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«Cayó, cayó la Gran Babilonia»
Este grito de victoria de Ap. 18,2 es el que resuena a lo largo de todo este capítulo 47. Derrumbados los falsos dioses (46,1-2), se derrumba también el imperio que sobre ellos se sustentaba. Y el profeta saluda jubiloso y celebra con gozoel fracaso de la potencia que ha oprimido cruelmente a su pueblo.
Más aún, da la impresión de que la caida de Babilonia es provocada por la palabra del profeta. En los primeros versículos sobre todo, hay una serie de imperativos («siéntate en el polvo», «despójate», «descubre tu desnudez», «entra en la tiniebla»...) que suenan como otros tantos mazazos asestados contra el gigante que se sentía seguro de sí mismo y que van haciendo que se derrumbe. Y es que la palabra poderosa de Yahveh -expresada aquí en imperativos eficaces en boca del profeta- no sólo anuncia el futuro, sino que realiza y cumple aquello que dice (55,11).
El gran pecado de Babilonia ha sido el orgullo y la autosuficiencia, más aún, la blasfemia de pretender erigirse a sí misma al nivel de Dios y hasta ponerse en su lugar. En efecto, las expresiones del v. 7 («seré por siempre la señora eterna») y del v. 8 («yo, y nadie más») apuntan a atributos y prerrogativas divinas (sólo Dios es Señor eterno, sólo Él es el único). Es en el fondo la tentación de todos los poderosos de sustituir a Dios (Ez. 28,2) y -más al fondo- la tentación de todo hombre que ya desde los orígenes anhela «ser como Dios» (Gen. 3,5).
Esta autosuficiencia se ha expresado también en forma de magia (vv. 12-13). Con ella Babilonia se sentía segura, pretendía controlar el porvenir. Pero, precisamente por autosuficiente, se ha revelado como falsa sabiduría que sólo ha logrado «trastornar» y perder al pueblo babilonio (v. 10). Sobre todo porque es completamente inútil (v. 12) y no produce la salvación deseada (v. 15).
A los ojos de la mayor parte de los contemporáneos, el imperio babilonio con su poderío y magnificencia parecía llamado a dominar el oriente durante siglos. El profeta, en cambio, amaestrado por Dios, sabe que en el fondo es un gigante con pies de barro que va a desplomarse de manera inminente y repentina. Su seguridad es totalmente falsa y ficticia. Por eso le anuncia (v. 11) que vendrá sobre él «súbitamente», de repente, «un desastre» que el pueblo, orgulloso y seguro de sí, ni siquiera sospecha y será incapaz de evitar.
-Una vez más el profeta nos enseña la lucidez y la clarividencia de la fe. Los poderes de este mundo -de ayer y hoy- se erigen como señores absolutos creyéndose a sí mismos todopoderosos y eternos. Más aún, pretenden arrogantemente ponerse en el lugar de Dios (2Tes. 2,3-4) y hasta se permiten intentar destruir a los creyentes. Unas veces lo harán por la fascinación y el halago del poder, de la riqueza y de la ciencia; otras por la represión y la fuerza de las armas. La Iglesia sabe, no sólo por fe, sino también por experiencia histórica, que los poderes de este mundo -pretendidamente absolutos y soberanos- pasan y se derrumban. Y el creyente debe tener lucidez para no dejarse seducir por una grandeza inconsistente y abocada al fracaso, ni dejarse amedrentar por la fuerza de un poder que amenaza con dominar y destruir. «Dios resiste a los soberbios» de este mundo (St. 4,6) y al agente de impiedad «el Señor le destruirá con el soplo de su boca» (2Tes. 2, 8), pues sólo Él es «Rey de reyes y Señor de señores» (Ap. 19,16; conviene leer los vv. 11-21). Al final Dios siempre tiene razón, y el creyente sabe que aun en el caso de que le quiten la vida precisamente el mártir es un vencedor (Ap. 6,9-11; 7,9-17; 15,1-4).