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U. Barrientos, Purificación y purgatorio, Madrid, Espiritualidad 1960; L. Cristiani, SJC, vida y doctrina, ib.1969; R. Daeschler, abnegation, DSp I (1937) 73-101; Eulogio de SJC, La transformación total del alma en Dios según SJC, Madrid, Espiritualidad 1963; F. García Llamera, La doctrina de SJC y la teología tomista de los dones del ES, Valencia 1965; G. Morel, Le sens de l’existence selon SJC, París, I-III, 1960-1961; F. Ruiz Salvador, Introducción a SJC, 3AC 279 (1968); H. Sanson, El espíritu humano según SJC, Madrid, Rialp 1962; E. W. Trueman Dicken, El crisol del amor, Barcelona, Herder 1967; J. Vilnet, Bible et mystique chez SJC, Etudes Carmelitaines, Desclée de B .1949 .
En este tema seguiremos de cerca la doctrina de San Juan de la Cruz en la Subida al Monte Carmelo (=S) y la Noche oscura (=N), que probablemente forman un único libro (+Llama 1,25).
Abnegación de la carne en el Nuevo Testamento
«Sólo el espíritu da vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6, 63). Es preciso que el hombre carnal -adámico, viejo, animal y terreno- venga a transformarse en hombre espiritual, pues «el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26,41). De poco valdría que el hombre se liberara del Demonio y del mundo, si estuviera sujeto a la carne. El cristiano, el hombre nuevo, espiritual, celestial, nace y crece en la medida en que se produce la abnegación (arneomai) de la carne, el renunciamiento (apotasso), el despojamiento y desposeimiento (apotithemi), la mortificación del hombre carnal.
Jesús enseñaba esta doctrina a todo el pueblo, no a un grupo reducido de ascetas. «Decía a todos: El que quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque quien quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24; +Mt 16,24-25; Mc 8,34-35). No es posible ser discípulo de Jesús si no se le prefiere a todo, aun a la propia vida, y si no se renuncia a todo lo que se tiene (Lc 14,26-27. 33). Para dar fruto en Cristo, es preciso caer en tierra, como grano de trigo, y morir a sí mismo (Jn 12,24-25). Desde luego, este lenguaje tan duro constituye en su desmesura una verdadera provocación. ¿Cómo entenderlo?
Y San Pablo enseña lo mismo con palabras equivalentes. «Dejando vuestra antigua conducta, despojáos del hombre viejo, viciado por la corrupción del error; renováos en vuestro espíritu, y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,22-24; +Rm 13, 12.14; Col 3,9-10). La razón es clara: «No somos deudores a la carne de vivir según la carne, que si vivís según la carne, moriréis; mas si con el Espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis» (Rm 8,12-13).
Algunas claves previas
Antes de analizar los modos y fases de la metanoia que el Espíritu Santo ha de realizar en el hombre carnal para hacer de él un hombre espiritual, algunas observaciones fundamentales son convenientes.
1ª.-La abnegación cristiana en realidad no niega nada. El hombre se niega a sí mismo cuando se aleja de Dios y peca, y se afirma a sí mismo, es decir, se realiza profunda y verdaderamente, cuando se une con Dios haciendo las obras de su gracia. En otras palabras: El viejo hombre pecador es falso, irreal, negativo, auto-destructivo, pues el pecado es no-ser. Su pensamiento es erróneo, sus aspiraciones vanas, sus ideas alucinatorias, sus relaciones con los demás están falseadas por un egoísmo que deforma y confunde todo. Por supuesto, negar esta negación de hombre, es una afirmación.
Jesús emplea, sin embargo, un lenguaje de negaciones y renuncias porque todavía sus oyentes son pecadores. Lo que él viene a afirmar no puede ser recibido por los pecadores sin negar primero todo el mundo falseado en el que malviven.
((Algunos creen que afirmar lo cristiano exige negar lo humano, ganar la vida eterna implica perder la presente, realizar la vida cristiana no es posible sin frustrar la vida humana. Muchos no pasan por ello, y algunos lo aceptan, de mala gana. Una mujer, por ejemplo, separada del marido, para ser fiel a Dios, admite no casarse de nuevo, pasa por ello, «aunque así se destroce mi vida de mujer». Estos no han entendido apenas el Evangelio. Lo que en realidad hace Cristo con su gracia es salvar al hombre pecador de su completa autodestrucción temporal y eterna.))
2ª.-La abnegación se hace por la fuerza afirmativa del amor. Toda abnegación cristiana es un acto de amor a Dios y al prójimo, y nada hay más positivo que el amor. San Juan de la Cruz deja bien claro que el cristiano se niega a sí mismo -es decir, niega en sí el hombre negativo y pecador- para amar, por amor, con la fuerza del amor.
«Dice el alma que «con ansias, en amores inflamada», pasó y salió en esta noche oscura del sentido a la unión con el Amado, porque, para vencer todos los apetitos y negar los gustos de todas las cosas, era menester otra inflamación mayor de otro amor mejor, que es el de su Esposo, para que, teniendo su gusto y fuerza en éste, tuviese valor y constancia para fácilmente negar todos los otros» (1 S 14,2). Con la fuerza del amor fácilmente se niega lo que sea.
3ª.-El desposeimiento siempre ha de ser afectivo, no siempre efectivo. La santidad cristiana no siempre exige «no tener», pero siempre exige «tener como si no se tuviera», es decir, sin apego desordenado (1 Cor 7,29-31). Así pues, «no tratamos aquí del carecer de las cosas -porque eso no desnuda al alma si tiene apetito de ellas-, sino de la desnudez del gusto y apetito de ellas, que es lo que deja al alma libre y vacía de ellas, aunque las tenga; porque no ocupan al alma las cosas de este mundo ni la dañan, pues no entra en ellas, sino la voluntad y apetito de ellas que moran en ella» (1 S 3,4).
Ascética activa y mística pasiva
En el contexto de este capítulo, noche viene a significar purificación o santificación. Pues bien, la plena deificación del hombre carnal se realiza en un proceso que incluye varias fases: -santificación activa del sentido (1 S); -santificación activa del espíritu: entendimiento, memoria, voluntad (2-3 S) y carácter; -santificación pasiva del sentido (1 N) y -santificación pasiva del espíritu ( 2 N).
Estos conceptos se entenderán mejor si se recuerda lo que dijimos acerca de las virtudes y los dones; cómo aquéllas tienen un modo activo y humano, y cómo éstos lo tienen pasivo y divino. En efecto, entendemos por santificación ascética y activa aquella que el alma hace de su parte con el auxilio de la gracia; y por mística y pasiva aquella modalidad de santificación en la que el alma está como si no hiciera nada, siendo Dios quien obra en ella, y estando ella como paciente que libremente recibe la acción divina (1 S 13,1).
Adviértase, por otra parte, que esas cuatro fases de la santificación son simultáneas, aunque las estudiaremos separadamente para mayor claridad. Sin embargo, es indudable que la actividad ascética de las virtudes predomina en los comienzos de la vida espiritual, y que mientras esa ascesis no está bien adelantada no se llega a la vida mística pasiva, en la que es predominante el régimen espiritual de los dones. Como también es cosa cierta que normalmente la purificación del sentido precede a la del espíritu. Todo eso es así. Pero nótese también que la santificación pasiva comienza ya desde el mismo nacimiento del cristiano en el bautismo, y sigue a lo largo de toda su vida en múltiples formas, sacramentales o no.
Sentido y espíritu
Los términos sentido y espíritu suelen tener en los maestros espirituales una gran riqueza de acepciones, también en San Juan de la Cruz. Nosotros entenderemos por espíritu del hombre entendimiento, memoria, voluntad y carácter. Y por sentido todo el plano inferior al nivel intelectual-volitivo, es decir, el plano de sensaciones y sentimientos, todo ese mundo anímico en que las diversas escuelas de psicología ponen sensaciones, percepciones, necesidades, instintos, pulsiones, tendencias, sentimientos, afectos y emociones. El contexto de cada frase ayudará al buen entendimiento de las palabras. En todo caso, el estudio que iniciamos de la acción del Espíritu divino en el sentido y espíritu del hombre es de suyo complejo y delicado.
Al tratar esta materia San Juan de la Cruz advierte honradamente: «No se maraville el lector si le pareciere algo oscura... La materia de suyo buena es y harto necesaria. Pero me parece que, aunque se escribiera más acabada y perfectamente de lo que aquí va, no se aprovecharán de ella sino los menos» (prólg. S 8).
Ascética del sentido
El hombre tiene en su sentido graves desórdenes. Sus inclinaciones sensibles desean con frecuencia objetos que entendimiento y fe rechazan; o siente repugnancia por aquello que más bien podría hacerle. Es como un enfermo que desea vivamente lo que le perjudica, y siente repugnancia por lo que más le conviene.
Pues bien, mientras una persona está a merced de sus gustos o repugnancias sensibles, no es libre, no está dócil al Espíritu divino, está incapacitado para ejercitarse en las virtudes -prudencia, fortaleza, castidad, etc.-. El que es incapaz de hacer lo que le repugna, aun cuando sabe que le conviene, o se muestra impotente para negarse a lo que le agrada -aunque entienda que es malo-, es hombre «entregado a los deseos de su corazón» (Rm 1,24. 28; Ef 2,3; Sal 80,13). No podrá amar a Dios, que es Espíritu (Jn 4,24), inaccesible al sentido; no podrá perseverar en la oración, ni podrá obedecer los mandatos divinos que le repugnen. Tampoco podrá amar al prójimo, si todavía está sujeto a simpatías o antipatías sensibles: caerá necesariamente en la acepción de personas. Para amar hay que darse, para darse hay que poseerse, y una persona no se posee -no tiene dominio de sí- en tanto está a merced de filias o fobias sensibles.
Terribles daños sufre el hombre esclavizado al sentido. El más grave, la privación de Dios: «Todas las afecciones que tiene en la criatura son delante de Dios puras tinieblas, de las cuales estando el alma vestida no tiene capacidad para ser ilustrada y poseída de la pura y sencilla luz de Dios, si primero no las desecha de sí» (1 S 4,1; +62). Pero además de esto, los apetitos sensibles desordenados «cansan el alma y la atormentan y oscurecen y la ensucian y enflaquecen» (6,5); «son como hijuelos inquietos y descontentadizos, que siempre están pidiendo a su madre uno y otro, y nunca se contentan» (6,6-7; +1 S 6-10).
La ascética del sentido es absolutamente necesaria. En la vida espiritual muchos esfuerzos bienintencionados -de lecturas, reuniones, sacramentos, oraciones- apenas valdrán de algo en tanto se permita al sentido vivir a su gusto, sin sujetarse en todo al amor de la caridad.
«Es una suma ignorancia del alma pensar que podrá pasar a este alto estado de unión con Dios si primero no vacía el apetito de todas las cosas naturales y sobrenaturales que le pueden impedir. Y tanto más pronto llegará el alma cuanto más prisa en esto se diere; pero hasta que cesen esos apetitos no hay manera de llegar, aunque más virtudes ejercite, porque le falta el conseguirlas con perfección, la cual consiste en tener el alma vacía y desnuda y purificada de todo apetito» (1 S 5,2. 6). Y es que no caben en una misma persona amor perfecto a Dios y amor desordenado a criatura. «Dos contrarios no pueden caber en un sujeto», y el mal amor a criatura es una forma de idolatría (4,2-3). «Por cuanto no hay cosa que iguale con Dios, mucho agravio hace a Dios el alma que con El ama otra cosa o se ase a ella; y pues esto es así ¿qué sería si la amase más que a Dios?» (5,5).
El cristianismo coincide con otros sistemas salvíficos -budismo, estoicismo, etc.- al considerar la sujeción del sentido al espíritu como el comienzo mismo del camino de la sabiduría. Esos sistemas, para conseguirlo, proponen a veces técnicas muy depuradas, que en algo, sin duda, pueden ayudar al cristiano. Pero la ascética cristiana del sentido se caracteriza por su fin: tener «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5), y por sus medios: oración, meditación del evangelio, sacramentos, y ejercicio de virtudes, sobre todo de la caridad. Veamos, pues, sus líneas fundamentales.
1.-La fuerza de la caridad es la que libra al sentido de sus apegos. La ascética cristiana no pretende matar la sensibilidad, a no ser que en algún aspecto fuera preciso, sino integrar su impulso delicado y cambiante en la corriente más alta y fuerte de la caridad. No se trata de que el jinete mate el caballo, para evitarse rebeldías, sino que lo domine y lo ponga a su servicio y al de los demás.
Con un ejemplo: un sacerdote, aficionado al fútbol, cuando se dispone a ver en televisión un gran partido, recibe aviso de que una persona le busca. Según el grado de su caridad, 1.-se excusará de recibirla, alegando estar ocupado; 2.-atenderá la visita, pero de mala gana y procurando acabar pronto; 3.-atenderá a la persona con interés sincero, pero todavía con cierta división interior, pues aún el sentido le tira hacia el espectáculo que se va pasando; 4.-se centrará con todo atención en la persona, sin acordarse siquiera de la televisión. Su afectividad sensible está ya completamente fundida con la misma inclinación de la caridad. Pues bien, con la gracia de Dios, es la fuerza de amor de la caridad la que ha ido produciendo esta progresiva santificación y liberación del sentido.
2.-Nunca el sentido debe constituirse en principio de pensamiento y acción. Nunca un cristiano debe profesar una idea porque le agrada más, porque se acomoda mejor a su temperamento, sino por ser verdadera. Nunca debe hacer u omitir una obra porque le gusta o fastidia, sino porque es conveniente o inoportuna. El cristiano debe regirse por la fe y la caridad.
3.-No hay que buscar, ni menos exigir, gustos sensibles en las cosas espirituales, ni en la oración ni en la acción, ni en lecturas, ni en trabajos apostólicos, ni en nada. Si Dios da consolación sensible, o si no la da, hay que servirle igual, y sin queja alguna. «Es cosa donosa -dice Santa Teresa- que aún nos estamos con mil embarazos e imperfecciones, y las virtudes aun no saben andar, sino que ha poco que comenzaron a nacer -y aun quiera Dios estén comenzadas- ¿y no habemos vergüenza de querer gustos en la oración y quejarnos de sequedades? Nunca os acaezca, hermanas; abrazaos con la cruz» (2 Moradas 7).
4.-Hay que distinguir entre gustos sensibles que acercan a Dios o que alejan de él, para mantener unos y sanar o suprimir los otros. A veces en esto el discernimiento no es fácil. Cuando uno ve que cierto gusto sensible le es obligatorio -hacer, por ejemplo, un viaje a un lugar muy hermoso-, o le es todavía necesario -dormir tantas horas, oír música-, y le ayuda espiritualmente a unirse a Dios -«en seguida al primer movimiento se pone la noticia y afección de la voluntad en Dios» (3 S 24,5)-, tendrá que moderar ese gusto, pero no suprimirlo. Pero, por el contrario, si ese gusto no es obligatorio ni necesario, ni le acerca a Dios, debe tender a suprimirlo: «Cualquier gusto que se le ofreciere a los sentidos, como no sea puramente para honra y gloria de Dios, renúncielo y quédese vacío de él por amor de Jesucristo» (1 S 13,4). En fin, si se trata de algo que claramente le daña espiritualmente, es claro que debe suprimirlo inmediatamente.
Sanado ya el sentido, podrá quizá la persona recuperar lo renunciado, según los casos. Una persona, por ejemplo, que está desordenadamente apegada a la lectura -no le es obligatoria ni necesaria, no le acerca a Dios, más aún, le aleja: le quita oración, atención al prójimo, estudio, etc.-, renuncia por un tiempo a la lectura, pues no logra poseerla sin verse poseído por ella. Quizá más adelante pueda recuperarla sin dificultades espirituales, y es posible que le convenga. Ya vimos en otra ocasión que hay materias en las que no se pasa del abuso al uso si no es a través de la abstinencia.
5.-La liberación del sentido ha de ser total, pero ha de conseguirse parcial y progresivamente. No podría ser de otro modo. El cristiano, intencionalmente, ha de pretender desde el principio el despojamiento total de cualquier apego desordenado; pero la pedagogía espiritual que debe usar -la misma que Dios usa con él- le hará proceder por fases, comenzando por mortificar los apetitos más gravemente desordenados, para ocuparse después de los menos perjudiciales.
6.-La mortificación del sentido hay que hacerla sin miedo, sin dramatizar las renuncias. Los hijos de Dios que quieren «adorarle en espíritu y en verdad» (Jn 4,24), deben tumbar los ídolos de un manotazo, sin pensarlo dos veces, y sin temor alguno a las consecuencias. «Todas las criaturas en este sentido nada son, y las aficiones de ellas menos que nada podemos decir que son, pues son impedimento y privación de la transformación en Dios» (1 S 4,3). Una persona, por ejemplo, excesivamente adicta a la televisión puede temer que dejarla o disminuir su uso va a trastornar el equilibrio de su vida. Nada más falso: y si la deja un tiempo -una cuaresma, unas vacaciones, una estancia en un monasterio-, comprobará que ni se acuerda de ella, si acierta a llenar su tiempo con cosas más bellas y valiosas.
Incluso esa mortificación ha de hacerse con alegría, pues precisamente «en esta desnudez [del sentido] halla el alma espiritual su quietud y descanso, porque no codiciando nada, nada le fatiga hacia arriba y nada le oprime hacia abajo, porque está en el centro de su humildad» (13,13).
Inmensos bienes trae la ascesis del sentido. Vivir como víctima constante de una afectividad desordenada es, sin comparación, mucho más duro que mortificar y santificar el sentido. La purificación activa del sentido acrecienta la inteligencia, da fuerza a la memoria y libertad a la voluntad; disminuye el sufrimiento de la vida, atenúa el cansancio, hace menores las necesidades -de sueño, dinero, vacaciones, cosas-; logra que el alma gane en armonía y serenidad, haciéndose para los otros más amable. Pero sobre todo facilita el acceso a Dios: «Hasta que los apetitos se adormezcan por la mortificación en la sensualidad, y la misma sensualidad esté ya sosegada de ellos de manera que ninguna guerra haga al espíritu, no sale el alma a la verdadera libertad, a gozar de la unión con su Amado» (1 S 15,2). «Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8).
Ascética del espíritu
La ascética del sentido trata de sujetar éste al espíritu, al plano intelectual-volitivo, mientras que la ascética del espíritu procura la docilidad del espíritu humano al Espíritu Santo. Por tanto, la ascesus cristiana no se conforma con integrar el sentido en el espíritu, sino que, siempre con el impulso de la gracia, intenta elevar todo el hombre, sentido y espíritu, a la vida sobrenatural del Espíritu Santo, de modo que así sea deificado.
No le basta a Dios tener unión sustancial con el hombre, sino que quiere para él una unión deificante. Tan grande es el amor que le tiene. En efecto, Dios, como creador, está siempre unido a la criatura humana, dándole ser y obrar. Pero cuando aquí «hablamos de unión del alma con Dios, no hablamos de ésta sustancial que siempre está hecha, sino de la unión y transformación del alma con Dios, que no está siempre hecha, sino sólo cuando viene a haber semejanza de amor. Y, por tanto, ésta se llamará unión de semejanza, así como aquélla unión esencial o sustancial; aquélla natural, ésta sobrenatural; la cual es cuando las dos voluntades, la del alma y la de Dios, están en uno conformes, no habiendo en la una cosa que repugne a la otra; y así, cuando el alma quitare de sí totalmente lo que repugna y no conforma con la voluntad divina, quedará transformada en Dios por amor» (2 S 5,3).
Nótese bien que la maravilla inefable de la deificación sólo Dios puede producirla por su gracia, y así, por parte del hombre, no está tanto en poner iniciativas y acciones, sino en quitar todo obstáculo consciente y voluntario a la acción de Dios.
«El alma no ha menester más que desnudarse de estas contrariedades y disimilitudes naturales para que Dios, que se le está comunicando naturalmente por naturaleza, se le comunique sobrenaturalmente por gracia. Pongamos una comparación: Está el rayo del sol dando en una vidriera. Si la vidriera tiene algunos velos de manchas o nieblas, no la podrá esclarecer y transformar en su luz totalmente, como si estuviera limpia de todas aquellas manchas y sencilla. Y así el alma es como esta vidriera, en la cual siempre está embistiendo o, por mejor decir, en ella está morando esta divina luz del ser de Dios por naturaleza, como hemos dicho. En dando lugar el alma -que es quitar de sí todo velo y mancha de criatura, lo cual consiste en tener la voluntad perfectamente unida con la de Dios, porque el amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios-, luego queda esclarecida y transformada en Dios, y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios; y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación» (2 S 5,4-7).
Por la ascesis del espíritu éste se desapropia de sus pensamientos, memorias y voluntades, teniéndolos como si no los tuviera, pues para que el Espíritu divino pueda llevar al hombre «a la transformación sobrenatural, claro está que ha de oscurecerse y transponerse a todo lo que contiene su natural, que es sensitivo y racional, porque sobrenatural eso quiere decir, que sube sobre el natural; luego el natural abajo queda. Y así grandemente se estorba un alma para venir a este alto estado de unión con Dios cuando se ase a algún entender, o sentir, o imaginar, o parecer, o voluntad, o modo suyo, o cualquiera otra cosa u obra propia, no sabiéndose desasir y desnudar de todo ello; porque a lo que va es algo sobre todo eso, aunque eso sea lo más que se puede saber y gustar» (2 S 4,2.4).
Esta ascética del espíritu no deja las almas aleladas, desmemoriadas o inertes, en absoluto, «porque el espíritu de Dios las hace saber lo que han de saber, e ignorar lo que conviene ignorar, y acordarse de lo que se han de acordar, y olvidar lo que es de olvidar, y las hace amar lo que han de amar y no amar lo que no es en Dios. Y así, todos los primeros movimientos de las potencias de las tales almas son divinos; y no hay que maravillarse de que los movimientos y operaciones de estas potencias sean divinos, pues están transformadas en ser divino» (3 S 2,9).
Dios deifica al hombre elevándole a fe, esperanza y caridad. Ya el hombre no se rige por sí mismo, sino por el Espíritu de Dios. Así lo dice San Juan de Avila sencillamente: «No has de vivir, hermano, por tu seso, ni por tu voluntad, ni por tu juicio; por Espíritu de Cristo has de vivir» (Sermón 28, 478-480)
«El alma no se une con Dios en esta vida por el entender, ni por el gozar [de la voluntad], ni por el imaginar, ni por otro cualquier sentido, sino sólo por la fe, según el entendimiento, y por esperanza según la memoria, y por amor según la voluntad. Las cuales tres virtudes todas hacen vacío en las potencias: la fe en el entendimiento, vacío y oscuridad de entender; la esperanza hace en la memoria vacío de toda posesión; y la caridad vacío en la voluntad y desnudez de todo afecto y gozo de todo lo que no es Dios» (2 S 6,1-2; +STh I,1,8 ad 2m).
«Pocos hay que sepan y quieran entrar en esta desnudez y vacío de espíritu» (2 S 7,3). Pocos saben: faltan guías, escasea la buena doctrina espiritual. Pocos quieren: «En ofreciéndoseles algo de esto sólido y perfecto, que es la aniquilación de toda suavidad en Dios, en sequedad, en sinsabor, en trabajo (lo cual es la cruz pura espiritual y desnudez de espíritu pobre de Cristo), huyen de ello como de la muerte» (2 S 7,5). Y se conforman con cualquier modo de reforma moral y ejercicios de virtud, pero sin llegar a «perder la cabeza», no yendo mucho más allá de «lo razonable». «¡Cuán diferente es el modo que en este camino deben llevar del que muchos de ellos piensan!» (ib.).
La ascética del espíritu es mucho más valiosa que la del sentido; pero también resulta mucho más difícil, pues es indudable que el espíritu humano está aún más asido a lo suyo que el sentido a lo suyo (2 S 1,1).
Ascesis del entendimiento
La mente del hombre carnal es un oscuro caos, desordenado, confuso, contradictorio, cerrado para la captación de la verdad, abierto a los diversos influjos erróneos del ambiente.
-Hay en nosotros criterios naturales sobre temas generales, convicciones operativas, cuya validez no solemos poner en duda: modos humanos e históricos de entender, por ejemplo, valores como salud, igualdad, autoridad, trabajo, etc. El temperamento personal y el ambiente influyen muchas veces de modo decisivo en la conformación de esas ideas.
-Hay en nosotros criterios naturales sobre temas concretos, por ejemplo, «yo necesito tanto tiempo de sueño, de lectura, de vacaciones», «es absolutamente necesario que yo siga al frente del negocio», «yo no valgo para discurrir, para hablar en público, para...» Tales convicciones, que -como las anteriores- tantas veces son falsas o al menos inexactas, solemos tenerlas de hecho como axiomas indiscutibles.
-Hay en nosotros criterios sobrenaturales mal entendidos, oscuramente captados, con algo de verdad y no poco de error. Este sacerdote, por amor a la pobreza evangélica, emplea muchas horas trabajando manualmente, y disminuye demasiado su dedicación a los ministerios más propiamente apostólicos. Aquella religiosa o este seglar entienden que «encarnarse» y «hacerse todo a todos» significa secularizar y mundanizar sus modos de vida...
-Hay en nosotros criterios sobrenaturales impedidos, bloqueados por otros criterios contradictorios que se muestran más fuertes y operativos. Este piensa que hay que dedicar tiempo a la oración, pero también piensa que hay mucho que hacer; y, de hecho, apenas halla nunca tiempo para orar con calma. Aquí no falla sólo la voluntad; antes y más falla la mente.
-Finalmente, faltan en nosotros ciertos criterios sobrenaturales. Aquí no se trata ya sólo de criterios mal entendidos o impedidos, sino de convicciones que, simplemente, están ausentes de nuestra cabeza por ignorancia o por olvido -pero que en el Evangelio están bien claramente presentes-. Son criterios espirituales de los que ni siquiera nos hemos enterado, como no sea en forma meramente teórica. Mortificación, pobreza, ángeles, oración litúrgica, frecuencia de sacramentos, limosna, etc. son para muchos, según personas y ambientes, palabras por completo vacías de contenido real, valores no integrados en su vida espiritual.
Así está nuestra mente. Y lo peor del caso es que el hombre está frecuentemente descontento de su cuerpo, de su memoria, de su voluntad, e incluso lo declara sin dificultad; pero suele estar contento de su entendimiento: estima que piensa como se debe pensar, y que a él no se le engaña tan fácilmente.
Los pensamientos y caminos nuestros difieren mucho de los de Dios (Is 55,8). Esto es evidente. Que en esto o lo otro estemos equivocados no es cosa que tenga mayor importancia; lo grave es que estemos apegados a nuestros modos de pensar. ¿Cómo podrá el Señor modificar nuestros pensamientos si estamos torpemente convencidos de su validez? ¿Cómo podrá el Espíritu Santo iluminarnos y movernos si nuestra mente permanece aferrada a sus propias concepciones? ¿Cómo podrá hacer un hombre nuevo, según la lógica del Logos divino, si el viejo ni siquiera acepta poner en duda sus viejos criterios lamentables?
((Muchos hay que no ven siquiera la necesidad de una ascesis del entendimiento. Dan por supuesto que ellos piensan bien, y que la falla está en la voluntad. No ven que para tener derecho a decir «nosotros tenemos el pensamiento de Cristo» (1 Cor 2,16) es necesario estudio, oración, meditación, consulta. Tampoco ven que la configuración de la propia mente a la mente de Cristo tenga especial importancia: basta con hacer lo que él manda, sin que tenga mayor importancia pensar o no como él. Pero ¿cómo podrá actuar como Cristo -imitarle, seguirle- el que no piensa igual que Cristo? Y además ¿cómo podrá el cristiano «entenderse», tener amistad, con Cristo, si en tantas cosas piensa lo contrario de lo que él piensa y enseña?
No se dan cuenta éstos del daño enorme que una idea falsa o inexacta puede causar en la vida propia o en la de los demás. Un rico con una idea falsa de sus deberes; un sacerdote que no conoce bien su misión apostólica; una joven que, por una idea falsa, menosprecia el trabajo en el hogar; un padre -autoritario o permisivo, según la época- que plantea mal la educación de sus hijos; una persona que proyecta mal su vida porque tiene una idea equivocada acerca de sus propias facultades -cree, por ejemplo, que tiene dotes de artista como para dedicarse al arte, y no es así-; un terrorista que considera sus crímenes como obras meritorias e incluso heroicas... ¿Cuánto daño pueden hacer y cuánto bien pueden omitir? ¿Cuántas barbaridades puede hacer la voluntad, «con la mejor intención», siguiendo errores de la mente?))
La conversión profunda del hombre comienza por la fe, es una metanoia, implica un cambio y una superación de la propia mente (metanous, Mt 3,8; +Rm 12,2). En toda clase de conocimiento intelectual, en las percepciones sensibles, en las imaginaciones naturales o sobrenaturales, en todo puede haber impedimento y engaño para unirse a Dios, si el hombre se apega a cualquiera de estos modos de conocer o sentir (2 S 11-32).
En efecto, «todo lo que la imaginación pueda imaginar y el entendimiento recibir y entender en esta vida no es ni puede ser medio próximo para la unión con Dios, porque todo lo que puede entender el entendimiento y gustar la voluntad y fabricar la imaginación es muy disímil y desproporcionado a Dios. Para llegar a él [el hombre] antes ha de ir no entendiendo que queriendo entender, y antes cegándose y poniéndose en tiniebla que abriendo los ojos para llegar más al divino rayo. De la misma manera que los ojos del murciélago se han con el sol, el cual totalmente le hace tinieblas, así nuestro entendimiento se ha a lo que es más luz en Dios, que totalmente nos es tiniebla. Y más: cuánto las cosas de Dios son en sí más altas y más claras, son para nosotros más ignotas y oscuras» (2 S 8,4-6).
Sólo la fe es el medio intelectual apto para vivir en Dios. Sólo su luz sobrenatural y divina es absolutamente fidedigna en las cosas espirituales. Por eso en éstas «cuanto menos obra el alma con habilidad propia va más segura, porque va más en fe» (2 S 1,3).
Y es que «el ciego, si no es bien ciego, no se deja guiar bien del mozo de ciego, sino que, por un poco que ve, piensa que por cualquier parte que ve por allí es mejor ir, porque no ve otras partes mejores, y así puede hacer errar al que le guía y ve más que él, porque, en fin, puede mandar más que el mozo de ciego; y así el alma, si estriba en algún saber suyo o gustar o saber de Dios, como quiera que ello (aunque más sea) sea muy poco y disímil de lo que es Dios para ir por este camino, fácilmente yerra o se detiene, por no quererse quedar bien ciega en fe, que es su verdadera guía» (2 S 4,3).
No valen razonamientos o imaginaciones, que a los principiantes son necesarias para ir enamorándose del Señor, y así les «sirven de medios remotos para unirse con Dios, pero ha de ser de manera que pasen por ellos y no se estén siempre en ellos, porque de esa manera nunca llegarían al término, el cual no es como los medios remotos ni tiene que ver con ellos; así como las gradas de la escalera no tienen que ver con el término y estancia de la subida, para lo cual son medios, y si el que sube no fuese dejando atrás las gradas hasta que no dejase ninguna y se quisiese estar en algunas de ellas, nunca llegaría ni subiría a la llana y apacible estancia del término. Por lo cual, el alma que hubiere de llegar en esta vida a la unión de aquel sumo descanso y bien, por todos los grados de consideraciones, formas y noticias, ha de pasar y acabar con ellos, pues ninguna semejanza ni proporción tienen con el término a que encaminan, que es Dios» (2 S 12,5).
Sucede en esto algo curioso: lo no-razonable nunca procede de Dios, que es autor de la razón, como lo es de la fe (por ejemplo, gastar en lo superfluo careciendo de lo necesario); pero lo razonable muchas veces tampoco viene de Dios (por ejemplo, una forma razonable de entender la pobreza evangélica). Y es que la fe sobrenatural está por encima de la razón, más allá de la razón, y es algo razonable sólo desde un punto de vista absolutamente nuevo (por ejemplo, la pobreza de Cristo).
No valen locuciones, visiones o revelaciones privadas. Mal van quienes, menospreciando la Revelación divina y la fe, andan siempre buscando luz en las señales extraordinarias, presuntos milagros o libros de revelaciones (2 S 11-12, 16-32). No hay que pedirle a Dios más luz que la que nos dio en Jesucristo, que «como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya -que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar» (22,3). Todas esas visiones, locuciones o noticias, «ahora sean de Dios, ahora no, muy poco pueden servir al provecho del alma para ir a Dios si el alma se quisiese asir a ellas; antes, si no tuviese cuidado de negarlas en sí, no sólo la estorbarían, sino aun la dañarían harto y harían errar mucho» (26,28). Por tanto el alma debe «desviar los ojos de todas aquellas cosas, y desnudar el apetito y espíritu de ellas para ir adelante» (22,19); «ha de haberse puramente negativa en ellas, para ir adelante por el medio próximo, que es la fe. No ha de hacer archivo ni tesoro el alma, ni ha de querer arrimarse a ellas, porque sería estarse con aquellas formas, imágenes y personajes, que acerca del interior residen, embarazada, y no iría por negación de todas las cosas a Dios» (24,8). Y no tenga cuidado de que de este modo pueda rechazar cosas quizá de Dios por dejarlas en olvido, «pues, de estas cosas que pasivamente se dan al alma siempre se queda en ella el efecto que Dios quiere, sin que el alma ponga su diligencia en ello» (26,18).
La ascesis del entendimiento, como toda ascesis cristiana, lleva siempre por delante, como una proa, la oración de petición -Señor, «creo; ayuda a mi fe, aunque sea poca» (Mc 9,23); «envía tu luz y tu verdad, que ellas me guíen» (Sal 43,3)-. Pero tiene también sus peculiares líneas de crecimiento:
1.-Examinar humildemente el entendimiento propio. ¿Esto que yo mantengo tan apasionadamente... cómo lo fundamento en Evangelio, razón o experiencia? ¿Me doy cuenta de que hablar -o pensar- con seguridad sobre temas que en realidad se ignoran es una forma de mentir? En criterios naturales: ¿Será eso como yo lo pienso? Otras personas fidedignas lo ven de otro modo -o en otra época se pensó muy distinto-. ¿De verdad estará Dios conforme con lo que yo pienso de mi trabajo, sueño, ocio, consumo, modo de distribuir el tiempo, etc.? En criterios espirituales debemos partir de que nos faltan muchos; muchos pensamientos de Cristo nos son perfectamente extraños, ignorados u olvidados. ¿Por qué tal idea evangélica «no me dice nada»? ¿Cómo es que sobre tal otra enseñanza de la fe no quiero ni pensar en ella, ni darme por enterado? ¿Qué medios pongo habitualmente para conocer cada vez más a Cristo y sus enseñanzas, y para configurar más mi pensamiento al suyo? Tantas cosas de la fe ignoramos... Pero respecto a lo que ya conocemos: ¿Tiene mi criterio (por ejemplo, de pobreza) la debida claridad y certeza, o es un pensamiento vago y temperamental, no verificado en meditación, estudio y consulta? ¿Tal criterio está armónicamente integrado con otros, que también son de fe (pobreza con caridad, prudencia, esperanza, sentido de cruz)? En fin ¿ese criterio está vivo y operante en mí, o queda en mera teoría, bloqueado por otros criterios con más fuerza de vigencia? ¿Y cuáles son éstos?...
Lo malo es que mucho prefieren cualquier cosa antes que pararse a pensar. Prefieren seguir caminando. No verifican la dirección de su marcha; quizá porque no se atreven a hacerlo.
2.-Abrir la mente a Dios. Orar -pedir y contemplar- es la condición primera para tener lucidez sobrenatural. Pero también seleccionar bien el alimento del alma, especialmente lo que se lee. En las lecturas espirituales ha de prestarse sin duda una atención preferente a Biblia, Magisterio, liturgia, enseñanzas de autores recibidos por la Iglesia, vidas y escritos de santos. No debe el cristiano atracarse de palabra humana -charlas, periódicos, televisión-, pues queda así luego incapacitado para captar la Palabra divina. Es preciso también que confrontemos con el Evangelio no sólo nuestra conducta, sino también nuestro pensamiento. Y que cuidemos mucho de no acomodar el Evangelio a nuestros modos de pensar, o de no seleccionar de él lo que nos confirma, desechando el resto. Hemos de abrirnos incondicionalmente a la captación de lo que Dios nos diga en la oración, los libros, las personas: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 Sam 3,10). Cuando nos acercamos a la zarza ardiente del pensamiento de Jesucristo debemos descalzarnos, conscientes de que entramos en tierra sagrada.
3.-Abrir la mente al prójimo. Atención respetuosa a los que saben, que Dios los puso para enseñarnos. Atención humilde a los que no tienen estudios, pero tienen especial sabiduría de Dios (Lc 10,21). Docilidad incondicional a la verdad, venga de donde viniere -siempre procederá del Espíritu Santo-. Escuchar de verdad lo que con palabras -a veces poco exactas- o con obras nos está diciendo tal hermano. El salmista nos asegura que si contemplamos al Señor, quedaremos radiantes (33,6); también sucederá eso si le contemplamos con amorosa atención en su imagen, que es el hombre.
Ascesis de la memoria
La memoria del hombre carnal es un completo desorden, apenas tiene dominio de sí misma, no está libre, no sabe recordar u olvidar, según conviene, está a merced de todo visitante, deseado u odiado -como una casa abandonada, de la que se arrancaron puertas y ventanas, en la que cualquiera puede entrar; como un jardín sin jardinero, lleno de malezas-.
La memoria desordenada y carnal deja al hombre cerrado a Dios, inquieto y turbado por cientos de cosas secundarias, y olvidado de lo único necesario (Lc 10,41); incapaz de oración y de meditación, olvidado del cielo. Lo deja cerrado al prójimo, encerrado en sí mismo y en sus cosas, incapaz de pensar en los otros y acogerlos con atención. Lo deja alienado del presente, perdido en recuerdos inútiles de un pasado ya pasado, o perdido igualmente en vanas anticipaciones de un futuro inexistente e incierto. Lo deja vulnerable al influjo del Diablo, que «tiene gran mano en el alma por este medio, porque puede añadir formas, noticias y discursos, y por medio de ellos afectar al alma con soberbia, avaricia, ira, envidia, etc., y poner odio injusto, amor vano, y engañar de muchas maneras; y además de esto, suele él dejar las cosas y asentarlas en la fantasía de manera que las que son falsas parezcan verdaderas, y las verdaderas falsas» (3 S 4,1). En fin, hace del hombre un excéntrico, pues desplaza su atención de lo central, y la deja habitualmente absorta en cosas triviales y superficiales. Todo esto hace «estar sujeto a muchas maneras de daños por medio de las noticias y discursos, así como falsedades, imperfecciones, apetitos, juicios, perdimiento de tiempo y otras muchas cosas, que crían en el alma muchas impurezas» (3,2).
¿De dónde procede el caos de la memoria carnal? Del egoísmo, que centra al hombre en si mismo, haciendo de su alma una madeja llena de nudos, cerrada a Dios y al prójimo. De la desconfianza en Dios y en su providencia, pues cuando el hombre trata de apoyarse en sí mismo o en criaturas, es natural que luego enferme de ansiedades y preocupaciones. De los apegos del sentido y de la voluntad, ya que la memoria está apegada, sin poder despegarse, de todo aquello -salud, dinero, independencia, tranquilidad, lo que sea- que es deseado y querido con apego. En efecto, todo apego del sentido y de la voluntad se hace apego de la memoria.
¿Qué síntomas denuncian el desorden de la memoria? Sobre todo la inutilidad y la falta de libertad. La ocupación de la atención en las cosas es sana, normal; incluso hay asuntos que requieren muchas y largas vueltas de la atención. Pero la preocupación es insana, es una ocupación excesiva, morbosa.
¿Cómo distinguir una de otra? La memoria desordenada es como un animal que siguiera dando vueltas a una noria que ya no da más agua (inutilidad). Así, a veces, una persona quisiera desconectar ya de una cuestión, suficientemente considerada, para descansar, rezar, leer, dormir; pero no lo consigue, pues sigue dándole vueltas al tema: «Es que no me lo puedo quitar de la cabeza» (falta de libertad). Esos son dos claros síntomas de una memoria desordenada y esclava.
La memoria ha de ser pacificada por la esperanza, por el confiado abandono en la providencia de Dios. Fuera ansiedades, ideas fijas, obsesiones, nudos del alma: todo eso son esclavitudes de la memoria, y por tanto de la persona; pero «para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres; mantenéos, pues, firmes y no os dejéis sujetar al yugo de la servidumbre» (Gál 5,1). El Espíritu Santo quiere enseñarnos a «poner las potencias en silencio y callando para que hable Dios» (3 S 3,4), y que «la memoria quede callada y muda, y sólo el oído del espíritu en silencio a Dios, diciendo «Habla, Señor, que tu siervo oye»» (3,5). Por eso, «date al descanso echando de ti cuidados y no se te dando nada de cuanto acaece, y servirás a Dios a su gusto y holgarás en él» (Dichos 69).
Dios quiere pacificar nuestra memoria, de modo que «nada la turbe y nada la espante» -como en la oración de Santa Teresa-. Por eso nos manda por el salmista: «Encomienda al Señor tus afanes, que él te sustentará» (54,23). «Encomienda tu camino al Señor, confía en él, y él actuará. Descansa en el Señor y espera en él» (36,5.7). No es sólo un consejo, es un mandato de Cristo: «No os preocupéis». Confiad en el Padre, que si cuida de aves y flores, más del hombre. No os preocupéis, que con eso no vais a adelantar nada, es completamente inútil: «¿Quién de vosotros con sus preocupaciones podrá añadir una hora al tiempo de su vida?». Es normal que los paganos se preocupen, pero es anormal que anden con ansiedades quienes tienen un Padre celestial que conoce perfectamente sus necesidades. La paz está en buscar el Reino con todo el corazón, despreocupándose por las añadiduras y sin inquietarse para nada por el mañana (Mt 6,25-34; +10,28-31; 13,22; Lc 12,22s; Jn 14,1. 27; Flp 4,4-9).
((A pesar de estas enseñanzas evangélicas tan claras, hay cristianos que piensan y dicen:
-«Es humano vivir con preocupaciones, y no hay en ello nada de malo». Sería inhumana la persona que, en medio de tantos males y peligros como hay en el mundo, viviera sin preocupaciones. Es cosa de preguntarse qué idea tienen del hombre aquellos que consideran humano preocuparse morbosamente, e inhumano vivir en paz inalterable y en continua confianza en Dios. En esta ocasión comprobamos una vez más qué precaria idea tiene de lo humano -y de lo cristiano, por supuesto- el hombre carnal. El pobre no tiene ni idea siquiera de la perfección espiritual a la que está llamado por Dios, que quiere poner en su corazón una paz perfecta. En efecto, como ya hemos visto, las preocupaciones consentidas y morosamente cultivadas, lo mismo, por ejemplo, que los pensamientos obscenos, son «pensamientos malos». Tener malos pensamientos no es pecado, pero consentir en ellos sí. Igualmente, las preocupaciones consentidas ofenden a Dios y a su providencia amorosa.
-«Es imposible ordenar la memoria, y por tanto la ascética de la memoria es imposible. El hombre, a no ser que se recluya en un monasterio, necesariamente en esta vida se ve lleno de preocupaciones y ansiedades». Todo eso es falso. Las preocupaciones y los pensamientos vanos deben ser combatidos con todo empeño, como se combaten los pensamientos obscenos: procurando no consentir en ellos, pidiendo en la tentación el auxilio de Dios, actualizando la esperanza para confiarse a él. Y lo mismo que los pensamientos obscenos, cuando han sido larga y fielmente combatidos, acaban normalmente por desaparecer, igualmente los pensamientos vanos y las preocupaciones. Entonces se alcanza, como don de Cristo, el perfecto silencio interior, la paz del corazón, que es la herencia del cristiano en esta vida: «La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da os la doy yo. No se turbe vuestro corazón ni se intimide» (Jn 14,27).
Y adviértase que ese mismo vacío de la memoria, llena de Dios por la esperanza, lo vemos no sólo en los santos contemplativos, alejados del ruido mundanal, sino igualmente en los activos, sumergidos en ajetreos que para otros resultarían insoportables. Unos y otros pueden decir con toda verdad: «Quedeme y olvídeme, / el rostro incliné sobre el Amado; / cesó todo y déjeme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado» (canc. introd. S).
-«Esa ascesis de la memoria deja al hombre alelado, inerte, desmemoriado», si, como dice San Juan de la Cruz, «de todas estas noticias y formas se ha de desnudar y vaciar, y procurar perder la aprehensión imaginaria de ellas, de manera que en ella no le dejen impresa noticia ni rastro de cosa, sino que se quede calva y rasa, como si no hubiese pasado por ella, olvidada y suspendida de todo» (3 S 2,4). Por el contrario, a las personas de memoria desnudada y santificada «Dios les hace acordarse de lo que se han de acordar y olvidar lo que es de olvidar» (2,9). Por eso son particularmente despiertas, lúcidas, alertas.
Por otra parte, bien está en la vida ascética ejercitarse en recordar ciertas cosas buenas -por ejemplo, acordarse de orar por una persona-; pero incluso estos recuerdos deben ser procurados por la memoria sin apego. Y en la vida mística la persona ni siquiera se ejercita en procurar esos recuerdos buenos -orar por tal persona, por ejemplo-. «Esta persona no se acordará de hacerlo por alguna forma o noticia que se le quede en la memoria de aquella persona, y si conviene encomendarla a Dios -que será queriendo Dios recibir oración por la tal persona-, la moverá la voluntad dándole gana de que lo haga; y si no quiere Dios aquella oración, aunque se haga fuerza a orar por ella, no podrá ni tendrá gana, y a veces se la pondrá Dios para que ruegue por otros que nunca conoció ni oyó; y es porque Dios sólo mueve las potencias de estas almas para aquellas que conviene según la voluntad y ordenación de Dios, y no se pueden mover a otras; y así, las obras y ruegos de estas almas siempre tienen efecto. Tales eran las de la gloriosísima Virgen nuestra Señora» (3 S 2,10).))
La ascética de la memoria requiere observar estas normas:
1.-Limitar la avidez y consumo de noticias. No es absolutamente necesario -ni conveniente- que la persona esté enterada de cuanto sucede en su casa, en su pueblo o ciudad, en el mundo. Pero la memoria del hombre carnal es insaciable: no se cansa de noticiarios, periódicos, conversaciones vanas (mejor dicho: se cansa; el cansancio suele agobiar al hombre carnal, también al que no hace nada). Es como una esponja que se hincha absorbiendo cuanto le rodea. Se ceba en las añadiduras y se olvida de «el Reino y su justicia» (Mt 6,33). Pues bien, esa esponja insaciable de la memoria debe ser estrujada y vaciada, y «cuanto más el alma desaposesionare la memoria de formas y cosas memorables que no son Dios, tanto más pondrá la memoria en Dios y más vacía la tendrá para esperar de él el lleno de su memoria» (3 S 15,1).
2.-No consentir en las preocupaciones y en los vanos pensamientos obsesivos. Combatirlos como se lucha contra los pensamientos malos de lujuria, de odio, de robos o de venganzas: pidiendo ayuda a Dios, procurando quitar la atención de lo malo y ponerla en algo bueno, actualizando intensamente las virtudes contrarias, en este caso sobre todo la esperanza.
3.-Soltar la memoria en la esperanza, confiando en Dios con total y filial abandono, cortando así, sin más, los nudos que embarullan el alma y quitan salud al cuerpo.
«Lo que pretendemos es que el alma se una con Dios según la memoria en esperanza... no pensando ni mirando en aquellas cosas más de lo que le bastan las memorias de ellas para entender y hacer lo que es obligado; y así no ha de dejar el hombre de pensar y acordarse de lo que debe hacer y saber, que, como no haya afecciones de propiedad [en esos recuerdos] no le harán daño» (3 5 15,1).
((Como se ve, la ascética cristiana de la memoria es muy diversa del erróneo quietismo de Molinos, el cual enseñaba: «El que hizo entrega a Dios de su libre albedrío, no ha de tener cuidado de cosa alguna, ni del infierno ni del paraíso, ni debe tener deseo de la propia perfección, ni de las virtudes, ni de la propia santidad, ni de la propia salvación, cuya esperanza debe expurgar» (Dz 2212). La gracia de Cristo no mata la memoria, sino que la sana de su desorden morboso y la eleva a su centro propio, que es Dios.))
Inmensos bienes produce la santificación de la memoria, que merece la pena describir. El hombre de memoria purificada queda libre para mirar a Dios en una oración sin distracciones, y para escucharle en silencio, sin ruidos interiores. Puede centrar en el prójimo una atención solícita, no distraída por otros objetos inoportunos. Logra desconectar, cuando conviene, de sus ocupaciones y atenciones diarias. Vive sereno en medio de las vicisitudes de la vida, pues «teniendo el corazón tan levantado del mundo, [éste] no sólo no le puede tocar y asir el corazón, pero ni alcanzarle de vista» (2 N 21,6). Duerme y descansa -sin pastillas, gotas o comprimidos- cuando es oportuno: «En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo» (Sal 4,9; +3,6). Tiene el alma ligera y clara, libre del agobio de preocupaciones oscuras: «Cuando se multiplican mis preocupaciones, tus consuelos [Señor] son mi delicia» (93,19). Tiene una sorprendente capacidad de trabajo, pues apenas se cansa con lo que hace (lo que cansa no es tanto la acción, sino las tensiones y preocupaciones que la acompañan indebidamente). Lejos de ser para el mundo persona inerte o poco útil, es el más entregado y animoso, guarda el ánimo cuando otros lo pierden, no se desconcierta, pasa por el fuego sin quemarse, y en vez de caminar «vuela velozmente sin cansarse» (Is 40,31). Pero dejemos que el mismo San Juan de la Cruz termine la descripción, como él sabe hacerlo:
«El alma se libra y ampara del mundo, porque esta verdura de esperanza viva en Dios da al alma una tal viveza y animosidad y levantamiento a las cosas de la vida eterna, que, en comparación de lo que allí espera, todo lo del mundo le parece -como es la verdad- seco y lacio y muerto y de ningún valor. Y aquí se despoja y desnuda de todas estas vestiduras y traje del mundo, no poniendo su corazón en nada, ni esperando nada de lo que hay o ha de haber en él, viviendo sólamente vestida de esperanza de vida eterna» (2 N 21,6).
Ascesis de la voluntad
La voluntad del hombre carnal está gravemente enferma; por eso «no hubiéramos hecho nada en purificar el entendimiento para fundarle en la virtud de la fe, y a la memoria en la de la esperanza, si no purificásemos la voluntad acerca de la tercera virtud, que es la caridad» (3 S 16,1). En efecto, la voluntad carnal apenas es libre -hace lo que aborrece y no hace lo que quiere (Rm 7,15-18)-, y tiene un amor frágil, oscilante, desviado, muchas veces pecaminoso. Es claro, pues, que el hombre no puede ser perfecto, no puede ser clara imagen de Dios, en tanto que el amor enfermo de su voluntad no viene a ser sanado y elevado por la virtud sobrenatural de la caridad. Entonces podrá amar a Dios y al prójimo plenamente.
Terribles daños padece el hombre cuya voluntad se pierde en amores desordenados; para describirlos ni «tinta ni papel bastarían, y el tiempo sería corto» (3 S 19,1). El «daño privativo principal es apartarse de Dios; porque así como allegándose a él el alma por la afección de la voluntad de ahí le nacen todos los bienes, así, apartándose de él por esta afección de criatura, dan en ella todos los daños y males a la medida del gozo y afección con que se junta con la criatura, porque eso es el apartarse de Dios» (19,1). El alma cebada en gozo de criaturas sufre «un embotamiento de la mente acerca de Dios, que le oscurece los bienes de Dios», y que le trae «oscuridad de juicio para entender la verdad y juzgar bien de cada cosa como es». «Le hace apartarse de las cosas de Dios y de los santos ejercicios y no gustar de ellos porque gusta de otras cosas». Todo esto le va llevando a «dejar a Dios del todo, no cuidando de cumplir su ley por no faltar a las cosas y bienes del mundo, dejándose caer en pecados mortales por la codicia. En este grado se contienen todos aquellos que de tal manera tienen las potencias del alma engolfadas en las cosas del mundo y riquezas y tratos, que no se dan nada por cumplir con lo que les obliga la ley de Dios, y tienen grande olvido y torpeza acerca de lo que toca a su salvación, y tanta más viveza y sutileza acerca de las cosas del mundo (+Lc 16,8); y así, en lo de Dios no son nada y en lo del mundo lo son todo». «Sirven al dinero y no a Dios, y se mueven por el dinero y no por Dios, haciendo de muchas maneras al dinero su principal dios y fin, anteponiéndole al último fin, que es Dios» (3 S 19,3-9). Observemos aquí que el dinero es «el principal dios y fin» del hombre carnal, pero no el único. De hecho, hay hombres que menosprecian el dinero y dan culto absoluto a otros ídolos tan peligrosos o más: ideas propias, afán de dominio, de poder, de independencia, de placer. Son, por supuesto, igualmente idólatras.
Es preciso «purificar la voluntad de todas sus afecciones desordenadas», de lo que llamaremos apegos. «Estas afecciones o pasiones son cuatro: gozo, esperanza, dolor y temor» (3 S 16,2). Gozo del bien presente, esperanza del bien ausente, dolor del mal presente, temor del mal inminente. Las cuatro afecciones de la voluntad juntamente se ordenan o se tuercen: si el hombre pone, por ejemplo, su gozo en la salud, ahí se centrarán convergentemente su esperanza, dolor y temor. Pues bien, la abnegación de la voluntad ha de ser total. Ninguna clase de bienes (3 S 18-45) ha de apresar el corazón del hombre con un apego que lesione o disminuya su amor a Dios. Sencillamente, «la voluntad no se debe gozar [ni doler, ni esperar, ni temer] sino sólo de aquello que es gloria y honra de Dios» (17,2). Esto es «dejar el corazón libre para Dios» (20,4).
Entendemos por apegos de la voluntad, en este sentido, todo amor a criatura no integrado en el amor a Dios, o contrario a él. Y la voluntad humana puede apegarse a cualquier cosa que no sea Dios. Uno puede tener amor desordenado a cosas malas -robar, adulterar, mentir-, o a cosas de suyo indiferentes -meterse en todo, no meterse en nada-, o a cosas buenas -estudiar o rezar mucho, terminar unos trabajos excelentes-. Apegos hay que tienen como objeto bienes exteriores -vino, tierras, dinero-; otros hay con objetos más interiores -vivir tranquilo, parecer moderno, ser eficaz, guardar un ritmo de vida previsible-.
La caridad es la fuerza que ordena la voluntad del hombre, librándole de todo apego desordenado, y uniéndole amorosamente a la voluntad de Dios. Creciendo en caridad, el cristiano va abandonando uno tras otro todos los ídolos de su afecciones desordenadas, donde puso gozo-esperanza-dolor-temor, y va amando al Señor con todas las fuerzas de su alma, como está mandado (Lc 10,27).
Todos los apegos y todos los ídolos han de ser consumidos por el fuego sobrenatural de la caridad. Si se trata, por ejemplo, de bienes temporales exteriores, «el hombre no se ha de gozar [ni doler, ni esperar, ni temer] de las riquezas cuando él las tiene ni cuando las tiene su hermano, sino [ver] si con ellas sirven a Dios. Y lo mismo se ha de entender de los demás bienes de títulos, estados, oficios, etc..; en todo lo cual es vano gozarse si no es si en ellos sirven más a Dios y llevan más seguro el camino para la vida eterna. No hay, pues, de qué gozarse sino en si se sirve más a Dios» (3 S 18,3). «También es vana cosa desear [desordenadamente] tener hijos, como hacen algunos que hunden y alborotan al mundo con el deseo de ellos, pues no saben si serán buenos y servirán a Dios, y si el contento que de ellos esperan será dolor, y el descanso y consuelo, trabajo y desconsuelo, y la honra, deshonra y ofender más a Dios con ellos, como hacen muchos» (18,4). Como veremos al tratar más adelante de la obediencia, hacer la voluntad de Dios es lo que de verdad realiza al hombre en el tiempo y en la eternidad. El hombre se disminuye, se enferma, se destruye en la medida en que polariza su voluntad -gozo, esperanza, dolor, temor- en criaturas, por nobles que en sí mismas sean.
La ascética de la voluntad puede verse ayudada por algunas normas fundamentales:
1.-Descubrir las afecciones desordenadas. Los apegos -que en el principiante son muchos- están a veces encubiertos, y los más suelen depender de unos pocos más radicales. Ahora bien, si la persona no se molesta en descubrir la concreta y perversa existencia de los apegos, no podrá desarraigarlos. Y no es difícil localizarlos, pues las señales que los revelan son claras. Las preguntas básicas «¿en que te gozas y alegras? ¿qué te produce más dolor y temor?», respondidas sinceramente, suelen indicar de modo convergente ciertos apegos.
Pero hay muchas otras señales. El hombre piensa mucho en el objeto de su apego -salud, dinero, etc.-, y habla mucho de él: «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las preocupaciones de la memoria revelan apegos de la voluntad: uno se preocupa por aquellas cosas a las que está desordenadamente apegado. Las distracciones persistentes en la oración a causa de un objeto suelen indicar que el hombre lo quiere con voluntad carnal. Por otra parte, los apegos son raíces que producen malos frutos: así, cuando una persona -de suyo veraz- miente para salvar o acrecer su prestigio, es claro indicio de que está apegada a él. En este sentido, para discernir la calidad de amores dudosos, conviene aplicar la clave evangélica: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16).
2.-Tender siempre al desposeimiento afectivo, y a veces al efectivo. Fácilmente el hombre se apega a las cosas que posee, y «si las manoseare con la voluntad, quedará herido de algún pecado» (3 S 18,1). Por eso el cristiano, enseñado por Cristo en el evangelio, procura poseer con gran sobriedad, desconfiando humildemente de su propio corazón. Y esto lleva siempre a la pobreza espiritual, y a veces también a la pobreza material. Ya sabemos que todos los cristianos, también los laicos, están llamados a vivir los consejos evangélicos, si no efectivamente, al menos en el afecto y en la disposición del ánimo, que es en definitiva lo único que cuenta ante Dios.
Cuando las cuatro afecciones de la voluntad están ordenadas en el amor a Dios, «de manera que el alma no se goce sino de lo que es puramente honra y gloria de Dios, ni tenga esperanza de otra cosa, ni se duela sino de lo que a esto tocare, ni tema sino sólo a Dios, está claro que enderezan y guardan la fortaleza del alma y su habilidad para Dios; porque cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios y cuanto más esperare otra cosa, tanto menos esperará en Dios; y así de las demás. Estas cuatro pasiones tanto más reinan en el alma cuanto la voluntad está menos fuerte en Dios y más pendiente de las criaturas, porque entonces con mucha facilidad se goza de cosas que no merecen gozo, y espera de lo que no aprovecha, y se duele de lo que, por ventura, se había de gozar, y teme donde no hay que temer» (3 S 16,2. 4).
«Debe, pues, el espiritual, al primer movimiento, cuando se le va el gozo a las cosas, reprimirle» (20,3), haciéndose consciente de que su tesoro es Dios, y que en él tiene que tener puesto el corazón, todo el corazón. Ahora bien, sobre todo a los comienzos, cuando todavía el cristiano es carnal, es muy difícil la pobreza afectiva en ciertas cosas si sobre ellas no se ejerce también la pobreza efectiva. Desde luego, el desprendimiento material se impone si éstas son malas; pero también si, aun siendo buenas -más arriba pusimos como ejemplo la afición a la literatura-, hacen daño de hecho a quien las posee. Esas mismas cosas buenas renunciadas, quizá puedan ser recuperadas más tarde con ventaja cuando la persona esté más crecida en lo espiritual.
3.-Desvalorizar los apegos a la luz de la fe. No son más que ídolos, muchas veces ridículos, alzados en el corazón del hombre, y a los que éste da culto. Pero no resisten la luz de la fe, pues cuando ella revela lo que son, se vienen abajo. Por eso, cuando descubrimos en nosotros el ídolo de algún amor desordenado a criatura, lo venceremos sobre todo proyectando sobre él el foco de una fe intensamente actualizada.
Supongamos que una mujer tiene gran apego al orden: si cada cosa no está en su sitio y a su hora, se pone nerviosa, se enfada y hace a todos la vida imposible. Esta mujer, mientras no derribe de su corazón el ídolo del orden, apenas conseguirá nada con sus buenos e ingenuos propósitos de no enfadarse «la próxima vez». Tiene que ver a la luz de la fe la estupidez de su manía; ha de comprender que el orden es un valor que ha de integrarse en otros valores -paz, alegría familiar-, y que es completamente ridículo que estos valores sean sacrificados a aquél. Al valorar lo que ahora no tiene suficientemente en cuenta, porque ve las cosas con poca luz, conseguirá desvalorar su idolatrado orden. Y si ella misma llega a «reírse de sus manías de orden», entonces la curación puede darse por hecha.
Pero el combate contra los apegos suele ser muy torpe. Suele reducirse a decretos volitivos («la próxima vez no me enfadaré por el desorden»), que espiritualmente resultan ineficaces, y psicológicamente insanos. El cristiano, al combatir un apego, debe convencerse de su vanidad, ridiculez y maldad; debe renunciar volitivamente a sus ávidas obstinaciones («procuraré el orden, pero me conformaré con el que se consiga en la casa»); y, en ocasiones, cuando no resulta posible la afirmación simultánea de todos los valores, debe elegir los que le parezcan más importantes, dejando otros («tal como están las cosas, elijo positivamente descuidar un poco el orden, para sacar adelante la unidad y la alegre paz familiar, que me importan más»).
¡Qué tranquilos están los apegos cuando ven que el hombre sólo los combate a golpes de voluntad! ¡Y cómo tiemblan en cuanto ven que la persona enciende la luz de la fe y se apresta a enfocarla sobre ellos! En ese momento saben que tienen las horas contadas.
4.-Hay que saber que el apego a cosas buenas puede ser más peligroso que el referido a cosas malas, pues aquél fácilmente se justifica bajo capa de bien. Un cura apegado a la bebida, tratará de corregirse, y si no lo consigue, al menos se reconocerá pecador. Pero un cura apegado a su parroquia -se resiste a posibles cambios, inventa para ello razones falsas, etc.-, difícilmente reconoce su afección desordenada: ¿Acaso no es bueno y noble que un sacerdote ame a su parroquia?... Mucho cuidado hay que tener para descubrir y reducir los apegos de la voluntad a cosas buenas.
5.-Hay que saber que los apegos interiores son más peligrosos que los referidos a bienes exteriores. Los interiores son mas persistentes, más vinculados a la personalidad de cada uno, más ocultos, y suelen ser la raíz que sostiene no pocos apegos a objetos exteriores. Por eso en la vida espiritual -y concretamente en la dirección espiritual- tiene la mayor importancia descubrir estos apegos internos y desarraigarlos. De otro modo, gran parte del trabajo ascético será inútil.
Un hombre, por ejemplo, tiene como afección radical desordenada triunfar en el mundo y sobresalir en la sociedad (apego interno), y para conseguirlo busca enriquecerse (apego externo), pero como no lo consigue, se entrega a la bebida (apego externo). Esta persona, probablemente, será consciente de su apego a la bebida; será menos consciente de su apego a las riquezas, pues es una tendencia desordenada más universal; pero quizá no sea consciente en absoluto de su apego al éxito mundano, que en él es el decisivo. Así pues, si combate sus apegos a riqueza y bebida, probablemente no conseguirá nada, pues no ataca la mala raíz -el apego al éxito- que los sostiene. Pero aun en el supuesto, improbable, de que consiga una vida más libre de riqueza y bebida, si continúa apegado al éxito ¿ha adelantado algo con su ascetismo? Sigue siendo un idólatra, quizá ahora más soberbio, al verse libre de unos apegos exteriores humillantes.
6.-Los apegos han de ser arrancados con la fuerza de la caridad. No tiene el alma otra fuerza que la de su amor. «El amor es la inclinación del alma y la fuerza y virtud que tiene para ir a Dios, porque mediante el amor se une el alma con Dios» (Llama 1,13). San Juan de la Cruz sabe bien que del amor desordenado a criatura sólo puede arrancarnos un amor a Dios más fuerte. Es cuestión de preferir a Dios en un acto intenso y fuerte de la caridad: «¿Amaré a la criatura más que al Creador? ¿Voy a preferir mi gusto al agrado de mi Señor?» Sólo la fuerza del amor a Dios puede arrancarnos de nuestros apegos. Y puede hacerlo con facilidad, pues ante el alma que ama de verdad a Dios «todas las cosas le son nada, y ella es para sus ojos nada. Sólo su Dios para ella es el todo» (1,32).
7.-Los apegos han de ser atajados cuanto antes; y por pequeños que sean, nunca debe ser subestimada su peligrosidad, pues «una centella basta para quemar un monte y todo el mundo. Y nunca se fíe por ser pequeño el asimiento, si no le corta luego, pensando que adelante lo hará, porque, si cuando es tan poco y al principio no tiene ánimo para acabarlo, cuando sea mucho y más arraigado ¿cómo piensa y presume que podrá?» (3 S 20,1).
Se atajan los apegos, ante todo, por la oración de petición, rogando a Dios que rompa las cadenas que nos sujetan o nos dé fuerzas para romperlas; se atajan con los actos intensos que les son contrarios, y también no consintiendo en estos apegos mientras duran, que muchas veces no bastan unos actos, por intensos que sean, para que desaparezcan.
Inmensos bienes gana de Dios la voluntad liberada por la caridad. El cristiano que tiene el corazón «desnudo de todo, sin querer nada» (2 S 7,7), y ama a Dios con toda su alma, da la fisinomía fascinante de Jesús y de sus santos:
«Adquiere libertad de ánimo, claridad en la razón, sosiego, tranquilidad y confianza pacífica en Dios; adquiere más gozo y recreación en las criaturas con el desapropio de ellas; adquiere más clara noticia de ellas para entender bien las verdades acerca de ellas, así natural como sobrenaturalmente; por lo cual las goza muy diferentemente que el que está asido a ellas. Gózase en todas las cosas, no teniendo el gozo apropiado a ellas, como si las tuviese todas; en tanto que ninguna tiene en el corazón, las tiene todas en gran libertad (2 Cor 6,10); el otro, en tanto que tiene de ellas algo con voluntad asida, no tiene ni posee nada, antes ellas le tienen poseído a él el corazón, por lo cual, como cautivo, pena. Al desasido no le molestan cuidados ni en oración ni fuera de ella, y así, sin perder tiempo, con facilidad hace mucha hacienda espiritual» (3 S 20,2-3).
Ascesis del carácter
El hombre carnal tiene mal carácter. Esto se comprende fácilmente si se considera que la modalidad concreta de un carácter procede 1.-del temperamento psicosomático, poco modificable, que viene ya herido y con malas tendencias; 2.-del ambiente condicionante, generalmente malo o mediocre, y que desde niño ha sido asimilado consciente o, la mayor parte de las veces, inconscientemente; 3.-de la historia personal de pecado, que ha dejado en la persona -alma y cuerpo- muchas huellas de culpa, aún vigentes y condicionantes si no han sido suficientemente borradas por el arrepentimiento y la expiación; y 4.-de la historia personal de gracia recibida, aún pendiente de continuación y desarrollo.
La ascesis del carácter, según esto, viene a coincidir con la del sentido y del espíritu; sin embargo, presenta algunos aspectos particulares que merece la pena señalar.
1.-El carácter es modificable y debe ser modificado -en algunos aspectos, profundamente-. Las vidas de los santos nos muestran la fuerza de la gracia para modificar sorprendentemente el carácter inicial de las personas. La ascesis del carácter resulta en cambio imposible en quien se ve a sí mismo como irreformable: «Genio y figura hasta la sepultura». Así será, si así lo cree.
2.-La persona no debe solidarizarse con su propio carácter, aprobándolo en el fondo. No es raro captar en algunos que confiesan sus debilidades, deficiencias y pecados, una satisfacción y evidente complacencia, es decir, una simpatía cómplice con su propio modo de ser. En tal actitud éstos son incorregibles.
3.-La persona no debe constituir nunca su carácter como principio de pensamiento y acción. Hay que pensar con la cabeza -no con el corazón, el hígado o los pies-: la búsqueda de la verdad que se debe pensar o del bien que se debe hacer está condenada al extravío si la persona se deja condicionar por su modo peculiar de ser. Incluso si el modo en sí no es malo o es indiferente: ser lento o rápido, razonador o intuitivo, organizado o improvisador, inclinado a lo abstracto o a lo concreto. Todo eso da más o menos igual, tendrá ventajas para esto y limitaciones para aquello. Lo que estorba gravemente al hombre para la unión con Dios es «cuando se ase a algún modo suyo, o cualquier otra cosa u obra propia, no sabiéndose desasir y desnudar de todo ello» (2 S 4,4). Eso es lo que frena y resiste la obra del Espíritu.
El que se cierra a un trabajo o ministerio, a una norma, a un profesor puesto por la Iglesia, alegando simplemente «A mí eso no me va», «Eso es contrario a mi estilo», padece, al menos de modo implícito, dos graves errores: 1.-El carácter es inmodificable, y sería malo hacerse violencia para cambiarlo. 2.-Dios está obligado a mover con su gracia a los hombres ajustándose cuidadosamente al carácter que tienen. Según eso, Teresa de Ahumada, tan vivaz y sociable, puede resistirse con toda razón a Dios si le quiere recluir en un monasterio. Y lo mismo puede -debe- hacer Juan Bautista Vianney, tan inclinado a la soledad penitente del monasterio, si el Señor osa retenerle hasta su muerte en la parroquia de Ars.
4.-El propio carácter no debe ser impuesto a los demás como una norma universal. Esto hace un daño especial cuando la persona tiene autoridad -padre, párroco, maestro-. Este obispo tiene un carácter ordenado y meticuloso, y tiene su diócesis cuadriculada. Este padre de familia aborrece los viajes, y su familia está siempre quieta. Aquel trabaja rápidamente, y cuando colabora con otro que es más lento, es incapaz de moderar su ritmo, haciendo la acomodación conveniente... A nadie impongamos nuestro modo de ser. Estorbaríamos en nosotros y en los demás la acción del Espíritu divino.
San Francisco de Javier, como provincial jesuíta, escribe con gran dureza al padre Cipriano, hombre dominado por su carácter violento: «Siempre usáis de vuestra condición fuerte: todo lo que hacéis por una parte, por otra lo deshacéis. Estáis ya tan acostumbrado a hacer vuestra voluntad que, dondequiera que estáis, con vuestras maneras escandalizáis a todos, y dais a entender a los otros que es condición vuestra ser así fuerte. Quiera Dios que de estas imprudencias algún día hagáis penitencia. Por amor de Dios nuestro Señor os ruego que forcéis vuestra voluntad, y que en lo por venir enmendéis lo pasado, porque no es condición ser así irritable, sino descuido grande que tenéis de Dios y de vuestra conciencia y del amor de los prójimos» (Cta. 113: 6/14-IV-1552).
Necesidad de la mística pasiva
La vida mística es necesaria para la perfección. Ya vimos más arriba que la actividad ascética ejercita las virtudes, por las que el hombre participa de la vida sobrenatural al modo humano. La vida mística, en cambio, se caracteriza por el predominio operativo de los dones del Espíritu Santo, que hacen participar de la vida sobrenatural al modo divino. Pues bien, en la mística pasiva se consuma la obra de la gracia, iniciada y adelantada por la ascesis, pues ésta misma no puede dar la perfección.
«Por más que el alma se ayude, no puede ella activamente purificarse de manera que esté dispuesta en la menor parte para la divina unión de perfección de amor, si Dios no toma la mano y la purifica en aquel fuego oscuro para ella» (1 N 3,3). «Por más que el principiante en mortificar en sí ejercite todas estas sus acciones y pasiones, nunca del todo ni con mucho puede [llegar a la unión], hasta que Dios lo hace en él, habiéndose él pasivamente» (7,5; +STh I-II,68,2).
En los «buenos cristianos» quedan vivas no pocas miserias que se resisten a morir. Hay todavía cierta soberbia oculta, con satisfacción de sí y menosprecio de los demás, y más gusto por enseñar que por aprender de otros; y tienen «grandes ansias con Dios por que les quite sus imperfecciones y faltas, más por verse sin la molestia de ellas en paz que por Dios» (1 N 2). Hay avaricia espiritual: no se cansan de leer y oír cosas espirituales, sin tener igual celo para realizarlas; cuando no sienten consuelo espiritual, se desconsuelan mucho (3). Hay lujuria espiritual, movimientos involuntarios de la sensualidad, amistades algo desordenadas, que inquietan la conciencia (4). Hay todavía accesos de ira, de indignación ante vicios ajenos, como si fueran dueños de la virtud (5). Hay gula espiritual, deseo inmoderado de adelanto espiritual, pero aún son «semejantes a los niños, que no se mueven ni obran por razón, sino por el gusto» (6). Hay envidia, poca y poco consciente, pero no querrían que los otros fueran alabados, y a veces deshacen esas alabanzas, disminuyéndolas como pueden; preferirían ser ellos más estimados (7). Hay pereza en la oración y trabajos, y «en lo que ellos no hallan voluntad y gusto, piensan que no es voluntad de Dios, y que, por el contrario, cuando ellos la satisfacen, creen que Dios se satisface, midiendo a Dios consigo, no a sí mismos con Dios» (7,3).
La santificación mística pasiva es necesaria. Ya el hombre no puede psicológicamente, obrando al modo humano, arrancar esas miserias tan arraigadas en el fondo mismo de su personalidad. Pero además no puede ontológicamente lograr de su mano una deificación adquirida: ha de ser Dios mismo quien purifique con su mano el fondo del hombre, y quien consume en él una deificación que ha de ser necesariamente dada. Es el paso de la ascética a la mística, la delicada transición del moverse con el auxilio de la gracia al ser movido por el mismo Dios. En efecto, «hay almas que muy ordinariamente son movidas por Dios en sus operaciones, y ellas no son las que se mueven, según aquello de San Pablo: que «los hijos de Dios», que son éstos, los transformados y unidos en Dios, «son movidos por el Espíritu de Dios» (Rm 8,14)» (3 S 2,16). Así era la vida espiritual de la Virgen María (2,10).
Y como ya vimos, la consumación de la ascética en la mística es normal, entra en la dinámica ordinaria del crecimiento en la gracia. Y es que «es imposible, cuando [la persona] hace lo que es de su parte, que Dios deje de hacer lo que es de la suya en comunicársele, a lo menos en secreto y silencio. Más imposible es esto que dejar de dar el rayo del sol en lugar sereno y descombrado; pues que, así como el sol está madrugando y dando en tu casa para entrar si destapas la ventana, así Dios entrará en el alma vacía y la llenará de bienes divinos. Dios está como el sol sobre las almas para comunicarse a ellas» (Llama 3,46-47).
Mística del sentido
La purificación pasiva del sentido viene producida fundamentalmente por la luz de la contemplación infusa, que comienza a incidir dolorosamente en una persona aún imperfecta para recibirla; por las penas de la vida -trabajos, enfermedades, depresiones, desengaños, «tribulaciones de la carne», esas que San Pablo anunciaba especialmente a los seglares (1 Cor 7,28)-; y también por las tentaciones del demonio, que a estas alturas procura turbar y angustiar el alma que va escapando de su influjo.
Entre los cristianos que viven de verdad su fe «es común y acaece a muchos» (1 N 8,1), pero son «muy pocos los que sufren y perseveran en entrar por esta puerta angosta» (11,4), pues la mayoría se resiste en la vida espiritual a ir más allá de lo «razonable». Es noche amarga y terrible (8,2), y su duración es variable: depende de que haya más o menos imperfección que purificar en las personas, y también depende del grado de santidad al cual Dios las destina (14,5). En todo caso, «harto tiempo suelen durar en estas sequedades y tentaciones ordinariamente» (14,6). En la gente de vida contemplativa esta gran prueba «comúnmente acaece más en breve después que comienzan que a los demás» (8,4).
Es como una gran crisis por la que necesariamente han de pasar aquellos que, perdiendo ya todo resto de apoyo en sí mismos o en las criaturas -Dios quita estos apoyos-, van a llegar a la unión con Dios por la mística del espíritu. «Cuando más claro a su parecer les luce el sol de los divinos favores, oscuréceles Dios toda esta luz, y así, los deja tan a oscuras, que no saben por dónde ir con el sentido de la imaginación y el discurso» (1 N 8,3).
Algunas señales indican el ingreso en esta noche. 1ª.-El cristiano «así como no halla gusto ni consuelo en las cosas de Dios, tampoco le halla en ninguna de las cosas creadas» (1 N 9,2). Si en éstas tuviera consuelo y en aquéllas no, sería quizá un estado de tibieza espiritual; pero el disgusto es universal. Nótese en esto que un disgusto semejante puede venir de neurosis o perturbaciones psíquicas. No basta, pues, esta señal sola. 2ª.-El cristiano «ordinariamente trae memoria en Dios con solicitud y cuidado penoso, pensando que no sirve a Dios, sino que vuelve atrás, como se ve con aquel sinsabor en las cosas de Dios». No se trata, pues, de tibieza, que sería sin cuidado de Dios; ni de enfermedad psíquica o física, pues en ésta «todo se va en disgusto y estrago del natural, sin estos deseos de servir a Dios que tiene la sequedad purificativa» (9,3); ni será tentación del demonio, pues éste no inspira solicitud por Dios. 3ª.-Tercera señal es «el no poder ya meditar ni discurrir en el sentido de la imaginación como solía, aunque más haga de su parte» (1 N 9,8; +2 S 13). Mientras imaginación y discurso son posibles, no se deben dejar (2 S 13,2), pero llega un momento en que quedan inertes, por más que el cristiano haga de su parte.
Los cristianos en esta situación espiritual sufren mucho y «no tanto por las sequedades que padecen como por el recelo que tienen de que van perdidos en el camino. Se fatigan y procuran arrimar con algún gusto las potencias a algún objeto de discurso, pensando ellos que, cuando no hacen esto y se sienten obrar, no se hace nada; lo cual hacen no sin harta desgana y repugnancia interior del alma» (1 N 10,1).
Inmensos bienes trae esta purificación mística y pasiva del sentido (1 N 12-13). El cristiano se hace mucho más humilde y comprende mejor la excelencia inefable de Dios. Se hace más suave con Dios, consigo mismo y con el prójimo. Aprende a obedecer, ya que se ve tan perdido, y se acuerda más de Dios. Como ya no tiene modo de cebarse en gustos sensibles, ni en lo natural ni en las cosas de Dios, aprende a moverse no por gustos, sino por pura fe y caridad -incluso ya ni sabe lo que le agrada o le desagrada-. Va venciendo la pereza, va saliendo de ser niño que se mueve por el gusto. Le invade en este desierto una extraña paz inalterable, y logra ahora aquella «libertad de espíritu, en la que se van granjeando los doce frutos del Espíritu Santo» (13,11).
Algunos consejos pueden ayudar a quienes, muchas veces sin guías idóneos, han de sufrir esta oscura noche, amarga y desconcertante. 1.-«Paciencia, no teniendo pena; confíen en Dios, que no deja a los que con sencillo y recto corazón le buscan, ni les dejará de dar lo necesario para el camino» (1 N 10,3). 2.-«No se den nada por el discurso y meditación [ni en la oración ni en la vida ordinaria], pues ya no es tiempo de eso, sino que dejen estar el alma en sosiego y quietud, aunque les parezca claro que no hacen nada y que pierden el tiempo, que harto harán en tener paciencia en perseverar en la oración sin hacer ellos nada» (10,4).
Mística del espíritu
La santificación pasiva del espíritu es necesaria para la consumación de la obra de la gracia, pues «la purificación [pasiva] del sentido sólo es puerta y principio para la del espíritu; más sirve para acomodar el sentido al espíritu que para unir el espíritu con Dios» (2 N 2,1). Sin la vida mística del espíritu ni siquiera el sentido queda totalmente purificado, «porque todas las imperfecciones y desórdenes de la parte sensitiva tiene su fuerza y raíz en el espíritu, donde se sujetan todos los hábitos buenos y malos. De donde en esta noche (pasiva del espíritu) se purifican entrambas partes», sentido y espíritu (3,1-2).
Hecha ya la purificación pasiva del sentido, «suele pasar harto tiempo y años, en que, salida el alma del estado de principiantes, se ejercita en el de los aprovechados: en el cual, así como el que salido de una estrecha cárcel, anda en las cosas de Dios con mucha más anchura y satisfacción del alma. Aunque, como no está bien hecha la purificación del alma -porque le falta la principal parte, que es la del espíritu-, nunca le faltan a veces algunas necesidades, sequedades, tinieblas y aprietos, a veces mucho más intensos que los pasados, que son como presagios y mensajeros de la noche venidera del espíritu; aunque no son éstos durables, como será la noche que espera» (2 N 1,1).
El cristiano sufre mucho en «esta tempestuosa y horrenda noche» pasiva del espíritu (2 N 7,3). «Siéntese el alma tan impura y miserable, que le parece estar Dios contra ella, y que ella está hecha contraria a Dios» (5,5). Es un «sentirse sin Dios, y castigada y arrojada e indigna de él, y que está enojado» (6,2). «En esto humilla Dios mucho al alma para ensalzarla mucho después, y, si él no ordenase que estos sentimientos, cuando se avivan en el alma, se adormeciesen pronto, moriría muy en breves días. Mas son interpolados los ratos en que se siente su íntima viveza, la cual se siente tan a lo vivo, que le parece al alma que ve abierto el infierno y la perdición» (6,6). «No halla consuelo ni arrimo en ninguna doctrina ni maestro; puede el alma tan poco en este puesto, como el que tienen aprisionado en una oscura mazmorra atado de pies y manos» (7,3). Y si esta purificación «ha de ser algo de veras, dura algunos años, puesto que en estos medios hay interpolaciones de alivios, en que por dispensación de Dios, dejando esta contemplación oscura de embestir en forma y modo purificativo, embiste iluminativa y amorosamente» (7,4).
Inmensos bienes trae consigo la mística del espíritu: La abnegación total de la persona: «desasida de lo exterior, desposesionada de lo interior, desapropiada de las cosas de Dios, ni lo próspero la detiene ni lo adverso la impide» (Dichos 124). La lucidez espiritual: «En esta oscura luz espiritual de que está embestida el alma, cuando tiene en qué reverberar, esto es, cuando se ofrece alguna cosa que entender espiritual y de perfección o de imperfección -por mínimo átomo que sea, o juicio de lo que es falso o verdadero-, luego la ve y entiende mucho más claramente que antes que estuviese en estas oscuridades» (2 N 8,4). Queda así el alma purificada de sus miserias «más incurables» (2,4). Queda dispuesta el alma para ser «llevada a la divina unión» (1,1). Y la fuerza y causa de este sagrado crecimiento ha sido el amor. Y es que ya los gustos los ha recogido Dios de tal modo «que no pueden gustar de cosa que ellos quieran. Todo lo cual hace Dios a fin de que, apartándolos y recogiéndolos todos para sí, tenga el alma más fortaleza y habilidad para recibir esta fuerte unión de amor de Dios, que por este medio purificativo le comienza ya a dar, en que el alma ha de amar con gran fuerza de todas las fuerzas y apetitos espirituales y sensitivos del alma» (11,3).
La mística del espíritu es sumamente pasiva, y el místico ha de decir: «Salí del trato y operación humana mía a operación y trato de Dios» (2 N 4,2). Se va a consumar la perfecta transformación del hombre carnal en hombre espiritual, y es Dios mismo quien enciende al hombre como llama de amor viva. «Dios obra en el alma como se ha el fuego en el madero para transformarle en sí; porque el fuego material, en aplicándose al madero lo primero que hace es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene;... y finalmente, comenzándole a inflamar por de fuera y calentarle, viene a transformarle en sí y ponerle hermoso como el mismo fuego» (2 N 10,1).
Los que conciben la santidad cristiana como un perfeccionamiento ético asequible a las fuerzas humanas, no saben de qué va la cosa. La santidad es deificación que sólo Dios puede obrar y consumar en el hombre, «apretándole y enjugándole las afecciones sensitivas y espirituales, y debilitándole y adelgazándole las fuerzas naturales del alma acerca de todo (lo cual nunca el alma por sí misma pudiera conseguir), haciéndola Dios desfallecer y desnudar en esta manera a todo lo que no es Dios naturalmente, para irla vistiendo de nuevo, desnudada y desollada ya ella de su antiguo pellejo. Lo cual no es otra cosa sino alumbrarle el entendimiento con la lumbre sobrenatural, de manera que de entendimiento humano se haga divino unido con el divino; y, ni más ni menos, informarle la voluntad de amor divino, de manera que no sea voluntad menos que divina, no amando menos que divinamente, hecha y unida en uno con la divina voluntad y amor; y la memoria, ni más ni menos; y también las afecciones y apetitos todos mudados y vueltos según Dios, divinamente. Y así, esta alma será ya alma del cielo celestial y más divina que humana» (2 N 13,11).