Hermann, o mejor dicho, de nuestro Puzzi? Pues es menester que siga llevando aún por mucho tiempo este lindo nombre de guerra que habéis santificado desde vuestra infancia, y que os ha traído la felicidad» [Cartas de un viajero].
Elogios parecidos eran a propósito para hacer perder la cabeza a un chico de catorce años. Él mismo nos informa que, en sus numerosos viajes, princesas rusas y polacas, personas de distinción y de saber, le preguntaban si no era el Puzzi de que hablaba George Sand.
«Era como un pasaporte que me daba derecho de entrada en todos los salones de Europa».
Éxito musical y melancolía
Al día siguiente del concierto, Liszt dijo a su alumno: «ahora Puzzi ha de tener también su concierto». Se pusieron en seguida al trabajo, y grandes carteles anunciaron pronto a todo París que el joven Hermann de Hamburgo, de doce años de edad -tenía entonces catorce cumplidos, dice en sus Confesiones-, alumno de Liszt, daría un concierto. Las damas de la corte, de la diplomacia y de la nobleza concurrieron todas a dicho concierto, y el éxito del «melancólico Puzzi» no tuvo límites.
Sin embargo, en medio de tales triunfos, de tantos elogios exagerados, de estas fiestas embriagadoras, Hermann no era feliz. Su amor propio parecía satisfecho, se creía dispensado de continuar los estudios; pero una tristeza indefinible, un vacío inmenso le habían invadido el alma y extendían en toda su persona un tinte melancólico que no escapaba en manera alguna a la perspicacia de sus adoradoras; parecía hasta añadir un atractivo más a los encantos de su persona. Las mujeres lo llamaban «el melancólico Puzzi»; pero él buscaba en vano corresponder a los deseos de su alma con nuevos gozos y éxitos más brillantes. Sentía ya sin duda la necesidad insaciable del infinito, que sólo el Dios de la Eucaristía puede satisfacer en este mundo. Pero la hora de la luz no había llegado aún, y todavía había de beber largo tiempo en la copa de todos los placeres humanos y de las ambiciones todas de la tierra, a fin de que comprendiera mejor la vanidad de los mismos.
Liszt en Ginebra
De pronto una triste noticia vino a afligir el corazón del joven: Liszt anuncia a sus alumnos que ha decidido dejar París por algunos años. Hermann quería a su maestro, tenía para su persona y genio una especie de culto, y el anuncio de su partida fue para él como la caída de un rayo. Le parecía perdido su porvenir. Habíase compenetrado con el estilo, había adoptado el método, compartido los gustos del maestro y, en cierto modo, se había identificado con él. ¿Qué iba a ser de él ahora? ¿Quién podría jamás reemplazar a Liszt cerca de él?
Su sentimiento era tanto más vivo cuanto que se echaba en cara no haber aprovechado, como hubiera debido, las lecciones recibidas y haberse dejado distraer del estudio serio por los éxitos de salón. Fue a encontrar a Liszt, arrasado en lágrimas, y se echó a sus pies, suplicándole que se lo llevara consigo.
«A dondequiera que vaya usted, le dijo, le seguiré. Aunque haya de ir al cabo del mundo, aunque deba viajar a pie mendigando el pan, estoy dispuesto a acompañarle a todas partes».
Pero Liszt parecía permanecer insensible a las súplicas y a las lágrimas. La profunda adhesión de su alumno sin duda le enternecía, pero no era libre para dar el consentimiento, y dejó para más tarde dar una respuesta que no podía decidir por sí solo. Cada día Hermann renovaba sus instancias, y no sabríamos expresar con qué gozo oyó por fin caer de los labios de Liszt: «bueno, consiento en ello, vendrás a juntarte conmigo en Ginebra dentro de tres meses».
Ido su maestro, París parecía no tener ya ningún encanto para él, y no frecuentaba ya la sociedad sino con indiferencia y casi con desdén.
«Sólo estaba a mi gusto, dice, en casa de la señora Sand, cuya presencia me recordaba a mi maestro. En aquel entonces, Sand fundó el periódico El Mundo, en compañía de Lamennais, al cual Liszt al partir me había recomendado que fuera a ver. A mi modo de ver, las producciones de ambos ingenios parecían destinadas a ser el origen de una nueva era para la humanidad doliente, y a traer un siglo de oro sin fin, una felicidad sin nubes, la felicidad en fin que yo estaba buscando incesantemente con tanto ahínco».
Sand le dio esperanza de que se encontrarían en Ginebra, y cuando sonó la hora de partir, dejó París sin añoranza alguna.
Profesor en Ginebra con Liszt
La señora de Cohen no vaciló en seguirle a Ginebra, temiendo con razón los peligros que su hijo no dejaría de encontrar en su camino, llevado de su exaltada imaginación y ardiente corazón. Quería estar junto a él a fin de apartarle de tales peligros, o a lo menos para ayudarle a que triunfara de ellos. Dejó al menor de sus hijos en un colegio, vendió lo que tenía en París, y partió con Hermann y su hija, de once años de edad tan sólo.
Liszt esperaba a su querido Puzzi, y éste se puso seriamente al estudio; pero se presentó casi en seguida una circunstancia inesperada que vino a dificultar el curso del mismo. La ciudad de Ginebra quería fundar un Conservatorio de música, y propuso a Liszt que se sirviera encargarse de las lecciones de piano. El gran maestro halló indigno de su fama encargarse indistintamente de todos los cursos. Consintió en tomar para sí a los alumnos más hábiles, y propuso para los demás y para los principiantes a uno de sus alumnos ginebrinos, el señor Schad, y al pequeño Puzzi.
No se aceptó a éste último sin dificultad a causa de su poca edad; pero acabaron por rendirse ante los deseos de Liszt y el talento verdaderamente extraordinario de este niño de trece años. Hermann, como ya hemos dicho, solía atribuirse dos años menos, lo que no perjudicaba en nada, antes al contrario, la reputación de pequeño prodigio de que gozaba. Hermann fue, pues, aceptado, y a consecuencia de la partida de su compañero, pronto se quedó como único profesor del Conservatorio. Fue invitado a tocar en un concierto dado por la Sociedad Filarmónica de la ciudad, y pronto tuvo un número considerable de alumnos, además de los del Conservatorio. Ganó mucho dinero, y como pudo disponer casi libremente del mismo, comenzó ya esa vida de despilfarro loco y de lujo en la que más tarde buscará emociones y la felicidad.
Rousseau y Voltaire
La estancia de Hermann en Ginebra culmina la obra de su propia desmoralización intelectual y moral, ya bastante avanzada en París. El recuerdo de Jean-Jacques Rousseau* está vivo en dicha ciudad, baluarte principal del calvinismo. Y el de Voltaire**, que habitó sólo a algunas leguas de la ciudad, no es menos considerable. Deslumbrado por la celebridad de ambas figuras, grandes modelos de impiedad y de corrupción, Hermann quiere conocerlos más a fondo: a menudo va a admirar la estatua del primero, situada en una graciosa y encantadora isleta del lago.
*[Filósofo nacido en Ginebra (1712-1778), propugna una vuelta a la naturaleza, y tiene enorme influjo en ambientes ilustrados, especialmente por sus teorías políticas y pedagógicas].
**[Escritor, historiador y filósofo francés (1694-1778), patriarca de la Ilustración francesa, racionalista violentamente anticristiano, de gran influjo en su época. Desde 1758 vivió en el castillo francés de Ferney].
Se complacía en la lectura de sus Confesiones, y lo que aún le quedaba de noble y elevado en el alma, desapareció pronto, poco a poco. Constantemente oía elogiar a Voltaire, veía instaladas, sobre las mesas de los salones de las casas que frecuentaba, sus obras magníficamente encuadernadas. Quiso ir en peregrinación a Ferney, y pronto no conoció nada más grande que los dos temibles filósofos del siglo XVIII.
«Es imposible, exclamaba más tarde, decir cuánto se depravaron entonces mis opiniones».
Lo que leía en los libros infames de estos autores, lo veía poner en práctica ante sus ojos.
«Las circunstancias me llevaron, a la sazón, añade, a frecuentar la intimidad de una familia ilegítima. Una dama de la alta sociedad vivía casi abiertamente con un artista, y vi en la realidad lo que todavía no había visto más que en las novelas».
Claro está que oía censurar por la sociedad más sana esta conducta; pero como nadie se apartaba de su trato, y como perseverasen en la vida culpable, a pesar de las críticas de que eran objeto, concluía que las pasiones son invencibles, y que es inútil intentar resistir a su impetuosidad. Entonces los compadecía y casi los admiraba.
Hallaba «sublime, dice, el ánimo de esta mujer que todo lo había dejado, casa, madre, hijo», para seguir su loca pasión. Tal estado le parecía lleno de «poesía», y anhelaba ya que llegase el día en que podría aspirar a pasión capaz de arrollar tantos obstáculos y aceptar tantos sacrificios.
Agnosticismo ilustrado
En dicho salón, como en tantos otros reputados por honestos y cristianos, veía figurar sobre la mesa o en la biblioteca la Imitación [de Cristo], ricamente encuadernada, al lado de las obras de Rabelais; Bossuet al lado de Lamennais; la santa Biblia al lado de Molière, y así aprendía a colocar al mismo nivel todas las religiones y todas las creencias. En compañía de los pintores, poetas y músicos, que diariamente asistían a la tertulia, oía insultar las convicciones, envilecer la virtud, mofarse de la honradez, profesar las más descabelladas doctrinas y las ideas más falsas.
Atraído por el cristianismo
A estos ejemplos y tentaciones estaba expuesto este niño de quince años, cuyo orgullo se veía halagado por todas las seducciones. En tal ambiente, con todas esas ideas, ocurría por entonces en el alma de Hermann algo inexplicable. A veces experimentaba aspiraciones hacia el cristianismo.
Su maestro, Lamennais, le invitaba a que ilustrase su inteligencia con la lectura de algunas obras filosóficas, y un día le regaló una Biblia en la que él había escrito estas palabras del Salvador, que parecían la noble confesión y la patética añoranza de un corazón lleno de virtuosos deseos, pero demasiado débil para seguirlos: «Bienaventurados los que tienen el corazón puro, porque ellos verán a Dios». Hermann se conmovió mucho al recibir el regalo, y confesó inocentemente que tenía el deseo de convertirse al cristianismo, añadiendo, sin embargo, que ignoraba si debía abrazar la religión católica o la protestante, no sabiendo cuál de las dos era preferible.
Esta veleidad pasó pronto, y además sabemos que el maestro nada hizo para animarlo en el propósito. No tenía el corazón cerrado a todo noble sentimiento. Amaba sobre todo a Liszt, y nos cuenta con qué ardor tomó su partido, cuando el famoso Thalberg amenazaba eclipsarlo en París con la ostentación de su talento y con su genio al tocar. Pero la pasión intervino aquí también para desfigurar la nobleza del agradecimiento. Y para exaltar y vengar a su maestro, llegó a la denigración y hasta la calumnia. Prohibía a sus alumnos que estudiaran las composiciones de Thalberg y consideraba, por su parte, como un honor ignorarlas y no querer tocarlas.
Primera tentación del juego
La sociedad de Ginebra era brillante. Polonia y la Francia legitimista contaban en ella los más nobles e ilustres representantes. Había afición a la música, y se dio un concierto en el cual Hermann acompañó a un príncipe ilustre, que aceptó cantar con su hermosa voz en beneficio de los pobres.
Después del concierto el príncipe obsequió a todos los artistas, que en él habían tomado parte, con una espléndida cena, la cual se prolongó hasta muy avanzada la noche, y varios invitados, de madrugada, organizaron un juego de azar.
«Creo que fue la primera vez que veía esta clase de juegos, cuenta Hermann. Seguí con avidez todas las fases de la fortuna de los jugadores: fuertes sumas en plata y oro fueron perdidas y ganadas. Pedí permiso de que se me dejara arriesgar a mi vez algún dinerillo. Fue el principio de una pasión que ha hundido los años más hermosos de mi juventud en un abismo de torturas y de faltas, sin dejarme un momento de reposo».
Excursión a Chamonix
Hubo, sin embargo, un pequeño intervalo en la vida de fiebre y de trabajo. Sand había prometido ir a Ginebra, y juntos debían recorrer parte de Suiza y visitar el valle de Chamonix. Como tardase en llegar, la pequeña colonia ginebrina tomó la delantera. El viaje había de contribuir a aumentar la celebridad del pequeño Puzzi.
Todo fue singular y extravagante en la excursión: trajes, conversaciones, bromas, motes y nombres supuestos. Se puso en obra todo lo que la imaginación fantástica de aquellos artistas pudo inventar de más extravagante y más raro para llamar la atención del público. Hermann llevaba una preciosa túnica de la edad media, color café, ribeteada de terciopelo, y un pantalón de casimir blanco. La cabeza, con la cabellera muy lozana y rizada, tocada con un elegante gorro. Parecía un pajecito.
George Sand, que encontró a los viajeros en Chamonix, escribe en la Revista de Ambos Mundos: «Lo primero con que tropiezo es con lo que el fondista llama la jovencita: Puzzi, a horcajadas sobre el saco de noche, y tan cambiado, tan crecido, la cabeza cargada de tan largos cabellos oscuros, el talle cogido en una blusa de tal modo femenina, que, a fe mía, estoy por completo desorientada, y sin reconocer al pequeño Hermann, le quito el sombrero diciéndole: Hermoso pajecillo, indícame dónde está Lara».
«Del fondo de una capota inglesa sale, a estas palabras, la cabeza rubia de Arabella; mientras me abalanzo hacia ella, Franz me salta al cuello, Puzzi lanza un grito de sorpresa; se forma una confusión inefable de besos y abrazos» [Cartas de un viajero]. Y de este modo el nombre de Puzzi, debido a la pluma de la autora de moda, dio de nuevo la vuelta al mundo.
El órgano de Friburgo
En Friburgo, Liszt tocó el órgano célebre de Mooser. Interpretó un fragmento de su Dies iræ. El instrumento retumbaba como la voz del Dios fuerte, dice Sand, y la inspiración de nuestro gran músico hacía revolotear el infierno y el purgatorio enteros de Dante bajo las estrechas bóvedas de molduras pintadas de rosa y gris perla. Escuchemos a Puzzi dar cuenta de sus impresiones:
«Liszt toca el gran órgano, colosal arpa de David, cuyos sones majestuosos dan una vaga idea de vuestra grandeza, ¡oh Dios mío! ¿No estuve entonces penetrado de una impresión de santidad? ¿No hicisteis vibrar en mi alma un presentimiento religioso? ¿Cuál era, pues, la emoción profunda que experimentaba cada vez que, en mi infancia, tocaba u oía tocar el órgano, emoción tan viva que estuvo a punto de comprometerme la salud y que me fue severamente prohibida?... ¡Oh Jesús bien amado! ¡Estabais a la puerta de mi corazón, y yo no abría!».
Regreso a París
Entre tanto, Liszt, deseoso de reconquistar el terreno que había perdido a causa de su ausencia y de los éxitos de Thalberg, dejó Suiza y regresó a París. Hermann quiso seguirle. Había logrado en Ginebra una posición muy lucrativa, el número de sus lecciones no había cesado de aumentar. Su madre, temiendo para él la vida de París y necesitando ella misma una vida reposada y tranquila, le rogaba que se quedase. Liszt mismo unía sus consejos a los de la pobre madre; pero nada, ni las lágrimas de su madre, ni la perspectiva de un brillante y asegurado porvenir, ni siquiera los esfuerzos de su maestro, pudieron vencer la resolución que había tomado. Quería partir, y fue preciso que, después de quince meses de residencia en Ginebra, su madre tomara de nuevo el camino de la gran ciudad, al precio de más de un sacrificio.
Liszt sólo tuvo que aparecer para triunfar. Su talento se había formado aún más por el estudio y, por otra parte, su presencia había bastado para despertar la admiración de que siempre había sido objeto.
Camino de perdición
Los presentimientos, los temores de la señora de Cohen no eran vanos. Hasta entonces, al parecer, al menos, la virtud de su hijo había resistido a más de una seducción. Pero en París se fue completamente a pique. Se separó de su madre, alquiló piso aparte; y, como dice, quedó libre de hacer todo el mal que quisiera.
«Las lecciones de música, añade, me proporcionaban dinero, y el dinero me facilitaba placeres. Mi vida fue entonces el abandono completo a todos los caprichos y a todas las fantasías. ¿Era más feliz? No, Dios mío. La sed de felicidad que me abrasaba no se saciaba con esto».
Nos describe luego la vida de los artistas con los que solía vivir y entregarse a toda clase de desórdenes. Pronto llegó a perder hasta los modales distinguidos y corteses que había contraído en su trato con la nobleza. Se entregó al juego con una pasión que no conoció tregua ni fin, jugando a todo evento, sin medida ni prudencia, buscando sólo las emociones que las grandes variaciones imprevistas del azar ocasionan. Tenía un piano en casa, pero permanecía mudo. Después de la noche pasada en el juego o en toda clase de desórdenes, pasaba parte del día en un sueño pesado y poco reparador.
Tal género de vida no podía durar. Pronto se cansó de los amigos vulgares y groseros, y no tardó en experimentar profundo digusto por esta vida vergonzosa. Entonces se halló solo en su cuarto, y la soledad le pesó.
«Empecé, dice, a sufrir de la enfermedad que roe la turba de los ociosos: penetra hasta en los mismos sitios en que se van a buscar las distracciones, se enseñorea de casi todos los corazones».
Las tertulias, bailes, teatros no le ofrecían ya aliciente alguno. Iba a ellos, sin embargo, esperando ahogar el aburrimiento; pero continuaba sintiéndose solo, seguía aburriéndose. Y al recordar el vacío y aislamiento en que se hallaba su corazón, exclamará más tarde en la feliz soledad del Carmen:
«Ahora también estoy solo, pero ¡qué diferencia! Mi soledad está habitada por ti, ¡oh Jesús mío! Estás conmigo todos los días de mi vida, y tú me rodeas, me llenas el alma. Antes, un vacío espantoso me entristecía cuando estaba solo, y buscaba la distracción en malos libros o en el trato de mis semejantes... Ahora, todo lo contrario. Quisiera siempre estar solo contigo, ¡oh Dios mío! ¡Qué grata es esta soledad a dos! En el Carmen, Dios solo y yo [inscripción de las paredes de los Carmelos]. ¡Qué verdad es! Dios solo y yo, y los días pasan volando deliciosamente!»
Vuelve con su madre
Hermann se acordó entonces del hogar materno. Recordó las lágrimas y lamentos de su madre para volverlo al mismo, el día siguiente de su huida. Se reprochó la insensibilidad que demostró entonces, y un poco por egoísmo, otro poco por amor filial, resolvió reintegrarse a casa de su madre y vivir en familia. En ella fue recibido con tanto amor como lo fuera el hijo pródigo.
La princesa de Belgiojoso
Una nueva amistad vino pronto a cambiar el curso de sus ideas y a modificar sus costumbres. Fue presentado a la sazón en casa de la princesa de Belgiojoso, riquisíma y muy a la moda. Acogido con complacencia, se convirtió en el huésped solícito de la gran dama, feliz en dispensar su alta protección al joven y brillante artista. Lo recibía a cualquier hora del día, y le dejaba el cuidado de preparar los festejos; en una palabra, Hermann se había convertido en el hombre indispensable de las reuniones y conciertos en casa de la princesa. Entró así en relación con todas las celebridades políticas que frecuentaban los salones de su protectora. Los diplomáticos y grandes señores tenían por Hermann toda clase de atenciones.
Tal sociedad era muy diferente de la que había visto en casa de George Sand y en la de Liszt, y las ideas republicanas que había adquirido se hallaban cohibidas en ese ambiente por completo aristocrático y autoritario. Hermann no se halló embarazado por ello, y de buen grado realizó una metamorfosis tan completa como rápida. Hasta hizo gastos considerables para vestir con lujo; pero el sastre, a quien no pagaba, sin duda por un resto de sus ideas democráticas del pasado, se mostró exigente, y hasta amenazador. Como había descuidado las lecciones, se hallaba sin dinero.
¿Qué hacer? Pensó en dar un concierto. El orgullo y la pereza le habían impedido estudiar, incluso había descuidado las relaciones de todos aquellos que le hubieran podido servir ahora. ¡Encontraba tan fácil y cómodo presumir en los salones de la princesa! El concierto no tuvo éxito. Excepto la princesa y sus amigos, no había casi nadie. Sintió profundamente este fracaso en su amor propio. El pariente de la princesa, que lo había introducido en casa de la misma, quiso disminuir su amargura, y se informó del objeto con que había dado tal concierto; no atreviéndose a confesar la verdad, Hermann pretextó que había destinado el producto del mismo a sufragar los gastos de un viaje a Hamburgo. N*** le dijo entonces que partiera, que le prestaría la suma necesaria hasta que mejores tiempos le permitiesen reembolsarla.
Enamorado idealista
He aquí, pues, a Hermann, verdadero judío errante, de camino para regresar a Hamburgo. Allí permanece sólo el tiempo necesario para enamorarse de una pianista de París, cuya celebridad le había seducido. Tiene tal entusiasmo por ella que se le ofrece a vengar los ultrajes que la misma había recibido en París, y se propone nada menos que exterminar a todos los enemigos de esta mujer. La edad de la artista parecía, sin embargo, ponerla al abrigo de toda aventura, y era a lo menos bastante para enfriar la ardiente imaginación de aquel joven perdonavidas.
Pero Hermann no respiraba desde hacía tiempo sino un aire novelesco e ideal; su cabeza y su corazón no aspiraban más que a hechos deslumbrantes, sólo soñaban con historias extraordinarias y caballerescas, y estaba lejos de darse cuenta del ridículo de que se cubría. Su edad, su inexperiencia de la vida, la celebridad precoz y tan singular de que disfrutaba, bastaban para disculparlo a los ojos del público.
En París con Mario
Volvió a París, donde trabó amistad con el célebre Mario. Este joven italiano, desterrado de su país por circunstancias trágicas, a pesar de la nobleza de origen, se vio obligado para vivir a aceptar las ofertas del director de la Opera. Su voz era de amplitud extraordinaria, de sonoridad llena de expresión simpática. Desgraciadamente no sabía aún dirigirla, no había hecho ningún estudio musical, y cantaba sin arte.
Hermann se encargó de acompañarle al piano, y pronto se hicieron tan buenos amigos que fueron inseparables. Mario estaba entonces de moda: no se hablaba más que de él en la sociedad de París, era la lumbrera del día, el tema de todas las conversaciones, el héroe de todas las tertulias. Como Hermann era amigo suyo, compartió esta popularidad, como antes Liszt lo había asociado a la suya. Es verdaderamente curioso, observa él mismo, que casi siempre se hubiese hallado en la intimidad de los artistas en el preciso momento en que éstos llamaban toda la atención del público.
Así se hallaba él mismo puesto de relieve, veía crecer su propia reputación, y el nombre de Hermann era para siempre inseparable del de Mario, convertido casi en alumno suyo, como el de Puzzi estaba unido a los de Liszt y George Sand. Dios, que lo preparaba a otra celebridad y le destinaba otro teatro, lo había sin duda decidido así para que luego su apostolado fuese más fecundo y su misión más fácil.
Hermann estaba, además, separado de sus antiguos amigos. Sand estaba en provincias, y Liszt, después de haber vivido durante algún tiempo con esta mujer tan extraordinaria, había partido para Italia. Por eso Hermann, sin perder nada del afecto que había profesado a su antiguo maestro, se entregó a Mario y a su fama con el mismo celo que había desplegado para la gloria de Liszt.
Hemos llegado al año 1837, y aquí acaban las Confesiones que el padre Agustín María del Santísimo Sacramento [Hermann] escribió en la pequeña celda del Carmen. Empezadas con la intención de publicar las misericordias del Señor, tenía sin duda la esperanza de terminarlas. Pero, convertido en religioso y predicador, Hermann ya no se pertenecía: nuevos deberes absorbieron su vida, y no pudo dejarnos el testimonio completo de su humildad y de su amor, purificado por las lágrimas del arrepentimiento. Por eso ahora, durante los diez años que nos separan del grande acontecimiento que cambiará el curso de su existencia, nos será difícil seguirle en los más íntimos detalles, según lo hemos hecho hasta aquí.
Diversos viajes
Dos pasiones le dominaron durante estos últimos años: el juego y los viajes. Acabamos de verlo con Mario en París. Al principio del invierno sigue a su nuevo amigo a Londres, donde ambos obtienen los mismos triunfos que en París. Hermann da lecciones de piano, y no puede dar abasto a las demandas que la aristocracia le dirige. Termina la temporada con un brillante concierto y, rico ahora, parte para un viaje por Italia, en donde encontrará a su querido maestro.
Su estancia en la tierra clásica de las artes y de la poesía ejerció saludable influencia en su alma de artista. Las mejores impresiones de su infancia salieron del letargo en que se hallaban sumidas y volvió a componer suaves y melancólicas armonías.
Hermann vivía a lo grande, y sus economías se agotaron demasiado aprisa a su modo de ver. Con dolor se arrancó del hermoso cielo, de la vida embriagadora y de grandezas, para tomar de nuevo el camino de Londres. Le sostenía una esperanza, la de rellenar el bolsillo y volver pronto a beber nuevas y dulces inspiraciones en la fuente de lo bello. En efecto, la primavera próxima lo veía llegar a Milán, lleno de generosos deseos y de ardientes resoluciones.
Sus óperas
Se puso a la obra, y compuso dos óperas, una de las cuales fue representada más tarde en Verona. Estos intentos no le reportaron ningún provecho; gastó mucho para ponerlas en escena, y, hay que confesarlo, el éxito estuvo lejos de responder a la tentativa.
Sin embargo, estas obras musicales no carecen de valor. La juventud del autor puede explicar el poco éxito que tuvieron. Quizás podría también encontrarse la razón en el atractivo religioso y melancólico que constituía como el fondo de todas sus composiciones. Algunas melodías de dichas óperas estaban tan impregnadas de este sentimiento, que más tarde no vaciló en tomarlas para algunos de sus cánticos y de sus himnos religiosos.
La señora de Cohen no abandonaba a su hijo, seguía con ternura y solicitud sin igual todos sus trabajos, y le ayudaba enviándole sus economías. En 1842, se decidió a ir a reunirse con él en Venecia, con la esperanza de que la vida sería más fácil compartida en familia. Hermann recibió a su madre y a su hermana con verdadero gozo; no las había visto desde hacía largo tiempo, y desde entonces su corazón había experimentado una honda pena.
Por otra parte, en 1841 una «trama de las más infernalmente urdidas» había logrado separarlo de Liszt, y originar una violenta enemistad entre aquellos dos hombres que hasta entonces habían permanecido tan fielmente unidos entre sí.
Esta violenta ruptura y el punzante dolor que le había ocasionado lo empujaron, dice, hacía la sima del más espantoso escepticismo [Carta al padre Alfonso María Ratisbonne]. Pero su corazón, naturalmente amante y apasionado, no era idóneo en absoluto para persistir en él por mucho tiempo. Y la presencia de su madre y de su hermana contribuyó poderosamente, no lo dudamos, a cicatrizar la herida que durante mucho tiempo estuvo sangrando.
Hermann era ya conocido y acogido en Venecia por numerosas e ilustres familias que en ella se encontraban entonces. La temporada fue brillantisima. Nuestro joven artista compuso numerosas piezas para piano, llevó vida más tranquila, y su madre, completamente dichosa, se alegraba de haber encontrado de nuevo a su querido hijo. Por aquel entonces, trabó Hermann íntima amistad con Adalberto de Beaumont, hombre de gran mundo, artista y dibujante, en compañía del cual lo encontraremos en París.
Viajes incesantes
La temporada pasó rápida y feliz para la madre y el hijo. Pero, en el mes de marzo, Hermann manifestó el deseo de volver a París. La primavera no estaba aún avanzada, y el viaje no se presentaba sin peligros ni fatiga. Sin embargo, cuando Hermann quería algo, su madre no sabía negarse a ello. Así pues, partieron. El 15 de marzo los viajeros atravesaron el San Gotardo y llegaron felizmente sanos y salvos a París, después de haberse librado de los peligros de los primeros aludes desprendidos de las montañas por los rayos del sol.
Pero Hermann, apenas ha tocado el suelo de la gran urbe, en seguida parte para Londres, en donde empieza de nuevo las lecciones, da conciertos, y a fines de junio está de nuevo en Venecia.
En ella lo dejaremos, y no vamos a seguirle ya en estos viajes incesantes, cuya frecuencia difícilmente se podría imaginar si él mismo no hubiese mencionado en sus notas los países y ciudades que recorrió hasta el mes de octubre de 1846, en el que lo hallaremos de nuevo en París, en la misma casa de su amigo, Adalberto de Beaumont, en la cual se instaló a la vuelta de un largo viaje por Alemania.