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1-3: «¿Tan corta es mi mano?»
El Señor reconoce que había repudiado a su esposa y había vendido a sus hijos. Pero inmediatamente matiza: ha sido una acción totalmente justa, como castigo por las culpas del pueblo; el Señor no es culpable.
Si ahora se dispone al perdón no es porque antes hubiera actuado mal, sino por un gesto absolutamente gratuito y benévolo. Por pura misericordia el Señor va a rescatar al pueblo que antes había sido justamente rechazado y desterrado.
Y una vez más invita a contemplar su poderío, su fuerza irresistible: «¿acaso se ha vuelto mi mano demasiado corta para rescatar, o quizá no habrá en mí vigor para salvar?». La mano del Señor alcanza a cualquier rincón donde estén sus hijos para redimirlos. Y por grandes que sean las dificultades, su poder es infinitamente mayor. Como prueba, ahí está su dominio soberano sobre la naturaleza.
-El profeta de la esperanza vuelve a conducirnos al tema del pecado. La esperanza no está condicionada por el pecado de los hombres... con tal que haya arrepentimiento sincero y conversión. El pecado no reconocido, la obstinación en el pecado, cierran el camino a la acción salvadora de Dios. Conversión y esperanza van estrechamente unidas: sólo donde hay auténtica conversión se abre camino la esperanza.
Delante del Señor, el hombre sólo puede apelar a su bondad gratuita y a su misericordia. No puede reclamar ningún derecho, pues los ha perdido todos por el pecado. Sólo le cabe confesar su culpa, reconociendo que el castigo es justo y merecido, y abrirse en la confianza a recibir la salvación inmerecida.
4-11: «Yo no me resistí»
En este tercer canto el siervo aparece como portador de «una palabra de aliento» para el abatido. Notar que esta misión de consolador no se contradice con la de ser «espada afilada» que aparecía en el 2º cántico. Dios «hiere y venda la herida» (Tob. 13,2), lo mismo que el médico hace daño para curar. El profeta es portador de consuelo de Dios para aquel que antes se ha dejado juzgar por la palabra cortante del mismo Dios.
El Siervo aparece además como el que está a la escucha del Señor, atento para secundar su iniciativa: «cada mañana me espabila el oído para que escuche». No actúa por cuenta propia. Se limita a prestar atención para transmitir todo y sólo lo que recibe del Señor como «discípulo».
Pero la actitud que destaca es la docilidad y entrega del siervo al Señor y a su voluntad: «yo no me resistí ni me eché atrás». No opone resistencia alguna. Y ello es tanto más admirable cuanto que lo que el Señor le hace entender («el Señor me abrió el oído») es que lo que le esperan son sufrimientos y humillaciones. A todo ello se ofrece y se muestra disponible con una entereza impresionante.
¿La explicación? Su confianza plena en el Señor. Sabe que el Señor le ayuda y que es su defensor que está junto a él; por eso está seguro que no fracasará y que no quedará defraudado; por eso puede encarar a sus enemigos con firmeza y en tono desafiante.
Finalmente, apoyado en la propia experiencia, el siervo invita a los demás a confiar en el Señor a pesar de las dificultades (v. 10), a la vez que pone en guardia contra la vana confianza en sí mismo (v. 11).
-Uno de los rasgos que caracteriza la existencia humana del Hijo de Dios es su adhesión inquebrantable a la voluntad del Padre. A su entrada en este mundo exclama: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad» (Heb. 10,7). Toda su vida, oculta y pública, ha vivido clavado a esta voluntad: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la voluntad del Padre que me ha enviado» (Jn. 6,38). Y confiando un su Padre; seguro de su amor; se ha adentrado en la Pasión en cumplimiento de su voluntad: «Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Lc. 22,42).
«Dios nos consuela en todas nuestras luchas para poder nosotros consolar a los demás mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios» (2Cor 1,4). La confianza en Dios nos hará experimentar su consuelo en medio de los sufrimientos y dificultades. Es ese consuelo que viene del «Consolador» (Jn. 14,16). Ese que sólo Dios puede dar y que hace suave y ligero lo que es pesado y agobiante. De ese modo nos hacemos aptos para consolar por experiencia, no con nuestro consuelo humano, sino transmitiendo el que viene de Dios. Así sucedió con Cristo y sucede con todo el que es Siervo de Yahveh...