fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

Capítulo 9. Padre Antonio Ruiz de Montoya

Nos introducimos ahora en la consideración de la figura de uno de los grandes de nuestra historia, el P. Antonio Ruiz de Montoya, esforzado misionero del período español de nuestra Patria, alma y vida de aquella inédita experiencia misional que fueron las reducciones guaraníticas.

I. Su juventud

Antonio nació en Lima, el 13 de junio de 1585, hijo de don Cristóbal Ruiz de Montoya, originario de Sevilla, y de Ana de Vargas. Por aquel entonces era Lima una ciudad señorial, espiritualmente regida por Santo Toribio de Mogrovejo, entre cuyos méritos se cuenta el de haber sido el redactor de un «Catecismo» escrito en español, quechua y aymara, que fue aprobado por el III Concilio Limense. Época realmente gloriosa aquélla, engalanada con la pureza de Santa Rosa y la humildad de San Martín de Porres. De Lima saldría para llevar la Buena Nueva al norte de nuestra Patria el gran misionero San Francisco Solano. Dicha floración se enmarca en el Siglo de Oro español, poblado de grandes santos, de grandes escritores, de grandes capitanes. Era la España generosa que se transfundía en sus provincias de ultramar.

A los 8 años, Antonio quedó huérfano de padre y madre, por lo que pasó a manos de tutores. Poco antes de morir, su padre lo había inscrito en el Real Colegio de San Martín, recientemente fundado por los jesuitas. Tras una niñez serena, comenzaron los devaneos de la adolescencia, con un creciente deterioro espiritual. Primero dejó la confesión, y luego abandonó los estudios para entregarse de lleno a una vida licenciosa, malgastando la herencia recibida, «con ansias de vivir independiente –como él mismo dice–, señor absoluto de sus acciones y hacienda». Empleó lo que tenía de dinero en comprar alhajas, servicios de plata, costosas tapicerías, todo ello en aras de la vanidad.

Sus biógrafos nos cuentan un episodio interesante de aquella época. El 4 de octubre de 1602, es decir, cuando tenía 17 años, fue hecho «caballero». Así lo relata su compañero y admirador Francisco Jarque: «Ciñó la espada, con asistencia de todos sus amigos, con el aplauso y solemnidad que acostumbran los Caballeros». Pero su caballería era puramente galante, sin el contenido profundo ni el espíritu medieval que había caracterizado a ese noble estamento de la sociedad. Sólo le resultaba útil para emprender inacabables lances callejeros, en esa Lima que por aquel entonces era una ciudad poco iluminada, sobre todo en los arrabales, poblados de huertas.

Se comportaba «peor que un gentil», escribiría luego de sí mismo. No eran, por cierto, juergas inocentes las suyas, sino aventuras tan serias que lo pusieron a veces en peligro de perder la vida o hacerla perder a otros. A consecuencia de tales desmanes, llegó a ser puesto en prisión o amenazado con el destierro.

II. Su conversión e ingreso en la Compañía

Dios comenzó a actuar en su interior insinuándole que ese tipo de vida le podría acarrear algún daño físico. Pronto comprendió que no se trataban de temores infundados. Trasnochando en cierta ocasión por las calles de Lima, se vio atacado por un grupo de muchachos: «Me estuve defendiendo como pude por espacio de media hora, hasta que ya de cansados me dejaron». Luego Dios, haciéndole revivir algunas de las enseñanzas que había recibido en el colegio, le inspiró el temor de la condenación eterna. Tenía miedo que lo matasen «de repente y sin confesión». Ello se reavivó a raíz de un hecho que nos relata su amigo Jarque:

«Habiendo gastado una noche en una gravísima ofensa de Dios, y paseando muy contento, acompañado de los que le habían guardado las espaldas, súbitamente le asaltó una vehementísima imaginación, que Dios estaba muy indignado contra él». Le pareció ver a Cristo en el aire, en actitud amenazante. Trató de distraerse con sus compañeros, pero he aquí que, poco más adelante, uno de ellos tropezó con un bulto. Era el cuerpo de un muerto que, por la oscuridad, no podían identificar. Acercándose Antonio vio que se trataba de un íntimo amigo suyo, que poco antes se había apartado de ellos. Volvió enseguida a su casa, y no pudiendo conciliar el sueño, se encomendó a la Santísima Virgen.

Cansado de aquella vida de vagabundo, y «considerándose ya metido en el infierno», como se lo confesaría más adelante en carta a su amigo el P. Pedro Comental, se dirigió al virrey del Perú solicitándole permiso para ir a Chile por dos años, en plan caballeresco, con la intención de luchar contra los araucanos, una tribu prácticamente indomable. Tenía, a la sazón, 19 años. Ya estaba a punto de partir, cuando tuvo un sueño extraño. Reavivando quizás la memoria de alguna lectura o de algún sermón, y uniéndolo con su próximo viaje a Chile, se sintió como transportado a una tierra desconocida, donde vivían belicosos indios infieles, en medio de un grupo de varones santos, vestidos de blanco, que ejercían sobre aquéllos el oficio de ángeles. Entonces creyó ver a Cristo quien le daba a entender que él sería uno de ellos.

Cancelando el viaje proyectado, resolvió retomar sus estudios, que había abandonado en aras de su sed de aventuras. Casi al mismo tiempo comenzó a sentir cierto atractivo por la vida religiosa, cierto deseo de entregarse del todo a Dios, y también a la Santísima Virgen, cuyo rosario llevaba siempre consigo. Le propusieron hacer Ejercicios Espirituales de ocho días. Los primeros días fueron de gran desolación, pero luego comenzó a experimentar un creciente desapego por las cosas del mundo. No cabe duda de que se trataba de aquella «indiferencia» que San Ignacio considera inobviable para toda buena elección. «Estando en esto –escribiría luego– me pareció veía a los de la Compañía...», trabajando por la salvación de las almas. En su carta a Comental, donde le hace tantas confidencias, escribe:

«Parecióme ver en un grande campo muchos infieles. Sentíame muy aficionado a ayudarlos, para que se salvasen, y, lo que más me incitaba a esto, era el ver a los de la Compañía como que arremetían hacia ellos, encendidos de caridad para hacerlos cristianos y que se salvasen». En otro lugar completa la imagen: «Aquellos varones procuraban con todo conato arredrar a aquellos que parecían demonios, que todo hacía una representación del juicio final, como comúnmente lo pintan». Se ha señalado cómo en esta experiencia espiritual es perfectamente detectable, cual telón de fondo, tanto la meditación ignaciana del llamamiento del rey temporal y su aplicación a Cristo, sumo capitán, como la de Dos Banderas, y su enfrentamiento entre Cristo y Satanás, en este «gran campo con muchos infieles», donde «arremeten» con valentía los jesuitas.

Según puede verse, lo que le atrajo de la Orden fue su carácter de milicia de Cristo. «Y así hice luego voto de entrar en la Compañía, para emplearme en infieles». Prosiguió entonces sus estudios en el Colegio de San Martín, donde cursó las Humanidades y quizás la Filosofía, ingresando luego en la Compañía, el 12 de noviembre de 1606, o sea a los 21 años de edad.

Por aquel entonces, el P. Acquaviva, Superior General de la Orden, había decidido desgajar de la provincia jesuítica del Perú, que a la sazón abarcaba Colombia, Paraguay, Chile y la actual Argentina, la región del Paraguay. En 1604 el P. Diego de Torres era nombrado provincial de la nueva provincia, con sede en Asunción. Enterado de ello, el novicio Antonio se confidenció con su superior informándole «del deseo que el Señor me daba de la conversión de los indios del Paraguay».

Llevaba ya cinco meses en el Noviciado, cuando pasó por Lima el P. Diego de Torres, llevando consigo tres novicios, para dar comienzo a la nueva aventura misionera. Justamente uno de ellos enfermó. Era la ocasión para Antonio, quien al fin fue agregado al grupo. Los novicios viajaron por mar a Chile, y desde allí en dos carretas, cruzando la cordillera, hasta Córdoba, donde acabarían el tiempo de noviciado. El 12 de noviembre de 1608, Antonio hizo sus primeros votos, y luego los estudios de teología. En 1612 se trasladó a Santiago del Estero, donde fue ordenado sacerdote por el obispo Fernando Trejo y Sanabria, retornando enseguida a Córdoba para celebrar su primera Misa. Refiriéndose a su estadía en esta última ciudad dice en carta a Comental:

«En Córdoba he tenido algunos sentimientos particulares. Los que tengo apuntados son que un día, habiendo acabado de comulgar, ofrecí a Nuestro Señor mi corazón para que se aposentase en él, donde me pareció que la Hostia se había vuelto un muy hermoso niño, con quien me estaba regalando. Otra vez, estando amando a mi Señora, me pareció verla con su Hijo en sus brazos, y que me lo entregaba».

III. Su labor en las reducciones guaraníticas

Ruiz de Montoya soñaba con las misiones del Paraguay. Como se sabe, los Padres de la Compañía habían iniciado un ambicioso emprendimiento entre los indios, sobre todo guaraníes. Tratóse de una experiencia espléndida, única en la historia mundial de la misionología. No es ésta, por cierto, la ocasión de exponerla en su totalidad, pero al menos digamos lo necesario para comprender mejor la inserción del P. Antonio en la misma.

1. El gran proyecto de las reducciones

Tanto las autoridades de la Iglesia como los gobernantes al servicio de la Corona se mostraban muy preocupados por la multitud de indios salvajes que poblaban la zona del Paraguay y el sur del actual Brasil, zona incuestionablemente española. Sobre todo uno de esos gobernadores, Hernando Arias de Saavedra, más comúnmente conocido como Hernandarias, hermanastro de Trejo y Sanabria, aquel obispo del Tucumán que ordenó de sacerdote a Montoya, figura señera de la Hispanidad en nuestras tierras, verdadero arquetipo del gobernante católico, se propuso ganar a aquellos indios para España y para la Cristiandad.

El campo era inmenso, poco o nada conocido. Hernandarias propuso tres frentes: el de los indios Guaycurúes, al norte de Asunción; el del Guayrá, en el noreste paraguayo y actual Brasil, donde ya existían dos poblaciones de españoles; y el del Paraná, esto es, la zona meridional del Brasil, la actual provincia argentina de Misiones, el norte de Corrientes y todo la región sudeste del actual Paraguay. El proyecto era ciclópeo.

Dirigióse entonces a Felipe III para pedirle instrucciones ya que, a su juicio, no le era posible reducir por las armas a aquellos cientos de miles de indios guerreros, «porque los españoles no tienen fuerza para poderlos conquistar ni sujetar». La respuesta del Rey fue tan contundente como admirable: «Acerca de esto ha parecido advertiros, que aun cuando hubiere fuerzas bastantes para conquistar dichos Indios, no se ha de hacer sino con sola la doctrina y predicación del Santo Evangelio, valiéndoos de los Religiosos [de la Compañía de Jesús] que han ido para este efecto».

Hernandarias obedeció la orden real. En 1609 se dirigió al P. Diego de Torres pidiéndole que destinase misioneros para cubrir aquellas tres grandes zonas. Aceptó el provincial, enviando dos Padres al Guayrá, dos a los Guaycurúes, y dos al Paraná.

No podemos entretenernos relatando lo que ocurrió entre los Guaycurúes y en el Paraná. Sólo digamos que fue en la segunda de esas zonas donde se estableció la primera de las reducciones permanentes, la de San Ignacio Guazú, al sur del Paraguay. El alma de la misma, como de muchos otros pueblos fundados posteriormente, fue un Santo, Roque González de Santa Cruz, nacido en Asunción, misionero eximio, de los mismos quilates que nuestro Ruiz de Montoya. No deja de resultar simpático saber que el hermano del P. Roque, el capitán Francisco González de Santa Cruz, casado con una de las hijas de Hernandarias, ocuparía luego el cargo de gobernador del Paraguay, apoyando decididamente a las misiones. En cuanto a la zona guaycurú, su evangelización resultó sumamente ardua, por la terrible belicosidad de aquellos indios.

Detengámonos en las reducciones establecidas en la zona del Guayrá, que es donde se va a mover el P. Montoya. En dicha zona, distante doscientas leguas de Asunción, que se extendía entre los ríos Paranapané al norte e Iguazú al sur, había una extraordinaria multitud de indios infieles. En medio de esa región tan vasta se encontraban dos pequeñas poblaciones españolas, Ciudad Real del Guayrá, establecida en 1554, y Villa Rica del Espíritu Santo, fundada en 1576, por orden de Garay. La primera no tenía más de 50 vecinos, y la segunda 150. Como se puede ver, ambos pueblos, totalmente desamparados en lo espiritual, ya que no contaban con sacerdote alguno, eran como islotes en una zona poblada de indios, que se podían calcular en unos 200.000.

Los sacerdotes enviados inicialmente a la región del Guayrá fueron los Padres José Cataldino y Simón Maseta, quienes dieron comienzo a dos reducciones, Nuestra Señora de Loreto, en el río Paranapané, y San Ignacio, en el río Pirapó. Con fecha 17 de febrero de 1620 escribía el provincial de la Compañía que la población de ambas reducciones era de casi 8.000 almas, y

«tienen ya muy formados los pueblos, casas y sementeras y están reducidos a forma de una muy ordenada república, y lo que es más en tierra donde jamás se vio nada de esto, han hecho los Padres estancia de vacas, ovejas y cabras, y plantado viñas y cañas dulces, y hecho casas y unas iglesias admirables, y capacísimas, siendo los mismos Padres los labradores, viñateros, carpinteros, albañiles y arquitectos y enseñando a los indios y haciéndolos oficiales... Tienen el culto divino muy en su punto y han enseñado a los indios el canto de órgano y cantan muy bien a tres coros..» En cuanto a sus iglesias, eran de las mejores del Paraguay. El gobernador Luis de Céspedes aseguraba no haberlas «visto mejores en las Indias, que he corrido todas las de Perú y Chile».

2. Ruiz de Montoya en el Guayrá

A estas reducciones sería destinado el P. Antonio. Partió desde Córdoba con su provincial, que era aún Diego de Torres, y ese gran español que fue don Francisco de Alfaro, del Consejo de Su Majestad y Oidor de la Real Audiencia de Chuquisaca, quien estaba tratando de aplicar sus Ordenanzas acerca de los indios en un todo de acuerdo con el espíritu de las Leyes de Indias. Tras un recorrido de 260 leguas, llegaron a Asunción. Mientras esperaba allí su partida para las misiones, Antonio se zambulló con tesón en el estudio de la lengua guaraní. Su lugar de destino distaba unas 160 leguas hacia el este, pasando por zonas despobladas, ríos, pantanos y bosques. Conmovedora resulta la página en que el mismo Montoya describe su encuentro con los dos Padres que allí se encontraban.

«Llegué a aquella reducción de Nuestra Señora de Loreto con deseo de ver aquellos dos grandes varones, el Padre Joseph Cataldino y el Padre Simón Maceta; hallélos pobrísimos de todo lo temporal, pero muy ricos de celestial alegría. Los remiendos de sus vestidos eran tantos que no dejaban conocer la primera materia de que se hicieron. Llevaban los zapatos que sacaron de Paraguay remendados con pedazos del tosco paño que cortaban de las orlas de sus sotanas. Túveme por dichosisímo de verme en su compañía, como si me viera con la de dos ángeles en carne humana. La choza de su morada y todo su menaje, muy semejante a lo que se escribe de los pobres anacoretas. Carne, vino y sal, no gustaron en muchos años; carne alguna vez nos traían de la caza algún trozo de limosna. El sustento principal y regalo mayor eran patatas, plátanos y raíces de mandioca».
Interesante resulta saber la impresión que de Montoya tuvo el P. Maseta:

«Luego que llegó a las reducciones, edificó mucho, y aun admiró a los Padres que en ellas estaban con el tesón y fervor con que comenzó, no solamente a perfeccionarse en la lengua de los indios, que hablaba tan expeditivamente como ellos, con que hizo mucho fruto, sino también en todas las virtudes y obras de santidad que ejercitaba. Dióse todo a catequizar los adultos, bautizándoles y enseñándoles la doctrina cristiana, confesando y predicando con notable aprovechamiento de sus almas, que amaba mucho en el Señor. Curábalos y sangrábalos en sus dolencias, ayudábalos en sus necesidades con mucha caridad y largueza, quitándolo de la boca para que ellos comiesen. Y así los indios lo amaban y veneraban, y él hacía de ellos, aunque fuesen caciques, todo cuanto quería. Más estaba en significarles su voluntad que ellos en obedecerla.

«Era hombre de mucha oración y familiar trato con Dios, y se le echaba bien de ver en la modestia de su semblante y compostura de todo el hombre exterior y en la prontitud y facilidad que tenía en hablar siempre de Dios, como quien nunca le perdía de vista, y en la devoción de Nuestra Señora, que era cordialísima, enterneciéndose siempre que hablaba de sus prerrogativas, de sus virtudes y del poder que tiene con Dios. Acudía con gran confianza en todas sus necesidades al amparo de esta señora y experimentaba presentísima su amorosa protección».

Montoya permanecería en el mundo guaraní por más de veinticinco años, desde 1612 a 1637, y su actuación fue protagónica en toda esa región. Misionero entre 1612 y 1622, luego superior de las misiones del Guayrá entre 1622 y 1634, y finalmente Superior de todas las reducciones desde 1637 a 1638. En el segundo período promovió el establecimiento de varias nuevas fundaciones, además de aquellas dos iniciales. A él se debió, en buena parte, la de San Javier en 1622; en l625 las de San José y Encarnación; en 1626 las de San Miguel y San Pablo; en 1627 las de San Antonio, Concepción y San Pedro; en 1628 las de los Siete Arcángeles, Santo Tomás y Jesús María. A algunos les pareció que no siempre fue prudente en dichos emprendimientos, fundando pueblos sin suficientes garantías de continuidad. De hecho, varios de ellos, no llegaron a establecerse de manera definitiva. Sea lo que fuere, está en lo cierto el P. Rubén Vargas Ugarte cuando escribe:

«La llegada de Ruiz de Montoya a las misiones marca un nuevo período de las mismas, el de su pleno desenvolvimiento y organización, a la cual Ruiz de Montoya contribuyó cual ninguno, como Superior de las mismas, desde el año 1620. Veinticinco años se consagró sin descanso en recorrer selvas y montes, llanuras y esteros, bajo los más ardientes rayos solares, afanoso por reunir indígenas en pueblos o reducciones. En esos años, como él mismo nos dice, recorrió a pie unas 2000 leguas, casi siempre solo o, a lo más, en compañía de unos pocos indios, sin otra arma que un báculo y sin otro consuelo que su breviario y su cruz».

Gracias a Dios, el P. Antonio ha dejado relatadas sus experiencias en un libro que tituló Conquista espiritual del Paraguay, al que recurriremos abundantemente. Muchos historiadores han mirado con poco aprecio esta obra, en parte por las dificultades que ofrece para una ubicación clara dentro del género historiográfico, pero también por su descuido cronológico, su apasionamiento, y su facilidad en interpretar los hechos recurriendo a causas sobrenaturales.

El libro fue escrito con mucha rapidez, es cierto, debido a las razones que luego diremos, pero no por ello deja de ser formidable, una gesta de héroes apabullantes, con mártires a granel. Tiene también mucho de recopilación de recuerdos personales, pero solamente porque su autor fue protagonista de lo que se relata. Sea lo que fuere, esta obra será fundamental para nuestro propósito.

3. El indio guaraní

Por los datos de los contemporáneos de Montoya, y, sobre todo, por lo que refiere nuestro héroe en su Conquista espiritual, conocemos bastante bien las cualidades y defectos del indio guaraní y de su cultura.

Montoya pondera la belleza de su lengua: «Es digna de alabanza y de celebrarse entre las de fama», así como la elocuencia que los caracterizaba. Encuentra, asimismo, en ellos cierta tendencia a la aristocracia; por ejemplo los caciques no se casaban con mujeres vulgares, sino sólo con principales, «y son en eso muy remirados». Ello luego de convertirse, porque antes, los que gozaban de algún poder, tenían un verdadero harén. Por otra parte, frecuentemente estaban dominados por brujos y hechiceros, y practicaban la antropofagia: «Nunca se ven hartos de carne humana, y a los mismos niños, como a cachorros de tigres y leones, destetan con ella», le escribe a Comental.

En cuanto a su religión, señala que la nación guaraní se ha visto libre de ídolos, «como la larga experiencia nos lo ha enseñado», lo que los dispuso para recibir la verdad. Más aún, «conocieron que había Dios, y aun en cierto modo su Unidad, y se colige del nombre que le dieron, que es Tupá; la primera palabra tu es admiración; la segunda pa es interrogación, y así le corresponde al vocablo hebreo manhu, quid est hoc, en singular».

Particularmente interesante es lo que nos dice acerca de una tradición muy arraigada en dicho pueblo, a saber, la posible presencia del apóstol Santo Tomás en América: «Deseo rastrear que el santo estuvo en la Provincia del Paraguay, y que la tradición de los naturales es cierta, que traía una cruz por compañero de su peregrinación». Dedica seis capítulos –XXI a XXVI– de su Conquista espiritual a esta tradición, insistiendo que fue a raíz de ella que los indios mostraban tanto respeto no sólo por la cruz sino también por los sacerdotes, en quienes veían a los continuadores de la obra de aquel santo o Pay Zumé o Tumé, como ellos decían. Alude incluso a un camino libre de maleza, que venía desde la costa atlántica hasta el Pacífico y que identifica con la senda recorrida por el Apóstol.

Como adivinamos la extrañeza del lector, agregaremos algunos pormenores sobre esta curiosa tradición.

Cuenta Montoya que, a veces, al acercarse a un poblado de indios, todavía infieles, lo cual hacían siempre a pie, porque allí no había caballos, al verlos llegar con unas cruces de casi dos metros de alto y veinte centímetros de grosor, la gente los recibía con extraordinarias muestras de afecto; las mujeres se les aproximaban con sus hijitos en brazos, y les regalaban comidas de raíces o frutos de la tierra. Cuando los Padres les mostraban su sorpresa por tanto agasajo, ellos les decían que según una tradición muy antigua, recibida de sus antepasados, Santo Tomé había estado por allí y al irse les advirtió: «Esta doctrina que yo ahora os predico, con el tiempo la perderéis; pero cuando después de muchos tiempos vinieren unos sacerdotes sucesores míos, que trajeren cruces como yo traigo, oirán vuestros descendientes esta doctrina».

Según nos lo asegura el P. Antonio, fue fama constante en todo el Brasil, tanto entre los portugueses como entre los indios, que el santo Apóstol empezó su travesía evangelizadora a partir de la isla de Santos, donde se señalan aún rastros de sus huellas en una gran roca, junto al lugar donde habría desembarcado. Yo no las he visto, dice el Padre, pero a 200 leguas de esa costa, tierra adentro, le mostraron un camino, que la gente llama «el camino de Santo Tomé». También en la ciudad de Asunción, prosigue, en una peña pegada a la ciudad, se ven hoy dos huellas, en forma de sandalias; sostienen los indios que el Apóstol predicaba desde allí.

Montoya se interesó mucho por este tema, intentado recrear el presunto itinerario del Apóstol. El Santo habría estado en Perú, como desde hace siglos piensan los naturales de ese lugar. Luego pasó por Cuzco, el Callao y la isla de Titicaca, predicando el culto a un solo Dios. Mas viendo el poco fruto y la obstinación de los indios, comenzó a reprenderlos ásperamente, de donde éstos le cobraron un gran aborrecimiento, intentando quemar la cruz que llevaba siempre consigo.

En esas regiones, «hízose averiguación por los años de 1600 con un indio muy antiguo, que tendría 120 años, llamado D. Fernando, el cual dijo que por tradición tuvieron sus antepasados, que habían visto en sus tierras un hombre de gran estatura, vestido casi al modo y traje dellos, blanco y zarco, que predicaba dando voces que adorasen a un solo Dios, reprendiendo vicios, y que llevaba consigo una cruz y le acompañaban cinco o seis indios, y que los demonios huían della, los cuales persuadieron muchas veces a los indios, que matasen aquel hombre; porque de no hacerlo se les seguiría mucho daño, y no responderían sus oráculos; los indios ataron al santo y le azotaron...»

Agrega Montoya que el santo obispo de Lima, Toribio de Mogrovejo, fue a venerar sus huellas y mandó hacer sobre la losa una capilla, para guardar las reliquias.

Reflexionando sobre esta extraña tradición, que Montoya considera como «muy probable», recuerda que también en la India Oriental profetizó el Apóstol la reanudación de su predicación evangélica. Como se sabe, cuando en el siglo XVI los misioneros llegaron a la costa malabar, encontraron un grupo de fieles llamados «cristianos de Santo Tomás», por pretender que fue ese Santo quien fundó su Iglesia. En el siglo VII aquellos cristianos abrazaron el nestorianismo. Al arribar los portugueses, trataron éstos de atraerlos a la fe católica; sobre todo San Francisco Javier se apoyó en dicha tradición para su labor evangelizadora.

Pues bien, prosigue nuestro Padre, así como lo hizo en la India Oriental, lo repitió en la India Occidental, profetizando la entrada de los de la Compañía, unos hombres blancos que vendrían de tierras muy remotas a predicar la doctrina que él enseñó y a renovar su memoria en estas partes del Paraguay. De aquella enseñanza, nos dice, quedó hasta nuestros días cierto conocimiento del misterio de la Santísima Trinidad, si bien entendido de manera supersticiosa. En el Perú se veneran tres estatuas del sol, la primera, del Padre y Señor Sol, la segunda, del hijo del Sol, y la tercera, del hermano del Sol. El Apóstol les explicó la unidad de esas tres Personas divinas.

No resulta extraño, termina Antonio, que el Santo que había tocado las llagas de Cristo, amase particularmente la cruz. También en Oriente, en la ciudad de Malipur, donde fue martirizado, se muestra una cruz cortada en piedra con manchas de sangre.

Refiriéndose a la que usó en nuestras tierras, escribe: «Yo tengo en mi poder un pedazo desta milagrosa cruz, con testimonios ciertos, y haciendo cotejo con una preciosa especie de madera que hay en el Brasil, que los naturales llaman yacarandá, y los españoles palo santo..., de donde se colige que el santo Apóstol fabricó esta venerable cruz en el Brasil, en donde empezó su predicación».

4. Instauración de las reducciones

Especialmente en su Conquista espiritual nos ha dejado el P. Montoya el modo como él y sus compañeros en el apostolado establecían las reducciones. Nos explica, ante todo, lo que ellos buscaban al crear pueblos:

«Llamamos reducciones a los pueblos de indios, que viviendo a su antigua usanza en montes, sierras y valles, en escondidos arroyos, en tres, cuatro, o seis casas solas, separados a legua, dos, tres y más unos de otros, los redujo la diligencia de los Padres a poblaciones grandes y a vida política y humana, a beneficiar algodón con que se vistan; porque comúnmente vivían en desnudez, aun sin cubrir lo que la naturaleza ocultó».

El misionero usó de diversas estratagemas para ganarse a los indios y lograr que aceptaran reducirse, dejando su vida nómada y salvaje. Pocos tuvieron como él tal don de simpatía, cautivando el corazón de los indígenas. Conocía, asimismo, sus debilidades:

«Comprámosle la voluntad a precio de una cuña, que es una libra de hierro, y son las herramientas con que viven: porque antiguamente eran de piedra, con que cortaban la arbusta de sus labranzas. Presentada una cuña a un cacique –que vale en España cuatro o seis cuartos– sale de los montes y sierras y partes ocultas donde vive, y se reduce al pueblo él y sus vasallos, y doscientas almas, que bien catequizadas reciben el bautismo».

Su principal método era convencer primero a los caciques. En cierta ocasión se topó con uno feroz, llamado Tayaoba, quien se había conjurado con varios hechiceros para apoderarse de él, vengarse en él de los españoles, y si fuera posible, devorarlo. A duras penas pudo Montoya escapar. No pasó mucho tiempo sin que intentara de nuevo su propósito de acercarse a dicho cacique ya que, como él mismo lo dice, «juzgué que, aquél ganado, tendría a los demás de mi bando». Tras diversas tratativas mediante intermediarios, logró por fin que aceptara encontrarse con él. En una de sus cartas detalla el encuentro:

«No sabré declarar el deseo que en mi pecho ardía de verme ya con el [cacique] Tayaoba y traerlo a la Iglesia. Luego que llegué a aquel río, tuve noticia que él había bajado de su tierra a cierto paraje, donde me estaba esperando. Llegué al puesto, y para pasar el río me tenían apercibida una balsa muy enramada... Arrojóse luego el Tayaoba en mis brazos y me dijo: –Padre, aquí he venido a verte, y a que me admitas en el número de tus hijos, y me enseñes lo que tengo que hacer, y verás por experiencia la pronta obediencia que presto a tus mandatos.

«El mismo ofrecimiento hizo la mujer, que es una gran matrona, arrimándome tres hijos que tiene, el mayor de siete años, todos como unos ángeles. Regalé a los niños todo cuanto pude, y tomé al menor de tres años en mis brazos y le hice mil fiestas, de lo que estos gentiles se pagan mucho. Aquí dijeron ellos: –Ahora conocemos, Padre, ser verdad lo que nos han dicho del grande amor que nos tienes a todos. A él y a ella presenté algunas alhajuelas, y aunque no de mucho valor, estimaron mucho. Bauticélos después de muchas instancias que me hicieron; dile el nombre de Don Nicolás y a ella de doña María. Pidiéronme luego los casase como ya cristianos, en la faz de la santa Iglesia, que veneraban por madre...»

Una vez ganados los diversos grupos de indios que aceptaban ser reducidos, Montoya los iba conduciendo a su destino. Apenas llegados al lugar donde proyectaba establecer la reducción, el misionero levantaba una cruz muy alta en sitio bien visible. Luego repartía terrenos a los indios, y emprendía, con la ayuda de éstos, las diversas construcciones. «Señaléles sitios, y con mucho fervor dieron principio a sus casas y yo a la de Dios, que, como es la primera en dignidad, lo debe ser en la grandeza, hermosura y aliño del edificio». Destaquemos esta magnífica idea: lo de Dios es lo supremo. Ello se materializaba en la diversidad de las construcciones: las iglesias eran los edificios más altos del pueblo, precisamente por estar dedicados al Altísimo; las casas de los hombres, la de los misioneros incluida, más bajas. Así los indios aprendían por la sola vista el primado de las cosas divinas.

Los momentos en que se establecía un nuevo pueblo han de haber sido para él instantes preñados de emoción. Cuando fundó la reducción de Nuestra Señora de la Encarnación escribe:

«Enarbolóse con asistencia de todo el pueblo una cruz alta y hermosa, que todos, puestas las rodillas por el suelo, adoraron con mucha devoción, a cuyo pie comenzó a lamentarse rendida la idolatría, que tantos siglos había dominado aquellas regiones. Formóse luego la República, repartiendo en los más dignos los oficios de justicia, alcaldes y regidores, a quienes los Padres confieren verdadera jurisdicción, en virtud de una cédula Real del rey nuestro señor. Y, en pocos días, creció tanto, que en mil y quinientos vecinos se contaron ocho mil almas».

¿Qué consolación mayor podía experimentar Montoya que levantar la Cruz de Cristo en medio de aquellos hombres poco menos que salvajes?

He aquí uno de sus relatos: «... Enarbolamos luego el estandarte de la cruz en medio de aquella leonera, porque todas aquellas sierras y quebradas eran habitadas de magos y hechiceros. Fundamos allí una población de 2.000 vecinos y de leoneras de fieras, donde nunca se había visto sino borracheras, deshonestidades, enemistades, muertes, comerse unos a otros, como acaudillados del demonio, de cuya enseñanza procedían tales efectos, viviendo en una inquietud continua, ya hecha aquella tierra un Paraíso, se oía la divina palabra en la iglesia, en sus casas antes de dormir rezaban las oraciones voz en cuello, y lo mismo hacían en despertando. En lugar de aguzar huesos humanos para sus saetas, ya labraban cruces para traer al cuello, y con porfía acudían a saber lo necesario para su bautismo».

En ninguna fundación pasaba Montoya por alto la presencia de Nuestra Señora. Con motivo del establecimiento de una de ellas, en zona inhóspita, escribe:

«Traté luego de entrar a su tierra... el camino todo hasta allí había sido de monte y muy espeso. Parecióme y a los indios también, que era a propósito para fundar un buen pueblo; levantamos luego una hermosa cruz, que todos adoramos; mi casa fue la sombra de un árbol, y en él tenía una imagen de la Concepción de la Virgen, de media vara, mis armas una cruz que continuamente traía en las manos».

Una vez instalados los indios en un lugar, ellos mismos ayudaban a la sustentación del nuevo pueblo: «Sirven los indios, ya bien fundados en la fe, de cazadores para juntar estos rebaños. Y este que hoy rebelde corre por los bosques, ya manso mañana, ayuda a nuestros Padres a rastrear otros, y así se va continuando la espiritual conquista». Nos impresiona con cuánta naturalidad une Montoya lo material con lo espiritual. Es que, como la experiencia les enseñó a aquellos Padres, si lo material no andaba bien, sufría detrimento lo espiritual.

5. La educación del indio

Buena parte del tiempo de los Padres misioneros se dedicaba a la docencia de los indios a ellos encomendados.

Docencia, ante todo, espiritual. Hemos señalado el lugar preponderante del templo en las reducciones. Cuando llegó el P. Antonio al Guayrá y comenzó su labor apostólica en la reducción de Loreto, donde fue nombrado cura, se abocó de inmediato a la erección de un templo más capaz, pues el anterior era pequeño y provisional. El P. Nicolás Mastrilli, hombre muy entendido, que fue varias veces provincial del Perú y una del Paraguay, en carta al P. General le dice refiriéndose a dicha construcción:

«El templo es tan capaz, tan desahogado, tan hermoso, y con tanta curiosidad y aseo, que aseguro a Vuestra Reverencia con verdad, que cuando entré en él me pareció un retrato del cielo, y si no lo hubiera visto, con dificultad lo creyera; y sólo con verlo di por muy bien empleados los trabajos y peligros de tan largo viaje».

Así como el templo se mostraba arquitectónicamente cual centro espiritual de la reducción, así lo era igualmente de todo lo que tenía que ver con la formación religiosa, no sólo en lo que se refiere a la catequesis, sino también a la introducción de las buenas costumbres. Al fin y al cabo, a ello apuntaban principalmente los Padres al establecer las reducciones. Lo demás no era sino su contorno. «Una [costumbre], y muy loable –nos dice Montoya en su Conquista– fue, que bien de mañana oyesen todos Misa, y luego acudiesen a sus labranzas». Tal era el orden: primero Dios, y luego, como derivadas de Él, las demás actividades. Agrega nuestro Padre que del ejercicio de la Misa diaria resultó a veces no sólo motivo de provecho espiritual, sino también aumento de bienes materiales, como si Dios, adaptándose a la cortedad de los indios, hiciese como antaño había hecho con su pueblo elegido, de dura cerviz, uniendo lo espiritual con la prosperidad material.

«Los que no han seguido este ejercicio [de la Misa diaria] han experimentado pobreza y miseria, de que pudiera decir de muchos que oyendo cada día Misa, con mediana labor abundaban en bienes, y de otros que dejándola de oír, y a veces alguna fiesta afanando y trabajando continuamente, apenas se podían sustentar... Les ha el Señor enseñado con cosas exteriores y señales, moviéndolos con éstas a creer las cosas invisibles y del alma».

Resulta admirable el tacto pastoral que mostraban Montoya y sus compañeros en la educación de los indios. Nos cuenta él mismo que, estando todavía en Loreto, señaló una hora a la mañana y otra a la tarde para que acudiesen todos los adultos a la doctrina. Si bien es cierto que tanto en ella como en los sermones que los Padres hacían los domingos exponían con toda claridad los misterios de nuestra santa fe, así como los diez mandamientos, con todo, conociendo los hábitos ancestrales de aquellos indios, «en el sexto guardamos silencio en público, por no marchitar aquellas tiernas plantas, y poner odio al Evangelio, si bien a los peligrosos de la vida instruimos con toda claridad». Alimento sólido para los más formados y leche para los párvulos en la fe. Una perfecta dosis inspirada en la caridad y sabiduría espiritual, donde la gracia no violenta la naturaleza.

Pero la docencia no se redujo a lo puramente espiritual. No sólo se buscó inculcar el cristianismo, es decir, la vida cristiana, de modo que los indígenas lo acogieran en sus corazones, sino que también se propusieron instaurar la Cristiandad, es decir, la impregnación evangélica del orden temporal. Ante todo, en el campo de la cultura. Además de crear una escuela para que los chicos aprendieran a leer y escribir, el P. Montoya se esmeró por formarlos en el buen gusto, iniciando a sus indios en las bellas artes.

Justamente cuando aún no se había terminado la construcción de aquella primorosa iglesia de Loreto, a que nos referimos poco más arriba, llegaron destinados a dicha reducción dos nuevos sacerdotes, uno español, Diego de Salazar, y otro francés, Jean Vaisseau, a quien llamaron Vaseo o Baseo. Este último era un músico avezado, e inducido por Ruiz de Montoya, supo formar en poco tiempo tales discípulos en el arte musical, que pronto se pudieron celebrar los actos de culto con gran solemnidad. Aquellos misioneros habían descubierto la innata inclinación de los indios por la música. Y bien que supieron aprovecharla.

Según testimonios de viajeros que pasaron por diversas reducciones, ni en las catedrales de España, Italia o Francia se podía escuchar algo tan sublime. Fue su preocupación por el decoro del templo lo que impulsó a Montoya a introducir en el culto una música adecuada, que a la vez que alababa a Dios, servía para educar a los neófitos. Con la ayuda del P. Baseo, y aprovechándose de sus notables dotes musicales, supo amansar a esa gente antes salvaje, llegando a ser Loreto una cristiandad floreciente.

En las reducciones se llevó a cabo lo que podríamos llamar «la evangelización por la belleza», ya que juntamente con la música, los indígenas fueron iniciados en las otras bellas artes, la escultura, la arquitectura, la pintura, etc. Volviendo a la formación musical de los indios de Loreto, los cronistas nos cuentan que, en cierta ocasión, cuando se esperaba en Buenos Aires la llegada de un nuevo contingente de misioneros, el entonces provincial, P. Pedro de Oñate, dispuso que Montoya bajara a Buenos Aires con la schola cantorum que había organizado el P. Vaisseau. Así lo hizo, llevando consigo catorce de los cantores, juntamente con el director del coro, que era un indio de Loreto.

En Buenos Aires fue todo un acontecimiento. La entera población se agolpó en torno al Colegio de los jesuitas, ubicado entonces en la actual Plaza de Mayo, frente al Banco de la Nación, en la esquina de las calles Rivadavia y Reconquista. Tanto el Gobernador como el Obispo no sabían qué admirar más, si a aquel santo y simpatiquísimo misionero, o a aquellos salvajes de ayer, transformados en jóvenes educados y de admirable habilidad musical.

Se hacía, asimismo, preciso iniciar al indio en el sentido cristiano del trabajo. Nos emociona oírle decir al P. Antonio: «Obligó la necesidad a sembrar por nuestras manos el trigo necesario para hostias». Ello nos trae al recuerdo algo que leímos no hace mucho acerca del modo como se originaron los vinos en Francia. Fue en la Edad Media, cuando los monjes comenzaron a sembrar uva para tener la materia con que celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Así nacieron los exquisitos vinos del sur de Francia. Allí el vino, aquí el trigo. Y en el telón de fondo de ambos, la Sagrada Eucaristía.

Junto con ello, la formación en el sentido del civismo cristiano, introduciendo a los indios en el tejido político de la hispanidad. Ya le hemos oído decir al P. Montoya, con motivo del establecimiento de la reducción de Nuestra Señora de la Encarnación, que lo primero que se hizo, tras enarbolar la cruz, fue la designación de jueces, alcaldes y regidores, según las ordenanzas de las Leyes de Indias. En un informe del gobernador y capitán general de las provincias del Paraguay, don Luis Céspedes Xeria, dirigido al Rey, del 19 de enero de 1629, se puede leer:

«Visité la Ciudad Real y Villa Rica del Espíritu Santo, de donde envié visitadores a las partes donde el Padre Antonio Ruiz, de la Compañía, asiste, y los demás Padres de dicha Compañía, sus súbditos, a servir a las dos Majestades, Divina y humana, con la palabra del santo Evangelio y atrayendo a la obediencia de Dios y del rey a los indios infieles, vecinos a estas dichas provincias, donde me hallo...». Firma esta carta precisamente en la reducción de Loreto.

6. Misionero intrépido

Uno de los rasgos que más impresiona en la figura del P. Montoya es la impavidez de su coraje, fruto de ese fuego que arde en el corazón del apóstol. Cuando se trataba de una nueva fundación, se lanzaba con un empuje rayano en la temeridad.

«Acabados mis Ejercicios –escribió en cierta ocasión–, me puse en camino para esta reducción del Tayaoba, con ánimo de pelear hasta morir o vencer. Y como quien se dispone para lo primero, repartí todas las alhajuelas que tenía, llevando sólo el ornamento, la hamaca y un poco de maíz para mi sustento».

Su aprehensión no era para menos. La zona en que se introducía resultaba altamente peligrosa. «Las cartas que mis amigos me escribían, que dejados aquellos tan repetidos peligros, me retirase al descanso y conservación de mi vida, me impelían a arriscarla [arriesgarla]. Invoqué el auxilio de los siete Arcángeles, príncipes de la milicia celeste, a cuyo valor dediqué la primera población que hiciese».

Sigamos el relato del modo como hizo esta fundación, una entre tantas, pero muy típica. En la zona donde reinaba Tayaoba, al que ya mencionamos, en la región noreste del Guayrá, no había nunca penetrado español alguno, ni misionero, ni soldado. Dejémosle a él mismo la palabra.

«Hallábanse aquellos valles y sierras poblados de infinitos hechiceros, llenos de mil errores y supersticiones, que aborrecían peregrinas religiones, predicando la suya por cierta y verdadera... La llave o puerta de toda la provincia era un pueblo distante una jornada... Llegué a su lugar con sol. Dieron aquel día muestras de recibirme con gusto, pero fueron fingidas, porque avisados los vecinos de la comarca de mi llegada, toda aquella noche fue bajando gente armada de todas las sierras circunvecinas con ánimo de degollarme y hacer de mis carnes banquete, como también de las de otros quince indios que iban en mi compañía. Como después supe, deseaban probar a qué sabían las [carnes] de los sacerdotes cristianos, porque sus hechiceros les habían persuadido que eran más sabrosas que las demás. Pasé desvelado aquella noche, preparándome para todo lo que podía suceder...

«Apenas rompió el día, cuando entró en mi choza un grande hechicero, y hallándome de rodillas en oración, sentóse con mucho silencio; yo proseguí por buen rato pidiendo a Nuestro Señor alumbrase aquella gente ciega, para que, saliendo de los errores, se convirtiese a su fe. Levantéme y hallé que, con el primero, se habían ya juntado otros ocho caciques tan hechiceros como él, y, habiéndolos saludado con amorosas y corteses palabras, les signifiqué cómo sólo el deseo de su bien me había traído a sus tierras, no en busca de oro y plata, que bien sabía no lo tenían, sino de sus almas para traerlas al conocimiento de su creador y de su hijo y Redentor de los hombres, Jesucristo, que había bajado del cielo y tomado carne humana en las entrañas de una Virgen para librarnos del cautiverio de Satanás y de las penas del infierno; y llegando a tratar de la eternidad de éstas, con que en él son castigados los malos, uno de ellos me atajó la plática, diciendo a voces: –Este hombre miente. Lo mismo repitieron los otros ocho, y salieron corriendo a buscar sus armas, que, por no causar recelo, las habían dejado escondidas...

«Quedé consolado de haber anunciado a aquellos bárbaros el Evangelio, y sin moverme del puesto en que estaba, me resolví esperarlos, arrojándome en los brazos de la Providencia divina». Algunos de los indios que le acompañaban, sigue contando, le rogaron una y otra vez que se fuese de allí, porque lo iban a matar. Accedió el Padre, y cuando se retiraba, comenzó a caer sobre ellos una lluvia de flechas, sucumbiendo siete de los indios que lo habían acompañado sólo para ayudarlo en la predicación del Evangelio. La víspera se habían confesado y comulgado, y le habían dicho: «Ea, Padre, vamos a predicar la fe, que nosotros en su defensa habemos de perder las vidas».

A lo que acota Montoya: «No les faltó sino decir con los Apóstoles: Eamus et nos, et moriamur cum eo, vayámonos también nosotros y muramos con él». Entonces, uno de los indios sobrevivientes, sin decir palabra, le arrebató de los hombros la ropa, le sacó el sombrero de la cabeza, y huyó solo, para que los enemigos lo confundiesen con el Padre. Engañados, los adversarios lo siguieron, pero no lograron matarlo. Luego el indio retornó y le restituyó al Padre su ropa.

A pesar de este fracaso, volvió el Padre a penetrar por segunda y tercera vez en la región del temible Tayaoba. Era una empresa arriesgadísima, pero su celo lo impelía de manera incontenible. Dice Jarque que pocas veces ha convenido más a los ministros del Evangelio la denominación de corderos, enviados a lidiar con crudelísimos lobos, sin otra arma que una cruz en la mano, en una tierra donde los caciques se comían a sus propios vasallos cuando no tenían a mano cautivos enemigos.

«Nada de esto ignoraba el Padre Antonio –agrega–, que aunque se había ya visto entre sus dientes, no escarmentó ni en su cabeza, para la fuga del peligro, ni en la de sus indios compañeros, para evitar la muerte. Porque el deseo de que su Dios fuese conocido y Cristo glorificado de aquellas naciones, era tan fervoroso, que los mayores riesgos se le antojaban seguridades, y llanos los más enriscados montes».

Al parecer, esta vez había logrado su objetivo. En tierras del Gran Tayaoba, cacique de tanto renombre en el Guayrá, fundó la reducción que llamó, como lo había prometido, de Los Siete Arcángeles, levantando la cruz y adorándola. Fue, por desgracia, un intento abortado, ya que pronto los indios se amotinaron, y los cristianos tuvieron que huir. Pero a Montoya no le iban a torcer el brazo. Tenía el Padre una tela, de más de un metro de alto, con la imagen de aquellos príncipes celestiales. La puso en un marco, y llevándola en procesión caminó tres días, acompañado de sólo treinta indios, hasta el sitio de la última frustrada tentativa. Levantó de nuevo la cruz, «y allí con toda brevedad hicimos una fuerte palizada, y una iglesita pequeña, en que cada día decía misa». La actitud amenazadora de aquellas fieras amainó al fin, y comenzaron a acudir nutridos grupos de indios a reducirse.

Relatemos los avatares de otra fundación, esta vez en las regiones del Tayatí. Montoya refiere dicho viaje en carta al provincial.

«Tuvimos muy buenas nuevas, enviándonos un cacique principal su hijo, con algunos de sus vasallos, a darnos la bienvenida. Con que proseguimos nuestro viaje, aunque con mucho trabajo e incomodidad, por no haber camino alguno, sin hallar que hubiesen dejado rastro para guiarnos por él los que fueron delante, en las ramas de los árboles que tronchan los indios para dejar señal, y según es fresca la quiebra se conoce cuánto tiempo hace que pasaron por allí... A esto se añadía el temor de los indios que nos acompañaban... Proseguí mi viaje por tierra para abrir camino, y aunque hice hartas diligencias para ver si podría topar con alguno, no pude...

«Un cacique principal se ofreció llevarme hasta cierto paraje, por donde él antiguamente solía ir de caza, que hasta allí sabía, y no más; y que desde allí se volvería. Este camino emprendí fiado en la divina Providencia, y la experimenté el primer día muy propicia, porque en los demás caminos muchos ratos había de caminar sobre manos y pies y medio arrastrando por ser tan cerrado el bosque y de agrias cuestas. Perdímonos el segundo día, y el que guiaba, perdió el tino, de manera que era necesario subir a las cumbres de los más altos árboles para ver dónde habíamos de seguir nuestra derrota.

«Cogiónos la vigilia de Santiago en un densísimo cerro y nos faltó el agua cuando íbamos carleando la sed. Faltónos también el pan de palo y hubimos de ayunar comiendo sólo palmitos. Son éstos los cogollos de las palmas que las hay altísimas... Cuatro días dejé de decir la Misa, con harto sentimiento, por no tener agua. Aunque al día siguiente proveyó Dios de unos palos muy gruesos que llaman los naturales Yzipo; cada uno destos, cortado, destila agua para dos personas, muy fría y de buen gusto...»

Cuando llegaron al lugar donde el indio ya no conocía más, le dijo al Padre que quería volverse a su pueblo. «Agradecíle al cacique, con grato semblante y suaves razones, el beneficio que me había hecho, prometiéndole la paga de parte de Dios, y ya me acogí al sagrado de su misericordia, rumiando el nombre de Padre, que fue el asunto de toda mi oración; y confieso a V.R. que saltaba de contento de verme deshauciado de todo humano socorro, persuadiéndome que nunca más cerca en mi favor el divino».

Cuál no sería su alegría cuando aparecieron indios de una reducción cercana, cuyo cacique le dio un abrazo. «Prosiguió en una plática tan cuerda, que yo lo admiré mucho y me estaba bañando en agua rosada, alabando el poder de Dios que sabe hacer, no ya de piedras hijos de Abraham, sino lo que parece más, de fieras hambrientas de carne humana, hijos legítimos de Dios y de su esposa la Iglesia. Luego se vino a mí y comenzó a acariciarme con amorosas palabras, significándome cuán sentido estaba de verme tan flaco y fatigado del camino y que me detuviese a descansar en su pueblo».

Encantadores resultan estos relatos del P. Ruiz de Montoya, una suerte de «florecillas», propias de un santo. Lo cierto es que las diversas fundaciones le costaron muchísimo. En una de ellas se vio acosado, él y los pocos indígenas que lo acompañaban, por indios enemigos que descargaron sobre ellos una nube de flechas.

«Topamos –dice–, por gran ventura, en un oculto camino por donde disimular el rastro que dejábamos. Este fue un acequión o pasadizo y hozadero de jabalíes, metido bien en la tierra, hecho un lodazal continuo y tan cubierto y disimulado con unos espinosos juncos, que llevamos a gran ventura dar con este escondrijo. Arrojámonos por él, cuya anchura apenas daba lugar a que uno tras otro pasásemos. El altor era menos porque yendo a gatas, metiendo las rodillas y brazos en el cieno hediondo, nos era fuerza llevar por él arrastrando el rostro, pena de que en levantando un poco la cabeza, topaba luego con las agudas espinas de los juncos. Aflicción grande pasé en este estrecho, sucio y espinoso camino, de que salimos como suelen salir los jabalíes del cieno, y yo saqué la cabeza lastimada de los juncos, corriendo la sangre por el rostro, que con las lágrimas de sus ojos me limpió uno de los indios compañeros».

Viajes terribles aquéllos, que avergüenzan nuestro apocamiento y pusilanimidad. En cierta ocasión, estando aún en la reducción de Loreto, lo mandaron con un encargo a Asunción, distante 400 kilómetros. Fue primero por el cauce de un río, y luego a pie, bajo un cruel aguacero.

«Sentéme –dice–, arrimando la cabeza al árbol, donde pasé la noche sin comer bocado, ni mis compañeros [tres indios] porque no lo había; el agua que corría por la tierra me sirvió de cama, y la que caía del cielo, de cobija; deseaba el día, por ser tan larga la noche. Al reír del alba probé a levantarme, pero halléme tullido de una pierna, yerta como un palo y con agudos dolores; animeme a caminar arrimado a una cruz que llevaba en las manos; llevaba arrastrando la pierna por el mismo camino del agua que corría; para pasar cualquier palo, que hay muchos atravesados por aquel camino, me sentaba sobre él y con ambas manos pasaba la pierna sobre él con crueles dolores, y, levantándome, proseguía mi camino. Es el cielo testigo del insufrible trabajo que padecí». Los terribles dolores, las rodillas hinchadas, los nervios «como si fuesen de hierro», sintiendo en cualquier movimiento como si le metiesen lanzas, hizo que los indios debiesen llevarlo en una hamaca.

Refiriéndose a otro viaje, cuenta Jarque que, estando en camino, Montoya se sintió muy mal, y se tiró sobre el suelo. Los indios que lo acompañaban lo desampararon, dejándolo solo, y volvieron a sus chozas. Llegó la noche y pensó que sería la última de su vida. Se abrazó al crucifijo, compañero inseparable en todos sus viajes, disponiéndose a bien morir, cuando oyó una voz que le decía «Ánimo, que ya viene tu compañero». Así fue, porque pronto llegó el sacerdote que lo acompañaba en la reducción, y le prestó ayuda.

«Aún no del todo convalecido de su achaque, fue a decir misa en acción de gracias en una cabaña pobre, que servía de iglesia, y comenzando el introito se le presentó de repente la gloria celestial con la velocidad con que un relámpago deslumbra la vista, aunque en su memoria quedó muy vivo y duradero el dibujo de ella, para dar nuevos alientos al alma en los muchos y grandes trabajos que había de padecer».

En otra ocasión, se encontró en inminente peligro de ser devorado por un grupo de indios antropófagos que habían invadido el lugar donde residía, juntamente con otro Padre, José Cataldino, viejo misionero. Sin inmutarse, el P. Ruiz se dirigió a este último, y tras recordarle la conocida frase de San Ignacio de Antioquía: Christi frumentum sum, dentibus bestiarum molar, ut panis mundus inveniar, soy trigo de Cristo, seré molido por los dientes de las bestias para que sea hallado pan puro, le dijo: «Padre mío, hoy me parece que será el último día de nuestra peregrinación». A lo que el viejo misionero, con igual valor, le respondió: «Cúmplase la voluntad de Dios», y prosiguió la tarea que tenía entre manos. Realmente era el suyo un «vivir peligrosamente», no por mero amor al peligro, sino por amor al Dios que lo había enamorado desde su juventud.

Cuando se lee su libro Conquista espiritual sorprende la reiteración con que relata sucesos milagrosos, y su constante apelación a intervenciones divinas o a la acción del demonio. Montoya no trata de buscar explicaciones naturales, pareciéndole obvias aquellas manifestaciones de la lucha entre el bien y el mal, de las que es, con frecuencia, testigo o protagonista. Las consideraciones de San Agustín sobre las Dos Ciudades, y la meditación de las Dos Banderas de San Ignacio, parecen concretarse visiblemente en esta lucha entre Dios y el demonio en medio de la selva y los bosques norteños, tal cual lo había previsto, durante su juventud, en sueño profético. Una auténtica contienda teológica, sobrenatural, como telón de fondo de todas sus actividades apostólicas.

Refiriéndose a los escollos que en cierta ocasión encontró en su trabajo misional escribe: «Pretendía con tan adverso suceso arredrarnos el demonio de tan importante empresa, pero la codicia de ganar tantas almas para el cielo hacía olvidar estos trabajos». Consciente de esta misteriosa presencia demoníaca, era su propósito «hacer rostro con la verdad del Evangelio al mentiroso culto con que el demonio se hacía adorar».

Todo ello se vuelve completamente ininteligible para un espíritu como el de Juan María Gutiérrez, quien en carta a Mitre del 28 de febrero de 1868, le dice: «El Padre Montoya, juzgado por sus propios testimonios ante el tribunal de la verdad y del sentido recto, no tiene más defensa que asimilarlo con Don Quijote. Las lecturas de los libros de caballería le debilitaron a éste el seso y le hicieron ver cosas que no podía ver. El Padre Montoya veía al diablo y creía que hacía milagros por una alucinación algo parecida a la que padecía el manchego».

Sólo puede hablar así quien se limita a juzgar con los sentidos naturales, vuelto incapaz de vislumbrar siquiera los espectáculos sobrenaturales, a los que sólo la fe viva da acceso. Preferimos el juicio del P. Nicolás Mastrilli, uno de sus superiores, que en carta al General de la Orden así informaba del P. Antonio: «Varón perfecto, de mucha oración. En la conversión de la gentilidad acomete trabajos con riesgo de la vida... Imita los pasos de nuestro santo Francisco Javier en el trabajo y discreción».

7. Los enemigos de las reducciones

Numerosos fueron los adversarios del santo emprendimiento de las reducciones, según nos los informa Ruiz de Montoya. En primer lugar, los hechiceros y brujos, que tenían gran predicamento sobre nutridos grupos de indígenas. Cuenta el Padre que, aprestándose a entrar por primera vez en la zona del famoso Tayaoba, movidos por los brujos, aquellos indios aparentaron recibirlo bien, pero era una ficción, «porque dando aviso de mi llegada, toda aquella noche fue desgalgando gente de aquellas sierras, con ánimo de comerme y a los que iban en mi compañía, que serían como 15 personas. Tenían deseo –como después supe– de probar la carne de un sacerdote que juzgaban era diferente y más gustosa que las demás». Refiriéndose a una ulterior entrada en la misma zona escribe:

«El que más ardía en furor y deseo de comerme era un mago llamado Guiraberá, el cual se hizo llamar Dios, y con sus mentiras se había apoderado de aquella gente. Su comer ordinario era carne humana, y cuando fabricaba alguna casa o hacía alguna obra, para regalar a sus obreros hacía traer el más gordo indio de su jurisdicción y de aqueste pobre hacían su convite».

Por lo que se lee en la Conquista espiritual, los brujos fueron enemigos frontales de los Padres. Uno de ellos, llamado Yeguacaporú, relata Montoya, «se había saboreado con la muerte del P. Cristóbal de Mendoza». Si bien lo sorprendió la muerte, sus sucesores levantaron templos y pronunciaban arengas a los suyos, llegando incluso, por su odio al cristianismo, hasta querer borrar en los fieles las huellas del bautismo. «Yo te desbautizo», le decían al indio ya cristiano, mientras le lavaban todo el cuerpo.

Su principal designio era sembrar el descrédito de la fe cristiana, «amenazando a los que la recibiesen y a los que recibida no la detestasen, a que serían comidos de los tigres, y que las formidables fantasmas saldrían de sus cavernas armadas de ira, con espadas larguísimas de piedra a tomar venganza, y otras boberías a este modo, cosas todas muy formidables a aquella simple gente».

Fueron, pues, éstos los primeros adversarios de los Padres. Pero también se mostraron tales algunos españoles, en oposición a veces solapada, a veces patente. Especialmente los vecinos de Villa Rica y Ciudad Real veían con dolor cómo los indios reducidos, exentos del servicio personal, se les escapaban de las manos, no pudiéndolos emplear en sus explotaciones agrícolas o ganaderas. La ira que los embargaba, en razón de la merma de sus ganancias, se acrecentaba aún más porque los jesuitas censuraban sus costumbres y el trato que a veces daban al indio.

No en vano el obispo de Tucumán escribía, en 1637, al rey de España, una severa carta donde, luego de decirle que la Compañía de Jesús era la que verdaderamente descargaba la conciencia tanto del Rey como del Obispo, agregaba que los jesuitas «a un tiempo están padeciendo el odio doméstico de los mismos castellanos de aquel obispado, por el amparo que dan a los indios de aquellas reducciones, amparándoles la libertad natural en que vuestra Majestad los tiene amparados, y doctrinándolos en el Evangelio; y por los moradores de San Pablo de Brasil, ayudado de los tupis, causando estragos, muertes y cautiverios en los indios recién convertidos...»

El Obispo nos acaba de nombrar el tercer y peor enemigo de las reducciones, los llamados bandeirantes, con los que a veces llegó a colaborar algún gobernador español, como enseguida diremos. Un escritor inglés, Cunninghame Graham, relata:

«Mientras los Jesuitas organizaban sus Reducciones en las Provincias del Guairá y sobre los ríos Paraná y Uruguay, un nido de halcones miraba hacia los neófitos de las mismas y los consideraba pichones que se engrosaban para ser devorados por ellos. Allá en San Pablo de Piratinga, en el Brasil, a unas 800 millas de distancia, venía a la vida una comunidad extraña. Poblada primitivamente por aventureros y criminales portugueses y holandeses, llegó San Paulo a ser un nido de piratas y un hogar para todos los desesperados del Brasil y del mismo Paraguay».

San Pablo fue fundada en 1553, por el P. Manuel de Nóbrega, según algunos; según otros, por el P. José Anchieta, ambos jesuitas, como reducción o aldea indígena. Pero, con el correr del tiempo, se fue convirtiendo en una especie de refugio de gente advenediza, tanto portugueses, como españoles, italianos y hasta holandeses, una auténtica Babel. Cuando, a comienzos del siglo XVII, se comenzaron a establecer las reducciones guaraníticas, San Pablo tenía unos 15.000 habitantes, muchos de ellos maleantes, que aprovechaban la lejanía de Río de Janeiro, sede de las autoridades portuguesas, para obrar a su arbitrio.

Pues bien, algunos de sus jefes se abocaron a reunir secuaces para organizar «la caza del indio». Tomaron el nombre de mamelucos, palabra que designaba al hijo de portugués e india; o también bandeirantes, porque en sus incursiones marchaban detrás de una bandeira; o sertonistas, de sertao o sertón, como designaban los portugueses la selva y monte habitado por salvajes. Estos aventureros salían de sus casas en grupos numerosos, pertrechados con arcabuces y acompañados de numerosos indios, especialmente de la tribu de los tupíes, que colaboraban estrechamente con ellos.

Tras caminar meses enteros, cuando encontraban algún grupo de indios, los capturaban con astucia y los ataban; al considerar que ya se habían apoderado de suficientes cautivos, regresaban a San Pablo para venderlos como esclavos, allí o en otras poblaciones del Brasil. De nada había servido que los reyes de Portugal prohibiesen esclavizar a los indios; ni a los paulistas les producía escozor que su «caza de indios» se realizase en dominio extranjero, como era el territorio de la corona de España. De hecho, despoblaron zonas enteras.

Estas incursiones, llamadas también malocas, comenzaron en gran escala con motivo del establecimiento de las reducciones. Ya desde antes, los mamelucos se habían apersonado por la zona del Guayrá, pero ahora, el hecho de encontrar a los indios no ya dispersos sino reunidos en pueblos, facilitaba grandemente su propósito. En 1628 fue el primer gran asalto, si bien en esa ocasión respetaron a los indios reducidos, limitándose a los que estaban sueltos en los alrededores. No fue así al año siguiente, en que saquearon la iglesia del pueblo de San Antonio y la casa de los Padres. Cuenta Ruiz de Montoya que fueron tres de estos últimos a pedirles la devolución de los indios que habían cautivado, y si no, que los llevasen también a ellos. Ciegos de ira, tras decirles que no eran sacerdotes sino demonios, herejes, enemigos de Dios, y que predicaban mentiras a los indios, comenzaron a disparar algunos arcabuzazos, hiriendo a varios indios, y al P. Cristóbal de Mendoza lo lastimaron de un flechazo.

Las malocas se reanudaron poco después. «Entraron a son de caja y orden de milicia –cuenta el P. Montoya– en las dos reducciones de San Antonio y San Miguel, destrozando indios a machetazos. Acudieron los pobres indios a guarecerse en la iglesia, en donde –como en el matadero vacas– los mataban, haciendo despojos de las pobres alhajas de las iglesias, erramando los óleos por los suelos». En esa ocasión se apoderaron de unos 9000 indios, entre los de las aldeas y los que vivían aislados. Tras apartar a los maridos de sus mujeres y a los hijos de sus padres, los golpearon y amenazaron de muerte, matando a los que intentaban huir, y encadenados, los trasladaron a San Pablo. Dos Padres decidieron seguirlos, y «habiendo caminado casi 300 leguas a pie llegaron a la villa de San Pablo, pidieron su justicia en varias partes, pero es cosa de cuento tratar del nombre de justicia». Los jueces de la ciudad eran cómplices del atropello. Ni valió recurrir a Río de Janeiro.

En 1630 hubo una nueva invasión, peor aún que la anterior, ya que implicó la ruina de todos los pueblos del Guayrá, con excepción de San Ignacio y Loreto. Entraron en los pueblos a sangre y fuego, no respetando en este caso ni a los mismos misioneros, que fueron golpeados sin miramientos. A los cautivos los trataron crudelísimamente; quienes no caminaban a buen paso eran matados sin compasión.

Durante esos acontecimientos estaba precisamente de visita en las reducciones el provincial del Paraguay, el cual se dirigió enseguida a Villa Rica para informar al gobernador. Éste envió unos 80 soldados. Al llegar hicieron una descarga simbólica, matando a un paulista, y luego retornaron. Se vio que era una farsa. «Los mismos portugueses –asevera Ruiz de Montoya, que estuvo en la acción– nos dijeron que lo que hacían era orden del Gobernador [del Paraguay] y que estaba casado en su tierra, y que les quería mucho, y había venido con ellos desde San Paulo, y que así no los estorbaría y que si viniese allí, antes les ayudaría».

El gobernador era don Luis de Céspedes Xeria, el mismo que antes había hecho tan alto elogio de la obra de la Compañía. En realidad, era un hipócrita. Había venido de España en 1626, y a su paso por Río de Janeiro, se casó con una sobrina del gobernador de Brasil. Luego se dirigió a San Pablo, donde fue recibido con todos los honores, al punto de que varios de esos truhanes lo acompañaron hasta Asunción. Resultaba altamente beneficioso para los mamelucos tener como aliado a este hombre, que cuando estuvo en San Pablo no disimuló su encono por la Compañía. Ruiz de Montoya, y otros Padres, que lo habían conocido, creyeron que encontrarían en él un sólido apoyo para su obra misionera, ya que al comienzo, como dijimos, los había defendido. Pero pronto hubieron de desengañarse.

Las malocas se sucedieron una tras otra. Por donde pasaban los paulistas quemaban las iglesias, cortaban cabezas, mutilaban y mataban. «Sin encarecimiento –escribe Montoya, refiriéndose a una de esas incursiones–, aquí se vio la crueldad de Herodes, y con exceso mayor, porque aquél, perdonando a las madres, se contentó con la sangre de sus hijuelos tiernos, pero éstos ni con la una ni con la otra se vieron hartos». Lo único que quedaba era sepultar a los muertos. En 1639, el Cabildo eclesiástico de Asunción se hizo eco de esta situación: «Los Portugueses de la Villa de San Pablo invadieron hostilmente las dichas Reducciones, matando y robando innumerables Indios e Indias, executando enormes crueldades, quemando los templos, rasgando las imágenes, ultrajando los sacerdotes, arrojando en hogueras de fuego, a la partida, a los viejos y enfermos que no podían caminar, estrellando los niños en los palos y piedras y dando a comer sus carnes a sus perros».

Aunque nos suene a increíble, una Real Cédula del 16 de septiembre de 1639 nos informa que, desde 1612 hasta 1638, tanto de las reducciones, como de los que vivían al margen de ellas, fueron cautivados nada menos que 300.000 indios. Sólo en cuatro años, de 1628 a 1631, se vendieron como esclavos, en los mercados brasileños, unos 60.000.

Bien ha señalado el P. Guillermo Furlong que sería un gravísimo error atribuir este acto sólo al salvajismo y codicia de los bandeirantes. Tras sus expediciones invasoras se escondía un intento geopolítico. Río de Janeiro no estaba tan lejos de San Pablo, como para ignorar y dejar impunes tantos crímenes, lo que hace innegable cierta complicidad. Por otra parte, España no llegó a tomar posesión de todo el vasto territorio que le correspondía, según la línea de Tordesillas, y se contentó con ocupar y poblar la franja occidental del Nuevo Mundo, dejando en un lamentable abandono la otra mitad de sus dominios, o sea, la que se extendía hacia el este. Los portugueses, legalmente dueños de una estrecha faja costera, que no llegaba a ser sino una cuadragésima parte de lo que hoy es el Brasil, fueron avanzando de una manera sostenida en dirección al oeste, llegando así a hacer conquistas inmensas en lo que era territorio incuestionablemente español. De lo que concluye Furlong: «Admira ciertamente la artería, no menos que la continuidad, con que los lusitanos, así los de la Metrópoli políticamente, como los del Brasil prácticamente, fueron posesionándose de lo que no les pertenecía».

Con las misiones que los jesuitas establecieron entre los Maynas, Mojos, Chiquitos y Guaraníes, en una línea que va del actual Ecuador, pasando por Bolivia y Paraguay hasta nuestra Corrientes, se podría decir que levantaron, quizás sin pretenderlo, la más firme muralla contra los avances de los lusitanos en los dominios españoles. Las misiones guaraníticas, en particular, constituyeron un serio obstáculo a su ambición más ardiente: la posesión del Río de la Plata. De no ser por ellas, afirma el P. Cayetano Bruno, no es aventurado suponer la absorción total por parte del Brasil de lo que hoy constituye nuestro territorio nacional. Ya en 1616 Hernandarias, instruido por sus lugartenientes del Guayrá, se había dirigido a Felipe III en estos términos:

«Me escriben y avisan siempre de los agravios y robos que los portugueses de el Brasil hacen a los indios de esta jurisdicción, cautivándolos a millares, haciendo en ellos grandes y crueles muertes y desnaturalizándolos, porque los llevan a vender a las poblaciones de aquel Estado; y agora ha llegado tanto su crueldad y atrevimiento, que me avisa el teniente de la ciudad de Jerez, que vinieron y se llevaron de cuajo un pueblo que estaba cerca de ella en servidumbre y de paz».

La única solución que proponía, frente a tantos desmanes, era la «despoblación» de San Pablo, para la que pedía autorización al Rey. Asimismo el gran estadista reiteraba un antiguo plan suyo, propuesto ya en 1607, y era dividir la gobernación del Paraguay, formando con Jerez, Villa Rica y Ciudad Real una nueva provincia y obispado, con lo que la zona hubiera quedado consolidada política y militarmente en el Guayrá. Pero no se le hizo caso y los bandeirantes siguieron con sus tropelías, conocedores de la escasa resistencia que podían ofrecer los tenientes de gobernadores, sin soldados casi para escarmentarlos.

Hernandarias se mantendría firme en esta posición. Muchos años después, cuando ya no era gobernador, fue comisionado por la Audiencia de Charcas para investigar los crímenes de los bandeirantes. Logró juntar pruebas incriminatorias más que suficientes, que remitió luego a Charcas, acompañándolas con un resumen que envió desde Santa Fe a Felipe IV el 23 de junio de 1631:

«Los portugueses –dice allí– han destruido ya varias reducciones. Las demás quedan en el mismo peligro. Y todas estas maldades se han hecho en solos tres años del gobierno de don Luis de Céspedes Jeria, vuestro gobernador del Paraguay, que entró por la vía de San Pablo acompañado algunas jornadas de muchos portugueses que venían al sertón».

8. El gran éxodo de los guaraníes

La situación se tornaba francamente insostenible. Destruidos ocho de los pueblos del Guayrá, los dos restantes, Loreto y San Ignacio, tenían los días contados. A mediados de 1631, el P. Montoya, por aquel entonces Superior de las misiones, convocó a los Padres para analizar el estado de las cosas. Todos coincidieron en que era preciso transmigrar a una región más segura. Y así, tanto los indios de los dos pueblos sobrevivientes, como los de las otras ocho reducciones devastadas, que se habían refugiado en los montes, atendidos también allí por algunos Padres, entre otros, el P. Antonio, se aprestaron al éxodo.

No fue fácil persuadir a los indios de San Ignacio y de Loreto, unos cinco mil, de la conveniencia de la transmigración. A ello ayudó la insostenible situación de los siete mil que vivían en los montes, aterrorizados ante inminentes nuevas malocas. Una vez todos convencidos, se preparó la partida.

«Ponía espanto ver por toda aquella playa ocupados indios en hacer balsas, que son juntas dos canoas o dos maderos grandes, cavados a modo de barco, y sobre ellos forman una casa bien cubierta que resiste el agua y sol; andaba la gente toda ocupada en bajar a la playa sus alhajas, su matalotaje, sus avecillas y crianza. El ruido de las herramientas, la priesa y confusión daban demostraciones de acercarse ya el juicio. Y quién lo dudara, viendo seis o siete sacerdotes que allí nos hallamos consumir el Santísimo Sacramento, descolgar imágenes, consumir los óleos, recoger los ornamentos, desenterrar tres cuerpos de misioneros insignes que allí sepultados descansaban, para que los que en vida en nuestros trabajos nos fueron compañeros, nos acompañaran también, y no quedaran en aquellos desiertos; desamparar tan lindas y suntuosas iglesias que dejamos bien cerradas, porque no se volviesen en escondrijo de bestias».

Así se fabricaron 700 balsas, juntamente con numerosas carretas, para quienes irían por tierra. Eran en total unos 12.000 indios. Al frente de todo estaba el P. Ruiz de Montoya. Tras dos días de viaje, navegando el Paranapané abajo hacia el Paraná, se enteraron de que, poco después de su partida, habían llegado los bandeirantes a los pueblos ya desiertos, quedando furiosos al verse burlados.

El primer obstáculo que hallaron los fugitivos fue de parte de un grupo de españoles de Ciudad Real, ubicada junto al río, que habían fortificado una angostura, decididos a cortarles el paso, con la intención de llevarse a los prófugos a sus campos para el servicio personal. La cosa era trágica. Y hasta escandalosa. Los enemigos que dejaban atrás, los mamelucos, eran cristianos, al menos de nombre; lo eran también estos españoles, vecinos del Guayrá, que procuraban impedir el paso.

El P. Ruiz de Montoya, que, como dijimos, encabezaba la expedición, se entrevistó con el comandante del fortín, pidiéndole explicaciones y echándole en cara el delito que cometían, pero fue en vano, llegando aquél a amenazarlo, si intentaba regresar a donde estaban los indios. El Padre se escabulló, y tras volver con los suyos, resolvió enviar a otros dos Padres.

Nada se logró. Estaba el peligro de que llegasen los bandeirantes, que no les habían perdido la pista, y ahora, aliándose con los españoles, los destrozasen. Resolvieron entonces combatir y forzar el paso, ordenando sus barcas en formación militar. Al ver esto, los españoles optaron por dejarlos pasar.

Siguieron así su marcha, pero muy poco después, los que iban por el río se toparon con un nuevo obstáculo: los famosos Saltos del Guayrá, casi a mitad de camino entre las reducciones originales y las cataratas del Iguazú. El río Paraná, en vez de los cinco kilómetros que tenía, se estrechaba ahora a sólo cincuenta metros, arrojándose sus aguas de una altura de veinte metros. Intentaron buscar un paso, pero perdieron 300 embarcaciones. «Fue fuerza que dejásemos las canoas –escribe Montoya– porque por allí es innavegable el río por la despeñada agua que forma remolinos tales, que rehusa la vista el verlos por el temor que causan». Debieron entonces caminar 25 leguas por tierra, con todo lo que ello significa, porque hubo que cargar la totalidad de los bultos e incluso las mismas embarcaciones. «Todo viviente apercibía su carga, varones, mujeres y niños, acomodando sobre sus costillas sus alhajas y su comida». Acá Montoya apunta un toque emotivo:

«Hacían tierna memoria de sus casas, y principalmente de la de Dios, adonde fue de ellos por muchos años adorado y humildemente servido y recibido en sus almas en el vivífico Sacramento. Llevaban arpas e instrumentos músicos, con que en su patria daban música a Dios en sus festividades, y entre motetes suaves crecía su devoción, juzgando por muy breve tiempo la asistencia larga que hacían en el templo, al son de aquellos acordados instrumentos ya sin cuerdas y deshechos. No sirviéndoles ya más que para una triste memoria, los dejaron perdidos entre las peñas de aquel áspero camino». ¿Cómo no recordar la nostalgia de los desterrados miembros del pueblo elegido: «Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y llorábamos acordándonos de Sión; de los sauces que hay en medio de ella colgábamos nuestras cítaras» (Ps 137, 12)

Fácil es imaginar lo que ha de haber sufrido el P. Montoya en el transcurso de este viaje, expuesto con los suyos, no sólo a las inclemencias del tiempo, sino también a las fieras y alimañas. Iba y venía, animando a unos, consolando a otros. Aquella inmensa caravana de 12.000 indígenas estaba alicaída, más aún, decepcionada. Se les había asegurado que de las reducciones del sur pronto vendrían canoas en su ayuda, pero no fue así. Las cartas en que se pedía auxilio no habían llegado a destino, y los misioneros del sur ignoraban lo que últimamente acontecía en el Guayrá.

Para colmo, a los 12.000 indios se juntaron otros más, provenientes del norte, que huían de los paulistas, trayendo noticias frescas de cómo las reducciones abandonadas habían sido arrasadas por los mamelucos. Los alimentos escaseaban, por lo que hubo que buscar el sustento en el monte. Fue, asimismo, preciso construir nuevas barcas, pero en esa región había pocos árboles de troncos gruesos. Algunos indios, hartos de tanto ajetreo, optaron por retornar a sus tierras originales o se perdieron para siempre en los montes.

Tras ocho días por tierra pudieron por fin volver al río, más benigno y navegable. Pero la escasez de alimentos se hizo alarmante. «Comían los cueros viejos –relata el P. Ruiz–, los lazos, las maneas de los caballos..., sapos, culebras y toda sabandija que sus ojos veían no se escapaban de sus bocas». Sólo se pudo pensar en sembrar y recoger lo que fuera posible. Para remate de males, cundió una terrible peste, efecto del hambre y de la debilidad, muriendo unas 2000 personas. Relata Montoya que cuando los Padres administraban los últimos sacramentos a los indios, algunos de ellos decían: «más vale que el cuerpo muera, que no que el alma peligre en la fe, entre aquellos hombres sin Dios, vecinos de San Pablo».

Por si ello fuera poco, varias barcas volcaron en aquellas regiones de terribles yacarés. Ante tanta desgracia, confiesa el P. Antonio, «volviéndome al cielo con los ojos destilando lágrimas, acusé mis culpas causadoras de estos desastres, y mirando a Dios que la fe viva representa al vivo, dije: “Señor, ¿es posible que para esto habéis sacado a esta gente de su tierra, y para que mis ojos se quiebren con tal vista, después de habérseme quebrado el corazón con sus trabajos? Dirán –por ventura– que mejor les estaba ser esclavos, que al fin vivieran, que no morir en el vientre de estos peces”». Parecía un nuevo Moisés, repitiendo casi textualmente la invocación de aquel caudillo durante la travesía por el desierto.

Mientras los del Guayrá recorrían su via crucis, también debieron exiliarse los de Itatines, porque los bandeirantes, privados ya de los pueblos que estaban antes en aquella región, se habían arrojado sobre éstos, forzándolos también a emigrar. Lo mismo pasó con los del Tape. Los diversos grupos fueron confluyendo en las reducciones ya existentes en el sur del Paraguay, y en nuestras actuales provincias de Corrientes y Misiones, así como en la otra banda del río Uruguay, sobre el Brasil. De todas estas ransmigraciones, la más trágica y apresurada fue la del Guayrá.

No pudo, por cierto, el P. Montoya imaginar tantos obstáculos, y la consiguiente pérdida de vidas que hubo que lamentar. Algunos jesuitas lo criticaron por ello, llegando incluso a manifestarle sus quejas al P. General, pero éste salió en defensa de nuestro héroe. Es cierto, admitió en su respuesta, que se hubiera podido ir más despacio, previendo mejor el viaje y la comida, pero eso es fácil decirlo después de ocurridos los hechos. Otros le echaron en cara «la pérdida total del Guayrá para la corona de España»; el Cabildo de Asunción achacó a la Compañía el «haber despoblado y sacado de su natural y pueblos más de doce mil almas..., y haber quitado a Ciudad Real todos los indios encomendados a ella y dejándola desierta».

Pero, decimos nosotros, ¿cómo se hubieran podido defender los indios, no encontrando amparo ni en los vecinos de Villa Rica, ni en los de Ciudad Real, ni en los gobernadores de Asunción? Sea lo que fuere, el P. Antonio resultó ser el protagonista de una de las hazañas más memorable de nuestra historia. Como escribe Cunninghame Graham:

«Así Montoya puso en salvo y llevó a puerto seguro a cerca de 12.000 personas, llevándolas a distancia de 500 millas, por regiones desérticas y por un río, obstruido en todo su curso por cataratas. Por lo general el mundo olvida o jamás conoce a sus más grandes hombres, mientras que los pillos, quienes en su vida fueron tal vez los juguetes de la fortuna, duermen en tumbas gloriosas y sus memorias ocupan una página de la historia, gracias a escritores de la misma pasta que ellos».

Se ha escrito que siendo este gran éxodo una página de enorme grandeza épica, comparable, como dijimos, al que antaño encabezara Moisés, no deja de ser lamentable que dicha gesta, de ribetes caballerescos, digna de las musas de Homero o de Virgilio, no haya encontrado algún artista capaz de expresarla en el lienzo o en el cine. Ni siquiera los historiadores le han dado su debido lugar. Lo cierto es que no quedó estéril aquel gesto inicial del joven Montoya cuando, viviendo en Lima, y siendo todavía laico, ingresara airosamente en el Orden de la Caballería.

IV. Ante la corte de Felipe IV

Volvamos a los hechos. Ya algunos de los dignatarios españoles habían elevado su queja por el reiterado atropello de los bandeirantes. Así, por ejemplo, fray Cristóbal de Aresti, obispo electo de Buenos Aires, le escribía al Papa:

«En el Brasil hay una ciudad –sujeta a un prelado que no es obispo– que se llama San Pablo; en ésta se ha juntado un gran número de hombres de diferentes naciones, ingleses, holandeses, judíos, que haciendo liga con los de la tierra como lobos rabiosos hacen gran estrago en el nuevo rebaño de Vuestra Santidad, cual es los indios nuevamente convertidos en este obispado del Río de la Plata, y en el del Paraguay, entrando en ellos con espíritu diabólico a caza de indios...»

No pocos comenzaron a pensar en la conveniencia de armar a los indios. En 1627, los jesuitas solicitaron a la Real Audiencia de Charcas y al General de la Orden la autorización para ello, única manera, a su juicio, de enfrentar a los agresores. Ambas instancias dieron su acuerdo, sólo que el General puso como condición que los Padres no empuñasen las armas ni fuesen capitanes de las tropas. El proyecto no se concretó de manera inmediata. En 1631, la Congregación Provincial de los jesuitas del Paraguay retomó la consideración del tema, que se tornaba cada vez más apremiante. Porque los paulistas, viendo que no había reacción, creyeron que podían proseguir impunemente sus malocas, aunque ahora los indios estuviesen más lejos. Y así siguieron destruyendo algunas reducciones. El año 1639, en una de ellas, matarían al P. Diego de Alfaro, hijo del famoso visitador español, don Francisco de Alfaro, que había reemplazado al P. Ruiz de Montoya como superior en el Tape.

Era, pues, urgente que los indios se armasen. Sin embargo, parecía más oportuno que una innovación semejante fuese aprobada personalmente por el Rey, el cual, por lo demás, ya estaba anoticiado del asunto. Con este objeto, la Congregación Provincial, reunida en Córdoba en 1637, decidió enviar al P. Ruiz de Montoya como procurador ante la corte. Y así, aunque no se encontraba nada bien de salud, nuestro Padre partió para Madrid, con muchos documentos en las manos, llegando a destino hacia fines de 1639. En su viaje, pasó por Río de Janeiro, donde pudo reconocer a muchos indios guaraníes del Tape, allí retenidos como esclavos.

No bien Montoya partió hacia Europa, algunos jesuitas, en la seguridad de que el Rey concedería el permiso para usar armas, dieron por otorgada dicha licencia. Por lo demás, pensaban que era un derecho legítimo el que los indios se defendiesen de manera eficiente contra sus enemigos, y como éstos se valían de armas de fuego, podían también los indios, que no tenían sino flechas, hachas y macanas, valerse de aquellas armas. Obtenida una licencia provisional del gobernador de Buenos Aires, compraron numerosos arcabuces junto con las debidas municiones.

Un hermano, Domingo Torres, que había sido soldado en Chile, entrenó a los guaraníes en su uso, y a fines de 1640, no había reducción que careciese de ellos. Incluso contaron con algunas piezas de artillería, fabricadas en los mismos pueblos con cañas de bambú, forradas de cuero. Ello fue providencial ya que, a los pocos meses, cerca de 500 bandeirantes con 2700 indios tupíes, se lanzaron a una maloca. Grande fue su sorpresa cuando vieron que los indios los enfrentaban con armas condignas, infligiéndoles una aplastante derrota. En adelante ya no aparecerían con la frecuencia habitual, y desde 1657 cesaron totalmente en sus intentos.

Pero no nos adelantemos en el tiempo. Lo hemos dejado al P. Montoya llegando a Madrid. Pronto obtuvo una entrevista con Felipe IV, donde le explicó detalladamente lo que sucedía, y le dejó varios informes sobre los delitos cometidos, juntamente con diversos pedidos en favor de las reducciones.

«Lo primero que le dije –escribe– fue cómo los portugueses y holandeses le querían quitar la mejor pieza de su Real Corona que era el Perú...; y con un báculo en la mano, muriéndome, como Su Majestad veía, había venido a sus Reales pies a pedir remedio de males tan graves como prometía la perfidia de los rebeldes, que ya por San Pablo acometían el cerro de Potosí; cuya cercanía, agravios, muertes de indios, quemas de iglesias, heridas de sacerdotes, esclavitud de hombres libres, daban voces. Y porque a las mías se diese crédito, había hecho dos Memoriales impresos, que si Su Majestad se servía pasar por ellos los ojos, se lastimaría su Real corazón, y movería el amor de sus vasallos al remedio». El Rey le dijo: «Dad acá, que yo los veré con cuidado».

Pensó Montoya que dichos documentos correrían la suerte de tantos, es decir, que el Rey se limitaría a enviarlos al Consejo de Indias, para escuchar luego su parecer, con lo que el asunto entraba en los carriles de la burocracia. Mas no fue así. Felipe IV los leyó y consideró atentamente, y luego los remitió al Consejo con esta apremiante recomendación: «Mirad de las cosas que ese religioso me avisa: son de tanto peso, que mi persona había de ir al remedio. Remediadlo con todo cuidado». Ello lo supo después el Padre por uno de los miembros del Consejo, Juan de Solórzano, el famoso jurisconsulto indiano, quien le dijo: «Mucho le han picado al Rey sus Memoriales; porque los leyó y luego nos lo envió al Consejo con este recado: «Mirad... Padre, cuidados nos da, por el que Su Majestad tiene; y espero que se ha de remediar».

Tras algunos meses de estudio, y habiendo escuchado en diversas ocasiones al mismo P. Montoya, el Consejo concedió varios de los pedidos solicitados, pero no el más requerido, el de las armas. Volvió entonces nuestro Padre a la carga, hasta que el 21 de mayo de 1640, Felipe IV firmó una Real Cédula por la que transfería al virrey de Lima el poder de otorgar a los jesuitas la autorización para dotar con armas de fuego a los indios, si ello era conveniente. Las doce medidas que el Padre había propuesto en sus Memoriales para afrontar la persecución de los mamelucos, se vieron aceptadas por el Supremo Consejo de Indias y consignadas en Cédulas Reales que sucesivamente se fueron despachando; entre ellas, que ningún indio pudiese ser hecho esclavo, que se diese jurisdicción al gobernador de Río de Janeiro sobre San Pablo, que se otorgase libertad a todos los indios cautivos, que fuesen castigados los culpables, etc. Por otra parte, en 1639 el Rey había advertido al gobernador del Paraguay que tomase más cuidado en el asunto, llamándole la atención sobre algunos pormenores no desdeñables:

«A lo que guardan menos respeto –le decía– es a las iglesias, profanándolas y quemándolas..., saqueando los vasos y ornamentos sagrados, deshaciendo, pisando y rompiendo las cosas santas, cual si fuera estatuto de luteranos. Y... se tiene entendido que la mayor parte, además de ser delincuentes, facinerosos, desterrados del Portugal por sus delitos, son cristianos nuevos, y se sabe que a los indios que se les reparten les ponen nombres del Testamento viejo, que son circunstancias dignas de toda atención».

Lástima que no todo lo dispuesto según las doce recomendaciones de Montoya se pudo actuar, principalmente porque la unión entre España y Portugal, mantenida desde 1580, concluyó justamente con el alzamiento de Portugal en 1640 y de Brasil en 1641.

Mientras todo esto se estaba agenciando, el P. Montoya se sentía cada vez peor de salud. Los médicos no le daban tregua, pero él, sacando fuerzas de su debilidad, además de aquellas tramitaciones, se abocó a otras tareas, principalmente literarias, que dejarían huellas duraderas en la historia. Cuando viajó a España había llevado consigo el fruto de sus trabajos de largos años sobre el idioma guaraní, y un catecismo adaptado a las circunstancias, obras que traía bastante elaboradas. Su pericia en la lengua indígena era proverbial. Ya en una vieja Carta Anua, de 1616, decía de Montoya el provincial Pedro de Oñate:

«El padre Antonio ha hecho un arte y vocabulario en la lengua guaraní, y según me escriben los padres parece que Nuestro Señor le ha comunicado don de lenguas, según es la facilidad, brevedad y excelencia con que la habla».

Cuatro libros publicó durante su estadía en Madrid, quizás el fruto más decantado de su labor entre los guaraníes. El primero, la Conquista espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús en las provincias del Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape, al que tanto hemos recurrido para esta semblanza, apareció el año 1639. Basándose en las Cartas Anuas de la provincia jesuítica del Paraguay, así como en su experiencia de testigo, muchas veces protagónico, lo compuso durante su viaje a España, para dar noticia en Europa de los trabajos de los misioneros, con la intención de suscitar, mediante copias manuscritas difundidas por doquier, posibles nuevas vocaciones para aquel trabajoso ministerio.

No se trata de una obra pacientemente madurada, sino de un texto escrito con premura, estrechamente vinculado, más allá del propósito vocacional, con su gestión ante las autoridades políticas de la Metrópoli. Por eso, al tiempo que una crónica, es también un informe del estado de las misiones, y un alegato contra los bandeirantes, que completaba sus acusaciones ante la Corte. En su Dedicatoria a Octavio Centurión, marqués de Monasterios, le dice: «Gozaráse de ver cómo se funda la Iglesia en las regiones que estaban en la sombra de la muerte, y las puertas del infierno, cómo se exalta la Fe, cómo se vence al demonio, cómo se redimen las almas». En la Introducción leemos:

«El haber cerca de treinta años que sin divertirme a otro empleo, mi principal ha sido su enseñanza y conversión a nuestra santa fe, coronando mi deseo trabajos y los más ordinarios peligros de muerte y de ser comido de bárbaros... He vivido todo el tiempo dicho en la provincia del Paraguay y como en el desierto, en busca de fieras, de indios bárbaros, atravesando campos y trasegando montes en busca suya, para agregarlos al aprisco de la Iglesia santa y al servicio de Su Majestad, de que con mis compañeros hice trece reducciones o poblaciones, con el afán, hambre, desnudez y peligros frecuentes de vida que la imaginación no alcanza, en cuyo ejercicio me parecía estar en el desierto».

La defensa que en dicho libro intenta de los indios para que, como dice al final, dirigiéndose al Rey, «vivan amparados del poderoso brazo con que Su Majestad, que Dios aumente, defiende sus vasallos», hace que la obra del P. Montoya haya sido comparada a la de Las Casas. Pero las diferencias son abismales. Para Las Casas la dialéctica entre el indio y el español es desmesurada e implacable, mientras que a Montoya no le nubla el juicio, más aún, su libro expone uno de los más originales intentos de instituir una Cristiandad en nuestra tierras, en armonía con el resto de la sociedad española y bajo la protección de la Corona.

La segunda obra que publicó durante su estancia en Madrid, el año 1639, fue el Tesoro de la Lengua Guaraní, dedicado a la Soberana Virgen concebida sin mancha de pecado original, de más de 400 páginas. El idioma guaraní, difícil de hablar y que nunca había sido escrito por los aborígenes, le debe la gramática de mayor autoridad. De los guaraníes aprendió la lengua y, mediante ella, se interiorizó en toda la riqueza de su cultura. Mitre ha destacado la importancia historiográfica de la obra:

«Esta es el panléxico de la lengua guaraní... Sin él, el guaraní... sería un idioma indescifrable para el filólogo. Es no sólo un diccionario, que da la significación de las voces con sus etimologías, sino que las descompone en sus elementos, analizándolas gramaticalmente por sus radicales y partículas de composición, de manera de penetrar en su sentido primario y en su artificio de frases». M. Domínguez, por su parte, afirma que en el Tesoro «está virtualmente el indio tal como era en el momento histórico de la conquista, su antropofagia, su aritmética o manera de contar por nudos, los arrebatos con que las mujeres lloraban a sus deudos, sus hechizos y adivinaciones inocentes, sus extrañas endechas melancólicas y otros miles datos que escaparon a quienes nos describieron sus costumbres... Allí está cuanto el hombre de la selva amó y esperó en esta vida y en la otra, el mundo de los conceptos, su ideación, etc.».

El tercer libro fue el Catecismo de la Lengua Guaraní dedicado a la Purísima Virgen María Concebida sin pecado original, que apareció también en 1639. Esta obra, de más de 300 páginas, con un texto paralelamente escrito en castellano y guaraní, estaba destinado al uso de los misioneros, haciéndoles partícipes de su larga experiencia apostólica. Ya Bolaños había publicado un Catecismo, pero era un breve compendio de doctrina, mientras que ésta es una obra más completa, dirigida sobre todo a los catequistas.

Finalmente nos dejó Arte, Bocabulario de la lengua Guaraní, publicado en 1640, de más de 600 páginas. La arduidad para poder expresar con letras impresas los sonidos de esa lengua, lo que hizo «teniendo por intérpretes a los naturales», se hace evidente cuando leemos lo que él mismo nos dice en su obra:

«Quatro pronunciaciones tiene esta lengua muy necesarias, para hablar propiamente... La primera pronunciación es narigal, que se forma en la nariz... La segunda es una pronunciación gutural, que se forma in gutture, contrayendo la lengua hacia dentro... La tercera incluye las dos dichas, y se ha de pronunciar con nariz e in gutture juntamente... La cuarta pronunciación es gutural, contracta...» ¿Cómo expresar con nuestras letras tan diversos sonidos y matices? Fue ello lo que llevó a que desde ya se pensase en establecer una imprenta en las mismas reducciones, creándose nuevos cuerpos de letras, para editar allí dichas obras. Como se sabe, la primera imprenta que existió en nuestra Patria se instaló en la reducción de Loreto, en la actual provincia de Misiones.

Por desgracia, una parte de la obra del P. Ruiz de Montoya se perdió en Lisboa. Ya vuelto de España, le escribiría al P. Comental, el año 1642, refiriéndose a sus libros en lengua guaraní:

«Fue ventura haber dejado en Madrid la mitad de dos mil cuatrocientos cuerpos que imprimí, porque la otra mitad, con todo cuanto tenía, lo envié a Lisboa, donde queda todo sin haber podido sacarlo, y así vengo de la misma manera que si me hubiesen robado holandeses, padeciendo las necesidades del que, perdida la nao, escapa a nado, y gracias a Dios, que escapé con la vida, porque si me cogiera el alzamiento de Lisboa, sin duda que me la quitaran por lo que obré en la Corte contra portugueses». Recuérdese que precisamente en ese tiempo se producía la separación de España y Portugal, y Montoya había hablado duramente contra la corte de Lisboa.

Hemos dicho que nuestro héroe se enfermó seriamente en Madrid. A decir verdad, poca confianza tenía en los médicos que lo atendían, como se revela en una de sus cartas, donde escribe, no sin humor:

«Trece sangrías me dieron, y proseguían. Yo alegué lo que V. R. me había ordenado, que no sangraran; pero aunque me veían tan consumido, juzgaban convenir matarme a sangrías. Finalmente, llamaron al protomédico del Rey, como en caso desesperado ya; apartáronse a un rincón a tratar de acabar de matarme, y movido del deseo que tengo de volverme a esa provincia, les dije: «Cúrenme como quisieren, porque no me han de enterrar aquí, que he de volver a mi provincia».

Hacía ya 23 meses que estaba en Madrid. La nostalgia de sus amadas reducciones se acrecentaba de día en día. Cuenta Jarque que algunas señoras madrileñas le pidieron que se quedase en la capital de España y se dedicase a convertirlas a ellas, como había hecho con tantos gentiles. A lo que contestó: «Señoras, esta corte de Madrid es muy buena para dejarla por amor de Dios». Y volviéndose a un Padre que se encontraba allí con él, le dijo: «Padre Manquiano, no permita V.R. que mis huesos queden entre españoles, aunque muera entre ellos; procure que vayan a donde están los indios, mis queridos hijos, que allí donde trabajaron y se molieron, han de descansar». Ese mismo anhelo queda también de manifiesto en una carta que escribió al P. Francisco Díaz Taño, quien volvía por aquel entonces al Río de la Plata. La reproducimos, con los comentarios entre paréntesis que le hace Jarque:

«La carta de V. R. recibí con muy grande gusto y no con poca envidia de ver a V. R. partirse para mí patria –llama patria suya a la provincia del Paraguay, y a las reducciones donde vivió lo mejor de su vida– y quedarme yo en este destierro –destierro llama a Lisboa, a la corte de Madrid y a toda España, que por desterrado se tenía en ella). No es para mí este ruido, besamanos, cortesías, perdimiento de tiempo, y sobre todo traer ocupada la mente en negocios, cuidados y trazas, que pocas veces se logran. Finalmente, mi Padre, quedo como desterrado, y no hay día que para mi consuelo no finja que ya me llevan al navío, pero quiere Dios que sean no más que pensamientos por agora, para que cuando después vuelva por ella, estime más el humilde empleo con mis indios, ajeno de embarazos, libre de emulaciones y cuidados inútiles. V. R. y sus compañeros gocen tanto bien, aunque no hayan de conseguir más que la conversión de un solo gentil. Que muchas veces parece que el no convertirlos a montones es no llenar el vacío del deseo. En lo cual conviene andar al paso de Dios sin pretender echar un pie delante de lo que quiere Su Majestad».

Por fin logró de sus superiores la autorización para retornar, el año 1643. Tras una visita a la Santa Casa de Loyola y el Pilar de Zaragoza, se embarcó en Sevilla, rumbo a Lima, su provincia religiosa.

V. Sus últimos años

Como las disposiciones de Felipe IV remitían a la decisión del virrey del Perú, el marqués de Mancera, el asunto de las armas, fue preciso que antes de regresar a la provincia del Paraguay e incorporarse de nuevo a las reducciones, se detuviese en Lima para gestionar personalmente, con el calor que lo caracterizaba, el permiso anhelado.

1. Trámites en Lima

Montoya llegó así a la ciudad virreinal.

«Aún vivían por este tiempo –escribe Jarque– algunos ciudadanos caballeros, eclesiásticos, seculares y religiosos que habían conocido y tratado familiarmente el Padre Antonio antes que entrase en la Compañía. Cuando éstos vieron tan prodigiosa mudanza en el sujeto y lo mucho que se había adelantado en el camino de la perfección, le cobraron particular cariño y fueron los que más se hicieron pregoneros de sus virtudes. Acreditólo mucho la grande autoridad del Ilmo. Sr. D. Pedro de Contreras y Sotomayor, arzobispo de Cuzco, que se había criado con él en el mismo seminario de San Martín. Este insigne prelado decía: –El Padre Antonio Ruiz no es santo ordinario, es un gigante en santidad, es santazo de marca mayor».

Sus gestiones ante el Virrey fueron exitosas, resolviéndose definitivamente, en l645, la cuestión que tanto le preocupaba: «Es conveniente que manejen armas de fuego para su defensa contra portugueses dichos indios». Se determinó asimismo el número de armas que se les enviaría. En consecuencia, las Misiones recibieron gruesas partidas de mosquetes y arcabuces, así como la conveniente provisión de pólvora y municiones. Por su parte el Rey, en 1647, ordenó al Virrey que, ya que de doce años a esa parte, los indios habían defendido celosamente la frontera con el Brasil, les premiase por ello, concediéndoles al mismo tiempo cierto alivio en sus tributos.

A lo que correspondió el nuevo Virrey, en 1649, declarando a los indios «custodios de las fronteras y oponentes de los portugueses del Brasil», merced a lo cual quedaban relevados de cualquier tipo de servicio personal, con la pequeña obligación de pagar «solamente, (como) tributo a Su Majestad en reconocimiento de señorío, un peso de ocho reales por cada indio, en plata y no en especie». De esta manera, los guaraníes de las misiones jesuíticas pasaban a constituirse en guarnición de fronteras, para la protección de los dominios de España. Y tan eficaz fue dicha defensa que, por más de un siglo, es decir, hasta el aciago tratado de límites de 1750, aquellos pueblos impusieron respeto a los invasores.

A pesar del éxito de sus gestiones, Montoya se encontraba a disgusto en Lima, como le pasó en Madrid. Aunque tenía allí numerosos conocidos, se sentía como en destierro. Le repugnaba, sobre todo, la vida cortesana, igual que en España. Así se lo dijo al propio Virrey, que mucho lo apreciaba:

«Señor Excelentísimo, tan bien parece un religioso en su celda, como un príncipe en su trono haciendo justicia; y aquél parece muy mal en los palacios y casas de los señores cuando a empellones no lo mete en ellos la mayor gloria de Dios, o la caridad y celo del bien común».

Sólo para ello visitaba a las autoridades políticas. Pero lo hacía a regañadientes: «Con vergüenza acudo a palacio y tribunales, aunque hallo en todos demasía en los agasajos y favores; todos me hacen muchas honras; pero como no la he menester, ni las apetezco, me enfadan». Su pensamiento y su corazón estaban en otra parte, a miles de kilómetros de allí, en sus queridas reducciones.

En las cartas que envió desde Lima alude con frecuencia a su condición de desterrado, y cuando escribe a alguno de los Padres que están en las reducciones, aprovecha la ocasión para enviar cariñosos saludos a indios conocidos que menciona por sus nombres. En una de ellas dice: «Tenemos dos mártires nuevos: el Padre Romero, mi connovicio, mi condiscípulo y mi deudo cercano. Dióle Dios los que a mí me ha negado tantas veces por mi indignidad. Matáronle en los Itatines, conquista nueva que empecé antes de ir a España». Y agrega: «Las demás reducciones perseveran con muchos aumentos, así me lo escriben, y aunque desean mucho verme por allá, deseo yo más verlos y morir entre ellos, porque deseo que mis huesos resuciten en medio de los suyos».

2. El Ruiz de Montoya místico

Durante su estadía en Lima acaeció un hecho preñado de consecuencias. Un jesuita, limeño con él, Francisco del Castillo, de 28 años, recién ordenado de sacerdote, y destinado a aquellas misiones, se acercó un día al P. Antonio para pedirle ayuda ya que estaba estudiando la lengua guaraní. Como se encontraba también espiritualmente inquieto por cierta inconstancia en materia de oración, recurrió a su profesor de guaraní en busca de consejos para su vida espiritual, lo que Montoya aceptó complacido. Y así el P. Antonio comenzó a enseñarle el modo y ejercicio de oración mental que él mismo tenía, inclinándolo a la sencillez de espíritu y a una vida en la continua presencia de Dios. Al enterarse Francisco de que Montoya preparaba su pronto regreso al Paraguay, le solicitó con insistencia que le dejase algunas recomendaciones por escrito.

Tal fue el origen de un tratado de mística al que su autor llamó Sílex del divino amor y rapto del ánima en el conocimiento de la primera Causa, que quizás redactó hacia 1650. Antonio mostró la obra a personas entendidas, que aconsejaron publicarla. Pero por algunas dificultades prácticas, relacionadas sobre todo con las láminas ilustrativas que habían de acompañar al texto, el libro permaneció inédito por varios siglos. Gracias a Dios, el P. Rubén Vargas Ugarte encontró recientemente una copia en el Archivo Arzobispal de Lima, y la obra fue publicada por la Pontificia Universidad Católica del Perú.

Trátase de un trabajo espléndido de gran nivel espiritual. El título parece depender de un libro de Louis de Blois, benedictino flamenco, que lleva por nombre Yesca del divino amor. La palabra sílex designa una variedad de piedra cuarzo, que produce chispas cuando se la fricciona. La obra se entronca en la gran tradición mística del catolicismo. Los motivos teresianos, muy frecuentes, se entrecruzan con los de San Juan de la Cruz. Se habla del monte de la contemplación, del castillo de la vida interior, de las mansiones, lo que revela una clara inspiración carmelitana.

Pero hay además evidentes influjos de Dionisio, San Bernardo, Hugo de San Víctor, los místicos renanoflamencos, fray Luis de Granada, San Juan de Ávila, Nieremberg, Álvarez de Paz, y, como es obvio, de San Ignacio, especialmente de sus Ejercicios y, dentro de ellos, de la contemplación para alcanzar amor. Mas la obra no se reduce a una mera sistematización de las ideas de dichos autores, sino que es fruto de una profunda experiencia personal, presentada con frescura, calor y poesía.

Una de las consultas que Francisco le había hecho al P. Montoya era acerca de la universalidad del llamado a la contemplación, o si aquél era privativo de algunos privilegiados. Montoya contesta de manera categórica: todos estamos convocados a la contemplación, lo que en el fondo no es sino llevar la fe hasta sus últimas consecuencias.

A la objeción de Francisco: «Dices que este ejercicio tan sublime no es para nuevos, ni para todo género de gente, con que pretendes conservarte en tu tibieza, sino solamente para aquellos que fueron llamados a las bodas que el otro rey celebró para sola la esposa...», le responde: «A la vista de esta divina visión, en que consiste una eternidad de gloria, eres llamado... Déjate llevar de la fe hasta que en el cielo se llene tu entendimiento de aquel divino lumen de gloria».
Analicemos algunas de las enseñanzas del Sílex.

a. Elevación espiritual de todo el hombre

El proceso de la vida interior supone un largo itinerario. En lo que toca a la oración, será preciso pasar de la «cogitación» a la «meditación», y de la «meditación» a la «contemplación» y unión con Dios, como de una chispita de fuego se enciende una antorcha, y de ésta un monte de leña. La meditación es como ingresar en una pieza muy adornada de retratos y pinturas; entramos en ella, la recorremos, hasta que nos detenemos en un objeto que arrebata nuestra admiración y gusto. Eso es la contemplación.

Pero la contemplación, bien entendida, supone la ofrenda del propio ser, cuerpo y alma. Montoya ve en el alma la imagen más perfecta de Dios, una imagen indeleble. Sus tres potencias reflejan el esplendor divino: la memoria, que es como la fuente, espeja la persona del Padre; el entendimiento, que es como el arroyo, la persona del Hijo; y la voluntad, que es como el lago que se forma de esa fuente y de ese arroyo, la persona del Espíritu Santo. Por eso dice la Escritura que «Dios creó al hombre a su imagen». Con sus tres potencias distintas y su esencia única, el alma se asemeja a Dios, uno en esencia y trino en persona. Están también los sentidos, pero éstos son, al decir del P. Antonio, «la región exterior o el arrabal» del hombre.

El centro y el fondo del alma no es otro que la concordia de las potencias: memoria, entendimiento y voluntad, a las que hay que recoger de todo lo criado, levantándolas unidas entre sí al ser sobrenatural por la participación de la gracia en la esencia del alma. «Es tan capaz el alma, que ella misma no se sabe comprehender mientras vive en la carne de este cuerpo, hasta que, apartada de él, conozca en el cielo su grandeza y vea la capacidad que tiene, en que cabe Dios y no harta su hambre y deseo sino Él».

El hombre está hecho para conocer y amar a Dios. Por eso la teología, escribe Montoya, es una por el objeto, porque sólo mira a Dios, pero se viste de dos diversos trajes. La escolástica se atavía de la razón natural; alcanza a Dios por el entendimiento, pero no lo encuentra en sí mismo, sino como metido y encerrado en la razón. La mística viste traje simple y humilde; huyendo de vocablos y argumentos, se esconde en el silencio, porque apunta «no sólo al conocimiento de la primera Causa, sino a su aprehensión y unión con Ella con un desnudo, simple y silenciario acto».

Para ser menos indigna de una vocación tan elevada, el alma deberá irse liberando de todo tipo de ataduras. Sólo así podrá levantar vuelo hacia Dios, hacia ese Dios que, paradójicamente, la habita, que «es el apex y el centro de tu alma», le dice a Francisco. Como María, la de Betania, que «no se divertía de la presencia de Dios, que tenía presente... Dios fue su salmodia, con que para sí cogió la mejor parte». Interioridad a la vez que trascendencia. «La mente tenla despabilada siempre, para que por instantes suba a la divina presencia, que sin subir la tienes en tu centro».

Será preciso, por cierto, un proceso de purificación de las facultades del alma si se quiere acceder a la divina contemplación. Habrá que encender la lámpara del entendimiento con los rayos de la fe, «a cuya luz irás borrando las formas y figuras, imágenes y apetitos de todo lo sensible; con que caminarás seguro al conocimiento de la primera Causa, que, como desnuda de formas y accidentes, necesitas para hallarla de una total desnudez de ellas». Montoya contrapone la fuerza de la fe con la volubilidad de la imaginación: «La fe concilia gusto, como verdad cierta. La imaginación, tedio, olvido e inconstancia. Y así los que la siguen imitan a la noria, de cuyos arcaduces apenas se llena uno cuando se vacía en otro, y en [un] instante le contemplas lleno y vacío. Son también imitadores de la araña que todo el tiempo gasta en tejer y destejer sus telas. Y el fruto de su afán es un mosquito».

Será menester despojarse de los sentidos, pero también de los logros del entendimiento en el plano meramente racional. Montoya recurre a un texto terminante del salterio: «He sido reducido a la nada y no entendí; fui hecho como jumento ante ti, y yo siempre contigo» (Ps 72, 22,23). Lo que así comenta:

«Redúcete a ser nada en todos tus sentidos. Y en el entendimiento aplica aquel nescivi, no entendí. Fúndate totalmente en la ignorancia. Que en ésta hallarás el más sublime saber y la ciencia mayor. Retira tu entendimiento de todo criado ente, sea cual fuere, y con rigor abstrae de él tu pensamiento al modo de un jumento. A Dios te une con el et ego semper tecum, y yo siempre contigo. Y lo estarás, si en la fe sola tienes fijo e invariable el pensamiento y la voluntad enhundida (sic) en la primera Causa. Esto explicó el gran Dionisio, que se desterrase todo lo sensible de sentidos y, del entendimiento, todo inteligible criado, estando atento sólo a los rayos claros de las divinas tinieblas de la fe, en que habita la Verdad divina».

La contemplación permitirá «una soberana exultación del entendimiento», haciendo caminar al alma hacia una vida pura y celestial, angélica y divina. Montoya hace suya la definición de la contemplación como elevatio spiritus in Deum, elevación del espíritu a Dios y también conversatio amicabilis et assidua cum amico Deo, conversación amigable y asidua con nuestro amigo Dios. «Centella de fuego la llamó alguno, la cual, si no hay estorbo, sube a su región tan alta que el entendimiento se queda sin poder seguilla (sic). Porque su centro es sola la divinidad, eterno fuego de donde ella salió como una chispa». El entendimiento es el ojo del alma, «de cuyo mirar queda herido el Esposo».

El P. Antonio relaciona la contemplación con el espíritu de infancia espiritual. Si uno no se hace como niño, no puede entrar en el reino de la contemplación. El niño, escribe, sin recurrir a argumentaciones complicadas, toma el panal de miel; no pregunta antes quién lo hizo, ni para qué sirve, sólo le interesa el dulce que contiene y poder degustarlo. Por eso el hortelano cuando ve que un chico quiere entrar a la huerta, lo despide sin más trámite; en cambio, cuando a ella acuden doctores, filósofos, médicos o sofistas, los recibe con sosiego, para que el filósofo defina la fruta, el médico señale sus cualidades...

«Y es porque conoce que estos doctos entran sólo a apacentar la curiosidad en la fruta, no a comerla. Los niños sí, a comer y hartarse de ella». Tampoco al demonio le preocupa que hagamos curiosos y eruditos discursos sobre las cosas de Dios, o los diversos modos de orar. Pero si llegamos a gustar el fruto, entonces se sulfura tratando de impedírnoslo. «Y así, dejadas las cuestiones, te conviene valerte de la simplicidad de niño, con que veloz, alegre, desocupado, ansioso, confiado y libre, llegarás a satisfacerte con plenitud entera de los suaves frutos de aquel divino árbol de la vida».

Pero no basta con elevar el ojo de la inteligencia. Será preciso, asimismo, afinar la voluntad. Ya la experiencia se encarga de mostrarnos la vanidad de la vida, en que lo pretérito se muestra como pasado, lo presente transcurre con el volar del tiempo, y el futuro será pronto pasado. Todo lo que acontece en esta vida «está constante en la inconstancia». Por eso, si eres cuerdo, «sé constante en emplear tu voluntad entera en lo que siempre fue, es y será, sin contingencia de dejar de ser eternamente, que es Dios, Padre y único Bien tuyo».

La voluntad es llevada por la gracia a la unión. Siguiendo a Santa Teresa, Montoya le dice a Francisco que sólo será de Dios cuando su voluntad estuviere tan unida a la divina que no haga diferencia de amargo o dulce. Claro que más penoso es lo amargo que lo dulce. De ahí la necesidad de que la voluntad se disponga a «padecer lo divino», padecer lo que el entendimiento le muestra. Ante el ejemplo de Cristo, que se abrazó con la pasión y la cruz, la voluntad deberá estar dispuesta al sufrimiento y a la muerte, llegando a preferir el dolor al gozo, «porque en éste [en el gozar] puede haber muchos engaños y peligros, pero en el rapto de la voluntad, metida en el apex –ápice– de un padecer sensible y tan sutil como éste, no sólo no hay peligro antes suma seguridad». En este estado tan sublime de enajenación, renuncia y desapropiación, la voluntad del hombre acaba por rendirse a la voluntad de Dios.

Porque de lo que en el fondo se trata es de eso: de unir la propia voluntad a la de Dios. Nunca dicha unión será perfecta.

Sin embargo, dice Montoya, «aunque parece que aquí la halles imperfecta, porque dar el sí en un desposorio es de dos sujetos, el darse las manos es de dos personas, el abrazarse con el amor divino es de dos entes, llegará su hora cuando esta unión en dos voluntades divididas vengan, como dos ceras, a derretirse en una y venga a formarse un deogéneo, no por naturaleza ni por la unión sola de la gracia común, que esa es unión común a todo justo. Será la unión con que el elemento más noble y luminoso, que es el fuego de que la invisibilidad de Dios se viste para hacerse visible objeto al hombre, y un pedazo de tierra convertida en hierro frío, negro, áspero, pesado y sin forma de agente ni potencia activa, se unen y transforman. De manera que no perdiendo el hierro su entidad y forma, ni el fuego su esencia y cualidades, hacen una mística metamorfosis... Con que el barro negro, pesado y tosco, por aquel tiempo que con especial gracia dura la unión del alma, parece un Dios sin distinguirse por entonces diferencia».

Así el alma, a través de sus dos facultades más nobles, entra en desposorios con Dios, más allá del espacio y del tiempo. Por eso, le dice a Francisco, cuando ores no lo hagas en un lugar. Porque Dios es uno, y tú y tu lugar son dos. Dios te quiere solo. Has de estar sin lugar, para que en ti tenga lugar esta presencia, y tu alma viva respirando en Dios. A ello se reduce el «único necesario» de María. En dicho ámbito no sólo encuentran su plenitud la inteligencia y la voluntad sino que incluso se recobran los sentidos, pero ahora en un nivel místico: se oye sin oídos, se toca sin tacto, se ve sin ojos carnales. He ahí el itinerario de la elevación espiritual. Montoya se aplica a señalar las diversas moradas o mansiones –trece– que integran el castillo donde habita el Esposo divino.

En su transcurso se produce el éxtasis, acompañado a veces por el propio cuerpo: «Es tan vehemente y arrebatada esta acción del alma, padecida con tanta violencia, a recogerse al corazón y la cabeza, que parece quiere llevar el cuerpo por los aires. Y de aquí procede la elevación del cuerpo, que queda a las fuerzas del alma tan ligero y no con más peso que una pluma, haciendo aquí aquella divina ave de rapiña del divino Esposo lo que el halcón que en sus uñas arrebata la humilde avecilla y la tramonta».

b. Dejarse hacer por Dios

Para Montoya el espíritu es la parte más alta y sublime del alma, la que confina con los ángeles, la que nos permite entender y amar las cosas eternas. Incluye allí aquellas dos potencias de que hablamos: el entendimiento, que cuando lo ilumina la fe, es como el ojo con que se percibe las cosas divinas; y la voluntad, con que se ama las cosas percibidas. Pero enseguida señala la diferencia que hay entre el hombre espiritual y el hombre contemplativo. «El fin de aquél es pedir, el de éste es unirse con Dios por medio de la contemplación. El oficio de aquél es agere –moverse o actuar–; el de éste es agi –ser movido–; aquél hace y éste padece».

De ahí la necesidad de la pasividad, como disposición que se ha de procurar con todas veras. Montoya le recomienda a su discípulo que se ponga como la materia en manos del artesano, no rebelándose contra la forma que le quiere dar según su idea. «Déjate en las manos de Dios, como en las mías este papel, para que yo escriba en él lo que yo quisiere. Y si esta disposición alcanzas, verás en ti la forma que te imprime».

Volverse pasivo frente al Amado. «Pasivo es cuando no está en tu mano sino en la ajena el suspenderte. La cual con violencia te arrebata de tu acción y te suspende, sin que tu voluntad con contrario acto pueda resistir». En este estado, el alma unas veces habla sin pronunciar palabras, otras calla, guardando silencio; habla derramando sus deseos, dando golpes al corazón de Dios; calla cuando deja de pedir, suspendiendo el entendimiento y dando paso al amor. «Ata aquí Dios la imaginación aturdida. Y ya no tiene licencia de callejear. El entendimiento está asido a Dios, como el acero de la piedra imán».

c. El desnudamiento

Será preciso, le enseña Montoya a su confidente espiritual, el despojo total del alma, mediante un ofrecimiento libre e irretractable de abandono en las manos de Dios, «fundiendo el metal de su voluntad en el metal de otra», de tal modo que se vuelva totalmente «enajenada», hecha de otro, desapropiada, al punto de tornar real lo del Apóstol: «ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí». Admirablemente se lo dice:

«Una sola cosa te pide tu eterno Padre, que mudes los pronombres. Y, en lugar de mi gusto, pongas su gusto». Pero enseguida agrega: «En desapropiarte de tu voluntad y darle muerte y sepultura en la divina, no la perdiste, antes la mejoraste». Como se ve, trátase de un proceso de progresiva simplificación, y en el fondo, de transferencia de personalidades. Montoya es fiel a la enseñanza tradicional. Ya San Jerónimo describía la imitación de Cristo como «seguir desnudo a Cristo desnudo».

San Juan de la Cruz, por su parte, afirmaba que siendo desnuda la esencia de Dios, también el alma había de llegar desnuda de materia y formas a la unión con Él. El motivo de la «desnudez» asoma en todas las páginas del Sílex.

En relación con este tema, el P. Antonio, enaltece el sentido positivo de la nada. Tal fue nuestro origen, y el de todo el universo, antes de la creación. «Mira qué estupendo poder que en nada y de nada fabricó tan grandes cuerpos y tan latos espacios que pensarlo sólo deja suspenso el entendimiento». Si el hombre, que viene de la nada, llega a entender que es nada, será materia aptísima para que Dios lo modele a su gusto. «Conociéndose Dios ser infinito, en ese infinito ser conoció la nada. Porque Dios es todo ser y fuera de Él todo es nada. Dista el ser del no ser espacios infinitos. Y esos espacios de antigüedad tiene tu alma».

Siempre de nuevo será preciso «reducirse a nada», ya que el proceso de santificación es una suerte de retoma del proyecto inicial de la creación.

Y, «como el principio de su obrar sea la nada, de la cual sacó los cielos, los ángeles, los hombres..., quiere, para fabricar en ti lo que desea, hallar en ti disposición de nada y lo que ésta encierra en sí, que es no repugnancia... Ponte en aquel paraje que tenías antes que en ti naciera el ser que tienes, y, aunque en aquella nada puedes decir que eras Dios, porque estabas entonces en su divina idea y todo lo que está en Dios es Dios; pero en ti solo no eras nada.

«Mira con atención y rendido agradecimiento lo que en Dios sin ti fuiste en aquella nada. Mira ¿quién le rogó por ti que te hiciese y que de no ser te diese el ser que tienes? ¿Quién solicitó su memoria a que olvidado no te dejase en aquel inmenso caos de la nada y que aquí hallaras un abismo en que fundar tu nada y tu agradecimiento, pues siendo nada fuiste todo lo que pudiste ser?... Toma este consejo y vuélvete a tu nada... El principio de tu obrar ha de ser nihil –nada– y, mientras más te redujeras a ser nada, más apta materia serás en que Dios obre... Ponte en el quicio de la voluntad divina. Déjate llevar por donde Él quiere».

Magnífico texto, digno de figurar entre las páginas selectas de los grandes maestros de la mística. En otro lugar insiste:

«Te importa reducir a nada cuanto en ti tienes, para que tu ser sea en Dios y puedas transformarte en un ser deífico». La idea de Montoya queda de algún modo concretada en el espléndido «acto de renunciación» que propone a su dirigido: renuncio, en general, a todo lo que no sea Dios, renuncio a mi ingenio, mi libertad, mi razón, a los honores humanos, las posesiones, los puestos, las alabanzas de los demás, los gustos, el descanso y la comodidad, «porque deseo ponerme desnudo absolutamente en la presencia de mi Dios, como lo estaba la nada, para que de mí, como de nada, haga o deje de hacer lo que fuere de su debido gusto».

De esta manera, le dice a Francisco, tu voluntad se dará por satisfecha con el peor lugar, con el peor vestido, con la peor comida, con el peor desprecio; aspirando incluso a un total olvido de los hombres, dispuesto a que Dios te aniquile, si tal fuera su voluntad, es decir, que vuelvas a aquel caos de la nada, de donde te sacó.

«Y esta consideración te aprovechará mucho a buscar la muerte a tu voluntad en todo caso, así ad extra de criaturas, en disgusto o gusto, como ad intra de tu interior república; con que tu voluntad ya muerta, al calor del divino incendio, recibirán las cenizas de tu fénix más gloriosa vida».

El lenguaje que emplea Montoya podrá escandalizar a los ignorantes, malinterpretándolo, o a los mediocres, que lo tacharán de exagerado. Ello en nada invalida la grandeza de esta mística de la nada y de la aniquilación, uno de los grandes temas del Sílex. No se trata de andar siempre particularizando la renuncia y el abrazo con la nada, le dice a su discípulo: «Porque te será de estorbo grande repetir todo este acto, te has de valer de sólo esta palabra renuncio, refiriéndote a todo este acto... No has de descender a singularizar lo que renuncias, sino hacer una total renunciación; de todo lo cual ha de recibir sus quilates en el afecto. Porque si desciendes a particularizar las cosas que renuncias te distraerás de aquella intuición, a que el alma debe esta atentísima con sola la voluntad y la mente». Tal es la clave de la contemplación: «Mientras más hicieses de vivir no en lugar, vivirás con más anchura en Dios, que nada ocupa».

d. La inefabilidad de Dios

En el modo de hablar de Montoya se delata la dificultad que experimentaba para declarar plenamente la verdad entrevista. Las palabras con que trata de enseñarle, le dice a Francisco, son completamente inadecuadas, sólo alcanzan «los arrabales de la ciudad en que tu Padre celestial vive»; las luces que ves son antorchas que allá no sirven.

A medida que vayas conociendo más a Dios, desearás que tu memoria, tu entendimiento y toda tu voluntad se concentren en sólo Él, «y cree que esta estrechura encierra latitud infinita, porque la empleas en aquella infinidad de Dios». Si en Él pones los ojos, eres topo; si con tu tacto quieres abrazarlo, quedarás vacío; si quieres explicar sus perfecciones con palabras, «quedará mudo tu concepto». Sólo puedes conocer sus atributos a través de las creaturas, pero «todas las perfecciones de Dios son increadas».

Al hombre no le es dado expresar de manera apropiada las cosas divinas. Sólo le queda hacer juegos de palabras, recurrir a paradojas. No te espante, le dice por ejemplo a Francisco, el nombre de muerte o mortificación, que si llegas a morir en las manos de Dios con esa muerte, verás muy claro que es la verdadera vida. «Y advierte que, mientras no acabares de morir, vivirás muriendo. Y tanto más gustarás de la mortificación cuanto más te acercares a la muerte, porque te reconocerás más cerca de la vida». La verdad es que «el que más sabe de Él, conoce en sí más ignorancia, por lo infinito que en sí encierra».

Dios se deja conocer mejor por la nesciencia que por el saber del hombre más inteligente.

«Y en esa desesperación de comprehender hallará la mayor comprensión que pueda imaginarse. Y en ese caminar a veloz paso en oscuridad tan tenebrosa está el sosiego, la quietud, el reposo y el no bullirse el alma en tal veloz carrera». Será preciso, agrega, siguiendo a San Juan de la Cruz, «rastrear en su ausencia». Desnudándose de su presunta ciencia, se arrojará a «lo más denso de la tenebrosa calígine», en donde habita aquella luz increada. «Y ése viene a quedar tan ciego en claridad tan oscura que viene a perder totalmente la vista y con ella los demás sentidos. Y ése, cuando conoce más entiende menos. Y viene a quedar más ignorante, cuanto más se anega en el abismo de la incomprehensible esencia».

Desde el punto de vista de nuestra mirada, Dios se manifiesta no tanto en la luz cuanto en la tiniebla. Quien a Él se encamina es como si estuviese subiendo a un altísimo monte. Al paso que asciende, se adensan las nubes, hasta que se interna en el mismo espesor de la nube. Montoya recurre a algunos textos de la Escritura para refrendar la imagen: «Dios dijo que habitaría en la nube» (1 Re 8,12), «Dios quiere habitar en la tiniebla» (2 Cron 6,1), «Obscuridad bajo sus pies» (Ps 17, 10), «Hizo de las tinieblas su tienda» (Ps 17, 12), «Nubes y obscuridad en torno a él» (Ps 96, 10).

«Es, pues, visión intelectual de Dios in caligine [en la tiniebla] aquel conocimiento con que, dejada toda criatura y toda semejanza de misterios aún sobrenaturales es llevada el alma a Dios como incomprehensible, incogitable e [in]inteligible e inmensurable, y es sumergida en Él como en un piélago de infinita esencia, que la misma alma ignora... Vese el entendimiento simplemente arrebatado a una vista en que no ve nada... Ve, porque aprehende todo lo que es en una oscuridad y cierta nébula que encierra toda la luz increada, cuya claridad sensible, con toda certidumbre que es inmensa, no ve. Porque la obscuridad no se ve. Y ve porque ve una inmensa luz cubierta de tinieblas... Así como sucede al que fijamente pone los ojos en el sol por algún rato y al punto los cierra para que los ojos no queden totalmente ciegos y teniéndolos así cerrados no ve el sol pero aprehende una luz muy grande, y quedan insuficientes los ojos y como lesos para mirar al sol, así el entendimiento... Y con la divina, infinita iluminación quedan cerrados los párpados de su flaqueza. Y estando así presente a Dios no lo ve claramente, porque lo inmenso e incomprehensible que reverbera, obtunde la vista y tapa los ojos del entendimiento. Y queda esto con una ciencia divina, fundada en la nesciencia de Dios, que es la mayor ciencia que se puede alcanzar en esta vida».

Las expresiones de Montoya nos traen al recuerdo la mística apofática de San Gregorio de Nyssa y su exaltación de la tiniebla como cumbre de la contemplación mística. De hecho, el P. Antonio menciona expresamente al Niceno y su obra La vida de Moisés, cuando afirma que la ascensión espiritual hacia la contemplación ha sido prefigurada en aquella subida de Moisés al monte: «Moisés accedió a la tiniebla en la que estaba Dios» (Ex 20,21) y «al séptimo día llamó Yahvé a Moisés de en medio de la tiniebla» (Ex 24, 16). Invoca asimismo a Dionisio según el cual «este no ver y no saber es verdaderamente ver y saber». De lo cual colige que será preciso anteponer esta obscuridad clara a todos los conceptos, arrojándose solo y despojado de sí, a esa divina obscuridad y caos.

«El objeto que [el entendimiento] ha de tener en esta vista es una impotencia de no poder ver, no poder comprehender, no poder alcanzar, no poder penetrar lo que desea. Y esa impotencia, tenebrosidad, deslumbramiento, ceguedad y pérdida total de poder ver es el objeto de su mayor vista. Y entonces ve más cuando se ve más ciego».

Como se puede advertir, la teología mística de Ruiz de Montoya, deudora sobre todo de los Padres griegos, y especialmente de Dionisio, predilecciona las negaciones y las paradojas. Las expresiones de esta índole se suceden: «obscuridad luminosa», «los rayos de la divina obscuridad», «la mayor ignorancia es mayor sabiduría», «tanto más contenta queda el alma con esta caliginosa luz, cuanto menos distintamente ve», «en la ignorancia hallarás el más sublime saber», «sin ver nada verás todo», «tu mente fija en la vista de lo que no viste», «aquí toca sin tacto lo que no es palpable», «aquí se quema sin que haya fuego», «murieron y fueron sepultados en la misma vida», «mientras no acabares de morir, vivirás muriendo», «todo lo que pasa en esta vida, que sólo está constante en la inconstancia», «pues el que más sabe de Él, conoce en sí más ignorancia, por lo infinito que en sí encierra», «a esta obscuridad y calígine subida caminas, donde la mayor obscuridad es mayor luz y la mayor ignorancia, mayor sabiduría»...

En su lucha por decir lo indecible, como todos los grandes místicos, Montoya desconcierta nuestro apego cartesiano a las «ideas claras y distintas», en la seguridad de que el acceso a la trascendencia pasa por la nada, la tiniebla, la ignorancia, las negaciones y las paradojas, es decir, por la renuncia a todo lo tangible e inteligible.

Resultan, a este respecto, muy expresivas las palabras con que cierra el libro: «He procurado decirte en poco mucho. Pero, como el sujeto de todo este tratado es Dios incomprehensible, todo cuanto se ha dicho es nada».

e. Mística y terruño

Quisiéramos acotar un dato ilustrativo. Y es el carácter telúrico de su experiencia mística, o mejor, la relación de su experiencia espiritual con el entorno en que le tocó actuar. Que el autor del Sílex sea el mismo que el de la Conquista espiritual no deja de resultar sorprendente. Entre ambas obras la relación es más estrecha de lo que se podría imaginar.

El mundo desbordante de la selva paraguaya, brasileña y argentina, habitat de los queridos guaraníes, capitaneados por este hombre excepcional, invade las páginas del Sílex. El frecuente recurso a los árboles, los arroyos, los insectos, a los que vuelve inesperadamente en medio de las más sublimes experiencias contemplativas, expresa la profundidad de su enraizamiento en nuestro paisaje criollo, a pesar de su declarada renuncia al mundo; al perderlo, lo volvió a encontrar, pero ahora en otro nivel.

Mientras vamos leyendo el Sílex, escuchamos el canto de las aves que surcan el cielo, el chillido de los monos que se congregan en manadas, el deslizarse de las serpientes de río que emponzoñan las aguas para atraer a los peces incautos. Los engaños en la vida espiritual le recuerdan a Montoya lo que le sucede a «la culebra, que se desnuda de la túnica que tenía tan rota, que ni a ella ni a otro sirve, quedándose con otra nueva y tan arraigada que ella misma no puede desnudarse de ella». La poca estimación de sí mismo se asemeja a la del «hongo que sale del estiércol». El vuelo del águila le evoca al Espíritu Santo, que arrebata a los polluelos para llevarlos a las alturas de la gloria. Los que dejan la virtud porque no les gusta su ejercicio «imitan al papagayo, quien primero reconoce el grano y, si no es de su gusto, lo arroja y, si le cuadra al gusto, lo deshace y desmenuza y de él sólo come lo que su gusto apetece; y desperdicia mucho».

Refiriéndose al carbunco, un coleóptero de zonas tropicales que emite destellos azulados, escribe: «Alguna vez viste al celebrado carbunco. Criólo la potencia de Dios en una vil creatura para que tú conozcas su nobleza. Quién ve en un animalejo del tamaño y forma de un porrillo, a quien, después de haber comunicado lo común que a todo animal, le puso en la frente una antorcha tan parecida al fuego y al luminoso brillar de las estrellas, que él solo sobrepuja a la luz de muchas luces encendidas. Tus ojos vieron con espanto en este animalejo la omnipotencia de Dios. Pues en él, al punto que le viste, hiciste algún concepto del lumen gloriæ –luz de la gloria), con que los cuerpos bienaventurados, penetrados de él, despiden rayos de luces en el cielo. Puso Dios en este animalejo un ojo en el superior lugar de la cabeza y superior en grandeza a los dos comunes. Cubriólo con sus párpados para que más o menos a su gusto le sirviere. Y ¿de qué?, si piensas. Sólo para buscar el sustento de su vil cuerpo en lo más obscuro de la noche, cuando sólo tiene licencia de buscarlo».

La necesidad que Montoya experimentaba de mantener la devoción cuando se dirigía de un pueblo a otro, de adorarle en la iglesia que había dejado lo que duraba la mitad del camino, y en adelante adorarlo en la iglesia donde iba, le recuerda «al girasol que al moverse del sol allí se inclina y cuando se le pone en el ocaso se vuelve a enderezar mirando al cielo por no perder tiempo, como mirando al lugar que encierra al que desea, hasta que lo ve salir otra vez por el oriente». Los tornasoles del girasol se le muestran como una invitación a polarizarse en Dios, a hacer de su vida un acto de plegaria indeficiente, orientando siempre la mente hacia el Señor. En todas las creaturas encontraba un incentivo para elevarse a Dios: «Ves una flor muy hermosa y olorosa; penetra, por eso que ves, oyes y hueles y palpas, en la causa de todo eso».

Refiriéndose a la grandeza del sol y a la belleza de los astros: «Mira, que esto que ves –escribe–, así medido y adornado con tantas lámparas tan estupendamente grandes, son los arrabales de la ciudad en que el celestial Padre vive». Ruiz de Montoya es un místico criollo, un místico nuestro, que partiendo de la naturaleza en que se movió supo elevarse airosamente al mundo de la trascendencia.

Interesantes son, asimismo, las similitudes espirituales que le sugiere la navegación azarosa de la época. La oración abstracta es «como la nave que, zafando las áncoras, que la tenían presa, y, soltando las velas al tiempo, se enmara y engolfa y pierde de vista la tierra a poco espacio. Mira con la aguja al norte de su rumbo, a las Indias del mejor tesoro...». El entendimiento infecundo es «como navío que, quebrado el mástil y sin velas, anda acosado de las olas, sin potencia alguna de hacer viaje, esperando sólo algún furioso huracán que lo trastorne...»

Las páginas del Sílex incluyen también elementos de medicina, así como alusiones a los diversos oficios humanos, observaciones sobre las facultades del alma, y referencias a las jerarquías angélicas. Todos estos elementos, naturales y sobrenaturales, se entrecruzan en una red vibrante de símbolos, vertebrados en torno a Dios, el ser subsistente y englobante.

«Y no entiendas que este buscar y hallar a Dios de esta manera es sólo para el obscuro retiro de tu celda. Al sol del mediodía en las calles y plazas lo hallarás, si quieres poner algún cuidado en buscar a quien en cualquier parte está presente y quiere y te solicita a que lo busques, y anda perdido por que tú le halles».

No deja de ser conmovedora una notable confesión que Montoya nos ha dejado en su Sílex, es a saber, que fue uno de sus indios guaraníes, Ignacio Piraycí, de la reducción de Nuestra Señora de Loreto, en el Guayrá, quien lo instruyó en el modo de hacer oración. Este indio, nos cuenta, tras su bautismo en edad madura, se aplicó al estudio de la ley divina, oía misa cada día, y visitaba el Santísimo al ir al trabajo y al retornar de él. Poco a poco Dios se le fue comunicando. Recurriendo el P. Antonio a la segunda persona para relatar su propia experiencia escribe: «Acuérdesete que andabas por aquellos días deseoso de hallar modo fácil de tener continuamente presencia de la primera Causa. Y quiso el cielo que éste, nuevo en la fe, a ti ejercitante antiguo, te enseñase en un solo acto de fe lo que buscabas». Un día, al salir de misa, sin preguntarle él nada, le contó el indio cómo vivía incesantemente en la presencia de Dios:

«Yo, dice, en despertando, luego creo que está Dios allí presente y acompañado de esta memoria me levanto. Junto mi familia y, guiando yo el coro, rezo con ellos todas las oraciones. Acudo luego a oír misa, donde continúo mi memoria y acto de fe que allí está Dios presente. Con este misma memoria vuelvo a mi casa. Convoco mi gente a que acuda al trabajo. Voy con ellos. Y por todo el camino conservo esta memoria, que nunca se me pierde, mientras la labor dura. Vuélvome al pueblo y mi pensar en el camino es sólo que allí está Dios presente y me acompaña. Con este mismo pensamiento entro en la iglesia, primero que en mi casa. Allí adoro al Señor y le doy gracias por el continuo cuidado que de mí tiene. Con que alegre y contento entro en mi casa a descansar. Y, mientras como, no me olvido que está allí Dios presente. Con esto duermo. Y éste es mi continuo ejercicio».

Así era de simple su oración, acota Montoya. En lugar de todos los momentos que se suelen enumerar para hacer la oración mental: puntos de meditación, composición de lugar, petición, etc., sólo vivir en la presencia de Dios.

Bien ha escrito Jarque: «De este maestro tomó la lección el P. Antonio para serlo después de ciencia tan provechosa. Dio mil gracias al Padre de las Misericordias: Quia abscondit hæc a sapientibus et revelavit parvulis, porque escondió estas cosas a los sabios y las reveló a los pequeños».

Por eso le recomendaba al P. Francisco que no se extrañase si alguna persona rústica le consultaba sobre cuestiones místicas, abstraídas de formas y figuras. «Considera que más sabio sale del retraído rincón el idiota, olvidado de sí, que de la cátedra el que soberbio se vende por letrado». Adviértase que en aquellos tiempos se llamaba «idiota» al hombre sin letras.

La figura mística del P. Ruiz de Montoya merecería ser más conocida. Su existencia es una lograda realización del ideal soñado por San Ignacio, rara mezcla de contemplación y de acción. Los primeros jesuitas gustaban calificar al fundador de la Compañía, como contemplativus in actione. Sólo un estilo de vida semejante es capaz de explicar adecuadamente esa gran gesta sagrada y pastoral que fueron las reducciones guaraníticas.

En los consejos que el P. Antonio le dio al P. Francisco acerca de la oración y de la manera de prepararse a ella como corresponde, le decía: «No tendrás por larga ni ociosa esta preparación, si has llegado a conocer qué cosa es hablar con aquella tremenda Majestad de Dios, qué son los negocios sobre que hablas, que son su mayor gloria, tu salvación y la de tus prójimos». Le será preciso unir armoniosa y jerárquicamente la contemplación y la acción: «Tú no te hagas juez en el pleito de Marta y María, que la sentencia ya la dio el Maestro: Maria optimam partem elegit, María eligió la mejor parte. Y tú, si eres cuerpo, divide el cuerpo entre las dos hermanas. Y, pues el empleo de María es el mejor, no le des el peor tiempo. Alienta tu cuidado a la conciencia en que el que más sabe viene a ser más ignorante».

VI. En hombros de sus indios

Hemos dejado al P. Montoya en su Lima natal. Lo que realmente anhelaba era volver cuanto antes a sus queridos indios. Pero la cosa se hacía cada vez más difícil porque su salud declinaba día a día. Trasladado al colegio de San Pablo, murió en uno de sus cuartos, el 11 de abril de 1652, en brazos de su amigo y discípulo, el ahora venerable P. Francisco del Castillo. Sin duda que su deseo hubiera sido morir mártir. Pero Dios no lo quiso así.

El entierro fue imponente, ya que a él asistió el Virrey y la Real Audiencia en pleno, así como lo más granado de la población. Ya su fama de misionero apostólico y santo había cundido por la ciudad. Pocos días después, los padres de la Provincia jesuítica del Paraguay, así como numerosos indios, pidieron que enviaran los restos del querido P. Antonio a las reducciones. No era, por cierto, simple trasladarlos a tan gran distancia. Con todo, los jesuitas limeños accedieron a aquel razonable deseo, si bien no todos sus despojos fueron enviados. Se dice que en Lima se conserva todavía una caja sellada donde habrían quedado algunos restos del Padre, quizás dos huesos.

Un grupo de cuarenta guaraníes, provenientes de Loreto, se dirigieron a Lima para recuperar aquel cuerpo que realmente les pertenecía y llevarlo consigo hasta su tierra. Para ello debieron recorrer a pie, en viaje de ida y vuelta, unos 11.000 kilómetros. Ignoramos la ruta precisa que siguieron en el recorrido de ida, pero en lo que toca al retorno sabemos que pasaron por Potosí, Salta, Tucumán, Santiago del Estero y Córdoba. En todas estas ciudades una multitud se agolpó a su paso. Luego se dirigieron a Santa Fe, desde donde, por vía fluvial, llegaron a Asunción. De allí el féretro fue llevado triunfalmente por todas las reducciones al sudeste del Paraguay, hasta Encarnación, desde donde pasó a Candelaria, de ésta a San Ignacio Miní y finalmente a Loreto.

A sus queridas reducciones retornó, pues, el P. Montoya, en hombros de sus hijos. Ni muerto dejó de seguir viajando este misionero incansable, hasta perderse en la selva de sus arrobos místicos. Enterrado en la sacristía del templo de la reducción de Loreto, en la actual provincia argentina de Misiones, no se ha localizado aún su tumba, recubierta por la exuberante vegetación de este mundo con el que se había identificado.

Así se cumplió el deseo que, según dijimos, manifestó en Madrid al P. Manquiano: «No permita V. R. que mis huesos queden entre españoles, aunque muera entre ellos; procure que vayan a donde están los indios, mis queridos hijos, que allí donde trabajaron y se molieron, han de descansar». Sabemos que en la actualidad, con motivo de las restauraciones arqueológicas de algunos de los pueblos jesuíticos, se están realizando estudios en aquel lugar, con la intención de ubicar el lugar preciso de la sacristía, y en ella los valiosos restos sagrados del querido P. Antonio.

He ahí la figura gigantesca de Ruiz de Montoya. Explorador y descubridor de tierras aún no conocidas. Notable geógrafo, uno de los primeros que trazó un mapa de aquella vasta región, para llevarlo consigo a Madrid. Eminente lingüista, que dio a conocer la estructura del difícil idioma guaraní. Apóstol incansable que se gastó y desgastó fecundando aquellas vastas tierras con el espíritu del Evangelio. Padre y defensor de los indios, sus hijos amados, ante la corona de España. Místico sublime, que penetró en las tinieblas del Dios trascendente, ciego porque encandilado ante tanta luz. Y si no selló su sacrificada vida con el martirio, como tanto lo hubiera deseado, hizo de toda su existencia una continua ofrenda de sí mismo en provecho de los demás.

Gloria al P. Antonio Ruiz de Montoya, no inferior en ardoroso celo y en espíritu de abnegación a San Francisco Solano y a San Roque González de Santa Cruz. Bien merecería que se le iniciase el proceso de canonización.


Obras Consultadas

Antonio Ruiz de Montoya, La Conquista Espiritual del Paraguay, Equipo Difusor de Estudios de Historia Iberoamericana, Rosario 1989.
Sílex del Divino Amor, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima 1991.
Guillermo Furlong, Misiones y sus pueblos de guaraníes, Buenos Aires 1962.
Antonio Ruiz de Montoya y su Carta a Comental, Escritores Coloniales Rioplatenses XVII, Theoria, Buenos Aires 1964.
Pablo Hernández, Organización social de las Doctrinas Guaraníes de la Compañía de Jesús, tomo I, Gustavo Gili Ed., Barcelona 1913.
«Un misionero jesuita del Paraguay ante la corte de Felipe IV», en Razón y Fe, año XI, t. XXXIII (1912) 7179; 215222.
Hugo Storni, «Antonio Ruiz de Montoya», en Archivum Storicum Societatis Iesu, Roma 1984, pp.425442.
Alberto M. Sarrabayrouse, «Antonio Ruiz de Montoya. El hombre, el santo, el apóstol, el maestro», Cuadernos Monásticos 35 (1975) 429450.


Antonio Ruiz de Montoya
El Guayrá es la acechanza sin abrigo,
una noche apartada de la estrella,
el martirio esperando tras la huella
y yo siempre contigo.

Tayaoba me busca sin descanso
declarándome furia de enemigo
junto al río su puño se hace manso
y yo siempre contigo.

Este cuerpo frailuno que castigo
por la legua infinita del abismo,
lleva a todos el agua del bautismo
y yo siempre contigo.

Buen grano para hostias voy sembrando,
el sol de la cosecha es el testigo,
ya comulgan los indios meditando
y yo siempre contigo.

En el canto, en la misa, en el mensaje,
en el nuevo poblado que bendigo,
los ángeles cubrían el paisaje
y yo siempre contigo.

Todo es milagro aquí, no me desdigo
(después me acusarán con aquel mote
de tener la cabeza de Quijote...)
y yo siempre contigo.

Siempre contigo Dios de las Milicias,
desnudo como un páramo mendigo,
agitan bandeirantes sus codicias
y yo siempre contigo.

En hombros de sus hijos, como un padre,
regresaba a su tierra pregonera.
Voces indias rezaban a la Madre
y España sonreía misionera.
Antonio Caponnetto