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Capítulo 4. Santa Catalina de Siena

Con temor y temblor nos aprestamos a esbozar la semblanza de esta Santa, tan encantadora como apabullante, de esta «allegra e festosa vergine», según garbosamente la denominó uno de sus contemporáneos. No son demasiado numerosas sus biografías. La principal se la debemos a fray Raimundo de Capua, una de las glorias de la Orden de Santo Domingo, «el padre de su alma», confidente y director espiritual suyo durante los seis últimos años de su vida. El libro que le dedicó se llama «Leyenda de Santa Catalina». La palabra «leyenda» no debe entenderse en el sentido que hoy le damos. –Leyenda, legenda, en latín– significa «lo que hay que leer sobre Catalina», como se llama «leyenda» el texto que figura al pie de un grabado.

Nació Catalina en Siena el 25 de marzo de 1347, en la casa de su padre, el tintorero Giacomo Benincasa. Su madre, Lapa di Puccio del Piagenti, era familiarmente llamada Monna Lapa. Como Catalina fue la vigésimocuarta y última hija de dicho matrimonio, doña Lapa la crió por sí misma, cosa que no tuvo tiempo de hacer con los demás hijos, dada la frecuencia de los partos. Era Catalina una niña vivaz y simpática, tan graciosa, que la llamaban Eufrosina, que es el nombre de una de las Gracias veneradas por losgriegos. Todos los vecinos la querían.

Poco sabemos de los primeros años de su vida. Nos cuenta su biógrafo que a los cinco o seis años tuvo una visión: encima de la iglesia de Santo Domingo, Cristo se le mostró en ornamentos pontificales, bendiciéndola en silencio, a la manera de un Obispo en su catedral. Tal fue su «visión inaugural», el preanuncio de una vocación especial en la Iglesia. Hizo entonces voto de virginidad, recluyéndose en la soledad y mortificando su cuerpo. Su madre no quería saber nada de este género de vida, de modo que cuando llegó a la adolescencia, no vaciló en buscarle un joven de excelente familia. En connivencia con Monna Lapa, su hermana trató de convencerla de que tenía que arreglarse un poco más, cuidar mejor su modo de vestir, etc. Catalina no se opuso, al punto de que un aire de mundanidad entibió su primera decisión. Pero ello duró poco.

La muerte de una de sus hermanas casadas, a raíz de un parto, la volvió a su proyecto inicial. Como signo de dicho propósito, se cortó sus cabellos rubios. Molestóse sobremanera la familia Benincasa, sobre todo su madre. Resolvieron que ya no tendría un cuarto propio ni la ayudaría la empleada de la casa, por lo que pasó a ser una especie de sirvienta. La tratarían con dureza, hasta que cabiase de opinión. Para soportar esta prueba, Catalina se figuró que vivía en la casa de Nazaret, y que sus padres representaban a María y a José. Con este espíritu subía y bajaba la escalera, preparaba las comidas, lavaba la ropa, haciendo de su cuarto, de cinco metros de largo por tres de ancho, una especie de celda personal. Durante el día, un banco le servía de mesa, y por la noche se tendía sobre él, con un leño como almohada. Se mortificaba asimismo en las comidas. No quiere decir esto que la vida espiritual transcurriera serena. Las tentaciones del demonio arreciaban.

A la sazón, había en Siena varias Órdenes Religiosas. Ella prefería decididamente a la Orden de Santo Domingo. En 1363, aproximadamente, ingresó en las Terciarias Dominicas. La gente las llamaba Mantellate, por el manto negro que llevaban sobre el hábito blanco. No era ello algo insólito, ya que en la Edad Media, contrariamente a lo que se piensa, la variedad de los trajes y colores era mucho mayor que la de hoy. Las terciarias vivían, según reglas propias, bajo una superiora y un director espiritual, pero sin abandonar la casa familiar. Una vez más, sus padres se opusieron. Ella les dijo que «les sería más fácil derretir una piedra que hacerla vacilar en su propósito».

Se entregó, pues, a la vida retirada, en el trabajo doméstico, en el servicio a los enfermos y a los pobres, así como también al apostolado. El ambiente de Siena era muy aldeano. La manera de comportarse de Catalina no dejaba de resultar llamativa. En los corrillos de barrio se cuchicheaba: ¡qué rara, qué extraña la hija del tintorero! Pero por otro lado su figura comenzó a llamar la atención en sentido positivo, a tal punto que algunas damas de la nobleza e incluso sacerdotes empezaron a visitarla. Al margen de ello, Catalina seguía progresando espiritualmente. Se sabe cómo en aquellas épocas y hasta no hace mucho, era rara la comunión frecuente, sólo reservada a las almas más perfectas.

Ella acudía habitualmente a la iglesia vecina de Santo Domingo para asistir a la Santa Misa. Día a día se intensificaba su «hambre de Cristo». En cierta ocasión, cuando el sacerdote dijo: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa...», ella, haciendo eco a aquellas palabras, repitió para sus adentros, mientras fijaba sus ojos en la Hostia: «Realmente, no soy digna». Entonces escuchó que Cristo le decía: «Pero yo sí soy digno de que entres en mí», al mismo tiempo que sentía que una hostia estaba sobre sus labios. Esto se repitió en distintas ocasiones. Algunas personas atestiguarían que vieron que la hostia iba por sí sola a la boca de Catalina; atravesando el espacio, buscaba sus labios, «como la abeja busca la flor», al decir de Johannes Jörgensen, el gran biógrafo de la Santa.

Su vida oculta, de incesante crecimiento espiritual, culminó al cumplir los veinte años, donde celebró sus bodas con Cristo. Fue en 1367, cuando el Señor se le apareció y le dijo que porque había despreciado las vanidades del siglo, venía a desposarla. La Santísima Virgen la tomó de la mano y la presentó a su divino Hijo, quien le puso un anillo en el dedo mientras le decía: «Yo, tu Creador y Salvador, te desposo conmigo en la fe». Son las mismas palabras con que en el Antiguo Testamento Dios quiso mostrar su designio de unirse esponsaliciamente con su pueblo elegido (cf. Os 2, 20). Luego agregó: «Conserva intacta esta fe, seme fiel hasta que vengas al cielo a celebrar conmigo las bodas eternas».

Comienza así el período místico de su vida espiritual. Catalina gustaba repetir con frecuencia las palabras del Salmista: «Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Ps 50, 12), suplicándole que le quitase su propio corazón y le diese el suyo en cambio. Al año siguiente de su desposorio con Cristo, sintió que el Señor se le hacía presente, le tomaba su corazón y lo llevaba consigo. Durante dos días le pareció como que vivía sin corazón, hasta que el tercero, luego de oír la misa en la Cappella delle Volte, una de las capillas de la iglesia de Santo Domingo, contempló al Señor delante de ella, teniendo en sus manos un corazón rojo y resplandeciente. Acercándose a la Santa, le abrió el pecho y le dijo: «Hija mía, el otro día te quité tu corazón, hoy te doy el mío a cambio». ¡Un verdadero transplante de corazón! Desde entonces ya no decía como antes: «Señor, te doy mi corazón» sino: «Dios mío, te doy tu corazón», porque advertía que la voluntad y los afectos de su divino Esposo le habían sido dados en lugar de su voluntad y sus afectos humanos. Al recibir la comunión, los que estaban cerca de ella escuchaban las palpitaciones gozosas del Corazón de Jesús, escondido en el costado de su esposa virgen.

Cuando se entra en la iglesia de Santo Domingo, se ve aún la puerta que da acceso a la capilla donde sucedió todo esto. Allí se lee esta inscripción: «Catalina subía estas escaleras para venir a rezar a Cristo, su Esposo». Es la capilla en que las Mantellate tenían cada día sus encuentros de oración. Fue allí donde Catalina había recibido, cuando tenía 16 años, el hábito de las terciarias dominicas. En adelante no se separaría más de Jesús, viviendo permanentemente a su lado. A veces esa compañía se hacía visible, como en aquel día dichoso en que, leyendo su breviario y paseándose por la capilla, se dio cuenta de que había alguien junto a ella. Era Jesús, en persona. Como dos sacerdotes que rezan juntos el Oficio Divino, ambos caminaban, una al lado del otro, sobre el piso de ladrillo de la capilla. Al final de cada salmo, cuando se debía decir «Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo», Catalina modificaba las palabras, e inclinándose profundamente hacia Jesús, decía conmovida: «Gloria al Padre, a ti y al Espíritu Santo...».

Se ha sostenido que en su breve vida de 33 años Catalina vivió sucesivamente las tres etapas clásicas de la vida espiritual. De los 6 a los 16 años, la vía purgativa. En el umbral de dicha vía encontramos las vicisitudes de las tentaciones y la ulterior temporada de tibieza y de cierta mundanidad. A raíz de la muerte de su hermana llegó el momento de la «conversión», cultivando desde entonces una devoción muy particular por María Magdalena, «pecadora» como ella. Tras cortar su hermosa cabellera, se lanzó a una vida de abstinencia y mortificación. La segunda etapa, la de la vía iluminativa, comienza con su ingreso en la Tercera Orden de Santo Domingo. Es la época de solidificación de las virtudes. La tercera, la de la vía unitiva, desde los 21 años en adelante, se inaugura con su desposorio místico y culmina en su santa muerte. Trátase de una división quizás demasiado convencional, pero que en algo puede contribuir a una mejor inteligencia de su proceso espiritual.

Volvamos a sus desposorios místicos. El Esposo divino no quería reservarla tan sólo para sí. Le encomendó también una misión apostólica. Los doce años que completaron el resto de su breve vida serían empleados en el bien de las almas y de la Iglesia universal. Así se lo dijo el Señor:

«Mira, hija mía, los trigos se doblan sobre las colinas y la cosecha es grande, la salvación de muchos exige tu vuelta; ya no llevarás más el género de vida que has llevado hasta aquí; no volverás a encerrarte en una celda incluso por la salvación de las almas; tendrás que dejar tu ciudad natal y viajar de ciudad en ciudad según yo te lo ordene, pero yo estaré siempre contigo. Vivirás entre las multitudes llevando el honor de mi nombre ante los pequeños y los grandes... Te presentarás a los Pontífices, a los que gobiernan la Iglesia y al pueblo cristiano, pues quiero, según mi costumbre, confundir con el débil el orgullo de los fuertes».

Bien observa Raimundo de Capua que el mismo Cristo que antes se le aparecía en su celda, se presenta ahora a su puerta y le suplica que la abra, no para que Él entre, sino para que ella salga. El amor de caridad, le explicó, es bipolar, abarca a Dios y a los hombres; habría de hacer el camino con los dos pies, volar con las dos alas. Ella sólo atinó a decir: «He aquí la esclava del Señor». Su estado de terciaria dominica le permitía llevar la vida activa que el Señor le encomendaba, abrevándose en el espíritu contemplativo de la gloriosa Orden que tanto amaba.

A partir de entonces comenzó a crecer el círculo de sus allegados. En el grupo de sus amigos y discípulos había hombres y mujeres, intelectuales, artistas y aristócratas, hombres de pueblo y humanistas. Nombremos, entre otros, a personas tan distintas como Neri di Landoccio, poeta agraciado, y Francesco di Messer Vanni, calavera convertido. El humor italiano, siempre ocurrente, forjaría para ellos el nombre de «caterinati». Los miembros de esta «bella brigata» comenzaron a llamarla «mamma». Cuando le escribían le decían «dolcissima mamma». Ella tenía plena conciencia de su maternidad. «Me pides que te reciba por hijo mío –le escribe a Neri di Landoccio–. Soy, en verdad, indigna de ello ya que no soy sino una pobre miserable, pero te recibo y te recibo con un tierno amor. Me comprometo ante Dios a responder de todas las faltas que has cometido o que cometerás». En cierta ocasión, la madre de uno de sus seguidores estaba impaciente por la larga ausencia de su hijo. Catalina le mandó una esquela: «Tú, madre, le diste a luz una vez, y yo quiero darle a luz a él, a ti, y a toda la familia, por las lágrimas y el sudor, por la incesante oración y el deseo de tu salvación».

Entendió su vida como una ininterrumpida gestación de almas. «Hasta la muerte quiero continuar con lágrimas poniendo discípulos en el mundo», decía. A todos los llamaba sus hijos, sus hijas. Solamente cuando eran sacerdotes, los llamaba primero «padre mío», por respeto al sacramento del Orden, «pero te llamaré también hijo mío –le escribe a uno de ellos– porque te doy la vida por continuas oraciones y por mis deseos en la presencia de Dios, como una madre engendra a sus hijos». No de otra manera se las hubo con fray Raimundo de Capua, su confesor y director espiritual, y que luego sería Maestro General de la Orden de Santo Domingo. Le llamaba en sus cartas «padre e hijo queridísimo en Jesucristo». Era padre cuando veía en él al confesor y director espiritual, pero cuando consideraba al discípulo atento a recoger sus lecciones de vida espiritual lo llamaba con ternura «hijo mío». Y Raimundo sólo se dirigía a ella llamándola madre. Este claro sentido de maternidad, que nació en el corazón de Catalina, señala el tránsito de la vida de pura contemplación a la vida mixta, activa y contemplativa a la vez.

A partir del año 1371 su influjo comenzó a extenderse por doquier, llegando hasta los Papas y los gobernantes de diversas ciudades o naciones. Desde entonces veremos a la virgen sienesa caminando por los caminos desolados de la Italia trágica y de la Francia enlutada de aquellos tiempos, con los ojos puestos en la salvación de las almas y de los pueblos.

El 1º de abril de 1357 ocurrió un hecho capital: Catalina recibió los estigmas de Cristo. Fue pocos días después de llegar a Pisa. Fray Raimundo estaba celebrando la Santa Misa. Luego de comulgar, Catalina se puso de rodillas y extendiendo sus brazos en forma de cruz, entró en trance y se desplomó. Al retornar en sí, le dijo a Raimundo en voz baja: «Sabed, padre mío, que por misericordia de nuestro Señor Jesucristo llevo sus llagas en mi cuerpo». Le explicó cómo había visto a Cristo crucificado; desde sus llagas, cinco rayos de sangre se habían dirigido hacia sus manos, pies y costado. Ella le suplicó al Señor que esas llagas no apareciesen visiblemente en su cuerpo. Dichas llagas compensarían las llagas de la Iglesia y de la Cristiandad. Tantos pecados pedían sangre y más sangre. Más adelante veremos cómo la palabra «sangre» aparecerá con llamativa frecuencia en su epistolario, la suya unida a la de Cristo, para la redención del mundo.

Catalina seguía recorriendo ciudades, Florencia, Lucca... Luego de insistentes gestiones suyas, la Corte pontificia dejó por fin Aviñón, y el Papa se instaló de nuevo en Roma. Sin embargo las cosas no se aquietaron, al punto que se produjo un Cisma en la Iglesia, con la aparición de un antipapa. Ella, espiritualmente desgarrada y en grave estado de salud, llegó a Roma en 1378, con veinticinco de sus discípulos. Los éxtasis se hicieron más frecuentes. Les pidió entonces a los jóvenes que la rodeaban que estuviesen junto a ella durante dichos trances y transcribieran lo que iba diciendo.

Así, a lo largo de cinco días, mientras contemplaba misterios inefables, fue dictando lo que luego sería todo un volumen, una de las obras más divinas que han salido de manos humanas, el libro del Diálogo, donde se transcriben sus coloquios con Dios, y las respuestas que Dios iba dando a sus preguntas. Allí se contienen las enseñanzas que ella recibió a lo largo de toda su vida, por caminos ordinarios o extraordinarios.

Ulteriormente sus discípulos recopilarían su correspondencia, unas 400 cartas que dirigiera a Papas, cardenales, príncipes, ciudades, nobles y gente del pueblo, uno de los documentos más singulares de un alma y de una época. De Catalina nos han quedado también unas 30 oraciones, llamadas Elevaciones, tomadas al vuelo por sus secretarios cuando ella, arrebatada, oraba en voz alta.

Llegamos al año 1380. Catalina se sentía exhausta. Sin embargo, sobreponiéndose a sí misma, acudía diariamente a la basílica de San Pedro. En una de esas ocasiones, estando allí arrodillada, extática, se sintió como aplastada por el peso de la nave de la Iglesia, que Dios permitió gravitase sobre sus pobres hombros de mujer. Poco después ofreció su vida por la Iglesia, y encomendando su espíritu al Padre, falleció. Era el 29 de abril de aquel año.

Tras este pantallazo histórico, adentrémonos en su ideario espiritual.

I. «Tú eres la que no eres»

Impresiona ver a esta mujer tan llena de bríos, que por una parte no teme dirigirse a los Papas y príncipes con noble altivez, y por otra se muestra profundamente convencida de su nada frente a Dios y sus representantes. Dicha tesitura se vuelve ininteligible si no se tiene en cuenta las raíces de su espiritualidad.

1. El misterio de la creación

Porque Catalina se considera a sí misma sólo desde el prisma de Dios. De ahí su atención prevalente al misterio de la Santísima Trinidad. Podríase decir que toda su vida se polarizó en la contemplación amorosa de dicho misterio. Cualquiera fuese el asunto que cayese en el área de sus meditaciones: la Pasión de Cristo, los privilegios de María, las desventuras de la Iglesia, todo lo miraba a la luz de aquel misterio. Por lo demás, de las páginas que dejó escritas, las más inspiradas son las que a él se vinculan.

Si bien a veces se refiere a la Trinidad en sí misma, por lo general gusta verla en relación con el hombre por Ella creado. El hombre, escribe, fue hecho a su imagen y semejanza, a fin de que por las tres potencias que posee en su alma única, llevara el sello de la Trinidad y de la Unidad de Dios. ¿Qué novedad hay en esto?, se preguntará alguno. Ninguna, por cierto. El catecismo nos enseña lo mismo, los teólogos tratan de expresarlo de una manera más adecuada. Pero el que una joven se complazca en hablar de ello en sus cartas, que lo use de alimento para su vida espiritual, que lo presente una y mil veces de manera apasionada pero siempre bajo la ortodoxia más estricta, no deja de resultar admirable. Máxime que sus decires llevan el sello de su espontaneidad y de su gracia. Aún hoy la lectura de esas referencias trinitarias nos conmueve, nos emociona; brotando de su llama interior, aparecen revestidas de esplendor y de belleza.

Catalina destaca la iniciativa de Dios en la creación. «Yo te amé sin ser amado». Nadie pudo pedirle que lo crease, que lo amase. La Santa pone estas palabras en labios de Dios: «Mirándome a mí mismo, me enamoré de mi creatura... y me plugo crearla». Creación asombrosa ésta, donde el Creador quiso dejar su impronta en la creatura. Como nos decía más arriba la Santa, Dios, en cuanto Trino, se refleja en las tres facultades del hombre, y en cuanto Uno, en su unidad. Por estas tres facultades no sólo el hombre se le asemeja, sino que además se une a Él. Por la memoria, se asemeja y se une al Padre, a quien se le atribuye el Poder. Por la inteligencia, se asemeja y se une al Hijo, a quien se le atribuye la Sabiduría. Por la voluntad, se asemeja y se une al Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, a quien se le atribuye la Clemencia. Con frecuencia vuelve Catalina sobre este tema. Las tres potencias actúan una sobre la otra: la memoria despierta la inteligencia y ésta inclina a la voluntad, como si dijera: «Si tú quieres amar, yo voy a ofrecerte el bien que pueda ser objeto de tu amor». Lo que Dios quiere es que las tres potencias se reúnan en nombre suyo. Congregadas la memoria que recuerda, la inteligencia que ve, y la voluntad que ama, el alma adelanta en la virtud porque Él está en medio de ellas, dice en el Diálogo.

Es el espejo de la Trinidad donde el hombre mejor se conoce. «Para mirarme en él lo tengo con la mano del amor», escribe la Santa. Imagen típicamente femenina, si bien exquisitamente sobrenaturalizada. ¡Catalina se mira en la Trinidad como en un espejo que sostiene con la mano del amor!

2. La nada original

Señala la Santa que la creación es un gesto que se continúa a lo largo de los siglos. Dios no nos creó y luego nos dejó abandonados. El amor que nos tiene es semejante al que nos tiene Cristo, quien al morir terminó con su pena pero no con el deseo de nuestra salvación, que mantiene para siempre en el cielo. En una de sus revelaciones, Dios le dijo a Catalina: «Si el afecto de mi caridad hubiera terminado y cesado para vosotros, entonces no existiríais. Pero mi amor os creó y mi amor os conserva». Esta idea halla siempre expresiones nuevas y vigorosas en los escritos de la Santa. Y junto con ella, o mejor, cual consecuencia de ella, la conciencia de nuestra nada. Lo único propio nuestro es la nada. Cuenta Raimundo de Capua que, en cierta ocasión, dialogando con el Señor, Catalina le preguntó: «¿Quién soy, Señor, quién soy? Y tú, Señor, ¿quién eres?». Hízose un silencio profundo en su habitación. La respuesta llegó lenta y solemne: «Hija mía, tú eres la que no eres y yo soy el que soy». En el Diálogo, el Señor es más explícito, si cabe: «Éste es el camino para llegar al perfecto conocimiento y a gustar de mí, vida eterna; que jamás te salgas del conocimiento de ti, y, una vez hundida en el valle de la humildad, me conozcas a mí en ti».

Tal es la primera razón de la humildad, sobre la cual Catalina edificaría su vida espiritual y sus designios apostólicos, nuestra condición de creaturas. Pero hay un segundo motivo, y es nuestra condición de pecadores, el envilecimiento en que hemos venido a parar por nuestros pecados. Como le dijo el Señor: «En la dignidad de su ser [el hombre] gusta mi inestimable bondad y la caridad increada con que yo le saqué de la nada. A la vista de su miseria, encuentra y gusta mi misericordia». Y también: «Yo soy el que soy, y ninguna cosa ha sido hecha sin mí, más que el pecado, que no es». Por eso, en carta a un pecador, le escribía Catalina que siendo el pecado nada, él se había reducido a la nada, porque en cierta manera se había quitado la vida, dándose la muerte de la culpa. El pecado es una especie de retorno a la nada primordial, una recaída en el noser, según dirá en otra de sus cartas: «La criatura se convierte en lo que ama. Si amo el pecado, que es nada, he aquí que me convierto en nada».

Como se ve, la humildad no es para Catalina una simple actitud afectada. Es el conocimiento fundamental, al que accede la inteligencia cuando considera la grandeza del Dios trino y uno. Por eso su oración es siempre tan respetuosa y humilde, penetrada de santo temor: «¡Oh Deidad! ¡Deidad! ¡Inefable Deidad! Tú eres la sabiduría soberana, yo una ignorante y miserable criatura. Tú eres la soberana y eterna Bondad. Yo soy la muerte y tú la vida; yo las tinieblas, tú la luz... Tú eres la belleza purísima y yo sólo soy una sórdida criatura. Por amor inefable me has sacado de ti mismo...». Tal era el sentimiento que la impregnaba. En cierta ocasión le oyeron decir luego de comulgar: «Soy la que no es; tú eres el que es. Comunícate a mí a fin de que pueda cantar tus alabanzas». Toda su vida sería, por cierto, un canto ininterrumpido de alabanza. Pero dicha alabanza brotó de la conciencia de su nada.

Claro que el solo pensamiento de la propia miseria no deja de ser peligroso. Como le dice a un corresponsal, en una de sus cartas: «Yo quiero que veas tu noser, tu negligencia y tu ignorancia; pero no quiero que los veas con tinieblas de confusión, sino con la luz de la infinita bondad de Dios, que debes encontrar en ti mismo. El demonio no quiere más que esto, que tú llegaras sólo al conocimiento de tus miserias, sin más condimento. Pero el conocimiento propio ha de ir siempre sazonado con la esperanza en la misericordia de Dios».

Por otra parte, si ser humilde es anonadarse, o mejor, reconocer la nada original, ello no basta, ya que esa nada es mero vacío. Necesita llenarse de algo. O se llena con las cosas del mundo o se deja colmar por Dios. Quien pone su esperanza en las cosas finitas, vanas y transitorias, la pone en cosas que no son más que agua que corre incesantemente; «como ellas corre también el hombre, aunque a él le parezca que son las cosas creadas que ama las que fluyen, sin percatarse que es precisamente él quien corre incesantemente hacia el término de la muerte». La nada primordial, ahondada por el pecado, no se verá colmada, aunque el hombre posea el mundo entero. «No se puede saciar –le dice Dios, según se lee en el Diálogo–, porque ama cosas que son menos que él, ya que todas las cosas creadas han sido hechas por amor del hombre, para que le sirvan y no para que hagan de él su esclavo; el hombre me debe servir a mí, que soy su fin». En el fondo, le enseña el Señor, esos hombres empobrecen y matan su alma, son crueles consigo mismos, «le quitan la dignidad de lo infinito y le hacen finito; es decir, que su deseo, que debería estar unido a mí, que soy Bien infinito, lo une y lo pone, por afecto de amor, en la cosa finita».

La humildad es la condición de acceso a la vocación divina del hombre, la base de todas las virtudes. Sólo ella nos defiende de la gran tentación, la del orgullo. ¿Cómo el orgullo hubiera podido hallar cabida en el alma de Catalina, convencida de que no era sino nada? ¿Cómo hubiera podido sentirse orgullosa de sus obras, cuando se sabía pecadora? Esa idea no fue una idea puramente cerebral sino un sentimiento vivísimo, de carácter intuitivo, tan propio de la inteligencia de una mujer, que necesita plasmar las ideas en imágenes.

La misma Catalina, que no temió asomarse a su doble nada, la de su condición de creatura y la de su condición de pecadora, es la que desde ahora sólo se contentará con lo infinito. No en vano le había dicho el Señor: «Yo, que soy infinito, requiero obras infinitas, es decir, infinito afecto de amor. Pido que todas las obras, tanto las de la penitencia como los otros ejercicios corporales, sean empleadas a título de medios, y que no ocupen en el afecto el lugar principal. Si esto es lo que se ama por encima de todo, no se me ofrecen sino obras finitas». Por eso, a una persona tentada de pusilanimidad, la Santa le escribe: «Esta es la condición del alma: porque su ser infinito, desea de un modo infinito, y no se sacia jamás si no es uniéndose con lo infinito. Levántese, pues, el corazón con toda su fuerza a amar al que ama sin ser amado».

II. El primado de la verdad

Notable resulta, en los escritos de la Santa, su insistencia en el valor de la verdad. Ella misma se declararía discípula del Aquinate. En carta a fray Raimundo le dice: «Después que os fuisteis, he tomado lecciones, como durmiendo, con el glorioso evangelista Juan y con Tomás de Aquino». La doctrina tomista, con su aprecio de la verdad, no fue penetrando en ella por la lectura directa del Doctor Angélico sino por la enseñanza oral de los padres dominicos a quienes frecuentó.

1. La inteligencia y la fe

Para la mayor parte de la gente, incluidos no pocos cristianos, la fe no es sino una palabra vaga y vaporosa. Para Catalina era el acto de confianza más entero, un acto personal, de persona a persona, por el cual su alma se abandonaba a Dios sin reservas. El mismo Cristo se lo había dado a entender así el día de sus desposorios místicos. El matrimonio de Catalina con el Esposo divino fue un matrimonio en la fe, la consagración de su abandono incondicional en manos del Amado.

Bien sabía ella que el acto de fe supone una previa catarsis, una superación de la luz natural, siempre brumosa y miope para las realidades sobrenaturales. En carta al papa Urbano VI le decía: «¿Quién conoce esta verdad? El alma que se ha quitado la nube del amor propio y tiene la pupila de la luz de la santísima fe en el ojo de su intelecto; con cuya luz, con el conocimiento de sí y de la bondad de Dios en sí, conoce esta verdad, y con el encendido deseo saborea su dulzura y suavidad». El desasimiento del mundo es lo que permite que «el ojo del intelecto» se active, penetrando en ese doble conocimiento, el de sí propio, el de la propia nada de que acabamos de hablar, y el de la bondad de Dios. Conocer a Dios y conocerse a sí, el ser de Dios y la nada de sí.

En carta al rey de Francia le dice: «¿Quién nos arrebata esta verdadera y dulce luz? El amor propio que el hombre tiene por sí mismo, el cual es una nube que enturbia el ojo del intelecto, y cubre la pupila de la luz de la santísima fe». El hombre deberá desasirse del espejismo de las cosas visibles, de la bruma que se levanta de los pantanos del yo. Sólo entonces el ojo de la inteligencia se volverá límpido. En el Diálogo nos ha dejado un texto espléndido al respecto: «La fe –le dice el Señor– es la pupila del ojo de la inteligencia; su luz hace discernir, conocer y seguir el camino y la doctrina de mi verdad, el Verbo encarnado. Sin la pupila de la fe, nadie puede ver, del mismo modo que un hombre cuyos ojos tuvieran la pupila, por la cual el ojo ve, recubierta con un velo. La inteligencia es el ojo del alma, y la pupila de este ojo es la fe».

A juicio de Jörgensen, para Catalina la fe es sencillamente la perfección del conocimiento. Recientemente el Papa se ha referido a ello en su encíclica Fides et ratio, al afirmar que la fe y la razón son las dos alas con que vuela la inteligencia humana. El hombre es incrédulo en el grado en que se enfrasca en las cosas de la tierra. Cuando vence el inmanentismo, la fe florece. Ha dejado de ser como los topos que viven recluidos en sus cuevas, sin haber sacado nunca la cabeza para contemplar los grandes espectáculos del orden sobrenatural.

2. La fe y la caridad

Catalina no olvida, por cierto, la importancia de la caridad. Sin ella, la fe sería reductible a algo meramente cerebral. «El amor sigue a la inteligencia, y cuanto más conoce más ama, y cuanto más ama, más conoce. Amor y conocimiento se nutren entre sí», leemos en el Diálogo. Por la caridad, el hombre se enamora de lo que cree. Y así, escribe, «el alma ve al Cordero de Dios, Verdad de Dios, enamorado, que le brinda doctrina de perfección, y en viéndola, el alma se enamora de ella».

Pertenece nuestra Santa a una época en que predominaban las órdenes mendicantes, principalmente los dominicos y los franciscanos. Las dos cumbres intelectuales eran Santo Tomás y San Buenaventura. La doctrina cateriniana, por su enfática acentuación en la verdad y consiguientemente en la inteligencia, es principalmente deudora de la influencia dominicana y tomista. Su carácter afectivo encuentra mejor respaldo en el pensamiento de San Buenaventura, si bien no es extraño al pensamiento del Doctor Angélico. A su juicio, el amor y el conocimiento se alimentan el uno del otro. Catalina ha hecho, en este sentido, una admirable síntesis entre la doctrina de San Buenaventura y la de Santo Tomás.

Nuestra Santa acota en el Diálogo un dato interesante. Y es la relación que media entre el dolor y el conocimiento: «Cuando más uno sufre –le dijo Dios–, más demuestra que me ama, y, amándome, conoce más mi verdad».

3. Las verdades fundamentales

Entre las distintas verdades que proclamamos en el Credo, Santa Catalina mostró especial inclinación por algunas de ellas. Ya hemos visto la importancia que le atribuía a la creación del hombre, sobre el telón de fondo del misterio de la Trinidad. En una de sus cartas leemos:

«En la sangre de Cristo crucificado conocemos la luz de la suma, eterna verdad de Dios, que nos creó a su imagen y semejanza por amor y gracia, no por deuda u obligación». Muchas veces recuerda la Santa el origen divino del hombre.

Otra verdad por ella predilecta es la Encarnación del Verbo, que de algún modo prolonga y profundiza la maravilla de la creación. En una de sus Elevaciones le dice al Señor:

«Yo, criatura tuya, no te conocía a ti en mí, sino en cuanto yo veía en mí tu imagen y semejanza. Mas para que viese y conociese en mí y llegáramos así a un perfecto conocimiento tuyo, te uniste con nosotros, bajando de la altura de tu Deidad hasta lo más bajo del lodo de nuestra humanidad, ya que la bajeza de mi inteligencia no podía comprender ni mirar tu altura. Y para que mi pequeñez pudiese ver tu grandeza, tú te hiciste pequeño, encerrando la grandeza de tu Deidad en la pequeñez de tu humanidad».

Gracias al desposorio místico de ambas naturalezas el misterio se puso más al alcance de nuestra inteligencia, al tiempo que se anuló la distancia que el pecado había establecido entre Dios y nosotros. Según ella consigna, Dios le dijo:

«La naturaleza humana, que había cometido la ofensa, era finita, y debía estar unida con algo infinito para que pudiera dar satisfacción infinita a mí, que soy infinito. Y para que esta naturaleza humana, en su pasado, presente y porvenir, por muchos que sean los pecados cometidos por el hombre, encontrara satisfacción perfecta cuando quisiera volver a mí, durante el tiempo de su vida, unió la naturaleza divina con vuestra naturaleza humana, por cuya unión habéis recibido satisfacción perfecta».

Llama la atención la exactitud de las palabras y la seguridad con que la Santa se mueve en el intrincado edificio de la teología católica. Una vez más parece advertirse acá la influencia del Doctor Común.

En cierta ocasión, el Señor se le presentó en forma de Puente. Cuando aconteció el pecado de origen, y luego los pecados subsiguientes, escribe, empezó a correr un río impetuoso, en el que todos se anegaban. Entonces Cristo se constituyó en puente que va del cielo a la tierra. Uniendo su divinidad a nuestra humanidad, el Verbo se hizo puente. Ello no basta, por cierto, para conseguir la vida; es menester pasar por él, recorrerlo desde un extremo al extremo opuesto. En otra ocasión, lo imagina como Portero, en cuyas manos puso el Padre la llave de la divinidad y de la humanidad, ambas unidas para abrir la puerta de la gracia. La Divinidad no hubiera podido abrirla sin la humanidad, que la había cerrado por el pecado del primer hombre; ni tampoco la humanidad sola hubiera sido capaz de hacerlo, porque su obrar habría sido finito, y la ofensa había sido cometida contra el Bien infinito. Ninguno de los dos medios por separado eran suficientes. En otro lugar, Catalina concibe el Verbo como un Fuego de amor, que encendió en una misma llama a Dios y al hombre. O también lo compara con la cal que une dos bloques de piedra. El Verbo, que fabricó la piedra de la creatura, la juntó con su Creador, poniendo entre ambos «la sangre mezclada con la cal viva de la esencia divina por la unión que ha verificado con la naturaleza humana».

Imágenes diversas para describir al que dijo de sí mismo: «Yo soy la Verdad». Porque la verdad no era para Catalina algo abstracto o puramente intelectual. La verdad se hizo carne en Jesucristo para elevar al hombre caído en las sombras de la ignorancia. Como le dice al Maestro en el Diálogo: «Te rebajaste y te hiciste pequeño para hacer grande al hombre».

No olvida en estas consideraciones la figura de Nuestra Señora, la Madre del Verbo encarnado, bendita entre todas las mujeres, como escribe en una de sus cartas, porque en el día de la Anunciación nos dio «el pan de su harina, amasado y cocido por la caridad». A ella le dedica una encendida plegaria:

«Tú, María, eres la planta joven de la que hemos obtenido la flor fragante del Verbo, unigénito Hijo de Dios, porque en ti, tierra fecunda, fue sembrado este Verbo. Tú eres la tierra y la planta. ¡Oh María, carro de fuego! Tú trajiste el fuego escondido y velado bajo las cenizas de tu humanidad... No descendió en tu vientre el Hijo de Dios hasta que diese el consentimiento tu voluntad. Esperaba en la puerta de tu voluntad para que tú le abrieses, ya que quería venir a ti. Jamás habría entrado si tú no le hubieras abierto, diciendo: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Llamaba, oh María, a tu puerta la Deidad eterna; mas si tú no hubieses abierto la puerta de tu voluntad, Dios no se habría encarnado en ti..».

La Verdad del Verbo encarnado no sólo se manifiesta en el misterio de la Encarnación sino también en los acontecimientos del Calvario. En carta a un amigo suyo, estando ella en éxtasis, le escribe: «Dios es suma y eterna verdad; ¿en quién la conocemos? En Cristo, dulce Jesús, puesto que con su sangre nos manifiesta la verdad del Padre eterno».

La Encarnación y la Pasión: he ahí la verdad de Dios revelada en el misterio de Cristo.

«Tú, oh Verbo unigénito de Dios –le dice en una de sus Elevaciones–, que por el amor desmesurado y la caridad que nos tuviste te injertaste, como fruto de dos árboles, en primer lugar con la naturaleza humana, para manifestarnos la Verdad invisible del Eterno Padre, cuya Verdad eres tú mismo. El segundo injerto lo hiciste con tu cuerpo en el árbol de la santísima cruz, en la cual no te sostuvieron los clavos ni cosa alguna, sino el amor desmesurado que nos tuviste». También aquí destaca el papel de la Santísima Virgen, «conquistadora del linaje humano», la llama, «porque sufriendo tu carne en el Verbo, fue reconquistado el mundo».

Es este un tema que la arrebata, ver cómo Cristo muriendo nos dio la vida, soportando vituperios nos dio el honor, con sus manos clavadas nos desató de los lazos del pecado, despojado nos vistió, con su sangre nos embriaga. Así se expresa en una de sus cartas. El lazo de la divina caridad fue de tal fuerza «que mantuvo a Dios hombre enclavado en el leño de la santísima Cruz». Catalina gusta introducirse en el corazón de Cristo, torturado por el deseo de nuestra salvación. Al fin y al cabo la Cruz no fue sino la expresión de un amor desmesurado, la del «humilde e inmaculado Cordero, pastor dulce y bueno, el cual, como enamorado por nuestra salvación, corrió hacia la muerte oprobiosa de la santísima Cruz». En una de sus iluminaciones le dijo Dios Padre:

«Mi Hijo unigénito, estando en la cruz sostenido por los clavos del amor, no retrocede porque los judíos le digan: Desciende de la cruz y creeremos en ti».

Ella anhelaba que, ante este espectáculo, las almas se modelasen a imagen de su Esposo amado, que la corona de espinas se introdujese en todas las frentes, que todas las manos y los pies se dejasen atravesar por los clavos. Porque si es verdad que el Dios omnipotente se hizo carne, y que murió por nuestra salvación, al hombre no le queda sino abrazarse con la cruz sangrienta. Quería que todos pudiesen decir con ella:

«Las penas serán mi alimento y las lágrimas mi bebida... Quiero que las penas me engorden... Alégrate, alégrate conmigo en la cruz. Nuestras almas deben reposar en la cruz como en una cama».

El misterio del Verbo encarnado, de la Verdad encarnada, resonaba en el corazón de Catalina como una sinfonía llena de encanto. No en vano Dios le había dicho en el Diálogo:

«Esta bella armonía tiene todas mis complacencias y enamora a los ángeles. Produce también la admiración del mundo. Lo quieran o no, los hombres de iniquidad no pueden permanecer insensibles a la dulzura de esta armonía. Muchos se dejan captar por su encanto, y su seducción les libra de la muerte. Todos los santos han atraído a las almas con esta música. El primero que hizo oír este concierto de vida fue el dulce Verbo de amor cuando, después de haber tomado nuestra humanidad para unirla a la divina, dejó oír sobre la Cruz un canto tan dulce que atrajo a él al género humano. En la escuela de este Maestro es donde todos vosotros habéis aprendido la armonía. Él es quien os ha enseñado a acordar vuestros instrumentos. Con este arte que tenían de él, los apóstoles fueron tan poderosos que difundieron su palabra por el mundo entero; los mártires, los confesores, los doctores y las vírgenes, todos han atraído y seducido a las almas por la bella armonía de su vida».

Más allá de estas dos grandes verdades a que nos hemos referido, la de la redención del hombre a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad, y la de la redención, que pasa por la encarnación y culmina en la cruz, Catalina entrevé un misterio más recóndito, si cabe, el de la Providencia divina. En los casos concretos más dispares que aparecen en su epistolario, en las desgracias que sufre alguno de sus corresponsales, en las elecciones de estado, en la pérdida de un hijo, en la estancia de los Papas en Aviñón, en los obstáculos para la Cruzada, en tantos sucesos sobre los que se hace necesario arrojar la luz de la fe, Catalina recurrirá siempre a los designios del amor infinito, considerando dichos sucesos desde un punto de vista irrefragable: el punto de vista de Dios. Una aplicación clara del don de entendimiento. Nada sucede a espaldas de Dios, al margen de su Verdad y de su Amor. Él sabe por qué lo hace. Y siempre por Amor, aunque a primera vista no lo entendamos así. Aun en el misterio de dolor más lacerante de la historia, el de la injusticia de la cruz, se esconde la mano del Padre:

«Ésta es la obra de mi providencia –le dice Dios–: que una obra infinita, ya que finita era la pena de la cruz en el Verbo, os proporcionara un fruto infinito en virtud de la Divinidad».

El mismo Dios que sustenta al gusano dentro del leño seco, escribe la Santa, el mismo Dios que apacienta a los peces y a los animales, que envía sobre las plantas el rocío matinal, ¿cómo se podrá creer que no sustente a su criatura, hecha a su imagen y semejanza?

«Y puesto que todo esto está hecho por mi bondad y puesto a su servicio –le dice Dios en el Diálogo–, a cualquier parte que [el hombre] se vuelva, en cuanto a lo temporal o a lo espiritual, no halla más que fuego y el abismo de mi caridad con máxima, dulce, verdadera y perfecta providencia».

Catalina hizo suyo el consejo que Dios le diera: «Enamórate, hija, de mi providencia». No creemos haber leído mejor tratado sobre la Providencia que el que se encuentra en el libro IV del Diálogo.

4. El saboreo de la verdad

Nuestra Santa no se contentó con el mero conocimiento de la verdad. Se prendó de ella. No otra cosa le recomendaba a fray Raimundo: «Yo os escribo en la preciosa sangre de Jesucristo con el deseo de ver en vos un verdadero esposo de la Verdad, un fiel y un ávido de esta misma Verdad».

Catalina vivió la verdad, la vivió en la fe y en la caridad, como en una atmósfera casi natural, instintiva. Lo sobrenatural se le hizo natural. De esas alturas no se apartó jamás. «Quien más conoce más ama, y quien más ama, más gusta», le dijo Dios, exhortándola a unir el conocimiento de la verdad con el sabor de la verdad. Si antes nos pareció que su idea de la Providencia aplicada a todo el acontecer histórico y humano concretaba el don de entendimiento, pensamos que su paladeo de la verdad expresa el don de sabiduría, en el sentido bonaventuriano, de saboreo de la fe. Porque el alma que tiene la pupila de la fe en el ojo del intelecto, como nos decía la Santa más arriba, «conoce esta verdad, y con el encendido deseo saborea su dulzura y suavidad». No es lo mismo la verdad conocida que la verdad saboreada. En frase concisa le escribe a fray Raimundo:

«El que no sea capaz de saborear la Verdad, no podrá conocerla ni en el conocimiento de sí mismo ni en el conocimiento de la sangre».

Verdad saboreada. Y verdad activa, lanza en ristre, porque enamorada, porque militante. En este sentido le escribe al cardenal Pedro de Luna, quien luego sería proclamado Papa, o según algunos, antipapa, bajo el nombre de Benedicto XIII, en la época del Gran Cisma:

«Es en la sangre del Redentor que conocemos la verdad a la luz de la Santísima Fe, que esclarece el ojo de la inteligencia. Entonces el alma se abraza y se alimenta en el amor de esta verdad; y por amor de la verdad preferiría la muerte al olvido de la verdad. Ella no calla la verdad cuando es tiempo de hablar, porque no teme a los hombres del mundo; no teme perder la vida, puesto que está dispuesta a darla por amor de la verdad. Ella no teme sino a solo Dios. La verdad reprende altamente porque la verdad tiene por compañera la santa justicia, que es una perla preciosa que debe brillar en toda creatura racional, pero sobre todo en un prelado. La verdad calla cuando es tiempo de callarse, y callándose, grita por la paciencia, porque no ignora, sino que discierne y conoce dónde se encuentra más el honor de Dios y la salvación de las almas...

«Querido Padre, apasionaos por esta verdad, para que seáis una columna fuerte en el cuerpo místico de la santa Iglesia, donde hay que propagar la verdad; porque la verdad está en ella, y porque ella está en ella, ella quiere que sea administrada por personas que le sean apasionadas y esclarecidas, y no por ignorantes que están separados de la verdad».

III. Sed de almas

Catalina ha escuchado de Cristo las palabras: «Piensa en mí, hija mía, y yo pensaré en ti». Pero ese pensar en el Señor, esa pasión por la «Verdad de Dios» encarnada, a que acabamos de referirnos, no va a concluir en Cristo, como si fuera de Él nada existiese.

1. Del amor a Dios al amor de los que Dios ama

Cuando Catalina vivía en Siena con su familia, se sentía cómoda en el silencio de su modesto hogar y en la oscura celda que su padre le había reservado para sus plegarias. Se complacía asimismo en pasear por el solitario jardín de su casa, en medio de las flores, que gustaba trenzar en forma de cruz o de corona. Pero Dios la llamaba a otra cosa. Se podría decir que hubo una pedagogía divina progresiva que fue llevando a Catalina de su amada soledad a una importante actuación apostólica. Fray Raimundo nos ofrece este diálogo encantador entre Cristo y ella:

–Vete; ya es hora de comer; los tuyos están ya en la mesa; vete, estate con ellos, luego volverás junto a mí...

–¿Me echas, Señor? –deshecha en llanto–. ¿Por qué mi Esposo queridísimo me arroja de su presencia? Si he ofendido a tu Majestad, ahí está mi cuerpo, castígalo; pasaré por todo, pero no me impongas el martirio de separarme de ti. ¿Qué haré yo en la mesa? Los míos no comprenden cuál es mi comida. He huido del mundo y de los míos para ser tu esposa; y ahora que eres mi todo, ¿me obligas a mezclarme en las cosas del mundo, con peligro de recaer en mi ignorancia y llegar a ofenderte...?

–Cálmate, hija queridísima; es preciso cumplir toda justicia y hacer fecunda mi gracia en ti y en otros. No pretendo separarte de mí; quiero, por el contrario, unirte a mí más estrechamente por medio de la caridad con el prójimo.

–Hágase tu voluntad, no la mía –respondió Catalina. Y volvió con los suyos, sentándose a la mesa.

Destaquemos las palabras del Señor: «No pretendo separarte de mí; quiero, por el contrario, unirte a mí más estrechamente por medio de la caridad con el prójimo». Como se ve, el apostolado al que Dios la llamaba, no implicaba un apartamiento de Cristo sino una intensificación de sus desposorios místicos. En el Diálogo se consigna la explicación que le dio el Señor para que entendiera dicho golpe de timón. Él, le dirá, amó con amor purísimo y gratuito. No es posible haberse con Él de la misma manera, porque Él amó antes de ser amado, según lo señalamos al hablar de la creación del hombre. No es factible devolver adecuadamente ese amor, pero sí dárselo a los hombres, amándolos aun sin ser amados por ellos, amándolos no en provecho propio, sino sólo por la alabanza del Nombre de Dios. En una de sus cartas lo expresa con claridad:

«Dios ama inefablemente a su creatura. He aquí por qué desde que uno se vuelve siervo de Dios se ama tanto a la creatura. Es que se ve con qué amor Dios la ama, y la condición del amor es amar lo que ama el que ama».

En otras palabras, ya que nunca podremos pagar adecuadamente la deuda de su amor, que fue infinito, el Señor nos ofrece este medio: el del amor al prójimo, para que le demos a él lo que no podemos darle a Cristo. «Yo considero hecho a mí mismo lo que haces con el prójimo», le dice en el Diálogo. La única manera que tenemos de amar a Dios desinteresadamente es amándolo en nuestro prójimo antes de que él nos quiera, prescindiendo de que él nos quiera, y sin esperar recompensa alguna. De este modo el corazón se amplía, abriéndose a los demás. En carta a un Cardenal señala Catalina:

«El amor propio aprieta el corazón de tal modo que no puede conteneros ni a vos ni al prójimo; mientras que la divina caridad le ensancha y hace entrar en él amigos y enemigos, a todas las criaturas racionales, porque está revestido del amor de Cristo».

En diálogo con la Santa, el Señor le dijo que bien hubiera podido Él dotar a los hombres de todo lo que es necesario tanto para el alma como para el cuerpo, pero quiso que nosotros fuésemos colaboradores suyos en la administración de su beneficencia. El amor de Cristo llegará de este modo no sólo a los virtuosos sino también a los imperfectos, a los pecadores, a los perseguidores, a los calumniadores, porque todos han sido amados por Dios.

Queda así clara la voluntad divina: el amor a Dios no debe concluir en Él sino volcarse al prójimo. Cada cual deberá amarlo según sus aptitudes, quién con la doctrina, quién con la oración, quién con el dinero, le dice el Señor en el Diálogo. Transcribamos un texto notable a este respecto:

«Concebimos las virtudes en el amor de Dios y las damos a la luz en el amor al prójimo; amando a tu prójimo... responderás al amor del Creador hacia ti con el amor del prójimo. Es preciso que como esposa de Jesucristo, te hagas la servidora del prójimo. No podemos servir a Dios de otra manera ni bajo otra forma».

Escribiendo a una «mantellata» de Siena, le dice Catalina: «Serás esposa infiel si niegas al Esposo el amor que le debes en el prójimo». No otra cosa es lo que el Señor le enseñaría en el Diálogo:

«El alma que me ama verdaderamente ama a su prójimo, porque el amor a mí y el amor al prójimo son una y misma cosa, y la medida de tu amor al prójimo es la medida del amor hacia mí. Éste es el medio que te he dado de probar y ejercitar tu amor para conmigo... No puedes serme útil en nada; en cambio, te es posible acudir en auxilio del prójimo. El alma que ama mi verdad no se cansa nunca de prodigarse al servicio de los demás, así en general como en particular».

Afirma Leclercq que la enseñanza de San Juan: «Si alguno dice que ama a Dios y odia a su hermano es un mentiroso» (1 Jn 4, 20), pareciera reflorecer cuando se la encuentra en el Diálogo. Porque Catalina no sólo la subraya con insistencia y la exalta con pasión, sino que le da también una vertebración doctrinal que no encontramos en las Escrituras. Además, «una cosa es que no se pueda amar a Dios sin amar al prójimo, y otra que se deba amar al prójimo porque se ama a Dios, y que el amor del prójimo sea la consecuencia inmediata necesaria y exactamente proporcionada de este amor de Dios».

2. El celo de tu casa me devora

En el desposorio místico a que no referimos más arriba se encuentra el origen de su notable misión en la Iglesia, más allá de las fronteras familiares y pueblerinas. Cuando comenzó el apostolado, su madre, doña Lapa, la regañaba porque estaba tan ausente de su casa. Catalina le dijo que ella no había sido puesta en la tierra sino para la gloria de Dios y la salvación de las almas, y que «no puede hacer otra cosa».

El desposorio místico se expresó de manera muy ilustrativa en el intercambio de corazones. Al recibir el corazón de Cristo, cuya altura, anchura y profundidad nadie es capaz de mensurar (cf. Ef 3, 18), Catalina ensanchó el suyo según la medida del Sagrado Corazón. No en vano la había pedido a la Trinidad: «Dilata mi alma para la salvación del mundo; no que pueda producir por mí misma fruto, sino por la virtud de tu caridad, principio de todos los bienes». De los confines estrechos de la Siena aldeana, su corazón se abrió al espectáculo del mundo y de la historia en su totalidad.

Su inclinación apostólica está signada por una suerte de apasionamiento sobrenatural. Escribiéndole al cardenal Orsini le decía que cuando un alma considera cómo Cristo se ha inmolado derramando para nosotros un baño de sangre y ofreciéndonos un bautismo con su sangre, cuando el alma ve eso, no puede dejar de enamorarse de Dios y de la salvación de las almas. Una pasión santamente atormentada, al ver a Dios amando incomprensiblemente al hombre, y al hombre ofendiendo incomprensiblemente a Dios. Tal es el origen de su ardor apostólico:

«Yo os lo digo –le escribe a un sacerdote–, amadísimo hijo mío, toda alma que contemple a Dios corriendo tras el oprobio de la santa cruz, vertiendo su sangre en abundancia, no podrá resistir y se llenará de amor verdadero; amará el alimento que ama Dios, amará las almas».

Si cada persona es imagen de Dios, objeto de un designio de amor infinito, redimida por la sangre del Verbo encarnado, derramada con tanta pasión de amor, llamada a realizar «la verdad de Dios», que es su felicidad eterna en Él, ¿cómo permanecer indiferente cuando vive en el pecado, la tibieza o el desinterés? Su gran tormento era no poder dar a entender hasta qué extremo Dios nos ha amado. «Me muero de deseos», escribió en una de sus cartas. He ahí el verdadero fundamento teológico del apostolado, a mil kilómetros de la gazmoñería sentimental que emponzoña tantos libros piadosos.

Un amigo inglés que la frecuentó cuenta que a menudo la oía exclamar: «Tengo hambre». Hambre de almas. «Padre mío –le escribía a un fraile–, os invito de parte de Cristo crucificado que llenéis vuestra alma de la fe y del hambre de las almas». Fede e fame, fe y hambre, tales eran los dos sentimientos que embargaban su alma. El segundo no era más que la consecuencia del primero. Una fe realmente viva no puede no expandirse hacia los demás. Tenía hambre de almas, ardía por incorporarlas a sí, y por su intermedio al Dios en quien se halla la salvación.

Como se ha escrito de ella: «Aspiraba a comer espiritualmente a todos los miembros de la Iglesia de Dios y a masticar al mundo entero por su oración como con los dientes». Sus cartas lo expresan sin cesar: «Dios haga de nosotros comedores de almas, mangiatori delle anime». Su amor no era sino una derivación del amor que Cristo mostró por ella: «Me has amado mucho, Jesús, dulce amor mío –dice en una de sus plegarias–, y me has enseñado en qué medida debo amarme a mí misma y amar a mi prójimo, y el hambre y la sed que debemos tener de la salvación de los demás.» No otra cosa quiso decir Cristo cuando confesó: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra» (Jn 4, 34). Palabras que comenta Catalina en una de sus cartas: «Sobre la mesa de la santísima cruz debemos saciarnos de almas», porque «las almas son el alimento de Jesucristo».

El hambre de Dios y de las almas nunca quedará plenamente satisfecho en esta tierra ya que, como le dice el Señor en el Diálogo, «si bien, teniendo hambre, queda saciada, sin embargo, saciada, sigue teniendo hambre, aunque tiene muy lejos el hastío de la saciedad, lo mismo que la pena del hambre». El alma enamorada, siempre hambrienta, siempre sedienta, corre con ardor por el camino de Cristo crucificado, sin atender a injurias o persecuciones, ni ceder a los placeres que el mundo le ofrece.

«Pasa por encima de todo eso con una fuerza inquebrantable, con una perseverancia que nada turba el corazón plenamente transformado por la caridad, gustando y saboreando este alimento de la salvación de las almas, dispuesta a soportar todo por él».

El texto recién citado nos abre a un último aspecto que quisiéramos destacar y es el del sabor del apostolado. Ya nos hemos referido al saboreo de la fe. Acá se trata de algo distinto, si bien relacionado con aquello. En sus Elevaciones habla Catalina del «manjar del apostolado», del «manjar de las almas», que el apostolado le permite degustar. Más allá de la obra apostólica concreta, el saboreo del apostolado. Es toda la distancia que va del funcionario al enamorado. No resulta, pues, extraño lo que escribe en una de sus cartas, refiriéndose al que tiene el oficio de pastor: «Ningún sacrificio le complace tanto como el de ser comedor y saboreador de almas, nunca se sacia de ello».

3. Algunas de sus actuaciones apostólicas

Su apostolado fue a veces directo, a veces a través de cartas. Como ejemplo de apostolado directo, relatemos uno de los hechos más conmovedores de su vida. Hacía tiempo que Siena estaba dividida por odios implacables, lo que era causa de graves disturbios. En uno de ellos, un joven noble de Perusa, Niccoló Toldo, fue condenado a muerte. Estaba en la flor de la edad. Al enterarse de la sentencia, se puso furioso. Lleno de rebeldía, no se resignaba a su suerte, insultando incluso a los sacerdotes que se le acercaban. Al saber lo que pasaba, Catalina resolvió visitarlo en la prisión, logrando de él una conversión total. He aquí cómo se lo cuenta a fray Raimundo:

«Mi visita le dio tanto ánimo y consuelo que se confesó y se preparó muy bien. Me hizo prometer por amor de Dios que yo estaría a su lado a la hora de la justicia. Y mantuve mi promesa. Por la mañana, antes de sonar la campana, ya estaba a su lado, de lo que quedó grandemente consolado. Le llevé a oír misa y recibió la santa Comunión, a la que no se acercaba nunca. Su voluntad era sumisa y al unísono con la voluntad de Dios. Sólo le quedaba el temor de que careciera de valor en el momento supremo. Mas la ardiente e inmensa bondad de Dios le sorprendió a él mismo inflamándole con tal amor y tal deseo de Dios que tenía prisa por ir a él. “Quédate conmigo, me decía, no me abandones. Así no podré menos de ser bueno; muero contento”. Y descansaba su cabeza sobre mi pecho. Y entonces yo estaba llena de júbilo y percibía que el perfume de su sangre se mezclaba con el perfume de la mía, que deseo derramar por el dulce esposo Jesús.

«Como el deseo invadiera mi alma y yo presintiera su temor, le dije: “Valor, dulce hermano mío, pues muy pronto estaremos en las bodas eternas. Irás bañado en la dulce sangre del Hijo de Dios y con el dulce nombre de Jesús, que no quiero que salga de tu corazón. Yo te esperaré en el lugar de la justicia”. Oh padre e hijo mío, su corazón entonces perdió todo temor, su rostro entristecido se transfiguró de gozo. Se estremecía de alegría. “¿De dónde me viene esta insigne gracia? –preguntaba–. La dulzura de mi alma me esperará en el santo lugar de la justicia”.

«Ved qué claridad se había formado en su alma, puesto que llama santo al lugar de la justicia. “Sí –decía–, iré lleno de valor y gozo, y me parece que tengo que esperar todavía mil años cuando pienso que tú estarás allí”. Y decía palabras tan dulces, que el corazón quedaba atónito ante la bondad de Dios.

«Lo esperé, pues, en el lugar de la justicia invocando sin cesar la asistencia de María y de Catalina, virgen y mártir. Antes que llegara me incliné y extendí mi cuello sobre el pilón. Mas no pude pensar en mí. Oré con insistencia, y dije: “¡María!”, afirmando que quería para él, en el momento supremo, la luz, y para mí, la paz del corazón al ver que alcanzaba su último fin. Y de tal modo me embriagó mi alma con la dulce promesa recibida, que no veía a nadie a pesar de estar rodeada de gran multitud.

«Llegó, dulce como un cordero. Y sonrió al distinguirme. Quiso que yo trazara sobre él la señal de la cruz. Lo hice, y luego le dije: “De rodillas; a las bodas, mi dulce hermano –fratello mio dolce). Vas a tener la vida que no termina jamás”.

«Entonces se extendió con gran dulzura y yo le tendí el cuello. Inclinada sobre él, le recordaba la sangre del Cordero. Y él sólo sabía repetir: “¡Jesús! ¡Catalina!”. Todavía lo estaba repitiendo cuando recibí en mis manos su cabeza.

«Y vi, como se ve la claridad del sol, al Hombre-Dios con el costado abierto. Recibía la sangre en su Sangre y el fuego del santo deseo dado por la gracia y escondido en su alma. Lo recibía en el fuego de su divina Caridad. Cuando él recibió esta sangre y este deseo, acogió al alma y, todo misericordia, la hizo entrar en la morada del Corazón. La soberana Verdad quería mostrar que esta alma sólo era acogida por gracia y misericordia, no por sus méritos.

«Oh, qué inefable gozo al contemplar la Bondad divina. Con qué dulzura y amor esperaba Dios a esta alma que abandonaba su cuerpo, y posaba su mirada de misericordia cuando entraba en el Corazón divino totalmente bañado en su sangre, que la Sangre del Hijo de Dios tornaba preciosa. Dios Padre la recibió con su poder, suficiente para cosa tan grande. El Hijo, Sabiduría, Verbo encarnado, le comunicó el amor crucificado con el cual él mismo soportó la dura e ignominiosa muerte para obedecer a su Padre y salvar al género humano. Y las manos del Espíritu Santo la encerraban dentro.

«Dibujó entonces esta alma un gesto de dulzura tan grande, capaz de arrebatar mil corazones. No me sorprende, pues gustaba de la suavidad divina. Se volvió como la esposa al llegar al umbral de la casa del esposo; se volvió hacia sus compañeras, las miró e inclinándose, trazó su último gesto de gratitud.

«Cuando hubo desaparecido, mi alma descansó y gustó tal paz en el perfume de la sangre, que no permití que se quitara la que de su herida había brotado y caído sobre mí...».

Creemos que huelga todo comentario. Además de las actuaciones apostólicas directas, como la que acabamos de describir, y otras a que nos referiremos más adelante, Catalina ejerció también un intenso apostolado epistolar. Al parecer no sabía escribir, si bien algunos de sus biógrafos nos aseguran que Dios le dio súbitamente la facultad de hacerlo. Sea de ello lo que fuere, la cosa es que de hecho envió numerosas cartas, de las que nos quedan cerca de 400, cartas a personas de muy distinta condición, papas, reyes, religiosos, gobernantes.

Dichas cartas ofrecen una perspectiva de realidad concreta a lo que en el libro del Diálogo parecería doctrina abstracta, pura teoría. Las enseñanzas del Diálogo adquieren un acento más humano, al encarnarse en casos determinados y tangibles. Muchas de esas cartas fueron dictadas en éxtasis, como sucedió con el Diálogo. Lo hacía a veces paseando por su celda, otras veces de rodillas. Según Raimundo, en ocasiones dictaba simultáneamente dos, tres o hasta cuatro cartas diferentes a sendos amanuenses, y ello sin la menor incertidumbre, tratando de materias totalmente diversas.

Dicho epistolario, verdaderamente magnífico, hizo que algunos entendidos en literatura hayan considerado a la humilde hija del tintorero de Siena como uno de los escritores clásicos de Italia, a la altura de Petrarca. De ella ha dicho Papini que supo exponer y narrar, regañar y acariciar; profunda a veces, como un Suso o un Taulero; dulcísima otras muchas, como un Francisco de Asís o de Sales. En Catalina hay riqueza de imágenes y arte de «esculpir los pensamientos»; su prosa se levanta a veces tan alto, resulta tan hirviente e impetuosa, que se convierte en poesía, y parece casi que anda buscando la forma del verso. Un crítico literario ha afirmado: «Grandes escritores en Italia no hay más que una: Santa Catalina de Siena».

Mediante tales cartas ejerció una especie de dirección espiritual sobre sus destinatarios, en un sentido lato, por cierto. Exhortaba a la virtud, al desprendimiento, a la perseverancia en el amor a Dios. Nunca imponía algo que pudiera ser discutible, bien consciente de que el Espíritu Santo lleva a las almas por diferentes caminos, como le decía a uno de sus discípulos que tendía a despreciar a quienes no se mortificaban como ella.

Aludamos más concretamente a algunas de esas cartas, que abarcan un amplio abanico de temas, según la situación y el estado de cada corresponsal. Varias son de orden más bien personal. En una de ellas, dirigida a una sobrina suya que estaba en un convento, le dice:

«¿Cuándo respirarás los bálsamos de la pureza y sentirás el hambre del martirio que te hará desear dar la vida por el honor de Dios y la salvación de las almas?».

En el otro extremo, escribe así a una mujer pública de Perusa:

«Hija mía, lloro y gimo viéndote a ti, creada a imagen y semejanza de Dios, redimida por su preciosa sangre, olvidar tu dignidad y el rico rescate que ha sido pagado por ti. ¡Ay! Me parece que haces como el puerco que se revuelca en el fango... El pecado mortal te arranca y te separa de Cristo; eres como un leño seco, árido, que no lleva ya frutos, y tienes en esta vida un gusto anticipado del infierno... ¿No ves que se te ama y amas tú con un amor mercenario que es un manantial de muerte, con un amor que no reposa sino sobre un goce o provecho, que desaparece al mismo tiempo que el placer y el dinero porque no es según Dios, sino según el demonio?... Deja tanta miseria y tanta corrupción. Entonces entrarás en las llagas del Hijo de Dios; encontrarás allí el fuego de su inefable caridad que consumirá y purificará todas tus miserias y todas tus faltas. Verás cómo él ha hecho de su sangre un baño para lavar tus pecados y la impureza en que vives desde hace tanto tiempo...».

Resulta realmente impresionante esta conversación entre la virgen pura y la hija del placer prohibido. A otro pecador le escribe:

«Queridísimo y más que queridísimo hijo en Cristo, el dulce Jesús, yo, Catalina, la sierva y esclava de los servidores de Jesucristo, te escribo en su preciosa sangre con el deseo de llevarte al redil con tus compañeros. El demonio parece haberte encadenado de tal modo que no puedes ya volver, y yo, tu pobre madre, te voy buscando y llamando, pues quisiera llevarte sobre los hombros de mi dolor y de mi compasión».

A un homosexual le dice:

«¿Quién eres? ¿Un animal? ¿Una bestia salvaje? Veo que tienes forma humana, pero es verdad también que de este hombre has hecho una caballeriza... Te digo que si te conviertes, tu alma y tu cuerpo que ahora son una caballeriza, se convertirán en un templo en que Dios se regocijará de habitar en gracia... Perdona mi impertinencia. Es el afecto y el amor que tengo por tu salvación lo que me mueve a hacerlo. Si no te amase, no me metería ni me preocuparía de que te veas en las manos del demonio. Pero como te amo, no puedo soportarlo».

Y a un delincuente:

«Rompe esa cadena; ven, ven, queridísimo hijo. ¡Bien puedo llamarte querido cuando tantas lágrimas y angustias me cuestas! Ven, pues, y vuelve al redil».

Junto con estas cartas, que son de índole más bien individual, se conservan otras que tuvieron asimismo resonancia social, sobre todo las que dirigió a dirigentes con responsabilidades públicas, por ejemplo a los gobernantes de Siena, Pisa, Luca y Florencia. No pocas veces trataba en ellas de temas temporales, pero nunca lo hacía sin atingencia a lo espiritual. Para ella la política era un capítulo de la moral y el hombre de Estado debía ser, también él, un imitador de Cristo. Con razón Juan Pablo II la llamó «la mística de la política». Los gobernantes, les decía en sus cartas, tienen dos grandes deberes religiosos: ante todo consigo mismos, manteniendo su alma en gracia; y luego en relación con la Iglesia, defendiéndola de sus enemigos de afuera, pero también de los de adentro, para ayudar así a su reforma interior.

Nos impresiona la libertad de espíritu que revela en su correspondencia, no sólo cuando se trataba de políticos sino también de hombres de Iglesia, como luego veremos más detenidamente. Todos, aunque fueran unos miserables, se sentían tocados por las recomendaciones de la Santa. Es que Catalina resulta ininteligible si no se tiene en cuenta la fe de su siglo. A pesar de todas las deficiencias de la época, cuando trataba con los poderosos no se topaba con esa falta de receptividad para las cosas espirituales que caracteriza a nuestro tiempo. Nos cuesta hoy entender lo que fue «una edad de fe», como la medieval, que creía realmente en el mundo sobrenatural. Había, por cierto, herejes y pecadores, pero nunca se ponía socialmente en duda el orden sobrenatural. En el siglo XIV hubo, claro está, escépticos y materialistas, pero eran individuos aislados, sin influjo social. Se pecaba mucho, es verdad, pero cuando un hombre pecaba, sabía que pecaba. Por eso a veces llegaba a la blasfemia; la blasfemia supone que se cree en aquel a quien se insulta. En ese ambiente resultan más viables las cartas llamadas «políticas» de Catalina. Espiguemos en algunas de ellas.

A los jefes de gobierno de Siena se dirige así:

«Yo Catalina, os escribo en su preciosa sangre, con deseo de veros señores y de corazón viril, esto es, que os enseñoreéis de la propia sensualidad, con verdadera y real virtud, siguiendo a nuestro Creador. De otro modo, no podríais poseer justamente el señorío temporal, el cual Dios os concedió por su Gracia. Conviene pues que el hombre que tiene que ser señor de otros y gobernarlos, sea señor de sí mismo y se gobierne primero... En verdad, señores carísimos, quien es ciego y ha ofuscado su mirada por el pecado mortal, no conoce ni a sí mismo ni a Dios. Mal podrá pues ver y corregir el defecto del súbdito suyo».

Algo semejante le dice a Bernabé Visconti, señor de Milán, un hombre muy poco recomendable:
«Aquel que no ofende nunca a Dios guarda la Ciudad, se enseñorea de sí mismo y del mundo entero... Muchos son los que tienen victoria en ciudades y castillos sin tenerla sobre sí mismos y sobre sus verdaderos enemigos, como son el mundo, la carne y el demonio... Ea, padre; quered poseer firmemente el señorío de la ciudad del alma vuestra... Amad, amad, pensad que habéis sido amado antes de amar. Pues Dios se ha apasionado por la belleza de sus criaturas». Y concluye: «Corred virilmente a realizar grandísimos hechos por Dios y por la exaltación de la Santa Iglesia, así como lo habéis hecho a favor del mundo y en contra de ella». Bien sabía nuestra Santa que el obstáculo principal a sus elevados designios, que coincidían puntualmente con los de Dios, era el pecado de aquellos a quienes trataba de convencer.

Con frecuencia escribe también a los gobernantes pidiéndoles que ayuden a la Iglesia en su tarea salvífica, según lo señalamos más arriba. A la reina madre de Hungría, por ejemplo, tras rogarle que ponga ante sus ojos la imagen del Cordero desangrado sobre el leño de la Cruz, le ruega que haga lo posible en favor de la salvación de las almas, ya que, para lograrlo, Cristo, «como ebrio y enamorado de nuestra salvación», no temió los tormentos ni la muerte. Tras lo cual le agrega una sentencia que expresa acabadamente el pensamiento medieval en lo que toca a las relaciones entre lo espiritual y lo temporal:

«La Iglesia necesita de vuestro socorro humano, y vosotros, de su socorro divino –la Chiesa ha bisogno del vostro aiuto humano, voi del suo divino–».

En carta al atolondrado rey de Francia, Carlos V, le dice:

«Me asombra que un católico como vos, que quiere temer a Dios y obrar como valiente, se deje llevar como un niño...». Luego le solicita tres cosas: la primera es que, cual representante de Dios en el orden temporal, desprecie el mundo y a sí mismo, poseyendo el reino como algo prestado y no suyo, ya que quien posee lo ajeno como propio es un ladrón; lo segundo, que mantenga la justicia, no cediendo a halagos, ni placeres, ni dinero, sino favoreciendo a los pobres; la tercera, que observe la doctrina que Cristo le enseña desde la cruz, es decir, el amor al prójimo, especialmente con los otros reyes cristianos, como los de Inglaterra y Navarra, con los cuales ha estado tanto tiempo guerreando, en vez de volcar sus energías en la recuperación de Tierra Santa. «Yo os digo de parte de Dios crucificado, que no tardéis ya en hacer esta paz. Haced la paz, y dirigid toda la guerra contra los infieles».

4. Contemplación y acción

Nos impresiona descubrir en Catalina una amalgama tan lograda entre su vida interior y su celo apostólico. Recordemos que su actuación pública comenzó precisamente al inaugurarse el estadio unitivo de su vida. Era martes de 1367, el último día del carnaval en Siena, cuando se celebraron sus bodas místicas, a que ya aludimos. Siena estaba en plena efervescencia. «¿Hubo nunca hombres más ligeros que los sienenses?», se preguntaba Dante escandalizado. El gran poeta los conocía bien, pues había participado en el famoso «palio di Siena», una pintoresca carrera de caballos que se realiza hasta hoy, donde compiten jinetes de todos los barrios de la ciudad. En la celda de su familia, es probable que la Santa haya percibido el contraste entre los besos apasionados de los jóvenes enamorados y el anhelo de la novia del Cantar: «Que me bese con un beso de su boca» (Cant 1, 1). Ella prefirió el amor divino, las bodas místicas.

Dios la había elegido para que lo ayudase en la salvación de muchas almas extraviadas. Era preciso que su fe fuese lo más sólida posible. De ahí su frecuente ruego: «Señor, concédeme la plenitud de la fe». El Señor la oyó:

«Ya que por mi amor has renunciado a todos los placeres del mundo y no quieres alegrarte más que en mí solo, he resuelto desposarme contigo en la fe y celebrar solemnemente nuestras bodas».

Nos cuenta su biógrafo que mientras el Señor pronunciaba estas palabras, comparecieron su Santa Madre, San Juan Evangelista, San Pablo y el profeta David. Mientras David tocaba el arpa, María acercó la mano de Catalina a la de su Hijo, y éste sacó un anillo de oro que colocó en el dedo de su Esposa mientras le decía:

«Yo, tu Creador y tu Salvador, me desposo hoy contigo y te doy mi fe, que no vacilará jamás y se verá preservada de todo ataque hasta el día en que nuestras bodas se celebren en el cielo».

Aquí comenzó el período unitivo de su vida espiritual, signado por la contemplación. Ella hubiera deseado quemar etapas y arribar enseguida a las bodas del cielo.

«“¿Cuándo, pues, Esposo mío? –se quejaba en sus éxtasis–. ¿Por qué no inmediatamente?”. Fue tan insistente que el Señor debió reprocharle su premura. “Por más que yo tuviese el deseo ardiente de comer la Pascua con mis discípulos –le dijo–, esperé la hora de mi Padre. Tú también espera con paciencia la hora de unirte a mí totalmente”».

Mas Catalina no se limitó a esperar el gozo terminal. Con el correr del tiempo, se fue polarizando cada vez más en Dios, de modo que su inteligencia, su corazón, su memoria no iban teniendo otro objeto que no fuese Dios y lo que es de Dios. Escribe Jörgensen:

«En Dios solamente se acuerda de sí y de los demás, como el que se sumerge en el mar y nada bajo las aguas sólo ve y siente el agua que le rodea y encierra. Fuera de esa agua, nada ve, nada siente, nada toca; no puede ver los objetos exteriores más que a través del agua, no de otro modo».

Las levitaciones que a veces la acompañaban en la oración no eran sino una especie de símbolo de la gravitación que Dios ejercía sobre ella, como si allí actuase una ley de la gravedad invertida. Así leemos en el Diálogo:

«Frecuentemente, en razón de la plenitud de su unión con Dios, el cuerpo se levanta de la tierra, como si se hubiese aligerado. No ha perdido, sin embargo, nada de su peso; pero como la unión que el alma ha contraído con Dios es más perfecta que la unión existente entre el alma y el cuerpo, la fuerza del espíritu fijo en Dios levanta de la tierra el peso del cuerpo».

Diversos autores han destacado el carácter poético de la espiritualidad cateriniana, en estrecha conexión con su vuelo místico. Un discípulo suyo escribió:

«Un día nuestra Mamma se llenó de entusiasmo a la vista de un prado lleno de florecillas deslumbradoras y exclamó: ¿No veis que todas las cosas alaban al Señor y nos hablan de él? Esas flores rojas nos recuerdan las llagas sangrientas de Jesucristo».

Al estilo de Francisco de Asís, Catalina tenía algo de juglar, si bien su don poético era quizás más intelectual que el de Francisco. Sus imágenes se nos muestran riquísimas, a veces no exentas de humor, como cuando califica al Breviario de «esposa del sacerdote», porque éste acostumbra a pasearse con él bajo el brazo. Cuando oía a los cuervos graznar: ¡cras, cras!, que en latín significa «mañana, mañana», los parangonaba con el perezoso, que siempre posterga sus propósitos. Asimismo comparaba el corazón con una lámpara, estrecha por abajo, ancha por arriba, estrecho cuando cede al egoísmo, pero amplio cuando se abre al amor de Dios. Refiriéndose a los herejes dice que ellos pretenden interpretar por sí solos las Escrituras, «pero las eternas verdades son como estrellas que se distinguen mejor desde las profundidades del pozo de la humildad». A aquellos de quienes decía San Pablo que «siempre están aprendiendo, sin jamás llegar al conocimiento de la verdad» (2 Tim 3, 7), los califica de «hojas que mueve el viento»; en el fondo, dice no son sino uomini da vento.

A Catalina le gustaba cantar, según lo atestiguan sus discípulos. No en vano el canto tiene estrecha relación con la poesía. Ya en su niñez, cuando se paseaba por el jardín hogareño, solía cantar a su Esposo divino. Pero sobre todo lo hacía en sus largas caminatas;

«cantaba con una voz tan límpida, que las hermanas que la acompañaban estaban maravilladas, y experimentaban, en cierto modo, la impresión de que la Santa se había cambiado en otra persona».

Un austero y solitario monje inglés, William Fleet, que la frecuentaba, recuerda que a menudo entonaba en latín un cántico que empezaba así: «Soy esposa de Dios, esposa de Dios, esposa de Dios, porque soy virgen». Y también este villancico, que ella misma compuso: «Querido angelito, nacido en Belén: aquí, en la tierra, eres niño, pero en el cielo, Rey coronado». Refiriéndose a esta copla, aquel mismo eremita dijo en el sermón que pronunció a la muerte de la Santa: «Ahora puede cantar en el cielo, para alegría de su Esposo, aquel villancico... No sólo puede cantarlo... Puede también, con las vírgenes en el paraíso, trenzar sus pasos de danza, como solía hacerlo cuando estaba en la tierra».

Ella concebía la vida, natural y sobrenatural, como un gran concierto, una gloriosa sinfonía. Quien comenzó a entonar la melodía, nos dice en el Diálogo, fue «el dulce Verbo de amor cuando en la Cruz dejó oír un canto tan dulce que atrajo a él al género humano». Todos los santos participan en este concierto, cada uno aportando su propia voz. Una tarde Catalina se encontraba en oración, cuando advirtió que Jesús estaba a su lado, acompañado de Santo Domingo. Fue tal su alegría, que se puso a cantar. Los dos huéspedes celestiales se unieron a ella, y los tres cantaron de concierto. En otra ocasión, un sacerdote la fue a visitar. La encontró en el jardín.

«Padre –le dijo–, ¿no oís cómo cantan en el cielo?; todos no cantan del mismo modo: los que aquí abajo han amado más a Dios, poseen las voces más claras y hermosas. ¿No oís cantar a Magdalena? Su voz se eleva por encima de todas las demás».

Nos arrebata esta figura mística, juglar, cantora y danzante de Dios. Para Jörgensen su poesía fue una forma de su filosofía, o mejor, diríamos nosotros, de su teología, de su amor a la verdad total, que se vuelve bella a fuerza de resplandecer. Es verosímil que en los círculos de Catalina se leyeran frecuentemente en voz alta los versos del Dante. Y que algunas reminiscencias hayan quedado grabadas en su memoria.

¿Cómo pudo unir de manera tan armoniosa su festivo estar con Dios, sus éxtasis y levitaciones, su participación en los conciertos celestiales, con las exigencias de una acción tan desgastadora? Por lo general, las almas místicas viven apartadas del mundo, en monasterios de clausura, protegidas del ruido y del vértigo. En los tratados de los grandes místicos como Taulero, Ruysbroeck, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, se habla del alma y de Dios, del alma en presencia de Dios, del progresar del alma en Dios.

Catalina es distinta. Nunca vivió en un convento, no hizo votos religiosos, y aunque llevaba hábito, era el de una simple terciaria. Su vida interior, si bien en permanente contacto con Dios, se abrió a una visión grandiosa del mundo a la luz del Señor de la historia, del mundo por Él creado y que luego se abisma en el pecado, del Dios que quiere hacerle misericordia, y de los hombres a quienes elige como instrumentos de dicha misericordia. Su anhelo principal fue que Cristo reinase no sólo en su alma, sino en el mundo, en la sociedad. Para lograrlo, pasaría años recorriendo caminos, negociando asuntos en apariencia puramente temporales, exhortando a los dirigentes de ciudades, a los prelados y Papas. No había allí contradicción alguna. Ella entendía el apostolado como una derivación de su vida mística.

«Os lo digo, amado hijo mío –le escribe a un sacerdote amigo–, toda alma que contemple a este Dios hecho hombre corriendo al oprobio de la santa Cruz y vertiendo la abundancia de su sangre, no podrá resistir y se llenará del verdadero amor; amará el alimento que Dios ama, amará a las almas que Dios ha amado tanto, y se alimentará de ellas».

Cristo mismo le había dicho, según lo consigna en el Diálogo:

«Si no se me ama, no se ama tampoco al prójimo, pues es de mí y de mi amor de donde viene el amor que se tiene por él. Es como el vaso que se llena en la fuente: si se retira para beber, pronto está vacío, pero si se deja sumergido en ella, se puede beber siempre de él».

Su vida misma la condujo con toda naturalidad al apostolado. «El amor que se tiene por mí y el amor del prójimo –le había enseñado el Señor–, son una sola y misma cosa; tanto como me ame el alma, tanto ama al prójimo». En estas palabras se condensa y resume la vocación peculiar de esta gran Santa. El Dios mismo que la había enamorado es el que la enardecía: «No permitas que se debilite tu deseo, que se apague tu voz. Grita, grita más, para que yo tenga misericordia del mundo».

Por singular que sea la vocación de Catalina, se integra, sin embargo, en una grande y noble tradición de la Iglesia, la de la Orden de Santo Domingo, Orden gloriosa y caballeresca, como ella gusta describirla en su Diálogo. Leclercq, que considera a la Santa como la flor más depurada del árbol que plantó Santo Domingo, escribe:

«Si se piensa que la Orden de los Hermanos Predicadores, fundada para una enseñanza que debe ser el fruto de largos estudios y de una vida de profundo recogimiento –contemplata tradere–, tiene como divisa: Veritas, marcando con esto el carácter ante todo doctrinal de su contemplación y de su acción, se comprenderá que Catalina, aunque esté por encima de las vías comunes, no está fuera de la línea de la Orden». No en vano el Señor le dijo en el Diálogo: «Tu padre Domingo, mi hijo muy amado, ha querido que sus hermanos no tuviesen otro pensamiento que mi honor y la salvación de las almas por la luz de la ciencia». Ella vivó esa vocación a su manera, con una gran originalidad.

El mismo Leclercq establece una esclarecedora comparación entre el espíritu de Santa Teresa y el de Santa Catalina. Al igual que Catalina, Teresa se la pasó viajando, pero de un convento contemplativo a otro. Al comienzo de su «Camino de perfección», en un pasaje frecuentemente citado, recuerda a sus hijas el gran papel social que deben cumplir en la Iglesia, sobre todo en los tiempos de crisis, puesto que están destinadas a rogar especialmente por la Iglesia y el clero. Es lo mismo que pensaba Catalina. Solamente que, una vez dicho esto, Teresa no vuelve casi sobre ello y se queda en la consideración de las moradas del alma en su ascensión hacia Dios. No que Catalina dejase de lado la cuestión de la santificación personal. Casi la mitad del Diálogo es un tratado de perfección, donde se enseña una doctrina muy parecida a la de los otros grandes místicos, si bien no tan profunda y sistemática como la de los maestros del Carmelo, Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Pero al mismo tiempo destaca con especial énfasis la importancia del apostolado. Para ella, concluye Leclercq,
«la contemplación era la tendencia espontánea y la acción fue la vocación extraordinaria, o, más exactamente, la acción en ella salió de la contemplación como una consecuencia necesaria; esto es el apostolado de la mística». O, si se quiere, «la mística del apostolado».

No hubo para ella incompatibilidad entre la vida activa y la vida contemplativa. Aun en sus viajes más azarosos llevaba siempre consigo lo que ella gustaba llamar «la celda interior». El suyo es quizás aquel estado mixto, activo y contemplativo a la vez, que Santo Tomás consideró superior al estado puramente contemplativo.

Así como cuando hablaba con la gente nunca olvidaba hablarles de Dios, de manera semejante cuando hablaba con Dios nunca olvidaba las necesidades de la gente. «Divina y eterna Caridad –le dice al Señor en cierta ocasión–, yo te suplico que te apiades de tu pueblo. No abandonaré tu presencia sin que te hayas compadecido de él. ¿Y de qué me serviría tener la vida, si está muerto tu pueblo, si las tinieblas se ciernen sobre tu Esposa?... Quiero, pues, y te lo pido como un favor, que tengas piedad de tu pueblo».

Incluso exhortó a algunos amigos suyos a dejar el retiro del claustro cuando ello se hacía necesario para el bien de la Iglesia. A un monje dubitativo a quien el papa Urbano VI llamó para que lo ayudara, Catalina le escribe así: «Salgan afuera los siervos de Dios y vengan a anunciar y soportar por la verdad, que ahora es el tiempo». Algo semejante leemos en carta a un fraile que vivía en los montes de Lecceto, cerca de Siena, y que sentía el mismo tipo de duda: «Cuando es tiempo de huir del bosque por necesidad del honor de Dios, [un monje generoso] lo hace, y va a los lugares públicos, como hacía el glorioso San Antonio, el cual aunque muy sumamente amase la soledad, sin embargo muchas veces la dejaba para reconfortar a los cristianos». Y a los que pensaban que quienes obraban así lo hacían por instigación del demonio, les retruca: «Parecería que Dios hiciera acepción de lugares, y que se encontrase solamente en el bosque, y no en otra parte, en el tiempo de las necesidades».

Impresiona advertir la importancia que Catalina atribuía al sufrimiento para el logro de los fines del apostolado. Cuando en el Diálogo implora de Dios la salvación de las almas, el Señor le da siempre la misma respuesta: «Salvaré al mundo por las oraciones, las lágrimas y los sufrimientos de mis servidores». Una idea que la Santa haría suya. En carta a Raimundo le dice, hablando de un tercero, que en la medida que desee dar gloria a Dios en la santa Iglesia, «conciba amor y deseo de sufrir con verdadera paciencia». La correlación entre el anhelo de la gloria de Dios y la aceptación generosa de las pruebas y el sufrimiento es tan evidente para Catalina como la que media entre el amor y el dolor. Pedir uno es pedir el otro, dirá en sus escritos. Crecer en el amor equivale a crecer en el dolor por aquel a quien se ama. Un dolor que encuentra su desemboque más glorioso en el martirio:

«Si yo consiento en permanecer en la tierra –declaraba a su confesor– es por la esperanza de ser degollada por la gloria de Dios».

IV. El fuego y la locura de la sangre

Catalina gusta recurrir a símbolos impactantes para expresar su vivencia espiritual. Examinemos algunos de ellos.

1. La sangre derramada

Tanto en el Diálogo como en las cartas, la evocación de la sangre es recurrente. El costado de Cristo, escribe la Santa, fue el lugar donde se encendió el fuego de la divina caridad. Ya estaba muerto. ¿Qué más podía dar? Dejó que abrieran su costado para que fluyese la sangre.

«Mi deseo para con el linaje humano era infinito, y el acto de pasar penas y tormentos era finito. Por eso quise que vieses el secreto del corazón, enseñándotelo abierto para que comprendieras que amaba mucho más y que no podía demostrarlo más que por lo finito de la pena».

Siempre que piensa en ello, Catalina se llena de ternura. En carta a fray Raimundo le cuenta cómo, en cierta ocasión, Cristo le enseñó su corazón. Hizo como una madre con su hijo pequeñito. Le muestra el pecho, pero lo mantiene alejado, para que el niño llore. No bien empieza a llorar, ella ríe, llena de felicidad, y besándole, le estrecha contra su pecho y se lo da gozosa y abundantemente.

«Así hizo conmigo aquel día el Señor. Me mostraba de lejos su sacratísimo costado, y yo lloraba por el deseo inmenso de acercar mis labios a la sagrada herida... Después acercó mi boca a la llaga del costado. Entonces mi alma, arrebatada por un deseo grande, entró toda en aquella herida, y en ella encontró tanta dulzura y tanto conocimiento de la divinidad que, se llegaseis a comprenderlo, os maravillaríais de que mi corazón no se haya despedazado y de que haya podido continuar viviendo en semejante acceso de amor y ardor». Catalina bebió a grandes sorbos la sangre del Héroe y del Mártir, la sangre que irrigaría las venas de su alma.

Hemos señalado, páginas atrás, la importancia que atribuía la Santa a los dos momentos culminantes de la relación de Dios con el hombre, la creación y la redención. Volvamos ahora a ello desde el punto de vista del símbolo de la sangre. En el Diálogo le dice a Dios: «Tú, Trinidad eterna, eres el Hacedor, y yo la hechura. En la recreación que de mí hiciste en la Sangre de tu Hijo he conocido que estabas enamorado de la belleza de tu hechura». No le bastó haber injertado su divinidad en el árbol muerto de nuestra humanidad, sino que quiso regar ese árbol con su sangre. Jesús es el Cordero desvenado–svenato–, desangrado, cosido y clavado –confitto e chiavellato– a la cruz. Tal es el libro que el Padre nos ha dado, «escrito sobre el leño de la cruz, no con tinta, sino con sangre, con los párrafos de las dulcísimas y sacratísimas llagas de Cristo. ¿Quién será tan idiota y torpe, de tan poco entendimiento que no lo sepa leer?», dice en una de sus cartas.

De ahí la devoción de Catalina a la sangre del Sagrado Corazón, que no es sino la expresión del amor que se vuelca sobre nosotros en la redención. «Yo quiero sangre –escribe Catalina–; en la sangre sosiego y sosegará mi alma». Dicho propósito parece en ella una especie de obsesión. Sus escritos están impregnados del color, del olor y de la calidez de la sangre. A fin de cuentas, es el único lenguaje que puede proferir un alma que ha bebido en la llaga del pecho desgarrado de Cristo, que ha cambiado su corazón por el del Señor, que ha cauterizado las heridas de sus venas con el fuego de sus heridas. Ella nunca cesa de verlo así, clavado en la cruz. Se extasía ante ese Cristo que, como dice en el Diálogo, se le ofrece: gustando la amargura de la hiel, comunica su dulzura; cosido y clavado, nos libera de las ataduras del pecado; hecho siervo, nos arranca de la servidumbre del demonio; habiendo sido vendido, nos compra con su sangre; entregándose a la muerte, nos da la vida.

«Tiene la cabeza inclinada para salvarte, la corona en la cabeza para adornarte, los brazos extendidos para abrazarte, y clavado los pies para estar contigo».

Nuestra Santa exhorta a ingresar en el corazón sangrante del Esposo crucificado. «Vete –escribe a uno de sus conocidos–, escóndete todo en el costado de Cristo crucificado, y allí fija tu entendimiento en la consideración del secreto del corazón». Y a una discípula: «¿Quieres sentirte segura? Escóndete dentro de este costado abierto. Piensa que, alejada de este corazón, te encontrarás perdida; mas, si entras una vez, hallarás en él tanto deleite y dulzura, que no querrás salirte jamás». Allí, le dice a fray Raimundo, la esposa descansa en un lecho de fuego y de sangre. En otra carta encontramos este himno a la gloria de la preciosa sangre:

«Con su sangre ha lavado la faz de nuestra alma; por la sangre que derramó con tan ardiente amor y verdadera paciencia, nos ha hecho renacer a la vida de la gracia; la sangre cubrió nuestra desnudez, vistiéndonos de gracia; al calor de la sangre derritió el hielo y calentó la tibieza del hombre; las tinieblas se disiparon en la sangre y la luz se abrió camino. El amor propio fue aniquilado en la sangre; tan cierto es, que el alma que ve que es amada hasta el derramamiento de sangre se siente impulsada a salir del miserable amor de sí misma para amar al Redentor que ha dado su vida con semejante ardor, buscando ansiosamente la muerte ignominiosa de la cruz.

«Nos basta con quererlo, para que la sangre de Cristo sea nuestra bebida y su carne nuestro alimento; el hambre del hombre no puede saciarse de ninguna otra manera, y sólo la sangre puede saciar su sed. Si el hombre poseyese el mundo entero, no bastaría éste para saciarle, puesto que las cosas del mundo son inferiores a él. No puede satisfacerse más que con la sangre, porque la sangre se halla impregnada de la divinidad eterna del ser infinito, cuya naturaleza es superior a la del hombre».

Para Catalina, la Sangre de Cristo es el símbolo más expresivo del designio salvífico de Dios sobre el hombre, la síntesis misma de la obra redentora, no como acontecimiento histórico ya consumado, sino como hecho vivo, en vías de realización. La Iglesia es la administradora de esa sangre, que sigue siempre fluyendo del costado de Cristo. El Papa, le dice en carta a Juana de Nápoles, «tiene las llaves de la sangre». A Gregorio XI le escribe: «Sois el bodeguero de esta sangre y de ella tenéis las llaves».

La sangre muestra su fuerza sobre todo en los sacramentos. La gracia del Bautismo, que nos llega a través del agua, encuentra su fuente en el Corazón de Jesús que, atravesado por lanza, derramó y sigue siempre derramando agua y sangre, preñadas de poder. Esta sangre, nos dice en el Diálogo, es la misma que el sacerdote deja caer en el semblante del alma cuando da la absolución.

Resulta notable advertir cómo algunas prácticas sacramentales, que entre nosotros se vuelven fácilmente rutinarias, quedan transfiguradas cuando la Santa se refiere a ellas con su verbo inefable. Que la absolución haga deslizar la sangre por el rostro del alma, es una expresión tan precisa como exquisita. Pero sobre todo esa sangre nos llega por la Eucaristía, manjar y bebida inenarrables que Dios nos ofrece en nuestra peregrinación hacia el cielo «para que no perdáis la memoria del beneficio de la sangre derramada por vosotros con tanto fuego de amor», según se lee en el Diálogo.

Cuando el espíritu se llena «de la sangre de Jesús crucificado», le escribe a un prior de Cartujos, el alma ve lo que es «el fuego de la divina caridad, ese amor inefable mezclado y amasado con sangre... Entonces el alma se reviste de la eterna voluntad de Dios, que encuentra y gusta en la sangre... Por eso os he dicho que deseaba veros bañado y ahogado en la sangre de Jesús crucificado».

Catalina fomentó también la costumbre de la comunión espiritual, «comunión mística por el afecto de la caridad que gusta y halla en la sangre al considerar que ha sido derramada por amor; a causa de este deseo, se embriaga, siente abrasarse y se sacia». Según vemos, dicha comunión, además del deseo de recibir a la divina víctima, incluye la adhesión unitiva a la caridad hallada y gustada en la sangre esparcida con tanto fuego de amor. Una de sus oraciones eucarísticas nos recuerda a San Bernardo: «¡Oh Señor de la inefable misericordia! ¡Cuán dulce eres para los que te aman, cuán suave para los que te gustan, pero mucho más suave para los que beben de ti!»

En la misma línea de los Padres que hablaban de la sobria ebrietas, nuestra Santa se refiere con deleite a la ebriedad espiritual que causa la recepción de la sangre.

El mismo Cristo, escribe en el Diálogo, «como ebrio de amor, os da, para que sea baño para vosotros, su propia sangre, derramada por todas las partes del cuerpo abierto de este Cordero». En su ebriedad de amor, el Señor se nos ofrece, para hacernos partícipes de su propia embriaguez. Escribiendo a un dominico le dice: «Poco a poco [el alma] siente volverse ebria, porque es cuando está ebrio que el hombre pierde el sentimiento de sí mismo y no se descubre más que el sentimiento del vino; todos los sentimientos allí quedan ahogados. Así mi alma, ebria de la sangre de Cristo, pierde el propio sentimiento de sí misma, privada como estoy del amor sensitivo, privada como estoy del temor servil...». En otra de sus cartas leemos: «Mi alma, cuando conoce esta verdad [la de la sangre divina] cae en la embriaguez. Como un hombre ebrio, pierde todo sentimiento propio, embriagada como está de la sangre de Jesucristo».

La consideración de la sangre, en sí misma y sobre todo en la Sagrada Eucaristía, era un pensamiento que perduraba en su alma. «La memoria –escribe–, verdadero vaso del alma, está llena de la sangre, la conciencia se nutre de ella. Por la memoria de la Sangre se abrasa el alma en odio del vicio y amor de la virtud». Refiriéndose a una comunión especialmente fervorosa que hizo, confiesa que persistió durante muchos días en su boca el olor y el gusto de la sangre.

Los verbos a que recurre Catalina para exhortar al contacto con la sangre son apabullantes. A un discípulo suyo le dice: «Vístete con la sangre de Cristo crucificado». A un político de Siena le recomienda «que siga las huellas de Cristo crucificado, y se anegue en la sangre de Cristo crucificado». A fray Raimundo lo exhorta: «Anegaos, pues, en la sangre de Cristo crucificado, y bañaos en la sangre, y embriagaos con la sangre, y saciaos de la Sangre, y vestíos con la sangre. Y si hubieseis sido infiel, rebautizaos en la sangre; si el demonio hubiese ofuscado los ojos de la inteligencia, laváoslo con la sangre; si hubiereis caído en la ingratitud por los dones recibidos, agradeced en la sangre; si fuisteis pastor vil y sin el cayado de la justicia, temperada con prudencia y misericordia, sacadlo de la sangre...

«Diluid en la sangre la tibieza y caigan las tinieblas a la luz de la sangre para que seais esposo de la Verdad y verdadero pastor y gobernante de las ovejas que se os han confiado....». También le dice: «Así lo haré yo en la medida en que me lo conceda la gracia divina. Y de nuevo quiero vestirme con la sangre y despojarme de toda otra vestidura que me hubiera propuesto como fin hasta ahora. Yo quiero sangre; y en la sangre satisfago y satisfaré a mi alma. Estaba engañada cuando buscaba la satisfacción en las criaturas... Quiero acompañarme con la sangre; y así encontraré la sangre y las criaturas y beberé su afecto y su amor en la sangre».

Destaquemos la vehemencia de los verbos que Catalina une a la palabra «sangre»: vestirse, nutrirse, bañarse, saciarse, rebautizarse, lavarse, embriagarse, anegarse, sumergirse, etc. Su espiritualidad pareciera haber encontrado un punto de polarización en la hemorragia divina de la Cruz. «Empápate en la sangre –le escribe a una monja–, para que no caiga ningún escrúpulo en tu mente, ni temor servil. Escondámonos en la caverna del costado de Cristo crucificado donde has encontrado la abundancia de la sangre». En otra carta a la misma religiosa, Catalina relee toda la historia de la salvación a la luz de la sangre derramada:

«Te escribo en su preciosa sangre –le dice–, con deseo de verte empapada y anegada en la sangre de Cristo crucificado, en la cual encontrarás el fuego de la divina caridad; gustarás la belleza del alma y la gran dignidad suya. Puesto que, contemplándose Dios en sí mismo, se enamoró de la belleza de su criatura; y como ebrio de amor, nos creó a su imagen y semejanza. Habiendo perdido el ignorante hombre la dignidad y belleza de su inocencia por la culpa del pecado mortal, por haberse hecho desobediente a Dios, él mandó al Verbo unigénito Hijo suyo, poniéndole por obediencia que con su sangre nos diera la vida y la belleza de la inocencia; puesto que en la sangre se lavaron y lavan las manchas de nuestros defectos. Ves, pues, que en la sangre se encuentra y saborea la belleza del alma».

Con frecuencia nuestra Santa relaciona la sangre con la virtud de la fortaleza. La contemplación de la sangre que Cristo derramó en la Cruz es una invitación implícita a unir con ella nuestra propia sangre. Nos cuenta en el Diálogo que en uno de sus raptos sintió que sudaba abundantemente.

«Mas ella –dice hablando de sí– despreciaba este sudor de agua por el deseo inmenso que tenía de ver salir de su cuerpo sudor de sangre, diciéndose a sí misma: Pobre alma mía, has perdido todo el tiempo de tu vida, y por esto han venido tantos males y daños al mundo y a la santa Iglesia en común y en particular; por esto, yo quiero que lo remedies ahora con sudor de sangre».

Dada la corrupción que existía en el mundo político y en el mundo religioso de su tiempo, así como el peligro del cisma, que iba ensombreciendo el horizonte de la Iglesia, comprendía que no era suficiente el sudor natural; «sudor de sangre querría yo, y de buena gana hubiera querido que en mi cuerpo se desbordasen mis venas», dice en una de sus cartas.

Lo que el mundo desea, con caricias o amenazas, escribe en otra ocasión, es hacer que los buenos vuelvan la cabeza y se aparten de la Verdad, deserten del campo de batalla y retornen a su casa para tomar allí de nuevo el vestido viejo que habían dejado, el amor propio, que teme más disgustar a las creaturas que al Creador. Será preciso perseverar en el combate, llenos de la sangre de Cristo crucificado y embriagados con ella. No en vano el Señor le había dicho:

«Esta sangre yo os la brindo en el hostal del Cuerpo místico de la santa Iglesia por mi Caridad para reconfortar a los que quieran ser verdaderos caballeros y combatir contra la propia sensualidad y carne frágil, contra el mundo y contra el demonio, con la espada del odio de estos enemigos con quienes tienen que combatir, y con el amor de la virtud. Este amor es un arma que los defiende de los golpes, que no les llegan si no abandonan el arma y la espada de su mano y la ponen en manos de sus enemigos, es decir, dándoles las armas con la mano del libre albedrío y rindiéndose voluntariamente a ellos. No obran así los que están embriagados con la sangre, sino que perseveran virilmente hasta la muerte, en la que quedan vencidos todos sus enemigos».

Para Catalina, la Iglesia era como un jardín fundado en la sangre de Cristo y regado con la sangre de los mártires, «que virilmente corrieron detrás del olor de su sangre». En carta a Raimundo de Capua le dice que los gloriosos mártires que por la verdad se dispusieron a la muerte, «con su sangre, derramada por amor de la Sangre, fundaban los muros de la santa Iglesia».

En cierta ocasión, el papa Urbano VI convocó a varias personas, entre ellas a un discípulo de Catalina, para que fuesen a Roma y lo ayudasen en una difícil situación por la que estaba atravesando la Iglesia. Sabedora de ello, Catalina le escribe a su discípulo pidiéndole que tome coraje y responda al llamamiento:

«La sangre de estos gloriosos mártires, aquí en Roma, sepultados en cuanto al cuerpo, que con tanto fuego de amor dieron la sangre y la vida por amor de la Vida, hierve toda, invitándote, y también a los otros, a venir a soportar por gloria y alabanza del nombre de Dios y de la santa Iglesia, y para prueba de la virtud... No nos hagamos los sordos. Si por el frío nuestros oídos estuvieran tapados, tomemos la sangre caliente, que está amasada con fuego, y lavémoslos, y se nos quitará toda sordera. Escóndete en las llagas de Cristo crucificado; huye del mundo, sal de la casa de tus padres, huye hacia la caverna del costado de Cristo crucificado, para que puedas llegar a tierras de promisión».

Es ésta una exhortación reiterada: «Sé crucificado con Cristo crucificado... Persevera hasta el fin, no buscando consuelo más que en la sangre que mana de la cruz». Será preciso abrazarse al «amor torturado» del Calvario, le dice el mismo Cristo, dispuesto a sufrir hambre y sed, baldones y afrentas, «con el deseo de dar la vida por amor de la Vida, a mí, que soy su vida, y su sangre por amor de la sangre». Más aún, como llega a escribirle a la marquesa de Seiana, «si fuera posible adquirir las virtudes sin pena, esta alma no las querría, pues le parece que bajo una cabeza coronada de espinas no debe haber miembros delicados y vale más sufrir espinas con él». Hay una estrecha relación entre la sangre, el amor y el dolor. Así se lo enseñó el mismo Señor en el Diálogo:

«Puesto que de mí ha conocido mucho, mucho me ama –le dijo, refiriéndose a un amigo de Catalina–. Y porque me ama mucho, mucho sufre. De ahí que quien crece en amor, crece también en dolor». La sangre derramada de Cristo invita, pues, al derramamiento de la propia. «No me asombra –le escribe nuestra Santa a dos eremitas– que el pensamiento de esta preciosa sangre hiciese correr a los santos a derramar la suya».

Y conste que no se trata de soportar dolores quejumbrosamente, o llevar la cruz al modo del Cireneo, por pura coacción, sino con gallardía espiritual. Entre ella y el Cordero la relación es nupcial.

«Una esclava –dice en una de sus cartas– por el hecho de ser tomada por esposa por el emperador, se convierte inmediatamente en emperatriz, y no por sus méritos, porque ella era una esclava, sino por la dignidad del emperador. Así... el alma enamorada de Dios, sierva y esclava, rescatada por la sangre del Hijo de Dios, llega a tal dignidad, que no puede llamarse sierva, sino emperatriz, esposa del emperador eterno».

2. El fuego que consume

En diversas ocasiones, según lo venimos observando, junta Catalina la sangre con el fuego. «La sangre de Cristo –escribe, por ejemplo– no existe nunca sin fuego». Y en carta al papa Gregorio XI: «No nos dais sangre sin fuego, ni fuego sin sangre. Que la sangre fue derramada con fuego de amor». Dios mismo le dijo en el Diálogo: «Por el amor inefable que os tuve al querer crearos de nuevo a la gracia, os lavé y os engendré en la sangre de mi unigénito Hijo, derramada con tanto fuego de amor».

Es posible que Catalina se haya inspirado en la doctrina católica acerca de las tres formas posibles de bautismo, el bautismo de agua, que es el más común, el bautismo de deseo, que la tradición llamó baptismum flaminis –bautismo de fuego–, y el martirio, conocido como baptismum sanguinis –bautismo de sangre–. En el Diálogo, Cristo le enseñó que había dos bautismos de sangre. Uno, el de aquellos que son bautizados en su propia sangre, derramada en homenaje al Señor, que tiene valor en virtud de la Sangre del Cordero inmolado; y el otro, el de los que se bautizan con «fuego», deseando el bautismo con encendido afecto de amor, sin que de hecho lo puedan recibir en forma sacramental.

«Mas este bautismo de fuego no es sin la sangre, porque la sangre está mezclada y unida con el fuego de la divina caridad, porque por amor fue derramada».

Lo que Catalina quería señalar al vincular tan estrechamente la sangre con el fuego es que aquella gloriosa sangre de Cristo era una sangre hirviente, hervorosa, sangre ígnea. «Sus llagas dulcísimas – escribe en una carta– vertieron sangre mezclada con fuego, porque con fuego de amor fue derramada». Refiriéndose Cristo en el Diálogo a un enemigo suyo, le dijo a la Santa: «Me odia a mí, a quien está obligado a querer por ser yo sumamente bueno y haberle dado el ser con tanto fuego de amor». Catalina lo expresa a su modo, en otra de sus cartas: «Es bien cierto que la sangre arde de amor y que el Espíritu Santo es este fuego, porque el amor fue la mano que hirió al Hijo de Dios y le hizo derramar sangre. Y ambos se juntaron entre sí y fue tan perfecta esta unión que nosotros no podemos tener fuego sin sangre, ni sangre sin fuego». Es claro que ese fuego y esa sangre, que eran humanos, valen en virtud de misterio de la unión hipostática. Así se lo señaló Cristo en el Diálogo: «Ni el fuego ni la sangre sin mi naturaleza divina, porque la naturaleza divina estaba perfectamente unida con la humana». La sangre derramada con tanto fuego de amor es la sangre del Verbo encarnado, sangre humana, por cierto, pero inseparablemente unida a la divinidad.

Según Jörgensen, la sangre y el fuego son los dos términos en que se resume el mensaje que Catalina trajo al mundo. La salvación consiste en bañarse en la sangre, en beber la sangre, por una parte, pero por otra, en dejarse consumir en las llamas. El fuego va extinguiendo todo lo remanente del hombre viejo, hasta que llegamos a identificarnos con Cristo, a hacernos uno con el fuego. No en vano el Señor anunció que había venido a traer fuego a la tierra. Catalina le hace decir: «Yo soy el fuego y vosotros las chispas». Pero el fuego no sólo extingue, sino que también enardece. Cuando el fuego de Dios se enciende en nosotros, le escribe a un amigo dominico, nuestra alma arde como un brasero. El fuego tiende siempre a elevarse a su principio, y por eso va encumbrando al alma, evitando que permanezca sumergida en el conocimiento de sus propias miserias. En carta a un Nuncio Apostólico le dice:

«El hombre no puede volverse una sola cosa con el fuego si no se arroja dentro de él, a tal punto que nada quede fuera. Este es aquel vínculo del amor, con el cual el alma se ata a Cristo. ¡Oh, cuán dulce es este vínculo que ató al Hijo de Dios al leño de la santísima cruz! Y no bien se encuentra el hombre atado a estos lazos, ya está en el fuego. Y el fuego de la divina caridad obra en el alma como el fuego material, que calienta e ilumina y la convierte en sí mismo. ¡Oh fuego dulce y atractivo, que das calor y expulsas toda frialdad de vicios y pecados, y de amor propio de sí mismo! Este calor calienta y enciende el leño árido de nuestra voluntad; por lo cual ésta se enciende y dilata a los dulces y amorosos deseos amando aquello que Dios ama, y odiando aquello que Dios odia». El alma se vuelve fuego». «Es como un tizón abrasado dentro del horno que nadie puede tocar para retirarlo porque se ha convertido en fuego».

En este contexto cobra todo su sentido lo que Catalina dijo de sí misma: «La mia natura è fuoco», mi naturaleza es fuego. Dios, que es amor ígneo, la hizo partícipe de su naturaleza. «En tu naturaleza, eterno Dios, reconozco mi propia naturaleza; y ¿qué es mi naturaleza? Mi naturaleza es fuego». Por eso resonó con tanta fuerza, en medio de una sociedad tibia y aburguesada, el grito de la Santa: «¡Un poco de fuego, basta de ungüentos!». El fuego, si no se lo extingue, nunca se detiene, sino que tiende incoerciblemente a acrecentarse. Saciándola [el fuego al alma], no se sacia, .sino que hambrea siempre –escribe Catalina en el Diálogo–:

«Cuando más te tiene, más te busca, y cuando más te busca y te desea, más te encuentra y gusta de ti, sumo y eterno Fuego, abismo de caridad»

3. La locura de Dios

Catalina penetró como pocos en los abismos de la bondad de Dios. Contemplando el misterio de la providencia inefable, su corazón se dilataba según las medidas del Corazón de Cristo. Permanecía, sin duda, en su cuerpo, pero le parecía estar fuera de él, por el arrebato que en ella producía el exceso de la divina caridad. ¿No es acaso excesiva dicha condescendencia, no hay cierta locura en el amor de Dios?

«¡Oh inefable y dulcísima Caridad! ¿Quién no se inflamará ante tanto amor? ¿Qué corazón resistirá sin desfallecer? Diríase, oh Abismo de caridad, que pierdes la cordura por tus criaturas, como si no pudieras vivir sin ellas, siendo nuestro Dios... Tú, que eres la vida, fuente de toda vida y sin la cual todo muere, ¿por qué, pues, estás tan loco de amor? ¿Por qué te apasionas con tu criatura, siendo ella tu complacencia y delicias?».

Tales acentos aparecen no sólo en las páginas del Diálogo sino en sus cartas y elevaciones. En una de estas últimas leemos: «¡Oh Trinidad eterna, Trinidad eterna; oh Fuego y Abismo de caridad; oh Loco de tu criatura!... ¡Oh Trinidad eterna, Loco de amor!». La criatura, a la que había hecho a imagen y semejanza suya, lo ha enajenado: «Loco de tu misma hechura».

La Locura de Dios. Nos enardece este pensamiento. Un primer síntoma de esa locura es, como se insinuara más arriba, el hecho mismo de la creación. Catalina no acaba de admirarse viendo cómo Dios no nos creó por ningún otro motivo que no fuese el fuego gratuito de su caridad. Conocía, por cierto, las iniquidades que íbamos a cometer, pero «tú hiciste como si no lo vieras, antes fijaste la mirada en la belleza de tu criatura, de la que tú, como loco y ebrio de amor, te enamoraste, y por amor la sacaste de ti, dándole el ser a imagen y semejanza tuya».

Transida la Santa de fuego, sangre y amor, sus palabras, que brotan con una vehemencia sobrecogedora, llevan el signo inequívoco de la belleza y de la poesía, estremeciendo las fibras más recónditas del corazón. Nuestro Dios es un Dios loco, loco de amor. ¿Acaso precisaba de nosotros? Él es la vida indeficiente y de nada necesita. Con todo, se comporta como si no pudiese vivir sin nosotros. Ya esto parecía excesivo. Pero la locura de Dios no se clausura en la creación. Quedaba todavía por realizar su gesto más enajenado, la Encarnación del Verbo.

«Cómo has enloquecido de esta manera? Te enamoraste de tu hechura, te complaciste y te deleitaste con ella en ti mismo, y quedaste ebrio de su salud. Ella te huye, y tú la vas buscando. Ella se aleja, y tú te acercas. Ya más cerca no podías llegar al vestirte de su humanidad. Y yo ¿qué diré? Gritaré como Jeremías: ¡Ah, ah! (Jer 1, 6). No sé decir otra cosa; porque la lengua, finita, no puede expresar el afecto del alma que te desea infinitamente... ¿Qué viste? Vi los arcanos de Dios. Pero ¿qué digo? Nada puedo decir, porque los sentidos son torpes. Diré solamente que mi alma ha gustado y ha visto el abismo de la suma y eterna Providencia».

Tenemos un Padre divino que ha perdido la razón. Nada le podíamos añadir a su grandeza, ningún mal le podíamos hacer con nuestro pecado, y sin embargo, para que no nos perdiéramos, hace justicia sobre el cuerpo de su propio Hijo. «¡Señor, parece que enloqueces!» El Hijo, por su parte, tan enamorado y loco como su Padre, corrió por el camino de la obediencia, hasta dejarse clavar en la cruz. Algo increíble. Porque «yo soy el ladrón y tú eres el ajusticiado en lugar de mí». La cruz es el acto de la locura total. De ella «está suspenso aquel a quien su amor y no los tres clavos retienen en ella fijo y fuerte, Cristo, il Pazzo d’amore. Pero no le bastó esta locura, sino que se quiso quedar, todo él, Dios y hombre, envuelto en la blancura del pan». La Encarnación, el Calvario, la Eucaristía, ¿no es acaso la locura total?

La misericordia de Dios, tal como la ha ejercido, está en el telón de fondo de esta locura ininterrumpida. Se ha dicho que el mejor título que le convendría al Diálogo sería: «Libro de la misericordia». Porque todo su contenido se resume en las palabras: «Quiero hacer misericordia al mundo». El amor loco no se rinde, ni aun ante el rebelde. Así le canta Catalina:

«¡Oh misericordia que procede de tu Divinidad, Padre eterno, y que gobierna por tu poder el mundo entero! Por tu misericordia hemos sido creados, por tu misericordia hemos sido recreados en la sangre de tu Hijo; tu misericordia nos conserva; tu misericordia ha puesto a tu Hijo en agonía y le ha abandonado sobre el leño de la cruz... ¡Oh loco de amor! ¿No era bastante haberte encarnado, sino que, además has querido morir... y tu misericordia ha hecho más todavía: te has quedado como alimento. ¡Oh misericordia! ¡Mi corazón se hace todo fuego pensando en ti! De cualquier lado que mi espíritu se vuelva y se revuelva no encuentra sino misericordia...»

V. En las entrañas de la Iglesia

Los diversos temas caterinianos a que nos hemos ido refiriendo, la creación, la redención, la verdad, la sangre, el fuego, la locura, tienen una clara connotación comunitaria, encontrando en la Iglesia su «lugar teológico». Catalina fue una enamorada de la Iglesia. Su espíritu se asemeja grandemente al de San Pablo, y las cartas de aquélla a las epístolas de éste. Son dos almas gemelas en su espiritualidad y en su apostolado, no obstante los siglos que los separan y las diferencias que sus diversos sexos traen consigo.

El alma de Catalina es radicalmente eclesial. Todo en ella tiene que ver con su fe en la Iglesia, puerta por la que se entra en Cristo:

«Nadie puede complacerse en la hermosura de Dios, en el abismo de la Trinidad, sin la asistencia de esa dulce Esposa. pues nos es preciso a todos pasar por la puerta de Jesús crucificado, la cual no se halla en parte alguna fuera de la Iglesia».

1. Su pasión por la Iglesia

«Tenemos que apasionarnos por la santa Iglesia por amor a Jesús crucificado», le decía en carta a la reina madre de Hungría. Todos los santos han amado a la Iglesia. Santa Catalina, siempre extremosa, sintió por ella verdadera pasión. No otra fue la razón de sus viajes, embajadas, escritos, amistades, luchas y sufrimientos. Admírase Leclercq al ver cómo esta aldeana, esta «popolana», como se la llamaba en Siena, se haya elevado hasta una concepción tan grandiosa de la Iglesia. Al insistir sobre la estrecha unión de Cristo y de su Iglesia, no estaba elaborando, por cierto, una doctrina nueva. Ya sobre ello habían tratado ampliamente San Pablo, los Padres de la Iglesia y Santo Tomás. Lo que hizo fue sazonar dicha enseñanza, confiriéndole luz, relieve y calor. «La Iglesia es lo mismo que Cristo», afirma tajantemente en una de sus cartas. Para ella la Iglesia era la prolongación viva del misterio redentor de Cristo, era Cristo que seguía redimiendo a lo largo de los siglos. Por eso la amó como amó a Jesús; amó a Jesús en la Iglesia, y quiso morir por la Iglesia, para poder morir por Jesús.

No falta quienes se disponen a leer el libro del Diálogo creyendo encontrar en él una serie de revelaciones privadas, quizás sorprendentes, como en otras obras de ese género. Pronto quedan defraudados. Porque lo que en él se contiene es reductible a las enseñanzas fundamentales y tradicionales de nuestra fe. El objeto de sus visiones e ilustraciones son siempre los grandes misterios revelados, la Trinidad, Cristo, la Iglesia, no cosas que piadosamente puedan creerse, o escenas de la vida y pasión de Cristo que no se encuentran en los Evangelios, como suelen hallarse en los escritos de tantos otros «videntes». De lo que ella trata principalmente es del «misterio de la redención», no fríamente, por cierto, sino con una actualidad y presencialidad que impresionan vivamente.

Cuando habla de la Iglesia, Catalina distingue «el Cuerpo místico de la santa Iglesia», constituido por la jerarquía y los fieles agrupados en la Iglesia, de lo que llama «el cuerpo universal de la religión cristiana», que es la sociedad temporal en que se reúnen los cristianos, lo que hoy entendemos por «Cristiandad». Son dos cuerpos estrechamente ligados. Dicha distinción la encontramos puntualmente en una de sus Elevaciones:

«Y así como tú te me das a ti mismo en la comunión del cuerpo y la sangre, te me das todo Dios y todo hombre, así, Amor inestimable, te pido que me hagas comulgar con el Cuerpo místico de tu santa Iglesia y el cuerpo universal de la religión cristiana, porque en el fuego de tu caridad he conocido que deseas que el alma se deleite en este manjar».

Como se ve, Catalina conoce una doble comunión, la sacramental y la eclesial, esta última en continuidad con la primera. La Iglesia y Cristo eran para ella dos realidades inescindibles. Por eso, así como se había enamorado perdidamente de Cristo, se enamoró también de la Iglesia, polarizándose en ella, haciendo suyos los mejores proyectos e iniciativas de la Esposa del Señor. En carta a un discípulo le confiesa que su memoria estaba siempre llena de las necesidades de la Iglesia y del pueblo cristiano. Hacia el fin de su vida le escribía a fray Raimundo:

«Mirad cuánta necesidad vemos en la santa Iglesia, que en todo vemos que ha quedado sola... Y así como ha quedado sola la Esposa, también lo ha sido el Esposo».

2. Cargar los pecados

Los escritos de Catalina dejan trasuntar su preocupación por el mundo, por la salvación del mundo pecador, implorando de Dios su infinita misericordia. «Por esto corro y clamo delante de tu misericordia, para que quieras usar de misericordia con el mundo».

Mas no se contentó con rogar, como quien suplica desde afuera. Lo que se propuso fue asumir la responsabilidad de tantos pecados:

«Ahora sé lo que tengo que hacer. Reuniré todos nuestros pecados, todas nuestras transgresiones, todas las miserias humanas en un gran haz, que cargaré sobre mis espaldas, y llevaré esta horrible carga hasta el pie del trono de tu misericordia infinita».

Ella misma pensaba, y así lo repitió frecuentemente, que en razón de sus propios pecados, de sus muchas iniquidades, la Iglesia había tenido que soportar buen número de castigos, persecuciones y desgracias. La idea que subyace tras este juicio es la del carácter social del pecado. Todo pecado, por oculto y personal que parezca, no carece de repercusión en los demás. Pero concretamente, ¿a qué desórdenes se refiere esta mujer que jamás conoció el pecado mortal?

Así se lo preguntó fray Raimundo. ¿Cómo podía considerarse causa de todos los males que sucedían? La conciencia de los Santos tiene delicadezas que nos asombran. Catalina nunca cesó de reprocharse aquel tiempo de tibieza y de coquetería que conoció en su adolescencia, así como sus pequeños pecados.

«He cometido faltas innumerables, y creo que se pueden atribuir a mis iniquidades las violentas persecuciones que la santa Iglesia y él [el Papa] han tenido que sufrir».

Sobre todo tenía presente los pecados de omisión. Si en esta o aquella circunstancia hubiese obrado de otro modo, esto o aquello no habría ocurrido, y los acontecimientos hubieran tomado otro giro. Quizás hubiese debido hablar de otro modo, escribir más largo o de manera más apremiante, rezar con más ardor.

«Si yo estuviera verdaderamente inflamada en el fuego del amor divino –le decía a su confesor–, ¿no rezaría a mi Creador con un corazón de llamas, y él, soberanamente misericordioso, no se apiadaría de todos mis hermanos y les concedería que en todos ardiera el mismo fuego que arde en mí? ¿Cuál es el obstáculo para este gran bien? Nada más que mis pecados. En él no cabe imperfección; luego el mal está en mí y de mí proviene». Su gran culpa era haber malgastado un océano de gracias. «Yo, que tanto he recibido, bien puedo decir que soy la más ingrata de las creaturas y causa de ruina en el mundo, pues no he salvado a muchas personas predicándoles de palabra y con el ejemplo. He faltado, pues, a mi deber, soy muy culpable».

Ahora quería reparar su presunta negligencia, cargando con todos los pecados de su tiempo. En oración al Padre, luego de señalarle las llagas de la Iglesia y las miserias del mundo, le rogaba:

«Ejerce, pues, sobre mí, divina y eterna Caridad, ejerce sobre mí tu venganza y haz misericordia a tu pueblo. No saldré de tu presencia hasta que no te haya visto hacer misericordia. ¿De qué me servirá ver que tengo la vida, si tu pueblo está en la muerte, si las tinieblas envuelven a tu Esposa...?». En otra ocasión, refiriéndose a los adversarios del Papa, le dice al Señor: «Ya que tanto te han ofendido, Dios de suprema clemencia, castiga en mí sus pecados. He aquí mi cuerpo, que he recibido de ti y que te ofrezco para que sea el yunque en que aplastes sus iniquidades.»

Sobre todo quería cargar los pecados de la Iglesia. Luego de su muerte, uno de sus admiradores, William Flete, dijo que Catalina se parecía a una mansa mula, que llevaba sin resistencia el peso de los pecados de la Iglesia, como en su juventud había llevado desde la puerta de su casa hasta el granero los pesados sacos de trigo. En una de sus revelaciones, Dios Padre le dijo que tomara sus lágrimas, las uniese a la fuente de su divina caridad, y junto con sus otros servidores, lavase el rostro de la Esposa de su Hijo.

Especial era su interés por llevar sobre sus hombros los pecados de sus seguidores más cercanos. A uno de ellos, un apuesto joven que gustaba leer a Dante, le escribe: «Me has suplicado que te adopte como hijo; y, aunque miserable e indigna, te he adoptado, con gran amor, comprometiéndome a responder ante Dios de todas las faltas que hayas cometido y que puedas cometer». Frecuentemente le decía a Dios en la oración: «De igual modo que tú, oh Señor, cargas con los sufrimientos que hemos merecido, quiero expiar las faltas de todos mis hijos espirituales». A otro de sus discípulos le escribía: «Comienza una vida nueva y tomaré sobre mí tus pecados, que consumiré en las llamas de la caridad divina; después haré penitencia por ellos con lágrimas y súplicas». Y dirigiéndose a Dios: «Te recomiendo a mis hijos e hijas, a quienes has cargado sobre mis hombros».

En el fondo de esta actitud latía su inconmensurable amor a la Iglesia, por la que anhelaba gastarse y desgastarse, al mejor estilo paulino. «Quiero dar mi sangre y la médula de mi sangre por la santa Iglesia. Cuando el mundo entero me arrojase, nada me importaría, porque descansaría, llorando y sufriendo en el seno de la dulce Esposa». Al ver tanta generosidad de parte de Dios, decía en una de sus cartas, y lo que había que hacer para agradarle más,

«crecía tanto el fuego del deseo, que, si le hubiera sido posible dar mil veces al día la vida por la santa Iglesia, y continuase este tormento hasta el último día del juicio, le parecía que todo ello era menos que una gota de agua».

Su suprema aspiración era el martirio por la Iglesia. «¡Cuán bienaventurada sería mi alma –le escribe a fray Raimundo– si por la dulce Esposa, y por amor de la sangre y salvación de las almas hubiese dado la sangre mía!». Este deseo vuelto oblación se repite en casi todas las oraciones que sus discípulos nos han conservado, especialmente de los últimos años de su vida. En una de ellas, así expresa su anhelo: «A mí concédeme la gracia de que pueda derramar mi sangre y entierre el tuétano de mis huesos en este jardín de la santa Iglesia». En todo coherente con su clamor final: «Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia».

VI. Una mujer viril

La vida de Catalina fue una lucha casi ininterrumpida, sobre todo en lo que se refiere a su actuación apostólica, poblada de peligros y rica en decepciones, vituperios e intrigas de toda clase, como lo veremos luego en detalle.

1. Alma apasionada

Catalina fue una mujer «apasionada», en el mejor sentido de la palabra. Conviene recordar que las pasiones no son en sí ni buenas ni malas. Depende a qué se apliquen. Si yo amo algo indebido, ese amor es perverso, si odio algo odiable, ese odio es santificante. El olvido de las pasiones en los tratados de moral ha contribuido a crear un cristianismo invertebrado y blandengue. Catalina manejaba con señorío las pasiones, principalmente las del amor y del odio. Nadie amó como Cristo, dice en una de sus cartas, amó perdidamente a su Padre y a los hombres, y nadie odió como Él, odió sin contemplaciones el pecado. No se puede amar a Dios sin odiar, automáticamente, lo que le es antagónico.

Tratando del crucifijo en una de sus cartas, luego de decir que es como un libro escrito, en el que cualquiera, aunque sea ignorante y ciego, puede leer, agrega: «Su primer párrafo es odio y amor: amor de la gloria del Padre y odio del pecado». En el Diálogo vemos cómo el mismo Dios Padre se lo confirma: «Este amor y este odio los encuentra en la sangre, puesto que por amor a vosotros y odio al pecado, murió mi unigénito Hijo, dándoos la sangre».

Catalina insiste, pues, en las dos cosas. No sólo en la necesidad de amar a Dios, según lo hemos visto reiteradamente, sino también en la obligación de ejercitar nuestra capacidad de odio, volcándolo sobre la ofensa de Dios. Esta idea reaparece obstinadamente en sus escritos, lo que muestra que no es incidental, sino que afecta a la sustancia misma de su sistema doctrinal. Será preciso aborrecer y detestar el pecado, la sensualidad y la mediocridad, experimentar por todo ello un verdadero odio, y éste tan encendido y hambriento de lo absoluto como el mismo amor, porque de él nace. Sólo así, le escribe a un fraile dominico, uno se vuelve

«un viril caballero que combate con el escudo de la Fe y con las armas de la Caridad, que son una espada de dos filos: odio y amor, amor de la virtud y odio del vicio y de su propia pasión sensible».

En carta a fray Raimundo, su padre espiritual, le recomienda que deje de gustar leche y empiece a comer pan. El párvulo, que se nutre de leche, sólo quiere jugar, no siendo apto para entrar en batalla; así es el hombre que permanece en su amor propio, que no se deleita sino en saborear la leche de sus consolaciones, espirituales o temporales. Cuando se vuelve hombre, rompe el pan con los dientes del odio y del amor, llegando a gozar cuando ve que la sangre brota de sus encías. Se ha vuelto fuerte; ahora sí es capaz de correr a la batalla, deleitándose en combatir por la verdad. Quienes así se comportan están dispuestos a renunciar a la leche para abrazarse con los estigmas de Cristo. Cuando el mundo los mutila, se recogen y reúnen en Dios, cuanto más perseguidos son por la mentira, tanto más exaltan en la verdad.

«Estos tales son comedores de pan mohoso, mas no seco, porque el seco no podría ser triturado por sus dientes, sino con gran fatiga y poco fruto; por esto lo bañan en la sangre de Cristo crucificado, en la fuente de su costado; y por ello, como ebrios de amor, corren a poner el pan mohoso de las muchas tribulaciones en esta preciosa sangre».

Mujer apasionada, por cierto. Y, consiguientemente, lenguaje apasionado. Puede sonar a paradoja, pero nos gusta decir de ella que su medida fue el exceso. Es la medida del amor de Dios, que es no tenerla si éste es auténtico.

2. «Sedme viril»

Poco antes de comenzar su vida pública, Dios se había dirigido a ella para decirle: «Sé viril y enfréntate valientemente con todas las cosas que de aquí en adelante mi Providencia te presentará». Dicho apercibimiento la marcó de manera categórica. Ella comprendía, sin duda, lo ciclópeo de la tarea que Dios le encomendaba. El mundo estaba gravemente enfermo; la Iglesia, herida en sus miembros más relevantes.

¿Qué hacer para encontrar el remedio?, le preguntó a Dios, «ya que mi alma está dispuesta a tomarlo virilmente». Así procuraría durante toda su vida caminar esforzadamente por el camino del Verbo, aguantando lo que fuere, oprobios y ultrajes. Dios le había pedido que fuese viril, y ella quiso que dicha virilidad se contagiase a los demás. Tanto en sus cartas como en el Diálogo se encuentra a cada paso una exhortación a obrar «virilmente», sea que se dirija a pecadores, sea que le escriba al mismo Papa.

Así a un adúltero le amonesta: «¡Ay! ¡Ay! Seamos hombres; ahoguemos en nosotros el placer femenino –il piacere femminile– que ablanda el corazón y lo hace pusilánime». Al papa Urbano VI le escribe: «Sedme todo viril, con un temor santo de Dios». Lo mismo le había aconsejado a su antecesor, Gregorio XI, débil e irresoluto: «Sedme hombre viril y no temeroso». Y en carta posterior: «Largo tiempo deseé veros hombre viril y sin temor alguno, aprendiendo del dulce y enamorado Verbo que virilmente corre a la oprobiosa muerte de la santísima cruz, para cumplir la voluntad del Padre y nuestra salvación». Al cardenal Pedro de Ostia, legado pontificio, le confiesa: «Deseaba veros hombre viril y sin temor». Se ve que era un reclamo recurrente.

Incluso cuando sus corresponsales eran mujeres, las exhortaba igualmente a la virilidad. A la reina Juana de Nápoles, que en los tiempos del cisma y de los antipapas había cambiado de parecer respecto de la legitimidad de Urbano VI, le dice que ha obrado «colla condizione della femmina che non ha fermezza», con la condición de la mujer que no tiene firmeza. Si cambia de comportamiento, agrega, «demostraréis haber perdido la condición de mujer y ser hecha «hombre viril»; de lo contrario, demostrareis ser mujer sin ninguna estabilidad». En el servicio de Dios, Catalina no admitía debilidades ni ternuras excesivas. Por «femenino» entendía «el amor compasivo de sí mismo», la blandura, la pusilanimidad, los compromisos y contemporizaciones. Ella estaba en las antípodas de dicha tesitura.

No deja de ser reveladora a este respecto la reacción que tuvo frente a una actitud timorata de fray Raimundo, su padre e hijo a la vez. Cuando este buen fraile se enteró de que el papa Urbano quería que Catalina fuese en misión a la reina Juana de Nápoles, persona de malas entrañas, le señaló al Santo Padre lo peligroso que resultaba dicho encargo, ya que allí iría indefensa, sólo con otra mujer.

El Papa aceptó estas razones, por lo que Catalina bramó de indignación. «¡Si Catalina [de Alejandría], Margarita, Inés y las otras santas vírgenes hubieran obrado con una pusilanimidad semejante, no habrían conquistado jamás la corona del martirio!». En otra ocasión, viajando Raimundo al norte de Italia, le advirtieron que los cismáticos le podrían tender una emboscada, y de acuerdo con el Papa, se quedó en Génova para predicar contra ellos. Al saberlo, Catalina le escribió:

«No sois aún digno de combatir en el campo de batalla; os habéis quedado atrás como un niño; habéis huido voluntariamente del peligro, y os habéis regocijado por ello. Oh mal padrecito –cattivello padre mio), ¡qué dicha para vuestra alma y para la mía si con vuestra sangre hubiérais cimentado una piedra de la santa Iglesia!... Perdamos nuestros dientes de leche y tengamos en su lugar los dientes sólidos del odio y del amor. Vistámonos la coraza de la caridad y el escudo de la santa fe, y corramos como hombres al campo de batalla; mantengámonos firmes con una cruz delante y otra detrás, para que nos sea imposible huir...

«Sumergíos en la sangre de Cristo crucificado, bañaos en esa sangre, hartaos de esa sangre, embriagaos con esa sangre, vestíos de esa sangre, llorad sobre vosotros mismos en esa sangre, alegraos en esa sangre, creced y fortificaos en esa sangre, curaos de vuestra debilidad y ceguera con la sangre del Cordero sin mancilla... No digo más».

«Otra vez, le reprochó con impaciencia: «Cuando se trata de prometer obras y sufrimientos por la gloria de Dios, os mostráis un hombre; no me resultéis luego hembra cuando llega el momento de realizarlo».

Se ve que Raimundo era proclive a la timidez y a la pusilanimidad, a pesar de ser un hombre sumamente virtuoso, como luego lo reconocería la Iglesia declarándolo Beato. Ya en la última época de su vida, Catalina le escribiría una vez más: «Cuidad de que no os vea tímido, y de que vuestra sombra no os dé miedo. Sed, en cambio, viril combatiente».

3. «Io voglio»

Refiere un contemporáneo, y no nos extrañamos demasiado de ello, que Catalina inspiraba «una especie de terror» a los que entraban en trato con ella. La admiraban, claro está, pero al mismo tiempo la temían. Se adivinaba su voluntad exigente, sin componendas, devoradora, se presentía que en su ardiente amor a Cristo, quería que todos los demás, saliendo de la mediocridad, se modelasen a imagen del Esposo.

Su alma era, por cierto, de acero. A uno de los hombres más poderosos de su época, el Legado de la Santa Sede, no teme decirle: «Deseo y quiero que obréis de esta manera y de la otra». Este «quiero», voglio, se repite cada vez con más frecuencia en sus cartas.

Al obispo de Florencia le dice simplemente: «Quiero». En una de sus cartas escribe: «Es la voluntad de Dios y mi deseo». Y en otra: «Esto desagrada a Dios y me desagrada a mí». Al rey de Francia: «Haced la voluntad de Dios y la mía». Al Papa: «Cumplid con la voluntad de Dios, satisfaciendo el ardiente deseo de mi alma».

Alguien podrá pensar que estos voglio implicaban un atrevimiento indebido, una actitud rayana en la soberbia. Nada más lejos de la verdad. No olvidemos que ella tenía un bajísimo concepto de sí misma: había sido sacada de la nada y era la que no era. Sus voglio no se apoyan, pues, en sus méritos, en sus deseos personales, sino en la voluntad de Dios. «Yo quiero», porque «Dios lo quiere». Yo quiero, porque es la voluntad de Dios sobre tu vida. Catalina se había identificado con la voluntad de Dios. Sólo podía querer lo que Él quería.

A veces le dice voglio al mismo Dios, como quien desde su nadidad trata de arrancar al Omnipotente lo que le pide. Es el lenguaje confiado de la esposa. En cierta ocasión Él le respondió:

«Hija mía dulcísima, tus lágrimas me han vencido porque están unidas a mi caridad y son vertidas por el amor que sientes por mí; estoy encadenado por los lazos de tus deseos».

Su recurso al frecuente empleo de los voglio tiene que ver con la virilidad de su carácter, a que acabamos de referirnos. Resulta interesante advertir que sus compañeros y discípulos más cercanos fueron casi todos hombres. Tuvo también amigas muy íntimas, pero en su obra apostólica no representan sino un papel de segundo orden, son compañeras silenciosas, cuyas personalidades no sabríamos reconstruir, a diferencia de los hombres que la rodearon, como Raimundo de Capua, Neri di Landoccio, Esteban Maconi, y tantos otros.

Se ha dicho de Catalina que fue «el único hombre de su siglo». La encontramos parecida a Juana de Arco. El «yo quiero» porque «Dios lo quiere» de nuestra Santa se parece al «Dieu le veult» de la doncella de Orleans. Juana anduvo a caballo, Catalina a pie, pero ambas vivieron en medio de hombres, los dominaron, los mejoraron. El hombre suele quedar impactado por el coraje de las mujeres. Ambas, Catalina y Juana, pasarían sus vidas en campos de acción, donde no se suele encontrar mujeres.

Pero no nos equivoquemos. A pesar de mostrarse tan viril y tan dominante, Catalina siguió siendo deliciosamente femenina, con la espontaneidad, intuición y viveza características de la mujer. Es cierto que es más propio del hombre el raciocinio y de la mujer la intuición. Catalina se enamoró de la verdad, pero no la penetró de manera sistemática, al modo de los teólogos, sino más bien tomándola como punto de partida de sus ardientes exhortaciones. No fue tanto su doctrina la que arrastró a las almas sino más bien el fuego de su amor.

Tampoco hubo innecesaria dureza en su actuación. Si se inflamaba al hablar de Dios, no perdía la dulzura propia de su sexo. Era, además, alegre. Le gustaba bromear, y sus discípulos hacen frecuentemente mención de su sonrisa, que debía ser encantadora. En su estilo, aparecen con naturalidad apelativos de delicada ternura para con los santos, sus mejores compañeros.

A San Pablo lo llama «Paoluccio»; a San Pedro, «il vecchiarello Pietro»; a Santo Domingo, «il dolce spagnuolo nostro». También se expresa de esa forma cuando se dirige a personas que aprecia. Al Papa lo llama «Babbo mio»; a fray Raimundo, en una carta más bien áspera, a que aludimos más arriba, le dice «cattivello padre mio». El matiz cariñoso de estos diminutivos italianos se refleja difícilmente en cualquier traducción.

VII. La reforma de la Iglesia

Vivió Catalina en tiempos difíciles. Las grietas del edificio de la Cristiandad se hacían perceptibles. El orden feudal mostraba signos de descomposición y particularismos de toda clase conspiraban contra esa gran catedral trabajosamente construida. También la Iglesia estaba herida en no pocos de sus miembros. «Ea, hijo carísimo –le dice la Santa a un fraile amigo–, resintámonos ante tanta necesidad como vemos en la santa Iglesia». Por eso le pide a Dios «misericordia para el mundo y reforma para la santa Iglesia». Cristo mismo le comunicó este deseo, según leemos en el Diálogo: «Quiero lavar la cara de mi Esposa, la santa Iglesia, que te mostré bajo la figura de una doncella con la cara manchada y como cubierta de lepra, por los pecados de los ministros y de los cristianos».

Catalina elaboró un plan formidable, que englobaba a la vez los intereses de la Iglesia y los de la civilización cristiana. Dicho plan incluía un triple proyecto: el retorno del Papa a Roma, la reforma de los pastores, y el emprendimiento de una cruzada contra los infieles. El retorno del Papado pacificaría a Italia y devolvería al Santo Padre su influjo universal. La reforma de los pastores produciría en la Iglesia nuevos frutos de santidad. La cruzada daría cauce a las pasiones guerreras, de modo que los reyes y príncipes cristianos, en vez de combatirse entre sí, se uniesen contra los musulmanes, protegiendo de ese modo la civilización occidental. Así se lo propuso explícitamente al Papa. El plan era verdaderamente abarcante.

Hacia el interior de la Iglesia, ante todo, restaurando la majestad tradicional del Papado mediante el traslado de su sede a Roma, y una vez recuperado su prestigio, emprendiendo la reforma de las costumbres cristianas; hacia fuera, rechazando mediante la Cruzada la amenaza de la invasión musulmana, con la consiguiente salvación de la Cristiandad malherida. Destaca Bernadot, uno de los biógrafos de Catalina, cómo ningún eclesiástico o estadista supo concebir algo semejante, y menos todavía realizarlo. Resulta extraordinario en una hija de pueblo, sin cultura ni formación especial. Ella se lanzó gozosamente a este trabajo, sabiendo que en su júbilo participaban todos los santos que desde el cielo experimentarían «una embriaguez, un contento, un júbilo, una alegría –exultazione, giocundità, giubilo, allegrezza– a la vista del bien que el Señor obra en sus almas». Si se la hubiera escuchado, otros gallos cantarían.

1. La vuelta de Aviñón

Por aquel entonces, los Papas residían en Aviñón. No podemos hacer la historia detallada de lo que antes acaeció para que así fuese.

Digamos tan sólo que desde 1303, tras la muerte de Bonifacio VIII, acosado por el rey francés Felipe el Hermoso, los cardenales temerosos eligieron a regañadientes un arzobispo francés como Sumo Pontífice. Desde entonces hasta 1378 el papado residirá en Aviñón, bajo la férula del rey de Francia. Este período recibió el nombre de «cautividad de Babilonia», recordando el exilio de los judíos en Caldea, que duró también 70 años (cf. Jer 25, 11). Bajo el reinado de Clemente VI (1342-1352) se levantó una gran voz, la de Santa Brígida, princesa sueca muy rica e influyente, quien enérgicamente se dirigió al Papa diciéndole en nombre de Dios que debía retornar a Roma. También Petrarca unió su reclamo a la voz de la mística sueca. Clemente no les hizo caso, así como su sucesor. La ciudad de Roma estaba en ruinas, las iglesias se derrumbaban, el clero, ignorante y relajado, iba a la deriva. A Urbano V (1362-1370) se dirigirá Catalina, tomando el relevo de Santa Brígida.

La corte romana, al instalarse en Aviñón, había atraído allí una multitud cosmopolita. El Papa, los cardenales y sus familias ofrecían grandes recepciones, en un ambiente fácil y mundano. Se ha exagerado, sin duda, la perversidad de Aviñón. Sus Papas fueron, por lo general, personas honestas, y tuvieron grandes aciertos e inteligentes iniciativas apostólicas. Pero convertidos en vasallos de la corona de Francia, habían perdido su carácter romano y universalista. Catalina, convencida de la necesidad de que el Papa retornase a Roma, se dirigió resueltamente a Aviñón, acompañada por fray Raimundo, y obtuvo del Santo Padre varias audiencias. El fraile, que traducía sus palabras del toscano al latín, no dejaba de experimentar cierto temor por la franqueza con que la Santa se dirigía al Papa. Fue durante se estancia en Aviñón donde Catalina reunió materiales para los terribles capítulos del Diálogo que tratan de los vicios del clero: viven en las tabernas, algunos ni saben lo que es el Oficio Divino, juegan con las riquezas de la Iglesia, se acuestan en pecado y al día siguiente no vacilan en celebrar la Santa Misa, etc.

A toda costa quería convencer al Papa, en aquel tiempo Gregorio XI, de que resolviese su pronto retorno a Roma. «Marchad de prisa con vuestra Esposa –le decía–, que os espera pálida y moribunda; Vos le devolveréis la vida». Aquel Papa era muy débil de carácter. Catalina lo urgía: era preciso que volviese, insistía, por su condición de «vicario de San Pedro»; el sucesor de Pedro no podía sino residir en Roma. Mediante una obra maestra de diplomacia, logró finalmente su propósito. En 1376, el Papa se decidió a dejar Aviñón.

2. Un santo atrevimiento

La reforma de la Iglesia, tarea a la que Catalina se había también abocado, suponía un intercambio permanente de cartas, con reyes, obispos y papas. Uno de los rasgos principales de su epistolario es la vehemencia casi dramática que lo caracteriza. No olvidemos que dictaba sus cartas. El estilo es, pues, un estilo oral, apasionado, al modo de los meridionales. Se ha dicho que los reiterados «oimé, oimé» que las mechan, evocan los «Ay, ay» de la tragedia griega.

Recuérdese que Catalina no era monja, sino laica. Hoy nos puede parecer insólito que un feligrés se comporte así, exhortando públicamente a las autoridades políticas y religiosas. Nos han hecho creer que sólo desde el último Concilio se ha exaltado la figura del laico. Y no es así. En la Iglesia siempre su papel ha sido relevante, como lo muestran las figuras de Teodosio, Santa Genoveva, San Luis, San Esteban, San Vladímir, Godofredo de Bouillon, Chesterton, Leon Bloy... Digamos asimismo que Catalina estaba a mil leguas de los falsos censores de la Iglesia, al estilo de los enloquecidos «espirituales» de su siglo, así como de los que luego se llamarían «reformadores». Ella preconizaba la corrección desde las entrañas mismas de la Iglesia y no pasándose a la vereda de enfrente.

Un breve recorrido por su correspondencia nos ayudará a comprender su tesitura de reformadora. Consideremos, ante todo, las cartas que dirigió a personas del clero, cuya enmienda era primordial. A diferencia de los falsos «reformadores», que despreciarían la figura misma del sacerdote, ella lo admira, y sin límites. No en vano Cristo le había dicho en el Diálogo:

«Contempla la excelente dignidad a la que he elevado a los ministros de la santa Iglesia... Yo los he elegido para vuestra salvación a fin de que, por ellos, os sea distribuida la sangre del divino Cordero inmaculado, mi hijo único. A ellos les di por función administrar el sol, confiándoles la luz de la ciencia y el calor de la divina caridad».

Por eso mismo, porque apreciaba tanto el estado sacerdotal, fustiga tan duramente a los sacerdotes cuando no se mostraban fieles a sus compromisos. Y les da consejos. Tenía sólo 25 años cuando escribía al cardenal de Ostia, nuncio pontificio: «Os escribo con deseos de veros ligado a los lazos de la caridad, tal como sois Legado en Italia». Juega con las palabras legatusligatus. Si se reduce a ser legado, le dice, sin ligarse a la caridad, su gestión será inútil. Será preciso que se «ligue» con Cristo y también con el prójimo, y abdique del amor propio que lo separa de Dios y del prójimo. Lástima que no podamos citar el texto completo, lleno de inspiración religiosa y hasta de ritmo literario.

A tres cardenales italianos que se habían separado de Urbano, a quien ella consideraba el Papa legítimo, les escribe:

«¿Cuál es la causa [de dicho apartamiento]? El veneno del amor propio, que ha envenenado el mundo. Aquel amor es lo que a vosotros, columnas, os ha vuelto peor que paja. No flores que exhalan olor, sino hedor; que a todo el mundo habéis apestado. No luminarias puestas sobre el candelabro, para dilatar la fe; sino, escondida esta luz bajo el celemín de la soberbia os habéis hecho, no dilatadores, sino contaminadores de la fe, arrojando tinieblas en vosotros mismos y en los demás. De ángeles terrestres que debierais ser para quitar de nuestra presencia al demonio infernal, y hacer oficio de ángeles volviendo las ovejuelas a la obediencia de la santa Iglesia, habéis tomado oficio de demonios...».

En carta al obispo de Florencia le dice que el drama de la Iglesia se debe a que muchos obispos aman con amor mercenario, se aman a sí mismos y por sí mismos, y si aman a Dios y al prójimo es por amor a sí. A un párroco de las cercanías de Siena le escribe:

«Mucho me extraña que un hombre de vuestra condición pueda vivir lleno de odio. Dios os ha apartado del siglo y os ha hecho ángel en la tierra en virtud del sacramento, y hete aquí que adoptáis de nuevo las costumbres del mundo. No comprendo cómo os atrevéis a celebrar misa; yo prometo que si os obstináis en este vuestro odio, la justicia de Dios se abatirá sobre vos».

Como se ve, sus cartas no son razonamientos fríos sino gritos de un corazón herido y enamorado. Había en Siena un franciscano de gran saber y poca austeridad. En cierta ocasión fue a visitar a la Santa para confundirla con su erudición. Ella lo enfrentó:

«¿Cómo queréis comprender nada del reino de Dios si sólo vivís para el mundo y no buscáis otra cosa que ser bien visto por los hombres y glorificado por ellos? Con toda vuestra ciencia no servís para nada, pues no buscáis sino la corteza, despreciando la médula. Por amor de Jesús crucificado, dejad de vivir así». El religioso quedó impresionado y se resolvió a cambiar de vida.

Son sobre todo llamativas sus cartas al Papa. Con él se comportaba, salvada la distancia, como lo hacía con los sacerdotes. Le tenía, por una parte, una devoción inmensa, viendo en él al Vicario de Cristo. Decía que si alguien le retiraba la obediencia no participaría en los frutos de la sangre de Cristo, porque Dios había querido que recibiésemos esa sangre por su mano. «Todo lo que hacemos al Cristo de la tierra lo hacemos al Cristo del cielo. Honrando al Papa, honramos a Cristo. Despreciando al Papa, despreciamos a Cristo».

A un señor rebelde de Milán le escribía: «Es estulto el que obra contra aquel vicario que es el que tiene la llave de la sangre de Cristo crucificado». Y a un noble que se había rebelado contra el Santo Padre: «Aun cuando el Papa fuese un demonio encarnado, no debería levantar la cabeza contra él, sino inclinarme ante su autoridad y pedirle esa Sangre de la que no puedo participar de otro modo».

Gustaba llamarlo «il dolce nostro Cristo della terra», nuestro dulce Cristo de la tierra. Por él estaba dispuesta a dar la vida, según se lo dijo a Dios en una de sus Elevaciones: «Si es tu voluntad, tritura mis huesos y mis tuétanos por tu vicario en la tierra, único esposo de tu Esposa».

Pero ese mismo amor al Papa la llevaba a dirigirse a él con energía, instándole a que fuese coherente con su altísimo oficio. No en vano le había dicho a Cristo: «Quiero que tu vicario sea otro tú. Porque tiene mucha mayor necesidad de perfecta luz que los demás, ya que él de suyo tiene que darnos a todos nosotros». Por eso, mientras que a los demás les hablaba del Papa con tanta reverencia, a él mismo lo reconvenía severamente en sus cartas. Llena de parresía o libertad de espíritu, estaba segura de que le podía escribir con la sencillez de un niño, que no esconde nada que sea conveniente decir. Catalina se sabía sinceramente «la que no es», y por eso se expresaba sin titubeos ante quien fuese, reyes, cardenales y hasta el Papa, mostrándoles cuál era su deber en esas circunstancias tan complejas como aciagas.

Bien dijo de ella un contemporáneo suyo: «Esta mujer se preocupa poco de complacer o no cuando habla; sólo piensa en el honor de Dios». Gregorio XI era un Papa débil y demasiado inclinado a su familia. A él le escribe:

«Mi dulcísimo Padre –dolcissimo Babbo mio-, no debemos ocuparnos de los amigos, de los parientes, de los intereses temporales, sino únicamente de la virtud, del acrecentamiento de los intereses espirituales... Si hasta hoy no habéis sido bastante enérgico, os pido y quiero en verdad que en lo sucesivo obréis virilmente y sigáis con valentía a Cristo, de quien sois Vicario. No temáis, Padre, las borrascas que os amenazan». Poco antes le había dicho: «Deseo veros cual portero viril y sin ningún temor. Portero sois de las bodas de Dios, esto es, de la sangre del unigénito Hijo suyo, cuyas veces hacéis en la tierra; y por otras manos no se puede tener la sangre de Cristo sino por las vuestras».

En otra carta le cuenta que se había enterado de que iba a nombrar un grupo de Cardenales. Para la gloria de Dios, le recomienda, es preciso que escoja hombres virtuosos. Obrar de otro modo ofendería a Dios y perjudicaría a la Iglesia, por lo que Dios nos castigaría. Asimismo supo que pensaba hacer un nombramiento importante en la Orden de Santo Domingo, que Catalina tanto amaba. Si era así, le pedía, en nombre de Cristo, que eligiese a un fraile bueno y virtuoso. Para esto, le dice, puede consultar a dos personas a las que ella escribirá sobre el particular.

Respecto a unos obispos a los que el Papa había elegido por presiones de los príncipes del lugar, le señala su grave error; son «como cerdos inmundos o como hojas agitadas por el viento del siglo». Viendo cuán dubitativo se mostraba el Papa, se atreve a decirle: «Ya que se os ha dado la autoridad, y la habéis aceptado, debéis usar de vuestro poder. Si no le queréis, sería mejor renunciar a él por el honor de Dios y la salvación de las almas».

Se ha dicho que sus cartas estaban animadas de una extraña insolencia. Pero se trataba, en el fondo, de una santa insolencia. Ella sabía perfectamente que sus palabras eran fuertes: «Ay de mí, ay de mí, padre mío dulcísimo –le escribe a Gregorio XI–, perdonad mi presunción, de aquello que os he dicho y digo; obligada estoy a decirlo por la dulce primera Verdad». En nuestros días, el lenguaje de la Santa sería difícilmente acogido en las curias, aun cuando estuviese dictado por intenciones igualmente buenas. Aquellos tiempos, contra lo que se piensa, eran infinitamente más libres que los nuestros.

Los dos Papas a los cuales Catalina se dirigió, Gregorio XI y Urbano VI, lejos de molestarse por la libertad sobrenatural de esta «laica pueblerina», la siguieron animando y distinguiendo con su incondicional confianza. No se sabe qué admirar más: si la audacia con que ella escribe o la humildad con que sus destinatarios aceptan que lo haga en esos términos. El hecho es que a los ojos del Papa, así como de los reyes y príncipes, la voz de esta joven, hija de un tintorero de Siena, adquiría una majestad extraña, como si otro hablara por su boca.

3. La llaga de los malos pastores

Uno de los dolores más agudos de Catalina fue el espectáculo de los pastores mercenarios o incluso lobos. Había, sin duda, pastores excelentes. Pero no es menos cierto que la vida de muchos era escandalosa. Durante su estadía en Aviñón, Catalina había conocido de cerca la corte pontificia y sus prelados indignos. Los había visto también durante sus viajes por Italia. En aquellos tiempos era común que las familias influyentes procurasen ubicar en dichas dignidades a sus hijos, aunque fueran del todo ineptos. Varios santos, como San Vicente Ferrer y Santa Brígida, o también hombres eminentes, como Petrarca, por ejemplo, criticaron acerbamente tales aberraciones. Su mensaje encontraba eco ya que, como hemos dicho, en aquel siglo la población era, a pesar de todo, profundamente creyente. El mal no tenía entonces, como ahora, carta de ciudadanía, de desfachatez, de desafío a los principios del orden natural y sobrenatural. Los que obraban el mal, aceptaban las censuras que se les hacía en nombre de la moral cristiana.

La situación de la Iglesia era algo que hacía sangrar el corazón de Catalina por una herida que cada nuevo espectáculo reavivaba. A ella se le puede aplicar con toda verdad lo que Unamuno decía refiriéndose a España: le dolía la Iglesia. En el Diálogo transcribe unas palabras muy severas que Dios Padre dirige a los sacerdotes:

«Tú debes ser espejo de honestidad, y lo eres de deshonestidad. Yo sufrí que [a Cristo] le fueran vendados los ojos para iluminarte, y tú arrojas, con ojos lascivos, saetas envenenadas al alma y al corazón de aquellos en los que tan maliciosamente te fijas. Yo sufrí que le diesen a beber hiel y vinagre, y tú, como animal desordenado, te deleitas en tus comidas delicadas, haciendo un dios de tu vientre. Hay palabras vanas y deshonestas en la boca, con la que estás obligado a amonestar a tu prójimo, a anunciar mi palabra y a rezar, con la boca y el corazón, el Oficio. Y yo de ella no percibo más que hediondeces... Yo sufrí que le fueran atadas las manos para libertarte, a ti y a todo el linaje humano, de las ataduras de la culpa. Y las tuyas, ungidas y consagradas para administrar el santísimo sacramento, las empleas torpemente en tactos deshonestos... Todos tus miembros, como instrumentos desafinados, dan mal sonido, porque las tres potencias del alma están congregadas en nombre del demonio, cuando debías congregarlas en nombre mío...».

Incluso llega a compararlos a demonios encarnados, porque se han identificado con la voluntad del demonio; «hacen su mismo oficio, administrándome a mí...». Y también: «Por sus defectos, se envilece la sangre, es decir, que los seglares pierden la debida reverencia que debían tener para con ellos y por la sangre.».

Catalina coincide plenamente, y no podía ser de otra manera, con estas apreciaciones de Dios. Ella sabe que la santidad del clero está estrechamente unida con la belleza de la Esposa de Cristo y la salvación de las almas. «Hoy día se ve todo lo contrario –afirma en una de sus cartas–; no sólo no son templos de Dios, sino que se han convertido en establos y cuadras de cerdos y otros animales». Buena parte de la culpa la tienen los obispos que, como le dice el mismo Dios en el Diálogo, «se han preocupado más de multiplicar el número de sacerdotes que las virtudes de los mismos».

Para ella, tres eran los pecados que en su tiempo más degradaban al clero: la lujuria, la avaricia y la soberbia. A su juicio, había llegado la hora de hablar claro en favor de la reforma. Lo que se debía reformar no era, por cierto, a la Esposa misma, que siempre seguirá siendo santa, y no se disminuye ni altera por los defectos de sus ministros, sino a estos últimos. «Ha llegado el momento de llorar y de lamentarse porque la Esposa de Cristo se ve perseguida por sus miembros pérfidos y corrompidos», señala en una carta.

«El cuerpo místico de la santa Iglesia está rodeado por muchos enemigos –le escribe a un monje–. Por lo cual ves que aquellos que han sido puestos para columnas y mantenedores de la santa Iglesia se han vuelto sus perseguidores con la tiniebla de la herejía. No hay pues que dormir, sino derrotarlos con la vigilia, las lágrimas, los sudores, y con dolorosos y amorosos deseos, con humilde y continua oración».

Pero Catalina no se contentará con llorar, rezar y ayunar. Dará pasos concretos dirigiéndose directamente al Papa, ya que sólo él está en condiciones de remediar tanto mal. En carta a Gregorio XI le dice, de parte de Cristo, que tiene que decidirse a emplear su poder para arrancar del jardín de la Iglesia las flores corruptas, «los malos pastores y gobernadores llenos de impureza y avaricia, e hinchados de orgullo, que emponzoñan y pudren este jardín». Él deberá usar de su poder para remover a esos personajes de modo que se vuelvan a sus casas, poniendo en su lugar a pastores según el corazón de Dios.

El Señor le había explicado en el Diálogo la razón por la cual la Iglesia se encontraba en esa situación, y era porque al elegirse a los pastores no se miraba si eran buenos o malos, sino tan sólo al deseo de complacerlos o pagarles algún favor, en orden a lo cual los encargados de informar al Santo Padre sobre los candidatos le hacían llegar referencias positivas sobre los mismos. A veces los que informan alaban a los malos o a los mediocres, porque son iguales que ellos. Cuando el Papa se entera de la realidad, debería removerlos. Si lo hace, cumplirá con su deber. En caso contrario, no quedará sin castigo al tener que dar cuenta ante el Señor de sus ovejas.

Para evitar este tipo de medidas drásticas, como lo es la deposición de obispos indignos, el Santo Padre tendría que escoger de entrada a personas humildes, que por modestia rehúyen las prelaturas, y no a las que las andan buscando para dar pábulo a su vanagloria. Por no obrar así, tenemos los obispos que tenemos, esos obispos que, como le dice nuestra Santa a fray Raimundo, «han tomado la condición de la mosca, que es tan bruto animal, que poniéndose sobre la cosa dulce y aromática, no se cuida de ella, sino que de allí parte a posarse sobre las cosas repugnantes e inmundas».
Lo que a Catalina más le sulfura es el silencio cobarde o cómplice, especialmente de los obispos. Cuando el lobo infernal arrebata a las ovejas, los pastores duermen en su egoísmo. «¿Por qué guardáis silencio? –le escribe a un prelado–. Este silencio es la perdición del mundo. La Iglesia está pálida; se agota su sangre». La falta, le dice a otro obispo, está en ese amor perverso que tienen por sí mismos, que les impiden reprender cuando deben hacerlo.

«Yo quiero que estéis privado de este amor, mi queridísimo pastor, yo os pido que obréis de modo que el día en que la suprema Verdad os juzgue no tenga que deciros esta dura palabra: “Maldito seas, tú que no has dicho nada”. ¡Ah, basta de silencio!, clamad con cien mil lenguas. Yo veo que a fuerza de silencio, el mundo está podrido. La Esposa de Cristo ha perdido su color (cf. Lam 4, 1), porque hay quien chupa su sangre, que es la sangre de Cristo, que, dada gratuitamente, es robada por la soberbia, negando el honor debido a Dios y dándoselo a sí mismo».

Muchas veces vuelve Catalina sobre este amor propio que crea la cobardía de espíritu y logra que la boca se clausure. En carta al abad de Marmoutier, que le había escrito para preguntarle lo que pensaba sobre la situación, le responde que una de las causas del mal estado de la Iglesia es el exceso de indulgencia. Los sacerdotes se corrompen porque nadie los castiga, enquistados en sus tres grandes vicios: la impureza, la avaricia y el orgullo, no pensando más que en los placeres, los honores y las riquezas. Tampoco los prelados corrigen a sus fieles ya que, como dice nuestra Santa, «temen perder la prelatura y desagradar a sus súbditos». No quieren descontentar a los demás, buscan vivir en paz y tener buenas relaciones con todos, aunque el honor de Dios exige que luchen.

«Semejantes individuos, viendo pecar a sus súbditos, fingen no verlos para no encontrarse en el trance de castigarlos; o bien, si los castigan, lo hacen con tal blandura que se limitan a pasar un ungüento sobre el vicio, porque temen siempre desagradar a alguien y dar lugar a pendencias. Esto nace de que se aman a sí mismos».

Una y otra vez insiste Catalina en la incompatibilidad que existe entre la caridad y este tan cobarde como temeroso egoísmo. Cristo no ha venido a traernos un pacifismo timorato, bajo el cual el mal se desarrolla mejor que el bien. Ha venido con la espada y el fuego.

«Querer vivir en paz –dice Catalina– es con frecuencia la mayor de las crueldades. Cuando el absceso se halla a punto, debe ser cortado por el hierro y cauterizado por el fuego: si ponemos en él únicamente un bálsamo, la corrupción se extiende y provoca a veces la muerte».

Estas palabras están tomadas de una de sus cartas al papa Gregorio XI. Dios mismo, refiriéndose a los pastores, confirmó su idea en el Diálogo: «Dejarán de corregir al que está en puesto elevado, aunque tenga mayores defectos que un inferior, por miedo de comprometer su propia situación o sus vidas. Reprenderán, sin embargo, al menor, porque ven que en nada los puede perjudicar ni quitar sus comodidades». Es decir, serán fuertes con los débiles y débiles con los fuertes.

«Todo lo que harán será abrumar, con las piedras de grandes obediencias, a los que las quieren observar, castigándolos por culpas que no han cometido. Lo hacen porque no resplandece en ellos la piedra preciosa de la justicia, sino de la injusticia. Por eso obran injustamente, dando penitencia y odiando al que merece gracia y benevolencia y santo amor, gusto y consideración, confiándoles cargos a los que como ellos son miembros del diablo».

Como resulta lógico, ya que es el Papa quien tiene la responsabilidad sobre la Iglesia universal, a él le dirige sus cartas más urticantes. Si seguimos así, Santo Padre, le escribe en una de ellas, el enfermo, no viendo su enfermedad, porque nadie se lo advierte, y el médico, no atreviéndose a recurrir al hierro y al fuego, ciego que guía a otro ciego, ambos caerán en el abismo.

«Oh Babbo mío, dulce Cristo de la tierra, seguid el ejemplo de vuestro homónimo San Gregorio. Podéis hacer lo que ha hecho, pues era un hombre como Vos y Dios es siempre lo que era entonces; sólo nos falta la virtud y el celo por la salvación de las almas... Así quiero veros. Si hasta ahora no habéis obrado resueltamente, os pido con instancia que en lo sucesivo obréis como hombre valeroso y sigáis a Cristo, cuyo Vicario sois».

El verbo de Catalina se vuelve de una energía sin igual. «Valor, Padre mío –le dice al Papa–. Sed hombre. Os digo que nada tenéis que temer... No seáis un niño tímido. Sed hombre, y tomad como dulce lo que es amargo... Obrad virilmente, que Dios está de vuestra parte. Ocupaos en ello sin ningún temor; y por más que veáis fatigas y tribulaciones, no temáis, confortaos con Cristo, dulce Jesús. Que entre las espinas nace la rosa, y entre muchas persecuciones brota la reforma de la Iglesia».

El término «virilidad» reaparece a menudo en estas cartas. «Ahora necesitamos un médico sin miedo que use el hierro de la santa y recta justicia, porque se ha usado ya el ungüento tan excesivamente, que los miembros están casi todos podridos». Luego de insistir: «Os lo digo, oh dulce Cristo de la tierra: si obráis así, sin astucia y sin cólera, todos se arrepentirán de sus falacias y vendrán a apoyar la cabeza en vuestro seno..., ¡oh dulce Babbo!», concluye: «Id presto hacia vuestra Esposa que os espera toda pálida, para que le devolváis el color».

No se contentó Catalina con recurrir directamente a Gregorio XI. Trató también de lograr la colaboración de otras personas para que influyesen sobre él. Así le escribía a un Nuncio:

«Os debéis fatigar junto con el Padre Santo, y hacer lo que podáis para extirpar los lobos y los demonios encarnados de los pastores... Os ruego que aunque debierais morir por ello digáis al Padre Santo que ponga remedio a tantas iniquidades. Y cuando venga el tiempo de crear pastores y cardenales, que no se hagan por halagos o por dineros y simonías; rogadle cuanto podáis, que atienda y mire para encontrar la virtud y la buena y santa fama en el hombre».

Algo semejante le recomienda a un abad confidente del Papa:

«Debéis trabajar según vuestros medios con el Santo Padre para arrojar a los malos pastores que son lobos y demonios encarnados que sólo piensan en engordar y poseen palacios suntuosos y séquitos brillantes... Y cuando llegue el momento de nombrar a los Cardenales o a otros pastores de la Iglesia, suplicadle que no se deje guiar por la adulación, la codicia o la simonía, no considere si los interesados pertenecen a la nobleza o a la clase media, porque la virtud y la buena reputación es lo que ennoblece al hombre ante Dios».

En 1378 Urbano VI accede al solio pontificio. Enseguida Catalina le escribe diciéndole que tiene «hambre de ver reformada la santa Iglesia con buenos, honestos y santos pastores». Ella se lo pedía directamente a Dios, como se ve por el Diálogo: «Por esta sangre te piden [las criaturas] que tengas misericordia con el mundo y vuelva a florecer la Iglesia santa con flores perfumadas de buenos y santos pastores, cuyo olor ahogue la hediondez de las flores malvadas y podridas».

Y también: «Reformada de este modo la Iglesia con buenos pastores, por fuerza se corregirán los súbditos, porque de casi todos los males que los súbditos cometen tienen la culpa los pastores malos».

Había visto claramente que la reforma sólo era posible con nuevos obispos, de espíritu sobrenatural, lúcidos y valientes. De ese puñado de nuevos obispos, aunque fuese reducido, partiría la verdadera restauración de la Iglesia.

4. Un grupo en torno al Papa

La elección de Urbano VI había sido bastante dramática. Porque fue bajo la presión amenazante del pueblo romano que el Cónclave se había visto obligado a elegir un Papa italiano. Asumió así el arzobispo de Bari, Tibaldeschi, un hombre austero, piadoso y enérgico, que imponía respeto. Los Cardenales eran casi todos franceses, de la escuela de Aviñón. Pero el nuevo Papa, en lugar de ganárselos por las buenas, comenzó a irritarlos con su autoritarismo violento y su exigencia de una reforma inmediata. También se comportaba así con los soberanos.

La situación llegó a tal punto que, hartos de todo, los Cardenales se fueron de Roma, y cinco meses después de la elección, aseguraron que ésta había sido inválida, bajo temor grave, y por tanto nula. Eligieron entonces como Papa al cardenal de Ginebra, Roberto, pariente del rey de Francia, bajo el nombre de Clemente VII, hombre de mundo más que sacerdote, muy representativo de la Iglesia de Aviñón, o mejor dicho, de los peor de la Iglesia de Aviñón, que el Papa pretendía reformar. Urbano quedó casi solo en Roma.

Se imagina con cuánto dolor recibió Catalina aquella noticia, en su casita de Siena. Ella estaba convencida de que Urbano era el Papa legítimo, y Roberto un Antipapa, de modo que comenzó a escribir una nueva serie de cartas a reyes y prelados para defender al primero. A tres cardenales que apoyaban a Clemente les dice: «Insensatos. Queréis ahora negar la verdad y hacernos creer que habéis elegido al papa Urbano por temor. Esto no es así. Os hablo sin respeto, pues no sois dignos de respeto».

Pronto le escribió directamente al papa Urbano, según lo señalamos más arriba, para exponerle la necesidad de la reforma de la Iglesia, y la consiguiente corrección de los vicios del clero. Los malos pastores, le dice, «se conducen como carreteros, convierten en dinero la sangre de Cristo y lo gastan en sus bastardos... Santísimo Padre, no veo otro medio para triunfar que renovar enteramente el jardín de la santa Iglesia. Cread un Colegio de buenos cardenales que puedan ser firmes como columnas».

Con Urbano mantuvo Catalina las mejores relaciones. Las cartas que le dirigió son notables. En una de ellas le recuerda la voluntad que Cristo tiene de reformar a la dulce Esposa suya y de él,
«que durante tanto tiempo ha estado toda pálida, no porque en sí pueda ella recibir alguna lesión ni ser privada del fuego de la divina caridad, sino en aquellos que se apacentaban y apacientan en su pecho, que por sus defectos nos la han mostrado pálida y enferma, y han sorbido su sangre por medio del amor propio de ellos mismos».

Si se la poda de todo lo decrépito, se volverá doncella purísima. Le ruega que tenga misericordia de tantas almas que perecen; «como verdadero caballero y justo pastor, corregid virilmente, desarraigando el vicio y plantando las virtudes, disponiéndoos a dar la vida si fuere necesario». Pero, agrega, insistiendo en aquella idea tan suya, no ve cómo ello se pueda realizar sino eligiendo a hombres santos, que no teman a la muerte, un grupo de buenos cardenales, en los que pueda apoyarse y sean ejemplo, de modo que se corrijan los súbditos. Será cuestión de inteligencia y de voluntad «para que, iluminado el ojo del intelecto vuestro, podáis conocer y ver la verdad; que conociéndola, la amaréis; amándola, relucirán en Vos las virtudes». Entonces tendrá el coraje de «desenvainar este acero» y arrancar la maleza de la Iglesia.

Hemos dicho que Urbano, en vez de ganarse a los que lo rodeaban, se mostró duro de trato y atropellador. Ello constituía un real obstáculo, por lo que Catalina le aconsejó:

«Suavizad un poco, por amor de Jesús crucificado, los movimientos demasiado prontos que la naturaleza hace nacer en Vos. Ya que Dios os ha dado un corazón naturalmente grande, aplicaos a tenerle sobrenaturalmente grande, es decir, valeroso y afirmado en una verdadera humildad».

Como puede verse, no se trataba sólo de erradicar el mal de cualquier manera fuese, sino de acompañar dicha tarea tan difícil con un trato afable, para no comprometer la nobleza de la causa. En lo que toca a los enemigos del Papa, lo insta a no perder ánimo frente a ellos:

«¿A quién dañarán estos golpes? A los mismos, santísimo y dulcísimo Padre, que los lanzan. Éstos, como saetas envenenadas, volverán a ellos; de Vos herirán solamente la corteza, y ninguna otra cosa... Dilataos en la dilección dulce de la caridad sin vacilación alguna; conformaos y confortaos con vuestro jefe, el dulce Jesús, el cual siempre desde el principio del mundo hasta lo último ha querido y querrá que ninguna cosa grande pudiera realizarse sin mucho soportar».

En 1378 Catalina se encuentra en Roma, desde donde fue llamada por el Papa. Allí permanecerá los dos últimos años de su vida, juntamente con su «bella brigata». El Santo Padre la recibió en audiencia solemne y quiso que hablase ante los Cardenales que acababa de crear. Así lo hizo la aldeana de Siena, sin timidez alguna, con palabras vibrantes, señalando los deberes de la hora presente y arengando a los descorazonados jefes de la Iglesia. El colegio cardenalicio quedó profundamente impresionado.

«Mirad, hermanos míos –dijo el Papa–, esta mujercita –donnicciuola), nos hace avergonzarnos de nuestra pusilanimidad. Nosotros tenemos miedo y nos alarmamos, mientras que ella, que por naturaleza pertenece al sexo débil, no experimenta temor alguno y nos alienta».

Concibió entonces la Santa un proyecto sublime: agrupar en Roma, en torno al Papa, lo más santo y esclarecido de la Iglesia, especialmente los más destacados contemplativos de su tiempo, incluso ermitaños y eremitas, para que asesorasen y fortificasen al Santo Padre en la gran obra que éste se disponía a emprender. Así se lo recomendó a Urbano: «Rodeaos de aquellos que en la tormenta serán vuestro consuelo y vuestro refrigerio. Tratad de tener, además de la ayuda de Dios, la ayuda de sus servidores».

En lo que a ella compete, agrega, «quisiera estar en el campo de batalla, sufrir y combatir con Vos por la verdad hasta la muerte para gloria y alabanza del nombre de Dios y reforma de la santa Iglesia». Este sueño la persiguió hasta sus últimos días. Nos quedan una serie de cartas dirigidas a dichas personas, invitándolas y suplicándoles que viniesen a Roma, para ponerse a disposición del Papa. Eran los días en que acababa de dictar el Diálogo. Entre aquellos hombres en que Catalina había puesto los ojos se encontraba el prior de la Cartuja de Pisa. Le escribió, pues, diciéndole que el papa Urbano VI

«parece que quiere tomar el remedio que le es necesario para reforma de la santa Iglesia; esto es, querer a los siervos de Dios a su lado, y con el consejo suyo guiarse a sí mismo y a la santa Iglesia».

A dos frailes de Spoleto requeridos por el Papa así les exhorta:

«No os debéis retraer de ello por cosa alguna; ni por pena que de ello esperareis, ni por persecuciones, infamias o escarnios que se os hicieren; ni por hambre, sed o por mil muertes, si fuera posible; ni por deseo de quietud, ni de vuestras consolaciones, diciendo: “Yo quiero la paz del alma mía, y con la oración podré clamar ante Dios”; no, por amor de Cristo crucificado. Que ahora no es tiempo de buscarse a sí mismo, ni de rehuir penas para tener consolaciones; es más, es tiempo de perderse, porque la infinita bondad y misericordia de Dios ha proveído a las necesidades de la santa Iglesia, al haberle dado un pastor justo y bueno, que quiere tener en torno suyo tales perros que ladren por honor de Dios continuamente... Entre los cuales se ha elegido estéis vosotros...

«No habéis de temer por las delicias y las grandes consolaciones; puesto que venís a soportar y no a deleitaros sino con deleite de cruz. Sacad afuera la cabeza y salid al campo a combatir realmente por la verdad; poniéndoos ante el ojo del intelecto la persecución que se hace de la sangre de Cristo y la condenación de las almas... Dicen: «Iréis, y no se hará la menor cosa. Y yo, como presuntuosa, digo que se hará; y si ahora no se cumple nuestro principal afecto, por lo menos se le abrirá el camino. Y si ninguna cosa se hiciere, habremos demostrado ante Dios y las criaturas haber hecho lo posible; y se habrá levantado y descargado nuestra conciencia».

Impresiona esta convocatoria de una enamorada de Dios y de su Iglesia, señalando cómo a veces el apego a algo tan noble como es la contemplación pura puede desordenarse cuando se la prefiere a los intereses supremos de la Iglesia. Y cómo el «no se puede hacer nada», «ya está todo perdido», no es sino una sugestión del demonio.

Aludamos a una última carta, la que dirigió al monje agustino inglés William Flete, de quien ya hemos hablado, amigo de Catalina, que vivía como eremita en el bosque de Lecceto, enamorado no sólo de la soledad y el silencio, sino también de la poesía de los bosques, al punto de haber obtenido de sus superiores autorización para celebrar la Santa Misa entre aquellos árboles añosos. Este monje fue el único entre los llamados que se rehusó a la invitación de la Santa. La carta en que Catalina se lo reprocha es una delicada mezcla de caridad e ironía. «Aquí también hay bosques y selvas», le dice, refiriéndose al intrincado laberinto de polémicas y enredos que los que allí se habían dirigido debían afrontar en el entorno del Papa y de la curia romana.

VIII. La convocatoria a retomar las Cruzadas

Hemos escuchado cómo Catalina le decía al Papa: «Ahora tengo ganas de lanzarme al campo de batalla para combatir a vuestro lado hasta la muerte por la causa de la verdad». En su espíritu guerrero, tan semejante al de Juana de Arco, había germinado desde tiempo atrás la idea de una nueva cruzada, no sólo para reconquistar el Santo Sepulcro sino para salvaguardar los valores de la civilización de Occidente frente al enemigo musulmán.

Tras la derrota de San Luis, la empresa no se había vuelto a retomar, pero la palabra y la idea persistían en el aire, entusiasmando a las almas generosas. En varias ocasiones los Papas trataron de reflotarla. Clemente V la había decretado en el Concilio de Viena, pero su concreción se tuvo que aplazar por mil dificultades de orden político. Gregorio XI, desde que asumió el poder, anunció su intención de abocarse a ello. Se dice que fue Catalina quien se lo inspiró. La promulgación de la Cruzada en Italia estuvo a cargo de fray Raimundo, el confesor de la Santa. Catalina fue logrando que numerosas personas se alistaran. Pero una lamentable contienda entre Florencia y la Santa Sede hizo que la empresa quedase nuevamente postergada. Lo que no obstó a que Catalina insistiera ante el Papa:

«Luego, enseguida, quiere y os manda vuestro dulce Salvador que levantéis el estandarte de la santísima Cruz contra los Infieles, y toda guerra aquí termine y allá se dirija contra ellos».

La Cruzada no se concretó, pues, bajo Gregorio. Cuando Urbano accede al trono pontificio, Catalina le escribe una carta muy ponderada, donde tras proponerle que llamase a Roma a un grupo de hombres escogidos, proyecto al que acabamos de aludir, le dice: «Estos serán los soldados que os darán perfecta victoria, y no sólo sobre los malvados Cristianos, los cuales son miembros rebanados de la santa obediencia, sino hasta sobre los Infieles, por los cuales tengo grandísimo deseo de ver el estandarte de la cruz santa sobre ellos. Y ya parece que nos vienen a invitar. Tendré entonces doble deleite». Esto de la «invitación» es una ironía, ya que los sarracenos se habían adelantado, haciendo incursiones en la propia Italia. Catalina insiste:

«Entonces podréis realizar vuestros santos deseos llevando a cabo esta Cruzada que en nombre del Señor os invito a emprender lo antes posible. Todos se dispondrán con ardor a dar su vida por Cristo. En nombre de Dios, nuestro dulce amor, levantad pronto, Padre mío, el estandarte de la santa Cruz....»

Comienza entonces otra andanada de cartas a diestra y siniestra. Quien las lee, observa cómo su ardor interior se vuelve cada vez más vehemente. Una de ellas es particularmente encantadora:

«Me parece que respiro perfume de flores que empiezan a abrirse porque nuestro Santo Padre, el Cristo de la tierra, queriendo suscitar una santa cruzada, declara que ayudará con todo su poder a los cristianos que se hallen dispuestos a dar su vida para reconquistar la Tierra Santa... Os convido, pues, a las bodas y a la vida eterna, conjurándoos a devolver sangre por sangre y que hagáis seguir nuestro ejemplo a tantos cristianos como podáis, porque nadie va solo a una boda».

Invita a unas bodas. El sentido sacrificial que ella da como móvil de tan noble emprendimiento está resumido en una de sus frases más características: «dar la sangre por amor de la sangre», o, como dice acá, «devolver sangre por sangre». Serían, en verdad, bodas de sangre.

La gran dificultad para que esta empresa se concretase eran los conflictos internos dentro de la Cristiandad, especialmente en Italia. Ella amaba la paz de su tierra. Como Dante, era una italiana ferviente, y el anhelo de la salvación de su patria se trasunta sin cesar en sus cartas. Pero acá se trataba de algo más que de detener esas luchas tan localistas. Se hacía preciso trascenderlas. En vez de combatir entre sí los cristianos, debían unirse para enfrentar a los infieles. La Cruzada parecía el único medio de poner fin a las luchas que desgarraban la Cristiandad, volviendo los corazones hacia un combate más elevado. Por eso le decía al Papa que levantara el estandarte de la Santa Cruz «y veréis a los lobos trocarse en corderos. La paz, la paz, la paz para que la guerra no ponga obstáculos a esa dulce cruzada». Por aquellos tiempos, un capitán aventurero inglés, John Hawkood, estaba atacando tierras de Italia. Catalina le envía dos emisarios:

«Es tiempo de que entréis en vos mismo y consideréis las penas y los tormentos que habéis sufrido cuando os hallabais al servicio del demonio. Mi alma desea que cambiéis de manera de vivir y que os alistéis vos y vuestros compañeros bajo la cruz de Jesús crucificado para formar una compañía de Cristo y marchar contra los perros infieles que poseen los Santos Lugares, donde la dulce Verdad suprema ha padecido muerte por nosotros y ha sido sepultada. Os suplico, pues, en nombre de Cristo Jesús, que puesto que os gusta tanto pelear, peleéis contra los infieles...»

En sus cartas presenta al Señor como un gran comandante, el guerrero de la cruz. La imagen de Cristo en ejercicio de caballería no es rara en la literatura espiritual, y también se la encuentra en el Diálogo: «Por todo pasó como verdadero capitán y auténtico caballero, puesto por el Padre en el campo de batalla para combatir a fin de arrancar al hombre de las manos del demonio y librarle de la más perecedera esclavitud en la que podía caer». Las cartas se multiplican.

A la reina Isabel de Hungría le dice: «Reflexionad que si una de vuestras ciudades os hubiese sido arrebatada, la reconquistaríais... Pues bien, pensad en todo el territorio [cristiano] que nos ha sido tomado... Vos sabéis bien que los Otomanos que persiguen a los cristianos han arrancado a la Santa Iglesia vastos territorios». La invita, así, a realizar «il dolce mistero del santo passaggio», como Catalina gustaba llamar a las Cruzadas. A Juana, reina de Nápoles, le escribe: «Según me parece oír, el Padre Santo lo izará [el estandarte de la Cruz] contra los Turcos. Y por ello os ruego que os dispongáis, para que así todos, en bella brigada, vayamos a morir por Cristo». La expresión «bella brigada» recuerda a los que en Siena se le habían unido en santa amistad.

Aunque el texto que sigue sea algo extenso, no nos animamos a omitirlo. Está tomado de una espléndida carta que escribe al prior de los Caballeros de Rodas:

«Os escribo con deseo de veros caballero viril, despojado del amor propio de vos mismo y revestido del amor divino. Porque el caballero que se dispone a combatir sobre el campo de batalla debe estar armado con las armas del amor, que es el arma más fuerte que existe. Y no bastaría que el hombre se armase solamente de coraza y panceras; puesto que muchas veces acaecería que si no tiene las armas del amor, y el deseo de apetecer honor, y querer saber la cosa por la cual combate, apenas viese a los enemigos temería y volvería la cabeza hacia atrás. Así os digo que el alma que comienza a entrar en el campo de batalla para combatir con los vicios, con el mundo, con el demonio, y con la propia sensualidad, si no se arma con el amor de la virtud, y no lleva en la mano el acero del odio, y de la verdadera y santa conciencia fundada en amor divino, nunca combate, sino que viene a menos; y como negligente persona que está armada de la propia sensualidad se pone a yacer durmiendo en los vicios y en los pecados...

«¡Ea, virilmente, sin temor servil alguno, id a las dos batallas, que Dios os ha destinado! La primera es la batalla general dada a toda criatura que tiene en sí razón; puesto que, como estamos en tiempo de discernir el vicio de la virtud, del mismo modo estamos rodeados por nuestros enemigos, esto es, por el demonio, y por nuestra propia carne y perversa sensualidad, que siempre impugna al espíritu. Mas con el amor de la virtud y el odio de los vicios los derrotaréis.

«La otra batalla os ha sido dada, en particular, por gracia, de la cual no todos fueron hechos dignos; a esta batalla os conviene ir armados no solamente de armadura corporal, sino de armas espirituales. Que si no tuviereis las armas del amor por el honor de Dios, y el deseo de adquirir la ciudad de las desdichadas almas infieles que no participan de la sangre del Cordero, poco fruto podríais adquirir con las armas materiales.

«Y por ello quiero que con toda vuestra compañía os pongáis por objeto a Cristo crucificado, esto es, a su preciosa y dulcísima sangre, que fue derramada con tanto fuego de amor para quitarnos la muerte y darnos la vida...

«Aprended de aquel consumado y desangrado cordero que sobre la mesa de la cruz, no cuidando de fatigas ni de amarguras suyas, sino con deleite del alimento del honor del Padre y de nuestra salvación, se puso a comerlo sobre la mesa de la oprobiosa cruz. Y, enamorado del honor del Padre Eterno y de la salvación de la humana generación, está firme y constante en ella y no se mueve por fatigas ni por desgarramientos, ni injurias, ni escarnios, ni villanías, ni por nuestra ingratitud... El Rey nuestro hace como verdadero caballero que persevera en la batalla hasta derrotar a los enemigos. Y, al tomar aquel alimento, con la carne suya flagelada derrotó al enemigo de la carne nuestra; con verdadera humildad –humillándose Dios al hombre), con la pena y el oprobio derrotó a la soberbia, las delicias y estados del mundo; con su sabiduría venció la malicia del demonio. Tanto, que con la mano desarmada, atravesada y clavada en la cruz, venció al príncipe del mundo, teniendo por cabalgadura el leño de la santísima cruz.

«Vino armado este nuestro caballero con la coraza de la carne de María, cuya carne recibió en sí los embates para reparar nuestras iniquidades. El yelmo de su cabeza fue la penosa corona de espinas, hincadas hasta el cerebro. Su espada, la llaga del costado, que nos muestra el secreto del corazón... La caña en la mano por burla y los guantes de las manos y las espuelas de los pies, son las llagas bermejas de las manos y de los pies de este dulce y amoroso Verbo. ¿Y quién lo ha armado? El amor. ¿Quién lo ha mantenido firme, atravesado y clavado en la cruz? No los clavos, ni la cruz, ni la piedra, ni la tierra, mantuvieron erguida la cruz, que no se bastaban para sostener a Dios y Hombre, sino el lazo del amor por el honor del Padre y por nuestra salvación. Nuestro amor fue la piedra que los irguió y mantuvo en alto. ¿Quién será aquel, de tan vil corazón, que contemplando a este capitán y caballero que permaneció al mismo tiempo muerto y vencedor, no se quite la debilidad del corazón y no se vuelva viril contra todo adversario? Ninguno. Y por ello os dije que os pusierais por objeto a Cristo crucificado».

Catalina estaba enardecida con el proyecto de la Cruzada. Las grandes causas la apasionaban. Sus palabras y arengas nos recuerdan el espíritu y la pluma de San Bernardo, dirigiéndose a los caballeros del Temple. Ella misma hubiera querido participar:

«Mirad –decía mostrando su túnica blanca–: qué bella sería si, por amor de Jesús, la sangre la enrojeciese!». De no serle posible ir, al menos, como le dice en carta a un conde, «haremos como Moisés, que el pueblo combatía y Moisés oraba; y mientras él oraba, el pueblo vencía. Así lo haremos nosotros, siempre que nuestra oración le sea grata».

IX. Sus últimos días

La tenemos a Catalina en Roma, en una casa situada al pie del monte Pincio. Por la mañana, luego de asistir a la Santa Misa y hacer sus oraciones, venía el momento de la correspondencia. Paseando por su cuarto, deteniéndose a veces, dictaba de corrido. El secretario apenas si podía seguir el raudo fluir de sus palabras. En ocasiones debía recurrir a diversos amanuenses, dictando varias cartas a la vez. «Dictaba ya a uno, ya a otro, ya ocultando el rostro entre las manos, ya mirando al cielo con los brazos en cruz, ya entrando en éxtasis sin dejar de dictar».

Seguía siendo un alma enamorada, a ejemplo de San Pablo, mi Paoluccio, mi Pablito, como le llamaba cariñosamente, quien le había enseñado que la vida era una palio, una carrera, semejante a las que se corrían cada año en su Siena natal, y que le era preciso «cumplir en su carne lo que faltaba a la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia» (cf. Col 1, 24). Esta frase parece haber sido su divisa durante el último período de su vida. Siempre rodeada de sus discípulos, de quienes se despedía con una «santa piccola tenerezza», su amor a Jesús se iba identificando cada vez más con los intereses de la Esposa del Señor.

En las últimas semanas, sus sufrimientos fueron misteriosos, escalofriantes, ofreciéndolos como siempre por la Iglesia. «A ti, Padre eterno, ofrezco de nuevo mi vida por tu dulce Esposa; arráncame de mi cuerpo y vuélveme a mi cuerpo cuantas veces quiera tu bondad, cada vez con más dolor que la anterior, para que pueda ver la reforma de tu dulce Esposa, la santa Iglesia». Los demonios la comenzaron a acosar, según lo atestigua en una de sus últimas cartas: «Poco tiempo después empezaron los ataques de los demonios, que me causaron tal espanto que estuve a punto de volverme loca. Se ensañaron conmigo como si yo, miserable gusano de la tierra, hubiese sido la causa de que hayan perdido lo que poseían en la santa Iglesia». En la madrugada del 1º de enero de 1380 se le oyó decir: «He ahí mi cuerpo, que he recibido de ti; tómalo y haz de él un yunque sobre el que triturar sus pecados».

Veía acercarse el fin. Entonces escribió una especie de testamento espiritual: «Oh Dios eterno, acepta el sacrificio de mi vida por el cuerpo místico de la santa Iglesia. No puedo darte sino lo que tú me has dado, toma el corazón, toma ese corazón y oprímelo sobre el rostro de la Esposa». Era aquel corazón que un día le entregara Cristo en cambio del suyo.

«Entonces el Eterno –prosigue–, mirándome con benignidad, tomó mi corazón y lo apretó contra la santa Iglesia... Los demonios redoblaron su furor como si hubiesen sufrido insoportable dolor... Y ahora sólo añado: gracias, gracias sean dadas al Dios soberano y eterno que nos ha colocado en el campo de batalla para luchar como valientes caballeros por su Esposa con el escudo de la santa Fe».

Su salud empeoraba día a día. El poco alimento que era capaz de recibir le causaba dolores indecibles. Consumida por una sed ardiente, no podía tomar ni un sorbo de agua. Desde que estaba en Roma, acostumbraba ir todos los días a la basílica de San Pedro, la antigua basílica que había hecho Constantino, para rezar ante la tumba del Apóstol. Al llegar al pórtico, solía quedarse contemplando el mosaico de Giotto, que se conserva en la nueva fachada, y que representa la navicella, la nave de la Iglesia, la barca de Pedro. El pensamiento de Catalina se concentraba en este símbolo. Era la carga que pretendía llevar: la Navicella. La palabra navicella se repite una y otra vez en la oración que rezó el 18 de enero, día de la fiesta de la cátedra de San Pedro.

El 29 de enero, nos cuenta Barduccio, uno de sus discípulos, hacia la hora de Vísperas, Catalina se arrodilló ante aquel mosaico de Giotto. Sus dos grandes ojos brillaban con vivo resplandor; los labios finos se movían débilmente para rezar. Sus manos delgadas, cruzadas con fervor, semejaban la llama inmóvil de un cirio; su silueta era blanca, resplandeciente e inflamada, como una antorcha cultual. A su lado estaban arrodillados sus seguidores, rezando con ella, pero volviendo con frecuencia la mirada hacia su amada madre espiritual, la dolce venerabile mamma. De pronto la vieron caer, como abrumada por un inmenso peso. Quisieron levantarla, pero era casi imposible. Jesús había puesto sobre sus débiles hombros la Navicella, el navío de la Iglesia y todos los pecados que lleva a bordo. Era el anuncio del fin. La llevaron costosamente hasta su casa. Ya no se recuperaría más.

La vivienda donde entonces se alojaba era un pequeño cuartito cercano a la iglesia de Santa María sopra Minerva. Allí la reclinaron sobre unas tablas que le servían de lecho. Ella lamentaba que fray Raimundo no estuviese allí. Pero sí lo estaba doña Lapa, su vieja madre, junto con sus discípulos.

La Santa tenía plena conciencia de que la muerte estaba a las puertas. «Estad seguro –le dice al P. Bartolomé Dominici– de que si muero, la única causa de mi muerte es el celo por la Iglesia que me abrasa y me consume». Se despidió de sus allegados y de su madre, a quien pidió la bendijera por última vez. Ella, a su vez, le rogó a Catalina su bendición. «Tú me llamas, Señor –dijo con voz tenue–, yo voy a ir a ti. Voy a ti, no por mis méritos, sino gracias a la misericordia que imploro en virtud de tu sangre... ¡Oh Sangre! ¡Oh Sangre!». E inclinando su cabeza, murió como había deseado, «consumida de amor por la dulce Esposa de Cristo». Era el 29 de abril de 1380. Tenía 33 años.

Si bien Catalina es una santa bastante desconocida en la actualidad, sin embargo la Iglesia le ha rendido grandes honores en el curso de la historia. En 1383, su cuerpo fue solemnemente transportado a la iglesia de Santa María sopra Minerva, en Roma, y allí reposa bajo el altar mayor. La cabeza, en cambio, se conserva en su Siena querida, en la basílica de Santo Domingo, tan frecuentada por ella en sus mocedades. Fue el papa Pío II, también él oriundo de Siena, quien la canonizó el año 1461. Su fiesta litúrgica se celebra el 29 de abril. Pío IX, que tanto la veneraba, la declaró copatrona de la ciudad de Roma, juntamente con los apóstoles Pedro y Pablo. En 1939, Pío XII la proclamó Patrona de Italia, en compañía de San Francisco de Asís.

Pablo VI, por su parte, en un gesto tan insólito como trascendente, la declaró Doctora de la Iglesia Universal, junto con Santa Teresa. Decimos que fue una medida insólita ya que hasta entonces ninguna mujer había recibido tal título en la Iglesia.

En la homilía que el Papa pronunció con motivo de dicha proclamación, tras declarar que Santa Catalina se encuentra entre los más grandes y originales santos que la historia recuerda, evocó algunas de sus actuaciones apostólicas, especialmente sus denodados esfuerzos para que los Papas retornaran de Aviñón a su sede natural. «El éxito que finalmente obtuvo –dice– fue verdaderamente la obra maestra de su intensa actividad que seguirá siendo su gran gloria a lo largo de los siglos y constituirá un título muy especial al eterno reconocimiento de la Iglesia». También se refirió en su homilía a la preocupación de la Santa en favor de la reforma de la Iglesia, no entendiendo por ella «la destrucción de sus estructuras esenciales, ni la rebelión contra los Pastores, ni la vía libre a los carismas personales, ni las innovaciones arbitrarias en el culto y en la disciplina, como algunos querrían en nuestros días». Finalmente destacó el aspecto místico de su figura. Ella es, para el Papa, «la mística del Verbo encarnado y sobre todo de Cristo crucificado», así como «la mística del Cuerpo místico de Cristo».

Más recientemente, en octubre de 1999, el papa Juan Pablo II la declaró Patrona de Europa, juntamente con Santa Brígida de Suecia y Santa Teresa Benedicta de la Cruz –Edith Stein). Se unen así a los tres Patronos anteriormente proclamados, San Benito, San Cirilo y San Metodio.

Condecoraciones bien merecidas, por cierto. Cuando se considera la gran figura de Catalina, resulta inevitable sentirse pequeño, mezquino, muy poca cosa. La reciedumbre de su personalidad, el vuelo de sus proyectos, su visión grandiosa de todo, siempre a la luz de la eternidad, sus voglio viriles, hechos de sangre y de fuego, las intervenciones de Dios a lo largo de su vida, todo ello hace que su figura nos resulte gigantesca, demasiado grande, quizás. Pero Catalina fue así. Querer empequeñecerla, recortarle lo «desmesurado» a la medida de nuestra mediocridad, con la excusa de hacerla más «humana», acentuar algunos defectos o lagunas de su personalidad como para hacer perdonar su aparente desmesura, no parece honesto. Mejor es comportarse al revés: ir acostumbrando la retina a sus fulgurantes dimensiones.

Al término de la biografía que le dedica Jacques Leclercq, le arguye que es tan extraordinaria que pareciera desanimar a los que aspiran a la perfección. Pero enseguida agrega que ella nunca nos ha pedido que la imitemos. No nos será posible hacerlo, por cierto, en la excepcionalidad de su vocación, a la que correspondieron medios y caminos poco comunes. Por lo demás, no radica en ello la santidad, y por ende tampoco la imitabilidad. Cada alma tiene su derrotero, propio e intransferible. Ni siquiera a Cristo, que se dijo «Camino», hay que imitarlo materialmente. Pero lo que sí podemos imitar de Catalina es su entrega generosa e incondicional al cumplimiento de la «idea» que Dios tuvo de ella desde toda la eternidad. Eso sí está a nuestro alcance, con la ayuda de la gracia.

Obras Consultadas

Santa Catalina de Siena, El Diálogo, BAC, Madrid 1955.
Cartas Políticas, Losada, Buenos Aires 1993.
Johannes Jörgensen, Santa Catalina de Siena, Acción, Buenos Aires 1993.
M. V. Bernadot O.P., Santa Catalina de Siena al servicio de la Iglesia, Studium, Madrid 1958.
Jean Rupp, Docteurs pour nos temps: Catherine et Thérèse, Ed. P. Lethielleux, Paris 1971.
Jacques Leclercq, Santa Catalina de Siena, Patmos, Madrid 1955.

Voglio

Quiero, Señor, tu corazón doliente
–abierto el pecho como tierra arada–.
Quiero ser yunque si tu mano alzada
castiga en él la furia impenitente.

Quiero la sangre, el fuego, el refulgente
crujir de los aceros, la afilada
impaciencia de la noche silente,
y el vilo del pendón en la alborada.

Quiero el dolor materno al mediodía,
pues con dolor mi redención espero.
Los estigmas del Hijo en la agonía,
que me seáis viriles: eso quiero.

Tú, el obispo de Roma, el derrotero
de la Nave, su timón vigía,
no naufragues temblando en esta ría,
quiero verte soldado arcabucero.

Tú, Cardenal, o Rey, o acaso Nuncio,
habites en Florencia, Roma o Francia,
empápate en la luz y en el anuncio
de la Verdad que es lumbre y es fragancia.

Quiero del centinela la constancia
cuando el misterio trinitario anuncio.
O si en el canto tu loor pronuncio
me asista el don de la perseverancia.

Quiero la conversión de los herejes.
La llama que enardece esta locura
de llevar la bandera hasta la altura
en que la Cruz te abraza con sus ejes.

Esta aldeana de Siena que se empeña
en querer siempre porque Dios lo quiere,
hoy se sabe partir y es tan pequeña,
que te quiere, Señor, porque se muere.

Antonio Caponnetto