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AA.VV., «Semanas de Estudios Trinitarios», Salamanca, Secretariado Trinitario 1973ss; L. Bouyer, Le consolateur, París, Cerf 1980; Y. M. Congar, El Espíritu Santo, Barcelona, Herder 1983; F. Durrwell, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca, Sígueme 1986; G. García Suárez, El Espíritu Santo, fuente primaria de vida cristiana y espiritual, Madrid, Rev. Espiritualidad 1991; J. de Goitia, La fuerza del Espíritu, Bilbao, Mensajero-Univ. Deusto 1974; C. Granado, El Espíritu Santo en la teología patrística, Salamanca, Sígueme 1987; D. J. Lallevent, La tres Sainte Trinité, mystère de la joie chrétienne, París, Téqui 19B4; S. Muñoz Iglesias, El Espíritu Santo, Ed. Espiritualidad, Madrid 1997; G. Philips, Inhabitación trinitaria y gracia, Salamanca, Secretariado Trinitario 1980; M. M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid 19974; J. Rivera, El Espíritu Santo, Apt. 307, Toledo 19973; A. Royo Marín, El gran desconocido; el Espíritu Santo y sus dones, BAC min. 29, Madrid 19977; N. Silanes, El don de Dios, ib.1976.
Véase también León XIII, enc. Divinum illud munus 9-V-1897; Juan Pablo II, enc. Dominum et vivificantem 18-V-1986: DP 1986,112. Catecismo 683-741.
Divina presencia creacional y presencia de gracia
A pesar del pecado de los hombres, Dios siempre ha mantenido su presencia creacional en las criaturas. Sin ese contacto entitativo, ontológico, permanente, las criaturas hubieran recaído en la nada. León XIII, citando a Santo Tomás, recuerda esta clásica doctrina: «Dios se halla presente a todas las cosas, y está en ellas "por potencia, en cuanto se hallan sujetas a su potestad; por presencia, en cuanto todas están abiertas y patentes a sus ojos; por esencia, porque en todas ellas se halla él como causa del ser"» (enc. Divinum illud munus: STh I,8,3).
Pero la Revelación nos descubre otro modo por el que Dios está presente a los hombres, la presencia de gracia, por la que establece con ellos una profunda amistad deificante. Toda la obra misericordiosa del Padre celestial, es decir, toda la obra de Jesucristo, se consuma en la comunicación del Espíritu Santo a los creyentes.
Primeros acercamientos de Dios
La historia de la presencia amistosa de Dios entre los hombres comienza en Abraham. Un Dios, todavía desconocido, se le manifiesta varias veces en formidables teofanías y locuciones. Un Dios distante y cercano, terrible y favorable, un Dios fascinante en su grandeza y bondad: «Yo soy El Sadai; anda tú en mi presencia y sé perfecto» (Gén 17,1). Así comienza Yavé su amistad con el linaje de Abraham: «Hizo Yavé alianza con Abraham» (15,18; +cps.12-18).
En los tiempos de Moisés la presencia de Dios se hace más intensa y viene a ser más establemente expresada en ciertos signos sagrados. Moisés trata confiadamente con Yavé, que le dice su nombre (Ex 3,14). Llega a verle de lejos y «de espaldas» (33,18-23); incluso se dice que habla con el Señor «cara a cara, como habla un hombre a su amigo» (33,11). Pero todavía Yavé permanece distante y misterioso para el pueblo, que no puede acercársele, ni hacer representaciones suyas (19,21s; 20,4s).
Todo esto, para un pueblo acostumbrado a la idolatría, torpe para la religiosidad, resulta muy espiritual. El linaje de Abraham, Isaac y Jacob exige «un dios que vaya delante de nosotros» (32,1). Y Yavé condesciende: «Que me hagan un santuario y habitaré en medio de ellos. Habitaré en medio de los hijos de Israel y seré su Dios» (25,8; 29,45). Y a este pueblo nómada, Yavé le concede ciertas imágenes móviles de su Presencia gloriosa y fuerte.
La Nube, etérea y luminosa, cercana e inaccesible, es el sacramento que significa la presencia de Yavé. De día y de noche, con providencia solícita, guía al pueblo de Israel por el desierto (Ex 13,21; 40,38).
La Tienda es un templo portátil. La cuidan los levitas, se planta fuera del campamento, en una sacralidad característica de distancia y separación (25,8-9; 33,7-11).
El Arca del testimonio guarda las Tablas de la Ley. Sobre ella está el propiciatorio, el lugar más sagrado de la presencia divina: «Allí me revelaré a ti, y de sobre el propiciatorio, de en medio de los dos querubines, te comunicaré yo todo cuanto te mandare para los hijos de Israel» (2 Sam 7,6-7). Cuando más adelante Israel se establezca en la tierra prometida, Salomón entronizará solemnemente el Arca en el Templo (1 Re 8).
En la veneración de Israel por estos signos sagrados no hay idolatría, como la había entre los vecinos pueblos paganos hacia imágenes, piedras, montes o fuentes. Los profetas judíos enseñaron a distinguir entre el Santo y las sacralidades que le significan. Ellos siempre despreciaron los ídolos y se rieron de ellos.
En medio de Israel la presencia de Dios guarda siempre celosamente una divina transcendencia (1 Re 8,27). Yavé trata sólo con Moisés, el mediador elegido (Ex 3,12;19,17-25). El pueblo no se atreve a acercarse a Yavé, pues teme morir (Dt 18,16). Pero aún así, sabe Israel que su Dios está próximo y es benéfico: «¿Cuál es, en verdad, la gran nación que tenga dioses tan cercanos a ella, como Yavé, nuestro Dios, siempre que le invocamos?» (4,7; 4,32s). Las grandes intervenciones de Yavé en favor de su pueblo -paso del mar Rojo, maná, victorias bélicas prodigiosas- son signos claros de la presencia activa y fuerte de Dios entre los suyos. Estos signos deben silenciar a los murmuradores: «¿Está Yavé en medio de nosotros o no?» (Ex 17,7).
El Templo
La Nube, la Tienda, todos los antiguos lugares sagrados -Bersabé, Siquem, Betel-, santificados por la presencia de Dios, hallan en el Templo de Jerusalén la plenitud de su significado religioso: «Yavé está ahí» es lo que significa «Jerusalén» (Ez 48,35). En efecto, es Sión «el monte escogido por Dios para habitar, morada perpetua del Señor», ante la envidia de los otros montes (Sal 67,17). Es allí donde Yavé muestra su rostro, da su gracia, perdona a su pueblo: «Sobre Israel resplandece su majestad, y su poder, sobre las nubes. Desde el santuario Dios impone reverencia: es el Dios de Israel quien da fuerza y poder a su pueblo. ¡Dios sea bendito!» (67,35-36).
David quiso construir para Yavé el Templo -proyecto que su hijo Salomón realizó-. Y Yavé, a su vez, con toda solemnidad, promete a David hacerle una Casa, un linaje permanente: «Suscitaré a tu linaje, después de ti, el que saldrá de tus entrañas, y afirmaré su reino. El edificará Casa a mi nombre, y yo estableceré su trono para siempre. Yo le seré padre, y él me será hijo. Permanente será tu Casa para siempre ante mi rostro, y tu trono estable por la eternidad» (2 Sam 7,12-16). Este es el mesianismo real davídico, que había de cumplirse en Jesús, el «Hijo de David» (Lc 1,30-33).
La devoción al Templo es grande entre los piadosos judíos (Sal 2,4; 72,25; 102,19; 113-B,3; 122,1). Allí habita la gloria del Señor, allí peregrinan con amor profundo (83; 121), allí van «a contemplar el rostro de Dios» (41,3). También los profetas judíos aman al Templo, pero enseñan también que Yavé habita en el corazón de sus fieles (Ez 11,16), y que un Templo nuevo, universal, será construido por Dios para todos los pueblos (Is 2,2-3; 56,3-7; Ez 37,21-28). Ese Templo será Jesucristo, Señor nuestro.
La presencia espiritual
En la espiritualidad del Antiguo Testamento la cercanía del Señor es vivamente captada, sobre todo por sus exponentes más lúcidos, como son los profetas y los salmos.
El justo camina en la presencia del Señor (Sal 114,9), vive en su casa (22,6), al amparo del Altísimo (90,1). «Cerca está el Señor de los que lo invocan sinceramente. Satisface los deseos de sus fieles, escucha sus gritos y los salva. El Señor guarda a los que lo aman» (144,18-20; +72,23-25). Ninguna cosa puede hacer vacilar al justo, pues tiene a Yavé a su derecha (15,8). Nada teme, aunque tenga que pasar por un valle de tinieblas, ya que el Señor va con él (22,4).
El Señor promete su presencia y asistencia a ciertos hombres elegidos: «Yo estaré contigo, no temas» (Gén 26,24; Ex 3,12; Dt 31,23; Juec 6,12.16; Is 41,10; Jer 1,8.19), y también la asegura a Israel, a todo el pueblo: «Yo estaré con vosotros, no temáis» (Dt 31,6; Jer 42,11). La misma confortación dará el Señor a María y a los Apóstoles (Lc 1,28; Mt 28,20).
Por otra parte, también se dice en la Escritura que el Espíritu divino está especialmente sobre algunos hombres elegidos para ciertas misiones: «Vino sobre él el Espíritu de Yavé» (Núm 11,25; Dt 34,9; Juec 3,10; 6,34; 11,29; Is 6; Jer l; Ez 3,12). Más aún: se anuncia para la plenitud de los tiempos un Mesías lleno del Espíritu -los «siete» dones de la plenitud (Is 11,2)-: «He aquí a mi Siervo, a quien yo sostengo, mi Elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él» (42,1). De la plenitud espiritual de este Mesías se va a derivar para todo el pueblo una abundancia del Espíritu hasta entonces desconocida, aunque muchas veces deseada (Sal 50,12; Is 64,1): «Yo os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo. Yo pondré en vosotros mi Espíritu. Seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,24-28; +11,19-20; 37; Jer 31,33-34; Is 32,15; Zac 12,10).
Jesucristo, fuente del Espíritu Santo
Cristo es el anunciado hombre del Espíritu. «A Jesús de Nazaret le ungió Dios con Espíritu Santo y poder» (Hch 10,38). «En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9). El es el «Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Y todos nosotros hemos recibido de su plenitud gracia sobre gracia» (Jn 1,14.16).
Jesucristo sabe que él es el Templo-fuente de aguas vivas, tal como lo anunciaron los profetas (Ez 47,1-12; Zac 13,1). «El que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, sino que el agua que yo le dé se hará en él una fuente de agua que brota para vida eterna» (Jn 4,14). Y esto que dice a la samaritana, lo dirá en público a todos: «Gritó diciendo: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. Quien cree en mí, como dijo la Escritura, ríos de agua viva manarán de su seno». Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él, pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (7,37-39). Finalmente, Jesucristo en la cruz, al ser destrozada su humanidad sagrada -como un frasco que, al ser roto, derrama su perfume-, «entregó el espíritu [el Espíritu]» (19,30).
Así se cumplieron las Escrituras. Moisés, golpeando la roca con su cayado, la convirtió en fuente (Ex 17,5-6). Ahora «uno de los saldados, con su lanza, le traspasó el costado [a Jesús], y al instante brotó sangre y agua» (Jn 19,34). San Pablo interpreta esto autorizadamente: «La Roca era Cristo» (1Cor 10,4); por él «a todos se nos dio a beber del mismo Espíritu» (12,13). Se cumplieron así las antiguas profecías: «Aquel día derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de oración; y mirarán hacia mí; y a Aquel a quien traspasaron, le llorarán como se llora al unigénito. Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, a fin de lavar el pecado y la impureza» (Zac 12,10; 13,1).
Jesucristo, Templo de Dios
Jesús venera el Templo antiguo, a él peregrina, lo considera Casa de Dios, Casa de Oración, paga el tributo del Templo, frecuenta sus atrios con sus discípulos (Mt 12,4; 17,24-27; 21,13; Lc 2,22-39. 42-43; Jn 7,10). Pero Jesús sabe que él es el nuevo Templo. Destruido por la muerte, en tres días será levantado (Jn 2,19). El se sabe «la piedra angular» del Templo nuevo y definitivo (Mc 12,10). En efecto, «la piedra angular es el mismo Cristo Jesús, en quien todo el edificio, armónicamente trabado, se alza hasta ser Templo santo en el Señor; en el cual también vosotros sois juntamente edificados para ser morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2,20-22; +1Cor 3,11; 1Pe 2,4-6).
En su vida mortal, Jesucristo es un Templo cerrado, «pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39). Muerto en la cruz, se rasga el velo del Templo antiguo, que ya no tiene función salvífica. Al tercer día se levanta Jesucristo para la vida inmortal, haciéndose entonces para los hombres el Templo abierto, «mejor y más perfecto, no hecho por manos de hombre, esto es, no de esta creación» (Heb 9,11; +Ap 7,15; 13,16; 21,3). Y cuando en Pentecostés los discípulos son «bautizados en el Espíritu Santo» (Hch 1,5), ya pueden entonces entrar en el Templo nuevo, santo y definitivo, para ser así ellos templos en el Templo (2Cor 6,16; Ex 29,45).
Entremos, pues, en Cristo-Templo, que en la resurrección, la ascensión, y pentecostés, ha sido abierto e inaugurado para todos los hombres que crean en él. «Acercáos a él, piedra viva, rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa ante Dios, y vosotros también edificáos como piedras vivas, como Casa espiritual, para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales, gratos a Dios por Jesucristo» (1Pe 2,4-5). «Teniendo, pues, hermanos, en virtud de la sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el Templo que él nos abrió como camino nuevo y vivo a través del Velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la Casa de Dios, acerquémonos con sincero corazón» (Heb 10,19-22; +4,16).
La consumación del Templo nuevo será en la parusía, al fin de los tiempos, cuando venga Cristo con sus ángeles y santos. «Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo. Oí una voz potente, que del trono decía: «He aquí el Tabernáculo de Dios entre los hombres», y erigirá su Tabernáculo entre ellos... «He aquí que hago nuevas todas las cosas»» (Ap 21,2-5).
La Trinidad divina en los cristianos
Los primeros cristianos todavía frecuentaron el Templo (Hch 2,46), pero en seguida comprendieron que el nuevo Templo eran ellos mismos. En efecto, Dios habita en la Iglesia y en cada uno de los cristianos. No sólo la Iglesia es templo de Dios, como cuerpo que es de Cristo (1Cor 3,10-17; Ef 2,20-21), sino cada uno de los cristianos es personalmente «templo del Espíritu Santo» (1Cor 6,15.19; 12,27). Y ambos aspectos de la inhabitación, el comunitario y el personal, van necesariamente unidos. No se puede ser cristiano sino en cuanto piedra viva del Templo de la Iglesia. Ahora las tres Personas divinas viven en los cristianos. El mismo Espíritu Santo es el principio vital de una nueva humanidad. Esta es la enseñanza de Jesús y de sus Apóstoles.
En la enseñanza de San Pablo, el Cristo glorioso, unido al Padre y al Espíritu Santo, es para los hombres «Espíritu vivificante» (1Cor 15,45). En efecto, «el Señor es Espíritu» (2Cor 3,17), habita en nosotros, y nosotros nos vamos configurando a su imagen «a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (3,18; +Gál 4,6). Todas las dimensiones de la vida cristiana, según esto, habrán de ser atribuidas a la acción del Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo.
Es el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, el que nos mueve internamente a toda obra buena (Rm 8,14; 1Cor 12,6). Es el Espíritu Santo -el agua, el fuego- quien nos purifica del pecado (Mt 3,11; Jn 3,5-9; Tit 3,5-7). Es él quien enciende en nosotros la lucidez de la fe (1Cor 2,10-16). El levanta nuestros corazones a la esperanza (Rm 15,13). El nos mueve a amar al Padre y a los hombres como Cristo los amó; para nosotros esto sería imposible, pero «la caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). El llena de gozo y alegría nuestras almas (Rm 14,17; Gál 5,22; 2Tes 1,6). El nos da fuerza para testimoniar a Cristo y fecundidad apostólica, pues la evangelización «no es sólo en palabras, sino en poder y en el Espíritu Santo» (1,5; +Hch 1,8). El nos concede ser libres del mundo que nos rodea (2Cor 3,17). El viene en ayuda de nuestra impotencia y ora en nosotros con palabras inefables (Rm 8,15. 26-27; Ef 5,18-19).
En suma, lo que el Apóstol nos dice es esto: «Vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8,9; +10-16; Gál 5,25; 6,8). Es el Espíritu Santo el que produce en nosotros la adopción, el que nos hace hijos en el Hijo (Rm 8,14-17). Toda la «espiritualidad» cristiana, por tanto, es la vida sobrenatural que el Espíritu produce en los hombres.
Y la enseñanza de San Juan es equivalente. El que ama a Jesús y guarda sus mandatos «permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 3,24). El sarmiento que «permanece» en la Vid, recibe de ésta espíritu, vida, fruto (Jn 15,4-8). Si alguno ama a Cristo, será amado por el Padre, y las Personas divinas habitarán en él (14,23). El que se alimenta de Cristo, es internamente vivificado por él (6,56-57). Toda la vida cristiana, por tanto, fluye de la inhabitación de Dios en el hombre.
La inhabitación en la Tradición cristiana
La vivencia del misterio de la inhabitación ha sido siempre, ya desde el comienzo de la Iglesia, la clave principal de la espiritualidad cristiana. San Ignacio de Antioquía, hacia el año 107, se da el nombre de Teóforos, portador de Dios, y nombres semejantes da a los fieles cristianos, teóforoi, cristóforoi, agióforoi (Efesios 9,2; saludos de sus cartas). Y así mismo enseñaba: «Obremos siempre viviendo conscientemente Su inhabitación en nosotros, siendo nosotros su templo, siendo él nuestro Dios dentro de nosotros; como realmente es y se nos manifestará, si le amamos como es debido» (Efesios 15,3).
En la antigüedad, el más alto maestro de la inhabitación es sin duda San Agustín. El buscó a Dios en las criaturas, y ellas le dieron algunas referencias muy valiosas (Confesiones IX,10,25; X,6,9); pero por fin lo encontró en sí mismo: «Él está donde se gusta la verdad, en lo más íntimo del corazón» (IV,12,18).
«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no tendrían ser» (X,27,38). «Tú estabas dentro de mí, más interior a mí que lo más íntimo mío y más elevado que lo más alto mío (interior intimo meo et superior summo meo)» (III,6,11).
Es cierto que en la purificación pasiva del espíritu puede el cristiano, como dice San Juan de la Cruz, «sentirse sin Dios» (2 Noche 5,5; 6,2). También Cristo en la cruz se sintió abandonado por el Padre (Mt 27,46). Pero también es cierto que son los santos, los que han sufrido esas místicas noches, quienes tienen una más profunda vivencia de la inhabitación de Dios en el alma. Así por ejemplo, Santa Teresa de Jesús alcanza las más altas experiencias de la inhabitación en el culmen de su vida espiritual, cuando llega a la mística unión transformante, como muchas veces lo atestigua:
«Estando con esta presencia de las tres Personas que traigo en el alma, era con tanta luz que no se puede dudar el estar allí Dios vivo y verdadero» (Cuenta conciencia 42;+41). Antes creía ella en esta presencia, pero no la sentía. Ahora Dios «quiere dar a sentir esta presencia, y trae tantos bienes, que no se pueden decir, en especial, que no es menester andar a buscar consideraciones para conocer que está allí Dios. Esto es casi ordinario» (66,10). Ni trabajos ni negocios le hacen perder la conciencia de esa divina presencia (7 Moradas 1,11).
Captar en sí la Presencia divina es algo que la levanta sobre todo lo creado: «Me mostró el Señor, por una extraña manera de visión intelectual [esto es, sin imágenes], cómo estaba el alma que está en gracia, en cuya compañía vi la Santísima Trinidad por visión intelectual, de cuya compañía venía al alma un poder que señoreaba toda la tierra» (Cuenta conciencia 21). Captar en la propia alma esa gloriosa Presencia trae inmensos bienes: gozo indecible de verse hecha una sola cosa con Dios (7 Moradas 2,4), completo olvido de sí (3,2), ardiente celo apostólico (3,4), paz y gran silencio interior (3,11-12), aunque no falta cruz (3,2; 4,2-9). Antes «solía ser muy amiga de que me quisiesen bien, y ya no se me da nada, antes me parece en parte me cansa» (Cuenta conciencia 3). «En muy grandes trabajos y persecuciones y contradicciones que he tenido, me ha dado Dios gran ánimo, y cuando mayores, mayor» (ib.). En fin, «no me parece que vivo yo, ni hablo, ni tengo querer, sino que está en mí quien me gobierna y da fuerza, y ando como fuera de mí» (ib.).
Igualmente, la inhabitación de Dios en el alma es para San Juan de la Cruz «lo más a que en esta vida se puede llegar» (Llama 1,14). «El Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma» (Cántico 1,6). ¿Puede haber algo mayor?
«Dios mora secretamente en el seno del alma, porque en el fondo de la sustancia del alma es hecho este dulce abrazo. Mora secretamente, porque a este abrazo no puede llegar el demonio, ni el entendimiento del hombre alcanza a saber cómo es. Pero al alma misma, [que ha sido introducida ya por la alta vida de virtud] en esta perfección, no le está secreto, pues siente en sí misma este íntimo abrazo... ¡Oh, qué dichosa es esta alma que siempre siente estar Dios descansando y reposando en su seno!... En otras almas que no han llegado a esta unión, aunque no está [el Esposo] desagradado, porque al fin están en gracia, pero, por cuanto aún no están bien dispuestas, aunque mora en ellas, mora secreto para ellas, porque no le sienten de ordinario, sino cuando él les hace algunos recuerdos sabrosos» (Llama 4,14-16).
Y es el amor la causa de la inhabitación: «Si alguno me ama...» (Jn 14,23). «Mediante el amor se une el alma con Dios; y así, cuantos más grados de amor tuviere, tanto más profundamente entra en Dios y se concentra en El. De donde podemos decir que cuantos grados de amor de Dios puede tener el alma, tantos centros puede tener en Dios, uno más adentro que otro, porque el amor más fuerte es el más unitivo. Y si llegare hasta el último grado del amor, llegará a herir el amor de Dios hasta el último centro y más profundo del alma, lo cual será transformarla y esclarecerla según todo el ser y potencia y virtud de ella, según es capaz de recibir, hasta ponerla que parezca Dios» (Llama 1,13). Entonces «el alma se ve hecha como un inmenso fuego de amor que nace de aquel punto encendido del corazón del espíritu» (2,11).
El misterio de la Trinidad divina tal cual es -generación del Hijo, espiración del Espíritu- se da en el alma, que recibe «la comunicación del Espíritu Santo, para que ella espire en Dios la misma espiración de amor que el Padre espira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo... Porque eso es estar [el alma] transformada en las tres Personas en potencia [Padre] y sabiduría [Hijo] y amor [Espíritu Santo], y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto la creó a su imagen y semejanza» (Cántico 39,3-4).
Ese «abrazo abismal de su dulzura» que el Padre ha dado al hombre, lo ha dado en Cristo Esposo, que así celebra sus bodas con la humanidad «con cierta consumación de unión de amor» (Cántico 22,3; +Llama 4,3).
Síntesis teológica
La inhabitación es una presencia real, física, de las tres Personas divinas, que se da en los justos, y únicamente en ellos, es decir, en las personas que están en gracia, en amistad con Dios. Las tres Personas divinas habitan en el hombre como en un templo, no sólo el Espíritu Santo. Y son las mismas Personas de la Trinidad las que se hacen presentes, no sólo meros dones santificantes. Ahora bien, para que la Presencia divina se dé, es necesaria la producción divina de la gracia creada en el hombre. Por tanto, la gracia increada, esto es, la inhabitación, y la gracia creada, son inseparables.
Por la inhabitación, los cristianos somos «sellados con el sello del Espíritu Santo» (Ef 1,13), sello personal, vivo y vivificante. La imagen de Dios se reproduce en nosotros por la aplicación que las Personas divinas hacen de sí mismas inmediatamente en nosotros. Y de este modo, como dice el concilio Vaticano II, de tal modo el Espíritu Santo vivifica a los cristianos, al Cuerpo místico de Cristo, «que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o alma o en el cuerpo humano» (LG 7g).
La inhabitación de Dios en el hombre ha de explicarse en clave de conocimiento (Jn 17,3) y de amor (14,23); es decir, la inhabitación es una amistad. Así Santo Tomás:
«La caridad es una amistad, y la amistad importa unión, porque el amor es una fuerza unitiva» (STh II-II,25,4). «La amistad añade al amor que en ella el amor es mutuo y que da lugar a cierta intercomunicación. Esta sociedad del hombre con Dios, este trato familiar con él, comienza por la gracia en la vida presente, y se perfecciona por la gloria en la futura. Y no puede el hombre tener con Dios esa amistad que es la caridad, si no tiene fe, una fe por la que crea que es posible ese modo de asociación y trato del hombre con Dios, y si no tiene también esperanza de llegar a esa amistad. Por eso la caridad [y consecuentemente la inhabitación de Dios en el hombre] es imposible sin la fe y la esperanza» que fundamentan la caridad (I-II,65,5).
Precisados estos principios, entendemos mejor que la inhabitación se explique teológicamente por el conocimiento y el amor mutuo de la amistad. «El especial modo de la presencia divina propio del alma racional consiste precisamente en que Dios esté en ella como lo conocido está en aquel que lo conoce y como lo amado en el amante. Y porque, conociendo y amando, el alma racional aplica su operación al mismo Dios, por eso, según este modo especial, se dice que Dios no sólo es en la criatura racional, sino que habita en ella como en su templo» (I,43,3).
Por otra parte, como ya vimos, el cristiano carnal, aunque esté en gracia, apenas es consciente de la Presencia de Dios en él. Es el cristiano espiritual el que capta habitual y claramente la inhabitación de la Trinidad. «Los limpios de corazón verán a Dios» en sí mismos (Mt 5,8). Cuando el ejercicio ascético de las virtudes se perfecciona en la vida mística de los dones del Espíritu Santo, es entonces cuando el cristiano vive su condición de templo de la Trinidad divina con una conciencia más cierta y habitual. Así lo explica Juan de Santo Tomás:
«Supuesto ya el contacto y la íntima existencia de Dios dentro del alma, Dios se hace presente de un modo nuevo por la gracia como objeto experimentalmente cognoscible y gozable en ella misma. Y es que a Dios no se le conoce sólamente por la fe, que es común a los creyentes, justos o pecadores, sino también por el don de sabiduría, que da un gustar y un experimentar íntimamente» a Dios (Tract. de s. Trinit. mysterio d.17,a.3,10-12).
Eucaristía e inhabitación
Jesucristo en la eucaristía causa en las fieles la inhabitación de la Trinidad. «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Así como vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6,51-57). La eucaristía, pues, es para la inhabitación. La presencia real de Cristo en la eucaristía tiene como fin asegurar la presencia real de Cristo en los justos por la inhabitación.
Incluso puede afirmarse que, bajo ciertos aspectos, la presencia del Señor en los cristianos es aún más excelente que su presencia en la eucaristía. Y esto por varias razones. 1ª.-La eucaristía está finalizada en la inhabitación. El Señor se hace presente en el pan para hacerse presente en los fieles. Por otra parte, la inhabitación hace al cristiano idóneo para la comunión eucarística. Sin aquélla, no es lícito acercarse a ésta. 2ª.-En la eucaristía el pan pierde su autonomía ontológica propia, para convertirse en el cuerpo de Cristo: ya no hay pan, sólo queda su apariencia sensible. Pero en la inhabitación el prodigio de amor es aún más grande: El Señor se une al hombre profundísimamente, dejando sin embargo que éste conserve su propia ontología, sus facultades y potencias humanas. La inhabitación no hace que el cristiano deje de existir, pero la eucaristía hace que deje de existir el pan. 3ª.-La eucaristía cesará, como todas las sacralidades de la liturgia, cuando «pase la apariencia de este mundo» y llegue a «ser Dios todo en todas las cosas» (1Cor 7,31; 15,28); pero la presencia de Dios en el justo, la inhabitación, no cesará nunca, por el contrario consumará su perfección en la vida eterna. 4ª.-Corrompidas las especies eucarísticas, por accidente o por el tiempo, cesa la presencia del Señor; en cambio, muerto el cristiano, corrompido su cuerpo en el sepulcro, no cesa en él la amorosa presencia del Cristo glorioso y bendito. Sólo el pecado puede destruir la Presencia trinitaria de la inhabitación. Ni siquiera la muerte «podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,35-39).
Espiritualidad de la inhabitación
Toda la vida cristiana ha de vivirse y explicarse como una íntima amistad del hombre con las Personas divinas que habitan en él. La oración, la caridad al prójimo, el trabajo, la vida litúrgica, todos los aspectos y variedades de la gracia creada, han de vivirse y explicarse partiendo de la gracia increada, esto es, de la presencia de Dios en el hombre, presencia constante, activa, benéfica, por la que la misma Trinidad santísima se constituye en el hombre como principio ontológico y dinámico de una vida nueva, divina, sobrenatural, eterna.
((Pensamos que acerca de la inhabitación el error principal es éste: que muchos ignoran, menosprecian u olvidan la presencia de Dios en el justo. Este olvido unas veces afecta a la doctrina espiritual: una espiritualidad que deje en segundo plano el misterio de la inhabitación de la Trinidad en el hombre es una espiritualidad falsa, o al menos es excéntrica, pues no está centrada en lo que realmente es central en el evangelio. Y siempre que la Presencia divina en los cristianos es ignorada u olvidada, la espiritualidad decae inevitablemente en moralismos antropocéntricos de uno u otro signo, y en voluntarismos pelagianos de uno u otro estilo. Otras veces estos errores e ignorancias sobre la inhabitación afectan sólo a las actitudes concretas de las personas. Con un ejemplo: una mujer cristiana queda viuda. Sus hijos, ya crecidos, no viven con ella. Se siente sola. Toma una empleada, pero apenas le sirve de compañía, pues es muy callada. Adquiere un perro, muy vivaracho, que suaviza su soledad... A esta mujer «cristiana», por lo visto, un perro le hace más compañía que la Trinidad divina.))
Dios quiere que seamos habitualmente conscientes de su presencia en nosotros. No ha venido a nosotros como dulce Huésped del alma para que habitualmente vivamos en la ignorancia o el olvido de su amorosa presencia. Por el contrario, nosotros hemos «recibido el Espíritu de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido» (1Cor 2,12). Y el don mayor recibido en la vida de la gracia es la donación personal que la Trinidad divina ha hecho de sí misma a la persona humana, consagrándola así como un templo vivo suyo.
La inhabitación fundamenta la conciencia de nuestra dignidad de cristianos. El Espíritu Santo actúa quizá en el pecador, pero «todavía no inhabita» en él (Trento 1551: Dz 1678), pues éste no vive en su amistad. Pero el hombre que ama a Dios y guarda sus mandatos, permanece en Dios y Dios en él. Esta es la grandeza de nuestra vocación, en palabras del concilio Vaticano II: «Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunicación de la incorruptible vida divina» (GS 18b).
Por eso entre el pecador y el justo hay un salto ontológico cualitativo, una distancia mucho mayor que la existente entre el justo y el bienaventurado del cielo, pues entre éstos hay esencial continuidad; ya el justo en este mundo «tiene la vida eterna» (Jn 6,54). Dice León XIII que la inhabitación es tan admirable que «sólo en la condición o estado, pero no en la esencia, se diferencia de la que constituye la bienaventuranza en el cielo» (enc. Divinum illud munus 9-V-1897, 11: Dz 3331).
((La verdad es que cuando se habla de «la dignidad de la persona humana» desde mentalidades materialistas y ateas es inevitable una actitud de desconfianza. ¿En qué consiste la «dignidad» del hombre si no es persona, si no es imagen de Dios, si sólo es un animal con un cerebro especialmente evolucionado? La antropología materialista ha tomado del cristianismo gran parte de su terminología y algunas precarias formas de veneración al hombre, pero ha desechado los fundamentos religiosos de esa terminología y de esa actitud.
Ahora bien, sin la absoluta fundamentación religiosa de la dignidad del hombre ¿qué objeción seria puede ponerse al aborto, a la eutanasia, o a los más variados experimentos eugenésicos para «mejorar la especie», purificando a la humanidad de las «razas inferiores»? ¿Por qué los locos o los deformes o los enfermos irrecuperables, o simplemente los miserables ignorantes, hombres pobres, lastres sociales, merecen algún respeto? ¿Por qué los ricos han de solidarizarse con los pobres para elevar su condición humana? ¿Por que no recurrir a una invasión, a una buena guerra, cuando con ella se podrían arreglar rápidamente no pocos problemas mundiales? O viniendo a casos concretos, ¿por qué, por ejemplo, no acelerar una herencia urgente por la discreta eliminación de un viejo enfermo e inútil que no acaba de morirse?... No hay manera de fundamentar la dignidad del hombre de modo absoluto e inviolable si se suprime su vinculación a Dios.))
En la medida en que se cree en la inhabitación, en esa medida surge el horror al pecado. San Pablo, cuando quería apartar a los corintios del vicio de la fornicación, les recordaba ante todo que eran templos de Dios: « ¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (1Cor 3,16-17). Y en este caso el Apóstol no hacía tales consideraciones a cristianos de muy alta vida espiritual, sino que las dirigía a cristianos carnales, principiantes, llenos de deficiencias (3,1-3).
La conciencia de la inhabitación lleva a la oración continua, y enseña a vivir siempre en la presencia de Dios. Y también conduce a la humildad, pues nos hace comprender que son las Personas divinas las que en nosotros tienen la iniciativa y la fuerza para todo lo bueno que hagamos. Un cristiano sólo podrá envanecerse por algo si olvida la presencia activa de Dios en él; y entonces será tan necio como un cuerpo que pensara hacer las obras del hombre sin el alma, y que sólo a sí mismo se atribuyera el mérito de tales obras.
Crece en nosotros el amor a la Iglesia cuando comprendemos que la gracia suprema de la inhabitación se nos da por ella y en ella. La Presencia divina no se nos da como algo privado, sino como algo que es a un tiempo comunitario, eclesial, y estrictamente personal.
Comprendemos también la necesidad de la abnegación del hombre viejo y carnal en nosotros, si nos damos cuenta de que estamos llamados a pensar, querer, sentir, hablar y obrar desde la Trinidad divina que habita en nosotros, y no desde la precariedad miserable de nuestro yo carnal.
Nunca podrá faltarnos la alegría si somos conscientes de la presencia de Dios en nosotros. Nos alegramos, nos alegramos siempre en el Señor (Flp 4,4).
En fin, la conciencia del misterio de la inhabitación acrecienta en el cristiano la interioridad personal, librándole de un exteriorismo consumista, trivial y alienante. «El reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). «Atención a lo interior», dice San Juan de la Cruz (Letrilla 2). No quiere este gran maestro que el hombre se vacíe de sí mismo, proyectándose siempre hacia fuera. Eso es justamente lo que nos aliena de Dios.
«Todavía dices: "Y si está en mí el que ama mi alma ¿cómo no le hallo ni le siento?" La causa es porque está escondido y tú no te escondes también para hallarle y sentirle; porque el que ha de hallar una cosa escondida, ha de entrar tan a lo escondido y hasta lo escondido donde ella está, y cuando la halla, él también está escondido como ella. Tu Esposo amado es "el tesoro escondido en el campo" de tu alma» (Cántico 1,9).
Para el místico Doctor la «disipación» crónica de los cristianos es un verdadero espanto, una tragedia, algo indeciblemente lamentable. «Oh, almas creadas para estas grandezas y para ellas llamadas ¿qué hacéis, en qué os entretenéis? vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (39,7).