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Capítulo 42

1-9: «He aquí mi siervo»...

Este es el primero de los llamados cánticos del Siervo de Yahveh (los otros tres: 49,1-9; 50,4-11; 52,13 - 53,12).

En los versículos 1-4 Dios mismo presenta a su siervo y la misión que le ha encomendado. El Siervo aparece ante todo como elegido de Dios. Sobre él el Señor ha derramado su Espíritu para capacitarle para el cumplimiento de su misión. Y esta misión consiste en implantar el derecho y la ley de Dios, es decir, en dar a conocer de modo eficaz (lit. «sacar adelante», «hacer triunfar») su voluntad que conlleva justicia y orden entre los hombres.

Esta misión es de alcance universal, y el Siervo la realizará sin ruido (v. 2) y sin violencia (v. 3). No la llevará adelante con la fuerza de las armas, sino con mansedumbre y suavidad. No arrollará lo débil y vacilante («caña quebrada» y «mecha mortecina»), pero será firme en cumplir su misión («no desmayará ni se quebrará»: v. 4).

En los versículos 5-9 el Señor se dirige al Siervo. Dios, que se presenta como Creador (v. 5), garantiza esta nueva intervención en la historia: lo mismo que «formó» al primer hombre (Gen. 2,7), «ha formado» al Siervo, le ha llamado y le conduce de la mano para que cumpla eficazmente su misión. Misión dirigida tanto a Israel («ser alizanza del pueblo») como a los gentiles («luz de las gentes») (v. 6). Misión esencialmente liberadora, pues consiste en «abrir los ojos de los ciegos» y en «sacar a los cautivos de la prisión» (v. 7).

Finalmente, Dios mismo rubrica este anuncio y esta presentación de su Siervo (vv. 8-9). En esta nueva intervención a través de él, el Señor manifestará de verdad quién es («su Nombre»: Ex. 3, 14-16, «soy el que soy»), hará irradiar su gloria y todo verán que al realizar cosas nuevas cumple lo que había anunciado.

-No es dificil hacer la aplicación de este texto a Cristo. Más aún: es necesario hacerla. Pues los estudiosos cavilan y cavilan para descubrir quién es este misterioso siervo, pero no llegan a una solución convincente. Ciertamente el profeta debió pensar en alguien concreto (Ciro, él mismo, el pueblo entero de Israel ...). Pero el alcance de los palabras es de tal magnitud que parecen hechas a la medida de Cristo.

De hecho el N.T. se refiere a este texto en los relatos del bautismo (Mt, 3,17; Mc. 1,11) y de la transfiguración (Mt. 17,5; Lc. 9,35) y lo cita casi entero en Mt. 12,18-21. Y cada una de las expresiones del canto le viene como anillo al dedo: Jesús es el Hijo muy amado del Padre que, lleno del Espíritu, implanta su voluntad y su plan en el mundo; pero no lo hace por la fuerza, sino sosteniendo y levantando a los débiles ; Él nos ha redimido de la esclavitud (Gal. 5,1-13), Él es «luz para iluminar a las naciones» (Lc. 2,32)...

Por otra parte , es significativo que las palabras de Is. 42 se citen en He. 26,17-18 para describir la misión de san Pablo. La luz de las naciones es Cristo, pero Èl no quiere iluminar al mundo sin su Iglesia. Por eso, también ella es luz de las naciones. Para eso ha sido ungida por el Espíritu (He. 1,8).

10-13: «Cantad a Yahveh»

Ante semejantes anuncios de la intervención salvadora y victoriosa de Yahveh, el profeta prorrumpe en alabanzas. Más aún, invita a todos «los confines de la tierra» y a la creación entera (mar, islas, desierto, ciudades, montes) a unirse a esta alabanza dando «gloria a Yahveh». Se trata de entonar un «cántico nuevo», porque nueva -cualitativamente nueva- es la intervención salvadora que Dios va a realizar. La esperanza anticipa lo que aún no ha llegado: por esto el profeta es capaz de entusiasmarse y alegrarse y cantar algo todavía futuro. Su confianza en Dios es tan grande que lo ve ya realizado.

Y esta esperanza arranca de contemplar al Señor como guerrero valiente que lanza el grito de guerra desafiando valeroso al enemigo y arrojándose contra él. La imagen puede parecer demasiado humana; sin embargo, ¿hay otra forma de hablar de Dios que no sea con lenguaje humano y comparándole con los modos de actuar de los hombres? Si nos fijamos, en el fondo la imagen es expresivísima: nos habla de un Dios que no se parece en nada a los dioses pasivos de otros pueblos, sino que es un Dios vivo y actuante, un Dios que se hace cargo de las vicisitudes y problemas de su pueblo y que se lanza a combatir en su favor con más ardor y pasión, energía y vigor que el mejor guerrero pueda hacerlo a favor de su ejército.

-Este breve fragmento nos habla de algo que es también esencial a nuestra fe cristiana: la alabanza. El que tiene ojos para ver las maravillas de lo que Dios es y de lo que Dios hace, no puede menos de cantar a ese Dios que «todo lo ha hecho bien» (Mc. 7,37). La ausencia de alabanza es indicio de falta de fe. El que de verdad cree alaba a Dios no sólo por lo que ha hecho, sino también por lo que hará, aunque no sepa exactamente qué ni cómo.

Hemos de aprender a contemplar el vigor y la energía de un Dios que se compromete en la lucha contra los enemigos de su pueblo. Más aún, que mediante el don de su Espíritu da al creyente «la fuerza de un búfalo» para combatir y vencer a los enemigos (cfr. Sal. 92,11-12).

14-17: «Como parturienta grito»

Si la imagen de Dios como guerrero dando alaridos de guerra era llamativa, más chocante aún es compararle con la parturienta que grita entre los espasmos del parto. Y sin embargo con esta imagen Dios se revela una vez más como un Dios vivo. Después de guardar silencio durante mucho tiempo -las tres generaciones que ha durado el exilio- y aguantar el sufrimiento de su pueblo y los malos tratos de que eran objeto por parte de los babilonios, ahora siente prisa por intervenir; como la parturienta, está impaciente por ver concluido el alumbramiento y gozarse en la nueva criatura brotada de sus «dolores».

En esta impaciencia se muestra dispuesto a derribar «montes y cedros» y a desecar ríos y lagunas para abrir camino a su pueblo, para realizar un nuevo éxodo en que El mismo como Buen Pastor conducirá a los suyos (40,11; 52,12).

Esta conducción y pastoreo la realizará con un pueblo ciego (42,18-19); a estos ciegos, que no sólo desconocen los planes y caminos del Señor (55,8-9), sino que se muestran incapaces de entenderlos, Yahveh mismo tomándolos de la mano como a un niño (41,10-13), los va a guiar «por un camino que desconocen», «por senderos que ignoran»; más aún, acabará por hacerlos capaces de ver, pues ante ellos convertirá la tiniebla en luz.

Y esta nueva intervención de Yahveh manifestará tan palmariamente su gloria y su soberanía absoluta que los que confían en los ídolos quedarán confundidos de vergüenza.

-También nosotros somos ciegos; más aún, ciegos de nacimiento. Apenas conocemos a Dios e ignoramos casi por completo sus planes. Pero el pecado no consiste en ser ciego, sino en estar convencido de que se ve cuando en realidad se está ciego (Jn. 9, 41). Es la soberbia y la autosuficiencia la que nos cierra radicalmente a Dios. En cambio, el que humildemente reconoce su ceguera no sólo permite a Cristo curarle y hacerle que recobre la vista, sino que la misma ceguera es ocasión para que se manifieste la gloria de Dios (Jn. 9,3).

El que es consciente de no saber, de no entender, no se empeña en seguir caminos trillados, sino que se deja guiar por el Espíritu de Dios (Rom. 8,14; Gal. 5,18) por caminos siempre nuevos, misteriosos desde luego, pero ciertamente maravillosos (Is. 43,18-19).

18-25: La ceguera del pueblo

El drama del profeta consiste en que su predicación no es comprendida ni recibida por aquellos que son destinatarios y beneficiarios de la misma. Tal es el caso de Isaías II, que debe enfrentarse a un pueblo de sordos y ciegos.

Yahveh parece responder a la acusación del pueblo de que su Dios se muestra sordo y ciego ante las calamidades por las que pasan (cfr. 40, 27; 49, 14). La respuesta es contundente: los ciegos y sordos son ellos, que no entienden ni saben discernir la acción de Dios.

En efecto, ellos se quejan de que siendo «un pueblo saqueado y despojado», encontrándose «atrapados y encerrados» en cárceles, sin embargo su Dios no ha intervenido para salvarles ni para mandar al depredador devolver la presa (v. 22). Pero a esta acusación el profeta responde enérgicamente: es que ha sido precisamente Yahveh el que ha entregado a su pueblo al saqueo y al despojo en pago por sus pecados, por no querer «seguir sus caminos ni obedecer su ley» (vv. 24-25); de ese modo ha descargado sobre ellos «el ardor de su ira» (la ira es la reacción justa y adecuada de Dios ante el pecado de los hombres), pues «por amor de su justicia quería glorificar y engrandecer su ley» (v. 21; el destierro no es sólo totalmente justo, sino que manifiesta la fidelidad de Yahveh a su alianza, ya que ha supuesto el cumplimiento de lo estipulado entre Yahveh e Israel si este era infiel a sus compromisos: Dt. 28, 47-68; 29, 21-28).

En consecuencia, el pueblo debe reflexionar y recapacitar: «escuchad y oid», «mirad y ved» (v. 18). Lejos de olvidarse de ellos, Dios ha estado continuamente atento y activo; de hecho, lo que anunció antes -el castigo de su pueblo- «ya ha sucedido» (42,9). ¡El mismo castigo sufrido por el pueblo es motivo de esperanza de que la fidelidad de Dios cumplirá lo que ahora promete! (v. 23).

Pero en esta invitación a reflexionar y a recapacitar hay algo más que podemos leer entre líneas: si la situación actual de Israel es debida a sus pecados, eso significa que debe emprender decididamente el camino de la conversión; los pecados del pueblo no sólo condujeron al exilio, sino que son actualmente el único estorbo para acoger la salvación que Dios ofrece.

-Nueva lección del profeta fácilmente aplicable a nosotros: todos los males en nuestra Iglesia y en nuestro mundo son debidos a nuestros pecados; tal vez no sólo a los de nuestra generación, sino -como en el caso de los israelitas exiliados- también a los de las generaciones pasadas. Más aún, estaban en cierto modo avisados, pues la casa que se construye sobre arena inevitablemente sucumbe ante la primera tempestad (Mt. 7,26-27).

Por eso, ante los males actuales debemos recapacitar para comprender que la tarea fundamental que tenemos entre manos es la de la conversión. No se trata de realizar arreglos o reformas superficiales y periféricas, sino de volver radicalmente a Dios, de dejar a Dios ser Dios. El, que ha sido y será siempre fiel, no sólo no es el culpable de estos males, sino que simplemente espera este arrepentimiento sincero para renovar la Iglesia y el mundo. Con una conversión suficientemente amplia y profunda las cosas pueden cambiar fácilmente y en poco tiempo.