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52,13 - 53,12: «Mi siervo tendrá éxito»
He aquí el 4º canto del Siervo de Yahveh, el más largo y el más conocido. Se trata de un texto misterioso que -quizá como nigún otro- penetra de lleno en el Nuevo Testamento.
En los primeros versículos (52,13-15) es Dios mismo quien toma la palabra anunciando desde el principio que el Siervo tendrá éxito. Aquel en quien Yahveh se complace y a quien Dios mismo sostiene (42,1-2), será «enaltecido» y «ensalzado sobremanera», se supone que en virtud de este mismo apoyo del Señor. Se trata de un anuncio firme. Todo va enderezado a la gloria y exaltación del Siervo.
Y esta glorificación será tal que producirá asombro y admiración entre la multitud de pueblos y naciones. Al menos tanto asombro como antes había producido al contemplar su humillación («tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre ni su apariencia era humana»). Realmente tendrán que reconocer que se trata de algo nunca visto, algo verdaderamente inaudito.
En los versículos siguientes (53,1-10) habla la comunidad, o un grupo dentro de ella. Consciente de lo misterioso del mensaje que transmite, de esta revelación nueva, subraya cómo de hecho no se le ha dado crédito (¿quién creyó nuestro anuncio?), a pesar de lo cual no deja de proclamarlo para quien pueda y quiera entender.
En los vv. 2-3 se presenta al Siervo como retoño insignificante y miserable que parece abocado al fracaso en medio de una tierra árida. Su presencia no tiene nada de atrayente. Al contrario, es «despreciado y evitado de la gente», ante él se tapan la cara como para protegerse de él. Es «varón de dolores y sabedor de dolencias», hasta el punto de que la misma comunidad que ha tomado la palabra para exponer su misterio tiene que confesar: «lo tuvimos por nada».
Los vv. 4-5 manifiestan una revelación sorprendente. Estos sufrimientos del Siervo no sólo no son castigo por sus pecados, sino que -siendo él absolutamente inocente: v.9- se trata de un sufrimiento que redime. Cargando con unos dolores y sufrimientos que eran «nuestros» nos ha obtenido la Salvación. «Sobre él descargó el castigo que nos sana y con sus cicatrices hemos sido curado». El Siervo es el cordero (v.7) sobre quien ha recaido el castigo merecido por las ovejas descarriadas (v. 6). Y lo más sorprendente es que ello ocurre como voluntad de Yahveh: es el mismo Señor quien «cargó sobre él todos nuestros crímenes» (v. 6).
Del Siervo se destaca el silencio (v. 7), y un silencio tanto más elocuente cuanto que sufre injustamente: «maltratado, aguantaba, no habría la boca» (v. 7). El v. 8 resalta con fuerza la injusticia sufrida por el Siervo, tanto en el juicio como en la condena: «sin arresto, sin proceso, lo quitaron de en medio»; «lo arrancaron de la tierra de los vivos». Y todo ello lo soportó en silencio, sin quejarse, sin protestar, sin defenderse. Sin duda porque el Siervo sabía bien que en todo ello estaba la mano del Señor (v. 6), que era quien le sostenía (49,4; 50,7).
La sepultura (v. 9) parece sellar definitivamente su vida. Más aún, parece sellar definitivamente su humillación: «le dieron sepultura con los malvados». Y sin embargo. Aquel que fue sepultado entre los malhechores es el mismo que «no había cometido crímenes ni hubo engaño en su boca». Quizá la muerte del Siervo ha hecho recapacitar a aquellos que antes le tuvieron por nada (v. 3).
De hecho, el v. 10 da la clave de todo lo anterior. Toda esa cadena de sufrimientos y humillaciones era en realidad el designio de Dios. Por eso tiene valor y eficacia. Como siempre, el Dios oculto guiaba los hilos de la historia y de la vida de su siervo. Y el Siervo, con su sufrimiento silencioso, ha hecho triunfar el plan del Señor; sin hacer nada, sin decir nada, tan sólo con la fuerza de un sufrimiento aceptado y vivido como expiación. El Siervo mismo es liberado de la muerte («verá su descendencia, prolongará sus años») y es glorificado («por su medio triunfará el plan del Señor»; v. 11: «por los trabajos soportados verá la luz, se saciará de saber»). A la luz de esto se manifiesta toda la fecundidad del brote de tierra árida (v. 2), de la vida que irrumpe desbordando una muerte injusta. Es la paradoja del triunfo a través del fracaso.
Finalmente, en los vv. 11-12 Dios mismo vuelve a tomar la palabra para ratificar lo anterior, reafirmando la inocencia del siervo y la fuerza redentora de sus sufrimientos. Gracias a esta muerte expiatoria contemplamos al Siervo con una multitud de hombres como botín de victoria. «Su vida, pasión y muerte ha sido "intercesión", que el Señor ha aceptado; su silencio ha sido oración escuchada» (A. Schökel).
-Con el eunuco de Candaces, podemos preguntarnos: ¿De quién dice esto el profeta? (He. 8,34). La Iglesia primitiva lo tenía muy claro: «Felipe, partiendo de este texto de la Escritura -Is. 53, 7-8-, se puso a anunciarle la Buena de Jesús» (He. 8,35). Se comprenden las dificultades de los exegetas para encontrar una identificación en algún contemporáneo de Isaías II. La revelación de este pasaje desborda todos los personajes y todos los textos del A. T. No es que nosotros lo apliquemos a Jesús. Es que está hecho a su medida. En Él se ha hecho realidad, se ha cumplido la letra. No es casual que sea uno de los textos del A. T. más citados en el Nuevo (cfr. Mc. 9,12 ; Lc. 24,27.46; He. 10,43; 1Pe. 1,11; etc.)
Pero el texto se puede -y se debe- aplicar también a nosotros. Tras las huellas de Jesús, también nosotros estamos llamados a aceptar los sufrimientos de todo tipo, a asumir las humillaciones recibidas, a ofrecer nuestra vida como expiación. Así cargaremos con los pecados de muchos y nuestra existencia alcanzará una fecundidad insospechada. Así seremos el grano de trigo que cae en tierra y muere y da mucho fruto (Jn. 12,24). Así podremos justificar a muchos. Así por nuestro medio se cumplirá el plan del Señor de Salvación universal. Así nosotros mismos alcanzaremos una gloria inaudita.
Pero, como a los contemporáneos del profeta, también a nosotros nos cuesta creer este anuncio. Por eso hemos de pedir luz al Espíritu para no rechazar este camino que es el elegido por Dios mismo para su Hijo y para nosotros. Intentar salvar sin la cruz de Cristo es pura quimera. El grano que se resiste a morir queda infecundo.