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X. -Hoc est præceptum meum

1.- Actitud de Jesús para con los hombres: el don de Sí

«Al nacer se da como amigo; en la Cena como alimento; en la muerte como rescate; en su reino como recompensa»: Se nascens dedit socium, convescens in edulium, se moriens in pretium, se regnans dat in præmium [Himno Verbum supernum].

Observad cómo en este texto litúrgico la expresión se dedit… se dat… se repite constantemente, ora expresamente, ora sobreentendida.

Es que esta palabra expresa de una manera perfecta cuál fue la actitud de Jesús para con los hombres durante los días de su vida mortal y cuál es la que observa actualmente desde el cielo. Jesús se da constantemente y se comunica sin reserva alguna; se entrega totalmente; y esto lo hace siempre en toda la plenitud de su amor.

Desde que hizo su aparición en el mundo, tanto los pastores como los magos y el anciano Simeón se dieron perfecta cuenta de que estaba allí por ellos y para ellos. A los apóstoles, a los enfermos, a las masas de Galilea, Jesús se les revelaba como si no se perteneciese a sí mismo. ¿Acaso no fue enviado a los hombres para ser el pastor que da la vida por sus ovejas? Y el bautismo que con tanto deseo ansiaba, ¿no era, acaso, la ofrenda completa de sí mismo hasta llegar al derramamiento de toda su sangre? Baptismo habeo baptizari, et quomodo coarctor usquedum perficiatur (Lc., XII, 50). En su pasión, Jesús se entregó con todo el fervor de su amor: el Crucifixus etiam pro nobis que proclama nuestro Credo no fue en su corazón un pro nobis lánguido y apagado.

San Bernardo, que recibió de lo alto las luces que le permitieron contemplar el misterio del don que de sí mismo hizo Jesús a favor de los hombres, resume todo este misterio en la siguiente frase: «Se entregó todo entero por mi bien, se gastó enteramente para mi provecho»: Totus siquidem mihi datus, et totus in meos usus expensus [Sermo III in Circumcisione. P. L., 183, col. 138].

Pero vosotros sabéis tan bien como yo que esta comunicación de amor continúa realizándose en el seno de la Iglesia. Y es a vosotros, los sacerdotes de Cristo, a quienes incumbe este augusto ministerio, pues por vuestra ordenación habéis sido destinados a dar a Cristo al mundo. Esta es la razón de vuestro sacerdocio: sacerdos quiere decir «el que da las cosas sagradas». ¿Y hay, acaso, algo más sagrado que Jesucristo?

El alma bendita de nuestro amado Salvador tenía constantemente una doble mirada de amor: una orientada hacia el Padre, para cumplir siempre su voluntad; otra que comprendía a todos los hombres. Por eso, en la santa Misa, Cristo se ofrece, ante todo, a la gloria del Padre y en esto consiste el fin principal del sacrificio. Y luego se da como manjar a todos: a los «buenos», a los que se acercan por rutina, a los tibios e incluso a los «malos»: Sumunt boni, sumunt mali [Secuencia Lauda Sion].

A nadie rechaza: Accipite et comedite (Mc., XXVI, 26). En virtud de este amor, perpetúa en su Cuerpo Místico la total entrega de sí mismo que consuma su misión redentora.

En tanto somos agradables a Dios en cuanto que nos asemejamos a su Hijo Jesús. Cristo se ofrece a su sacerdote como modelo perfecto de caridad, especialmente en su sacrificio. Al bajar del altar, el sacerdote debería estar dispuesto, a semejanza de su Maestro, a entregarse sin reservas por el bien de los hombres. ¡Quiera Dios que el sacerdote consagre a los hombres su tiempo, sus fuerzas, su vida, hasta dejarse comer por ellos!

Si es verdad que compartimos con Cristo la cura animarum, ¿no nos sentiremos obligados a tener conciencia de nuestras responsabilidades en el redil de Cristo? Sea cual sea nuestro cargo: coadjutor, párroco, profesor, superior de una congregación religiosa u obispo, es necesario que nos olvidemos de nosotros mismos y, a ejemplo del buen Pastor, nos entreguemos sin cesar al bien de los demás. Así es como nuestra vida será en extremo agradable a Dios.

El celo de San Pablo nos servirá de ejemplo. ¿Cuál es el manantial del ardor del Apóstol? El amor que Cristo le tuvo. «La caridad de Cristo nos constriñe»: Caritas Christi urget nos… (II Cor., V, 14). La contemplación de la entrega absoluta que de sí mismo hizo el Salvador le hacía imposible el vivir para sus propios intereses, y le forzaba, por así decirlo, a vivir, «no para sí mismo, sino para Aquél que murió y resucitó por él» (Ibid., V, 15). Por eso, exclama en un arranque magnífico: Libentissime impendam et superimpendar ipse: «Yo de muy buena gana me gastaré y me desgastaré hasta agotarme por vuestra alma» (Ibid., XII, 15).

El día de vuestra ordenación, Cristo os eligió: Ego elegi vos, para que deis fruto: ut fructum afferatis (Jo., XV, 16). Si el sacerdote no está poseído de un ardiente deseo de conquistar las almas y solamente se preocupa de sus negocios personales, anda muy equivocado. Si hubiera elegido la vida seglar, podría haberse dedicado a la ciencia, a la política, a los negocios, sin preocuparse de consagrar su vida al bien de las almas; pero una vez que se ha hecho sacerdote, pro hominibus constituitur in iis quæ sunt ad Deum (Hebr., V, 1), la única razón de su existencia es elevar a los hombres hacia Dios para darles a Jesucristo y todo su celo debe encaminarse a este único fin.



2.- La caridad nace de Dios

El amor del prójimo, tal como nos lo enseña el Nuevo Testamento, se deriva de una virtud sobrenatural: la caridad.

Dos grandes prerrogativas caracterizan a esta virtud: porque, por una parte, es un don de Dios, una participación del mismo amor con que nos ama; y por la otra, el que practica el amor del prójimo no sólo ama al hombre, sino que en él ama también a Jesucristo, puesto que, al amar a sus miembros, a Él es, sobre todo, a quien amamos.

La primera de estas prerrogativas es uno de los temas más admirables de la doctrina de San Juan: «Carísimos, amémonos unos a otros, porque la caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios» (I Jo., IV, 7). Según lo que dice San Juan, la caridad se nos concede por una comunicación divina; y al mismo tiempo que nace en el alma, la une a Dios y la hace semejante a Él. Y añade San Juan que «Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios y Dios en él» (Ibid., 16). Es tan íntima la relación que existe entre el amor de Dios y del prójimo, que el mismo mandamiento los prescribe ambos: «Nosotros tenemos de Él este precepto, que quien ama a Dios ame también a su hermano: Hoc mandatum habemus a Deo ut qui diligit Deum diligat et fratrem suum (Ibid., 21). Por consiguiente, el amor del prójimo está comprendido en el mismo precepto de la caridad.

Esta misma verdad la expresa la teología con su lenguaje técnico, cuando afirma que un mismo y único hábito de caridad, unico habitu, basta para que el cristiano pueda amar sobrenaturalmente tanto a Dios como a su prójimo.

Si esta maravilla es posible, es porque, por su unión con Dios, el alma se conforma necesariamente con Él y por eso adopta interiormente su misma postura para con el prójimo. El alma amará a los demás porque Dios los ama y de la manera que Dios los ama, deseando que glorifiquen al Señor y encuentren en Él su propia felicidad de acuerdo con los planes de la Providencia.

La caridad cristiana difiere esencialmente de la filantropía natural, pues si bien es verdad que la filantropía puede ser benéfica y digna de elogio, pero, con todo, no ama al prójimo con el fin de llevarle a Dios, ni «como Dios le ama»: sicut dilexi vos (Jo., XIII, 34). La filantropía se limita a esta vida, al paso que la caridad mira a la eternidad. La filantropía solamente tiene en cuenta los puntos de vista y los motivos puramente humanos; y la caridad, por el contrario, es esencialmente sobrenatural. El mismo movimiento que impulsa al alma hacia la Bondad infinita, la inclina a la generosidad y al amor sacrificado para con los hombres. Por eso dice San Juan que: «Si alguno dijere: Amo a Dios, pero aborrece a su hermano, miente»: mendax est (I Jo., IV, 20).

En manifiesta oposición a la ley del talión, Jesús orienta a las almas hacia la plenitud de la caridad: «Si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra; y al que quiera litigar contigo para quitarle la túnica, déjale también el manto. Y si alguno te requisa para una milla, vete con él dos» (Mt., V, 39-42).

Este ideal es tan propio y exclusivo del código de la Nueva Ley, que Jesús llamó «su precepto» a la caridad para con el prójimo: Hoc est præceptum meum… (Jo., XV, 12). «Esta es la señal que demostrará que sois mis discípulos»: In hoc cognoscent omnes quia discipuli mei estis, si dilectionem habueritis ad invicem (Ibid., XIII, 35).

¿Dónde encontraremos la medida exacta y el modelo perfecto de este amor? En el corazón de Jesús. Todo el amor que Jesús manifestaba a los hombres era una derivación del que profesaba a su Padre: Quia tui sunt (Jo., XVII, 9). El querer humano de nuestro amado Salvador se unía de un modo perfecto al acto inmutable de la eterna dilección con que Dios, en su bondad, ama a los hombres: «Tanto amó al mundo, que le dio su Unigénito Hijo» (Jo., III, 16).

El amor que nos profesa el corazón de Jesús tiene su manantial, su motivo y su fin en el mismo Dios.

Además Jesús ha llevado su entrega hasta el extremo de dar su vida. «Él dio su vida por nosotros; y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (I Jo., III, 16). Este amor de Cristo para con los hombres es para nosotros el ejemplo de la caridad que Dios ha depositado en nuestras almas y no dudéis de que Cristo se consume en deseos de comunicar al corazón de sus sacerdotes una chispita de su mismo amor.

Sólo al corazón le está reservado el privilegio de conmover los corazones. En tanto podremos actuar sobre las almas, en cuanto las amamos. Esta es la única explicación de este extraño fenómeno: se da de vez en cuando el hecho de que hay sacerdotes que cumplen con exactitud sus deberes de piedad, pero que no tienen ningún éxito en sus ministerios. Si se recurre a ellos en momentos de angustia, se revelan como hombres asentados, de vida intachable, pero faltos de un corazón abierto y magnánimo. Y todas las almas, pero especialmente las que se encuentran bajo el peso de un gran sufrimiento o están atribuladas, tienen derecho a que el sacerdote se haga eco de sus penas. Por eso, es necesario que del corazón del sacerdote brote el fuego, el amor y el celo que lleva las almas a Cristo. ¿Qué se entiende por celo? Es el impulso mismo del amor, pero llevado hasta el punto de que el alma sea capaz de contagiar a los demás su mismo entusiasmo. Tal debe ser el fervor de nuestra caridad: desear ardientemente que reine Dios en las almas y en la sociedad. Entonces nuestras palabras consolarán y confortarán a los que a nosotros acudan, entonces combatiremos el pecado, aceptaremos de buena gana las penas, la fatiga, la entrega y el sacrificio de nuestra vida.



3.- El amor de Cristo en la persona del prójimo

La segunda prerrogativa de la caridad cristiana es más admirable aún. Ella suscita en los santos prodigios de abnegación.

Esta es la verdad espléndida que se ofrece a nuestra fe: Cristo se sustituye en la persona del prójimo, para que, al amar y servir a éste, le amemos y le sirvamos a Él.

Desde su encarnación, Jesucristo se identifica con cada uno de nosotros, como nos dice San Pablo repetidas veces: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros los unos de los otros»: Vos estis corpus Christi et membra de membro (I Cor., XII, 27). Y añade: «Nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo» (Eph., V, 29-30). Si es verdad que pertenecemos a su carne y a sus huesos, ¿no quiere esto decir que somos una misma cosa con Él?

El Padre nos ve en su Hijo como miembros suyos. Y por esto es misericordioso con nosotros y nos dispensa las riquezas de su gracia. Cuando Dios nos perdona, nos atrae o nos santifica, es propiamente a su Hijo a quien manifiesta esta bondad sin límites.

¿Qué se sigue para nosotros de esta identificación con Cristo? Que, cuando nos consagramos los unos al bien de los otros, es a Cristo a quien amamos y servimos en sus miembros. Observad lo que ocurre en la vida ordinaria. Todo lo que se hace a los miembros de alguno, se hace realidad a su misma persona. Así, por ejemplo, si yo tengo un dedo herido y me lo curáis, es a mí, es a mi persona a quien dispensáis estos cuidados, porque el dedo forma parte de mi carne. Lo mismo sucede con los miembros de Cristo, porque forman un todo con Él. Porque Cristo los ha unido a Él, es por lo que nos ha dicho: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt., XXV, 40).

Dios ha establecido esta ley por efecto de su amor y no podremos abrigar la pretensión de cambiarla. En el día del juicio, la sentencia definitiva se pronunciará según hayamos guardado o no el precepto de la caridad para con el prójimo. ¿Cuál será la fórmula de aquel solemne veredicto? El mismo Cristo la proclamó cuando dijo: «Venid, benditos de mi Padre… Tuve hambre y me disteis de comer»… Y los buenos se extrañaran, diciendo: «¿Cuándo te vimos hambriento?» Y el Señor les responderá: «En verdad os digo, que cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis». Y el juez dirá a los malos: «Apartaos de mí, malditos». ¿Por qué? ¿Porque no rezamos? ¿Porque no ayunamos? No; sino porque «tuve hambre y sed, estuve triste y abandonado, y no me socorristeis… Cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo no lo hicisteis» (Mt., XXV, 34-35).

Quizá me digáis: ¿Es que no tenemos otros mandamientos que debemos cumplir igualmente para salvarnos? Cierto que sí, pero de nada nos serviría guardarlos si no cumplimos el gran precepto del amor para con el prójimo. Por eso escribió San Pablo: «Toda la Ley se resume en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»: Omnis lex in uno sermone impletur (Gal., V, 14).

Esta identificación de Jesús con los miembros de su Cuerpo Místico que padecen y sufre no puede ser para nosotros una fórmula vacía de sentido, porque expresa una realidad misteriosa, pero que provoca el entusiasmo y engendra la caridad: hacer todo por el prójimo como si se tratase de la misma persona de Cristo.

Los santos vivieron una vida consagrada al amor, porque creían en el misterio de esta sustitución sagrada. Para San Benito, por ejemplo, es al mismo Cristo a quien obedecemos en la persona del abad; es al mismo Cristo a quien aliviamos con las atenciones que dispensamos a los enfermos, y a Él servimos cuando prestamos a otros nuestros servicios; y las muestras de respeto de que se rodea el acto mismo de recibir a los huéspedes es un culto que se tributa a Jesús que llega como peregrino [Regla, passim].

Este mismo espíritu de fe es el que nos impulsa a perdonar a nuestros enemigos. San Juan Gualberto era, antes de su conversión, un altivo caballero de los alrededores de Florencia. Y ocurrió que un día de Viernes Santo se encontró con el asesino de su hermano. El primer impulso de su corazón fue de abalanzarse sobre su enemigo y satisfacer su deseo de venganza. Pero el culpable se hincó de rodillas en medio del camino y puso los brazos en cruz, solicitando el perdón en nombre del crucificado. El futuro santo se contuvo, viendo en el criminal la imagen de Jesucristo. Tocado por la gracia, bajó del caballo y, por amor a Jesucristo, abrazó a su enemigo, aceptándolo como hermano. Conmovido por su propio gesto, entró en una iglesia y, al tiempo que oraba al pie de un crucifijo, vio cómo Cristo inclinaba la cabeza hacia él en señal de amor.

El que Cristo se sustituya por cada uno de sus miembros no es ninguna ficción, sino una de las más profundas realidades. Cristo vierte en sus miembros la vida sobrenatural, que es su propia vida, la vida de la gracia santificante y de la caridad. Los miembros de su cuerpo le están unidos como los sarmientos a la cepa, formando un todo único.

Nosotros los sacerdotes gozamos del insigne privilegio de tener en el altar a Cristo en nuestras manos; pero si somos fríos o rencorosos con nuestros prójimos, es al mismo Cristo a quien hacemos objeto de nuestra aversión. «¿Cómo no has de pecar contra Cristo, exclama San Agustín, si pecas contra uno de sus miembros?»: Quomodo non peccas in Christum, qui peccas in membrum Christi? [Sermo 83, 3. P. L., 38, col. 508]. Antes de celebrar, dejemos a un lado, por amor a Cristo, toda susceptibilidad y todo amor propio, arrancado de nuestros corazones todo espíritu de rencilla, dispuestos a otorgar el perdón con generosidad y largueza. Porque es el mismo Jesús quien nos ha impuesto este precepto: «Si te acuerdas de que tu hermano tienen algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt., V, 23-4). Es como si dijera: Pon primero en orden tus relaciones con el prójimo y ven luego a ofrecer el sacrificio.

No debéis, por otra parte, esperar el reconocimiento de los hombres, sino que debéis mostraros bondadosos sin exigir retribución alguna. Debéis tener un corazón rebosante de caridad, y el mismo Cristo será vuestro deudor. El os agradecerá todo cuanto hagáis por sus miembros, como si se lo hicieseis a Él mismo. Y como es infinitamente rico, os pagará espléndidamente su deuda. Convenceos de que Dios siempre obra con liberalidad, pues no es un comerciante de limitados recursos. Él os colmará de abundantes bendiciones. «Dad y se os dará, dice el Evangelio; una medida buena, apretada, rebosante, será derramada en vuestro seno» (Lc., VI, 38): Date et dabitur vobis: mensuram bonam et confertam et coagitatam et supereffluentem dabunt in sinum vestrum.



4.- Señales de la verdadera caridad

San Pablo enumera en estos términos las características de la verdadera caridad: «Es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada; no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera» (I Cor., XIII, 4-7).

Examinemos a ver si descubrimos estas señales en nosotros. En el altar recibimos a Aquél que es la caridad misma. Este contacto divino debiera ir liberando progresivamente a nuestra alma del egoísmo humano.



La verdadera caridad, al decir del Apóstol, es «paciente»:

Caritas patiens est. –El primer movimiento del hombre, siguiendo el impulso de su naturaleza, es el de sacudir lejos de sí todo lo que le incomodo y, cuando no puede deshacerse de lo que le molesta, se entrega a la murmuración o a la cólera. La caridad soporta en paz la adversidad, el dolor, la injusticia y la injuria. Y es tanto mayor la paciencia con que sabe sobrellevar estas adversidades cuanto su caridad alcanza más súbitos quilates. Nuestro amado Salvador es el modelo perfecto de esta paciencia. Al tiempo que se entregaba por nuestro bien, le escupían a la cara, le golpeaban y le acusaban; pero, a semejanza de un cordero que es conducido al matadero, «no abría sus labios»: Jesus autem tacebat (Mt., XXVI, 63). Y cuando estaba agonizando en la cruz, oraba por nosotros, sin proferir la menor queja.

La verdadera paciencia va siempre acompañada de la bondad y de la mansedumbre en los pensamientos, en las palabras y en las obras. También de esto nos dio Jesús un sublime ejemplo. Ved con qué palabras más amables acogió a Judas que venía a traicionarle. «Amigo, ¿a qué vienes?» (Ibid., 50), y con qué oración rogó por los verdugos que le crucificaron: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc., XXIII, 34).

¿Cuáles son nuestros sentimientos cuando nos ofenden aún en cosas de poca monta? ¿Nos mostramos indignados y desabridos? ¿Guardamos antipatía o rencor para los que nos han faltado?

La paciencia nos es completamente necesaria en nuestras relaciones diarias con el prójimo. Ocurre con frecuencia, aún entre sacerdotes, que el trato familiar e íntimo da lugar a molestias y enfados mutuos, a veces aún sin percatarse de ello. Por eso, decía San Agustín: «Somos hombres mortales, quebradizos, débiles y llevamos encima estos vasos de barro, que se achuchan unos a otros. Pero si estos vasos de carne se constriñen, ensanchemos los espacios de la caridad»: Si angustiantur vasa carnis, dilatentur spatia caritatis [Homil. 69 de Verbis Domini, P. L., 38, col. 440]. Aunque lograrais reunir a varios hombres tan santos, que fueran dignos de ser canonizados, para colaborar en un mismo trabajo, es muy posible que se hiciesen sufrir el uno al otro. Procurad, pues, esforzaros en soportar los defectos y aún las extravagancias de los demás, ya que también ellos tienen que sobrellevar las vuestras.

El mismo Jesucristo, el más noble y el más delicado de todos los hombres, que durante su vida pública vivió en íntimo y constante contacto con sus apóstoles, tuvo que soportar muchas veces las incomprensiones de aquellos rudos pescadores de Galilea. Es cierto que los discípulos amaban mucho a su Maestro, pero no lo es menos que, en más de una ocasión, no entendían ni el significado de sus palabras ni el alto sentido de sus actos.

¡Cuán necesaria nos es la paciencia en el ejercicio de nuestro ministerio!: lo mismo en el confesonario que en el catecismo y en el trato con los feligreses indiferentes, tibios y pecadores. Pero tengamos una gran fe en el porvenir, y sembremos la buena semilla con toda paciencia, seguros de que algún día sonará la hora de la gracia.

Benigna est. –«Si amáis a los que os aman, ¿qué gracia tendréis? También los paganos hacen tanto como eso» (Lc., VI, 32). La caridad, en virtud de su misma esencia, es una fuente de celo que engendra una actividad fuerte y generosa, que hace el bien a todos, aún a los enemigos; pues es benigna, bienhechora y buena para todos. «Vuestro Padre, que está en los cielos, hace salir el sol sobre malos y buenos» (Mt., V, 45). Esta debe ser la norma de nuestra conducta. Hacer brillar el sol no quiere decir otra cosa que proporcionar a todos el consuelo, la ayuda eficaz y la verdadera alegría, acogiendo de igual manera al pecador como al cristiano ferviente, al niño como al anciano.

A lo largo de toda su vida, Jesús se nos mostró como el modelo ideal de esta bondad. Antes de dar su vida por la salvación de los hombres, hizo entrega de su corazón a cada uno de ellos. Consultad el Evangelio para que veáis cómo se comportaba. Los padres le llevaban sus hijos para que les impusiera sus manos y los bendijese. Y cuando los apóstoles los echaron atrás, el Señor les dijo: «Dejad que los niños vengan a mí» (Mc., X, 14).

Jesús se mostraba siempre bondadoso con todos los que le manifestaban sus sufrimientos, ¡y qué de milagros hizo para aliviarlos! Verdad es que nosotros no tenemos como Él, poder de curar a los enfermos, pero podemos visitarlos en su nombre, consolando sus penas y animándolos a que sobrenaturalicen sus dolores.

El buen Pastor conocía a sus ovejas, y llevó sobre sus hombros la oveja perdida. ¡Hermoso ejemplo, que debe estimularnos a conocer personalmente nuestro rebaño y a salir en busca de las almas extraviadas y a tratar con bondad a todos los miserables! Ojala pudiera decirse de nosotros lo que San Pedro proclamaba del divino Maestro: «Pasó haciendo el bien» (Act., X, 38).

Pero no hay que olvidar que el ministro de Cristo que se consagra al bien de los demás no debe perder de vista el orden que exige la caridad cristiana. Si tiene cargo de almas, sus primeros cuidados los dispensará a aquellos de quienes tiene la responsabilidad inmediata, y aún entre éstos, a las almas más abandonadas y que más necesitan de sus auxilios. El guardar el debido orden en el ejercicio de la caridad no disminuye para nada la verdadera abnegación.

Cuando el pueblo cristiano descubre en el corazón del sacerdote esta bondad desbordante, suele acudir a él con absoluta confianza en todas las dificultades de la vida. «No hay miedo de acudir a él, suele decir el pueblo; porque puede uno estar seguro de contar con su colaboración incondicional». Podéis creerme si os digo que, cuando el pueblo cristiano teme solicitar los servicios de un sacerdote –aunque, por otra parte, sea fiel a su reglamento de vida, a su meditación y a su examen– es señal inequívoca de que su alma no está plenamente poseída de la caridad de Cristo. El que no abre su corazón al prójimo, tampoco se lo abre a Jesucristo.



La caridad no solamente se manifiesta en las obras, sino también en los pensamientos y en las palabras. Hay quienes son muy inclinados a emitir un juicio desfavorable de los actos y aún de las intenciones del prójimo. Si nos encontráramos en este caso, debemos saber que con ello nos oponemos a la voluntad de Dios y al privilegio que únicamente a Cristo le fue concedido. «El Padre ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar» (Jo., V, 22).

Solamente el ojo de Dios puede ver lo que se oculta entre los repliegues de la conciencia. Él es el único que puede darse cuenta de la parte que hay que atribuir a la ignorancia, a la fragilidad, al atavismo, a la enfermedad y al nerviosismo en las faltas de los demás, y el único que ve el encadenamiento de las causas que predisponen a un alma para que obre mal. Cuántas veces lo que a nosotros nos parece un grave pecado, a los ojos de Dios, que ve todas las circunstancias que han concurrido en el caso, merece un juicio completamente distinto.

Aún suponiendo que tengáis una gran perspicacia, nunca os creáis lo suficientemente capacitados para apreciar en su justo valor la conducta del prójimo. Nolite judicare ut non judicemini (Mt., VII, 1). Si queréis evitar que el Señor se muestre severo con vosotros, procurad mostraros misericordiosos con los demás. «Si una acción, dice San Francisco de Sales, tuviera cien facetas, debieras mirarla por el lado mejor». Procuremos, pues, no apartarnos de la caridad al emitir nuestros juicios.

Puede darse el caso de que, fuera del confesonario, el sacerdote se vea obligado en cumplimiento de su ministerio a hacer en público alguna advertencia desfavorable para el prójimo. Cuando llegue ese caso, debe cumplir su deber con firmeza, pero sin entrometerse a juzgar de las intenciones que haya podido tener.

La caridad está por encima de los puntos de vista y de los criterios humanos. Por eso San Pablo dice tan admirablemente que «la caridad no piensa mal; no se alegra de la injusticia»: Non cogitat malum, non gaudet super iniquitate. Sino que, por el contrario, se alegra de todos los bienes del prójimo.



Caritas non æmulatur. –«La caridad no es envidiosa». Cuando ve que otro disfruta de alguna prerrogativa, el hombre que se deja llevar de sus instintos naturales se siente apesadumbrado, como si sufriera algún menoscabo en sus derechos. Los celos pueden conducir a los más graves desórdenes. Por culpa de ellos, Caín mató a su hermano Abel y los hermanos de José lo vendieron a unos extranjeros. No permitamos que este vicio se apodere de nuestro corazón. Pero no nos extrañemos de que en el fondo de nuestra alma se insinúen algunos ligeros movimientos de envidia, ya que esto es muy humano. Pero no cedamos en lo más mínimo. Los mismos apóstoles de Cristo se sintieron en alguna que otra ocasión envidiosos los unos de los otros. San Lucas nos cuenta que, poco antes de la última Cena, facta est contentio inter eos (Lc., XXII, 24), discutieron entre sí «sobre quién de ellos había de ser tenido por mayor».

La caridad engendra en nosotros unos criterios diametralmente opuestos: no se entristece por los éxitos de los demás, ni rebaja sus méritos, ni obra solapadamente para perjudicarles; no considera al prójimo como a un rival, ni siquiera como a un extraño, sino que, en la unidad del cuerpo de Cristo, considera al prójimo como a un hermano, como a otro yo. Esto es lo que hacía exclamar al Apóstol: «¿Quién desfallece que no desfallezca yo? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrase?»: Quis infirmatur, et ego no infirmo? Quis scandalizatur, et ego non uror? (II Cor., XI, 29). Y añade: «Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran» (Rom., XII, 15). Hasta este punto eleva los sentimientos del corazón la más excelente de las virtudes.



Caritas nos quærit quæ sua sunt. – «La verdadera caridad es completamente desinteresada, y no busca el propio interés». El sacerdote debe saber que Dios le ha elegido, ante todo, para trabajar por los intereses sobrenaturales del prójimo, sin que en ello pueda buscarse para nada a sí mismo, a ejemplar de San Pablo, que dice: «Me debo tanto a los sabios como a los ignorantes» (Ibid., I, 14).

Si recordáis la teoría de Hobbes, os daréis más perfecta cuenta del espíritu que informa a la caridad. Este filósofo inglés concibió un estado social en el que cada uno podría reivindicar la totalidad de sus derechos. De ello resultaría fatalmente que los hombres estarían en guerra perpetua, y cada uno vería en sus semejantes a otros tantos enemigos que le disputaban el disfrute de sus ambiciones. Esta teoría constituye la apoteosis del egoísmo. Pero su conocimiento nos es útil, porque nos hace comprender mejor cómo la caridad eleva al hombre por encima de las preocupaciones del propio «yo». El espíritu de la reina de las virtudes sobrepasa los estrechos límites del interés personal. La caridad dilata el alma, haciendo que ame a Dios sobre todas las cosas y que se olvide de sí misma para dedicarse a procurar el bien del prójimo.

Cuando el hombre vive de este ideal, no está siempre celoso de conservar sus derechos, sino que practica lo que tanto recomienda San Benito: «Nadie busque lo que cree que le es útil, sino lo que es provechoso para los demás»: Nullus quod sibi utile judicat sequatur, sed quod magis aliis. En Irlanda se suele decir, a modo de chanza, en los momentos de pánico: «Cada uno para sí y que el diablo coja al último». Pero debemos preferir la expresión del Apóstol: «Desearía ser yo mismo anatema de Cristo por mis hermanos» (Rom., IX, 3). Esta frase, que rechaza todo egoísmo, es la más acabada expresión de toda la grandeza que encierra la caridad cristiana.



Non est ambitiosa, non inflatur. –«La caridad es humilde». Porque se da sin esperar a cambio la gloria, sin pregonarlo públicamente, sin atribuirse mérito alguno. Esta consagración al bien de los demás, totalmente desprovista de vana complacencia, hace que la caridad cristiana sea en un todo conforme a la de Jesucristo.

A lo largo de toda su vida, el divino Maestro manifestó su humildad en el ejercicio del amor, pero nunca llegó a ser tan impresionante esta humildad como cuando, poco antes de la última Cena, se arrodilló a los pies de sus apóstoles y les lavó los pies.

El sacerdote que, en el ejercicio de su ministerio, imita esta humildad del Salvador, «no romperá la caña cascada ni apagará la mecha humeante» (Isa., 42, 3). Aún cuando el cumplimiento de su deber le obligue, a veces, a contradecir, a resistir y a combatir, en todas estas ocasiones se comportará con el comedimiento que el recuerdo de su propia flaqueza y el espíritu de caridad le sugieran.

Todas estas pruebas de bondad y de amor son otras tantas manifestaciones de esta única y sobrenatural virtud que el Salvador trajo al mundo. Si la practicamos tal como San Pablo la describe, imitaremos la misericordia de Jesucristo, y esta semejanza, por pequeña que sea, hará que nos asemejemos a la caridad del mismo Dios.

Si de veras amamos al prójimo, le amamos por Él, como Él y por su gracia.



5. – La caridad en el ministerio de la palabra

El sacerdote no solamente da a los hombres las gracias de los sacramentos, sino también la doctrina de Jesucristo. El ha recibido del Señor un ministerium verbi (Act., XX, 24), y tiene la misión de recordar a los fieles las verba Christi. Sea en el púlpito como en el confesonario, lo mismo en la visita a los enfermos que en la enseñanza del catecismo, o aún en la simple conversación, las palabras que brotan de los labios del sacerdote tienen una gran influencia para elevar el nivel de la vida espiritual de los fieles.

La revelación es un «depósito» precioso, de cuya custodia todos los sacerdotes son en alguna manera responsables. «¡Oh Timoteo!, guarda el depósito a ti confiado, evitando las vanidades impías y las contradicciones de la falsa ciencia» (I Tim., VI, 20). Al ministro de Cristo incumbe la misión de adiestrar a los fieles en la inteligencia de las grandes y fecundas verdades de la revelación. Sacerdotem oportet prædicare, dice el Pontifical.

«Dios nos habló por su Hijo»: Novissime, diebus istis, locutus est nobis in Filio (Hebr., I, 2). El Verbo es la expresión más acabada de la perfección infinita del Padre y Él mismo, en cuanto hombre, nos ha revelado con un lenguaje humano, adaptado a la limitada capacidad de nuestra inteligencia, los secretos de esta vida divina: Unigenitus Filius qui est in sinu Patris ipse enarravit (Jo., I, 18).

Por medio de Jesús se han hecho asequibles a nuestra inteligencia los pensamientos de la Sabiduría eterna; y la Escritura y la Tradición son los vehículos por los que se han transmitido al mundo. «Estas palabras son como semillas que trasmiten la vida»: Semen est verbum Dei (Lc., VIII, 11). Verba quæ ego locutus sum vobis, spiritus et vita sunt (Jo., VI, 63).

Cuando el sacerdote anuncia estas verdades, no habla en nombre propio, sino que es un embajador que habla en nombre de su Señor: Pro Christo legatione fungimur (II Cor., V, 20), y obedece a la orden de Cristo, que dijo: «Id, y enseñad» (Mt., XXVIII, 19). Es el mismo Salvador quien se sirve de los labios del sacerdote para dirigirse al pueblo cristiano (Isa., LI, 16). «Cristo ha orado por todos cuantos acepten su palabra» (Jo., XVII, 20). Todo sacerdote debe decir a semejanza del Apóstol: «¡Ay de mí, si no evangelizara!»: Væ mihi si non evangelizavero (I Cor., IX, 16).

Los pastores protestantes predican a veces con una convicción, que os admiraría; pero el mal está en predicar sin tener «misión» de predicar. Si nosotros tenemos el deber de hacer llegar a los hombres la palabra de Dios, lo tenemos por un principio de autoridad: Deo exhortante per nos (II Cor., V, 20). Vuestro obispo ha recibido su misión de manos de la Iglesia; y si él os «envía» a enseñar a los hombres las verdades de la revelación, vuestra palabra tiene toda la autoridad de un legado divino: Quomodo prædicabunt nisi mittantur? dice San Pablo (Rom., X, 15): «¿Cómo es posible predicar sin haber recibido una misión sobrenatural?»

Por lo que respecta a la misma predicación, reflexionemos un poco en las breves pero fecundísimas normas que nos da San Pablo: «Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, enseña exhorta con toda longanimidad y doctrina»: Prædica verbum; insta oportune, importune; argue, obsecra, increpa in omni patientia et doctrina (II Tim., IV, 2). No vamos a hacer un análisis detallado de estas normas; pero vamos, siquiera, a destacar brevemente algunos puntos.



Ante todo, el Apóstol nos dice: «Predica». –El ministerio de la palabra que el Señor ha confiado a los sacerdotes consiste esencialmente en dar a conocer el mensaje evangélico y el valor de las creencias cristianas: Testificari Evangelium gratiæ Dei (Act., XX, 24). Es indispensable que, para cumplir debidamente su cometido, el sacerdote se apoye en un fondo doctrinal. Para predicar bien hay que ilustrar las inteligencias y conmover al mismo tiempo los corazones.

Para conseguirlo, debéis procurar alimentar vuestra alma con el manjar de la Sagrada Escritura. «Todo cuanto está escrito, para nuestra enseñanza fue escrito, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras estemos firmes en la esperanza» (Rom., XV, 4). Yo creo que para toda alma que busca a Dios sinceramente le basta con lo que enseñaron el Señor y los apóstoles. Si predicamos a Cristo, siempre será eficaz la inmensidad de sus gracias.

Se requiere, además, una sólida formación teológica para poder exponer las verdades reveladas guardando la fidelidad debida al lenguaje adoptado por la Iglesia.

A los sacerdotes jóvenes les aconsejo que, al menos durante los tres primeros años de su ministerio, se tomen el trabajo de escribir sus sermones.



«Insiste a tiempo y a destiempo». – San Pablo nos dice con estas palabras que el celo del ministro de Cristo no debe entibiarse nunca. Que siempre y en todas partes su conciencia le recuerde la misión que ha recibido. Pero, con todo, este ardor debe revestirse de moderación y de prudencia, de tal manera que en su acción cerca de las almas nunca falte el buen sentido. Y aún hay casos en que es menester esperar largos años antes de que llegue la hora de la gracia.



«Arguye, enseña». –No podemos quedar indiferentes ante las faltas morales y los errores doctrinales de nuestros fieles. Y llegará la ocasión de que tengamos que reprochar a nuestros cristianos su mala conducta y ponerles en guardia contra los peligros que corre su fe. Seamos diligentes en el cumplimiento de este deber, pero no seamos de los que, cuando suben al púlpito, no hacen otra cosa que demostrar su descontento y bramar contra todo el mundo. Creen equivocadamente que, con proceder de esta manera, anuncian el Evangelio, cuando la verdad es que les anima un celo lleno de amargura y desabrimiento. Y el Apóstol Santiago nos dice estas tremendas palabras: «La cólera del hombre no obra la justicia de Dios»: Ira enim viri justitiam Dei non operatur (I, 20). Los que así obran no pueden decir que practican el consejo del Apóstol, que nos advierte que debemos predicar in omni patientia.



«Exhorta». –El sacerdote deberá animar a sus fieles a la práctica del bien. No puedo detenerme aquí a exponer las diversas formas que puede revestir esta exhortación. Cada uno debe adaptarse a su auditorio. Pero notemos que las más de las veces la propia convicción del predicador será el argumento más eficaz para estimular a sus oyentes: Nos credimus, propter quod et loquimur (II Cor., IV, 13). Habrá ocasiones en que sea preciso que el sacerdote se dirija a su pueblo para instarle a que cambie de conducta, y es posible que una exhortación apremiante dé mejores frutos que una reprimenda, por muy merecida que sea. Y no faltan almas a las que únicamente se les puede llevar a Cristo por el camino de la bondad; recurramos entonces a su rectitud de corazón.

Si tal es la grandeza del ministerio de la palabra, fácilmente se comprenderá cuán lejos están de este ideal los que en la conversación ordinaria revelan su amargura y se muestran siempre más dispuestos a criticar que a estimular y a consolar. Hay sacerdotes celosos que se complacen en pintarlo todo de colores oscuros, a quienes nada ni nadie les deja satisfechos y no cesan de criticarlo todo, aunque se trate de los mismo superiores. No lo hacen por maldad, sino por una «extravagancia», por una manía que es preciso corregir. La caridad de Cristo es completamente opuesta a esta tendencia que pone en compromiso la influencia sobrenatural del sacerdocio. En la obra de la educación de los jóvenes, este espíritu de crítica estéril actúa como un disolvente, o perjudica al ardor y a la alegría que les es tan necesaria a los jóvenes para hacer frente a la vida.

Siempre ha habido reformas en las distintas épocas de la vida de la Iglesia. La relajación de la moral cristiana, los errores dogmáticos y las adaptaciones a las nuevas condiciones sociales las han hecho necesarias. Toda reorganización debe partir de la cabeza y no de los miembros. Estos pueden sugerir y solicitar que se adopte una nueva postura por estimar que así lo exigen las circunstancias; pero nunca deben tomar la iniciativa independientemente de la autoridad establecida.

Recordad lo que sucedió en el siglo XVI. Era evidente que la Iglesia necesitaba una reforma. Y Lutero, Zuinglio, Calvino y Melancton quisieron cambiarlo todo, sin que para ello hubieran recibido misión alguna. Estos innovadores no eran del todo perversos: así, por ejemplo, Melancton detestaba los excesos de Lutero, y su innegable lealtad merece nuestro respeto. Pero todo este movimiento provenía de abajo, y lo que hizo fue desgajar a pueblos enteros de la unidad de la Iglesia.

El Concilio de Trento fue quien realizó la verdadera reforma. Se hizo de arriba abajo, de la cabeza a los miembros. Así es como Dios la quería; y como se hizo bajo la inspiración del Espíritu Santo, produjo los mejores frutos.

Tanto en nuestras palabras como en nuestra conducta, debemos procurar dejar siempre a salvo «la unidad en la caridad». Todo lo que divida, bien sea a la Iglesia como a la diócesis, a la parroquia como a la comunidad, todo lo que disgregue la energía, debemos evitarlo como opuesto al verdadero celo que reclama nuestra condición de sacerdotes.



Permitidme que, antes de terminar, os recuerde un punto de capital importancia.

Nemo dat quod non habet. –El que no tiene vida interior no podrá ejercer en las almas una acción que sea fecunda. Nada podremos dar a los demás sino de lo que sobra a la plenitud de nuestra vida espiritual y de la firmeza de nuestra convicciones religiosas asimiladas en la oración y en la meditación: Contemplata aliis tradere, como dice hermosamente Santo Tomás [Summa Theol., II-II, q. 188, a. 6].

El día de vuestra ordenación, el obispo os dijo en nombre de Jesucristo; Jam non dicam vos servos… vos autem dixi amicos (Jo., XV, 15). Si sois verdaderamente «los amigos íntimos de Jesús», vuestra mayor felicidad debe consistir en aumentar el conocimiento y el amor de Cristo en cada alma rescatada con su sangre. La verdadera elocuencia es fruto de la verdad vivamente sentida y expresada. Si no hay profundas convicciones ni unión con Cristo, podrá hacerse mucha retórica que acariciará deleitosamente los oídos del auditorio e hinchará de vanidad al predicador; pero no se hará más que esto.

Y la razón es clara. Porque, para poder conmover a las almas, es preciso que estemos unidos a Aquél que es la fuente de todo bien y que trabajemos con absoluta dependencia de Él. Nunca se repetirá bastante que nosotros no somos otra cosa que causas instrumentales de la gracia. Y es bien sabido que la causa instrumental no obra sino en cuanto está unida a la causa principal: el pincel puede realizar maravillas, pero a condición de que lo maneje un artista. La santa Humanidad de Jesús estaba «siempre unida a la divinidad». Por eso, en lenguaje teológico se dice que es instrumentum conjunctum divinitati. Por el contrario, nosotros por nosotros mismos somos instrumenta non conjuncta. Esta es la razón de porqué debemos unirnos a Cristo por la fe y el amor, para que se digne obrar Él mismo por nuestro ministerio.

Nuestra misión es sobrenatural. Cuando encuentran un sacerdote completamente consagrado a su misión, los indiferentes y aún los enemigos de la religión se sienten obligados a venerarle. Mirad al Cura de Ars. Miles y miles de hombres de todas partes se sentían atraídos hacia él. Y todo porque era un santo. Dios lo eligió para hacernos ver hasta qué extremos puede extenderse la irradiación sobrenatural de un sacerdote que, olvidándose de sí mismo, vive enteramente del amor de Dios.

Recordemos, por último, que el acto más excelso de la caridad sacerdotal es la Misa bien dicha. Cuando celebra, el sacerdote no puede pensar exclusivamente en sí mismo, ya que lleva en su corazón la responsabilidad de las almas que le están confiadas. Que ruegue por sus ovejas, por las obras de celo que ha emprendido, por su parroquia, por su diócesis, por toda la Iglesia, y de este cáliz de bendición que él consagra se derramará sobre todas las almas, aún sobre las que están más alejadas, una oleada de gracias y de misericordias.

En el Calvario, Jesús cargó con nuestras angustias y nuestros dolores. Él era el buen Pastor que da la vida por todas sus ovejas.

Cuando el ministro de Cristo llega en el altar al momento de la ofrenda del cáliz, también él deberá abrazar, en un gesto de desbordante caridad, todas las múltiples necesidades de la humanidad entera: Offerimus tibi, Domine, calicem… ut pro nostra et totius mundi salute, cum odore suavitatis ascendat.