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Capítulo 6. San Ignacio de Loyola

I. San Ignacio y el espíritu de la caballería

No vamos a relatar la vida del santo, que damos por conocida, al menos en sus líneas generales. Pero sí tratar de exponer algunas facetas de su rica personalidad –con especial miramiento a su ideal caballeresco– , que hacen de él un verdadero arquetipo para todo el que no se haya resignado a la mediocridad. La estampa de San Ignacio fue esencialmente la de un caballero durante lo que él llamó «su vida desgarrada y vana», lo siguió siendo luego de su conversión, y hasta el fin de su existencia.

1. El ambiente del joven Ïñigo

Para mejor comprender esta gran figura nos convendrá considerar el ambiente que le vio nacer y en donde transcurrió su niñez y juventud. Los Loyola pertenecían a una familia de nobles, una de las diez principales familias del país vasco, que eran llamados parientes mayores, lo que implicaba un derecho reconocido por escritura a que el Rey los invitase en ciertas ocasiones a la corte. Por parte de su madre, doña María Sáenz de Licona, Ignacio provenía también de una familia noble de Guipúzcoa.

Pero los Loyola no eran simplemente nobles sino también aristócratas de provincia, con lo que queremos decir que estaban en permanente contacto con la gente labriega del pueblo vasco. De ahí que la infancia y la adolescencia del joven Iñigo transcurrieran entre la relativa elegancia del castillo solariego o casa-torre y la alquería aldeana de Eguíbar. Hasta el fin de su vida será advertible esta influencia campesina, por ejemplo en el español defectuoso de sus cartas...

Bebió asimismo del ambiente su inclinación militar. Refiriéndose a la juventud de Iñigo en el castillo paterno escribiría su secretario y confidente, el P. Jerónimo Nadal: «Pronto se encendió en él una especie de fuego noble, y no pensaba en ninguna cosa, sino en distinguirse en la fama militar». Ello era, al parecer, una herencia recibida.

El P. Pedro de Leturia, excelente historiador de San Ignacio, señala que en base a las fuentes históricas que poseemos, es posible afirmar que la tradición militar de los Loyola no arranca inicialmente de gloriosas hazañas contra los moros, que jamás llegaron a sus montañas, sino de una contienda de menor nivel, casi aldeana, entre Guipúzcoa y Navarra, pueblos hermanos por sangre y religión. Cuando los Reyes Católicos suben al poder, al tiempo que se fueron extinguiendo las luchas intestinas, se encendieron ideales universalistas, ausentes hasta entonces en la tradición militar de los Loyola. Y así, a partir de 1480, la familia, trascendiendo los reducidos marcos de los conflictos pueblerinos, se dispersó en pocos decenios por el viejo y nuevo mundo.

Don Beltrán mismo, el padre de Iñigo, acompañó a los Reyes durante la campaña de Granada, y las fuentes le llaman «generoso caballero y gran soldado»; Juan, el hermano mayor, «perdió animosamente la vida en las guerras de Nápoles», el año 1496; un segundo hermano, llamado Bernardo, «hacia 1510 pasó a las Indias para su conquista, y falleció en Tierra firme»; Martín, el heredero por muerte del primogénito, intervino en 1512 en la batalla de Belate contra los franceses; otro hermano, finalmente, cuyo nombre desconocemos, marchó a Hungría y cayó hacia 1542 luchando contra los turcos.

Apenas es posible reflejar con más celeridad y precisión en el seno de una familia aquella profunda y heroica transformación que bajo los Reyes Católicos y Cisneros experimentaron Castilla y Guipúzcoa. Ya no más luchas de aldea sino Cruzada universalista, que recibió forma poética, dos años antes del nacimiento de Iñigo, en el Romance en memoria de Alixandre, al que pondría música el futuro párroco de Azpeitia, Juan de Anchieta. Detrás de Granada, surge ante los ojos del vate la ciudad de Jerusalén, en cuyo Santo Sepulcro espera a los Reyes nada menos que la Corona Imperial... La toma de Granada, con su prolongación mediterránea desde Orán a Argel, y aquella otra cruzada conquistadora de las tierras descubiertas por Colón que inesperadamente vino a continuarlas, mostraron durante la juventud de Iñigo que había algo más que ensueños en los arrestos caballerescos del poeta.

En ese ambiente de heroísmo generalizado, se explica el auge que conoció la literatura caballeresca. «El influjo y propagación, de los libros de caballerías –escribe Menéndez y Pelayo– no fue un fenómeno español sino europeo. Eran los últimos destellos de la Edad Media próxima a ponerse». Dicho género literario, nacido fuera de España, no arraigó por demasiado fantástico en Castilla hasta que, conquistada Granada y descubierta América, apareció, en 1508, la traducción española del Amadís de Gaula, con acomodaciones de García Rodríguez de Montalvo, en cuyo prólogo se alude a los puntos de contacto que ofrece el espíritu de la obra con el que impregnó la gran gesta de la conquista de Granada. La aparición de este libro,

«uno de los que por más tiempo y más hondamente imprimieron su sello, no sólo en el dominio de la fantasía, sino en el de los hábitos sociales –como afirma el mismo Menéndez y Pelayo– con sus lances heroicos, sus luchas por mar y tierra contra gigantes y hechiceros, sus impulsos amorosos y sus laxitudes morales, mezclado todo ello con una ingenua fe religiosa, inspiró la atmósfera que respiraron los hombres de aquella época, en España y fuera de ella, lo que hace fácilmente comprensible el reflorecimiento del ardor militar en los hermanos de Ignacio y no menos el deseo que en él se encendió de «seguir la soldadesca».

Y así escribe el P. Nadal: «Aunque educado con distinción de noble en su casa, no se dio sin embargo a los estudios, sino movido de una suerte de ardor generoso, se entregó, conforme a las tradiciones de la nobleza de España, a merecer la gracia del Rey y de los magnates, y a señalarse en la gloria militar».

Otro de los elementos que caracterizaron el ambiente donde Iñigo vivió su juventud es aquella fe robusta, sencilla y como connatural del español aldeano. Más tarde, él mismo y sus más íntimos colaboradores, sospechados a veces por la Inquisición, apelaron a ella para abonar la puridad de su ortodoxia. «En mi patria no suele haber judíos», fue la respuesta que dio en Alcalá al Vicario Figueroa, cuando éste le preguntó si guardaba el sábado. Y cuando en 1554, el P. Nadal diera a conocer un escrito en defensa de los Ejercicios Espirituales afirmaría:

«Es Ignacio español, y procede de la primera nobleza de la provincia de Guipúzcoa y Cantabria, en la que tan incontaminadamente se conserva la fe. Tal es el celo y constancia que desde tiempo inmemorial tienen por ella sus habitantes, que no permiten vivir allí a ningún cristiano nuevo, ni desde que hay memoria de cristianismo se sabe de uno solo a quien se haya notado ni de sospecha de herejía».

Tal fue el ambiente que respiró el joven Iñigo. Hugo Rahner, en un luminoso estudio que escribió sobre nuestro santo, dice que en aquella herencia cultural se encuentra ya en germen tanto el libro de los Ejercicios, como también la Compañía de Jesús.

Después de su innata lealtad al Rey Católico y sus ideales político-religiosos que abarcaban todo el mundo; después de su divagador fantasear con los personajes del Amadís que incitaba a valerosas hazañas por el Rey, se entiende fácilmente su paso al Rey Eternal, su paso a Dios, al que gustará llamar Su Divina Majestad, con la consiguiente invitación al magis, adverbio predileccionado por el santo, al más, que arranca al hombre de su mediocridad y lo vuelca a señalarse en el servicio de Dios. «Así se nos manifiesta ya por la herencia y la educación de Iñigo los contornos de su ideal futuro: el libro de los Ejercicios y la Compañía se forman desde abajo, como la obra del noble y del soldado: su ideal es el magis del sentimiento de un aristócrata», concluye Rahner.

2. De la caballería temporal a la caballería espiritual

Pero no adelantemos etapas. Iñigo se inició en la Corte, y fue allí, junto al rey Fernando, donde acabó de formarse en su alma aquel fondo de hidalguía y señorío, incoado ya junto a sus padres en la casa-torre, que depurado más tarde de toda escoria mundana, se revelaría tan palmariamente en sus cartas a nobles, obispos y príncipes de toda Europa.

En 1512, don Fernando había conquistado el reino de Navarra. y en 1515 dicho reino era incorporado a la Corona de Castilla. Pero ahora estamos ya en la época de Carlos V, quien se encuentra en guerra con Francisco I de Francia. Una de las fortalezas que había que defender era Pamplona. Y allí lo tenemos a nuestro Iñigo, decidido a luchar con ardor. Frente al ataque de los franceses, los defensores vacilan, incluido su comandante. El P. Juan de Polanco, que sería secretario y confidente de San Ignacio, así describiría la situación:

«Queriendo el dicho don Francisco [de Viamonte] salirse de la ciudad, por no le parecer que podría resistir a la fuerza de los franceses, tuviendo también sospecha de los mismos de Pamplona, Iñigo, avergonzándose de salir, porque no pareciese huir, no quiso seguirle, antes se entró delante de los que se iban en la fortaleza para defenderla con los pocos que en ella estaban».

Ante su jefe que se retiraba, Iñigo trazó su propio camino de honor , acompañado de los que querían «señalarse en todo servicio a su Rey», un puñado de caballeros. Fue entonces cuando cayó herido por las esquirlas de un cañonazo, y conducido a su casa natal. Allí lo tenemos ahora a nuestro caballero enfermo, recluido en un cuarto del castillo, que sería el escenario de su conversión. Aburrido por la larga convalecencia, pidió algún libro, preferentemente de caballerías, quizás el Amadís, o su continuación, Las Sergas de Esplandián. Pero, al parecer, no encontraron lo que solicitaba. El mismo así lo relató en su Autobiografía, que dictaría en los últimos años de su vida a uno de sus primeros compañeros, el P. Luis Gonçalves de Cámara, razón por la cual está escrita en tercera persona:

«En aquella casa no se halló ninguno de los [libros] que solía leer, y así le dieron una Vita Christi y un libro de la Vida de los Santos en romances; por los cuales, leyendo muchas veces, algún tanto se afícionaba a lo que allí hallaba escrito».

El carácter mismo del Flos Sanctorom, el libro de la vida de los santos, «en romances», con su pintoresca galería de héroes y heroínas de la virtud, repartidos por tierras y situaciones tan diversas, cuyas vidas se recargaban a veces con extravagantes episodios y aventuras hazañosas, a semejanza de las novelas de caballería, no dejaría de atraerle. El autor del prólogo era un tal Gauberto M. Vagad, quien en su juventud había sido alférez del hermano del rey de Aragón; de ahí el dejo militar de sus posteriores escritos, como el que se trasunta en la siguiente estrofa: «Tengo el santo sacerdocio, / la santa caballería, / común bien; / Vos el tiempo dado al ocio, / la costumbre a tiranía / y a desdén...».

El hecho es que Ignacio, luego de leer las vidas de San Francisco y de Santo Domingo, comenzó a preguntarse: «¿Qué sería si yo hiciese esto que hizo San Francisco o Santo Domingo?». y poco después la resolución: «Mas todo su discurso era decir consigo... San Francisco o Santo Domingo hizo esto, pues yo lo tengo que hacer». Es muy probable que Iñigo haya encontrado también en el Flos Sanctorum, en la parte donde se expone la vida de San Agustín, aquella referencia a la gran obra de teología de la historia que escribiera dicho santo, «De Civitate Dei», donde se lee:

«Trata San Agustín de dos ciudades, de Jerusalén y de Babilonia, y de sus reyes. Y rey en Jerusalén es Cristo, rey en Babilonia es el diablo. y dos amores son los que han edificado estas ciudades: la ciudad del diablo procede del amor propio, que llega hasta el desprecio de Dios, la ciudad de Dios procede del amor de Dios, que llega hasta el desprecio de sí mismo».

Sin duda que ya desde ahora se fue llevando a cabo el encuentro de la noble magnanimidad innata y adquirida del santo con las ideas fundamentales que formarían el núcleo de los Ejercicios. Tanto en sus lecturas como en las mociones primeras de su conversión están en germen las meditaciones del Reino de Cristo y de Dos Banderas –su visión de las Dos Ciudades agustinianas–, goznes esenciales de la espiritualidad ignaciana. Pero todavía se sentía perplejo, sin atreverse a dar el salto definitivo. Su imaginación alternaba pendularmente entre la vieja caballería y la nueva, «deteniéndose siempre en el pensamiento que tomaba, o fuese de aquellas hazañas mundanas que deseaba hacer o de estas obras de Dios que se le ofrecían a la fantasía, hasta tanto que de cansado lo dejaba y atendía a otras cosas»

Advirtamos cómo cuando pensaba en los santos, sentía, sí, admiración frente a aquellos arquetipos, y ansias de emulación, pero la tesitura era todavía demasiado humana, demasiado natural. Hasta que por fin entendió que todo ello debía ser «con la gracia de Dios». La expresión aparece ahora por primera vez para no abandonarlo más, ni en la vida ni en los Ejercicios. La conversión de Iñigo estaba consumada.

Agreguemos un dato curioso. De esta época nos dicen sus biógrafos que soñaba con una dama, la obligada dama de los pensamientos y dueña del corazón de todo esforzado caballero. No se sabe de cierto quién haya sido concretamente dicha dama, si la Infanta Leonor, o la Infanta Catalina, ambas hermanas de Carlos V, «la más linda cosa que hay en el mundo», se decía de esta última. Pero también aquí se dio la feliz transposición:

«Si se quiere decir quién fue la dama, a la que él incondicionalmente sirvió desde el momento de su conversión –escribe el P. Victoriano Larrañaga–, quién fue aquella para la que soñó las más grandes empresas, quién la que ocupó el primer puesto en su corazón generoso, no hay duda ninguna en afirmar que ella fue la Santa Madre Iglesia, en cuanto Cristo viviente, en cuanto Esposa de Cristo, a la que no se contentó con servir personalmente toda su vida, sino que quiso dejarle su obra fundamental, su Compañía, para perpetuar en ella un espíritu de amor y de servicio, un espíritu de sacrificio en el servicio mismo, que hacen de esta milicia su razón de ser y su característica fundamental».

Sea lo que fuere, el hecho es que nuestro Iñigo, sintiéndose ya mejorado, resolvió dirigirse a Montserrat para velar allí sus armas en honor de Nuestra Señora. Hizo el viaje montado en su mula, marchando aprisa para llegar pronto. Iba todavía suntuosamente ataviado, con su elegante traje de caballero. En los procesos se dice que «sus vestidos eran ricos, preciosos y delicados» y que «andaba muy bien vestido al modo y talle del soldado».

Señalemos en esta peregrinación dos hechos de índole típicamente caballeresca, de los que se encuentran reminiscencias en el Arnadís, y que pasaron de la Autobiografia a la Literatura y al Arte. Ante todo la aventura con el moro, que Calderón de la Barca elevaría a la categoría de drama religioso en su obra El gran Príncipe de Fez.

Iñigo caminaba embebido en sus propios pensamientos. Y «yendo por su camino le alcanzó un moro». La obligada pregunta de tales circunstancias acerca del lugar al que se dirigía, debió dar ocasión a que Iñigo nombrara Montserrat y a la Virgen: «Y vinieron a hablar de Nuestra Señora». Sin duda que el peregrino ha de haber dicho algo sobre la pureza de su Señora, a lo que el moro se atrevió a poner reparos: virgen antes del parto, pase, pero virgen en el parto «no lo podía creer, dando para esto las causas naturales que a él se le ofrecían». El enamorado de la Virgen se enredó en una disputa tenaz, tratando, de dar al moro «muchas razones».

Pero no bastaron los razones. «Y así el moro se adelantó con tanta prisa, que le perdió de vista». Esta brusca partida del jinete y el trote veloz de su mula, dejan vislumbrar que el diálogo se había ido encrespando, y que el moro, quizás a la vista del acero toledano que ceñía el vasco, y estando ya por llegar a su destino quiso evitar a tiempo irrevocables consecuencias. ¿Qué hizo Iñigo? Nos lo dice la Autobiografia:

«Y en esto le vinieron unas mociones que hacían en su ánima descontentamiento, pareciéndole que no había hecho su deber; y también le causaba indignación contra el moro, pareciéndole que había hecho mal en consentir que un moro dijese tales cosas de Nuestra Señora, y que era obligado a volver por su honra. Y así le venían deseos de ir a buscar al moro y darle de puñaladas por lo que ha dicho. Y perseverando mucho en el combate de estos deseos, al fin quedó dubio, sin saber lo que era obligado a hacer».

Llegó, mientras tanto, a una bifurcación del camino. ¿Por cuál habría ido el moro? ¿Qué hacer? «Y así –termina el relato––, después cansado de examinar lo que sería bueno hacer, no hallando cosa cierta a que se determinase, se determinó en esto: de dejar ir a la mula con la rienda suelta hasta el lugar donde se dividían los caminos; y que si la mula fuese por el camino de la villa, él buscaría al moro y le daría de puñaladas; y si no fuese hacia la villa, sino por el camino real, dejarlo quedar... La mula tomó el camino real, y dejó el de la villa».

El segundo hecho de índole caballeresca, con el que Iñigo dio por clausurada su peregrinación, fue la vela de armas. En referencia a ella escribe el P. Laínez: «Viniéndole a la memoria cómo los noveles caballeros se solían armar para ordenarse y dedicarse a la milicia, tomó voluntad de imitarlos en dedicarse al servicio de Dios».

Ya en las Siete Partidas, Alfonso el Sabio había tratado de la vela nocturna de oración a Dios que había de preceder al acto de armarse caballero. «E cuando esta oración ficiese –dice el texto–, ha menester de estar los hinojos fincados, e todo lo al en pie, mientras lo pudiese sufrir. Ca la vigilia de los caballeros no fue establecida para juegos, ni para otras cosas, si non para rogar a Dios ellos e los otros que y fuesen, que los guarde e que los enderece e los alivie, come a omes que entran en carrera de muerte». Volviendo a lo que hizo San Ignacio leemos en Nadal: «Con esta ceremonia comenzó su nueva vida, velando toda la noche y haciendo oración ante la imagen de la Virgen sacrosanta, al modo con que los que han de ser armados caballeros velan sus armas con el solemne y antiguo rito de los nobles».

Es indudable que Ignacio se inspiró asimismo en los libros de caballerías. Lo dice expresamente la Autobiografia: «Y como tenía todo el entendimiento lleno de aquellas cosas, Amadís de Gaula y semejantes libros, veníanle algunas cosas al pensamiento semejantes a aquéllas; y así se determinó de velar sus armas». ¿Cómo describe el Amadís esta vigilia? Se lo puede ver al término del libro cuarto, donde relata detalladamente la vela de armas de Esplandián, el primogénito y heredero de Amadís: «Esplandián estaba entre ellos tan fermoso, que su rostro resplandecía como los rayos del sol, tanto que facía mucho maravillar a todos aquellos que le veían fincado de hinojos con mucha devoción e grande homildad, rogándole [a la Santísima Virgen] que fuese su abogada con el su glorioso Hijo, que le ayudase y enderezase en tal manera, que siendo su servicio, pudiese cumplir con aquella tan gran honra que tomaba...

Así estuvo toda la noche, sin que en cosa alguna fablase, sino en estas tales rogarías y en otras muchas oraciones, considerando que ninguna fuerza ni valentía, por grande que fuese, tenía más facultad que la que allí otorgada le fuese». Parece evidente que el santo se refería a este pasaje en su confidencia sobre el Amadís al P. Cámara.

El monasterio de Montserrat al que Iñigo había llegado, era, a principios del siglo XVI, uno de los centros de la restauración católica impulsada en España por la reforma de Isabel y de Cisneros. Allí nuestro santo se confesó detalladamente, repudiando toda su vida pecadora. Luego, se dice en la Autobiografia, «concertó con el confesor que mandase recoger su mula, y que la espada y el puñal colgasen en la iglesia en el altar de Nuestra Señora».

Así llegó la noche del 24 al 25 de marzo de 1522, fiesta de la Anunciación de Nuestra Señora y de la Encarnación del Verbo. A las primeras sombras del anochecer, se despojó de sus vestidos, y los cambió por los de un mendigo, entrando luego en la iglesia donde pasaría toda la noche, ya de rodillas, ya de pie, encomendándose a Nuestra Señora, y ofreciéndose a Cristo como caballero que se disponía a imitarlo en todo. Al llegar el alba dio por terminada su vigilia. Lope de Vega dedicaría un bello romance a esta Vela de armas de Iñigo, a cuyo término dice: «No se ha de preciar España / de Pelayo ni del Cid, / sino de Loyola solo / porque a ser su sol venís».

De la caballería temporal a la caballería espiritual, dijimos. De soldado del César a soldado de Cristo. La continuidad es evidente. Años después, cuando ya hubiese fundado la Compañía de Jesús, el papa Marcelo II le diría: «Tú recoge soldados y hazlos combatientes; Nos los usaremos». El caballero de Cristo ha consagrado su espada a Nuestra Señora. Sólo le faltaba una cosa: la iluminación de lo alto.

II. El Cardoner y la Storta: dos ilustraciones desde lo Alto

Dicha iluminación se condensa en dos revelaciones principales que Ignacio recibió en el curso de su vida: la primera, poco después de su conversión, la del Cardoner, y la otra, después de haberse ordenado sacerdote, la de la Storta. Ambas contribuyeron a dar un sesgo claramente sobrenatural a su vocación caballeresca.

Describamos la primera, la del Cardoner. Tras la vela de armas en Montserrat, Ignacio se había ido a vivir como ermitaño a Manresa, donde transcurriría más de diez meses en la más severa penitencia, como purgación de su vida pecadora. Fue allí donde Dios lo ilustraría de manera deslumbrante. Refirárnoslo con sus propias palabras, si bien lo hace, como siempre, en tercera persona:

«Una vez iba por su devoción a una iglesia que estaba poco más de una milla de Manresa, que creo yo que se llama san Pablo, y el camino va junto al río, y yendo así en sus devociones se sentó un poco con la cara hacia al río, el cual iba hondo. Y estando allí sentado se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales como de cosas de la fe y letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas.

«Y no se puede declarar los particulares que entendió entonces, sino que recibió una grande claridad en el entendimiento; de manera que en todo el discurso de su vida hasta pasados sesenta y dos años, coligiendo cuantas ayudas haya tenido de Dios y todas cuantas cosas ha sabido, aunque las ayunte todas en uno, no le parece haber alcanzado tanto como de aquella vez sola. Y esto fue en tanta manera de quedar con el entendimiento ilustrado, que le parecía como si fuese otro hombre y tuviese otro intelecto que tenía antes».

Destaquemos las expresiones: «le parecían todas las cosas nuevas», «le parecía como si fuese otro hombre», «como si tuviese otro intelecto que tenía antes». Otro nombre, otros ojos; cosas nuevas... Según se ve, le fue comunicado lo que en lenguaje moderno llamaríamos una nueva cosmovisión, un conocimiento sumario de las verdades de la fe, a modo de compendio de las Escrituras y de la teología. «Yo vi, sentí en lo interior y penetré con el espíritu todos los misterios de la fe cristiana», confesaría más adelante, destacando así el carácter de la gracia recibida en aquella revelación, es a saber, la visión sintética y arquitectónica de todas las verdades reveladas.

«En este tiempo de la visión del Cardoner –escribiría el P. Nadal– le dio el Señor grande conocimiento y sentimientos muy vivos de los misterios divinos y de la Iglesia. Aquí le comunicó Nuestro Señor los ejercicios, guiándole desta manera, para que todo se emplease en el servicio suyo y salud de las almas, lo cual le mostró con devoción especialmente en dos ejercicios, scilicet, del rey y de las Banderas. Aquí entendió su fin y aquello a que todo se debía aplicar y tener por escopo –fin– en todas sus obras, que es el que tiene ahora la Compañía». Visión sintética, decíamos, de la relación de los misterios con la Trinidad, y ello en Cristo, y ello en la Iglesia, y ello en el combate de las dos ciudades.

Bien señala Hugo Rahner que del Iñigo meramente individual ha salido el hombre apostólico. Su terrible anhelo de penitencia, no se enmarca ya en la mera consideración de los pecados propios, sino que se hace inteligible a la luz del gran drama universal que va del Génesis al Apocalipsis, y que incluye el pecado, la redención, la lucha con Satanás, la victoria de la gracia, y el más fino discernimiento de los espíritus en el alma. Manresa significó la irrupción de la gracia divina desde arriba, que se apoderó de aquel hombre, más allá de las experiencias que había tenido hasta entonces, para hacer de Iñigo, como él mismo lo diría en sus memorias, el nuevo soldado de Cristo, el hombre de la Iglesia. y ello mediante los Ejercicios, a los que consideraría su más importante arma apostólica, y que Dios le inspiró precisamente durante su estadía en la cueva de Manresa.

Juntamente con la eximia ilustración junto al río Cardoner, destaquemos otra, de gran relevancia en su espiritualidad, la de La Storta. A 16 kilómetros de Roma, en el cruce de dos vía consulares, la Cassia y la Flaminia, existía desde antiguo una estación con su hostería y su posta para el cambio de caballos, conocida con el nombre de La Storta. Durante la Edad Media se había levantado en ese lugar un pequeño oratorio. San Ignacio, viniendo de Siena hacia Roma, con sus compañeros Fabro y Laínez, se hospedó allí en 1537. Así relata el santo lo acaecido:

«Había determinado, después que fuese sacerdote, estar un año sin decir Misa, preparándose y rogando a Nuestra Señora le quisiese poner con su Hijo. Y estando un día, pocas millas antes de llegar a Roma, en una iglesia y haciendo oración en ella, sintió tal mudanza en su ánima, y vio tan claro que Dios Padre le ponía con Cristo su Hijo, que no tendría ánimo de dudar en esto, sino que Dios Padre le ponía con su Hijo».

El contenido es claro: la súplica insistente a Nuestra Señora, la gran mudanza obrada en su alma, y en el centro del cuadro Dios Padre que lo pone con Cristo, su Hijo, y ello sin poder dudar. Ignacio recordarla todavía este momento hacia el fin de su vida, como lo dejó consignado en su Diario espiritual: «Viniendo en memoria cuando el Padre me puso con el Hijo». El P. de Guibert comenta así esta revelación:

«Lo que Ignacio pedía con tanta insistencia se lo obtuviera a María, lo que el Padre le otorga con una evidencia que no le permite dudar, y con una potencia y fuerza que transforma su alma, es la gracia que constituye el objeto del triple coloquio final de la meditación de Dos Banderas: ser recibido bajo la bandera de Cristo, como compañero suyo en la pobreza y en las humillaciones.

«La visión de la Storta es ante todo la aceptación mística de esta plegaria; es en la vida del Santo un episodio análogo a los desposorios de Santa Catalina de Siena. Ignacio acaba de unirse a Cristo por la gracia del sacerdocio: este lazo que le asocia para siempre a la vida pobre y crucificada de quien será por nuevo título su Cabeza. Se explica fácilmente desde entonces cómo se ha vinculado a esta visión la elección tan firme hecha por el Santo del nombre de Compañía de Jesús: él y sus compañeros no eran compañeros de Jesús por un acto de su propia voluntad, decididos a seguirle en todo, sino que habían sido constituidos tales por voluntad y obra del Eterno Padre».

Ambas revelaciones, la del Cardoner y la de La Storta, se relacionan, pues, con los Ejercicios Espirituales. Como se sabe, la práctica de los Ejercicios tiende a suscitar en el ejercitante, luego de haber experimentado el aborrecimiento del pecado en su vida –la «vergüenza del caballero» que ha ofendido a Dios con sus reiteradas felonías–, el anhelo de acompañar al Cristo que lo invita a la conquista del mundo para Dios, a ese Cristo que por él ha vivido los misterios de su vida hasta dejarse clavar en la cruz, lo cual implica la decisión de llevar adelante una lucha abierta contra Satanás, tanto en lo que concierne al ámbito personal –morir a sí mismo– como al ámbito social –conquistar el universo entero para Dios–, todo ello concretado en una pertenencia activa a la Iglesia militante.

III. La Compañía de Jesús: una Orden militante

Podríase decir que todo el espíritu de la Compañía de Jesús, condensado en los Ejercicios, nació de la experiencia mística de San Ignacio, particularmente en el Cardoner.

«Entonces fue Ignacio levantado sobre sí ––escribe el P. Nadal– y se le manifestaron los principios de todas las cosas. En este rapto parece haber recibido el conocimiento de toda la Compañía. Por lo cual cuando se le preguntaba por qué instituía esto o aquello, solía responder: «Me refiero a lo de Manresa». Y este don aseguraba exceder a todos los dones que había recibido». Del mismo Nadal la antigua Compañía conservó esta aseveración: «Cuando Ignacio era preguntado sobre el fundamento para las constituciones de su Orden acostumbraba aducir como última razón aquella elevada ilustración del espíritu, que Dios le había enviado como un muy grande favor en Manresa, como si entonces hubiera recibido todo de una vez en un como don arquitectónico de sabiduría –quasi in spiritu quodam sapientiæ architectonico–». Ignacio vio en Manresa el diseño de lo que sería su obra maestra, la Compañía de Jesús.

Fue precisamente durante su estadía en Manresa, y en conexión con la visión del Cardoner, cuando San Ignacio elaboró la meditación clave de su espiritualidad, la de las Dos Banderas. La más antigua tradición, la que proviene de quienes habían conocido personalmente a Ignacio, afirma que la meditación de Dos Banderas con su petición de ser recibido bajo la bandera de Cristo, es la hora del nacimiento de la Compañía. En vísperas de la fundación de su Orden resumiría San Ignacio la misión de la misma: «Hacer servicio de guerra bajo la bandera de la cruz».

El P. Luis de la Palma escribe: «Yo mismo le oí decir al P. Gil González que nuestro Padre Everardo, cuarto prepósito general, estando él presente, había dicho en una plática que había él oído de boca del santo padre Ignacio, que en el ejercicio de las Dos Banderas le había Dios descubierto este secreto, y puéstole delante de los ojos la forma y modelo de esta Compañía». Y el P. Landicio refiere, fundado en la misma tradición: «Cuando Ignacio de Loyola en los comienzos de su conversión en Manresa escribía los Ejercicios espirituales, Dios le descubrió en el ejercicio de las Dos Banderas todo el modo de la Compañía de Jesús que se había de fundar, toda la estructura de este maravilloso edificio».

Según puede observarse, también como fundador fue San Ignacio un caballero, caballero de Dios, un soldado de Cristo que se lanza y lanza a su Orden a la conquista del mundo para Dios. Por el hecho de que la Compañía procedió de la meditación de las Dos Banderas, su ayuda a las almas se configura en la forma de un combate por Cristo que continúa viviendo en la Iglesia militante. Pero Ignacio no se engaña. La lucha exterior no será verdadera si no comienza y se acompaña por el combate interior.

En aquella meditación, la última consecuencia de la decisión de ponerse bajo la bandera de Cristo, se une inescindiblemente a la decisión de abrazarse con la cruz, con los oprobios e injurias, «por más en ellos le imitar». La línea de batalla, que mira por cierto al universo mundo, se despliega ante todo en el propio corazón, primer sector del frente donde es menester derrotar al enemigo de natura humana. Por tratarse de una lucha, el jesuita habrá de ser experto en conocer los engaños del mal caudillo, para guardarse de ellos, y el camino que indica el Sumo Capitán, que es Cristo.
No en vano la Fórmula del Instituto aprobada por Julio III comienza:

«Cualquiera que en esta Compañía, que deseamos se llame la Compañía de Jesús, pretende asentar debajo del estandarte de la cruz, para ser soldado de Cristo, y servir a sola su divina Majestad, y a su esposa, la santa Iglesia, el romano de Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra. Persuádase que después de los tres votos solemnes de perpetua castidad, pobreza y la obediencia, es ya hecho miembro de esta Compañía la cual es fundada principalmente para emplearse toda en la defensión y dilatación de la santa fe católica, predicando, leyendo públicamente y ejercitando los demás oficios de enseñar la palabra de Dios, dando los ejercicios espirituales, enseñando a los niños e ignorantes la doctrina cristiana...

«Y todos los que hicieran profesión en esta Compañía se acordarán no sólo al tiempo que la hacen, mas todos los días de su vida que esta Compañía y todos los que en ella profesan son soldados de Dios que militan debajo de la fiel obediencia de nuestro Santo Padre».

San Ignacio era plenamente consciente de que un tipo de militancia semejante atraería necesariamente el odio del mundo. En carta a una dirigida suya, Isabel Roser, le escribe:

«Decís cuántas malicias, celadas y falsedades os han cercado por todas partes. Ninguna cosa me maravillo de ello, ni mucho más que fuera; porque a la hora que vuestra persona se determina, quiere y con todas sus fuerzas se esfuerza en gloria, honor y servicio de Dios Nuestro Señor, ésta tal ya pone batalla contra el mundo, y alza bandera contra el siglo, y se dispone a lanzar las cosas altas, abrazando las cosas bajas, queriendo llevar por un hilo lo alto y lo bajo: honra y deshonra, riqueza o pobreza, querido o aborrecido, acogido o desechado, en fin, gloria del mundo o todas injurias del siglo».

IV. San Ignacio, Apóstol

En el conjunto de la galería de los santos, Ignacio se destaca por el ardor de su celo apostólico, por su fuego en pro de la salvación de las almas. Tratemos de adentrarnos en su corazón de apóstol.

1. Corazón magnánimo

Ignacio es, a la verdad, un hombre superior, de visión panorámica, como panorámica fue su visión del Cardoner. Pero lo es porque fue magnánimo. En las Constituciones de la Compañía de Jesús, nos ha dejado un magnífico retrato de las virtudes que deben ornar al General de la Orden. Lo primero, dice, es que sea «muy unido con Dios nuestro Señor y familiar en la oración y todas sus operaciones», de modo que pueda llegar a ser como fuente de todo bien para el cuerpo entero. Asimismo habrá de ser un hombre libre de pasiones, o mejor, señor de ellas, de juicio sereno, exteriormente comedido, concertado en el hablar. Tendrá que saber mezclar rectitud y severidad, ser inflexible en lo que juzgue que agrada más a Dios, pero compasivo con sus hijos, de modo que aun los reprendidos reconozcan que procede rectamente en el Señor. Necesitará magnanimidad y fortaleza para acometer grandes cosas y enfrentar contradicciones, sin enorgullecerse con los sucesos prósperos ni abatirse en los adversos.

Deberá estar dotado de gran entendimiento y juicio, así en lo especulativo como en lo práctico; porque, si bien la doctrina es necesaria a quien ha de e tener a su cargo tanta gente docta, también lo es la prudencia y y el discernimiento. Habrá de ser imaginativo para comenzar, y decidido para llevar los proyectos a su término, sin dejarlos a y medio hacer o imperfectos. Razón tenía su compañero, el P. Pedro de Ribadeneira, cuando decía que en estos párrafos, Ignacio «sin pensar en sí, se dibujó allí al natural y se nos dejó como en un retrato perfectísimamente sacado».

Nuestro santo se caracterizó por haber poseído en grado eximio la noble virtud de la magnanimidad. De ahí su predilección por el adverbio magis; no un «magis», por cierto, desmedido, sino enmarcado en la concreción de la Iglesia.

2. Corazón armónico

Ignacio, hombre magnánimo, enamorado del Verbo encarnado, supo armonizar lo humano con lo divino.

«Para comprender el carácter de San Ignacio –escribe el P. Antonio Astrain– se de debe partir de su célebre divisa: Todo a la mayor gloria de Dios. Este pensamiento sublime, que abraza cuanto de más alto hay en el cielo y en la tierra, da a todas las empresas que resplandecen en su vida, por cuanto diversas y contrarias puedan aparecer a primera vista, su intrínseca maravillosa unidad. Todo lo que hace, lo hace para la mayor gloria de Dios; las cosas altas y las humildes, las grandes y las pequeñas, las propias y las ajenas, las temporales y las espirituales, todas dirigidas a este fin. Bien raramente se encontró un hombre así compenetrado de una idea, y bien raramente un ideal encarnado en un gran hombre produjo frutos tan sorprendentes».

Hombre de síntesis, pero de una síntesis signada por la grandeza, capaz de unir lo que los mediocres creen deber separar. Un ejemplo:

En 1549 los jesuitas se habían visto obligados a defenderse públicamente de algunos ataques, sobre todo de parte de Melchor Cano. Algunos padres recibieron poderes para presentarse ante el tribunal en nombre de Ignacio y defender el Instituto, e incluso se recurrió a personas influyentes para que intercedieran en favor de la nueva Orden. Estas medidas le parecieron a un padre, el P. Juan Alvarez, poco conformes con el espíritu evangélico y con la confianza en Dios que siempre había mostrado el fundador en las numerosas contrariedades que había sufrido. Le parecía una especie de idolatría, respecto a los medios humanos, semejante a la de los israelitas que habían doblado sus rodillas ante Baal. San Ignacio, por medio de Polanco, salió al cruce de esta opinión, escribiéndole así al P. Alvarez:

«Mirando aun en sí la espiritual filosofia, no parece vaya muy sólida ni muy verdadera; es a saber, que usar medios o industrias humanas y aprovecharse o servirse de favores humanos para fines buenos y gratos a nuestro Señor, sea “doblar la rodilla ante la imagen de Baal” (Rom. 11, 4); antes parece que quien no piensa sea bien servirse dellos y expender, entre otros, este talento que Dios da, reputando como fermento o mixtión no buena la de los tales medios con los superiores de gracia, que no ha bien aprendido a ordenar todas las cosas a la gloria divina y en todas y con todas aprovecharse para el último fin del honor y gloria divina.

«Aquel se podría decir que “dobla las rodillas ante Baal”, que de tales medios humanos hiciere más caudal y pusiese más esperanza en ellos, que en Dios y sus graciosas y sobrenaturales ayudas. Pero quien tiene en Dios el fundamento de toda su esperanza, y para el servicio suyo con solicitud se aprovecha de los dones que El da, internos y externos, espirituales y corporales, pensando que su virtud infinita obrará con medios o sin ellos todo lo que le pluguiere, pero que esta tal solicitud le place cuando rectamente por su amor se toma, no es esto «doblar las rodillas ante Baal», sino «ante Dios», reconociéndolo por autor, no solamente de la gracia, pero aun de la natura».

Merecería la pena leer aqui toda esta carta tan espléndida, en cuya segunda parte Ignacio va explicando cómo esta feliz combinación de la esperanza en la acción divina y el esfuerzo humano ha sido una constante en todos los santos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, tanto en la Iglesia primitiva como en la posterior. Pero ahorrémonos esa larga cita contentándonos con transcribir sus últimas conclusiones:

«Y ansi es determinación de los doctores escolásticos que se deben usar los medios humanos y que sería muchas veces tentar a Dios si, no tomando los tales que Dios envia, se esperasen milagros en todo, etc. Pero en esta parte baste lo dicho, que es en suma: que usar medios humanos a sus tiempos, enderezados puramente a su servicio, no es mal, cuando en Dios y su gracia se tiene el áncora firme de la esperanza; pero no usar de los tales cuando Dios, por otras vías proveyendo, los hace ser excusados, o cuando no se esperase que ayudarían para su mayor servicio, en esto todos somos de acuerdo».

3. Corazón católico

Corazón magnánimo. Corazón armónico. Corazón católico, es decir, universal. Desde su pequeña celda de Roma su alma vibraba y se dilataba según las dimensiones del mundo entero. Con la consigna que dio a sus compañeros: «preparados a todo», abrió a la Compañía, ya desde su nacimiento, los caminos del universo. Asombra seguir el periplo del grupo que rodeó al santo: el P. Fabro recorrió Worms, Spira, Maguncia, Amberes, Lisboa, Colonia, Valladolid, Roma, donde murió agotado cuando se disponía a ir al Concilio de Trento. El P. Laínez fue a Venecia, Padua, Brescia, Trento, Alemania, Polonia. El P. Bobadilla a Innsbruck, Viena, Praga...

¿Y qué decir de Javier? San Ignacio lo había conocido en París, como estudiante laico de la Sorbona. Al navarro no le atraía en absoluto el estilo de vida que le proponía Iñigo, e incluso se burlaba de quienes lo seguían. El soñaba con un brillante porvenir. Tenía el mundo por delante. «¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si al fin pierde su alma?», le argüía Ignacio. A través de los Ejercicios acabó por convertirlo en apóstol de Cristo. ¿Quién contará las leguas que cubrió este divino impaciente, por la India, por el Japón, muriendo de cara a la costa china? Al fin ganaría el mundo, de un modo superior, y salvando su alma. Desde Roma, Ignacio seguía los pasos de cada uno de los suyos, gozando inmensamente cuando se volvía a encontrar con ellos y oír sus anécdotas, en aquella primavera generosa y aventurera de la primera Compañía.

La catolicidad de su espíritu se revela de manera particular en las normas y criterios que dejó a los suyos para la selección de ministerios. Allí se dice que los Superiores, buscando constantemente «la mayor gloria divina», envíen a sus súbditos donde «se haga siempre lo que es a mayor servicio y bien universal». Los miembros de la Compañía deberán acudir donde haya más necesidad por falta de otros operarios, donde se espere más fruto espiritual. Y en expresión magistral:

«Porque el bien cuanto más universal es más divino –quo universalius, eo divinius est– aquellas personas y lugares que, siendo aprovechados, son causa que se extienda el bien a muchos que siguen su autoridad o se gobiernan por ellos, deben ser preferidos. Así, la ayuda espiritual que se hace a personas grandes y públicas –ahora sean seglares como Príncipes y Señores y Magistrados o administradores de justicia, ahora sean eclesiásticos como Prelados– y la que se hace a personas señaladas en letras y autoridad, debe tenerse por más de importancia, por la misma razón del bien ser más universal, por lo cual también la ayuda que se hiciese a gentes grandes como a las Indias, o a pueblos principales o a Universidades, donde suelen concurrir más personas, que ayudadas podrán ser operarios para ayudar a otros, deben preferirse».

Su predilección por los Príncipes es clara, no ciertamente en prosecución de poder mundano sino por la irradiación apostólica que de allí se puede seguir. En cierta ocasión, un padre llamado Diego Mirón, a quien el rey de Portugal le había pedido que fuese su confesor, se resistía a ello pareciéndole una honra inadecuada. He aquí lo que le dice San Ignacio:

«Pues si se mira el bien universal y mayor servicio divino, desto se seguirá mayor en cuanto yo puedo sentir en el Señor; porque del bien de la cabeza participan todos los miembros del cuerpo, y del bien del príncipe todos los súbditos: en manera que la ayuda espiritual que a ellos se hace se debe más estimar que si a otros se hiciese».

Tal pareciera ser la regla suprema: el bien, cuanto más universal, cuanto más católico, es más divino.

«Para mejor acertar en la elección de las cosas para las cuales el Superior envía a los suyos –escribe el santo–, téngase la misma regla ante los ojos de mirar el divino honor y bien universal mayor, porque esta consideración puede muy justamente mover para enviar antes a un lugar que a otro».

Se ofrecerán ministerios que impliquen bienes espirituales y otros que exijan abocarse a los bienes corporales de misericordia, ministerios que miren a la mayor perfección del prójimo o a la menor, «siempre deben preferirse los primeros a los segundos –ceteris paribus– si no pudiesen juntamente hacerse los unos y los otros».

Conexamente con la selección de ministerios, San Ignacio no descuidó la selección de las personas a quienes habían de encomendarse dichos ministerios. En esta materia, he aquí la norma: «a lo más grande, los más grandes». Tal es la modalidad con que lanzó a sus hijos al apostolado, entendido éste no como una expresión de activismo, sino cual irradiación de la vida interior, del espíritu de los Ejercicios, especialmente de la meditación del Reino y de las Dos Banderas.

El corazón apostólico y universal de San Ignacio se revela asimismo en su admirable epistolario. Entre sus destinatarios desfilan importantes personajes de la política: el emperador Carlos V, el rey de Romanos Fernando, Felipe II, Juan III de Portugal, el virrey de Sicilia Juan de Vega y muchos otros nobles; también figuran varones eminentes en santidad: San Francisco de Borja, San Francisco Javier, San Pedro Canisio, Santo Tomás de Villanueva, San Juan de Avila; así como distinguidos cardenales y obispos.

La visión panorámica que ofrece dicho epistolario no conoce fronteras de naciones o estamentos sociales. Lo mismo escribía a Etiopía que a la India o Alemania, lo mismo a un Rey que a un humilde religioso o una buena señora. Lo mismo trata grandes problemas, como la reforma del clero en una nación herida por la herejía o la reorganización de una Universidad, como recomienda serenidad a un alma turbada. Pero sobre todo llaman la atención las cartas que dirige con el fin de urgir la conciencia de los príncipes cristianos, sobre todo del Emperador, proponiendo grandes programas de acción política y apostólica en pro de la Cristiandad, por aquel entonces particularmente amenazada.

V. La detectación del enemigo

El período histórico en que le tocó vivir a San Ignacio estuvo preñado de acontecimientos trascendentes, algunos de ellos tormentosos. En su seno actuaban fuerzas gigantescas que al parecer iban a transformar la sociedad de raíz: el Protestantismo atentaba contra la unidad de la Iglesia en la desgarradura más grave que conoció en toda su historia; el Humanismo comenzaba a bosquejar el tipo de hombre que hemos dado en llamar hombre moderno; en el campo más propiamente político, la amenaza de la Media Luna contra Europa, como factor negativo, y el descubrimiento y conquista de América, hecho gozoso que ampliaba insospechadamente las dimensiones del planeta y el marco de la evangelización.

San Ignacio supo encarar con inteligencia los grandes problemas de su tiempo, no sólo excogitando los medios para mejor propagar el Evangelio a través de la Orden por él fundada, sino también enfrentando con lucidez y coraje a los enemigos de Dios y de la Cristiandad, como lo revela particularmente su actitud en relación con la Media Luna, el Protestantismo y el Humanismo renacentista. Analicemos las iniciativas que tomó en estos tres campos.

1. San Ignacio y la Cruzada contra la Media Luna

En su Epistolario se conservan varias cartas referidas al tema de la amenaza musulmana. Dos de ellas, las más importantes, tienen que ver nada menos que con el emperador Carlos V. Propiamente las cartas las redactó el P. Polanco, según las indicaciones que le diera San Ignacio, y están dirigidas al P. Nadal, en orden a que éste hiciera llegar al Emperador un atrevido plan de acción para alejar el peligro turco en el Mediterráneo, mediante la formación de una escuadra. Ambas cartas están fechadas el día 6 de agosto de 1552, cuatro años antes de la muerte de Ignacio.

El antiguo oficial de Carlos V trazaba así, adelantándose en veinte años a la batalla de Lepanto, un plan de Cruzada donde se revela un inesperado talento estratégico, político y hasta económico, que nos asombra. En la primera de esas cartas, muy breve, leemos:

«Es el caso que, viendo un año y otro venir estas armadas del turco en tierras de cristianos, y hacer tanto daño, llevando tantas ánimas que van a perdición para renegar de la fe de Cristo, que por salvarlas murió, además del aprender y hacerse prácticos en estos mares, y quemar unos lugares y otros; y viendo también el mal que los corsarios suelen hacer tan ordinariamente en las regiones marítimas, en las ánimas, cuerpos y haciendas de los cristianos, ha venido a sentir en el Señor nuestro muy firmemente, que el emperador debería hacer una muy grande armada, y señorear el mar, y evitar con ella todos estos inconvenientes, y haber otras grandes comodidades, importantes al bien universal.

«Y no solamente se siente movido a esto del celo de las ánimas y caridad, pero aun de la lumbre de la razón, que muestra ser esta cosa muy necesaria, y que se puede hacer gastando menos el emperador de lo que ahora gasta. Y tanto está puesto en esto nuestro Padre, que, como dije, si pensase hallar crédito con S.M., o de la voluntad divina tuviese mayor señal, se holgaría de emplear en esto el resto de su vejez, sin temer para ir al emperador y al príncipe el trabajo ni peligro del camino, ni sus indisposiciones, ni otros algunos inconvenientes...»

El listado de motivos que mueven a Ignacio a presentar al Emperador y a su hijo, el príncipe don Felipe, este plan, abarca hasta nueve capítulos en la segunda de las cartas citadas, con un estudio completo de todos los aspectos, el religioso, el militar y el político, si bien priva, como era de esperar, el argumento teológico, desde el cual se calibra todo el resto. Citemos algunos párrafos:

«Las razones que para sentir que debe hacerse [la Armada] mueven, son éstas. Primeramente, que la gloria y honor divino mucho padece, llevándose los cristianos, de tantas partes, grandes y pequeños, entre infieles, y renegando muchos del los la fe de Cristo, como se ve por experiencia, con grande lástima de los que tienen celo de la conservación y adelantamiento de nuestra santa fe católica».

«La 2ª, que con grande cargo de conciencia, de quien debe proveer y no provee, se pierde tanto número de personas, que desde niños y todas edades, con fastidio de la servidumbre tan trabajosa y males sin cuenta que padecen de los infieles, se hacen moros o turcos; y de éstos hay tantos millares entre ellos, que el día del juicio verán los príncipes si debían menospreciar tantas ánimas y cuerpos que valen más que todas sus rentas y dignidades y señoríos, pues por cada una de ellas dio Cristo N.S. el precio de su sangre y vida...»

«La 8ª, que sería fácil, teniendo muy potente armada y señoreando todo este mar, ganar lo perdido, y mucho más, en todas las costas de Africa y en las de la Grecia, y las islas del mar Mediterráneo; y podríase poner el pie en muchas tierras de moros y otros infieles, y abrir gran camino para conquistarlos, y consiguientemente hacerlos cristianos; donde no habiendo armada, como se tomó Trípoli, podrían tomarse otros lugares de importancia en la cristiandad».

Después de una rápida indicación sobre la calidad de los marinos y soldados que habrán de equipar esa flota, «presupuesto que gente no ha de faltar a S.M., que la tiene por la divina gracia, mejor que príncipe del mundo que se sepa», pasa a señalar las posibles fuentes de ingreso para la Armada, como son los obispados, las órdenes de caballería, las ciudades y los príncipes. Y termina: «Dios, sapiencia eterna, dé a S.M. ya todos y en todas cosas sentir su santísima voluntad y gracia para perfectamente cumplirla».

La carta sería, de hecho, entregada por Nadal al virrey de Sicilia, Juan de Vega, quien en base al escrito se dirigió al Emperador y a su hijo, encontrando en ambos la mejor acogida; con todo, les pareció oportuno diferir su aplicación para tiempos más propicios. El éxito de las armas cristianas veinte años después, en 1571, en aguas de Lepanto, pondría de manifiesto el realismo de la visión política y militar de Loyola.

Ha sorprendido a algunos que un santo, abismado los últimos años de su vida en la más alta contemplación, como veremos enseguida, se dedicara a asuntos tan concretos como el modo de crear una poderosa flota con que pudiera el Emperador señorear el Mediterráneo y consolidar su dominio en Europa y Africa, desbaratando el poderío de los turcos. Pero era precisamente aquella eterna sapiencia, invocada por él al término de su carta, la que así esclarecía la inteligencia de su siervo en bien de la Cristiandad.

Otra prueba del interés de San Ignacio por la Cruzada contra los moros la encontramos en una curiosa carta suya al Ejército en Africa, escrita desde Roma con fecha 9 de julio de 1550, donde el santo, al tiempo que anima a los soldados cristianos que en Túnez estaban haciendo la guerra contra los moros, les hace saber que a pedido de Juan de Vega, virrey de Sicilia y jefe del ejército español, en que el P. Laínez era capellán, el Papa ha extendido también a ellos las bendiciones del Jubileo que por aquel entonces se celebraba en Roma. He aquí el texto:

«Ignacio de Loyola, Prepósito General de la Compañía de Jesús, a los ilustres señores, nobles y denodados caballeros, capitanes y soldados, y, finalmente, a todos los cristianos que en Africa guerrean contra los infieles, amparo y favor de Jesucristo, y en el mismo, salud perdurable.

«Habiendo Nos [...] suplicado en nombre suyo y de todo el ejército a la Santidad de Nuestro Señor Julio III, por la Divina Providencia Papa, que el tesoro del Jubileo abierto a los fieles que vienen a Roma y visitan algunas iglesias os le franquease también a vosotros, que por la gloria de Cristo y exaltación de la santa fe estais ocupados en hacer guerra a los infieles. Su Santidad, con pronto ánimo y según la benignidad apostólica, os concedió esta gracia –con tal que estéis contritos y confesados–, para que tanto más denodada, animosa y esforzadamente peleéis con los enemigos de la Santa Cruz, cuanto viereis más larga la liberalidad del Altísimo y de su esposa la Iglesia, y más feliz el suceso de la guerra –o vivos alcancéis victoria, o muertos, si alguno muriese, la bienaventuranza con tener perdonados todos los pecados–. Pues para significaros la impetración de tal gracia, hanos parecido en el Señor escribiros las presentes letras, selladas con el sello de nuestra Compañía».

Algunos autores han creído advertir cierta correspondencia entre la temática de la meditación del Reino y las Cruzadas contra los moros, así como la campaña en Túnez de Carlos V, y aquel plan de la Armada que Ignacio propusiera al Emperador.

Sea lo que fuere de tal hipótesis, lo cierto es que Ignacio volvió a enarbolar el estandarte de la Cruzada, el que cuatro siglos atrás había levantado San Bernardo, un proyecto casi olvidado en Europa. El santo no podía dejar de ver con dolor el hecho de que todavía estuviese en manos otomanas la Tierra Santa que él tanto amara, ya la que visitara como peregrino luego de su experiencia en Manresa. Ya en el ocaso de su vida seguiría con los ojos fijos en aquella tierra querida. Incluso trató de interesar al papa Julio III para que confiara a la naciente Compañía la evangelización de Palestina. Allí la situación se hacía cada día más insostenible, tanto que sus guardianes históricos, los franciscanos, estaban proyectando abandonarla. En 1553 el Papa, por una bula, apoyaba la idea del santo, pero dos años después moría dicho Papa, y al año siguiente el mismo San Ignacio.

2. San Ignacio y su lucha contra el protestantismo

San Ignacio es la antítesis del protestantismo, la antípoda personal de Lutero. El P. Leturia ha tendido un ingenioso paralelo entre ambos, señalando hasta un cierto sincronismo entre la transformación de Ignacio y la rebelión de Lutero. No podemos detallar sus hallazgos, contentándonos con destacar la intuición. También Papini se ha referido a este curioso paralelismo. Tras recordar la época de la convalescencia de Ignacio en su castillo solariego, escribe:

«También Lutero se encerraba en aquellos meses, aunque sin heridas del cuerpo, en un castillo, el castillo de Wartburg; pero para asestar mejor, fuera de todo peligro, sus golpes contra Roma... Podrán parecer coincidencias y contrastes exteriores, pero también la cronología encierra más misterios de los que pueden sospechar los confeccionadores de cuadros sinópticos y de recetas históricas. Que los dos espíritus atormentados –de Ignacio convirtiéndose en Loyola y de Lutero encerrado en Wartburg– son los verdaderos antagonistas de la primera parte de aquel siglo, ante los que Carlos V y Francisco I parecen niños enfadados que se pegan por un juguete roto, lo muestran con evidencia razones más profundas que las fechas. Y eso, no sólo por el dique, robusto aún en nuestros días, que la Compañía de Ignacio construyó en el norte contra los luteranos, sino por el contraste absoluto que presentan el espíritu del fraile apóstata y el del caballero transfigurado».

Ignacio se va a enfrentar al protestantismo con la oración y con el combate doctrinal. Con la oración, ante todo, pidiendo a los miembros de la Compañía la plegaria incesante.

«Aunque por otros medios –escribe– cuidamos solícitamente de ello..., decretamos que todos nuestros hermanos, tanto los súbditos inmediatos, como los prepósitos y rectores que a otros gobiernan, todos, así ellos como los que les están confiados, una vez al mes ofrezcan a Dios el sacrificio de la misa, si son sacerdotes, y los que a esta dignidad no son elevados, oren asimismo por las necesidades espirituales de Alemania e Inglaterra, a fin de que el Señor se compadezca de estos y otros países infectados de herejía y se digne reducirlos a la pureza de la fe y religión cristiana».

Y tras la plegaria, la acción. Porque San Ignacio concibió la lucha contra el protestantismo como un combate primordialmente doctrinal. De ahí su insistencia en crear Colegios y Universidades por doquier. En menos de diez años, viviendo aún el Fundador, la Orden tendría a su cargo buena parte de la enseñanza de Europa.

Pero los dos Colegios predilectos soñados por Loyola en orden a aquel combate fueron el Colegio Romano y el Colegio Germánico, ambos en Roma, instituidos a modo de Seminarios para la formación del clero.

En cuanto al primero, el Colegio Romano, inaugurado en 1553, lo pensó como un baluarte de la fe al servicio directo del Papa.

El mismo nos ha sintetizado su plan: había de ser un seminario donde sus alumnos, provenientes de diversas partes del mundo, recibiesen la mejor formación intelectual y espiritual, con profesores preparados y de doctrina intachable, capaces de exponer la fe y prevenir a sus discípulos en relación con los errores que por aquel entonces circulaban. Este Colegio dará gloria al Papado, dice el santo, tan necesitado hoy de prestigio intelectual y moral; en este Colegio el Papa hallará personas hábiles y doctas, a quienes confiar luego importantes cargos y misiones para la gloria de Dios. Asimismo el Colegio servirá como modelo para que en otras partes se inspiren en él y deseen imitar su formación. Dado que 25 años después de la muerte de Ignacio el papa Gregorio IX la tomó bajo su especial patrocinio, el Colegio Romano pasaría a la historia con el nombre de Universidad Gregoriana, que tiene hasta hoy.

Juntamente con el Colegio Romano, dijimos, se inició el llamado Colegio Germánico, tan especialmente amado por San Ignacio. Si bien el santo ya había enviado a algunos de sus mejores hijos, como Fabro, Jayo y Canisio, a Alemania y Austria, para la conversión de los luteranos y la renovación de la vida católica, juzgaba que la tragedia espiritual de los pueblos germánicos reclamaba urgentemente la formación de un clero joven dispuesto a enfrentar los complejos problemas del momento.

En 1552, el P. Polanco se dirigía a don Juan de Borja en los siguientes términos: «... se trataba aquí de una obra de grande caridad para la reducción de Alemania a la fe y religión de la Iglesia Católica, haciéndose un Colegio aquí en Roma, al cual se trajesen de todas partes de aquella región, incluyendo la Polonia, y Bohemia y Hungría, mancebos ingeniosos y dotados de buenas partes naturales, y nobles entre aquellas gentes, para que antes que los hábitos viciosos de las costumbres y los errores de las opiniones heréticas los depravasen, saliendo de aquella [tierra] fuesen instruidos en sana doctrina y vida virtuosa; y saliendo idóneos operarios de la viña de Cristo, se tornasen a enviar en aquellas partes, quién con un obispado, quién con un beneficio curado, quién con un canonicato, para predicar y ayudar con la doctrina y ejemplo las gentes de su lengua, entre las cuales hay falta de fieles y buenos operarios, y mucha sobra de los malos y perversos».

Pero para atender a este problema en los países de lengua alemana no sólo proyectó el Colegio Germánico sino también una estrategia religiosa desde adentro. En Austria, el catolicismo estaba cada día más exangüe, mientras que el proselitismo protestante había tomado grandes proporciones, penetrando incluso en la Universidad de Viena, y concitando el favor de las ciudades y de los príncipes. Había que conjurar dicho peligro.

Tal fue la circunstancia que lo movió a escribir una larga carta a San Pedro Canisio, entonces Provincial de la Orden en Alemania, con precisas instrucciones. Los autores protestantes la consideran como «el manual del perseguidor al uso de los jesuitas». En ella se refleja la visión ignaciana de las responsabilidades que competen a los gobernantes, por lo que se insta al Rey de Romanos, próximo Emperador, a tomar una posición resuelta en favor del catolicismo y en contra de la herejía. La historia había demostrado hasta qué punto era decisiva la actitud de reyes y príncipes en el destino espiritual de sus dominios. La carta contiene dos partes. En la primera propone diversas medidas negativas en orden a erradicar la herejía, y en la segunda las disposiciones positivas para solidificar lo que quedaba de fe católica. De este modo lo resume al comienzo de la epístola:

«Así, pues, a la manera que en los males del cuerpo primeramente hay que apartar las causas que engendran la enfermedad, y en seguida aplicar los remedios que ayudan para recobrar las fuerzas y buena disposición de antes; así en esta pestilencia de las almas que por las varias herejías estraga las provincias del Rey, primero se ha de ver, cómo se arrancan las causas de ella, y después, cómo se podrá restablecer y robustecer en aquéllas el vigor de la doctrina sana y católica».

Citemos algunos párrafos de la famosa carta. Y primero de su parte negativa, es decir, de las medidas que hay que adoptar para extirpar la herejía: declararse claramente contra la herejía y apartar a los herejes de los cargos del Consejo Real.

«Lo primero de todo, si la Majestad del Rey se profesase no solamente católico, como siempre lo ha hecho, sino contrario abiertamente y enemigo de las herejías, y declarase a todos los errores hereticales guerra manifiesta y no encubierta, éste parece que sería, entre los remedios humanos, el mayor y más eficaz.

«De éste seguiríase el segundo de grandísima importancia: de no sufrir en su Real Consejo ningún hereje, lejos de parecer que tienen en gran estima a este linaje de hombres, cuyos consejos, o descubiertos o disimulados, es fuerza creer que tiendan a fomentar y alimentar la herética pravedad, de la que están imbuidos».

Pero ello no es todo. Será preciso controlar el personal docente de las Universidades, que tanto había influido en la rebelión políticoreligiosa de Alemania, así como los libros que lee la juventud
«Todos los profesores públicos de la Universidad de Viena y de las otras, o que en ellas tienen cargo de gobierno, si en las cosas tocantes a la religión católica tienen mala fama, deben, a nuestro entender, ser desposeídos de su cargo. Lo mismo sentimos de los rectores, directores y lectores de los colegios privados, para evitar que inficionen a los jóvenes, aquellos precisamente que debieran imbuirlos en la piedad; por tanto, de ninguna manera parece que deban sufrirse allí aquellos de quienes hay sospecha de que perviertan a la juventud: mucho menos los que abiertamente son herejes; y hasta en los escolares en quienes se vea que no podrá fácilmente haber enmienda, parece que, siendo tales, deberían absolutamente ser despedidos...»

«Convendría que todos cuantos libros heréticos se hallase, hecha diligente pesquisa, en poder de libreros y de particulares, fuesen quemados, o llevados fuera de todas las provincias del reino». San Ignacio incluye en esta última recomendación los libros que aunque no contengan expresas herejías, hayan sido escritos por herejes, en orden a evitar que los lectores se aficionen a sus autores. Los libreros no habrán de imprimir los libros sobredichos, ni los distribuidores introducirlos en el Reino.

El cuidado y la vigilancia tendrán que ser mucho mayores cuando se trata de los pastores de almas y de su predicación a los fieles:

«No debería tolerarse curas o confesores que estén tildados de herejía; ya los convencidos en ella habríase de despojar en seguida de todas las rentas eclesiásticas; que más vale estar la grey sin pastor, que tener por pastor a un lobo. Los pastores, católicos ciertamente en la fe, pero que con su mucha ignorancia y mal ejemplo de públicos pecados pervierten al pueblo, parece deberian ser muy rigurosamente castigados, y privados de las rentas por sus obispos, o a lo menos separados de la cura de almas; porque la mala vida e ignorancia de éstos metió a Alemania la peste de las herejías..»

«Quien no se guardase de llamar a los herejes evangélicos, convendría pagase alguna multa, porque no se goce el demonio de que los enemigos del Evangelio y cruz de Cristo tomen un nombre contrario a sus obras; y a los herejes se los ha de llamar por su nombre, para que dé horror hasta nombrar a los que son tales, y cubren el veneno mortal con el velo de un nombre de salud».

Hasta aquí las medidas negativas ordenadas a la extirpación de los errores. Desde ahora hasta el fin se refiere a las que ayudarán a arraigar la sólida doctrina de la verdad católica. Citemos algunos párrafos de esta segunda parte:

«En primer lugar, sería conducente que el Rey no tuviese en su consejo sino católicos, y que a éstos solos favoreciese y honrase en todas partes, y los agraciase con dignidades seglares y eclesiásticas y también con rentas. Asimismo, si se pusiesen gobernadores y jueces, y cuantos han de mandar y tener autoridad sobre otros, que sean católicos, y juren que lo serán siempre».

«Debería proveerse diligentemente a los dominios del Rey de buenos obispos, traídos de dondequiera, que edifiquen a sus ovejas con palabra y ejemplo. Además, sería menester cuidar de llevar el mayor número posible de predicadores religiosos y clérigos seculares, y asimismo confesores; todos los cuales con celo de la honra de Dios y de la salud de las almas, propongan fervorosa y asiduamente a los pueblos la doctrina cristiana, y con el ejemplo de su vida la confirmen; ya éstos deberían conferirse las dignidades y prebendas en las iglesias..»

«Aprovechará también que a toda la juventud propongan sus maestros uno o dos catecismos o doctrinas cristianas, donde se contenga una suma de la verdad católica, que ande en las manos de los muchachos y de los ignorantes. También ayudaría un libro compuesto para los curas y pastores menos doctos, pero de buena intención, donde aprendan las cosas que han de explicar a sus pueblos, a fin de que abracen lo que merece ser abrazado, y desechen lo que es digno de ser desechado. Valdría también una suma de teología escolástica que sea tal, que no la miren con desdén los eruditos de esta era, o que ellos a sí mismos se tienen por tales».

Y culminando sus planes de restauración católica, propone finalmente, además del Colegio Germánico de Roma, la creación de tres buenos seminarios en las mismas zonas de conflicto, donde se forme el clero selecto que tanto necesitan los países del Norte de Europa.

De modelo de prudencia –a grandes males grandes remedios– debe calificarse este documento de San Ignacio, pergeñado, por cierto, en una época muy distinta a la nuestra. Piensa uno en lo que hubiera sido de Alemania de haberse puesto plenamente en ejecución. Deploran muchos historiadores los métodos lentos, además de blandengues y contemporizadores, empleados por la Corte para salir al paso de la naciente herejía, métodos que esterilizaron en gran parte el plan de Contrarreforma trazado aquí por San Ignacio. Con todo, varios de los remedios por él propuestos fueron aplicados con gran fruto en Austria y otras provincias de Alemania, particularmente en Baviera, ya ellos se debe su preservación de la herejía.

Como acabamos de señalarlo, Ignacio no sólo promovió la creación de Colegios y Universidades, donde pudiera formarse la intelectualidad, sino también la redacción de Catecismos que presentasen la verdadera doctrina al pueblo sencillo. El Concilio de Trento haría suya esta sugerencia con su famoso Catecismo, para los niños y para los pastores. Tres jesuitas se destacarían en este menester: Canisio, Belarmino y Ripalda. Sobre todo el de Canisio, llamado Suma de la doctrina cristiana, con sus tres partes: el Credo, el Pater y el Decálogo, es una obra maestra, adoptado primero en Alemania, y luego en el resto de Europa. Un protestante, Enrique Bohmer, dejó escrito:

«Suele decirse que el maestro de escuela prusiano fue el que venció en Sadowa y aseguró la hegemonía de Prusia en Alemania. Con mucha mayor razón puede decirse que el maestro jesuita fue el vencedor dondequiera que sucumbió el protestantismo; fue aquél el que aseguró la supremacía de la antigua Iglesia en muchos países, conquistadas enteramente o a medias por el luteranismo. Pues el hecho de haber obtenido la Orden de los Jesuitas una especie de monopolio de la enseñanza en los países latinos, en Polonia, y también en muchos países germánicos fue la razón de que las clases rectoras y cultas, cuya voluntad decidía en la creencia de los pueblos, fuesen reconquistadas por el Catolicismo. El mapa confesional de la Europa moderna es en buena parte el mapa confesional de la Europa de 1550 a 1556; todavía se reconoce el día de hoy en la vida intelectual de las naciones católicas la influencia del Colegio jesuítico».

3. San Ignacio y su rechazo del humanismo erasmiano

Otro frente de combate llevado adelante por San Ignacio fue el del Humanismo, bandera enarbolada a partir del Renacimiento. Maritain ha expresado con acierto el estado de ánimo del hombre renacentista:

«El sentido de la abundancia del ser, la alegría del conocimiento del mundo y de la libertad, el impulso hacia los descubrimientos científicos, el entusiasmo creador y la dilección por la belleza de las formas sensibles en la época del Renacimiento, proceden de fuentes naturales y cristianas. Una especie de euforia se apodera entonces del hombre, que se vuelve hacia los documentos de la antigüedad pagana, con una fiebre que los paganos no habían conocido, que cree poder abarcar la totalidad de sí mismo y de la vida, sin pasar por el camino del desprendimiento interior; que quiere el goce sin la ascesis, la fructificación sin la poda y sin la vivificación por la savia de Aquel cuya gracia y cuyos dones pueden, únicamente, divinizar al hombre. Todo ello conducía ala escisión antropocéntrica».

San Ignacio es la respuesta a este humanismo engañosamente optimista y rusoniano antes de tiempo. Bien sabía nuestro santo que el hombre histórico nace vulnerado, o, según él mismo dice, como «alma encarcelada en este cuerpo corruptible y como desterrado entre brutos animales». Este organismo herido requerirá imprescindiblemente una radical regeneración, sólo lograble por la gracia sobrenatural.

Para colmo, la «soberbia de la vida» se une a aquella vulnerabilidad natural, impulsando al hombre a su propio endiosamiento. Frente al humanismo antropocéntrico, San Ignacio señala claramente en el Principio y Fundamento de sus Ejercicios que el hombre es un ser para, no algo que termina en si. Y que primero deberá morir a su yo adamitico, vaciarse del mismo, y fundarse en la humildad, si desea enrolarse en las huestes del Cristo que lo invita a la conquista del mundo. Sólo asi será capaz de integrar lo humano y lo creado con el orden sobrenatural, sólo asi estará en condiciones de hacer «la contemplación para alcanzar amor», y acceder a su verdadera divinización.

San Ignacio vio encarnado el humanismo renacentista en un personaje concreto, en Erasmo, por quien experimentaba una repugnancia casi instintiva. La lectura de una de sus obras le produjo un raro enfriamiento espiritual. Cuenta el P. Ribadeneira que «hizo quemar todas las obras de Erasmo mucho antes que se vedasen por el Papa», y prohibió taxativamente su lectura en los Colegios y Universidades dependientes de la Compañía, orden varias veces reiterada durante los últimos cuatro años de su vida.

¿Quién era este extraño personaje? Pocos hombres han alcanzado en vida el prestigio y la influencia que el humanista holandés alcanzó durante la suya; a lo largo de cuarenta años fue para muchos el oráculo de la Cristiandad. En la misma España, quizás más que en nación alguna, encontró fervientes admiradores. Hay que poner indudablemente en su haber una enorme erudición, un ingenio de primer nivel, su buen gusto literario, su labor investigadora tanto de la antigüedad pagana como de la cristiana, sus libros de piedad, aunque al espíritu de Ignacio le pareciera fría y disecante, su vida honesta, y finalmente el haber roto con Lutero, muriendo en el seno de la Iglesia.

Sobre este último punto de su permanencia en la Iglesia y su alejamiento del luteranismo, algunos lo han atribuido a su carácter indeciso, su espiritu burgués, su temor de las audacias. El mismo Lutero lo atribuyó a falta de decisión, como se lo hizo notar en una de las cartas que le escribió:

«Seguramente el Señor no te proveyó todavía de la energía y el sentido necesario para agarrarte a la garganta de un monstruo, libre, valientemente, y no pienso exigir de ti lo que está por encima de tus fuerzas... Si es que careces de valor, vale más servir a Dios dentro de los límites que El te haya impuesto».

A pesar de la afirmación de Erasmo de que él no había favorecido ni tantulum, ni un poquito, a Lutero, la realidad es que fue él quien abrió las puertas al luteranismo. Resulta conocida aquella expresión de que Erasmo puso «el huevo de la Reforma». El gran humanista Ginés de Sepúlveda no vacilaría en escribir:

«Creen muchos que sin las quejas y burlas de Erasmo jamás hubiera venido el luteranismo. Ofende a Erasmo la muchedumbre de los monasterios; Lutero los demuele todos. Hace el primero alguna indicación contra el culto de los Santos; Lutero los execra en absoluto. Quiere el uno poner tasa a las ceremonias, cantos y fiestas; el otro las suprime todas, etc.».

El mismo Lutero lo reconoció casi con crueldad: «No hay artículo de fe de que no se sepa burlar Erasmo». Por lo que parece, Erasmo nunca llegó a comprender a fondo el misterio del cristianismo. Este era para él una buena conducta, una filosofia de Cristo. Su única fuente era la Biblia, interpretada con bastante libertad. Valoraba a los Padres de la Iglesia, pero en forma dialéctica, contraponiéndolos a la despreciable escolástica. Cuando lo invitaron a atacar a Lutero en vez de resaltar los lunares de la escolástica, respondió: «Saco más provecho de leer una sola página suya, que leyendo a todo Santo Tomás».

Su estilo era crítico, irónico, plagado de reticencias, frases ambiguas, dudas, vacilaciones... Y así, en momentos en que estaban en causa los valores más irrenunciables de la Iglesia, careció del coraje necesario para ser capitán de cualquiera de los dos bandos que se estaban enfrentando. No tuvo, como Lutero, la audacia para ser un hereje, pero tampoco para constituirse en el abanderado de la ortodoxia. Nada tiene, pues, de extraño que en aquella lucha gigantesca entre el protestantismo y el catolicismo tratara de mantenerse hasta que pudo en un imposible término medio, no rompiendo puentes con ninguno, cual si se tratase de una contienda pasajera entre teólogos. Lo más que se le ocurrió para remediar la situación, fue exhortar una y otra vez a la moderación, como si las grandes batallas, una vez empeñadas, pudieran resolverse con sonrisas diplomáticas.

Su biógrafo Huizinga ha señalado en él ciertas características psicológicas patológica: alzaba la voz cuando se sentía amparado por los poderosos, o cuando calculaba inferiores las fuerzas de sus adversarios; en momentos en que se imponían actitudes claras y decisiones netas, se empeñó en mantenerse sin tomar partido, entre dos aguas. No llegó a abrazar el protestantismo, pero mantuvo excelentes relaciones con los jefes de la Reforma. No dejó de pertenecer a la Iglesia, e incluso hay que creerlo sincero cuando hace expresas declaraciones de fe católica, pero no quiso poner su pluma de una manera categórica en contra de los protestantes, como se lo solicitaron varios Papas. De hecho, quedó completamente desbordado por los acontecimientos, abandonado por sus amigos de ambos bandos. Calderón Bouchet ha descrito al personaje con certeras pinceladas:

«Desde que la tolerancia ocupó el sitio de las cuatro virtudes cardinales, Erasmo se convirtió en una suerte de santón laico, para uso exclusivo de los grandes equidistantes... Erasmo amaba la paz pero no logró pacificar nada. Todo lo contrario: se las ingenió para que los bandos en pugna se volvieran contra él y no lo hallaran maravillosamente ecuánime sino repugnantemente neutro».

Como se ve, estamos, también aquí, en las antípodas de San Ignacio, cuya vida y cuyos Ejercicios constituyen el gran mentís y refutación del humanismo renacentista. Se comprende bien aquella instintiva repugnancia que experimentara frente a Erasmo.

«En una Europa desgajada por el Protestantismo –escribe el dominico Guillermo Fraile–, y en una Iglesia rabiosamente perseguida por los poderes públicos de Inglaterra y Alemania, lo que se necesitaba en aquel momento no eran precisamente literatos ni poetas, ni bellos latines, sino la gallardía de soldados y cruzados de Cristo, que enarbolaran valientemente la bandera de la Cruz.

Ante los tortuosos concordismos, ante la moral equívoca y ante las creencias ambiguas de los pretendidos reformadores, era necesario hacer resonar con limpio tañido de ortodoxia el metal de la campana del dogma, de la moral, en el sentido íntegro, recio, austero y varonil del Evangelio. Esto es lo que significa San Ignacio frente a Erasmo, frente al humanismo paganizante y frente al protestantismo. Y esto es lo que significa aquella repulsa instintiva que el recién convertido capitán de Loyola experimentó ante el libro de Erasmo que le ofrecieron en su convalescencia, cuando todavía su formación teológica no era suficiente para hacerle comprender ni apreciar el verdadero carácter de su doctrina».

VI. San Ignacio, vida mística

En un momento de su vida, nuestro santo quiso cambiar su nombre original, Íñigo, por el de Ignacio –Iñigo es un nombre propio usado por los vascos, e Ignacio no es la traducción de Iñigo–. ¿Por qué habrá elegido llamarse Ignacio? Se dice que fue probablemente por el especial afecto que sentía por San Ignacio de Antioquía, el enamorado del nombre de Jesús. Cuando estaba enfermo, a raíz de la herida de Pamplona, había leído en el Flos Sanctorum que los verdugos romanos, al arrancar el corazón de aquel santo, habían allí encontrado las letras IHS –sigla de Iesus Hominum Salvator, Jesús Salvador de los hombres–. Ribadeneira nos refiere que Ignacio elegiría ese anagrama para sello y escudo de armas de su Compañía por reverencia a Ignacio de Antioquía, y agrega:

«En su interior ardía la llama del amor al santísimo Nombre de Jesús, que según leemos, ardía también en el pecho del obispo mártir Ignacio. Y nuestro Padre Ignacio quiso asemejarse a este Santo no sólo en el nombre, sino todavía más en las obras».

San Ignacio tenía alma de místico. Con facilidad y soltura se elevaba de la contemplación de las creaturas a la contemplación del Creador: «La mayor consolación que recibía –escribe de sí mismo– era mirar el ciclo y las estrellas, lo cual hacía muchas veces y por mucho espacio, porque con ello sentía en sí muy grande esfuerzo para servir a nuestro Señor». Su mirada se había vuelto sobrenatural. y así aconsejaba a los suyos, cuando los enviaba a ministerios, que al tratar con las personas no las mirasen humanamente «sino como bañadas en la sangre de Cristo, e imágenes de Dios, templo del Espíritu Santo».

1. Su Diario Espiritual

De no haberse conservado las admirables páginas de su Diario espiritual –del 2 de febrero de 1544 al 27 de febrero de 1545–, hubiese quedado oculto para siempre el aspecto más sublime de la espiritualidad ignaciana, sin que jamás hubiéramos ni siquiera barruntado las altísimas cumbres hasta donde el Señor condujo a esta alma privilegiada.

Todavía ofrece otra ventaja no pequeña este documento. A diferencia de lo que sucede en los demás relatos, por ejemplo los consignados en su Autobiografia, no se nos cuenta aquí ninguna acción externa, ningún hecho que distraiga la atención de lo que fue la intimidad del santo. El desconocimiento del Diario ha sido quizás la causa de que, a pesar de la abundancia de testimonios que quedan de la santidad de Ignacio, se haya tardado tanto en trazar su verdadera silueta. Los estudiosos, sobrecogidos por la grandiosidad de las obras que realizó, sólo resaltaban sus dotes de organizador, de estratega espiritual. Pensemos que mientras escribía este Diario, despachaba sus negocios corrientes, hacía visitas, escribía cartas, dirigía la Orden.

Afirma el P. Larrañaga que el Diario de nuestro santo, escritor en la misma lengua que el Castillo Interior o Las Moradas de Santa Teresa, y el Cántico espiritual o Llama de amor viva de San Juan de la Cruz, revela en cada página los tres rasgos principales de la oración infusa, en que convienen los teólogos: vista simple e intuitiva de las cosas divinas, sin multiplicidad de conceptos ni razonamientos; experiencia de la presencia y de la acción de Dios en el alma; pasividad completa del conocimiento y del amor infusos, dados y retirados por Dios con soberana independencia de todos nuestros esfuerzos. Revélase asimismo el estado de unión consumada, conocida con el nombre de matrimonio espiritual: unión casi ininterrumpida del alma con Dios, aun en medio de las ocupaciones externas; transformación de las facultades superiores en cuanto a su modo de obrar; y visión intelectual de la Santísima Trinidad. Dice de San Ignacio uno de sus más íntimos confidentes, el P. Nadal:

«Recibió de Dios singular gracia para contemplar libremente el misterio de la Santísima Trinidad, y descansar en él. Porque, en efecto, unas veces era arrastrado por esta gracia de la contemplación de toda la Trinidad Santísima, y era impelido hacia ella, y con ella se unía de todo su corazón, con grandes sentimientos de devoción y gusto espiritual. Contemplaba otras veces al Padre, otras al Hijo, otras al Espíritu Santo; y la gracia de esta contemplación la recibió muchas veces y con mucha frecuencia, pero singularmente en los últimos años de su peregrinación por la tierra.

«No sólo recibió nuestro Padre Ignacio –grande y extraordinario privilegio– este modo de oración, sino que además en todas sus cosas, en todas sus acciones y conversaciones, y en todos sus actos, tuvo también la gracia de sentir la presencia de Dios y el afecto a las cosas espirituales, siendo contemplativo aun en medio de su acción: cosa que él solía explicar, diciendo que en todo había que hallar a Dios.

«Tuvimos ocasión de contemplar esta gracia y luz de su alma en cierto como resplandor de su rostro y en cierta como claridad que brotaba de todas sus acciones; y al verlo, sentíamos, con no pequeño consuelo, grande admiración y pasmo, y, a la vez, como que se derivaba no sé qué de su gracia sobre nosotros».

En las páginas de su Diario se advierte una constante presencia de los santos, los ángeles, la Santísima Virgen y el mismo Cristo. Pero fueron sobre todo las visiones de la Trinidad las que tendrían suspendida en la contemplaclon a esta alma privilegiada, pasando ante sus ojos atónitos los misterios más insondables de Dios, como la misma esencia divina, las tres Divinas Personas en unidad de naturaleza y distinción de personas, las procesiones trinitarias, la circuminsesión, y otros misterios íntimos de Dios. Así leemos, por ejemplo, el 6 de marzo de 1544:

«Al Te igitur sintiendo y viendo, no en oscuro, mas en lúcido, y mucho lúcido, el mismo ser o esencia divina en figura esférica un poco mayor de lo que el sol parece, y de esta esencia parecía ir o derivar el Padre, de modo que al decir: Te, id est, Pater, primero se me representaba la esencia divina que el Padre, y en este representar y ver el ser de la Santísima Trinidad sin distinción o sin visión de las otras personas, tanta intensa devoción a la cosa representada, con muchas mociones y efusión de lágrimas, y así en adelante pasando por la misa, en considerar, en acordarme, y otras veces en ver lo mismo, con mucha efusión de lágrimas y amor muy crecido y muy intenso al ser de la Santísima Trinidad».

Resulta llamativo advertir cómo este despliegue de visiones se desarrolla principalmente en torno a la Santa Misa, que era para Ignacio el sol que asomaba cada mañana en el horizonte de su alma, y alrededor del cual giraba el entero sistema de su vida mística. Era en la Misa donde recogía energías y orientaciones para su labor diaria. Jamás tomaba ninguna resolución importante, sin considerarla reiteradamente delante de Dios en el sacrificio de la Misa, a veces por espacio de semanas enteras; sólo se decidía cuando estaba cierto que era la voluntad de Dios. Al respecto escribió el P. Gonçalves da Cámara:

«El modo que el Padre guardaba cuando las Constituciones era decir misa cada día y representar el punto que trataba con Dios y hacer oración sobre aquello». El problema que llevaba adentro lo debía resolver a la luz y al calor del trato íntimo con el Señor.

Y junto al Cristo eucarístico, Nuestra Señora. El 15 de febrero de 1544, durante la consagración, experimenta la presencia de María, lo que expresa con esta frase realmente notable: «No podía que a Ella no sintiese o viese... mostrando ser su carne en la de su Hijo...»

Destaquemos el lugar que ocupó en su vida mística el don infuso de las lágrimas. Así escribe el mismo 15 de febrero: «Muchas y muy intensas lágrimas y sollozos, perdiendo muchas veces la habla». Pocos días antes, el 5 de febrero, corren tan abundantes que siente dolor en los ojos: «Antes de la misa, en ella y después de ella..., y dolor de ojos por tantas». Por cierto que sus lágrimas no provenían de un temperamento blando y sensible a las emociones –el temperamento de Ignacio era colérico–, sino de puro amor divino.

En cierta ocasión, el P. Ribadeneira le preguntó al P. Laínez cuál era la fuente de esta superior ternura de San Ignacio, y aquél le dijo «que en las cosas de Nuestro Señor se había más passive que active, que éstos son los vocablos que usan los que tratan de esta materia, poniéndole por el más alto grado de contemplación, a la manera que el divino Dionisio Areopagita dice de su maestro Hieroteo, que erat patiens divina».

A través de lo sensible, Ignacio se elevaba más allá de lo sensible, percibiendo algo de las armonías celestiales. El P. Cámara señala un dato concreto.

«Una cosa con que mucho se levantaba en la oración era la música y canto de las cosas divinas, como son Vísperas, Misas y otras semejantes; tanto que, como él mismo me confesó, si acertaba a entrar en alguna iglesia, al celebrarse estos Oficios cantados, luego parecía que totalmente se transportaba de sí mismo».

2. El elemento místico de los Ejercicios

El P. Brémond dice que los Ejercicios son «un manual de heroísmo o de caballería cristiana», pero también «una mística de elección». Hay, por cierto, elementos místicos en los mismos, como se advierte, por ejemplo, en la contemplación de los misterios de Cristo, propios de la segunda semana, en los que se pide «conocimiento interno» del Señor, asistiendo a dichos misterios «como si presente me hallase». Lo mismo en las contemplaciones de la tercera y cuarta semanas: «dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado», «gracia para me alegrar y gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor». «Este gozo –comenta el P. Luis de la Palma– no puede nacer sino de amistad; porque la amistad de tal manera inclina a la persona amada y causa unión con ella, que la imaginación la aprehende, como si fuera otro yo». Nada digamos de la «contemplación para alcanzar amor», en la quinta semana; esta contemplación terminal es como el umbral de la vía unitiva, en que los Ejercicios introducen al tiempo que culminan.

El ejercitante es exhortado a detenerse «cuando halla» fervor, gusto, consuelo, sabor, deleite espiritual. Estas «demoras» son pequeños «actos de contemplación», y su reiteración va engendrando en la voluntad «el hábito de contemplar». Contienen asimismo elementos místicos y contemplativos los ejercicios llamados «repeticiones», «resúmenes» y la denominada «aplicación de sentidos». Como enseña el mismo P. de la Palma:

«Toda la materia de la meditación lo puede ser también de la contemplación; pero en diferente manera. Porque la meditación busca, la contemplación goza de lo que ha hallado la meditación; la meditación discurre, la contemplación descansa en el fin y término de la carrera; la meditación anda como preguntando a todas las cosas, para que le den nuevas de la verdad, la contemplación, después de hallada, la mira simplicísimamente». Destaquemos a este respecto la frase tan típicamente ignaciana: «No el mucho saber harta y satisface el alma sino el sentir y gustar de las cosas internamente».

Pareciera extraño hablar de un San Ignacio místico. Santa Teresa, que le fue contemporánea, si bien no llegó a conocerlo personalmente aunque sí a través de los Ejercicios, hacia el fin de las Quintas Moradas, lo asocia con Santo Domingo y San Francisco:

«Yo os digo, hijas, que he conocido a personas muy encumbradas y llegar a este estado, y con la gran sutileza y ardid del demonio tornarlas a ganar para sí, porque debe de juntarse todo el infierno para ello; porque, como muchas veces digo, no pierden un alma sola, sino gran multitud. Ya él tiene experiencia en este caso; porque si mirarnos la multitud de almas que por medio de una trae Dios a Sí, es para alabarle mucho los millares que convertían los mártires, una doncella como Santa Ursula. Pues ¡las que habrá perdido el demonio por santo Domingo, y san Francisco y otros fundadores de Ordenes, y pierde ahora por el padre Ignacio, el que fundó la Compañía».

Conclusión

Hemos tratado de bosquejar la gigantesca y fascinante figura de San Ignacio. A veces se le ha intentado presentar como un voluntarista, como un hombre que parecía contar exclusiva o principalmente con las solas fuerzas humanas. Nada más lejos de la realidad. Refiriéndose a los Ejercicios, la obra que mejor lo manifiesta, ha escrito A. Steger: «Toda la actividad individual exigida por San Ignacio: recogimiento, ejercicios preparatorios, observación continua de sí, agere contra, etc., no son sino medios. El fin es dar lugar en el alma al trabajo de Dios. Quien desconoce esta finalidad consecuente, ordenada hacia la gracia, no comprende nada en el Libro de los Ejercicios». Y otro autor, el P. Ch. Boyer: «Al hombre pide el esfuerzo; pero a Dios le pide la gracia para hacer el esfuerzo».

San Ignacio se nos presenta como un auténtico arquetipo para nuestra época. Tanto su persona como su doctrina responden acabadamente a los grandes problemas de la actualidad. Resulta consolador recordar que numerosos jesuitas participaron, como veremos, de modo continuado e intenso, en la Evangelización de América, Incluso uno de sus sobrinos, el franciscano Martín Ignacio de Loyola, fue obispo de la diócesis del Río de la Plata, con sede en Asunción, durante el gobierno de Hernandarias, su gran amigo. Hemos asimismo señalado la relación que une a San Ignacio con Santa Teresa, dos figuras señeras de la hispanidad. Gregorio Marañón los ha reunido en el recuerdo:

«Los verdaderos héroes nacen sometidos a la dramática renuncia a todo lo que no sea superarse. Y en los grandes santos, como la superación es la identificación con Dios, el heroísmo alcanza dimensiones sobrehumanas. Yo no sé si algún santo da esta impresión de heroísmo tan clara, casi tan punzante, como San Ignacio. Tal vez sólo su par en la hora crítica de su existencia histórica y en la excelsitud de la pasión: Santa Teresa. Quizás nos lo parece así, porque ambos santos nacieron cuando aún estaba vivo el prototipo del heroísmo terrenal, el del Caballero Andante, que es como una armadura bruñida y centelleante que da a quienes la visten un prestigio romántico inigualado».

Para Menéndez y Pelayo, San Ignacio es «la personificación más viva del espíritu español en su edad de oro». Cuando se celebró el cuarto centenario de la muerte del santo, el 31 de julio de 1956, afirmó Pío XII, trayendo a colación la frase recién citada:

«Y es que era justo que la gran patria española mostrase su estima y su afecto a uno de sus más preclaros hijos, en quien ve encarnado lo más escogido de su espíritu y en uno de sus tiempos mejores. Aquel adolescente apuesto y generoso; aquel joven fuerte, prudente y valeroso, que hasta en sus desviaciones habría de conservar siempre sus aspiraciones hacia lo alto; aquel hombre maduro, animoso y sufrido, de gran corazón y de espíritu naturalmente inclinado a cosas grandes; y, sobre todo, aquel Santo, en cuyo pecho se diría que entraba el mundo entero; encarnaba sin saberlo lo mejor de los valores y de las virtudes de su estirpe, y era, como muy bien se ha dicho, “la personificación más viva del espíritu español en su edad de oro”, por su nobleza innata, por su magnanimidad, por su tendencia a lo fundamental ya lo esencial, hasta superar las barreras del tiempo y del espacio, sin perder nada de aquella riquísima humanidad, que le hacía vivir y sentir todos los problemas y todas las dificultades de su patria y de su siglo, y en el gran cuadro general de la historia de la Iglesia y del mundo.

«Lo que maravilla en los arrobos más sublimes de los místicos españoles de su mismo tiempo; lo que se puede admirar en los grandes teólogos que entonces brillaron; lo que encanta en las páginas inmortales de los escritores que todavía hoy son modelo de una lengua y de un estilo; lo que tantos gobernantes, políticos y diplomáticos, supieron poner al servicio de aquel Imperio, donde el sol no se ocultaba; de todo ello hay un reflejo en el alma de Ignacio al servicio de un ideal muy superior, sin que por ello pierda lo que tiene de propio y de característico. Era, pues, conveniente que la España de hoy, hija legítima de la España de ayer, aclamara en este momento a uno de sus hijos que más la han honrado».

Bibliografía consultada

Obras Completas de San Ignacio de Loyola, BAC, Madrid, 1963.
Ignacio Casanovas, San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, Balmes, Barcelona, 1944.
Pedro de Leturia, El gentilhombre Iñigo López de Loyola, 2. ed., Labor, Barcelona, 1949.
Hugo Rahner, Ignacio de Loyola y su histórica formación espiritual, Sal Terrae, Santander, 1955.
Victoriano Larrañaga, San Ignacio de Loyola. Estudios sobre su vida, sus obras, su espiritualidad, Hechos y Dichos, Zaragoza, 1956.
Ricardo García-Villoslada, Ignacio de Loyola. Un español al servicio del Pontificado, 3. ed., Hechos y Dichos, Zaragoza, 1961.
Cándido de Dalmases, El Padre Maestro Ignacio, Breve biografia ignaciana, BAC, Madrid, 1980.

Ignacio de Loyola
Era un cargado acento circunflejo
sobre la tierra con violencia extraña:
nube de sombra y luz en la montaña,
águila audaz desde el torreón bermejo.

Un santo de volcánico entrecejo,
caballero a su modo y al de España,
paciente como el hilo de la araña,
victorioso en la luz como el espejo.

Así, con un silencio intransitable,
por una incontenible primavera
y en ímpetu de amor inimitable,

pasó la antorcha de hábito y gorguera,
el señor de la hueste innumerable,
el alférez de Dios y su bandera.
Luis Gorosito Heredia