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La doctrina de Dom Marmion es la expresión de una vida interior intensamente vivida. Hasta el punto de que fue su misma vida la que elaboró la doctrina que expuso en su ministerio de predicación.
Son muchos los testimonios que acreditan que de la simple lectura de sus obras se desprende la convicción de que su doctrina es más bien fruto de la experiencia que una exposición meramente teórica.
La publicación de su biografía, «Un maître de la vie spirituelle», compuesta, en su mayor parte, por extractos de sus notas y de sus cartas, ha puesto claramente de relieve hasta qué punto llegaba la compenetración de la vida y de la doctrina de Dom Marmion, singularmente por lo que respecta a su vida sacerdotal y a su doctrina sobre el sacerdocio.
Para complacer a muchos lectores, deseosos de constatar por sí mismos esta admirable concordancia entre la vida y la doctrina de Dom Marmion, hemos creído que sería muy oportuno añadir al fin de esta obra algunos apuntes tomados de sus notas manuscritas para que puedan comprender mejor cuál era la razón de aquella íntima convicción con que hablaba en sus predicaciones.
Las páginas que siguen no tienen otro propósito que el de proporcionar a los sacerdotes una mayor satisfacción al poder descubrir por sí mismos cómo vivía Dom Marmion la doctrina sacerdotal que nos legó en sus escritos y predicaciones.
Hemos distribuido estas notas siguiendo el orden de los capítulos del presente volumen, a excepción de los tres primeros capítulos, de los que hemos prescindido, por ser de carácter estrictamente didáctico. En cada capítulo, hemos seguido un orden cronológico para permitir que el lector pueda seguir más fácilmente la trayectoria de la vida espiritual del insigne maestro.
IV.- Ex fide vivit
1896.– Estoy leyendo las obras de San Juan de la Cruz. Su lectura proporciona a mi alma una verdadera cascada de luz. Ahora es cuando empiezo a comprender en qué consiste la vida de fe y la oración de fe, sin tener en cuenta para nada los cambios de circunstancias y de temperamento. Al mismo tiempo voy dándome cuenta del peligro que corren los que se fían de su propio juicio y se dejan llevar de criterios que no sean precisamente el de la doctrina de la Iglesia y el de la revelación.
Durante la octava de la Epifanía (1897), he llegado a comprender que la gran realidad, la gran verdad, la verdad por excelencia es que «Jesucristo es el Hijo de Dios».
1. En dos ocasiones distintas el Padre ha proclamado solemnemente esta verdad: en el bautismo de Jesús y en la Transfiguración: Hic est Filius meus dilectus in quo mihi complacui… Clarificavi et adhuc clarificabo… Ut in nomine ejus omne genu flectatur… La gloria de su Hijo –que se humilló hasta la muerte para demostrar al mundo el amor que profesaba a su Padre: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem– parece ser que constituye la gran «preocupación» del Padre.
2. El mismo Jesucristo lo proclamó así solemnemente delante de sus jueces y por eso precisamente fue crucificado: Adjuro te per Deum vivum ut dicas nobis si tu es Christus, Filius Dei benedicti? Tu dixisti… Debet mori quia Filium Dei se fecit.
Este mismo día (15 de diciembre de 1899, octava de la Inmaculada Concepción) el Señor me ha hecho comprender que el gran objetivo de toda mi vida no debe ser otro que el de procurar, como Él lo hace, la gloria de Jesús. Este es, también, el deseo más íntimo de María. He sentido una profunda impresión al meditar estas palabras: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo». El don que nos hizo el Señor es digno de Dios: su propio Hijo. ¡Oh si tú conocieras el don de Dios! Desde toda la eternidad, el Padre encuentra sus delicias en su Hijo, «el Hijo Unigénito que vive siempre en el seno del Padre».
Este mismo Hijo está «en nuestro seno» por la comunión eucarística y por la fe. «Cristo, dice San Pablo, habita en nuestros corazones por la fe». Y es precisamente por la fe como debemos encontrar nuestras delicias en Jesucristo, de la misma manera que las encuentra el Padre: «He aquí mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias». Y la fe es la que realiza todo esto: «Hágase en vosotros según vuestra fe».
25 de febrero de 1900.– Al meditar hoy en la fe de Abraham, he sentido un poderoso movimiento de la gracia que me impulsa a consagrar toda mi existencia y todas mis energías a glorificar a Jesucristo, tanto en mí mismo como en los demás, imitando así al Padre que nos ha hecho el don de su Hijo: Él nos dice que le escuchemos.
Me he dado cuenta de que por medio de la fe nos identificamos, en cierto modo, con Jesucristo en el Espíritu Santo, y que, como Él ha dicho, podemos conseguir todo cuanto pedimos. Esta es, además, su promesa. Pero, como nos enseña la historia de Abraham, es posible que pase cierto tiempo antes de que se realice su promesa.
Dominica in albis de 1900.– Todo nos habla hoy de la fe: «Dichosos los que no han visto y han creído». «Ella es el fundamento y la raíz de toda justificación». La fe viva en la divinidad de Jesucristo es la que hace que vivamos la vida divina.
1. Esta vida divina tiene su principio en la fe: «Los que creen en su nombre… son hijos de Dios». «Todo el engendrado de Dios vence al mundo»… «¿Y quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» Esta convicción íntima de la divinidad de Jesucristo hace que nos postremos a sus pies como el ciego de nacimiento: «El justo vive de la fe»; «El que cree en mí, aunque muera, vivirá».
2. Por esta fe, nos identificamos, en cierta manera, con el mismo Jesucristo.
a) En nuestros pensamientos: «El que cree en el Hijo de Dios tiene el testimonio de Dios en sí mismo». Nos apropiamos los mismos pensamientos de Jesucristo: «El que se allega al Señor se hace un espíritu con Él».
b) En nuestros deseos: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús».
c) En nuestras palabras: «Si alguno habla, sean sentencias de Dios». Cristo se convierte en la fuente inspiradora de todas nuestras palabras: «Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones».
d) En nuestras acciones: «Y todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él».
Entonces es cuando se realizan aquellas palabras: «Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí… Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí».
Febrero de 1906.– La expresión de Nuestro Señor: «La obra de Dios es que creáis en Aquel que Él ha enviado», me hace comprender con mayor claridad que todo lo tenemos en Jesucristo. El que por la fe se entrega sin reserva alguna a Jesucristo cumple perfectamente con Él, en Él y por Él todos los deberes que tiene con el Padre. Jesús es uno con su Padre: «Yo y el Padre somos una sola cosa». Él está «en el seno del Padre y el que se une por la fe a Jesucristo, obra, en la unidad, lo mismo que Jesús obra por su Padre». Los miembros hacen a su modo lo mismo que hace la persona: «Pues vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno en parte». Cuando estamos unidos por la fe a Jesucristo y en medio de su oscuridad rendimos nuestra inteligencia a sus pies, aceptando con amor todo cuanto Él hace en nuestro nombre en presencia de su Padre, entonces es cuando nuestra oración se sublima y se puede decir que la hacemos «en espíritu y en verdad».
15 de diciembre de 1916.– Esta mañana he terminado la predicación de un retiro en…, donde he desarrollado el siguiente tema: la vida y la actividad de Jesucristo es una consecuencia de la contemplación con que su alma estaba siempre embebida en la presencia del Padre: modelo de nuestra vida de fe que se alimenta de su contemplación habitual de Dios, en unión con el alma de Cristo.
V.- Morir al pecado
Pascua de Resurrección de 1900.– Me he sentido vivamente tocado por la gracia al meditar las palabras de San Pablo: «Fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación».
Jesucristo es la Sabiduría eterna e infinita y para expiar nuestros pecados, ha escogido una muerte dolorosa. Estaba exento en justicia de la muerte, ya que el pecado, que es la única razón de la muerte, per peccatum mors, no le alcanzó, y sin embargo, la aceptó libremente, sustituyéndose a nosotros y por nuestro propio bien. He tenido un íntimo sentimiento de la gran eficacia de esta muerte y me he unido a Jesús en su muerte para morir así al pecado. He experimentado grandes sentimientos de abandono, de gratitud, etc.
Resurrexit propter justificationem nostram.– El fin de la vida de Jesucristo resucitado es nuestra propia justificación. Me he dado perfecta cuenta de cómo Jesucristo tenía en cuenta esta santificación y hasta qué punto tiene eficacia para santificarnos la unión de nuestra vida con la suya: «Porque si, siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, reconciliados ya, seremos salvos en su vida».
14 de enero de 1908.– Todas las mañanas hago a Dios el ofrecimiento de mi vida y renuevo la aceptación de la muerte que me quiera enviar y en el tiempo que lo tenga dispuesto.
1915.– Me siento incapaz de expresaros lo que se siente en aquel momento, porque sólo la experiencia nos puede enseñar lo que se experimenta al verse tan próximo a comparecer ante la presencia de Dios. Siempre que he meditado que algún día me he de encontrar en este trance supremo, me he sentido invadido por el temor y he tomado la resolución, si Dios me diera tiempo para ello, de ordenar de tal manera la vida, que al llegar el momento de la muerte me vea libre de semejante temor.
1917.– Si hay alguna cosa grande y solemne en la vida, es precisamente la hora de la muerte. San Benito nos recomienda que la tengamos siempre presente ante los ojos: Mortem quotidie ante oculos suspectam habere. Y por lo que a mí hace, os diré que la tengo constantemente presente.
Principios de 1919.– Dios se muestra muy bueno conmigo. Es verdad que me somete a muchas pruebas, pero, al mismo tiempo, me une cada vez más a Él. Apenas me abandona el pensamiento de Dios, de la eternidad y de la muerte, pero todo esto me proporciona una gran alegría y una gran paz. Siento un gran temor de la majestad, de la santidad y de la justicia de Dios, pero, al mismo tiempo, tengo una gran seguridad de que el amor de nuestro Padre celestial se servirá de todo para lo que más me convenga.
1 de enero de 1920.– También yo tengo un gran miedo a la muerte. La muerte es el castigo divino del pecado: merces peccati mors, y este temor de la muerte honra a Dios, y si va acompañado de la virtud de la esperanza, le honra mucho más aún. Al recorrer todos los días las estaciones del Via Crucis, me encomiendo a Jesús y a María para el momento de mi agonía y de mi juicio, y tengo la firme convicción de que estarán allí conmigo para ayudarme.
20 de febrero de 1920.– Siento un deseo grande y ardiente de ir al cielo. Es verdad que tengo miedo al juicio, pero me arrojo en el seno de Dios con todas mis miserias y mis responsabilidades y abrigo la esperanza de que me otorgará su misericordia. No hay ninguna otra cosa que pueda salvarnos, porque nuestras obras son tan pobres, que no merecen ser presentadas a Dios y es solamente su amor paternal el que le mueve a aceptarlas: Non æstimator meriti sed veniæ quæsumus largitor admitte, como decimos en la santa Misa.
17 de diciembre de 1922.– En la misma medida en que reconocemos nuestra miseria y aceptamos el participar en la Pasión de Jesús y en las debilidades de que se quiso revestir, participamos de su fortaleza divina: gloriabor in infirmitatibus meis… Cum infirmor tunc potens sum. Entonces es cuando nos convertimos en el objeto de las misericordias divinas y de las complacencias del Padre celestial que nos contempla en su Hijo.
Será en el momento de la muerte cuando experimentaremos principalmente este misterio y nos beneficiaremos de él. Jesucristo ha abolido la pena de muerte al sepultar nuestra muerte en la suya. En adelante, su muerte es la que clama misericordia por nosotros y el Padre ve en nuestra muerte la reproducción de la muerte de su Hijo. Por eso es por lo que «la muerte de los justos es preciosa a los ojos del Señor»: Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum ejus. Hace algún tiempo que todas las mañanas vengo pidiendo al Señor en la santa Misa que a todos los agonizantes les conceda la gracia de que tengan una muerte como la suya. Si pedimos esto, podemos tener la firme convicción de que Jesucristo nos concederá en el momento de nuestra agonía lo mismo que hemos pedido para los demás.
VI.- Penitencia y compunción
1917.– Al decir en la santa Misa: ab æterna damnatione nos eripi, se me ocurre muchas veces esta idea: lo que puede aumentar considerablemente nuestra esperanza de conseguir la salvación es la gracia de haber sido llamados para elevar a Dios todos los días esta oración en el momento preciso en que sustituimos nuestra miseria y nuestra indignidad por la víctima infinitamente digna y perfecta.
Siento un gran consuelo al contemplar los episodios de la vida de Jesús en los que se manifiesta su bondad y su delicadeza con los pobres pecadores, con la Samaritana, con María Magdalena… Cuanto más leo y medito la Sagrada Escritura, cuanto más me entrego a la oración, más claramente veo que la conducta que Dios observa con nosotros es toda de misericordia: Non volentis neque currentis, sed miserentis est Dei. Esta misericordia de Dios es la misma Bondad infinita que se vuelca sobre nuestros corazones miserables. En todas partes encontramos confirmada esta manera de obrar de Dios. Cuando recito el oficio divino, me parece ver que de cada uno de los versículos de los Salmos brota un rayo de luz que nos habla de la misericordia divina.
Septiembre de 1918.– Mi vida interior es muy sencilla. Durante mi estancia aquí en B…, el Señor me ha unido íntimamente a Él, pero en la simple fe. He llegado a la firme convicción de que el Señor quiere conducirme por este camino. No tengo nunca consolaciones sensibles, ni las deseo. Pero tengo iluminaciones y conocimientos inesperados e instantáneos de las profundidades de las verdades reveladas. Siento un atractivo especial por la compunción: el Padre del hijo pródigo, el buen Samaritano y la escena de la Magdalena a los pies de Jesús llenan mi alma de un doble sentimiento de compunción y de confianza.
13 de diciembre de 1919.– Al hacer esta mañana el ejercicio del Via Crucis, he visto claramente que Jesús hizo por nosotros todo cuanto exigía la santidad y la justicia de su Padre, pero también me he dado cuenta de que nos invita a que, como Simón Cireneo, tomemos nuestra partecita. Por ello llevo mi cruz con alegría.
Cuando me siento desalentado, cuando sufro contradicciones o padezco aridez o sequedad, me basta con meditar en la pasión de Jesús al recorrer las estaciones del Via Crucis para sentirme reconfortado: es como un baño en el que se sumerge mi alma y del que siempre sale con nuevo vigor y nueva alegría. Podría decirse que esta práctica piadosa produce en ella el mismo efecto que un sacramento.
1 de noviembre de 1921.– Al meditar las palabras de Jesús: Corpus autem aptasti mihi, he llegado a comprender que el Padre no le dio un cuerpo glorioso ni exento de debilidades, sino que, como dice San Juan Damasceno, experimentó todas las flaquezas que no eran indignas de su divina Persona: Vere languores nostros ipse tulit. Por eso nos invita a compartirlas. Él las asume, las diviniza, y de esta suerte se convierten en el manantial de esta virtus Christi, de que nos habla San Pablo.
29 de diciembre de 1922.– (A una hermana suya religiosa). Todos los días en la santa Misa te meto en el corazón de nuestro amado Salvador. San Pedro nos dice que Jesucristo murió por todos, para presentarnos a todos a su Padre. Él, que era el Justo, murió por nosotros los pecadores, para que podamos llenarnos de la fortaleza y del poder del Espíritu Santo. Todo cuanto Él presenta a su Padre es del mayor agrado de éste, por muy miserables que seamos nosotros. Esta es la razón de por qué te presento todos los días al Señor en la santa Misa.
Veo claramente que el Señor te va a introducir en la última etapa que tu alma debe atravesar antes de llegar a Él. Nuestro Señor ha tomado sobre sí todos nuestros pecados y los ha expiado plenamente, y esta expiación suya se nos aplica por medio de la compunción y de la absolución. Pero, además de esto, Él se ha cargado sobre sí todas las flaquezas y las debilidades de su Esposa. Y es necesario que, antes de llegar a Él, vea y sienta y conozca que todo le viene de Él y que, gracias a que Él ha asumido en su Humanidad nuestra miseria, nuestra pobreza y nuestras flaquezas, han sido elevadas a un valor divino. Este es un gran secreto que muy pocos han llegado a comprender. San Pablo lo expresa en los siguientes términos: «Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual, me complazco en las enfermedades…»
Cuando al hacer cada día el ejercicio del Via Crucis considero que Dios, el Infinito, el Todopoderoso sucumbe de debilidad y se echa a temblar en Getsemaní, es cuando mejor comprendo que, en vez de un cuerpo glorioso, tomó al encarnarse un cuerpo sujeto como el nuestro a la flaqueza, para que nuestra debilidad se torne divina en Él.
VII.- Humiliavit semetipsum factus obediens
8 de abril de 1887. Viernes Santo.– (A una hermana suya religiosa). He tenido la felicidad de pasar casi tres horas ante el Santísimo Sacramento y he experimentado un gran deseo de amar a Jesús con todo mi corazón. Los pensamientos que tuve ayer durante el mandatum [Ceremonia del lavatorio de los pies que el Jueves Santo se hacía en la iglesia del monasterio] me afectaron muchísimo y todavía dura hoy su eco en mi alma. Estos pensamientos me dieron una gran luz sobre el amor que tuvo Jesús durante su pasión y sobre el amor y la humildad indecibles que mostró cuando lavó los pies de sus apóstoles. Cuando el abad se acercó a lavarme los pies, comprendí que representaba a Jesús. Quiere el Señor que esta ceremonia, que Él realizó el primero, la renovemos nosotros, con lo que nos da a entender que está dispuesto a practicarla con cada uno de nosotros en la persona de sus sacerdotes. Como Jesús se complace tanto en la virtud de la humildad, creí que me haría alguna gracia especial al lavarme los pies. Me figuré que yo era Judas y que Jesús me decía: «Si quieres llegar a profesarme un gran amor, es necesario que imites mi ejemplo y que te hagas siervo de los demás; póstrate siempre a los pies de los demás y llegarás a alcanzar un gran amor».
5 de octubre de 1887.– He recibido la gracia de comprender que uno de los mejores medios para alcanzar la verdadera humildad consiste en amar a mis superiores y a mis hermanos humili caritate.
La humildad procura, ante todo, no obrar por propio impulso, sino seguir siempre el movimiento de la gracia o, lo que es lo mismo, conceder la iniciativa a Dios y a la gracia, de acuerdo con lo que nos enseña el mismo Jesús: «Y no hago nada de mí mismo, sino que, según me enseña el Padre, así hablo».
La humildad reconoce en todas las cosas la voluntad divina. De ahí precisamente que nos incline a someternos a todos nuestros superiores y, en especial, a nuestros superiores espirituales. No hay autoridad que no venga de Dios. Sean cuales sean sus condiciones personales, los superiores, en cuanto que son «superiores», participan de algo divino, y por eso la humildad se les somete con toda naturalidad. En esto consiste el fundamento de todos los textos que se refieren a la autoridad: «Yo os he dicho que sois dioses»; «el que a vosotros escucha, a Mí me escucha»; «todo poder viene de Dios», etc.
Esto mismo se puede afirmar de los hombres y la humildad ve en los demás lo que en ellos hay de divino para rendirles homenaje, al paso que en sí misma no ve sino lo que es su propia obra. Por eso es por lo que no encuentra la menor dificultad en tener mejor concepto de los demás que de sí misma.
11 de diciembre de 1895.– (A una hermana suya religiosa). Tu carta me ha proporcionado una gran alegría al comprobar que, a pesar de tu indignidad, es Dios quien te guía y se muestra extremadamente misericordioso contigo. Tu mayor empeño debiera ser el de alcanzar una gran humildad, porque es el mejor camino para llegar al amor de Dios. Porque es tan grande el poder de Dios, que puede convertir nuestra misma corrupción en oro puro de su amor, a condición de que no haya obstáculo que lo impida; y el mayor obstáculo es precisamente el orgullo. Puedes creerme cuando te digo que, si eres sinceramente humilde, Dios hará lo demás.
Quizás te pueda ser provechosa una sencilla práctica de que yo me sirvo, para alcanzar la humildad. Y consiste en hacer cada día tres estaciones.
Primera estación.– Considera lo que serías. Si alguna vez en la vida has cometido un solo pecado mortal, ya por ello has merecido ser maldecida eternamente por Aquel que es la Verdad y la Bondad infinita. Y esta maldición traería para ti las siguientes consecuencias: separación definitiva de Dios, odio eterno a Dios y a todo lo que es bueno, justo y bello, y vivir para siempre jamás hollada por los pies del demonio. Y esta sentencia, pronunciada por el que es la misma Bondad, hubiera sido justa. ¡Amadísima hermana mía! Quizás nosotros hemos merecido todo esto, y si en este mismo momento no estamos sufriendo las consecuencias de esta sentencia, es debido a la misericordia divina y a los sufrimientos de Jesucristo. ¿Puede haber después de esto, algo que nos parezca demasiado penoso? ¿Seremos capaces de sentirnos heridos si alguna vez nos desprecian?
Segunda estación.– Lo que somos. No podemos dar un solo paso que nos acerque a Dios si no contamos con su ayuda. Nuestras diarias infidelidades, nuestros pecados e ingratitudes y aun nuestros mejores acciones forman una cosecha bien miserable.
Tercera estación.– Lo que podemos llegar a ser. Si Dios apartara su mano de nosotros, volveríamos a ser lo que fuimos antes, y aun peores. Dios lo ve perfectamente y conoce bien los abismos de perfidia de que somos capaces. ¿Cómo podemos, pues, ser orgullosos?
Pero, además de estas tres estaciones, hay otra que siempre debemos tener muy en cuenta. Y es que somos infinitamente ricos en Jesucristo y que, en comparación de nuestras miserias, las misericordias de Dios son como el océano ante una gota de agua. Nunca glorificaremos más a Dios que cuando, a pesar de tener conciencia de nuestros pecados y de nuestra indignidad, estamos llenos de confianza en su misericordia y en los méritos infinitos de Jesucristo, y nos arrojamos con amoroso abandono en su seno, con la firme convicción de que no sabrá rechazarnos: «Oh Dios, Vos no despreciáis a un corazón humillado y contrito».
1 de abril de 1918.– Hoy he cumplido 60 años. El abismo de mis pecados y de mis ingratitudes ha sido purificado en el abismo infinito de la misericordia del Padre celestial.
1920.– La sagrada Liturgia nos dice que el Señor manifiesta su omnipotencia maxime miserando et parcendo. Seamos un monumento que acredite su misericordia por toda la eternidad. Cuanto más profundas son nuestra miseria y nuestra indignidad, más grande y adorable se manifiesta su misericordia: Abyssus abyssum invocat: «El abismo de nuestra miseria llama al abismo de su misericordia». Es para mí un motivo de gran consuelo el comprobar que vais avanzando por este camino que es tan seguro, que lleva tan alto y que rinde titulo de gloria a la sangre preciosa de Jesucristo y a la misericordia de Dios. Este es también el camino que yo sigo. Os pido que me ayudéis con vuestras oraciones a proseguirlo sin desmayos.
29 de diciembre de 1922.– Nunca me siento tan feliz como cuando, prosternado ante la infinita misericordia del Padre para mostrarle mi miseria, mi debilidad y mi indignidad, me ocupo menos de mi propia miseria que de su infinita misericordia.
VIII. La virtud de la religión
1897.– Con el fin de ser y mostrarse siempre como auténtico representante de Jesucristo en el ejercicio de mi ministerio con las almas, pondré el mayor cuidado en estar siempre a infinita distancia de todo lo que sea puramente natural. Como el mejor exponente del amor que profesa a su Padre, Jesús ha realizado la empresa que le confió para la salvación de los hombres: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem et sicut mandatum dedit mihi Pater sic facio. ¿Y cuál es este mandato? Que derrame su sangre por los hombres. Por eso, ejerceré mi ministerio únicamente por amor a Dios y por cooperar a sus designios amorosos para con los hombres: Él ha entregado a su Hijo por cada uno de ellos y Jesús ha dado «la mayor prueba de su amor»: Majorem hac dilectionem nemo habet.
4 de enero de 1900.– Al entrar en este nuevo año, he sentido un poderoso impulso de la gracia para hacer que mi vida tenga el mismo objetivo que Dios se ha señalado a sí mismo: la gloria de su Hijo Jesucristo. Me he ofrecido al Padre y a María con esta intención.
1902.– En el confesonario, el sacerdote es el ministro de Jesucristo y cuanto más se identifique con su divino Maestro mejor participará de sus disposiciones para con Dios y para con las almas, con lo que hará que desciendan sobre su ministerio bendiciones más abundantes:
1. Que, antes de empezar a oír las confesiones, nos humillemos profundamente en la presencia de Dios, reconociendo que nada podemos hacer por el bien de las almas sin contar con su ayuda: Sine me nihil potestis facere.
2. Que ofrezcamos esta acción tan santa como un acto de amor al Señor que nos dijo: «En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis».
3. Que procuremos, en cuanto sea posible, prescindir de nosotros mismos para que sólo sea Cristo el que obre: Illum oportet crescere, me autem minui. Que cuidemos siempre de hablar y de actuar en nombre de Cristo, manteniéndonos siempre en una gran dependencia respecto de su Espíritu. Si quis loquitur, quasi sermones Dei; si quis ministrat, quasi ex virtute quam administrat Deus ut in omnibus glorificetur Deus per Jesum Christum.
4. Que evitemos todo afecto personal por parte de los penitentes, actuando siempre con la única intención de llevarlos a Dios, sin buscar ningún interés mundano.
1 de febrero de 1906.– Desde hace algún tiempo, el Señor me ha hecho ver claramente lo que Él ha dicho de sí mismo: «Yo soy el principio, el mismo que hablo con vosotros». Es necesario, pues, que Él sea el principio de toda mi actividad. Y para ello es preciso que «me renuncie a mí mismo para servir a Cristo». Esta continua inmolación de sí mismo ante Cristo realiza y lleva a su cumplimiento el gran deseo expresado por el Padre: «Todo lo pusiste debajo de sus pies». «Todos sus ángeles le adoran». «La obra de Dios es que creáis en Aquel que Él ha enviado». Jesucristo ha dicho: «Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará». La función propia del ministro consiste en poner todas sus facultades a los pies de su señor, para que éste las emplee según su juicio y su querer. Mi divino Maestro ha dicho: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra». Mi misión consiste en ejecutar sus órdenes y en cumplir sus designios. Él es la Sabiduría, el Poder y el Amor; y sin Él yo no soy otra cosa que necedad, debilidad y egoísmo: «Sin mí nada podéis hacer».
Me he convencido de que esto no es posible sin una vida de recogimiento y sin recurrir continuamente al divino Maestro.
1 de noviembre de 1908.– Pedid para mí la gracia de que Jesús sea el dueño absoluto de mi alma, y que nada se mueva en mí sino por impulso suyo. Este es el objeto de todos mis deseos, aunque reconozco que estoy muy lejos de haberlo conseguido.
2 de diciembre de 1908.– Para mí Jesús lo es todo. Yo no puedo ni rezar, ni celebrar, ni cumplir el ministerio sagrado sino con una dependencia absoluta respecto de su acción y de su Espíritu. Dios me ha proporcionado un gran deseo de hacer de Jesucristo el Señor absoluto de mi vida interior y el único manantial de que se alimente toda mi actividad. Es verdad que estoy muy lejos de haber llegado a este ideal, debido a mi amor propio y a mis innumerables infidelidades, pero abrigo una gran confianza de que llegará un día en que pueda decir con toda verdad: «Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí». Entonces será cuando me revelará los secretos de su divinidad, según su promesa: «El que me ama… yo me manifestaré a él».
15 de diciembre de 1908.– Orad por mí, para que Jesús se convierta en el dueño absoluto de mi alma, y pueda yo vivir en una dependencia cada vez mayor respecto de su Espíritu. Me doy perfecta cuenta de que este es precisamente mi camino, y que si logro alcanzar este ideal, entonces Jesús se servirá de mí para su gloria.
21 de diciembre de 1908.– Pedid para mí la gracia de que sea humilde y fiel siervo de Jesucristo, que le esté completamente sujeto en todo: Omnia subjecisti sub pedibus ejus, y que me lleve adonde Él está: in sinu Patris.
13 de diciembre de 1913.– Siento que desde hace algún tiempo el Señor me atrae fuertemente a vivir una vida de unión más íntima con Él. Mi mayor deseo consiste en que Jesús llegue a reinar y a vivir en mi interior de manera que todas mis potencias, facultades y deseos le están perfectamente sometidos. Rogad por esta intención.
IX.- El mayor de los mandamientos
5 de octubre de 1887.– Hay un pensamiento que me llena de consuelo cuando, al leer las vidas de los santos, me siento tentado de descorazonarme ante la imposibilidad en que me encuentro de imitar sus austeridades: Plenitudo legis est dilectio. El amor puede ser perfecto sin estas austeridades y, por el contrario, estas austeridades sin el amor son æs sonans aut cymbalum tinniens. Si yo renunciara a mi propia voluntad en todas mis acciones y las hiciera únicamente por amor de Dios, me sorprendería muy pronto de los progresos realizados. Y verdaderamente, ¿por qué lo he dejado todo y he entrado en este monasterio si no es para alcanzar la meta del amor de Dios?
18 de abril, martes de Pascua, de 1900.– He recibido muchas luces al meditar en estas palabras: «Cristo vive para Dios». He llegado a sentir la intensidad de esta vida de Jesús consagrada enteramente a Dios. La forma más elevada de perfección consiste en que nuestra vida se una a esta vida de Jesús. Sin Él nada podemos hacer y Él ha venido precisamente para comunicarnos esta vida: «Así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo». «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante». La Resurrección es el misterio de esta vida y Jesús nos la comunica principalmente en la sagrada comunión: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre… no tendréis vida en vosotros». Este es el pan que da la vida al mundo. He experimentado un deseo cada vez mayor de asociarme a esta vida divina para que Jesús sea glorificado en mí. Este es precisamente el fin de su vida gloriosa: «Ha resucitado para nuestra justificación», y esta acción la continúa por toda la eternidad: «Siempre vive para interceder por ellos». Esta vida de Jesús no es otra cosa que el amor que profesa a su Padre, y que produce esta maravillosa floración de todas las virtudes humanas que fueron divinizadas en Él. Este es nuestro modelo. Por eso he tomado la resolución de procurar con todas mis fuerzas unir mi pobre vida a esta vida intensa y divina.
1 de junio de 1901.– Me siento cada día más impulsado a adoptar la práctica de vida interior de perderme en Jesucristo. Que sea Él quien piense y quien quiera en mí y quien me lleve hacia su Padre. La única petición que nos ha enseñado a hacer a Dios por nuestras almas es: Fiat voluntas tua sicut in Caelo. Yo me empeño en amar su santa voluntad en las mil pequeñas contrariedades e interrupciones de cada día.
4 de noviembre de 1903.– Una vez que nos hemos persuadido de que la voluntad de Dios no se distingue de su esencia, claramente se echa de ver que debemos preferir esta voluntad adorable a toda otra cosa y adoptarla como suprema norma de nuestra voluntad, en cuanto ella hace, ordena o permite. Debemos tener nuestra mirada fija en esta santa voluntad y no en las cosas que nos inquietan y nos preocupan.
18 de abril de 1906.– Cuando vivimos unidos a Jesús, vivimos in sinu Patris. Esta es la vida de amor puro, que supone la heroica determinación de hacer siempre lo que es del mayor agrado del Padre: «No me ha dejado solo, porque Yo hago siempre lo que es de su agrado». Ni nuestras debilidades ni nuestras miserias pueden impedirnos el estar in sinu Patris, porque este es el seno de la misericordia y del amor infinito; aunque para ello es necesario un profundo menosprecio y anonadamiento de sí mismo, y tanto mayor cuanto más cerca estamos de esta santidad infinita. Es preciso, además, que nos apoyemos en Jesús, «que ha venido a sernos de parte de Dios sabiduría, justicia, santificación y redención». Todo cuanto hacemos in sinu Patris, con espíritu de adopción filial, es de un valor inmenso. Pero este estado supone la ausencia de toda falta deliberada y de toda resistencia voluntaria a seguir las inspiraciones del Espíritu Santo. Porque, si bien es verdad que Jesucristo toma sobre sí «nuestras debilidades y miserias», también es cierto que no acepta el menor pecado deliberado.
Retiro en Paray-le-Monial, 20 de marzo de 1909.– Meditando hoy en el texto de San Pablo (Ephes., I, 11), me he dado perfecta cuenta de que Jesús es nuestro todo. Mi corazón unido al suyo se convierte en el objeto de las complacencias del Padre. Su corazón es el corazón humano de Dios. Este corazón, en cuanto que es el corazón del Verbo (al cual le está unido personalmente), pertenece enteramente al Padre y, en cuanto que es el corazón de una criatura, obra con absoluta dependencia respecto de Él.
Y con la misma claridad me he dado cuenta de que esta dependencia es la que da un valor divino a nuestra actividad y he comprendido que es preciso cultivar esta dependencia y pedirla en nuestras oraciones.
He tomado la resolución de leer la Sagrada Escritura, leyendo habitualmente una epístola de San Pablo entera, siempre que me sea posible; porque esta práctica será, a no dudarlo, una fuente de luz y de paz para mi alma.
14 de agosto de 1912.– Cantaré la Misa por tus intenciones y por las mías, para que el Padre celestial nos una cada día más en su santo amor y nos lleve a Jesús: «Nadie puede venir a mí si el Padre, que me ha enviado, no la trae». Efectivamente, todo don perfecto (Jesús, María, la gracia, la amistad santa) desciende del Padre. ¡Amémosle, pues, con todo nuestro corazón! «Quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre…, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre». No podemos hacer cosa que sea más grata al corazón de Jesús que unirnos a Él en el amor que profesa a su Padre y en el cumplimiento de su santa voluntad.
16 de febrero de 1913.– Tengo una gran esperanza de poder vivir en adelante sólo para Dios. Siento que es voluntad de Jesucristo que yo, a ejemplo suyo, viva propter Patrem, y esto de dos maneras: 1) siendo Él quien inspire toda mi conducta; y 2) empleando toda mi actividad para su mayor gloria.
4 de diciembre de 1917.– Vivamos íntimamente unidos al Corazón de Jesús. Unamos nuestra alma y nuestro corazón a los suyos, para que no veamos sino por sus ojos, y no amemos sino por su corazón.
El Verbo procede enteramente del Padre. Por eso es por lo que el Padre encuentra en el Verbo su gloria y su gozo infinitos. Este Verbo vuelve enteramente al seno del Padre con un amor infinito.
Este misterio lo expresa Jesús en su humanidad: a) por su absoluta dependencia del Padre. Toda su doctrina, sus proyectos y su obra los ve en su Padre. Esta es la absoluta perfección divina; b) haciéndolo todo por amor al Padre: quæ placita sunt Patri facio semper.
Lo mismo cabe decir de nosotros. «El Padre nos ha engendrado voluntariamente en el Verbo». En Él y con Él debemos refluir nosotros con amor in sinum Patris. a) Nuestra alegría debe consistir ut faciam voluntatem ejus qui misit me. Todo proyecto y todo sueño ambicioso se opone directamente a este amor. b) Debemos hacerlo todo por amor: ambulate in dilectione sicut filii carissimi.
19 de marzo de 1918.– Lo que pido con toda insistencia al Padre por ti es: sanctifica eam in veritate. Debiéramos desear ardientemente ser precisamente aquello que nuestro Padre celestial quiere que seamos, ni más ni menos. Uno de estos últimos días se lo he dicho en un arrebato de amor: «Sé Tú, oh Padre, mi director y haz que yo sea aquello precisamente que Tú quieres que sea: muy débil y muy miserable por mí mismo, pero muy fuerte y muy fiel en Vos y en vuestro Espíritu». Creo en el amor que el Padre nos tiene y quiero, en cambio, que Él vea el amor que yo le tengo en Jesucristo.
9 de marzo de 1922.– Me encuentro bien. Deo gratias. Dios es quien me sostiene. A pesar de las grandes tentaciones y de las pruebas interiores a que estoy sometido, vivo, no obstante, íntimamente unido a su voluntad. A veces parece que me rechaza, y bien sé que lo merezco; pero yo sigo obstinadamente esperando en Él… Me he dado perfecta cuenta de que el verdadero camino para llegar a Dios consiste en humillarse muchas veces ante Él con un sentimiento profundo de nuestra indignidad y luego creer en su bondad: nos credidimus caritati Dei, y arrojarse a sus brazos y abandonarse a su corazón de Padre.
X.- Hoc est præceptum meum
Mayo de 1889.– Me he sentido vivamente impresionado al pensar que Dios acepta, como si se lo hiciésemos a Él mismo, cuanto hacemos por nuestros hermanos. Jesús se me entrega sin reserva alguna todas las mañanas en el Santísimo Sacramento y me pide en cambio que durante el día le demuestre el amor que le tengo amando a mis hermanos.
Resolución.– Venerar habitualmente a Jesucristo en la persona de mis hermanos, poniéndome muchas veces en espíritu a sus pies y diciéndome interiormente que lo que yo pienso de ellos o hago en su obsequio es como si lo pensara o hiciera al mismo Jesucristo.
Cuanto más pienso en el amor de mis hermanos, más me doy cuenta de su importancia y comprendo mejor por qué el Apóstol San Juan no cesaba de inculcarlo. Al meditar en la aparición de Jesús a los discípulos de Emaús, he visto que no se limitaron a ofrecerle hospedaje, sino que le forzaron a entrar en su casa, y esto es lo que me ha proporcionado una gran luz sobre cómo debo practicar la caridad, buscando cuantas ocasiones pueda para ayudar a mis hermanos, aunque sea a expensas de mi propia comodidad.
1 de junio de 1901.– El Señor me ha invitado en la oración a identificarme con Él: «vivir en Él y Él en mí», y me ha impulsado: 1) a realizar en unión con Él actos de amor a su Padre; 2) a abandonarme enteramente a Él; 3) a amar al prójimo como Él le ha amado. Este último punto ejerce sobre mí una gran atracción desde hace algún tiempo. Siento un gran aumento de amor por la santa Iglesia, Esposa de Jesucristo. Tengo una especie de sentimiento habitual de que el prójimo es el mismo Cristo, y esto me impulsa a mostrarme caritativo con todos. Veo con gran claridad que la caridad comprende todas las demás virtudes y que nos impone un continuo renunciamiento.
23 de febrero de 1903.– Nuestro Señor me da una confianza cada vez mayor en la eficacia del santo sacrificio y del oficio divino. Cuando celebro la santa Misa o rezo el breviario, me parece que llevo conmigo a todos los que están afligidos, a todos los que sufren, a todos los pobres, en una palabra, todos los intereses de Jesucristo. Cuando me consagro a Jesús, suelo ordinariamente experimentar la sensación de que me une a Él y a todos sus miembros, y me ruega que abrace su mismo ideal, para que pueda decirse de mí lo que el profeta anunció de Él: «Él tomó nuestras enfermedades y cargo con nuestras dolencias».
20 de enero de 1904.– (A su superior). Hace algún tiempo que el Señor me viene uniendo más íntimamente a Él y me doy más clara cuenta de la nada de las criaturas… Es una cosa curiosa: desde que me entrego más a Dios en la oración, vengo experimentando un sentimiento más vivo de mi unión con todos los miembros de la Iglesia y con algunos en particular. Tengo la impresión de que llevo en mi corazón a toda la Iglesia y esto especialmente en la santa Misa y en el oficio divino, lo cual me evita muchas de las distracciones que antes tenía.
19 de enero de 1905.– No podéis imaginaros cómo es comido mi tiempo. Y digo comido, porque todas las mañanas me pongo en la patena con la hostia que se va a convertir en Jesucristo; y de la misma manera que Jesucristo se pone allí para ser comido por todos sin distinción –sumunt boni, sumunt mali, sorte tamen inæquali–, así yo también soy comido durante el día por toda clase de gentes. ¡Quiera nuestro amado Salvador ser glorificado por mi destrucción como Él lo es por su propia inmolación!...
Febrero de 1906.– Jesús está siempre unido a su Iglesia y… esta unión es el modelo de cualquiera otra unión… Jesús ama a su Iglesia y le está unido, porque la contempla en el amor que profesa a su Padre. «Yo ruego por ellos… porque son tuyos». El que está verdaderamente unido a Jesús lo está también a todos los miembros de su Iglesia, y cumple todos sus deberes en Él y por Él. Jesús se presenta a nosotros en nombre de su Iglesia, llevando como suyas todas sus debilidades y todos sus dolores: vere languores nostros ipse tulit et dolores nostros ipse portavit.
16 de diciembre de 1917.– Os agradezco desde lo más íntimo de mi alma el volumen [Vida de Santo Domingo] que me habéis enviado. Hay en el prólogo del mismo una frase que se refiere a vuestro santo fundador, que ha producido un gran eco en mi alma: «Pasó por el mundo… como el Verbo de Dios… fue la palabra, la predicación, el Verbo siempre en acción»… ¡Qué ideal más hermoso! Sansón (figura de Cristo, que es la «Sabiduría y la Fortaleza de Dios») derrotó a los filisteos con una quijada de asno. Sansón era mucho más poderoso y más fuerte con esta arma tan sencilla que cualquier otro con el arma más perfecta. Y mi mayor deseo es, precisamente, ser un arma así en las manos del Verbo, porque la causa instrumental obra en virtud de la fuerza de la causa principal. Oremos mutuamente el uno por el otro para que podamos llegar a alcanzar este ideal sublime y divino.
XI-XII.- El sacrificio de la Misa
Pentecostés de 1907.– He llegado a comprender claramente que Jesús, que en virtud de su misma esencia está enteramente consagrado al Padre, ha elegido la forma más perfecta de consagrarse también al Padre en cuanto hombre, ofreciéndose a Él como víctima. Por eso precisamente se hizo «sacerdote eterno» desde el primer momento de su encarnación. San Pablo es quien nos revela el primer impulso del alma de Jesús en este primer momento: «Al entrar en el mundo» dirige una mirada retrospectiva al Antiguo Testamento y ve que todos sus sacrificios no son sino «flacos y pobres elementos», incapaces para glorificar debidamente a su Padre: «No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo». Entonces se ofrece como víctima: «Entonces, yo dije: Heme aquí». Y ya desde ahora Jesucristo es sacerdote: «Por el Espíritu eterno a sí mismo se ofreció inmaculado a Dios». Se ofrece por amor: «Para que el mundo sepa que amo a mi Padre».
El Apóstol nos exhorta a que imitemos a Jesucristo en esta oblación: «Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios, que tal sea vuestro culto racional». Nosotros participamos del sacerdocio de Cristo y de su estado de víctima, porque dice: «Ofreced vuestros cuerpos». Esta es la función propia del sacerdote, porque lo que nosotros ofrecemos es a nosotros mismos, corpora vestra, como hostia viva, etc. Otro de nuestros deberes sacerdotales es el de imitar la reverencia que Jesucristo tuvo para con su Padre: «Fue escuchado por su reverencial temor», y sobre todo porque, al paso que nosotros somos tan indignos, Él es un «Pontífice santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores y más alto que el cielo». Como intermediarios que somos entre Dios y los hombres, nuestra actitud debiera ser de adoración y de anonadamiento ante la majestad de Dios. Y en cuanto que somos hostias, debemos entregarnos a Dios y al cumplimiento de su voluntad, como «el cordero inmolado» que yace anonadado entre el supremo Creador y se entrega sin reservas a la suprema Bondad.
Este sacrificio de Jesucristo se perpetúa constantemente, porque constantemente se inmola en alguno de los altares del mundo, y permanece como hostia en todos los sagrarios. Nuestra vida debiera estar siempre unida a esta vida de sacerdote y víctima de Jesucristo.
Septiembre de 1910.– He comprendido mejor que nunca:
1. Que la Iglesia es Israel quem coæquasti Unigenito tuo, y que cuando nos asociamos a ella, nos beneficiamos de todos los méritos de Jesucristo, a pesar de nuestras miserias y de nuestra indignidad.
2. Jesucristo mereció y nos aplicó todas las gracias en la cruz. En el altar no nos merece las gracias, pero nos las aplica en la misma medida de nuestra fe y de nuestra unión con Él.
3. Se puede morir de sed junto a una fuente de agua pura. Para beber, hay que acercarse a la fuente y aplicar los labios a ella. Pues lo mismo ocurre en el altar: Sicut credidisti, fiat tibi.
Durante la Misa conventual que cantamos todos los días, suelo meditar en el gran acto que se realiza en el altar, y os diré que las más de las veces experimento una gran alegría y un profundo reconocimiento al considerar que la presencia de Jesucristo en el altar me proporciona la oportunidad de ofrecer al Padre una reparación que sea digna de Él y una satisfacción de valor infinito. ¡Cuántas gracias se contienen en la santa Misa!
1910.– He meditado durante largo rato sobre el amor que nos ha mostrado el Padre al darnos su Hijo: Sic Deus dilexit mundum ut Filium suum Unigenitum daret. Y al preguntarme qué es lo que yo le podría dar en retorno, me ha hecho comprender que le dé su mismo Hijo. En el momento de la consagración, suelo adorar a este Hijo que es objeto de sus complacencias y se lo ofrezco al Padre, y durante todo el día procuro permanecer en esta misma actitud de adoración y de ofrecimiento de Jesús al Padre. Si hacéis esto mismo, llegaréis a desaparecer en Él.
…Si es cierto que Dios Padre recibe muchas ofensas, no es menos cierto que también es objeto del mayor amor que pueda darse: Majorem hac dilectionem… Jesucristo decía esto principalmente refiriéndose al amor que profesaba a su Padre, porque Él murió, ante todo, por la gloria del Padre: Sicut mandatum dedit mihi Pater. Por eso es por lo que yo experimento un gran consuelo al considerar que tengo entre mis manos y ofrezco al Padre celestial a este Hijo suyo que le profesa un amor infinito.
4 de abril de 1917.– Al revestirme los ornamentos sagrados antes de celebrar la santa Misa, tengo un vivo sentimiento de que, por medio de la Iglesia, me uno íntimamente con el gran pontífice Jesucristo y que por ella y con ella participo de las mismas disposiciones de nuestro Salvador.
4 de septiembre de 1918.– Mi preparación ordinaria para celebrar la santa Misa suele consistir en unirme íntimamente con Jesús sacerdote y víctima.
Después de la Misa, me parece que Jesús me dice: Ego et Pater unum sumus. Entonces pongo a sus pies mi alma, mi corazón y todas mis fuerzas y le digo: «¡Oh Jesús mío!, Tú eres una misma cosa con el Padre y yo soy una misma cosa contigo, y mi alma no desea más que obrar en todo por ti, contigo y en ti».
Cuando después de la Misa tengo a Jesús en mi corazón, le estoy íntimamente unido. La fe me dice que Él está en mí y yo en Él. Jesús está en el seno del Padre y yo, pobre pecador, estoy allí mismo con Él. Y le digo al Padre: Yo soy el Amén de Jesús. ¡Amén! Que vuestro Hijo Jesús os diga en mi lugar todo cuanto debiera deciros. Él me conoce y sabe cuáles son mis miserias, mis necesidades, mis aspiraciones y deseos. ¡Qué confianza me inspira este pensamiento!
1921.– Cuando estoy celebrando la santa Misa, me hago la idea de que el Padre celestial está delante de mí y que todas las debilidades y miserias de mi alma y las de aquellas almas por las que ruego son las miserias y debilidades del mismo Cristo que se identifica con sus miembros: Vere languores nostros ipse tulit.
Todos los días pienso durante la santa Misa en todos aquellos que gimen en la miseria y en la aflicción y pido a Cristo que se digne servirse de mis labios para interceder por todas estas miserias. Así es como el sacerdote se convierte en totius Ecclesiæ.
XIII.- El banquete eucarístico
Fiesta del Sagrado Corazón de 1888.– Me siento profundamente impresionado por algunos pensamientos que se me ocurren respecto de la Sagrada Eucaristía.
Me doy perfecta cuenta de que la Eucaristía es el gran manantial de la gracia. Jesús se nos da a sí mismo y nos da también al Espíritu Santo y toda suerte de gracias y de favores.
También me ha impresionado la idea de que, al darnos a Jesús en la sagrada comunión, el Padre nos da todas las cosas y la prenda más segura de todo cuanto le pedimos, de suerte que no nos puede caber la menor duda de que, por su parte, está dispuesto a concedérnoslo todo: «En Él habéis sido enriquecidos en todo». Por lo tanto, si recibimos poco, es por culpa nuestra.
1888.– Tengo la costumbre de hacer todos los días al mediodía una breve visita al Santísimo Sacramento, después de la cual suelo recogerme en mi interior, para decir al Señor: «¡Oh Jesús mío!, mañana os recibiré en mi alma, y mi más ardiente deseo es que os pueda recibir de la manera más perfecta posible. Reconozco que por mí mismo soy incapaz de ello. Vos mismo lo habéis dicho: “Sin mí, nada podéis hacer”. Oh, Jesús, Sabiduría eterna, preparad Vos mismo mi alma para que sea vuestro templo, que yo para ello os ofrezco todos los trabajos y sufrimientos de este día, a fin de que hagáis que sean agradables a vuestros divinos ojos y realicéis lo que dijisteis: Santificavit tabernaculum suum Altissimus».
Jueves Santo de 1901.– Hoy he hecho mi comunión pascual. Cada vez veo más claramente en la oración, y hoy lo he visto con mayor claridad aún, que el principal objetivo que se propuso Jesucristo al instituir la Eucaristía fue el de incorporarnos tanto a Él como a su Cuerpo Místico, a fin de que por Él y con Él pudiésemos realizar la gran obra del Padre: nuestra santificación y la salvación del mundo: Opus consummavi quod dedisti mihi ut faciam. Cada día siento más palpablemente la invitación que me hace el Señor de entregarme a Él sin reservas, sin otro plan ni deseo que el de cumplir su voluntad en la misma medida que se digne manifestármela.
1904.– La comunión nos une por medio de Jesús a las tres personas. Cuando tengo a Jesús en mi corazón, suelo decir al Padre: «¡Oh Padre celestial!, yo os adoro y os doy gracias y me uno a vuestro divino Hijo y reconozco con Él que todo cuanto tengo y todo cuanto soy lo he recibido de Vos: Omne datum optimum… Manus tuæ fecerunt me»… Después de esto, me uno al Verbo y le digo: «¡Oh Verbo eterno!, nada sé y nada valgo por mí mismo; pero, gracias a la fe, sé todo lo que Vos sabéis y todo lo puedo en Vos». Por fin, me uno al Espíritu Santo, para decirle: «¡Oh Amor sustancial del Padre y del Hijo, yo me uno a Vos; deseo amar como Vos amáis; nada valgo por mí mismo, pero dignaos permitirme que me una a Vos con todo mi corazón y llevadme hasta el seno de Dios».
A veces, cuando tengo todavía al Señor dentro de mí, suelo recorrer los diferentes pasos de su vida y sus distintos estados y le adoro en el seno del Padre y en el seno purísimo de la Virgen, donde hizo su morada; me traslado a Belén, a Nazaret, al desierto, al calvario… Así es como me uno a Jesús en cada uno de sus estados y este contacto con Él me proporciona la gracia propia de cada uno de sus misterios.
1918.– Cantar en unión con el Verbo el himno del universo al Padre. En el Benedicite todas las criaturas reciben vida en nuestra inteligencia de la misma manera que existen en aquella idea de la inteligencia del Verbo, que es el arquetipo de todas las cosas: in quo omnia constant, per quem omnia facta sunt. De esta suerte, el hombre se convierte en el ojo de cuanto no ve, en el oído de cuanto no oye y en el corazón de cuanto no ama. Por eso, precisamente, es por lo que la Iglesia pone este himno en los labios del sacerdote, que hace las veces de Cristo.
Verbum caro factum est, et habitavit in nobis.
El Dios de la Revelación es «el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y el Dios de toda consolación».
Adoración silenciosa de la majestad divina que está oculta en Cristo. (Esto varía según la liturgia del día y la inspiración de la gracia).
1920.– No sabría explicaros las divinas complacencias que experimenta el Padre celestial, sobre todo después de la comunión, cuando ve a un alma que está sumergida en el Verbo y vive de su vida, adoptando ante Él una postura de humildad y de amor. Esta es la hora del día en que gozo del don de la paz y en que veo a Dios en medio de la oscuridad.
21 de abril de 1922.– ¡Qué bueno es Dios conmigo! Puedo decir que al presente vivo de la comunión que recibo cada día. Durante la mañana, vivo de la fuerza que me comunica este divino alimento; por la tarde, del pensamiento de la comunión que voy a hacer al día siguiente, ya que la comunión nos fortalece en la misma medida de nuestro deseo y de nuestra preparación. Jesucristo ha prometido que el que le coma vivirá de Él. Su vida se hace nuestra vida y se convierte en el manantial de donde brota toda nuestra actividad.
XIV.- El oficio divino
1 de mayo de 1887.– El pensamiento de que soy un embajador designado por la Iglesia para presentar varias veces al día un mensaje ante el trono del Altísimo, me sirve de gran estímulo para recitar debidamente el oficio divino. Este mensaje debemos presentarlo en los términos y con el ceremonial establecido por la Iglesia.
1888.– En la oración, y señaladamente en el oficio divino, encuentro una gran ayuda para unirme a Jesús en su condición de cabeza de la Iglesia y de abogado para con el Padre. Jesús ejerce su sacerdocio eterno en el cielo presentándose erguido ante el trono de la adorable Trinidad y mostrando sus sagradas llagas. Dios no puede rechazar su plegaria: Exauditus est pro sua reverentia. Por eso me uno a Cristo, como miembro de su Cuerpo Místico, y siento una gran confianza y recibo grandes luces.
1914.– Tengo la íntima convicción de que cuanto más se avanza en la vida y más se relaciona uno con Dios, mejor se llega a comprender cuán excelente es la alabanza que tributamos a Dios en el oficio divino. No hay otra obra que ni de lejos se acerque a la alabanza del oficio divino. Enmarcando el santo sacrificio que constituye su centro, el oficio divino constituye la alabanza más pura que el hombre puede tributar a Dios, porque es la asociación más íntima del alma al himno que el Verbo encarnado canta a la adorable Trinidad.
1921.– Hay un pensamiento que me ayuda mucho en la recitación del oficio divino y es el siguiente: El Espíritu Santo es el Maestro que nos dan el Padre y el Hijo, el Doctor de la perfección. Suelo muchas veces experimentar una gran alegría cuando rezo el oficio divino, al sentir que el Espíritu Santo ruega en nosotros, «con gemidos inenarrables», y al saber que los salmos me proporcionan el gran consuelo de poder expresar al Padre celestial todo lo que debo decirle. ¡Tienen los salmos unas riquezas tan grandes! Cuando los recitamos bajo la dirección del Espíritu Santo, que es quien los ha compuesto, manifestamos a Dios todas nuestras penas, necesidades, alegrías, alabanzas y todo nuestro amor. Tengo también la costumbre de decir en cada salmo: Pater caritatis, da mihi spiritum tuum.
Nunca empiezo el oficio divino sin hacer antes un acto de fe en Jesucristo, que está presente por la gracia en mi corazón, y sin unirme a la alabanza que tributa a su Padre. Yo le ruego que glorifique a su santa Madre, a todos los santos y, en especial, a los santos del día y a mis santos patronos. Luego me uno a Él como a cabeza de la Iglesia y como a Pontífice supremo para que defienda la causa de toda la Iglesia. Para esto, dirijo mi vista a todo lo que el mundo encierra de miseria y de necesidades: los enfermos, los agonizantes, los tentados, los desesperados, los pecadores, los afligidos. Yo cargo en mi corazón todos los dolores, todas las angustias y todas las esperanzas de cada una de esas almas…, y dirijo, también, mi intención a todas las obras de celo que se emprenden para la gloria de Dios y la salvación del mundo: las misiones, las predicaciones… Me hago, por fin, cargo de las intenciones de todos los que se han encomendado a mis oraciones, de todos los que amo, de las almas que me están adheridas y de esta manera me preparo a interceder por todos con Jesucristo, qui est semper vivens ad interpellandum pro nobis. Después de esto, me dirijo al Padre celestial para decirle: «Oh Padre, me reconozco indigno de comparecer ante Vos; pero tengo absoluta confianza en la santa Humanidad de vuestro Hijo, que está unida a su Divinidad. Apoyado en vuestro Hijo, me atrevo a presentarme ante Vos, para penetrar en los esplendores de vuestro seno y cantar allí, en unión del Verbo, vuestras alabanzas.
XV.- El sacerdote, hombre de oración
Fiesta del Sagrado Corazón de 1887.– He llegado hoy al firme convencimiento de que nos hacemos agradables a Dios en la misma proporción en que nos conformamos a Jesucristo, principalmente por lo que respecta a sus disposiciones interiores. Por eso le agrada tanto a Dios, que, a pesar de nuestros pecados, mostremos siempre en la oración una confianza de niños. «Yo sé que siempre me oyes», decía Jesús a su Padre. Nosotros somos los hijos adoptivos de Dios, y, por lo mismo, debemos tratar con Dios como con un Padre con humildad y sencillez.
Después de septiembre de 1893.– Jesús. Cada día estoy más convencido de que Jesús lo es todo para nosotros y que sus riquezas son indecibles, inenarrables. Él es verdadero Dios y verdadero hombre. Como Dios, es el Verbo, el «esplendor de la gloria del Padre y la figura de su sustancia», que contiene en sí toda la vida del Padre. Él vive en nosotros «por la fe», y cuando oramos y obramos unidos a Jesús, nuestras oraciones se convierten en el himno que el Verbo canta sin cesar al Padre, gracias al cual el himno de toda la creación es ofrecido a Dios.
Jesús ha dicho: «Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará». Por eso procuro, fiado de esta promesa, tener ante mis ojos alguna palabra del Señor y presentar mi petición «firme en la fe». Esta manera de orar me resulta muy fácil y muy eficaz. Tomo, por ejemplo, esta palabra de Jesús: «Pedid y recibiréis, porque quien pide recibe»…, y me arrodillo en espíritu ante Jesús, para contemplar estas palabras que brotan de la boca del Verbo y para adorar a la Verdad infinita, fortis in fide, por su gracia.
1894.– Si, por una parte, es verdad que nuestros pecados nos hacen indignos de ser escuchados, también es cierto, por otra parte, que la santidad de Jesús y el fervor con que ruega por nosotros hacen que el Padre se olvide de nuestra indignidad, y que no tome en consideración sino a Aquel que Él ha constituido como abogado nuestro. Debemos tener también en cuenta que por el bautismo nos hemos hecho miembros de Jesucristo, y que, por efecto de esta unión, nuestras necesidades son, en cierta manera, las necesidades del mismo Jesucristo. Y no podemos pedir nada que diga relación a nuestra salvación o a nuestra perfección que no se pueda decir que lo pedimos también por el mismo Jesucristo, y que el honor y la gloria de los miembros redunda en honor y gloria de la cabeza.
Segundo domingo de Cuaresma de 1896.– He llegado a comprender claramente que todas las promesas que el Padre ha hecho a su único Hijo Jesucristo las ha hecho también a sus hijos adoptivos.
Cuanto más íntimamente nos unimos a Jesucristo por la fe y el amor, nos hacemos más hijos de Dios –«a cuantos le recibieron, dióles poder ser hijos de Dios»: esta «aceptación» de Jesús comprende diversos grados– y mejor se realizarán en nosotros las promesas divinas.
Cuando nos presentamos ante el Padre celestial en nombre de Jesucristo, conservando con firmeza nuestra fe en Él, el Padre dice: Vox quidem est vox Jacob, manus autem sunt manus Esau. Lo cual viene a significar que de tal manera estamos «revestidos de Jesucristo», que el Padre no atiende sino a sus méritos y, fascinado «por el perfume de sus virtudes», fragrantiam vestimentorum ejus, se olvida por completo de nuestra indignidad: Ecce odor filii mei sicut agri pleni cui benedixit Dominus, y nos colma de sus bendiciones, y no de bendiciones terrenas como aquellas que el Patriarca Isaac pedía para Jacob, sino de bendiciones celestiales.
28 de febrero de 1902.– Casi todo el tiempo de la oración lo ocupo en contemplar y adorar la voluntad del Padre que se manifiesta en la sabiduría del Verbo, con el que me confundo en un mismo amor hacia el Padre.
Septiembre de 1906.– Durante la oración me siento inclinado a prosternarme a los pies de Jesucristo y a decirle: Reconozco que soy muy miserable y que nada valgo, pero Vos lo podéis todo: Vos sois mi sabiduría y mi santidad. Vos contempláis al Padre y le adoráis y le decís cosas inefables. ¡Oh Jesús mío! Yo quiero decirle lo mismo que Vos le decís; decídselo en nombre mío. Vos veis en el Padre todo lo que Él quiere de mí y todo lo que quiere para mí. Vos veis en Él si tendré salud o si estaré enfermo, si gozaré de consuelos o tendré que padecer. Vos veis cuándo y cómo he de morir. Pues aceptadlo todo por mí, ya que yo lo acepto con Vos por ser esa vuestra voluntad.
Navidad de 1908. Consagración a la Santísima Trinidad. ¡Oh Padre eterno!, postrados a vuestros pies en humilde adoración, queremos consagrar todo cuanto somos y tenemos a la gloria de vuestro Hijo Jesús, el Verbo encarnado. Vos lo habéis constituido rey de nuestras almas. Sometedle, pues, nuestras almas, nuestros corazones y nuestros cuerpos, de modo que nada se mueva en nosotros sin que Él nos lo mande y lo inspire. Que, unidos a Él, seamos llevados a vuestro seno y consumados en la unidad de vuestro amor.
Oh Jesús, dignaos unirnos a Vos en vuestra vida santísima, que está enteramente consagrada a vuestro Padre y a las almas. Dignaos ser «nuestra sabiduría, nuestra justificación, nuestra redención y nuestro todo». Santificadnos en la verdad.
Oh Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, haceos horno ardiente de amor en el centro mismo de nuestros corazones, y levantad siempre como llamas ardientes nuestros pensamientos, nuestros afectos y nuestras acciones a lo alto, hasta el seno mismo del Padre. Que nuestra vida entera sea un Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto.
Oh María, madre de Cristo, madre del santo amor, dignaos formar nuestro corazón de modo que sea como el corazón de vuestro Hijo.
Este acto de consagración que coronó un período de generosa fidelidad fue el punto de partida de nuevas ascensiones espirituales.
10 de diciembre de 1911.– Una manera de orar que me ayuda mucho en medio de mis debilidades y trabajos consiste en echarme a los pies del Padre eterno en nombre de Jesucristo, y decirle: «Oh Padre, Jesús ha dicho que todo lo que se haga al más pequeño de los suyos lo considera como hecho a Él mismo. Pues bien, yo soy uno de los miembros de vuestro Hijo, concorporei et consaguinei Christi, y por eso, todo lo que por mí hacéis lo hacéis también por vuestro Hijo. Tened en cuenta que nunca Jesús os ha negado lo más mínimo y que mis miserias son las suyas: Vere languores nostros ipse tulit». Tengo el convencimiento de que esta oración llega a interesar el corazón del Padre de las misericordias.
28 de febrero de 1916.– El Señor me atrae cada vez más hacia una vida de oración de pura fe, sin consuelo alguno, pero radicada en la verdad.
22 de agosto de 1916.– Caro et sanguis non revelavit tibi sed Pater meus qui in cælis est. Yo me esfuerzo por vivir en esta luz de lo alto, porque, según Ruysbroeck, ella es el punto de convergencia donde el alma entra en contacto con el Verbo. Erat Lux Vera quae illuminat omnem hominem venientem in hunc mundum. Únicamente la oratio fidei nos conduce a esta luz. Ella nos purifica, nos diviniza y nos transforma de claridad en claridad.
12 de diciembre de 1916.– Por lo que a mí respecta, debo repetir las palabras de San Juan Perboyre: «Mi crucifijo sustituye a todos los libros en la oración, porque Cristo es el camino y por Él es como Dios quiere revelársenos: Illuxit nobis in facie Christi Jesu»: «Nos iluminó en el rostro de Cristo Jesús». Cuando contemplo a Cristo en la cruz, atravieso el velo (su humanidad) y penetro en el Sancta Sanctorum de los secretos divinos.
4 de abril de 1917.– Experimento siempre en mi alma dos sensaciones: por una parte, una sensación de gran claridad y de extraordinaria facilidad cuando tengo que hablar de Dios o ejercer algún ministerio; y por la otra, en el curso normal de la vida, un sentimiento confuso de vivir unido a Cristo bajo la mirada de Dios, que solamente puedo percibir en medio de una gran oscuridad: Nubes et caligo in circuitu ejus.
9 de mayo de 1917.– Siento en el fondo de mi alma grandes gracias y luces. Me parece que no solamente Cristo habita en mí, sino que yo estoy como sepultado en Él, rodeado espiritualmente de su presencia. Yo le adoro en respuesta al Padre que me revela su divinidad, y todo esto lo hago dulcemente, sin esfuerzo, y cada vez de un modo más permanente. De aquí brota una gran fe y una confianza ilimitada en la bondad del Padre celestial, a pesar de que tengo conciencia habitual de mi miseria, de mis faltas y de mi indignidad.
24 de febrero de 1921.– No debéis olvidar nunca que la oración es un estado y que, en las almas que buscan a Dios, la oración continúa siempre de una manera que muchas veces es inconsciente en las profundidades espirituales del alma. Estos deseos callados, estos suspiros son la verdadera voz del Espíritu Santo en nosotros, que conmueve el corazón de Dios: Desiderium pauperum exaudivit auris tua.
XVI.- La fe del sacerdote en el Espíritu Santo
3 de marzo de 1900.– Cuando el Verbo se desposó con su humanidad, le dio su dote. Como el Esposo era Dios, también la dote debía ser divina. Según la doctrina de los Padres y Doctores de la Iglesia, la dote que el Verbo dio a su humanidad fue el Espíritu Santo, que procede del Hijo y del Padre, y que por su misma esencia es la plenitud de la santidad… Desde hace algún tiempo vengo sintiendo un atractivo especial hacia el Espíritu Santo. Tengo un gran deseo de que sea el Espíritu de Jesús el que me guíe, me conduzca y me mueva en todas las cosas. Jesucristo no hacía en cuanto hombre cosa alguna sino bajo el impulso y bajo la dependencia del Espíritu Santo. De donde resulta que, aunque su humanidad le pertenecía únicamente a Él por lo que respecta a la unión hipostática, nada obraba en ella sino por su Espíritu Santo.
También nosotros hemos recibido este mismo Espíritu Santo en el bautismo y en el sacramento de la confirmación: Quonian estis filii, misit Spiritum Filii sui in corda vestra. Qui adhæret Domino, unus Spiritus est. San Pablo habla constantemente del Espíritu de Jesús, que le guiaba y le iluminaba en todas las cosas.
Todo cuanto en nuestras actividades procede de este santo Espíritu es santo: Quod natum est ex Spiritu, spiritus est… Spiritus est qui vivificat. El que se entrega sin reservas y sin resistencia a este Espíritu, que es Pater pauperum… Dator munerum, será conducido infaliblemente por el mismo camino que Jesús y de la manera que Jesús tiene destinada a cada uno. Este Espíritu fue el que movió a Isabel a alabar a María y la misma María fue impulsada por este Espíritu de Jesús a proclamar la gloria del Señor.
El Espíritu Santo nos impulsa a dirigirnos al Padre en los mismos términos en que lo hacía Jesús: Spiritus adoptionis in quo clamamus: Abba, Pater; a glorificar a Jesús: Ipse testimonium perhibebit de me; a orar como conviene, profiriendo en nuestros corazones sus propias demandas gemitibus inenarrabilibus; a la humildad y a la compunción, quia ipse est remissio omnium peccatorum. Gracias a Él es fecundo nuestro ministerio con las almas (hacían tan poca cosa los apóstoles antes de Pentecostés). Él es el que fecunda toda nuestra actividad: Nemo potest dicere: Domine Jesu, nisi in Spiritu Sancto.
¡Oh, voy a esforzarme por vivir en este santo Espíritu!
5 de octubre de 1906.– Dios quiere a aquellos que le buscan en espíritu y en verdad. El Espíritu Santo es el Espíritu del Padre y del Hijo y los que se dejan guiar por Él buscan al Padre y al Hijo en verdad. Él es el Espíritu Santo, porque todas sus inspiraciones son infinitamente santas. Él es el mismo Espíritu que inspiraba a Jesús todas sus acciones y todos sus pensamientos. Es la unión con Él la que hace que nuestros corazones se conformen con el interior de Jesucristo. Él es el «Padre de los pobres» y no cesa de unirse a los que adoptan en su presencia un espíritu de adoración y de anonadamiento. Él es el Espíritu de la santa caridad y, como es el mismo en todos, a todos nos une en un mismo amor santo.
Pentecostés de 1907.– Jesús se ofrece a su Padre por el Espíritu Santo. Y este mismo Espíritu es el que habita en nuestros corazones: «El habita en medio de vosotros y estará en vosotros». Él está enteramente consagrado al Padre y al Hijo y lleva consigo a toda la creación (que Él ama en su «procesión») al seno del Padre y del Hijo.
Cuanto más nos entreguemos a este Espíritu Santo de amor, más se orientan a Dios todas nuestras tendencias. Hay tres espíritus que quieren ejercer su señorío sobre nosotros: el espíritu de las tinieblas, el espíritu humano y el Espíritu Santo. Y es de la mayor importancia que aprendamos a distinguir la acción de cada uno de estos tres espíritus para no someternos sino a la acción del Espíritu de Dios.
15 de noviembre de 1908.– Tengo la impresión de que cuanto más me uno al Señor, más me atrae hacia su Padre y más me quiere llenar de su Espíritu filial. En esto consiste todo el Espíritu de la nueva ley: Non enim accepistis spiritum servitutis in timore, sed accepistis Spiritum adoptionis filiorum in quo clamamus: Abba, Pater.
Carta del 9 de abril de 1917.– Durante este tiempo pascual, la Iglesia nos invita a resucitar en nosotros la gracia de nuestro bautismo (como San Pablo exhorta a su discípulo Timoteo a que resucite la gracia de su ordenación sacerdotal). Los tres sacramentos del bautismo, de la confirmación y del orden nos dejan el pignus Spiritus, «la señal del Espíritu», la cual está siempre exigiendo la gracia del sacramento. El bautismo contiene en germen toda la santidad.
1) Gracia: Participación de la naturaleza divina, que reside en la esencia del alma; 2) virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, que residen en las potencias del alma; 3) dones del Espíritu Santo; 4) virtudes morales infusas. Todos estos dones constituyen el patrimonio de los hijos del Padre celestial que han sido redimidos por Jesucristo.
La confirmación fortifica y perfecciona este germen, y la Eucaristía lo alimenta. La fe es su raíz y su vida: Justus ex fide vivit.
Todos los ritos y todas las oraciones que se emplean en la administración de estos tres sacramentos tienen efectos duraderos, que siempre podemos resucitar por la fe y por el Espíritu Santo.
Muchas veces suelo hacer mi oración mirando al Padre celestial en Jesucristo, para pedirle que renueve en mi alma todo cuanto la Iglesia ha pedido en mi favor y cuanto ha realizado en mí desde que recibí estos sacramentos. A esto es a lo que suelo limitarme, a no ser que el Espíritu de Cristo me dé a entender que debo ocuparme en otros pensamientos.
XVII.- La santificación por las acciones ordinarias
1888.– Una vez que he llegado a la convicción de que mis obras no serán satisfactorias ni meritorias sino en la medida en que se unan a los méritos de Jesucristo, debo proponerme como objetivo de mi vida el unirme a Jesucristo en todas mis acciones de la manera más íntima que me sea posible, sin que importe gran cosa el valor propio de las ocupaciones a que me entrego.
1 de enero de 1899.– La Iglesia comienza el año con la fiesta del nombre de Jesús. Pongamos este nombre en nuestros labios y en nuestro corazón. Aunque nuestros esfuerzos son débiles, tienen un gran valor si los unimos a Él y a sus méritos: «Por Él, con Él y en Él sea dado al Padre todo honor y gloria».
Los comerciantes y negociantes suelen hacer al fin del año un balance que les sirva de orientación para el futuro. Pues hagamos nosotros lo mismo. Gastos: 365 días. Fuerzas físicas y morales. Sufrimientos. Ingresos: Dios y todo cuanto hemos hecho por Dios: «Sus obras les siguen». Todo lo demás se desvanece.
Este año hagámoslo todo por Dios. ¡Y, con todo, son tan imperfectas nuestras mejores acciones! Dice la Sagrada Escritura que, a los ojos de Dios, toda nuestra justicia es como vestido inmundo. Cuanto más las conocemos, mejor nos damos cuenta de su imperfección: «todos ofendemos en mucho».
Pero Jesús es quien lo suple todo. Él nos pertenece, porque bajó del cielo por nosotros y por nuestra salud. Sus riquezas son innumerables e inefables. Él habita en nuestro corazón. Hagámoslo todo en unión con Él. Él ha santificado todas nuestras acciones. Por eso nos dice San Pablo que lo hagamos todo en su nombre: «hacedlo todo en nombre de Nuestro Señor Jesucristo».
28 de octubre de 1902.– Me siento cada vez más inclinado a perderme y a ocultarme en Jesucristo: Vivens Deo in Christo Jesu. Tengo la impresión de que Él es el ojo de mi alma y de que mi voluntad se confunde con la suya. Me siento inclinado a no desear nada fuera de Él, para permanecer en Él.
1 de enero de 1906.– La Iglesia imprime el nombre adorable de Jesús a todo lo largo del año: «Y le impusieron el nombre de Jesús». Siento un gran deseo de imprimir este bendito nombre en todo mi ser, en todas mis acciones, «para abundar en buenas obras en el nombre del Hijo amado».
Cada día me percato mejor de que el Padre lo ve todo en su Hijo, que todo lo ama en su Hijo; porque le está enteramente consagrado. Nosotros nos hacemos agradables a sus ojos en la misma medida en que nos ve en su Hijo. «El que permanece en mí y Yo en él, ése da mucho fruto». Cualquiera cosa, por pequeña que sea, si la hacemos en nombre de Jesús, es mayor a los ojos de Dios que las cosas más extraordinarias que hagamos en nuestro propio nombre.
Me afanaré por desaparecer para que sea Jesús el que viva y obre en mí: «Es necesario que Él crezca y yo mengüe». San Pablo estaba lleno de este espíritu: «Todo lo tengo por daño…, y lo tengo por estiércol, con tal de gozar a Cristo y ser hallado en Él no en posesión de mi justicia de la Ley, sino de la justicia que procede de Dios… que nos viene por la fe de Cristo». Y por eso es por lo que dice en otro lugar: «Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él». Es decir, que obremos como miembros de Cristo, de acuerdo con sus disposiciones y designios.
20 de enero de 1906.– Jesús ha aceptado enteramente, tanto para sí como para sus miembros, la voluntad de su Padre y nosotros le honramos cuando nos unimos a Él en esta aceptación y le pedimos que aparte de nuestro corazón todo deseo y toda ansia de hacer la menor cosa que se salga del propósito de su voluntad. (Se puede meditar en la vida de Jesucristo a la luz de este pensamiento con abundante fruto de paz y de unión con Él). Así es como realizaremos de la manera más perfecta esta recomendación que nos hace San Pablo: «Todo cuanto hacéis, hacedlo en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo».
Porque no hacemos en su nombre sino lo que Él ve que es la voluntad que el Padre tiene respecto de nosotros. Así es como se cumple aquella frase: «Que Él crezca y yo disminuya», y así es como vendremos a ser el objeto de las complacencias del Padre, de quien desciende «todo buen don y toda dádiva perfecta». Las menores acciones se convierten en grandes, porque las realizamos en Dios.
Carta del 9 de noviembre de 1910.– El Señor me proporciona un atractivo muy grande para que siga el camino de la entrega total y continua (de todo mi ser) a los pies del Verbo encarnado. Deseo imitar a la santa Humanidad de Jesús en su unión (con el Verbo) y en su sumisión y dependencia absoluta respecto del Verbo. Ayudadme a realizar este ideal, porque todo está en eso. Una vez que el Padre ve que un alma está así unida a su Verbo, no hay gracia ni favor que no le conceda.
La santa Humanidad de Jesús es «el camino». Su poder para unirnos al Verbo es infinito. Seamos, pues, santos para su gloria: In hoc clarificatus est Pater meus ut fructum plurimum afferatis.
XVIII.– La Virgen María y el sacerdote
Fiesta de los Siete dolores de la Virgen y Fiesta de Nuestra Señora de la Merced de 1888.– He experimentado un gran aumento en mi devoción a la Santísima Virgen. Nuestra perfección es proporcionada a nuestra semejanza con Jesucristo: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias». El amor y la reverencia de Jesús hacia su Madre eran realmente inmensas. Por eso, debo yo procurar imitarle en esto, ya que, por ser alter Christus, debo distinguirme sobre los demás fieles.
En la fiesta de Nuestra Señora de la Merced, he experimentado una gran devoción al rezar el oficio divino in persona beatæ Mariæ Virginis, elevando en su nombre, tal como ella lo solía hacer, mis alabanzas y oraciones al Padre eterno, por Jesucristo, tratando de penetrar en sus sentimientos de profunda adoración y de humildad, de confianza y de alegría al pensar en el triunfo de su Hijo.
He recibido una luz que me ha hecho ver que, así como toda alabanza que se tributa a María, se ofrece enteramente a la Santísima Trinidad (por ejemplo, el Magnificat), así también, cuando yo me consagro a ella, la Virgen acepta este don para ofrecerlo inmediatamente a Dios.
1888.– Me he sentido muy estimulado al pensar en la confianza heroica que la Bienaventurada Virgen María tuvo en la verdad de la encarnación del Verbo, tanto en Caná como en el Calvario y cuando el cuerpo del Señor estuvo sepultado en el sepulcro. La confianza es una virtud viril que debe ser constantemente reanimada y defendida de las tentaciones del demonio.
25 de marzo de 1900.– El día de la Anunciación he recibido una gran luz sobre estas palabras: «Hágase en mí según tu palabra». Toda la vida de María ha sido secundum Verbum, el cual es la Sabiduría infinita. He experimentado un gran impulso de abandonarme a esta Sabiduría, sustituyéndola por la mía: «Cristo Jesús ha venido a seros de parte de Dios sabiduría», bajo la moción del Espíritu Santo. Jesús, que es la Sabiduría infinita, lo ha hecho todo bajo la moción del Espíritu vivificantem, y nosotros poseemos (por la gracia) este mismo Espíritu: «El Espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre!»
22 de marzo de 1918.– He visto hoy (Viernes Santo) que María fue perfecta en su fe sublime al pie de la cruz. ¡Que ella nos obtenga esta gracia insigne de una fe perfecta, aún en la desnudez de la prueba! Nada hay que glorifique tanto al Padre como esta fe inquebrantable en Cristo en medio del Calvario.
1920.– Cuando, después de celebrar la santa Misa, tengo aún en mi pecho a Jesús, suelo presentarme a la Santísima Virgen para consagrarme a ella y le suelo decir: Ecce Filius tuus: «He aquí a tu Hijo». ¡Oh Virgen María, yo soy tu hijo y además participo del sacerdocio de Jesús! Acéptame como hijo tuyo lo mismo que aceptaste a Jesús. Reconozco que soy indigno de tus dones, pero ten en cuenta que soy un miembro del Cuerpo Místico de tu divino Hijo y que Él ha dicho de sí mismo: «Todo lo que hicieseis al menor de los que en mí creen, a mí me lo hacéis». Yo soy uno de estos pequeños. Si me rechazáis, rechazáis al mismo Jesús.
XIX.- Transfiguración
Carta del 13 de diciembre de 1919.– Es algo realmente estupendo el que, fundados y enraizados en Jesús, podamos contemplar constantemente por la fe este mismo rostro del Padre que contemplaremos en el cielo por toda la eternidad. Y como allá en el cielo similes ei erimus quia videbimus eum sicuti est, porque esta visión es la fuente de donde brota nuestra santidad, así también en la tierra esta visión por la fe es un manantial de vida: Quoniam apud te est fons vitæ. Os ruego que oréis mucho por mí, a fin de que, en medio de tantos afanes y cuidados, no cese de contemplar el rostro del Padre.