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Capítulo 45

1-9: Ciro, instrumento del Señor

En el último versículo del capítulo anterior se mencionaba por primera vez a Ciro, el instrumento de Yahveh para cumplir sus designios. En estos versículos encontramos lo que podríamos llamar la «vocación» de Ciro: «te he llamado por tu nombre».

El profeta expresa así de manera concreta la amplitud de horizontes y el universalismo que le caracterizan. En efecto, los israelitas estaban acostumbrados a considerar al rey de Israel como el «ungido de Yahveh», es decir, aquel que el Señor consagraba dándole su Espíritu y convertía en instrumento de su acción a favor de su pueblo. Pues bien, Isaías II da este título de «Ungido» a Ciro, un rey pagano; Yahveh mismo le ha llamado por su nombre, le ha ceñido la corona, le ha tomado de la diestra y marcha delante de él abriéndole camino en su recorrido victorioso.

Pero lo que más llama la atención es que todo esto ocurre sin que Ciro conozca a Yahveh (la expresión se repite dos veces: vv. 4 y 5). Ello no es obstáculo para que el Señor en su dominio soberano se sirva de Ciro para llevar a cabo su plan de salvación a favor de su pueblo. Este señorío absoluto que abarca a todo (v.7) se expresa en forma de órdenes imperativas (v. 8) que se cumplirán inexorablemente porque Yahveh es siempre y ante todo el Creador. Y este poder, manifestado históricamente en los hechos, hará que el propio Ciro acabe reconociendo al Señor (v. 3).

-Toda la Biblia da testimonio de este dominio absoluto de Dios sobre la historia y sobre las personas concretas para sacar adelante sus planes. Y eso no sólo cuando los acontecimientos son humanamente favorables, sino también cuando conllevan dificultades y hasta persecución y humillación. Los primeros cristianos sabrán reconocer en la fe que si Herodes y Poncio Pilato se han aliado contra Jesús, en el fondo sólo ha servido para realizar lo que Dios en su poder y en su sabiduría había predeterminado (He. 4,27-28).

¿Hasta qué punto creemos -en nuestra vida personal y en la historia de la Iglesia y del mundo- en este dominio y señorío de Dios sobre todo, aunque a veces resulte misterioso y desconcertante?

El avance incontenible de Ciro, ante el que todas las dificultades se someten, es signo de la fuerza irresistible de Cristo que somete a sí mismo todas las cosas (Fil. 3,21), que hace que todo hombre se rinda a Él y le obedezca (2Cor. 10,5). A Él y a la acción eficaz de su gracia se pueden aplicar las palabrasdel Salmo 97: «Delante de Él avanza fuego abrasando en torno a sus enemigos... los montes se derriten como cera ante el dueño de toda la tierra»...

9-13: «¡Ay del que pleitea con su artífice!»

Los israelitas, acostumbrados a una visión demasiado estrecha y nacionalista de Dios y de sus planes, probablemente se han sentido escandalizados ante el anuncio de que un pagano sea el elegido de Dios y el instrumento para realizar sus planes.

La reacción del profeta no se hace esperar. El hombre no es quién para pedir cuentas a Dios. Sólo le corresponde aceptar dócilmente sus planes, por extraños que le resulten. Dios, como Creador y Señor soberano, no tiene que pedir parecer a nadie. Lo mismo que el alfarero tiene libertad absoluta para modelar su vasija según le place, así es Dios frente al hombre. Los criterios y los planes de Dios son infinitamente más elevados que los del hombre (55,8-9), y no es Dios el que debe adecuarse a los esquemas del hombre sino, al revés.

Dios sabe muy bien lo que hace. La sabiduría que demostró en su obra creadora es la misma que rige su actuación en la historia. Por eso el Señor, por boca del profeta, reitera los planes manifestados y decididos: «Él reconstruirá mi ciudad y libertará a mis deportados sin rescate y sin recompensa» -es decir gratuitamente, a cambio de nada-, pues «yo lo he suscitado».

-La tentación de juzgar a Dios y sus planes por nuestros pobres y limitados esquemas es demasiado frecuente, por desgracia. Y sin embargo, según Isaías II, Él es por definición el que hace «cosas nuevas». El verdadero creyente es el que está abierto a la novedad de Dios, a la sorpresa de Dios, que nunca se repite. No juzga a Dios, sino que se deja juzgar por Él. No pretende encerrar a Dios en sus esquemas y planes, sino que se deja ensanchar continuamente para ser adecuado a la altura y a la grandeza infinitas de los planes maravillosos de Dios.

Pedir cuentas a Dios es soberbia redomada (Rom. 9,20). El humilde se rinde ante los planes misteriosos de Dios (Job 42,1-6) y se deja enseñar y guiar.

14-25: «Ante mí se doblará toda rodilla»

He aquí otro de los aspectos de la novedad aportada por Isaías II, de las «cosas nuevas» que el Señor va a realizar.

Hasta el exilio Israel pensaba que era el centro del mundo. Elegido con una predilección especial, se sabía agraciado por Yahveh, pero con exclusivismo, con particularismo: el Señor era para ellos y sólo para ellos, y los demás pueblos eran enemigos reales o potenciales de Israel y de su Dios. Isaías II subraya ciertamente la elección de Israel, pero al mismo tiempo destaca que esta elección está en función de los demás pueblos: «Te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra» (49,6).

Es verdad que ya algunos profetas anteriores habían atisbado este universalismo (Is. 2,2-4), pero ahora se afirma con más fuerza y vigor. Esta nueva intervención histórica de Dios será tan notoria que los demás pueblos no tendrán más remedio que reconocer la Majestad soberana de Yahveh. Los que adoraban un ídolo «que no puede salvar» reconocerán su fracaso y decepción y se volverán al «único Dios», al único que salva «con una salvación perpetua».

Más aún, vendrán a postrarse ante Israel y a suplicarle reconociendo que sólo en medio de ellos está Dios (v. 14). En efecto, la gloria de Yahveh es también la gloria para su pueblo y la victoria de Yahveh es victoria de Israel (v. 25), pues incluso los enemigos se le someterán (v. 24).

Cierto que Yahveh es «un Dios escondido» (v. 15). Frente a la fastuosidad de los ídolos y del culto babilonio, Él no tiene imágenes ni representaciones; ciertamente está oculto o invisible. Y sin embargo, no es tan oculto: se ha manifestado en la creación, de la que es plasmador (v. 18), y se ha manifestado en los acontecimientos de la historia, que predice y cumple (v. 19. 21). Él sigue siendo invisible en sí mismo, pero ha dejado suficientes signos para que todo el que de buena voluntad le busque pueda reconocerle. Por eso Dios mismo invita a todos los pueblos: «Volveos hacia mí para salvaros, confines de la tierra, pues yo soy Dios y no hay otro». Y anuncia como «palabra irrevocable» que todo hombre se le someterá y le dará culto.

-¿Cómo estoy en deseos de que todos se salven? Y ¿cómo colaboro para que se realicen estos deseos, que son los deseos de Dios (1Tim. 2,4)? Pues de hecho Cristo ha dado su vida por todos y cada uno de los hombres, como rescate por todos.

Y además esta conversión de todos es posible. No sólo se trata de un deseo eficaz de Dios. Es que además Cristo, el Señor Resucitado, actúa con su gracia sometiendo a los hombres a su señorío salvífico (Fil. 3,21; 1Cor. 15,25-28; 2Cor. 10,4-5).