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La perfección cristiana

Ciro García, Corrientes nuevas de teología espiritual, Madrid, Studium 1971,29-57; R. Garrigou-Lagrange, Perfection chrétienne et contemplation, Ed. Vie Spirituelle 1923,I-II; J. González Arintero, Cuestiones místicas, BAC 154 (1956; original 1916) 3-538; La evolución mística, BAC 91 (1959); B. Jiménez Duque, En qué consiste la perfección cristiana,«Rev. española de teología.» 8 (1958) 617-630; C. Truhlar, De notione totali perfectionis christianæ, «Gregorianum» 34 (1953) 252-261.

El Catecismo, siguiendo al Vaticano II, sigue enseñando la doctrina de «los preceptos y consejos» (914-918, 925-926, 1973-1974).

Santidad y perfección

Estamos llamados a ser santos y perfectos, como el Padre celestial lo es (Ef 1,4; Mt 5,48). Santidad y perfección equivalen prácticamente. Y no habría dificultad en identificar ambos conceptos si se recordara siempre que no hay más perfección humana posible que la santidad sobrenatural. Pero esto se olvida demasiado. Por eso nosotros preferimos hablar de santidad, palabra bíblica, largamente usada en la tradición patrística, teológica y espiritual de la Iglesia. Ella expresa muy bien que la perfección del hombre adámico ha de ser sobrenatural, por unión con el Santo, Jesucristo. Sin embargo, hemos de considerar ahora el tema de la perfección cristiana, ya clásico en la teología espiritual.

El sentido etimológico de la palabra perfección es claro: hecho del todo, acabado, consumado (de per-facere, per-ficere, per-fectio). También la perfección, en sentido metafísico, significa totalidad: «Totum et perfectum idem sunt» (STh II-II, 184,3). Perfección es acto, imperfección es potencia. Una cosa es perfecta en la medida en que está actualizada su potencia. De aquí que la perfección absoluta sólo se da en Dios, que es acto puro. Las criaturas, siempre compuestas de potencia y acto, siempre haciéndose, no pueden lograr sino una perfección relativa.

Por otra parte, como enseña Santo Tomás, la perfección relativa puede considerarse de tres modos: la perfección entitativa («in esse, in actu primo, habitualis, essentialis, substantialis, perfectio prima») reside en los principios constitutivos del ser: es perfecto, por ejemplo, el hombre que tiene alma y cuerpo, con todas sus facultades y miembros; la perfección dinámica («in operari, in actu secundo, actualis, accidentalis, perfectio secunda») consiste en la capacidad de la criatura para dirigirse a su fin por sus potencias y actos, y mira, pues, en el hombre la intensidad de sus virtudes; y la perfección final («in fine, ultima, in facto esse»), por la que la criatura alcanza su fin, es la perfección total.

De un modo análogo, en la vida cristiana consideramos una perfección entitativa (la gracia), otra dinámica (virtudes y dones), y la perfección final (la gloria). Pues bien, la teología espiritual considera fundamentalmente la perfección dinámica, «in fieri», por la que el cristiano tiende con más o menos fuerza hacia Dios, que es su fin.

La perfección cristiana consiste en la caridad

El constitutivo formal de la perfección cristiana consiste en la caridad; y el constitutivo integral, en todas las virtudes bajo el imperio y guía de la caridad (STh II-II,184,1 ad 2m). Analicemos el tema por partes.

1.-La perfección cristiana consiste esencialmente en la perfección de la caridad. Amar a Dios y amar al prójimo es la síntesis de la perfección cristiana (Mt 22,34-40). El Nuevo Testamento enseña una y otra vez la primacía absoluta de la caridad (Rm 13,8-10; 1 Cor 12,31; 13,1-13; Gál 5,6. 14; Col 3,14).

Y es clara la razón teológica. 1.-EI hombre es imagen de Dios, que es caridad, y por eso es perfecto en la medida en que ama; en esa medida se asemeja a Dios, y es hombre (1 Jn 4,7-9; GS 24c). 2.-El hombre está finalizado en Dios, y de cualquier ser «se dice que es perfecto en cuanto que alcanza su propio fin, que es la perfección última de cada cosa. Ahora bien, la caridad es la que nos une a Dios, fin último del alma humana. Luego la perfección de la vida cristiana se logra especialmente según la caridad» (STh II-II,184,1).

2.-La perfección cristiana consiste integralmente en todas las virtudes bajo el imperio de la caridad. Una virtud o hábito puede realizar o bien actos elícitos, que son los suyos propios, o bien actos imperados, que le vienen impuestos por otra virtud. Pues bien, la perfección cristiana no está sólo en el acto elícito de la caridad, por la que el hombre se une a Dios en amor. La orientación total del hombre a Dios no viene lograda sólo por la caridad, que mira el fin, sino por todas las virtudes morales, que se refieren a los medios conducentes a ese fin. «La caridad ordena los actos de todas las demás virtudes a su fin último. Y según esto da ella forma a los actos de todas las demás virtudes. Por eso se dice que ella es forma de las virtudes» (II-II,23,8).

((Cualquier espiritualidad que haga consistir la perfección cristiana en algo distinto de la caridad es falsa. Casi siempre en la historia de la espiritualidad los errores han venido de afirmar un cierto valor cristiano sin la subordinación debida a la caridad, y rompiendo la necesaria conexión con todas las otras virtudes cristianas. Unos han visto en la contemplación la clave de la perfección (gnósticos, alumbrados, quietistas), sin urgir debidamente la ascética de aquellas virtudes que hacen la contemplación posible. Otros han visto la perfección en la pobreza (ebionitas, paupertistas), otros en la abstinencia más estricta (encratitas, temperantes), otros en la oración ininterrumpida (mesalianos, euquitas, orantes), y unos como los otros, afirmando un valor, menospreciaban o negaban otros como la obediencia, la prudencia o la caridad. Los resultados eran lamentables. Hay que concluir con Santo Tomás que «la vida espiritual consiste principalmente en la caridad, y quien no la tiene, espiritualmente ha de ser reputado en nada. En la vida espiritual es simpliciter perfecto aquel que es perfecto en la caridad» (De perfectione vitæ spiritualis 1).))

3.-El grado de perfección cristiana es el grado de crecimiento en la caridad. Un cristiano es perfecto en la medida de la intensidad de los actos elícitos de su caridad, y en la medida también de la extensión de su caridad, es decir, en cuanto que ella extiende sus actos imperados sobre el ejercicio de las otras virtudes, dándoles así fuerza, finalización y mérito.

4.-Amar a Dios es más perfecto que conocerle. Conocimiento y amor no se oponen, desde luego, sino que el uno potencia al otro. Pero en la historia de la espiritualidad unos han acentuado más la vía intelectual, y otros la afectiva. Pues bien, los hábitos intelectuales no son virtudes si no están informados por la caridad: ellos solos no hacen bueno al que los posee; ellos dan la verdad, no el bien. Por otra parte, la perfección cristiana está en la unión con Dios, y lo que realmente une al hombre con Dios es el amor. En efecto, «el acto de entender consiste en que el concepto de la cosa conocida está en el cognoscente; pero el acto de la voluntad [que es el amor] se consuma en cuanto que la voluntad se inclina a la misma cosa como es en sí... Por eso es mejor amar a Dios que conocerlo» (STh I,82,3).

5.-En esta vida puede el hombre crecer en caridad indefinidamente, es decir, puede aumentar su perfección «in infinitum». No hay límites en el amor de Dios, que causa el crecimiento de la caridad. Tampoco hay límites en la persona humana receptora de la virtud de la caridad. Más aún, «la capacidad de la criatura racional aumenta por la caridad, pues por ella se dilata su corazón, de modo que todavía se hace más hábil para acrecentamientos nuevos» (STh II-II,24,7 ad 2m). La persona humana está abierta siempre a participar aún más de la infinita caridad divina, y Dios siempre quiere enriquecer al hombre más y más. «A todo el que tiene se le dará y abundará» (Mt 25,29).

Sólamente la muerte detiene este crecimiento: «La criatura racional es llevada por Dios al fin de la bienaventuranza, y también es conducida por la predestinación de Dios a un determinado grado de bienaventuranza, conseguido el cual no puede ya pasar a otro más alto» (I,62,9). Es el momento solemne y decisivo, en que la perfección del hombre -en naturaleza y gracia- queda fijada eternamente según el grado de la caridad. Así lo expresa San Juan de la Cruz: «A la tarde te examinarán en el amor. Aprende a amar como Dios quiere ser amado» (Dichos 59).

Preceptos y consejos

El Señor dio muchos consejos a sus discípulos sobre muy diversas cuestiones: el modo de hablar (Mt 5,33-37), la actitud frente al mal (5,38-41; 26,53-54; Jn 10,17-18; 18,5-11; 1 Cor 6,7; 1 Tes 5,15; 1 Pe 2,20-22), la comunicación de bienes (Mt 5,42; 6,2-3; Lc 6,35; 12,33; 1 Cor 16,1-4; 2 Cor 8-9; Gál 2,10), el amor a los pobres (Lc 14,12-24; Sant 2,1-9), la oración (Mt 6,5-15), el ayuno (6,16-18), las riquezas (6,19-21; 19,16-23), el amor a los enemigos (5,43-48; Rm 12,20), la corrección fraterna (Mt 18,15-17; Lc 17,3), etc. Ahora bien, como dice Juan Pablo II, «si la profesión de los consejos evangélicos, siguiendo la Tradición, se ha centrado sobre castidad, pobreza y obediencia, tal costumbre parece manifestar con suficiente claridad la importancia que tienen como elementos principales que, en cierto modo, sintetizan toda la economía de la salvación» (exh. apost. Redemptionis donum 25-III-1984, 9).

Dos pasajes sobre todo del Nuevo Testamento fundamentaron la antigua distinción entre preceptos y consejos, y son el pasaje del joven rico (Mt 19,16-30) y los consejos de San Pablo sobre la virginidad (1 Cor 7). Jesús le dice a un joven rico, fiel desde muchacho a los preceptos, que «si quiere ser perfecto», se desprenda de todos sus bienes y le siga. Y San Pablo, el gran doctor del matrimonio cristiano (Ef 5,32), aconseja la virginidad, porque «es mejor y os permite uniros más al Señor, libres de impedimentos». En la escena del joven rico, Cristo da un consejo a una persona concreta, en tanto que en la carta referida, San Pablo da un consejo en general, y propone la virginidad como un estado de vida en sí mismo aconsejable.

Las primeras elaboraciones doctrinales sobre los preceptos y consejos fueron realizadas por los Padres para enfrentar a los herejes, tanto a aquéllos que menospreciaban pobreza y virginidad, como a los que las exigían como necesarias para la salvación. Frente a estos extremos de error, la Iglesia enseñaba que esos consejos ni eran necesarios para la salvación, ni debían ser menospreciados como si fueran algo completamente indiferente en orden a la perfección cristiana. Estas doctrinas de Orígenes, Jerónimo, Ambrosio o Agustín, mejor formuladas después por los teólogos medievales, especialmente por Santo Tomás y San Buenaventura, arraigaron más tarde en la Tradición teológica, espiritual y canónica de la Iglesia.

Pues bien, fijándonos ya especialmente en la tríada clásica de los consejos, podemos preguntarnos: ¿Los consejos evangélicos llevan a una perfección cristiana más alta que la impulsada por los preceptos del Señor? O dicho de otro modo: ¿Quienes viven los tres consejos están ordenados por Dios a una mayor perfección que aquéllos otros que no los cumplen? ¿Quedarían así los laicos cristianos excluidos de la perfección cristiana?...

La respuesta a estas cuestiones es ciertamente negativa. Como ya hemos visto, y en seguida veremos mejor, todos los cristianos, sea cual fuere nuestro estado de vida, estamos llamados a la perfección de la caridad, a ser «perfectos como el Padre celestial» (Mt 5,48), a ser «imitadores de Dios, como hijos queridos» (Ef 5,1). El impulso dado por los preceptos de Cristo lleva por sí mismo a la perfección, a la totalidad de la caridad. Y llegado el caso extremo, recordemos que el martirio, es decir, el mayor amor y la mayor perfección espiritual posible, es de precepto, no es de consejo. Nunca, pues, los consejos pueden impulsar «más allá» de lo exigido por los preceptos, pues los preceptos de la caridad lo exigen todo. Sería una deformación de la Tradición católica imaginar algo así como que los preceptos piden al cristiano cumplir lo que en justicia debe dar a Dios y al prójimo, en tanto que los consejos le llevarían por la caridad a un más allá de generosidad sin límites. La doctrina de la Iglesia es otra.

La perfección cristiana consiste principal y esencialmente en los preceptos, secundaria e instrumentalmente en los consejos. Esta es la enseñanza de la tradición católica, que Santo Tomás formula en un precioso texto:

«Por sí misma y esencialmente (per se et essencialiter), la perfección de la vida cristiana consiste en la caridad: en el amor a Dios, primeramente, y en el amor al prójimo, en segundo lugar; sobre esto se dan los preceptos principales de la ley divina. Y adviértase aquí que el amor a Dios y al prójimo no caen bajo precepto según alguna limitación -como si lo que es más que eso cayera bajo consejo-. La forma misma del precepto expresa claramente la perfección, pues dice «Amarás a tu Dios con todo tu corazón» (todo y perfecto se identifican); y «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (y cada uno se ama a sí mismo con todas sus fuerzas). Y esto es así porque «el fin del precepto es la caridad» (1 Tim 1,5); ahora bien, para el fin no se señala medida, sino sólo para los medios (el médico, por ejemplo, no mide la salud, sino la medicina o la dieta que ha de usarse para sanar). Por tanto, es evidente que la perfección consiste esencialmente en la observancia de los mandamientos.

«Secundaria e instrumentalmente (secundario et instrumentaliter), la perfección consiste en el cumplimiento de los consejos, todos los cuales, como los preceptos, se ordenan a la caridad, pero de manera distinta. En efecto, los preceptos se ordenan a quitar lo que es contrario a la caridad, es decir, aquello con lo que la caridad es incompatible [por ejemplo «No matarás»]. Los consejos [por ejemplo, celibato, pobreza], en cambio, se ordenan a quitar los obstáculos que dificultan los actos de la caridad, pero que, sin embargo, no la contrarían, como el matrimonio, la ocupación en negocios seculares, etc.» (II-II, 184,3).

La perfección cristiana, por tanto, consiste en la caridad, sobre la cual se dan los dos preceptos fundamentales de la ley evangélica, y la función de los consejos no es otra que facilitar el desarrollo de la caridad a Dios y al prójimo, removiendo aquellos condicionamientos que, dada la enfermedad del corazón humano -y no de suyo, por naturaleza-, suelen ser dificultades para ese crecimiento de la abnegación y de la caridad.

Por tanto los laicos cristianos, estando casados, poseyendo bienes de este mundo, y no sujetos a especial obediencia, llevan camino de perfección, si permanecen en lo que el Señor ha mandado: «Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor» (Jn 15,10). Más aún, los laicos, guardando los preceptos, viven de verdad los consejos evangélicos espiritualmente, es decir, en la disposición de su ánimo. Pero esto hemos de considerarlo más detenidamente en breve, cuando tratemos de la vocación cristiana laical.

Vida ascética y vida mística

Cuando hablamos anteriormente de la gracia, de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo, ya mostramos cómo el hombre por las virtudes se mueve bajo el influjo de la gracia al modo humano, mientras que por los dones es movido directamente por Dios y participa de la vida sobrenatural al modo divino. Según eso, la vida cristiana que predominantemente se ejercita en régimen de virtudes es activa y se llama ascética; en tanto que la vida sobrenatural regida habitualmente por los dones es experimentada como pasiva, y recibe el nombre de mística.

Pues bien, para llegar a la perfección cristiana ¿hay una doble vía, la ascética o la mística, o más bien hay una única vía, ascética primero, mística después? Muchos aspectos importantes de la vida espiritual dependen de la respuesta que se dé a esta pregunta.

((Los partidarios de la doble vía, como el Padre Crisógono de Jesús Sacramentado, consideraban que «los caminos para llegar a la perfección son dos, la ascética y la mística» (Compendio de Ascética y Mística, Madrid, Rev. Espiritualidad 1946,55; orig. 1933). «La vía ascética es para todas las almas, porque es un medio necesario para adquirir la perfección» (58), y en ella se distinguen las tres fases clásicas: purificación, iluminación y unión, en la que está la perfección (64). En cambio, «la vía mística no está a disposición de todos, porque implica un elemento que está fuera de las exigencias del desarrollo de la gracia» (58). También en ella hay purificación, iluminación y unión perfectiva (166).))

Para resolver esta cuestión, muy debatida en la primera mitad del siglo XX, parece que es necesario llegar a conocer bien la naturaleza de la mística. Nosotros entendemos que la vida mística consiste esencialmente en el régimen predominante de los dones del Espíritu Santo, que actúan en el cristiano al modo divino o sobrehumano, y que ordinariamente producen en él una experiencia pasiva de Dios y de su acción en el alma. Muchos estudios, especialmente los del padre González Arintero, llegaron a mostrar que esta doctrina teológica ha sido constantemente mantenida por la mejor tradición de la Iglesia.

«Lo que en realidad constituye el estado místico -dice el padre Arintero- es el predominio de los dones del Espíritu Santo sobre la simple fe viva y ordinaria, con las correspondientes obras de esperanza y caridad; mientras que el de éstas sobre aquéllos caracteriza el estado ascético. Pero, a veces, el buen asceta, movido del divino Espíritu, puede proceder místicamente, aunque él no lo advierta; así como, por el contrario, los místicos, por muy elevados que se hallen, cuando por algún tiempo se les retira el Espíritu, deben proceder, y proceden, a manera de ascetas» (Cuestiones místicas 6,3: p.536). Al paso de los años, la transición de la vida ascética a la mística se va haciendo suavemente y de modo casi imperceptible.

Hemos dicho también que la experiencia pasiva de Dios y de su acción caracteriza ordinariamente la vida mística. Esto se debe a la naturaleza y acción de los dones del Espíritu Santo, como ya lo hemos explicado en otro lugar. Es cierto, sin embargo, que esa conciencia vivencial de Dios puede desaparecer en ciertas Noches oscuras, cuando el alma «se siente sin Dios», como alejada de él «para siempre» (San Juan de la Cruz, 2 Noche 6,2). Pero, pasadas estas pruebas dolorosas de ausencia, lo más propio del estado místico es captar con habitual certidumbre la presencia de Dios en el alma (+Santa Teresa, 7 Moradas 1,7).

La perfección cristiana está sólamente en la vida mística

Pues bien, entendiendo así la mística, afirmamos ahora que la perfección de la vida cristiana está en la vida mística, que consuma la ascética. La mística, pues, no es una vía extraordinaria, sino la consumación de la ascética cristiana; entra, por tanto, en el desarrollo normal de la gracia, y a ella están llamados todos los cristianos. Esta doctrina, la de la única vía, es la que hoy puede considerarse común entre los autores.

Los maestros espirituales más antiguos enseñaron de modo constante que la ascesis (practiké) no puede perfeccionarse en sí misma, sino que debe conducir a la mística (gnosis, theoría). Una fase previa purificativa es necesaria para llegar a la contemplación, en la que está la perfección («los limpios de corazón verán a Dios», Mt 5,8; «contempladlo y quedaréis radiantes», Sal 33 ,6).

San Juan de la Cruz, en el esquema de su Noches, muestra claramente cómo en la vida sobrenatural es necesario que la obra activa y virtuosa del hombre sea consumada pasivamente por la acción de Dios. «Por más que el alma se ayude, no puede ella activamente purificarse de manera que esté dispuesta en la menor parte para la divina unión de perfección de amor, si Dios no toma la mano y la purifica en aquel fuego oscuro para ella» (1 Noche 3,3). El solo ejercicio de las virtudes no puede llevar a la perfección. En efecto, «por más que el principiante en mortificar en sí ejercite todas estas sus acciones y pasiones, nunca del todo ni con mucho puede, hasta que Dios lo hace en él, habiéndose él pasivamente, por medio de la purificación de la noche» (7,5). Y este principio está vigente tanto en la vida de oración como en la vida ordinaria.

-En la vida de oración, conocemos bien el paso de los modos ascéticos a los místicos. Santa Teresa describe maravillosamente ese desarrollo espiritual. La oración ascética-activa -discursiva, laboriosa, al modo humano- es muy valiosa y necesaria para llegar a la oración mística, pero en sí misma es muy poca cosa: es como una llamita débil, la de una cerilla, que va consumiendo «pajitas puestas con humildad (y menos serán que pajas si las ponemos nosotros)» (Vida 15,7). Cierto que en una oscuridad completa una luz mínima es mucho. Pero cuando no por industria humana, sino por don magnífico de Dios, se abren las ventanas y entra la luz a raudales, entonces la luz de la cerilla, el fueguecito de pajas, la oración de consideraciones discursiva, ya no tiene sentido. En efecto, en la oración mística-pasiva, cuando el que actúa «es el espíritu de Dios, no es menester andar rastreando cosas para sacar [por ejemplo] humildad y confusión, porque el mismo Señor la da de manera bien diferente de la que nosotros podemos ganar con nuestras considerancioncillas, que no son nada en comparación de una verdadera humildad con luz que enseña aquí el Señor, que hace una confusión que hace deshacer» (15,14). No olvidemos, sin embargo, que de aquel fueguecillo de pajas vino a prender el gran fuego de la oración mística. De aquellas «consideracioncillas», laboriosamente discurridas, vino a formarse la hoguera de la oración contemplativa. Es por el camino laborioso de la ascética por donde se llega a la mística.

-Y en la vida ordinaria el paso de la ascética a la mística se produce en el cristiano de forma análoga. Una decisión, por ejemplo, tomada por la virtud de la prudencia implica consultas, dudas, oraciones de súplica, discursos lentos y laboriosos de la mente, que vienen a dar en acciones no del todo prudentes. En cambio, una decisión realizada bajo el don de consejo es simple, fácil, rápida, y perfectamente prudente. Es el Espíritu Santo quien, gobernando al cristiano al modo divino, le da en las situaciones más complicadas una extraña, sencilla, rápida y segura capacidad de acierto.

Ascética y mística son dos fases de un mismo camino que lleva a la perfección cristiana. La mística entra en el desarrollo normal de la vida de la gracia. Tiene, pues, razón el padre Arintero cuando afirma que «no hay ni es posible que haya verdaderos santos no místicos» (Cuestiones 4: 402).

La perfección cristiana está en la mística. Veamos, ahora, por separado dos cuestiones entre sí conexas. Primera: Todos estamos llamados a la perfección. Segunda: Todos estamos llamados a la vida mística.

Todos estamos llamados a la perfección

En la Escritura se nos muestra claramente que Dios nos llama a todos a la perfección evangélica. Así nos dice Cristo: «Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48); frase que es un eco de aquella otra antigua: «Sed santos, porque Yo soy santo» (Lv 11,44; 19,3; 20,7; +1 Pe 1,15-16; Ef 1,4; 4,13; 1 Tes 4,3; Ap 22,11).

Ya en el mandamiento primero de la Ley cristiana se manifiesta abiertamente esta llamada a la perfección. Escribe sobre esto Garrigou-Lagrange: «»Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lc 10,27; Dt 6,5), y no a medias. Es decir, todos los cristianos a quienes se dirige este precepto deben, si no tener ya la perfección de la caridad, sí al menos tender hacia ella, cada uno según su condición, en el matrimonio, en la vida sacerdotal o en el estado religioso... Nuestra caridad debe crecer siempre hasta el término de nuestra peregrinación; y esto no es sólamente un consejo, algo mejor, es una cosa que debe ser, y quien aquí abajo no quisiera crecer más en la caridad ofendería a Dios. El camino hacia la eternidad no está hecho para que uno se instale en él y se duerma, sino para que se camine por él. Para el viajero que aún no ha llegado al término obligado de su peregrinación, es un mandamiento y no sólo un consejo avanzar, lo mismo que el niño debe seguir creciendo, según una ley natural, bajo pena de hacerse un enano, un ser deforme» (Les trois âges de la vie intérieure, París, Cerf 1951,272. 276; +STh II-II, 184,3).

Por tanto, tenemos grave obligación de procurar la perfección cristiana. El hecho de no ser perfecto y santo no constituye en sí mismo un pecado. Pero el no tender seriamente hacia la perfecta santidad, más aún, el excluir positivamente tal empeño, eso sí es grave pecado, pues desobedece frontalmente el precepto divino, y porque equivale a no querer amar más a Dios.

((Con unos u otros matices y variantes, siempre ha habido muchos que no se creen obligados a tender a la perfección, sino a lo más invitados. Sacerdotes y personas especialmente consagradas a Dios, esos sí tendrían obligación de tender a la perfección evangélica, pero los demás no. Y si tal tesis a veces no llega a ser una convicción teórica, lo suele ser en la práctica. Santo Tomás enseña que la perfección de la caridad puede ser doble: «Hay una perfección exterior [de consejos], que consiste en actos exteriores que son signo de disposiciones interiores, por ejemplo, la virginidad y la pobreza voluntarias, y a esta perfección no todos están obligados. Hay, sin embargo, una perfección interior [de precepto], que consiste en el amor a Dios y al prójimo; y a esta perfección todos están obligados a tender, pues si alguno no quisiera amar a Dios más, de ningún modo cumpliría el precepto de la caridad» (In epist. Heb. 6,1).))

En la encíclica Rerum omnium (26-1-1923) sobre San Francisco de Sales, Pío XI, glosando la doctrina de este santo Doctor de la Iglesia, insistía en la universalidad de la vocación cristiana a la perfección: «que nadie juzgue que esto obliga únicamente a unos pocos selectísimos y que a los demás se les permite permanecer en un grado inferior de virtud. Están obligados a esta ley absolutamente todos sin excepción». Es la doctrina del concilio Vaticano II: «Todos los fieles, de cualquier condición y estado, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre» (LG 11c; +40b, 42e).

Todos estamos llamados a la vida mística

Si todos estamos llamados a la perfección cristiana, y si tal perfección sólo puede darse bajo el régimen habitual de los dones del Espíritu Santo, esto es, participando de la vida sobrenatural al modo divino, es claro que todos estamos llamados a la vida mística. Sin esa pasividad-activa, producida por el gobierno inmediato del Espíritu divino, no puede haber total deificación del hombre adámico. Por eso afirmamos que el desarrollo normal de la vida cristiana lleva a la vida mística.

No todos, por supuesto, estamos llamados a experimentar ciertos fenómenos místicos que a veces se producen en quienes han llegado a la vida mística. Pero tales fenómenos no constituyen en modo alguno la esencia de la vida mística, ni pertenecen a la misma de modo necesario.

¿Todos estamos llamados a la contemplación mística?

Sobre esta cuestión hubo una prolongada polémica hace varios decenios. Convendrá que precisemos, en primer término, algunos conceptos. En nuestra opinión, los grandes maestros espirituales han entendido siempre que la contemplación es la oración mística y pasiva, aquella oración que se produce al modo divino bajo la acción donal del Espíritu Santo, y que la actividad e industria humana no pueden adquirir, sino sólo estorbar.

Santa Teresa, cuando describe los grados de la oración, dice al llegar al recogimiento pasivo que es oración «sobrenatural» (4 Moradas 3,1), aunque no en toda pureza, pues «es también natural junto con lo sobrenatural» (3,15). Ella distinguía este recogimiento de otro activo, «que cada uno lo puede hacer» (3,3). Pero al llegar, en esta descripción dinámica del crecimiento en la oración, a la oración de quietud, dice que es «principio de pura contemplación» (Camino Perf. 30,7); «es ya cosa sobrenatural, que no la podemos procurar nosotros por diligencias que hagamos» (31,2). La pasividad se irá después acentuando, hasta llegar a las oraciones de unión, que son las oraciones plenamente místicas y contemplativas.

También el esquema ascendente de San Juan de la Cruz va a dar en oraciones puramente pasivas, es decir, místicas: «El alma gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios sin particular consideración, en paz interior y quietud y descanso, y sin actos ni ejercicios de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad al menos discursivos, que es ir de uno en otro, sino sólo con la atención y noticia general amorosa que decimos, sin particular inteligencia y sin entender sobre qué» (2 Subida 13,4; +2 Noche 14,1). Coinciden los esquemas de estos dos Doctores espirituales, y señalaremos que la oración pasiva (mística, contemplativa) se inicia con la purificación pasiva del sentido (1 Noche 9).

((Según esto, parece impropio hablar de «contemplación adquirida», como lo hacía el eminente padre Gabriel de Santa María Magdalena (DSp II,2, 1953, 2058-2067). Habría una contemplación imperfecta y otra perfecta. En la imperfecta habría dos grados, la contemplación activa-adquirida y la pasiva-infusa. Estas divisiones, aunque tienen cierto fundamento, traen más inconvenientes que ventajas. Y sobre todo, no siguen el uso de los maestros espirituales, que siempre han referido la contemplación a la pasividad. En este sentido, una «contemplación adquirida» parece una contradicción en los términos.))

Hechas estas consideraciones, volvemos a nuestra cuestión: ¿Todos estamos llamados a la contemplación mística? ¿Todos estamos llamados por Dios a alcanzar, al menos, esas formas de oración semipasiva, como es la quietud, que ya son principio de contemplación? Nuestra respuesta es afirmativa. Pero antes de matizarla un tanto, recordemos las posiciones de dos grandes místicos.

La enseñanza de Santa Teresa en este punto no está exenta, al menos en la expresión, de ciertas vacilaciones. De un lado, y para evitar desconsuelos, advierte que «es cosa que importa mucho entender que no a todos lleva Dios por un camino...; así que no porque en esta casa todas traten de oración, han de ser todas contemplativas» (Camino Perf. 17,2). Pero de otro lado, hablando de la contemplación, que es «llegar a beber de esta fuente celestial y de esta agua viva», dice: «Mirad que convida el Señor a todos... [El no dijo:] «Venid todos, que, en fin, no perderéis nada, y lo que a mí me pareciere, yo les daré de beber». Mas como dijo, sin esta condición, a todos, tengo por cierto que todos los que no se quedaren en el camino, no les faltará esta agua viva» (19,14-15). Parece entonces que la Santa advierte como que se contradice, y aclara que lo primero (17,2) lo decía «cuando consolaba a las que no llegaban aquí» (20,1). Más claro aparece su pensamiento en su última obra escrita: «Aunque todas las que traemos este hábito sagrado del Carmen somos llamadas a la oración y contemplación... pocas nos disponemos para que nos la descubra el Señor» (5 Moradas 1,3).

La enseñanza de San Juan de la Cruz acerca de la llamada universal a la contemplación también ha sido discutida por algunos, en referencia a ciertas frases en las que el santo Doctor se inclinaría por la negativa (1 Noche 9,9). El, sin embargo, coincide con la posición de Santa Teresa: todos están llamados, pocos son los que llegan (Llama 2,27). La doctrina del Santo se conoce mejor, no tanto discutiendo sobre una u otra frase, sino viendo el conjunto sistemático de su doctrina. Allí aparece claro que los principiantes, por la purificación ascética del sentido (1 Subida), y por la purificación ascética, activa, del espíritu, se disponen para la contemplación, como aprovechados (2 Subida 13; 3 Sub.1; 2,2). A estos adelantados, que van aprovechando, Dios les «comienza a poner en esta noticia sobrenatural de contemplación» (2 Sub.15,1). Y no llegarán a la contemplación perfecta de unión con Dios (1 Noche 1,1), en tanto no hayan pasado las purificaciones pasivas del sentido (1 Noche) y del espíritu (2 Noche). De hecho, muy pocos son los que llegan a esa purificación suprema que hace posible la perfecta unión con Dios (1 Noche 8,1).

Por tanto, en la oración, a los que no acaban de ir adelante, Dios «a éstos nunca les acaba de desarrimar el sentido de los pechos de las consideraciones y discursos, sino algunos ratos a temporadas» (1 Noche 9,9). Pero a los que de veras van adelante «Dios comienza a poner en esta noticia sobrenatural de contemplación» (2 Subida 15,1). Y San Juan de la Cruz, que enseña bien claro que todos están llamados a ir adelante en la perfección, precisa que es en la purificación pasiva del sentido cuando los adelantados son introducidos en la contemplación: «Estando ya esta casa de la sensualidad sosegada, por medio de esta dichosa noche [pasiva] de la purificación sensitiva, salió el alma a comenzar el camino y vía del espíritu, que es de los aprovechantes y aprovechados, que por otro nombre llaman vía iluminativa o de contemplación infusa, con que Dios de suyo anda apacentando y alimentando al alma, sin discurso ni ayuda activa de la misma alma» (1 Noche 14,1).

Concluímos, pues. Todos los cristianos estamos llamados a alcanzar la contemplación mística, pues todos estamos llamados a la perfección, y el modo de oración correspondiente a la perfección espiritual es justamente la contemplación quieta, pasiva, transformante. A esta afirmación añadiremos dos observaciones.

1ª.-Aunque todos son llamados a la contemplación, pocos llegan a la perfección de vida que la hace posible.

2ª.-Una es la vida de oración contemplativa en los místicos contemplativos, y otra en los místicos activos. Sabemos que en el santo abundan los dones del Espíritu Santo, por los que habitualmente es movido. Y sabemos también que estos dones crecen de modo conexo como hábitos (STh I-II,68,5). Pero en los santos no todos los dones serán actualizados por Dios con la misma intensidad, claridad y frecuencia. Los dones intelectivos del Espíritu Santo -inteligencia y sabiduría, sobre todo- actuarán en los místicos contemplativos con especial fuerza y frecuencia. Los dones más referidos a la vida activa -como consejo, piedad, fortaleza-, por el contrario, actuarán predominantemente en los místicos activos. «El viento sopla donde quiere... Eso pasa con todo el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3,8). Y aún estos santos activos, como lo muestra la hagiografía, tienen oración contemplativa: muchos en abundancia, otros con cierta frecuencia. No podría ser de otro modo, pues todo santo es místico, y su alma «está hecha Dios de Dios por participación» (Llama 3,8).