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XIII. -El banquete eucarístico

«Ved, nos dice San Juan, qué amor nos ha mostrado el Padre, que llamados hijos de Dios, lo seamos»: Videte qualem caritatem dedit nobis Pater ut filii Dei nominemur et simus (I Jo., III, 1). Dios es nuestro Padre y nos ama con un amor incomprensible. Todo el amor que existe en el mundo procede de Él y no llega a ser sino una sombra de su caridad sin límites. «¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre?, dice el Señor por boca de su profeta; pues aunque ella se olvidara, yo no te olvidaría» (Isa., XLIX, 15).

Pero el amor tiende a entregarse, y así se une más al objeto amado. Dios es el mismo amor: Deus caritas est (I Jo., IV, 8), y siempre está ansiando comunicársenos. Por eso es por lo que San Juan escribió: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo»: Sic Deus dilexit (Jo., III, 16).

El Hijo, que participa del mismo amor del Padre, ha querido aceptar la condición de siervo y entregarse al suplicio de la cruz: Majorem hac dilectionem (Jo., XV, 13).

Y como si esto fuera poco, ahora se oculta bajo las apariencias del pan y del vino, con el propósito de entrar dentro de nosotros y de unirnos a sí de la manera más estrecha. La santa Eucaristía es el último esfuerzo del amor que aspira a entregarse; es el prodigio de la omnipotencia puesta al servicio de la caridad infinita.

«Todas las obras de Dios son perfectas» (Deut., XXXII, 4). Por eso el Padre celestial ha preparado a sus hijos un banquete digno de Él. No les sirve un manjar material, ni un maná que ha caído del cielo, sino que les da el cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y la divinidad de su único Hijo Jesucristo.

Nunca llegaremos a comprender en esta vida toda la grandeza de este don; pero cuando lleguemos al cielo, lo comprenderemos perfectamente; porque la Eucaristía es Dios que se comunica y Él sólo se comprende plenamente a Sí mismo.

En este banquete recibimos al Hijo del Padre, al que constituye la felicidad de los elegidos, al que sacia por toda la eternidad a los ángeles y a los santos. Es más, el mismo Padre eterno declara que tiene en Él todas sus delicias: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mi complacencia» (Mt., XVII, 5). Ni el mismo Dios podría hacernos participar de un bien más precioso: «¿No creéis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (Jo., XIV, 10). «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Ibid., 9). Por la comunión entramos en posesión de toda la Santísima Trinidad, porque el Padre y el Espíritu Santo están necesariamente allí donde está el Hijo, ya que los tres constituyen una misma y única esencia.



1.- Parábola del banquete

No es empresa fácil decir algo nuevo sobre la Eucaristía.

Pero me ha parecido que la meditación de una página del Evangelio podría contribuir a ilustrar nuestra fe. Esta página esclarece maravillosamente la unión que la Eucaristía produce entre Cristo y nosotros.

Conocéis perfectamente la parábola del banquete de bodas. Cristo nos dice: «El reino de los cielos es semejante a un rey que preparó el banquete de bodas de su hijo»: Simile est regnum cœlorum homini regi qui fecit nuptias filio suo (Mt., XXII, 2; Lc., XIV, 16).

¿A quién representan este rey y este hijo? ¿Quiénes son los invitados de este banquete? ¿Habrá algún misterio oculto bajo esta alegoría?

Según los doctores de la Iglesia, el rey es el Padre celestial.

Cuando, para rescatar al mundo, el Padre decretó la encarnación del Verbo, el mismo hecho de la unión de la naturaleza humana a la persona divina constituyó ya de por sí una maravillosa fiesta nupcial. La encarnación del Verbo es realmente un matrimonio, porque, cuando el Hijo de Dios tomó suya la santa humanidad, la hizo su esposa. Estas fueron en su más elevado sentido las «nupcias del Cordero»: Nuptiæ Agni (Apoc., XIX, 7).

«Este misterio, nos dice San Gregorio, se obró en María cuando recibió el mensaje del ángel»: Uterus… Genitricis Virginis, hujus Sponsi thalamus fuit [Homil. 38 in Evang. P. L., 76, col. 1283]. Dos naturalezas en una sola Persona: ¡qué unidad más estupenda en el ser y qué abrazo más íntimo en el amor! Quæ est ista quæ ascendit de deserto, deliciis affluens, innixa super dilectum suum? (Cant., VIII, 5). La humanidad del Salvador es «esta esposa inmaculada, rebosando en delicias, que sube del desierto de este mundo, apoyada en el Verbo, su esposo».

La liturgia canta las «maravillas de esta unión»: Mirabile mysterium… Deus homo factus est. Sin perder nada del esplendor de su perfección eterna, el Hijo de Dios ha asumido una naturaleza creada de la nada: Id quod fuit permansit, et quod non erat assumpsit. Esta unión no implica fusión alguna de Dios y del hombre: non commixtionem passus; sino que, por el contrario, salvaguarda la distinción absoluta de las dos naturalezas, al paso que las hace inseparables para siempre: Neque divisionem [Antífona de la Circuncisión].

Aquí está comprendida toda la doctrina de la encarnación.

Es el mismo San Gregorio quien nos dice que «por el misterio de la encarnación, el Padre ha querido que se realice la unión nupcial de su Hijo con la Iglesia»: In hoc Pater Regi Filio nuptias fecit, quo ei, per incarnationis mysterium, sanctam Ecclesiam sociavit [Ibid]. Como sabéis, Cristo se une a su Iglesia, uniéndose a cada alma por medio de la gracia santificante y de la caridad. Por eso San Pablo escribía a los fieles de Corinto: «Os he desposado a un solo marido para presentaros a Cristo como casta virgen» (II Cor., XI, 2). Observad que San Pablo no se refiere aquí únicamente a las vírgenes, sino a todos los bautizados, porque, según él, todo cristiano, en virtud de la gracia de la adopción divina, está llamado a unirse a Cristo por el amor.

Pero volvamos de nuevo a la parábola. El rey había invitado a muchos comensales, pero todos se excusaron. En vista de ello, mandó a sus criados que saliesen a las encrucijadas de los caminos e invitasen a cuantos pobres encontrasen al banquete que tenía preparado. Y así fue como los pobres, los enfermos y hasta los tullidos encontraron un puesto en la sala del banquete.

¿A quién representa esta multitud? Siguiendo la opinión de Orígenes y de San Jerónimo y de acuerdo con el empleo que la sagrada liturgia hace de algunos textos de esta parábola, creemos que en ella está representado el pueblo cristiano al que la munificencia divina ha llamado al banquete eucarístico. Los que participan de los misterios sagrados se benefician de la unión de amor que está reservada a los comensales del banquete. Cristo toma posesión de sus almas y ellos, a su vez, le poseen por la fe y la caridad.

Tengamos siempre bien presente que esta unión se asemeja de alguna manera a la unión de la santa Humanidad con el Verbo, ya que ésta es el modelo de todas las relaciones de intimidad y de amor entre la criatura y su Dios.

Por muy admirable que nos parezca, todos hemos sido invitados a alcanzar las cimas de esta vida sobrenatural.



2.- La Misa, banquete de los hijos de Dios

Todos los días se prepara este espléndido banquete. El festín de las bodas del Hijo de Dios se renueva cada mañana en el santo sacrificio. Y tanto el sacerdote como los fieles son invitados a tomar parte en él.

Este misterio de unión es obra de la Sabiduría divina, la cual lo ha confiado a la Iglesia para que ésta lo dispense a los fieles. En el seno de la Iglesia, la Misa viene a ser el foco de donde irradia la gracia sobre todas las obras de los miembros de Cristo. Y por lo que en particular atañe al sacerdote, el oficio divino, la meditación, los ministerios y la abnegación en todas sus formas reciben su impulso sobrenatural de la virtud santificadora de este divino sacrificio. Así nos lo da a entender una oración del misal: «Que los sacrosantos misterios en que has puesto la fuente de la santidad nos santifiquen de verdad también a nosotros» [Secreta de la misa de San Ignacio de Loyola].

Veamos ahora cómo llegan hasta nosotros las gracias que brotan de la Misa.

Ante todo, por medio de la sagrada comunión. La Eucaristía es, por excelencia, el sacramento que comunica al sacerdote y a los fieles los frutos de la sagrada inmolación. Así lo dice clarísimamente la oración Supplices del Canon cuando pide que «todos los que participan de la oblación del altar por la recepción de cuerpo y de la sangre de Jesucristo sean llenos de toda bendición celestial y de gracia»: Omni benedictione cælesti et gratia repleamur. El don de la Eucaristía es la respuesta que nos da la clemencia del Padre a la ofrenda que le hacemos de su Hijo. Por una increíble condescendencia, el Padre quiere que tanto el celebrante como los fieles se alimenten de la misma víctima del sacrificio y lleguen así a poseer todos los inmensos bienes sobrenaturales, de los cuales la santa Misa es el manantial.

De esta suerte, Cristo se une por amor a todos los miembros de su Iglesia, enriqueciéndoles con todos sus bienes: In omnibus divites facti estis in illo (I Cor., I, 5). Por la Eucaristía, «les hace participar de los frutos de su redención»: Ut redemptionis tuæ fructum in nobis jugiter sentiamus [Oración de la fiesta del Corpus Christi]. Este redemptionis fructus se nos aplica realmente en la comunión. Por eso es por lo que nunca debemos estimar la comunión como una práctica piadosa cualquiera, como un detalle o como un ejercicio de secundaria importancia en el conjunto de nuestra espiritualidad. Porque cuando Jesucristo viene a nosotros, «viene para comunicarnos su vida», como nos dice el Evangelio, y no lo hace con parsimonia, sino «con una divina sobreabundancia»: Ego veni ut vitam habeant, et abundantius habeant (Jo., X, 10).



3.- La comunión nos invita a un ideal altísimo de vida

¿Cuál es esta vida sobreeminente a la cual invita la unión eucarística a todos los cristianos y en particular a los sacerdotes?

Es de tanta trascendencia esta doctrina, que debemos recurrir a ella a cada paso.

Cristo es el modelo perfecto de la santidad humana que el Padre quiere ver reproducida en sus hijos adoptivos: Prædestinavit nos conformes fieri imaginis Filii sui (Rom., VIII, 29). Todos, aunque en diverso grado, estamos obligados a adquirir esta semejanza sobrenatural, so pena de no poder participar en el banquete del cielo. Esta conformidad con el Hijo encarnado es la que produce en nosotros la elevación espiritual y la armonía entre el elemento humano y el elemento divino que el Padre espera de nosotros.

¿En qué consiste la santidad de Jesús? En la Trinidad, el Padre es el principio de donde el Hijo ha recibido todo cuanto es. Así lo dijo el mismo Jesús: «Pues así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo» (Jo., V, 26).

También la humanidad de Jesús recibe del Padre toda su incomparable dignidad. Del seno del Padre descendía constantemente sobre Jesús una efusión inagotable de vida divina, que le comunicaba la plenitud de la gracia santificante, la caridad infusa y los dones del Espíritu Santo.

La unión hipostática santificaba el alma y el cuerpo de Cristo. Esta «gracia de unión» constituía la raíz de todas las demás comunicaciones otorgadas a la humanidad de Cristo para el cumplimiento perfecto de su misión redentora.

De esta manera, el alma de Jesús no cesaba de contemplar al Padre, al Verbo y al Espíritu Santo. Es verdad que dentro de la unidad de la persona divina, las dos naturalezas continuaban siendo realmente distintas; pero existía entre ambas una unión inefable. Todo lo recibía Jesús del Padre, como de única fuente, y Él, a su vez, se consagraba enteramente a su Padre y le glorificaba en todas sus acciones.

Este es el ideal de eminente santidad que Cristo quiere establecer en el alma del que comulga.

Al dar a la Iglesia el gran don de la Eucaristía, Dios lo hizo con la intención de que Cristo fuese ofrecido e inmolado bajo las sagradas especies, de que fuese adorado, visitado y amado en el sagrario; pero quiso también que su Hijo se convirtiese en alimento para hacernos participar de la vida divina: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jo., VI, 53).

El pan común, aunque no tiene vida en sí mismo, sostiene, sin embargo, el vigor de nuestro cuerpo; pero cuando tomamos el pan y el cuerpo eucarísticos, es un ser vivo, es Jesús quien penetra en nosotros y toma posesión de nuestro ser y, en virtud de esta unión, nos hace semejantes a Él. Por eso dijo: «Yo soy, Ego sum, el pan vivo bajado del cielo» (Ibid., 51).

Aunque la vida divina es inaccesible en sí misma, este sacramento hace que venga a nosotros. Todo aumento de santidad que el Padre quiere otorgar a sus hijos adoptivos lo ha puesto en manos de Jesús para que éste nos lo comunique.

Considerad esta maravilla: el alma del Salvador estaba en contacto ininterrumpido con el Verbo y éste la vivificaba. Nuestra unión sacramental con Cristo no dura cada día más que unos pocos momentos, pero, por breve que sea, ¡qué poder más grande tiene para santificarnos! Aunque esta unión sacramental no es tan íntima como la del Verbo con su humanidad, sin embargo es verdad que el autor de la gracia reposa en el alma, la reviste de sus méritos, le concede el don de vivir la vida de la filiación adoptiva y le abre el acceso hasta la misma Trinidad: «Si alguno me ama…, mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada» (Jo., XIV, 23).

La unión sacramental guarda una semejanza tan real con la unión del Verbo y su humanidad, que el mismo Jesús es quien nos lo asegura: «Así como me envío mi Padre vivo, y vivo Yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jo., VI, 57). No es posible llegar a comprender toda la profundidad del misterio de la unión eucarística si no se tiene en cuenta este paralelismo que el mismo Cristo quiso emplear. Considerad la estupenda elevación que esta comparación deja entrever hasta que lleguéis a empaparos en la verdad que nos descubre. Si así lo hacéis, no os quepa duda de que durante toda vuestra vida sacerdotal sentiréis cómo se afianzan y se estimulan el respeto y la confianza de alcanzar la gracia que os debe acompañar siempre que comulgáis. San Hilario resume en estos concisos términos estas ideas tan elevadas: «Cristo ha recibido su vida del Padre, y así como Él vive por el Padre, así también nosotros vivimos por su carne»: Quomodo per Patrem vivit, eodem modo nos per carnem ejus vivimus [De Trinitate, VIII, P. L., 10, col. 248].

La Misa cuenta entre sus más altas prerrogativas la de ser realmente un festín nupcial. En el momento de la encarnación, el Padre presentó a su Hijo una naturaleza humana que estaba destinada a unirse a él como una esposa inmaculada. En el altar, el sacerdote presenta a Cristo unas almas para que las vivifique: su propia alma y las de los asistentes, para que el Señor se comunique a ellas y las haga participar de su propia vida.

Procuremos caer en la cuenta del ideal tan sublime al que nos invita la sagrada comunión. Porque nuestro progreso en la santidad depende, en gran parte, de nuestra manera habitual de participar del banquete eucarístico.



4.- Efectos de la comunión

La consideración de la naturaleza de la unión divina que establece en nuestras almas la Eucaristía no agota todo lo que debemos recordar acerca de este inefable sacramento. Veamos ahora concretamente cuáles son las gracias que produce en el alma cada comunión.

Los sacramentos producen el efecto expresado por su elemento sensible. Por eso, la Eucaristía, que ha sido instituida en forma de banquete, debe producir en el orden sobrenatural una misteriosa alimentación de la vida del alma.

El alimento corporal primeramente es absorbido, y luego el organismo lo asimila y, de esta manera, conserva la vida y asegura el crecimiento. El pan eucarístico obra en nosotros de modo análogo. Al tiempo que «lo recibimos por la boca», quod ore sumpsimus, «Cristo se une a nuestra alma»: pura mente capiamus, y fecunda y aumenta en ella la vida divina, cuyo germen recibimos en el bautismo.

Cuando comemos, transformamos en nuestra propia sustancia el alimento que tomamos; pero cuando recibimos a Jesús en la Eucaristía no sucede así, sino que, por el contrario, es Jesús quien nos transforma en Él. En esta misteriosa unión que produce la Eucaristía, se realiza plenamente la frase que San Agustín pone en labios del Señor: «Yo soy manjar de los que son ya grandes y robustos: crece, y entonces te serviré de alimento. Pero no me mudarás en tu sustancia propia, como sucede al manjar de que se alimenta el cuerpo, sino al contrario, tú te mudarás en mí» [Confessiones, VII, 10. P. L., 32, col. 742].

Este es el primer efecto sacramental que la comunión produce ex opere operato: el aumento de la gracia santificante. Cada vez que nos acercamos a comulgar con las debidas disposiciones, la gracia nos hace más semejantes a Dios, más «deiformes», en virtud de «una participación sobrenatural de su naturaleza»: Efficiamini divinæ consortes naturæ (II Petr., I, 4).

Para que llegue a consumarse en toda su plenitud la unión del hombre con Cristo, el Padre ha querido que la virtud propia del sacramento sirva también para avivar y enfervorizar en nosotros la caridad habitual. Este amor que produce en nosotros la Eucaristía no solamente nos acerca a Cristo, sino que llega a unirnos tan estrechamente a Él, que «poco a poco va transformándonos en el objeto amado»: In virtute hujus sacramenti, dice Santo Tomás, fit quædam transformatio hominis ad Christum, per amorem [IV Sententiarum, Distinctio XII, q. 11, 2]. Es tan grande la intimidad de la presencia divina en la sagrada comunión, que el Salvador ha podido decir: «El que come mi carne… está en mí y Yo en él» (Jo., VI, 56).

Esta voluntaria adhesión de amor a Cristo vivifica y fortalece toda la práctica de las virtudes cristianas, porque la caridad tiene una eficacia soberana para ayudar al sacerdote en su afán de imitar los ejemplos de Jesús. Nunca llegaremos a alcanzar la verdadera santidad si el Padre no encuentra en nuestras almas los rasgos propios de su Hijo encarnado. Debemos procurar asimilarnos de tal manera a Cristo, que el Padre nos reconozca como verdaderos hijos suyos. Y la Eucaristía es la que nos sostiene y estimula en esta empresa de asimilarnos para imitar a Cristo, ya que nos da las gracias que necesitamos para imitar a Jesucristo en la aceptación de la divina voluntad, de la entrega de nuestras personas y de nuestras actividades al bien del prójimo, en la paciencia y en el espíritu de perdón.

Todos aspiramos a ser sacerdotes fervorosos. No importa que tengamos un temperamento débil o enérgico. La sagrada comunión nos infunde a todos la fuerza que viene del mismo Dios. El pan que recibió Elías «para reanimarle en su desfallecimiento» era una figura de la Eucaristía: Et ambulavit in fortitudine cibi illius usque ad montem Dei (III Reg., XIX, 8). También a nosotros la sagrada comunión nos suministra un «remedio a nuestra flaqueza» como nos enseña la liturgia: Fortitudo fragilium [Postcomunión de las ferias de Cuaresma]. El amor que enciende en nuestras almas nos permite vencer el hastío, la pereza y las tentaciones, ayudándonos eficazmente a llevar nuestra cruz en pos del divino Maestro.

Otro de los efectos propios de la Eucaristía es el de perdonar los pecados veniales. El amor fervoroso, que es el efecto inmediato de la gracia que este sacramento nos comunica, produce en el alma una gran aversión a todo cuanto obstaculiza la unión. Este aborrecimiento del pecado nos consigue de Dios el perdón de aquellos pecados veniales a los que no tenemos afecto. Esta es la razón de porqué la Eucaristía «purifica al alma de las manchas que en ella han dejado los pecados cometidos»: Ut in me non remaneat scelerum macula. Además que por los auxilios divinos que nos asegura, «corrige nuestras malas inclinaciones»: Vitia nostra curentur [Postcomunión de la dominica XVII después de Pentecostés]. Por eso, todos los días pedimos al Señor en la Misa que la recepción de la Eucaristía nos sirva de «saludable remedio»: Ad medelam percipiendam.

La alegría espiritual, que tanta importancia tiene en nuestra vida sacerdotal, es otra de las gracias que nos proporciona la Eucaristía, por más que sean muy pocos los que reparan debidamente en ella.

La sagrada comunión es un inmenso manantial de la más pura, íntima y sólida alegría. Dios es la felicidad por esencia y todo el bien que se encuentra en la creación no es sino un reflejo, una sombra de esta felicidad infinita. Es tan grande la alegría que se experimenta en el cielo, que San Pablo nos dice que «ni el ojo vio, y ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre, lo que Dios ha preparado para los que le aman» (I Cor., II, 9).

La unión eucarística nos comunica no ya una emanación de esta felicidad celestial, sino a su mismo Autor, que viene a nosotros con todas sus incomparables riquezas. Santa Rosa de Lima decía que en el momento de comulgar le parecía que el mismo sol entraba en su alma [Acta Sanctorum, 39. Augusti, V, pág. 958]. Y puede decirse con toda verdad que, así como en la creación el sol es fuente de luz, de vida y de crecimiento, así también en la intimidad del alma este Jesús a quien recibimos en la sagrada comunión es la fuente de esta alegría siempre floreciente y de este coraje que no conoce el abatimiento que constituyen la fuerza que sostiene al cristiano.

No hablo ahora de los consuelos sensibles, sino de aquella esperanza, de aquel entusiasmo que hacía exclamar a San Pablo: «Reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones» (II Cor., VII, 4). Esta alegría sobrenatural era la que hacía que los mártires sonrieran y cantaran en medio de los suplicios. Era que antes de salir a la arena del anfiteatro se habían fortalecido con el banquete de las bodas del Cordero, era que habían comulgado.

Esta felicidad que comunica la Eucaristía se traduce en ciertas almas en un vivo sentimiento de serenidad y de paz. Cuando el general de Sonis estaba en campaña solía comulgar siempre que tenía oportunidad de hacerlo. El día de la batalla de Solferino, escribía después que hubo terminado el combate: «No creo que durante toda esta terrible jornada haya perdido de vista la presencia de Dios ni un solo instante». ¿No es verdad que la actitud que observó este valiente soldado en medio del tumulto y de los peligros de la batalla es un sorprendente y aleccionador ejemplo de lo que puede y debe ser la serenidad y la tranquilidad del alma santificada por la divina presencia?

Aunque no tengamos una fe muy viva en las maravillas que produce la Eucaristía, debemos, sin embargo, cuando llega el momento de la comunión, esforzarnos en creer con firmeza en la realidad y en la grandeza de este don inefable que Dios hace a nuestra alma. Si así lo hacemos, es seguro que poco a poco irá obrándose en la intimidad de nuestra vida sacerdotal una bienhechora transformación.

Nunca llegaremos a agotar la vitalidad de los frutos que nos suministra este divino sacramento. Y ya que no podamos agotar la materia, vamos siquiera a señalar un último y supremo efecto: la Eucaristía «nos da la garantía de la felicidad eterna»: Et futuræ gloriæ nobis pignus datur [Antífona de las vísperas del Corpus Christi]. Ella nos prepara y nos dispone para el festín celestial «en el reino del Padre», festín que el mismo Cristo prometió después de la última Cena (Mt., XXVI, 29), festín en el que «hartará a los elegidos de su gloria»: Satiabor cum apparuerit gloria tua (Ps., 16, 15). ¿Pensamos en esto todo lo que debiéramos siempre que decimos: «Que el cuerpo…, que la sangre del Señor guarde mi alma hasta la vida eterna»?...



5.- Unidad en Cristo

Todos los efectos de los que hasta ahora os he hablado conciernen a cada uno de nosotros en particular. Pero la Eucaristía es, además de todo esto, el sacramento que nos une a Cristo en cuanto es Cabeza del Cuerpo Místico. Ella injerta al cristiano en esta plenitud de orden sobrenatural que hace que Cristo y nosotros formemos un todo único e incomparable.

Debemos tener conciencia clara de que pertenecemos al Cuerpo Místico. Y mucho más nosotros los sacerdotes, porque ella es la que sostiene nuestro celo con las almas que nos han sido confiadas.

Jesucristo desea ardientemente que los fieles de su Iglesia estén unidos a su Cabeza y que ellos lo estén entre sí. En la última Cena, luego que hubo instituido el sacramento de la Eucaristía, se dirigió a su Padre para pedirle que todos sus fieles estuviesen unidos en Él. «Padre santo, guarda en tu nombre a éstos… para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y Yo en ti…, para que sean consumados en la unidad» (Jo., XVII, 11, 21, 23). La Misa y la comunión –banquete de las bodas del Hijo de Dios– son los medios sagrados que han sido principalmente destinados a realizar esta unión tan sublime: «Porque el pan es uno, nos dice el Apóstol, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan»: Quonian unus panis, unum corpus multi sumus, omnes qui de uno pane participamus (I Cor., X, 17). La virtud del sacramento hace que las almas penetren en el misterio del Cuerpo Místico, convirtiéndolas en miembros más unidos al Señor, que viven más de su vida y se consagran más plenamente a su servicio.

Son tan amplios los frutos de la unión eucarística, que los fieles no solamente se sienten impulsados a amar a Cristo, sino también, con Él y por Él, a todo su Cuerpo Místico. La gracia del sacramento nos hace abrazar el «Cristo total»: la Cabeza, los miembros y todas las almas que han sido redimidas por su sacrificio. La caridad es el aglutinante sobrenatural que tiene el poder, ya desde aquí abajo, de unir entre sí de una manera maravillosa a todos los miembros que forman la ciudad de Dios.

Hagamos el propósito de que el reinado de la caridad de Cristo en su Iglesia constituya siempre el objeto de nuestros deseos, de nuestro celo y de nuestra predicación. Trabajemos para que sea una realidad en la diócesis, en la parroquia, en las obras que dirigimos, en todo cuanto nos rodea. El fervor de la caridad hará que seamos siempre respetuosos y cariñosos con el prójimo, consagrándonos a su bien con olvido total de nosotros mismos. Y cuando llegue el momento de la comunión, alejará de nuestra alma el recuerdo de las faltas del prójimo, y nos tendrá al abrigo de la indiferencia, de la frialdad y de todo lo que contribuye a la división. Así será como la Eucaristía, que es sacramento de la unidad, nos incorporará cada vez más a Cristo: «Te rogamos, oh Dios omnipotente, que seamos contados entre los miembros de Aquél, con cuyo cuerpo y sangre comulgamos» [Postcomunión del sábado de la 3ª semana de Cuaresma].

¿Se puede afirmar que la santa Humanidad de Jesús está presente en el alma de todos y cada uno de los miembros de su Cuerpo Místico?

No cabe duda que al comulgar nos ponemos en contacto con Jesús y que entonces ejerce en nosotros su soberano dominio. Como declara el Concilio de Efeso: «La carne de Cristo es vivificadora…, porque es la carne del verbo»: Carnem Domini vivificatricem esse… quia facta est propria Verbi [Canon 11]. En el sacramento, Jesús toca, santifica y entra en posesión del alma, irradiando su virtud sobre ella desde el foco glorioso de la Eucaristía. Mientras permanecen sin alterarse las especies sagradas, el alma se beneficia de este contactus virtutis, dependiendo más y más de la acción del Señor y uniéndose más íntimamente a su Cuerpo Místico.

Pero, aún cuando cese la presencia sacramental, el alma fiel continúa estando siempre bajo la influencia del Señor, del cual es miembro. El Señor continúa asistiéndole tanto desde fuera como desde lo más íntimo de su ser para fecundar su vida sobrenatural. «Él habita siempre de alguna manera en su corazón»: Christum habitare per fidem in cordibus nostris (Eph., III, 17). No se refiere el Apóstol con estas palabras a la presencia eucarística, sino a esa otra unión eficaz, íntima y continua, en virtud de la cual Cristo, el Verbo encarnado, Cabeza del Cuerpo Místico, vive y obra de modo permanente en el alma de todos y cada uno de nosotros.



6.- Obstáculos para alcanzar los frutos de la comunión

A veces nos quejamos de que nuestras comuniones no producen apenas en nuestra alma fruto alguno y lo mismo oímos decir a otras almas piadosas. Y, sin embargo, «este pan bajado del cielo contiene en sí todo sabor espiritual»: Omne delectamentum.

El poco fervor de nuestras comuniones proviene ordinariamente de múltiples causas. Algunas de ellas son pasajeras. La salud, el ambiente y la desgana que puede venirnos en el momento de ir a celebrar suelen impedir que el alma guste con la debida paz de la divina presencia.

Pero dejemos a un lado estas razones particulares y fijemos nuestra atención en dos obstáculos que a todos se pueden ofrecer, y a los cuales es menester poner remedio eficaz: la falta de fe viva y la insuficiencia del don de sí mismo.

La Eucaristía es, por excelencia, el mysterium fidei. Cuando contemplamos la hostia consagrada, nada hay que revele a nuestros sentidos la presencia real de nuestro Salvador. Y, sin embargo, Él está allí, con toda la majestad de su gloria, con el mismo amor que nos profesaba cuando vivía entre nosotros durante su vida mortal. Sola la fe alcanza este misterio, por encima de las apariencias del pan y del vino.

Si en el momento de comulgar nuestra fe es débil, o permanece como dormida, o si se deja distraer por las cosas exteriores, es natural que no pueda apreciar en su justo valor el don del Padre ni la misericordiosa condescendencia de Jesús. Si nos falta la fe, quedaremos indiferentes ante las riquezas sobrenaturales que nos proporciona la Eucaristía.

Por el contrario, cuando el alma tiene una fe despierta y atenta, queda como sobrecogida de admiración, y se da perfecta cuenta de que el don de Cristo al mundo y a cada uno de los hombres sigue siendo siempre actual y operante. Este sacramento hace «que seamos llenos de toda plenitud de Dios»: Ut impleamini in omnem plenitudinem Dei (Eph., III, 19).

Cuando, al contemplar estas maravillas, sufrís porque, a pesar de haberos preparado debidamente, no sentís en vuestro corazón aquel santo ardor que esperabais, no por eso debéis afligiros. Dios no os pide que entréis en contacto con las realidades sobrenaturales por medio del sentimiento, sino que quiere que le sirváis y le améis en la oscuridad de la fe y por la adhesión de vuestra voluntad. Los sentimientos son útiles en cuanto que sirven para avivar nuestra fe. En vuestras comuniones y en vuestras relaciones íntimas con la Eucaristía procurad uniros al Señor por la fe, como lo hacía San Pablo cuando decía: In fide vivo Filii Dei (Gal., II, 20).

Hay una segunda disposición interior, de cuya falta se siguen grandes inconvenientes para obtener los debidos efectos de la comunión. Me refiero al don de sí mismo. Ya que el Señor se nos entrega en la sagrada comunión, ¿no será conveniente que también nosotros, por nuestra parte, nos entreguemos a Él? Esta donación de sí mismo consiste en poner toda nuestra vida a disposición del Señor, aceptando de antemano todo cuanto su voluntad quiera ordenarnos tanto en el presente como en lo porvenir. Este abandono es la dispositio unionis por excelencia. Gracias a ella, Cristo no encuentra en nosotros nada que pueda oponerse a su reinado en nuestra alma.

«Comunión» quiere decir «unión con» Jesús. Para que pueda realizarse esta unión hay que presentar al Señor un alma a la cual pueda unirse con su santidad y su amor. Cristo no puede unirse con el que no es humilde, con el que no le acoja plenamente, con el que abandona sus deberes de estado y, sobre todo, con el que no tiene caridad y no sabe perdonar al prójimo. ¿No es verdad que sería cometer una hipocresía el pretender unirse a la Cabeza, al mismo tiempo que se desentiende de las necesidades de sus miembros y se menosprecia su amor? Lo que obstaculiza nuestra unión con Cristo es nuestro amor propio, nuestra susceptibilidad, nuestros proyectos de vanagloria, nuestras aspiraciones egoístas, nuestras miras terrenas o demasiado humanas. Todo esto se opone a que nuestra voluntad se conforme plenamente con la de Jesús.

No son, pues, nuestra debilidad ni nuestras miserias morales las que nos impiden participar de los frutos del sacramento, cuando lejos de complacernos en ellas las lamentamos. Precisamente Jesús viene a nosotros para darnos la fuerza que necesitamos para combatir nuestros defectos. «Él cargó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores»: Vere languores nostros ipse tulit et dolores nostros ipse portavit (Isa., LIII, 4).

¿Dónde encontraremos el modelo más perfecto de este don de sí mismo? En el mismo Cristo. Según la doctrina de los Padres de la Iglesia, la unión de sus dos naturalezas tenía un carácter nupcial. Cuando comulgamos, nos unimos a Cristo por el amor, y Cristo entonces nos atrae y nos une a Él para que seamos siempre suyos.

¿Cuál fue la disposición fundamental de la humanidad de Jesús desde el momento mismo de su encarnación? Ella se entregó y se abandonó, como la esposa se entrega y se abandona a su esposo. Ecce venio… ut faciam voluntatem tuam (Hebr., X, 7). ¿Cuál fue la actitud interior que observó la Santísima Virgen durante toda su vida? Sin duda, la misma que nos da a entender la respuesta que dio al ángel el día de la anunciación: «He aquí la esclava del Señor».

Estas dos palabras: Ecce venio… Ecce ancilla… se hacen eco la una a la otra.

Esta debe ser también la disposición de nuestra alma cuando nos acercamos a comulgar. Esta disposición es eminentemente sacerdotal y corresponde a la misión que el sacerdote ejerce en la Iglesia. Ella facilita el Imitamini quod tractatis y asegura a nuestras comuniones abundantes frutos de gracia.

Además de estos dos obstáculos, hay otro tercero del que tendrán seguramente experiencia los sacerdotes celosos que están consagrados de lleno a sus ministerios. Se trata de la dificultad de entretenerse a solas con el Señor, tanto antes como después de la comunión. Cuando quisieran poder dedicar un rato a la oración, por todas partes les molestan e importunan sin cesar.

Creo que el mejor consejo que puedo darles a los que así se ven asaeteados por sus ocupaciones es que se esfuercen en suplir esta falta de recogimiento con una gran pureza de intención, diciendo con viva fe: «Yo sirvo a Cristo en sus miembros y les dedico todo mi ministerio por amor a Él».

La mejor preparación inmediata para comulgar bien es celebrar la santa Misa con fe viva.

Si no podemos dar gracias inmediatamente después de celebrar el santo sacrificio, la podemos suplir más tarde con una oración o con una visita al Santísimo Sacramento. Claro está que no quiero decir con esto que sea lícito el minimizar la importancia de una religiosa y respetuosa acción de gracias. Solamente pretendo recordaros que, si a pesar de vuestro buenos deseos, os asaltan las necesidades urgentes del ministerio, no por eso debéis perder la confianza, porque la dispositio unionis por excelencia consiste en el don de sí mismo.

El hábito de acordarse durante el día del insigne beneficio de la comunión de la mañana y de prepararse por anticipado a la del día siguiente es también una excelente práctica de piedad para obtener abundantes frutos de la recepción de este sacramento.

Todas las mañanas encontramos en el altar un amigo infinitamente digno de ser amado, que es Jesús, nuestro Dios. Animémonos a amarle con humildad, a entregarnos a Él sin reserva, con todas las vicisitudes del presente y con todo el misterio que encierra el porvenir. Apoyándonos únicamente en sus méritos y en su gracia para poder alcanzar esta santidad de vida y para llegar a esta plenitud de unión con Él. Así nos lo recomienda San Agustín: «Amemos a Dios por el don que nos ha hecho de sí»: Amemus Deum de Deo [Sermo, 34. P. L., 38, col. 210].

Un alma que vive con estos sentimientos puede celebrar y comulgar siempre con mucho fruto.