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El mejor lugar para comenzar la contemplación de la figura de San Pablo es sin duda el camino de Damasco. Allí Saulo fue herido por la flecha del amor divino, que lo arrojó al mismo tiempo de su caballo y de su orgullo. Allí fue cambiado en otro hombre, lo fue en un instante y para siempre. «Señor, ¿qué quieres que haga?» (Hch 22,10) fue su pregunta, la que lo comprometió de por vida.
Decía Hello que por esta radicalidad del cambio operado en el corazón del Apóstol, el camino de Damasco dejó de ser un mero lugar geográfico para convertirse en una locución proverbial. Su conversión fue radical, en el sentido etimológico de la palabra: sus raíces, antes hundidas en la tierra farisaica, se arrancaron de ese humus, pero no para permanecer al aire libre, sino para encontrar una nueva tierra de arraigo, Jesucristo. Y aquel hombre que había perseguido al Señor dijo que en adelante ya nada lo separaría de El.
A lo largo de estas páginas vamos a ir delineando las distintas facetas de esta rica personalidad y lo haremos recurriendo casi exclusivamente a sus propios textos. Porque en sus epístolas, Pablo, que no en vano fue llamado «el Apóstol por antonomasia», nos ha dejado, sin pretenderlo, una semblanza de lo que debe ser el apóstol de Cristo.
I. Llamada al apostolado
Numerosos son los textos paulinos que indican el alto concepto que el Apóstol tenía de su propia vocación, la indignidad de su persona en relación con una misión tan excelsa y el vigor de su confianza en Aquel que lo eligió.
1. Segregado por Dios
La caída del caballo significó para el Apóstol el punto de partida de su consideración del gran misterio de la redención. A partir de allí iría penetrando progresivamente en la profundidad del misterio de la Iglesia, en la que cada cual tiene su propia y específica vocación.
«A cada uno de nosotros –escribirá a los efesios– ha sido dada la gracia en la medida del don de Cristo... El mismo que bajó es el que subió sobre todos los cielos para llenarlo todo; y Él constituyó a unos apóstoles; a otros, profetas; a éstos, evangelistas; a aquéllos, pastores y doctores, para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la medida de la estatura que corresponde a la plenitud de Cristo» (Ef 4,7.10-13).
El misterio de la Iglesia será uno de sus temas predilectos. La concibe como un gran cuerpo, trabado y unido por diversos ligamentos, que son las operaciones de cada uno de sus miembros (cf. Ef 4,16). Pues bien, esas operaciones no quedan libradas al azar, o a la preferencia de cada miembro, sino que desde toda la eternidad han sido decididas por Dios como el aporte de cada uno de los cristianos al conjunto de la Iglesia. La misión específica que Pablo ha recibido es la de ser
«ministro en virtud de la dispensación divina a mi confiada en beneficio vuestro, para llevar a cabo la predicación de la palabra de Dios, el misterio escondido desde los siglos y desde las generaciones y ahora manifestado a sus santos» (Col 1,25-26).
La conciencia de tal vocación está siempre presente en los escritos de San Pablo. Baste, para comprobarlo, el conjunto de todas sus cartas donde, casi a modo de presentación o tarjeta de identidad, dice que es apóstol, «no de parte de los hombres, ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y por Dios Padre» (Gal 1,1); «Pablo, apóstol de Cristo Jesús por la voluntad de Dios» (Col 1,1); «Pablo, siervo de Jesucristo, llamado apóstol, segregado por el Evangelio de Dios» (Rom 1,1).
Su vocación no es el fruto de un arranque de su corazón generoso, ni de una decisión que haya dependido de la carne o de la sangre. Su vocación es algo que lo trasciende infinitamente, algo que se entronca en el corazón mismo de Dios, en la eternidad de Dios.
«Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo –escribe a los efesios–, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto en El nos eligió antes de la constitución del mundo»(Ef 1,3-4).
Pablo ha sido constituido en «heraldo, apóstol y doctor» del eterno designio de Dios, encarnado en la persona de Cristo Jesús (cf. 2 Tim 1,9.11). A la luz de esa grandiosa perspectiva cobra todo su sentido el hecho milagroso de Damasco:
«Cuando plugo al que me segregó desde el seno de mi madre, y me llamó por su gracia, para revelar en mí a su Hijo, anunciándole a los gentiles, al instante, sin pedir consejo a la carne ni a la sangre...» (Gal 1,15-16).
2. En favor de la gentilidad
El llamado de Pablo al apostolado tuvo un carácter específico y propio suyo: «Se me había confiado –dice– el evangelio de la incircuncisión» (Gal 2,7). El corazón de Pablo, ensanchado por Dios a la medida de su vocación, acabó por ser un corazón católico como pocos. Se le hubiera hecho imposible limitarse al reducido marco del pueblo de la circuncisión. Dios le había infundido la necesidad de romper la estrechez de esos marcos e ir más allá: «Me he impuesto el honor de predicar el Evangelio donde Cristo no había sido nombrado» (Rom 15,20).
En esta decisión tomada por la voluntad del Apóstol, en un todo coherente con el designio de Dios sobre él, ha de haber tenido un influjo decisivo la consideración del carácter universal de la redención de Cristo. Nada más lejos de él que la pretensión de limitar a un solo pueblo el abrazo católico y universal de Cristo.
«Porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos; testimonio dado a su tiempo, para cuya promulgación he sido yo hecho heraldo y apóstol –digo verdad en Cristo, no miento–, maestro de los gentiles en la fe y en la verdad» (1 Tim 2,5-7).
Bien sabe, sin embargo, que la catolicidad de su decisión no es el fruto de un mero acto de su voluntad, por generosa que sea. En el fondo de tal vocación late el llamado expreso de ese Dios que lo ha elegido desde toda la eternidad.
«A mí, el menor de todos los santos –escribe a los efesios–, me fue otorgada esta gracia de anunciar a los gentiles la insondable riqueza de Cristo, e iluminar a todos acerca de la dispensación del misterio oculto desde los siglos en Dios, creador de todas las cosas, para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora notificada por la lglesia» (Ef 3,8 10).
3. En la humildad de la confianza
Jamás San Pablo olvidaría su origen, jamás olvidaría que un día fue Saulo. Ya en pleno ejercicio de su ministerio no temerá llamarse a sí mismo «un aborto..., el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios» (1 Cor 15, 8-9). Toda su vida no es sino un canto de gratitud a la misericordia del Dios que lo sacó de su miseria:
«Gracias doy a nuestro Señor Cristo Jesús, que me fortaleció, de haberme juzgado fiel al confiarme el ministerio a mí, que primero fui blasfemo y perseguidor violento mas fui recibido a misericordia, porque lo hacía por ignorancia en mi incredulidad; y sobreabundó la gracia de nuestro Señor con la fe y la caridad en Cristo Jesús. Cierto es, y digno de ser por todos recibido, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores de los cuales yo soy el primero. Mas por esto conseguí la misericordia, para que en mí primeramente mostrase Jesucristo toda su longanimidad y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en El para la vida eterna» (1 Tim 1,12-16).
Sobre tan sublime comienzo, todo él producto de un acto gratuito de Dios, se fundaría la solidez del edificio de su apostolado. Pablo se gloría de haber sido escogido desde la nada, nada de sí y nada de méritos propios. No es extraño, ya que Dios se complace en elegir la necedad según el mundo para confundir a los sabios, lo que no es nada para anular lo que es, de modo que nadie pueda gloriarse de su vocación ante el Señor (cf. 1 Cor 1,27. 29.31).
«Llevamos este tesoro en vasos de barro –escribe a los corintios– para que la excelencia del poder sea de Dios y no parezca nuestra» (2 Cor 4,7).
Tal certeza le permite caminar con la seguridad de que todo lo que haga de positivo en el campo de su misión no provendrá últimamente de sí mismo, ya que «nuestra suficiencia viene de Dios» (2 Cor 3,5). Y si bien en ninguna cosa se considera inferior a los más eximios apóstoles, a Pedro o a Juan, no teme afirmar que «nada soy» (2 Cor 12,1l) La pregunta que dirigiría a los corintios, se la había dirigido primero a sí mismo: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿de qué te glorias, como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7).
A lo largo de toda su misión apostólica tendrá siempre presente la nada original de su vocación junto con la omnipotencia de Aquel que sabe sacar cosas de la nada. Sin duda ha de haber quedado muy impresionado cuando, en cierta ocasión, pidiéndole a Dios le quitara «el aguijón de su carne», que lo empujaba hacia abajo, oyó que el Señor le decía: «Te basta mi gracia, que en la flaqueza llega al colmo el poder». A lo que el Apóstol agrega: «Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo» (2 Cor 12,9).
La confianza de que podrá realizar su gran misión apostólica, soñada por Dios desde toda la eternidad, se funda así sobre la roca sólida de la humildad. Nunca tendrá temor de lanzarse a las más arduas y peligrosas empresas; resonará en su interior aquella hermosa expresión suya: «Sé en quién me he confiado» (2 Tim 1,12).
La gracia de su vocación sacerdotal y apostólica no es para Pablo un don transeunte, sino algo que le acompaña en todo su ministerio, un don permanente, que él recibiera directamente de Cristo, así como sus sucesores lo recibirán por la imposición de manos.
Vale, pues, también para ellos lo que recomienda a su discípulo Timoteo, a quien ordenara de sacerdote: «Te amonesto que hagas revivir la gracia de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos» (2 Tim 1,6). Eso es la vocación: un fuego, una brasa, que a veces puede irse apagando y es necesario reavivar. «No descuides la gracia que posees» –le dirá a Timoteo en otra ocasión (1 Tim 4,14). La gracia del apostolado es un don pero es también un acicate.
II. Enamorado de Jesucristo
El designio eterno de Dios es la razón última de la vocación de Pablo al apostolado. Posiblemente el lector habrá advertido en no pocos de los textos que ya hemos citado el lugar que ocupa la figura de Cristo en ese designio divino: «en El nos eligió» (Ef 1,4). La vocación de Pablo se hace pues incomprensible si no la consideramos a la luz del misterio de Cristo.
1. La contemplación de Cristo
Si, al decir de Santo Tomás, el apostolado es entregar a los demás lo que previamente se ha contemplado, pocos como San Pablo han sido apóstoles de manera tan cabal.
«Si es menester gloriarse, aunque no conviene –les escribe a los corintios– vendré a las visiones y revelaciones del Señor. Sé de un hombre en Cristo que hace catorce años si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, tampoco lo sé, Dios lo sabe fue arrebatado hasta el tercer cielo; y sé que este hombre si en el cuerpo o fuera del cuerpo, no lo sé, Dios lo sabe fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede decir» (2 Cor 12,1-4).
El apóstol de la evangelización ha debido ser primero el contemplador de lo inefable. En el orden de la misión evangélica no es posible hablar con eficacia si anteriormente no se ha entrevisto la inefable sublimidad del mensaje que hay que transmitir. San Pablo ha penetrado como nadie en el corazón de Dios, en el corazón de Cristo. En carta a los efesios, les comunica su propia experiencia, deseándoles
«que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, de modo que arraigados y fundados en la caridad, podáis comprender, en unión con todos los santos, cuál es la anchura, la longura, la altura y la profundidad, y conocer la caridad de Cristo, que supera toda ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios» (Ef 3,17 19).
Se trata, al parecer, de una mutua inhesión: Pablo ha penetrado en el corazón de Cristo, ha sondeado sus abismos, se ha encendido en ese horno ardiente de caridad, ha mensurado la inconmensurabilidad del amor encarnado, por una parte; pero por otra, ese Cristo ha penetrado en su corazón humano y lo ha ensanchado a la medida de su corazón divino, para hacerlo capaz de contemplar lo que no se puede ver.
Cada santo capta con más intensidad un aspecto particular de la polifacética riqueza de Cristo. Porque el misterio de Cristo es inagotable. Quizás el aspecto que contempló mejor San Pablo y se apoderó de él sea la misión recapitulatoria de Cristo, su señorío y su realeza eterna y temporal. Según la visión paulina, Dios se propuso un plan en Cristo, para que fuese realizado al cumplirse la plenitud de los tiempos, «recapitulando todas las cosas en El, las del cielo y las de la tierra» (Ef 1,10). Todo lo puso bajo sus pies, y a El lo puso por cabeza de todas las cosas, en la Iglesia, que es su cuerpo (cf. Ef 1,22-23), «para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los infiernos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Fil 2,10-11)
La totalidad de] apostolado de San Pablo no brotará sino de la contemplación de este misterio, que será el leit motiv de su diario trajinar: a la realeza de Cristo debía ordenarse la universalidad de las cosas.
«Ya el mundo, ya la vida, ya la muerte; ya lo presente, ya lo venidero, todo es vuestro les decía a los corintios; y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1 Cor 3,21-23).
De esa intuición, que va al centro del misterio de Cristo, deduciría el Apóstol todas las consecuencias para su vida interior y para su trabajo apostólico, sabiendo que Dios «nos ha de dar con El todas las cosas» (Rom 8,32).
2. La identificación con Cristo
El intenso amor que Pablo experimenta por Cristo no es sino el eco del amor que Cristo el primero le tuvo a él. Impresiona el uso sereno del pronombre personal en primera persona: «Me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20). El mismo Pablo, que con acentos tan encendidos predicara el amor universal del Redentor, sabe bien que dicho amor no se diluye en el anonimato de un rebaño numeroso sino que se vuelca con toda su fuerza infinita sobre cada uno de los fieles, concretamente sobre él: «me amó». Este amor es un amor de amistad, fundado en la gracia, la vida divina que corre por las venas del cuerpo de Cristo y por las venas del alma de Pablo.
Se produce como una suerte de transfusión de sangre, de vida, de ideas, de voluntades, desde Cristo a su apóstol amado. No resulta, pues, petulante la afirmación de San Pablo: «Nosotros tenemos el pensamiento de Cristo» (1 Cor 2,16). Es que se ha hecho uno con el Amado, como lo dejó expresado tan admirablemente en la catequesis bautismal que incluye en su carta a los romanos, cuando dice que por el bautismo hemos sido injertados en Cristo, hemos muerto con El y con El hemos resucitado (cf. Rom 6,5-9); los adjetivos que emplea precedidos por la conjunción griega syn = con (co-muertos, co-resucitados) implican una intimidad profunda, casi metafísica. No exagera lo más mínimo cuando en su carta a los gálatas afirma llevar en su cuerpo «los estigmas del Señor» Tras haber dicho: «Jamás me gloriaré a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gal 6,14).
Pablo no aspira a otra cosa que al acrecentamiento de esta identificación. Lo único que anhela es que Cristo sea glorificado en su cuerpo, ya sea viviendo, ya muriendo, «que para mí la vida es Cristo, y la muerte, ganancia» (Fil 1,21). Se trata de un proceso de identificación progresiva, que poco a poco va extinguiendo todo lo que en Pablo no es asimilable por Cristo, hasta llegar a una especie de transustanciación mística, que le permitirá decir: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,19.20).
Ha vencido el más fuerte; el más débil ha hecho suyos los pensamientos, los afectos, las voluntades de Cristo. Esto y no otra cosa es la amistad consumada. Ya nadie podrá distanciar lo que Dios ha unido.
«¿Quién nos separará del amor de Cristo? –exclama, arrebatado, en carta a los romanos– ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Según está escrito: Por tu causa somos entregados a la muerte todo el día, somos mirados como ovejas destinadas a la muerte. Mas en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque persuadido estoy que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8,35 39).
3. El apostolado en Cristo
Pablo ha quedado definitivamente polarizado en Cristo. En adelante sabe que ya coma, ya beba o ya haga cualquier otra cosa, lo hará todo para la gloria de Dios en Cristo (cf. 1 Cor 10,31). «Si vivimos, dice, para el Señor vivimos; y si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos» (Rom 14,8). Es el lenguaje del enamorado.
Propio es de la amistad amar todo lo que el amado ama. Una amistad que no llegara hasta allí estaría radicalmente falseada; no será sincera ni íntegra. Pues bien, Pablo sabe que Cristo no sólo «lo amó» a él, personalmente, sino que también dio su vida por toda la humanidad, como lo expresara en apretada frase: «Cristo nos amó y se entregó por nosotros en ofrenda» (Ef 5,2). Ese mismo Jesús le había enseñado que El se identificaba con los cristianos cuando Pablo, entre anheloso y deslumbrado, le preguntara, en el camino de Damasco, al caer del caballo: «¿Quién eres, Señor?» y El le respondiera: «Soy Jesús a quien tú persigues» (Hch 9,5).
Perseguir a los cristianos no era otra cosa que perseguir a Jesús. A partir de ese momento, el Apóstol comprendió que no podría amar a Jesús de veras si excluía de su amor a aquellos por los cuales el Señor no había trepidado en darse hasta su último aliento. La llama de su apostolado se ha encendido en el corazón generoso de Cristo, horno ardiente de caridad Al evangelizar, será Cristo quien a través de él evangelice: «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Cristo os exhortase por medio de nosotros» (2 Cor 5,20; cf. también 2 Cor 4,5). El enamorado ha encarnado la persona del amado.
III. Consumido de celo
Si Cristo, al amarnos, nos amó hasta el fin, hasta la dación suprema de su propia vida, parece obvio que el apóstol, al encarnar el amor del Amor encarnado, se sienta movido a la ofrenda total de su propio ser para la salvación de las almas.
1. La urgencia de la acción apostólica
San Pablo es todo lo contrario de un espíritu mediocre. Cuando entiende que la causa es buena, se lanza en su prosecución sin dar cabida a vacilación alguna. En la época que antecedió a su conversión, lo vemos enérgico en la lucha contra la naciente «herejía cristiana», combatiendo «con exceso», como él mismo lo reconoce, a la primitiva Iglesia, «aventajando en el celo por el judaísmo a muchos de los coetáneos de mi nación y mostrándome extremadamente celador de las tradiciones paternas» (Gal 1,13-14). Su paso era como un torbellino devastador; «perseguí de muerte esta doctrina, encadenando y encarcelando a hombres y mujeres» (Hch 22,4); obligaba a blasfemar a los prisioneros, y acosaba a los cristianos incluso en ciudades alejadas (cf. Hch 26,10-11). Seria precisamente a sus pies donde los testigos depositaron los mantos del protomártir Esteban, mientras él aprobaba su muerte (cf. Hch 7,58-60).
Una vez convertido, su celo cambia de sentido, o mejor, encuentra su verdadero sentido. Ahora su corazón se enciende en ardor apostólico, deseoso de reparar, y con creces, el mal anteriormente perpetrado. El corazón del Apóstol vibra de santa indignación al ver cómo el Amor no es correspondido, o es preterido. San Lucas relata que, en una ocasión, esperando Pablo a los suyos en Atenas, se consumía su espíritu al ver la ciudad llena de ídolos (cf. Hch 17,16). Su caridad se hace apremiante. La evangelización se le impone como una necesidad. «¡Ay de mí sí no evangelizare!» –les dice a los corintios– (1 Cor 9,16). Y en frase tajante: «La caridad de Cristo nos urge» (2 Cor 5,14).
2. Gastarse y desgastarse
El celo es como un ardor del alma. Siente celo el esposo que se considera traicionado; y en cierta manera el amigo del esposo puede compartir dicho celo. En este contexto se hace inteligible la estupenda frase del Apóstol: «Os celo con celo de Dios, pues os he desposado a un solo marido para presentaros a Cristo como casta virgen» (2 Cor 11,2).
Ante el espectáculo de tantas almas esposas de Cristo que abandonan al Esposo divino y se unen en adulterio por el pecado, Pablo arde en celo, e imitando al Buen Pastor, abandonará el refugio de su comodidad y se lanzará por las avenidas del mundo en busca de la oveja perdida. Lo afirmaría él mismo con frase que aún hoy parece conservar el calor de la brasa original:
«Siendo del todo libre, me hago siervo de todos para ganarlos a todos, y me hago judío con los judíos para ganar a los judíos. Con los que viven bajo la Ley me hago como si yo estuviera sometido a ella, no estándolo, para ganar a los que están bajo ella. Con los que están fuera de la Ley me hago como si estuviera fuera de la Ley, para ganarlos a ellos, no estando yo fuera de la ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo. Me hago débil con los débiles para ganar a los débiles; me hago todo a todos para salvarlos a todos» (1 Cor 9,19-22).
A quienes lo quieran imitar, el Apóstol no promete descanso alguno. Sólo fatiga, y más fatiga, ya que «el labrador ha de cansarse antes de percibir los frutos» –escribe a Timoteo, su discípulo en el apostolado– (2 Tim 2,6). Tal es la sabiduría de un apóstol: vivir «redimiendo el tiempo», como dice en expresión pletórica de densidad (cf. Ef 5,16). A su discípulo dilecto no le desea otra cosa que cansarse por Cristo: «Comparte las fatigas, como buen soldado de Cristo Jesús» (2 Tim 2,3).
Únicamente así merecerá que, al fin de su vida, la Iglesia pida para él la paz eterna, el reposo eterno, que descanse en paz. Sólo tendrá derecho a «descansar quien previamente se haya cansado», luchando incesantemente por la extensión del Reino de Cristo. En el pensamiento de San Pablo eso es lo único necesario, sin importarle demasiado que su trabajo sea apreciado, ni siquiera por parte de aquellos que constituyen la causa de sus desvelos: «Yo de muy buena gana me gastaré y me desgastaré por vuestras almas, aunque, amándoos con mayor amor, sea menos amado» (2 Cor 12,15).
3. Forma gregis
El apostolado de San Pablo nada tiene que ver con lo que podría ser un activismo superficial, sin ejemplaridad alguna. El pastor debe ser forma gregis y modelo de su rebaño. En caso contrario correría el peligro de «haber corrido en vano y haberse afanado en vano» (Fil 2,16). Por eso dice el Apóstol que castiga su cuerpo y lo mortifica, no sea que habiendo sido para los demás el heraldo de la fe, resulte él mismo descalificado (cf. 1 Cor 9,26-27).
San Pablo sabe por experiencia que no hay mejor predicación que la del propio ejemplo, debiendo ser nada menos que una suerte de «molde de Cristo». Esta ejemplaridad no es algo que debe acompañar el apostolado sino parte constitutiva del mismo. Ninguna escondida soberbia se oculta, pues, en la repetida invitación paulina: «Os exhorto a ser imitadores míos» (1 Cor 4,16); «sed, hermanos, imitadores míos y atended a los que andan según el modelo que en nosotros tenéis» (Fil 3,17; cf. también 1 Tes 1,6).
En este sentido se podría decir que el apostolado de San Pablo hace escuela, y escuela tradicional, es decir, basada en una transmisión de doctrina y de vida, que se comunica de generación en generación, casi como por ósmosis. «Lo que de mí oíste ante muchos testigos –le escribe a Timoteo–, encomiéndalo a hombres fieles capaces de enseñar a otros» (2 Tim 2,2).
Pablo se nos muestra como el formador perfecto. Jamás se precipitará «en imponer las manos a nadie» (1 Tim 5,22). Jamás pondrá freno a los que trabajan seriamente en la predicación y la enseñanza, según aquella expresión bíblica que hizo suya: «No pondrás bozal al buey que trilla» (1 Tim 5,18). Y así podrá gloriarse de las almas que ha engendrado para Cristo, al ver su fe viva y su caridad ardorosa, al comprobar su paciencia y su fe en las tribulaciones (cf. 2 Tes 1,3-4), se gozará al ver cómo sus hijos son cual lirios en medio de una generación mala y perversa «como antorchas en el mundo, llevando en alto la palabra de vida» (Fil 2,15-16)
Ninguna alegría parece más legítima para el Apóstol que la que se deriva de su satisfacción al contemplar los frutos de su trabajo, al constatar que sus hijos han entendido que su palabra no era palabra humana sino palabra de Dios (cf. 1 Tes 2,13), al ver como la gracia que en favor de muchos se le había concedido, sea de muchos agradecida por su causa (cf. 2 Cor 1,1l). «¿No sois vosotros mi obra en el Señor? Si para otros no soy apóstol, a lo menos para vosotros lo soy, pues sois el sello de mi apostolado en el Señor» (1 Cor 9,12). Y así como Pablo recibe la admiración de los hijos de sus entrañas, así puede también él admirar la obra de sus manos: «somos vuestra gloria, como sois vosotros la nuestra» (2 Cor 1,14).
IV. Sobrenaturalmente fecundo
San Pablo se siente inextricablemente ligado con sus hijos en el espíritu. Enamorado como está de Jesucristo, no le resulta posible despreocuparse de aquellos por los que Cristo entregó la última gota de su vida. Tal es el consejo que les da a los presbíteros de Éfeso: «Mirad por vosotros y por todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos para apacentar la Iglesia de Dios, que El adquirió con su sangre» (Hch 20,28). Un precio demasiado caro para dejar indiferente a un corazón ardoroso como el del Apóstol.
1. Entrañas paternales
San Pablo fue, evidentemente, un maestro, un jefe. Sin embargo su relación con sus fieles no es tanto la del doctor con sus alumnos, ni la del caudillo con sus súbditos, sino la del padre con sus hijos: «Pues aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, pero no muchos padres, que quien os engendró en Cristo por el Evangelio fui yo» (1 Cor 4,15).
Sin duda que no deja de ser cautivante esta analogía de la paternidad. Pero aun ella le resulta demasiado débil para expresar la intensidad de su amor. Quiere ser más que un padre, quiere llegar a ser madre de sus fieles. «¡Hijos míos, les dice, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros!» (Gal 4,19). La expresión tan vigorosa, nos trae el recuerdo de la Santísima Virgen que, aun cuando sin dolores, engendró físicamente al Cristo que Pablo seguirá engendrando místicamente en el alma de los creyentes.
Pero la maternidad paulina no termina en la gestación de Cristo:
«Mientras vivimos estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal. De manera que en nosotros obre la muerte; en vosotros, la vida» (2 Cor 4,11 12).
Como una madre a la que se le extrae sangre para transfundírsela a su hijo, al tiempo que ve cómo éste recobra vida y color, ella va empalideciendo y debilitándose. Lo dice el Apóstol en otro lugar: «Nos gozamos siendo nosotros débiles y vosotros fuertes. Lo que pedimos es vuestra perfección» (2 Cor 13,9).
Es oficio propio de los padres no sólo engendrar a sus hijos sino también alimentarlos. Por eso, dice el Apóstol,
«aun pudiendo hacer pesar sobre vosotros nuestra autoridad como apóstoles de Cristo, nos hicimos como pequeñuelos y como nodriza que cría a sus niños; así, llevados de nuestro amor por vosotros, queremos no sólo daros el Evangelio de Dios, sino aun nuestras propias vidas: tan amados vinisteis a sernos» (1 Tes 2,7-8).
Sólo un padre o una madre sabe el alimento que necesitan sus hijos. Lo mismo acaece en el orden sobrenatural: a veces se necesitan alimentos sólidos, a veces alimentos tiernos. Los corintios, por ejemplo, hijos tan amados de San Pablo, eran aún demasiado débiles:
«Y yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, no os di comida, porque aún no la admitíais» (1 Cor 3,1-2).
Todas las exhortaciones que el Apóstol dirige a los destinatarios de sus cartas no brotan sino de sus entrañas paternales. Así lo dice expresamente a los tesalonicenses (cf. 1 Tes 2,11-12). Su actitud es la que especifica al apóstol que quiera de veras ser tal: «No busco vuestros bienes, sino a vosotros; hijos los que deben atesorar para los padres, sino los padres para los hijos» (2 Cor 12,14).
2. La correspondencia del amor
El Apóstol no esconde la ternura que experimenta por aquellos a los que ha engendrado en el Señor. Sus hijos son para él como una carta escrita con su propia mano, una carta de Cristo escrita en su corazón (cf. 2 Cor 3,2). Sus hijos son su esperanza, su gozo, su corona de gloria ante Cristo (cf. 1 Tes 2,19-20). Cuando Pablo está prisionero, dice estarlo por amor de sus hijos (cf. Ef 3,1).
«Así es justo que sienta de todos vosotros, pues os llevo en el corazón; y en mis prisiones, en mi defensa y en la confirmación del Evangelio, sois todos vosotros participantes de mi gracia. Testigo me es Dios de cuánto os amo a todos en las entrañas de Cristo Jesús» (Fil 1,7-8).
Por las epístolas de San Pablo advertimos en cuán alto grado sus hijos correspondían al amor del padre. Pablo no disimula que esperaba esa devolución de amor. Nada tiene ello de denigrante, ni mucho menos. Un padre o una madre tienen derecho a que su amor sea correspondido. «Dadnos cabida en vuestros corazones –les dice–... ya antes os he dicho cuán dentro de nuestro corazón estáis para vida y para muerte» (2 Cor 7,2-3). Un apóstol no puede ser insensible al amor de sus hijos, si bien no debe hacer que su entrega a ellos dependa del agradecimiento que pueda recibir. En ese sentido San Pablo es tajante:
«Grande fue mí gozo en el Señor desde que vi que habéis reavivado vuestro afecto por mí. En verdad sentíais interés, pero no teníais oportunidad para manifestarlo. Y no es por mi necesidad por lo que os digo esto, pues aprendí a bastarme con lo que tengo. Sé pasar necesidad y sé vivir en la abundancia; a todo y por todo estoy bien enseñado a la hartura y al hambre, a abundar y a carecer. Todo lo puedo en aquel qué me conforta. «Sin embargo, habéis hecho bien tomando parte en mis tribulaciones» (Fil 4,10-4).
Aun cuando Pablo está dispuesto a desgastarse, a agotarse por sus hijos, incluso en el caso de no esperar de ellos retribución alguna, sin embargo su corazón humano no deja de acusar recibo del eco que su amor suscita en el corazón de sus hijos: «Yo mismo testifico –les dice a las gálatas –, que de haberos sido posible, los ojos mismos os hubierais arrancado para dármelos» (Gal 4,15).
3. Presencia y memoria
Las cartas de San Pablo son todas ellas producto de su amor apostólico. «Ved con qué grandes letras os escribo de mis propias manos!», les dice casi infantilmente a los gálatas (Gal 6,11). Pero más allá de la unión que entabla la correspondencia epistolar, el Apóstol ansía ver físicamente a sus hijos lejanos. «Hermanos –les escribe a los tesalonicenses–, privado de vosotros por algún tiempo, visualmente, aunque no con el corazón, quisimos ardientemente volver a veros cuanto antes» (1 Tes 2,17). Y no ocultaba su consuelo cuando recibía la visita de alguno de sus hijos, no sólo por el gusto de volver a verlo, sino también por las noticias que le traía de los demás (cf. 2 Cor 7,6-7).
A veces se piensa que el sacerdote debe ser un hombre frío, y que cualquier expresión de calor humano sería en él un signo de sensiblería, Pablo, el apóstol de hierro, el hombre marcial y aguerrido, no cree rebajarse al escribir a los romanos: «Espero veros al pasar, cuando vaya a España, y ser allá encaminado por vosotros, después de haberme llenado primero un poco de vosotros» (Rom 15,24).
Y si no le es posible ver a sus hijos, al menos los quiere tener siempre presentes en la memoria. Cómo se encuentran, con qué paciencia soportan las tribulaciones; tales o semejantes pensamientos parecieran estar constantemente en la mente del Apóstol.
«No pudiendo sufrir ya más –escribe a los tesalonicenses–, he mandado a saber de vuestro estado en la fe, no fuera que el tentador os hubiera tentado y se hiciese vana nuestra labor. Ahora, con la llegada de Timoteo a nosotros y con las buenas noticias que nos ha traído de vuestra fe y caridad, y de la buena memoria que siempre tenéis de nosotros, deseando vernos lo mismo que yo a vosotros, hemos recibido gran consuelo por vuestra fe en medio de todas nuestras necesidades y tribulaciones. Ahora ya vivimos, sabiendo que estáis firmes en el Señor. ¿Pues qué gracias daremos a Dios en retorno de este gozo que por vosotros disfrutamos ante nuestro Dios, orando noche y día con la mayor instancia por ver vuestro rostro y completar lo que falte a vuestra fe?» (1 Tes 3,4-10).
Para un sacerdote es siempre consolador recorrer, postrado ante el sagrario, la lista de sus hijos, presentes o ausentes, y hacer memoria de ellos en la presencia del Señor, uno por uno, pensando en sus necesidades, en las pruebas por las que estarán pasando, sufriendo con sus sufrimientos y gozándose con sus victorias. Así lo hacía San Pablo:
«Damos siempre gracias a Dios por todos vosotros y recordándoos en nuestras oraciones, haciendo sin cesar ante nuestro Dios y Padre memoria de la obra de vuestra fe, del trabajo de vuestra caridad, y de la perseverante esperanza en nuestro Señor Jesucristo, sabedores de vuestra elección hermanos amados de Dios» (1 Tes 1,2-4).
Lo repite en diversas ocasiones: señal de que en él era un hábito. Testigo me es Dios dice por ejemplo a los romanos, «que sin cesar hago memoria de vosotros» (Rom 1,9). Y en sus cartas no desdeña aludir a personas concretas, como a Febe a Prisca y Aquila, a Andrónico, sus primicias en Cristo (cf. Rom 16,1-16).
Tal presencia mutua del Apóstol y de sus hijos, presencia física o presencia por la memoria, va creando una verdadera comunidad sobrenatural de sentimientos entre el padre y los hijos. Por eso San Pablo escribe con tanta frecuencia a las comunidades que ha engendrado, sobre todo cuando él está en medio de alguna gran tribulación o ansiedad, «para que conozcáis el gran amor que os tengo» (2 Cor 2,4); «pues si somos atribulados es para vuestro consuelo y salud; si somos consolados, es por vuestro consuelo» (2 Cor 1,6). Su fórmula de llorar con los que lloran, de alegrarse con los que se alegran (cf. Rom 12,15), enuncia una de las características de su estilo apostólico «pues mi gozo es también el vuestro» –les escribe a los corintios– (2 Cor 2,3); «¿Quién desfallece que yo no desfallezca? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrase?» (2 Cor 11,29).
San Pablo ha querido expresar la intensidad de su amor engendrante, recurriendo a una expresión verdaderamente atrevida cuando dice que desearía ser él mismo anatema de Cristo por sus hermanos (cf. Rom 9,3). Su amor a Cristo y su amor a los miembros del cuerpo de Cristo tironeaban al Apóstol en direcciones aparentemente contrarias.
Siglos más adelante diría San Martín de Tours, al ver que se acercaba la hora de su muerte, que si bien le gustaría morir para unirse con Cristo, sin embargo, si aún era necesario al pueblo de Dios, no se rehusaba al trabajo. Algo semejante encontramos en San Pablo:
«Y aunque vivir en la carne es para mí trabajo fructuoso, todavía no sé qué elegir. Por ambas partes me siento apretado, pues de un deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor, por otro, quisiera permanecer en la carne, que es más necesario para vosotros» (Fil 1, 22-24).
V. Maestro de la Verdad
Repetidas veces se refleja en las epístolas paulinas la predilección del Apóstol por la tarea evangelizadora, especialmente a través de la predicación y de la docencia. Abordemos este aspecto de su fisonomía apostólica.
1. Fidelidad al depósito
El Apóstol tiene clara conciencia de que su enseñanza lo trasciende. La doctrina cristiana no es el producto de una elaboración puramente humana
«Os hago saber, hermanos –escribe a los gálatas–, que el evangelio por mí predicado no es de hombres, pues yo no lo recibí o aprendí de los hombres, sino por revelación de Jesucristo» (Gal 1,11-12).
Eso es lo que los hombres deben ver en los apóstoles: ministros de Dios y dispensadores de los misterios trascendentes de Dios. Y «lo que en los dispensadores se busca es que sean fieles» (1 Cor 4,1-2). Por eso San Pablo recomienda insistentemente a su discípulo Timoteo que permanezca en lo que ha aprendido y le ha sido confiado, considerando de quién lo aprendió (cf. 2 Tim 3,14), y que guarde con cuidado el buen depósito (cf. 2 Tim 1,14).
El Apóstol juzga con extrema severidad a quienes, pretendiéndose apóstoles de Cristo, en vez de adherirse más y más a la doctrina del Señor, enseñan otras cosas de su propia cosecha, suscitando en el cuerpo de la Iglesia toda clase de contiendas, blasfemias y suspicacias; tal es la huella que dejan los hombres «privados de la verdad» (cf. 1 Tim 6,3-5). A los gálatas, que parecían apartarse de la doctrina que Pablo les había enseñado, les escribe estas duras frases:
«Me maravillo de que tan pronto, abandonando al que os llamó en la gracia de Cristo, os hayáis pasado a otro evangelio. No es que haya otro; lo que hay es que algunos os turban y pretenden pervertir el evangelio de Cristo. Pero aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema. Os lo he dicho antes y ahora de nuevo os lo digo: Si alguno os predica otro evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema» (Gal 1,6-9).
2. El oficio del sabio: exponer y refutar
Enseña Santo Tomás que la misión propia del que posee la sabiduría es enseñar la verdad y refutar el error. La mera exposición de la verdad sin la refutación de los errores a ella contrarios no resulta suficiente, pues en tal caso frecuentemente el discípulo quedaría inerme frente a las objeciones que se le presentan, con el consiguiente detrimento de la doctrina que ha aprendido.
A. Exponer la verdad
San Pablo es un apóstol lleno de sabiduría. Lo veremos, pues, ejerciendo el primer cometido del sabio: la enseñanza de la verdad. Cristo no lo ha enviado tanto para la administración de los sacramentos cuanto para la evangelización de los pueblos, les dice a los corintios (cf. 1 Cor 1,17). El celo que lo devora es la causa de su actividad magisterial. Sabe esto por lógica perfecta: «Todo el que invocare el nombre del Señor será salvo. Pero, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? Y ¿cómo creerán en aquel del cual no han oído hablar? Y ¿cómo oirán si nadie les predica?» (Rom 10,13-14).
Su exposición de la doctrina no es sino la redundancia de esa fe viva que anida en sus entrañas: «Creí, por eso hablé» (2 Cor 4,13). No es la predicación paulina una predicación basada en la sublimidad de la elocuencia de la que, al parecer, carecía el Apóstol; mejor así, pues entonces quedaría bien en claro que la fe de sus hijos no se «apoyaba en sabiduría humana alguna sino sólo en el poder de Dios» (cf. 1 Cor 2,1-5).
Sin embargo, y con ironía verdaderamente divina, afirma que sus palabras contienen una sabiduría superior, que trasciende toda presunta sabiduría humana.
«Hablamos entre los perfectos una sabiduría que no es de este siglo, ni de los príncipes de este siglo, abocados a la destrucción; sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida.... que no conoció ninguno de los príncipes de este siglo» (1 Cor 2,6.8).
Las dialécticas profanas y seculares sólo sirven para desvirtuar la cruz de Cristo; porque la doctrina de la cruz es locura para los impíos (cf. 1 Cor 1,17-18).
Para predicar de este modo, que es como San Pablo quiere que prediquen sus hijos sacerdotes (cf. 1 Tim 4,13-16) es menester nutrirse en la verdad, o como le dice a Timoteo, «en las palabras de la fe y de la buena doctrina que has seguido» (1 Tim 4,6). Nada de oscuridades, so pretexto de una presunta profundidad. Lo importante es la fidelidad a la doctrina y el valor para no retacear su integridad.
Así debe ser el predicador cristiano, un hombre lleno de coraje, franqueza y libertad. Pablo pide a los efesios que rueguen por él para que «al abrir mi boca, se me conceda la palabra para dar a conocer con franqueza el Misterio del Evangelio, del que soy embajador encadenado para anunciarlo con toda libertad y hablar de él como conviene» (Ef 6,19-20). Nada más lejos del apóstol que la vergüenza mundana del tímido y del cobarde (cf. 2 Tim 2,15).
¡Cuán sintomático de un estilo semejante, cuán solemne aquel momento en que, entrando Pablo en el Areópago de Atenas, sede de la inteligencia de su tiempo, ocupada en oír la última novedad, anuncia valientemente el Dios desconocido! (cf. Hch 17,19-23). Conocían todas las novedades, menos la Buena Nueva...
B. Refutar el error
Porque, como dijimos antes, no basta con exponer la verdad. Bastaría, si en el mundo la verdad no fuese contradicha. Pero bien sabemos que está lejos de ser así. Lo que San Pablo predica acerca de los últimos días, de esos tiempos difíciles en que aparecerán falsos doctores «que siempre están aprendiendo sin lograr llegar jamás al conocimiento de la verdad» (2 Tim 3,7) es una realidad que se verifica en todos los tiempos. Siempre habrá gente satisfecha con sentirse en búsqueda y juzgando que todo hallazgo es un acto de soberbia intelectual. De ahí la solemnidad con que San Pablo le dice a su discípulo Timoteo:
«Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, por su aparición y por su reino: Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, vitupera, exhorta con toda longanimidad y doctrina, pues vendrá tiempo en que no sufrirán la sana doctrina; antes, por el prurito de oír, se amontonarán maestros conforme a sus pasiones y apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas. Pero tú sé circunspecto en todo, soporta los trabajos, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio» (2 Tim 4,1-5).
Nada peor para un apóstol que intentar conformarse «a este siglo» (Rom 12,2). El apóstol deberá tener el coraje fruto de la caridad de corregir a los que faltan o yerran, incluso, si fuese menester, «delante de todos para infundir temor a los demás» (1 Tim 5,20). Deberá prevenir a sus fieles para que no se dejen engañar con falacias barnizadas de filosofías, fundadas en elementos mundanos y no en Cristo (cf. Col 2,8);
«para que ya no seamos niños, que fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina por el juego engañoso de los hombres, que para seducir emplean astutamente los artificios del error, sino que, al contrario, abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad» (Ef 4,14-15).
Deberá prevenir a sus hijos contra los falsos apóstoles, esos obreros engañosos que se disfrazan de apóstoles de Cristo, que hablan con un vocabulario religioso y teológico pero vaciado de contenido, secularizado, «pues el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (cf. 2 Cor 11,13-14). Deberá controlar que no se infiltren en su rebaño los sembradores de errores (cf. 1 Tim 1,3-6). Deberá proclamar con claridad y valentía que no hay consorcio posible entre la justicia y la iniquidad, entre la luz y las tinieblas, entre Cristo y Belial, entre el templo de Dios y los ídolos (cf. 2 Cor 6,15-16). Deberá, incluso, tener la caridad de corregir fraternalmente a las autoridades religiosas, cuando obran de manera reprensible, por el mal que su comportamiento puede provocar en los fieles (cf. Gal 2,11-13).
En el fondo de un hombre de este temple, que no ante el poder en apariencia avasallante del error, palpita un alma fuerte, sólida y vibrante, capaz de clamar: «No me avergüenzo del evangelio» (Rom 1,16). Un alma de apóstol, que sabe que no es el mundo el que ha de juzgar a los santos, sino que son los santos los que han de juzgar al mundo (cf. 1 Cor 6,2); y por tanto su lenguaje no será el de «Sí y No» a la vez, porque Cristo no ha sido «Sí y No», sino puro «Sí» (cf. 2 Cor 1,18-20). «De este modo, desechando los tapujos vergonzosos, no procediendo con astucia ni falsificando la palabra de Dios, manifestamos la verdad» (2 Cor 4,2), porque «no somos como muchos, que trafican la palabra de Dios» (2 Cor 2,17). Un apóstol así es un señor, un varón que «predica con gran libertad al Señor» (Hch 14,3), a pesar de todas las oposiciones que la verdad le suscitará. Porque, como genialmente diría San Agustín, la verdad necesariamente engendra el odio.
De ahí que San Pablo estuviera tan lejos de toda demagogia. El no buscaba el favor de los hombres sino el favor de Dios, sabiendo que si buscase agradar a los hombres, ya no sería servidor de Cristo (cf. Gal 1,10). Por eso no teme contrariar a los corintios diciéndoles que no se engañen; que si alguno cree que es sabio según este siglo, se haga necio para llegar a ser realmente sabio, «porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios» (1 Cor 3,19). Nada, pues, de acomodos. Ya pueden los judíos pedir señales, ya pueden los griegos buscar sabiduría; Pablo no vacilará en predicar a Cristo crucificado, «escándalo para los judíos, locura para los gentiles» (1 Cor 1,23).
La historia de la Iglesia nos enseña que muchas veces los apóstoles de Cristo han querido caer bien a los hombres, halagándoles sus instintos. Y así a los ricos les hablaban contra los pobres, a los pobres contra los ricos, a las mujeres sobre la liberación femenina, etc. También en esto la docencia de San Pablo es perdurable, Al marido le dirá, sí, que es cabeza de la mujer, pero al mismo tiempo le dirá que debe imitar a Cristo y amar a su mujer como Éste amó a su Iglesia (cf. Ef 5,23.29.32). A la mujer le dirá que debe someterse a su marido, como a Cristo. A los hijos les dirá que obedezcan a sus padres, y a los padres, que no provoquen a ira a sus hijos; a los sirvientes, que obedezcan a sus señores; a los patrones, que den a sus sirvientes lo justo (cf. Ef 6,1.4.9; Col 3,18-22; 4,1; 1 Tim 6,17-19).
«Así hablamos, no como quien busca agradar a los hombres sino sólo a Dios, que prueba nuestros corazones. Porque nunca, como bien sabéis, hemos usado de lisonjas ni hemos procedido con propósitos de lucro. Dios es testigo; ni hemos buscado la alabanza de los hombres, ni la vuestra, ni la de otros» (1 Tes 2,4-6).
VI. Corazón magnánimo
Una de las características más relevantes del corazón de San Pablo es la magnanimidad. Desde su juventud, el orgullo había penetrado hasta la médula de sus huesos. Y éste fue el hombre elegido. Porque Dios rechaza a los tibios. Pablo no era tibio ni mediocre. Las naturalezas grandes poseen recursos grandes, y cambian según son; son enteras, y cambian enteramente. Su orgullo, vaciado por la humildad, se transformó en magnanimidad.
1. Visión grande del Cristianismo
A veces los apóstoles de Cristo tienen una visión estrecha y raquítica del cristianismo, que quieren achicado a la medida de su corazón mezquino. No deja de ser admirable cómo San Pablo, aun escribiendo sus epístolas a cristiandades que vivían en torno a pequeñas polémicas, propias de almas pusilánimes, jamás se dejó atrapar por ellas sino que siempre se elevó al nivel de la grandeza.
Así, escribiendo a los colosenses, se remonta, por encima de toda minucia, a una visión propiamente divina de la historia de la salvación: «Porque en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades; todo fije creado por Él y para Él. Él es antes que todo y todo subsiste en Él. Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia; Él es el principio, el primogénito de, los muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas. Y plugo al Padre que en Él habitase toda la plenitud y por Él reconciliar consigo todas las cosas en Él, pacificando con la sangre de su cruz así las de la tierra como las del cielo» (Col 1, 16 20),
Y en carta a los corintios:
«Cómo en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados. Pero cada uno en su propio rango: las primicias, Cristo; luego, los de Cristo, cuando El venga; después será el fin, cuando entregue a Dios Padre el reino, cuando haya destruido todo principado, toda potestad y todo poder. El último enemigo destruido será la muerte, pues ha puesto todas las cosas bajo sus pies. Pues preciso es que El reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies. Cuando dice que todas las cosas le están sometidas, es evidente que con excepción de Aquel que le sometió todas las cosas; antes cuando le queden sometidas todas las cosas, entonces el mismo Hijo se someterá a quien a El todo se lo sometió, para que Dios sea todo en todas las cosas» (1 Cor 15, 22-28; cf. también 15, 55-57).
Pareciera que estuviese siempre mirando la historia y sus acontecimientos, grandes o pequeños, desde el punto de vista de Dios, con los ojos de Dios. Jamás el Apóstol se perderá en el detalle. Aun las cosas más nimias, las considerará dentro de una perspectiva grandiosa. Su visión va del Génesis al Apocalipsis, abarcando todo el designio de Dios. Cumple de veras aquello que recomendaba a los colosenses, de buscar las cosas de arriba, donde está Cristo, como Señor de la historia, sentado a la diestra de Dios (cf. Col 3,1).
Su corazón, ensanchado a la medida del corazón de Cristo, vive en el éxtasis de la grandeza: «¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!... Porque de Él, y por Él, y para Él son todas las cosas» (Rom 11,33.36). Se comprende que moviéndose en un ámbito tan excelso haya experimentado con tanto verismo el contemptus mundi, menospreciando todo lo que los hombres reputan por ganancia: «Todo lo tengo por pérdida a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo» (Fil 3,7-8).
El Apóstol siente que no puede estar en lo pequeño, en lo trivial, ya que en sus manos ha sido puesto algo grande, todo el misterio de Cristo, todo el designio de Dios, que por Cristo ha reconciliado a la humanidad: «Nos ha confiado el misterio de la reconciliación... puso en nuestras manos la palabra de reconciliación» (2 Cor 5,18.19).
2. Expresiones de magnanimidad
Los escritos del Apóstol rebosan de este espíritu contagiosamente grande. Grande y agrandante de sus oyentes o lectores.
«Os abrimos, ¡oh corintios, nuestra boca, ensanchamos nuestro corazón; no estáis al estrecho en nosotros, lo estáis en vuestras entrañas; pues para corresponder de igual modo, como a hijos os hablo; ensanchaos también vosotros» (2 Cor 6,11 13).
La palabra «abundancia» brota con frecuencia de su corazón exuberante: así como abundó el pecado, sobreabunda la gracia (cf. Rom 5,20); «abundad en toda buena obra» –escribe a los corintios– (2 Cor 9,8). Una abundancia a la que no obsta el hecho de que nada hayamos traído al mundo y nada podamos llevarnos de él... fuera de Cristo y de su gracia (cf. 1 Tim 6,7-8). Ese espíritu de abundancia sobrenatural vence a la misma decrepitud natural, producto necesario de los años, «por lo cual no desmayamos, sino que mientras nuestro hombre exterior se corrompe, nuestro hombre interior se renueva de día en día» (2 Cor 4,16).
Porque en Cristo todo se ha hecho nuevo, nada queda en el fiel de la vejez ruinosa (cf. 2 Cor 5,17), salvo la antigüedad que añeja el espíritu, como al vino lo hace exquisito. El Apóstol, ensanchado en su corazón exuberante, abundoso, siempre joven aunque cada vez más añejo, alcanza así la perfecta libertad, ya que Cristo lo ha hecho libre de toda servidumbre (cf. Gal 5,1), sólo súbdito de la grandeza de su misterio.
Quisiéramos destacar una de las manifestaciones más hermosas del espíritu magnánimo que caracterizó a San Pablo: lo que él llama «la solicitud de todas las iglesias» (cf. 2 Cor 11,28). Desde su conversión supo que el Señor lo destinaba a llegar lejos, hasta los confines del mundo: «Yo quiero enviarte a naciones lejanas» (Hch 22,21); «te he hecho luz de las naciones (Hch 13,47). Se sabe el apóstol no de una facción sino de la totalidad, apóstol católico, universal, que se debe tanto a los griegos como a los bárbaros, a los sabios como a los ignorantes (cf. Rom 1,14); sabe que ha recibido la misión del apostolado en orden a promover la obediencia de la fe, para gloria del nombre de Cristo, en todas las naciones (cf. Rom 1,5). «Tengo, pues, de qué gloriarme en Cristo Jesús... Desde Jerusalén hasta la Iliria y en todas direcciones lo he llenado todo del evangelio de Cristo» (Rom 15,17.19).
Pablo sufrió lo que Pemán llamara, refiriéndose a San Francisco Javier, «la impaciencia de los límites». Su espíritu de fuego está volcado no tanto a la consideración de lo que ya ha hecho, sino de lo que queda por hacer, está volcado hacia adelante: «Dando al olvido a lo que ya queda atrás, me lanzo tras lo que tengo delante, hacia la meta, hacia el galardón de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús» (Fil 3,12-14) lejos de toda pusilanimidad
La grandeza de sus miras y aspiraciones en modo alguno lo inclinó a vivir en la abstracción de lo irreal, de la utopía. El hombre que exploró las medidas del corazón de Cristo, el que subió hasta el tercer cielo y oyó palabras inefables, es el mismo que recomienda a Timoteo no beber agua sola sino mezclar un poco de vino, porque su discípulo sufre del estómago (cf. 1 Tim 5,23), el que escribe a los tesalonicenses pidiéndoles que cuando alguno de ellos lo visite le traiga el capote y los libros que olvidó en Tróade, en casa de Carpio (cf. 2 Tim 4,13), el que escribe a los efesios pidiéndoles que no se embriaguen con vino... sino que se llenen del Espíritu (cf. Ef 5,18). Tales nimiedades en manera alguna lo apartaban del panorama magnífico que lo había seducido.
La magnanimidad del Apóstol lo llevó a evitar a todo trance que sus hijos, que tanto lo amaban, se polarizasen en torno a él. No quería que dijesen:
«Yo soy de Pablo, mientras otros decían: Yo soy de Apolo. Yo planté, Apolo regó; pero quien dio el crecimiento fue Dios. Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento. El que planta y el que riega son iguales; cada uno recibirá su recompensa conforme a su trabajo. Porque nosotros sólo somos cooperadores de Dios, y vosotros sois arada de Dios, edificación de Dios. Según la gracia de Dios que me fue dada, yo, como sabio arquitecto, puse los cimientos, otro edifica encima. Cada uno mire cómo edifica, que cuanto al fundamento, nadie puede poner otro sino el que está puesto, que es Jesucristo» (1 Cor 3,4-11).
Lo único importante, lo único grande es Cristo. Haciendo eco a la frase del Bautista, «conviene que El crezca y que yo disminuya, Pablo no pretenderá para sí otra cosa que diluirse, de modo que también los demás se centren y se apoyen en solo Cristo, la única roca. Obrar de otra manera sería querer estrechar lo que es grande. Y Cristo es demasiado grande, no se divide (cf. 1 Cor 1,12-15). Por desgracia esta actitud es poco frecuente ya que, como constataba el Apóstol, «todos buscan sus intereses, no los de Jesucristo» (Fil 2,21).
No hay cosa que achique más el corazón de un apóstol que el sumergirse en minucias bobas, creyendo que se trata de cosas serias e importantes. San Pablo nos ha dejado preciosas enseñanzas a este respecto. A los judaizantes los juzga como empequeñecedores del cristianismo, que debe ser grande, católico. Jamás entraría en ese juego (cf. Gal 2,4). Y a Timoteo le recomienda insistentemente no ocuparse en disputas vanas (cf. 2 Tim 2,14), evitar las parlerías que son como una gangrena (cf. 2 Tim 2,16 17), desechar las fábulas profanas y «los cuentos de viejas» (1 Tim 4,7), huir de las cuestiones necias y tontas, que engendran altercados (cf. 2 Tim 2,23).
El apóstol que da importancia a lo que no es importante, estrecha su corazón, lo mezquina. Otra actitud que achica el espíritu es la del apóstol que, impresionado por la experiencia del mal, cuyo triunfo es evidente en un número tan grande de personas, queda tan decaído que empieza a dudar de la victoria final del bien. A tal apóstol, tan semejante a los discípulos de Emaús, le dice San Pablo: «No te dejes vencer del mal, antes vence al mal con el bien» (Rom 12,21). Sólo así será vigoroso. No sumergiéndose en nimiedades, ni dejándose impresionar por la aparente supremacía del mal, valorando más un gramo de gracia que una tonelada de pecados, sólo así el apóstol llegará a ser sostén para los demás. Porque «los fuertes debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles» (Rom 15,1).
VII. Combatiente de Cristo
El apostolado paulino es un apostolado con todas las características de la milicia. San Pablo es un apóstol militante. Sus cartas semejan a veces partes de guerra. El temple de su alma es el de un soldado al servicio de la Realeza de Cristo. Los enemigos de Cristo son sus propios enemigos. Su espiritualidad pareciera preludiar la que, siglos después, animaría a los caballeros de las Cruzadas.
1. El buen combate
No deja de ser sintomático el lugar que ocupa el vocabulario castrense en las instrucciones que Pablo envía a su hijo predilecto, el obispo Timoteo. La doctrina que le ha enseñado, le dice, merece su defensa, «pues por esto penamos y combatimos» (1 Tim 4,10). La dedicación a la milicia apostólica es excluyente: «El que milita para complacer al que lo alistó como soldado, no se embaraza con los negocios de la vida» (2 Tim 2,4).
El apostolado incluye un elemento agonal, y parece exigir el esfuerzo que requiere el competir en un estadio, donde sólo es coronado el que compite con energía (cf. 2 Tim 2,5). «Te recomiendo –le dice a Timoteo– que sostengas el buen combate» (1 Tim 1,18), «combate los buenos combates de la fe» (1 Tim 6,12). Para lo cual necesitará una buena dosis de fortaleza, esa virtud tan amada por el Apóstol: «No te avergüences jamás del testimonio de nuestro Señor y de mí, su prisionero; antes conlleva con fortaleza los trabajos por la causa del Evangelio, en el poder de Dios» (2 Tim 1,8); «tú, pues, hijo mío, fortalécete en la gracia de Cristo Jesús» (2 Tim 2,1).
En realidad, San Pablo considera que todo cristiano está llamado a tomar parte en esta lucha, por lo que escribe a los corintios: «Velad y estad firmes en la fe, obrando varonilmente y mostrándoos fuertes» (1 Cor 16,13). Pero de una manera muy particular lo está el que ha sido especialmente convocado para llevar adelante los combates del Señor, el sacerdote de Cristo.
¿Luchar contra quién? Ante todo contra sí mismo, contra las propias pasiones desordenadas, ya que el apóstol de Cristo debe irse haciendo otro Cristo y por ende ir muriendo progresivamente a sí mismo. Si «los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y sus concupiscencias» (Gal 5,24), cuánto más el llamado a dirigir esa misma lucha en sus hijos espirituales. Pero, como siempre, la visión de San Pablo es también aquí visión de águila. Más allá del enemigo interior apunta al Enemigo personificado, al Malo, «que no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires» (Ef 6,12).
Como antaño Cristo en el desierto, Pablo es un atleta que ha resuelto enfrentarse personalmente con Satanás. El demonio bien lo sabía. A este respecto, no deja de ser encantador un episodio que se nos relata en los Hechos de los Apóstoles. Estaba Pablo en Efeso, haciendo numerosos milagros. Entonces unos judíos, que estaban por allí de paso, queriendo imitarlo, se acercaron a los endemoniados e intentaban exorcizarlos diciendo: «Os conjuro por Jesús, a quien Pablo predica». Pero el espíritu maligno les respondió: «Conozco a Jesús y sé quién es Pablo, pero vosotros ¿quiénes sois?» (cf. Hch 19,13-15).
Frente al enemigo interior y exterior sabe el Apóstol que es preciso armarse. Frecuentemente exhorta San Pablo a fortificarse en el Señor y en la fuerza de su poder, a vestirse con la armadura de Dios para poder vencer las insidias del diablo (cf. por ej. Ef 6,10-1l). Las armas de esta milicia tan peculiar no pueden ser carnales; éstas no alcanzarían para derribar las fortalezas levantadas por el Enemigo con sus sofismas y altanería contra la sabiduría de Dios y la obediencia de Cristo (cf. 2 Cor 10,4-5).
«Tomad, pues, la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y, vencido todo, os mantengáis firmes. Estad, pues, alerta, ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestida la coraza de la justicia y calzados los pies, prontos para anunciar el evangelio de la paz. Embrazad en todo momento el escudo de la fe, con que podáis apagar los encendidos dardos del maligno. Tomad el yelmo de la salvación y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios...» (Ef 6,13-17).
En última instancia, la armadura del apóstol combatiente no es otra que el mismo Dios, el Fuerte, quien deberá revestirlo de una fortaleza verdaderamente divina. Porque «si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rom 8,31).
Visión militar de la vida cristiana, particularmente del apostolado, visión hecha de escudos, espadas, fortalezas... Realmente Pablo ha visto en la analogía militar una ejemplaridad excelente para explicar que la vida cristiana, y sobre todo la misión apostólica, tienen el carácter de una milicia. Al modo de un comandante en jefe escribía, sostenía, consolaba, fortificaba, alimentaba, animaba e inflamaba a los romanos, a los corintios, a los efesios, a los gálatas, Aquel hombre tuvo derecho a decir: «He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe» (2 Tim 4,7).
2. La persecución
La vida del Apóstol estuvo toda ella signada por la persecución. Era para él la garantía de su ortodoxia y de su fidelidad: ser perseguido por los enemigos de Cristo. Quien con tanto entusiasmo había antaño acosado a los cristianos, ahora desafiaba decididamente a todos sus perseguidores. Su conversión fue como una señal para el universal furor de los hombres y de los elementos. Todas las tempestades de la creación se desencadenaron a la vez en su contra. El mismo nos relata, casi como de paso y cual si se tratara de algo obvio para un apóstol, la sucesión de tales persecuciones. «Llegados a Macedonia –les escribe a los corintios– no tuvo nuestra carne ningún reposo, sino que en todo fuimos atribulados, luchas por fuera, por dentro temores» (2 Cor 7,5); «en Damasco, el etnarca del rey Aretas puso guardias en la ciudad de los damascenos para prenderme, y por una ventana, en una espuerta, fui descolgado por el muro, y escapé a sus manos» (2 Cor 11,32-33). Pero en modo alguno se lamenta de tales padecimientos. Lejos de ello, constituyen para él una prueba de que efectivamente ha sido llamado al apostolado. Así lo deja entrever en carta a los corintios:
«¿Son ministros de Cristo? Hablando locamente, más yo; en trabajos, más; en prisiones, más; en azotes, mucho más; en peligros de muerte, muchas veces. Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas, una vez fui apedreado, tres veces padecí naufragio, un día y una noche pasé en los abismos; muchas veces en viajes me vi en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi linaje, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos, trabajos y fatigas en prolongadas vigilias muchas veces, en hambre y sed, en ayunos frecuentes, en frío y desnudez...» (2 Cor 11,23-27).
La persecución está, pues, en el programa de todo apóstol. Más aún, de todo cristiano que de veras quiera ser tal: «Todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2 Tim 3,12). El apóstol no busca quedar bien, ni espera ser premiado por el mundo. Los Hechos de los Apóstoles nos cuentan una aventura por la que pasaron Pablo y Bernabé cuando llegaron a Listra, y que no deja de ser aleccionadora para nuestro propósito. Allí, tras hacer un milagro, la multitud fue hacía ellos creyendo que eran dioses en forma humana, llamando a Bernabé Zeus, y a Pablo Hermas, porque éste era el que llevaba la palabra. El mismo sacerdote del templo de Zeus les trajo toros con guirnaldas para ofrecerles un sacrificio. Pablo los detuvo, diciéndoles que eran tan hombres como ellos. Se les ofrecía el honor, el vano y sacrílego honor del mundo y ellos lo rechazaron.
Entonces todo cambió de un golpe, pues precisamente en este momento «judíos venidos de Antioquía e Iconio, sedujeron a las turbas, que apedrearon a Pablo y le arrastraron fuera de la ciudad, dejándole por muerto» (cf. Hch 14,18-19). Y así pasaron de los honores a las piedras. Es que el Apóstol no buscaba el agrado de los hombres ni el éxito mundano sino la complacencia de Dios ya que, como bien dice en otro lugar, «no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2,12).
Lo primero que debe hacer un apóstol es ofrecer lo que más valora: su propia vida. Tras este ofrecimiento al martirio, todas las ulteriores inmolaciones no serán sino juego de niños. Así lo entendían los primeros cristianos respecto de Pablo, como se evidenció cuando, al enviarlo para una misión difícil, lo presentaron diciendo que era un «hombre que ha expuesto la vida por el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Hch 15,26).
¿Qué puede atemorizar a alguien que ya ha ofrecido lo mejor que tiene? San Pablo es, en este sentido, un hombre arrojado, dispuesto a evangelizar en medio de las mayores contrariedades (cf. 1 Tes 2,2-3): «Pronto estoy, no sólo a ser atado sino a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús» (Hch 21,13). Podría decirse que vivía en permanente disposición para el martirio: «Os aseguro, hermanos, por la gloria que en vosotros tengo en Cristo Jesús, nuestro Señor, que cada día estoy en trance de muerte» (1 Cor 15,31). Sobre tal presupuesto, se lanza a los mayores peligros, a los escenarios donde lo esperan cadenas y tribulaciones, ya que «yo no hago ninguna estima de mi vida con tal de acabar mi carrera y el ministerio que recibí del Señor Jesús de anunciar el evangelio de la gracia de Dios» (Hch 20,24).
No es la persecución lo que teme el Apóstol; lo que teme es, por el contrario, la complacencia del enemigo de Cristo. Y así considera el martirio continuado como parte de su vocación:
«Porque, a lo que pienso, Dios a nosotros, los apóstoles, nos ha asignado el último lugar, como condenados a muerte, pues hemos venido a ser espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres... Hasta el presente pasamos hambre, sed y desnudez, somos abofeteados, y andamos vagabundos, y penamos trabajando con nuestras manos; afrentados, bendecimos; y perseguidos, lo soportamos; difamados, consolamos; hemos venido a ser hasta ahora como desecho del mundo, como estropajo de todos» (1 Cor 4,9.11.13).
San Pablo, perseguido por los gentiles y por los judíos, incluso por las autoridades religiosas del judaísmo, se siente inundado de gozo pues ello le permite asemejarse más a Cristo, condenado por Pilatos, por el Sanedrín y por la multitud. ¡Cuán admirables resuenan estas palabras suyas:
«En todo apremiados, pero no acosados; perplejos, pero no desconcertados; perseguidos, pero no abandonados; abatidos, pero no aniquilados, llevando siempre en el cuerpo el [suplicio] mortal de Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor 4,8-10).
Podrá ser encadenado como un malhechor, pero se alegra sabiendo que la palabra de Dios no queda por ello encadenada (cf. 2 Tim 2,8-9). Podrá ser condenado a muerte, pero ello acrecentará su esperanza en el Dios que resucita a los muertos y le impedirá confiar en sí mismo (Cf 2 Cor 1,8.10). «Por lo cual me complazco en las enfermedades, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en los aprietos, por Cristo, pues cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12,10).
Pablo sabe que si padece con Cristo, también vivirá con El; si sufre con Cristo, con El reinará (cf. 2 Tim 2,11). A semejanza del Redentor, sus padecimientos sirven asimismo para bien de sus hijos: «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). Merced a la reversibilidad de los méritos en el cuerpo de la Iglesia, los sufrimientos del Apóstol redundan en sus hijos espirituales, a los que tales sufrimientos sirven también de ejemplo. «Os ha sido otorgado no sólo creer en Cristo –escribe a los filipenses–, sino también padecer por El, sosteniendo el mismo combate que habéis visto en mí y ahora oís de mí» (Fil 1,29-30).
No deberán los efesios entristecerse al ver a su padre sufriendo y atribulado, «pues mis tribulaciones son vuestra gloria» (Ef 3,13). Y de sus hijos no espera sino que lo imiten:
«Portaos de manera digna del Evangelio de Cristo –les escribe a los filipenses–, para que, sea que yo vaya y os vea, sea que me quede ausente, oiga de vosotros que estáis firmes en un mismo espíritu, luchando a una por la fe del Evangelio, sin aterraros por nada ante los enemigos, lo que es para ellos una señal de perdición, mas para vosotros señal de salvación, y esto de parte de Dios» (Fil 1,27-28).
Y en carta a los tesalonicenses les dice que se han hecho imitadores de los cristianos de Judea pues han padecido de sus conciudadanos lo mismo que aquéllos de los judíos, quienes dieron muerte a Jesús y a los profetas, y a él lo persiguen con odio (cf. 1 Tes 2,14-16). Es evidente que una concepción semejante de la persecución y del martirio hace que tales ataques hayan constituido para Pablo un motivo de exultación.
«Nos gloriamos en las tribulaciones –escribe a los romanos–, sabiendo que la tribulación produce la paciencia, la paciencia la virtud probada, y la virtud probada la esperanza, y la esperanza no quedará defraudada» (Rom 5,3-5).
Es que sabe con absoluta certeza que todos los padecimientos del tiempo presente, por acerbos que sean, no son nada en comparación con la gloria que le espera (cf. Rom 8,18). Y, en última instancia, sabe «que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rom 8,28).
3. La alegría
San Pablo no es un combatiente amargado, decepcionado por las deficiencias que ve a cada paso, abatido ante el número de los enemigos que, uno tras otro, van apareciendo en horizonte de su vida. Nada más horrible que un apóstol triste, amargado de su sacerdocio.
San Pablo tuvo vocación de víctima, pero sin poner cara de víctima. Por eso se alegra en sus sufrimientos, que son para él un motivo de gloria, «reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones» (2 Cor 7,4) y, si bien abunda en padecimientos por Cristo, así por Cristo abunda –¡otra vez el verbo «abundar»!– en consolación (cf. 2 Cor 1,5), sabiendo que en cambio de una momentánea y ligera tribulación le espera un peso eterno de gloria incalculable. Y él no detiene sus ojos en las cosas visibles, que son transeúntes, sino en las invisibles, que son eternas (cf. 2 Cor 4,17-18). «Nos gloriamos en Dios por nuestro Señor Jesucristo» (Rom 5,11).
Podría decirse que su epístola a los filipenses es la gran carta de la alegría cristiana En ella aparece casi como un leit motiv la frase: «Alegraos siempre en el Señor, de nuevo os digo: alegraos» (Fil 4,4; también 3, 1,etc). Alegría, pero en el Señor, y que, por tanto, puede ir unida con tristezas en los hombres. La alegría es profunda, las tristezas son periféricas. De ahí que las mismas tribulaciones, en vez de convertirse en causa de desánimo, constituyan para él motivo de gozo.
En esa misma carta les cuenta a los filipenses que está preso y encadenado, pero que gracias a esas cadenas y a la noticia de su prisión, Cristo ha sido más conocido que antes; asimismo muchos de sus hijos, alentados por sus cadenas, sienten más coraje para dar testimonio de Dios. Es cierto, les agrega, que algunos predican a Cristo, aunque por espíritu de envidia y competencia, no queriendo ser menos que él, pensando que con eso añadirán tribulaciones a sus cadenas. «Pero ¿qué importa? De cualquier manera, sea por pretexto, sea sinceramente que Cristo sea anunciado, yo me alegro de ello y me alegraré» (Fil 1, 18). En su corazón no anida ni la más mínima pizca de envidia, ese defecto que hace estragos cuando se apodera de algún apóstol de Cristo.
Les dice, finalmente, que quizás será llevado a la muerte desde su prisión, pero entonces se convertirá en libación sobre el sacrificio de la fe de sus hijos filipenses. Se esconde acá una idea delicada. Pablo miraba la fe que esos hijos suyos habían recibido de él como un sacrificio agradable a Dios, y aludiendo a una costumbre que había en los rituales antiguos de ofrecer, juntamente con la víctima que se inmolaba, algunas libaciones de vino, por ejemplo, decía que si a él le llegaba la hora de tener que morir y ser como la libación que acompaña a aquel sacrificio de sus hijos, «me alegraría y me congratularía con todos vosotros. Alegraos, pues, también vosotros de esto mismo y congratulaos conmigo» (Fil 2,17-18).
En el corazón de un apóstol semejante, jamás podrá anidar la tristeza según la carne. Porque no toda tristeza es mala; Pablo incluso, cuando escribe a los corintios, les dice que es posible que su epístola los entristezca, pero que no se duele de ello, porque en ese caso se tratará de una tristeza según Dios, que es causa de penitencia saludable y no de una tristeza según el mundo, que lleva a la desesperación (cf. 2 Cor 7,8-10). Sin embargo insiste más en el gozo espiritual. «Vivid gozosos en la esperanza», les dice a los romanos (Rom 12,12), y a los corintios: «Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9,7); les promete ir a visitarlos pero esta vez no en tristeza (cf. 2 Cor 2,1), «porque queremos contribuir a vuestro gozo por vuestra firmeza en la fe» (2 Cor 1,24).
Ningún texto nos parece más adecuado para cerrar este trabajo que una cita donde se resume toda la espiritualidad apostólica de San Pablo:
«En nada demos motivo alguno de escándalo, para que no sea objeto de burla nuestro ministerio, sino que en todo nos acreditemos como ministros de Dios, con mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en apremios, en azotes, en prisiones, en tumultos, en fatigas, en desvelos, en ayunos, en santidad, en ciencia, en longanimidad, en bondad, en el Espíritu Santo, en caridad sincera, en palabras de veracidad, en el poder de Dios, en armas de justicia ofensivas y defensivas, en honra y deshonra, en mala o buena fe; cual seductores, siendo veraces; cual desconocidos, siendo bien conocidos; cual moribundos, bien que vivamos; cual castigados, mas no muertos; como contristados, aunque siempre alegres; como mendigos, pero enriqueciendo a muchos; como quienes nada tienen, poseyéndolo todo» (2 Cor 6,3 10).
San Pablo
¿Dónde se oculta el caballero ardiente,
el que ostenta una rosa por espada?
Lleva en su pecho un sol para occidente
y un cielo nuevo lleva en su mirada.
Decidle que hay un alma adolescente:
detenida en la verde encrucijada.
Decidle que me busque entre mi gente:
por señal una tórtola dorada.
Pero ya sube al cielo el caballero
que no me ha de querer por escudero
y aquí me quedo balbuciendo idiomas
entre el Dragón y el Ángel que me cuida,
mientras no llega el Águila encendida
que agranda el corazón de las palomas.
Luis Gorosito Heredia