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V. -«Morir al pecado»

El Evangelio ha establecido claramente las dos condiciones fundamentales para la salvación, tanto para los sacerdotes como para los simples fieles: «el acto de fe y la recepción del bautismo»: Qui crediderit et baptizatus fuerit salvus erit (Mc., XVI, 16).

Después de haberos hablado de la fe, voy a tratar ahora de la gracia vital que nos comunica el bautismo. Esta gracia es como una semilla que tiende a crecer, y que todo bautizado debe desarrollar constantemente en el transcurso de su existencia.

He aquí cómo describe San Pablo con admirable profundidad la fuerza sobrenatural y secreta de los efectos del bautismo: «Con Él hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte, para que, como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom., VI, 4).

Estas palabras nos muestran, en una mirada de conjunto, cuáles son los elementos esenciales de nuestra santificación, y cuál es la orientación que debemos dar a los esfuerzos que hacemos para alcanzar la virtud.

El mismo Dios nos declara que sus caminos y sus designios no son los nuestros: «Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros caminos… Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros» (Is., LV, 8-9).

Para santificar al mundo, no ha elegido otro medio que aquel que San Pablo califica como «la locura de la cruz»: stultitia crucis (I Cor., I, 18). ¿Quién hubiera podido imaginarse jamás que para salvar a los hombres iba a ser necesario que el Hijo unigénito tuviera que someterse a los oprobios del Calvario y a la muerte de cruz? Con todo, lo que parecía una locura a los ojos de los hombres era precisamente el plan que había previsto la sabiduría divina: «eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios» (Ibid., 27).

La muerte y la resurrección de Jesucristo son las que han renovado el mundo y todo cristiano que quiera salvarse y santificarse debe participar espiritualmente del misterio de esta muerte y de esta vida resucitada. Toda la esencia de la perfección evangélica y sacerdotal consiste en la participación de este doble misterio.

1.- Necesidad de morir al pecado

El alma se une a Dios en la misma medida en que se le asemeja. Para que Dios la atraiga y la eleve es necesario que, en cierto modo, se identifique con ella. Por eso, cuando creó el alma de nuestros primeros padres, la hizo a su imagen y semejanza.

Según el plan divino, el hombre ocupa un lugar intermedio entre los ángeles, que son espíritus puros, y la materia corporal y esta destinado a reflejar las perfecciones de Dios con mucha mayor perfección que la creación material: «Le has hecho poco menos que los ángeles y le has coronado de gloria y de honor» (Ps., VIII, 6). En este himno, el salmista contempla con arrobamiento la obra divina tal como era en su primitiva belleza y dedica un canto a la gloria de Dios que se manifiesta en el universo: «¡Oh Yahvé, Señor nuestro, cuán magnífico es tu nombre en toda la tierra!» (Ibid., 1).

El pecado de Adán deshizo este plan tan grandioso. El pecado ha destruido en el hombre el esplendor de la imagen divina y lo ha hecho incapaz de volver a unirse con Dios.

Pero el Señor, en su infinita bondad, ha decidido reparar «maravillosamente» el mal producido por el pecado: Mirabilius reformasti. ¿Y cómo podría realizarse semejante reparación? Ya lo sabéis: por la venida de un nuevo Adán, que es Jesucristo, cuya gracia, llena de misericordia, nos hace hijos de Dios, conformes a su imagen y aptos para la unión divina: Et sicut in Adam omnes moriuntur, ita et in Christo omnes vivificabuntur (I Cor., XV, 22).

El bautismo es el medio sagrado establecido por Dios para lavar el alma de la mancha del pecado original y depositar en ella el germen de la vida sobrenatural. ¿Qué secreto poder tiene el sacramento para obrar semejante prodigio? El poder siempre activo de la muerte y de la resurrección de Jesucristo, que engendra en el alma un estado de muerte y un estado de vida que se derivan enteramente del mismo Jesucristo. Así como «era preciso que el Mesías padeciese y entrase en su gloria»: Oportuit pati Christum et ita intrare in gloriam suam (Lc., XXIV, 26), así también el cristiano debe asociarse espiritualmente a su muerte para poder recibir la vida divina.

De esta suerte, Cristo es a un tiempo el arquetipo y la fuente de nuestra santificación: «Si hemos sido injertados en Él por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección» (Rom., VI, 5).



¿Qué es lo que debemos entender por esta muerte que la gracia del bautismo inaugura en nosotros?

Debemos decir que pertenece, ante todo, al orden de la voluntad. Mediante la infusión de la gracia santificante y de la caridad, el bautismo orienta los afectos del alma hacia la posesión de Dios. Por el pecado original, el hombre se apartó radicalmente de Dios, que es su fin sobrenatural. El don de la caridad cambia y transforma esta disposición fundamental del alma, destruyendo el dominio que actualmente ejerce en ella el pecado y permitiéndole el acceso a la vida divina.

Es necesario observar, sin embargo, que no basta estar en gracia para quedar completamente muerto al triste poder de pecar. La gracia del bautismo no arranca de nuestra alma todas las malas raíces; de ellas proceden las que San Pablo llama «obras de carne»: Opera carnis (Gal., V, 19).

Tampoco el sacramento de la penitencia, aunque destruye el imperio actual del pecado, llega a producir en nosotros una muerte completa. Los afectos, los hábitos enraizados, las complacencias más o menos consentidas se unen a las inclinaciones de la naturaleza para mantener vivas en nuestra alma las fuentes del pecado.

La muerte al pecado, que empieza en la justificación bautismal y se sostiene por la virtud del sacramento de la penitencia, no llega a realizarse plenamente sino mediante nuestros esfuerzos personales apoyados en la gracia. Estos esfuerzos deben obrar en nuestra alma un alejamiento voluntario, cada vez más activo, de todo aquello que en nosotros suponga un obstáculo para la vida sobrenatural.

Esta idea de la absoluta necesidad de renunciar a cuanto entorpezca en nosotros la justicia de Dios se encuentra enunciada a cada paso en las Epístolas. Y lo que nos dice San Pedro a este respecto no es sino un eco de la doctrina de San Pablo: Ut peccatis mortui justitiæ vivamus (I Petr., II, 24). Y las palabras del uno y del otro son un comentario de las del divino Maestro: Nisi granum frumenti cadens in terram mortuum fuerit, ipsum solum manet (Jo., XII, 24-25).

Esta muerte es necesaria no como fin, sino como condición esencial de una vida nueva. Es indispensable que el grano de trigo muera en la tierra; pero, gracias a esta destrucción, brota de él una vida más bella, más perfecta y más fecunda.

Procuremos comprender bien el lenguaje de San Pablo.

La vida consiste en el poder de obrar por sí mismo. Decimos que un ser tiene vida cuando posee en sí mismo el principio de sus movimientos y cuando los ordena a su propia perfección. Por el contrario, si un ser ha perdido este poder, decimos que ha muerto. El Apóstol se complacía en emplear esta metáfora cuando hablaba del pecado y del imperio que en nosotros ejerce. El pecado, según él lo concibe, «vive» en nosotros cuando nos domina de tal manera, que se convierte en el principio de nuestras acciones: Non ergo regnet peccatum in vestro mortali corpore ut obediatis concupiscentiis ejus (Rom., VI, 12). Por consiguiente, cuando el pecado es el principio inspirador de nuestras actividades, su imperio se establece en nosotros: «somos siervos del pecado», qui facit peccatum, servus est peccati (Jo., VIII, 34), y como «nadie puede servir a dos señores» (Mt., VI, 24), al vivir en pecado, nos alejamos de Dios y «morimos para Él».

Por eso debemos tender al efecto contrario; es decir, a «morir al pecado» a fin de «vivir para Dios».

Nosotros practicamos voluntariamente esta muerte cuando nos oponemos al imperio que el pecado ejerce en nosotros y lo llegamos a quebrantar, hasta el punto de impedir que sea el móvil de nuestras acciones. A medida que rehúsa obedecer a las máximas del mundo, a las exigencias de la carne y a las sugestiones del demonio, el bautizado se va liberando gradualmente del pecado. De esta suerte, él «muere al pecado». A medida que esta liberación interior se consolida en el alma, permite que el cristiano se vaya sometiendo cada vez más a Cristo, a sus ejemplos, a su gracia y a su voluntad. Entonces es cuando Cristo se convierte en el principio que determina todas sus acciones, y su vida viene a ocupar el lugar que ocupaba el reino del pecado: «Haced cuenta de que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios, en Cristo Jesús»: Viventes Deo in Christo Jesu (Rom., VI, 11).



2.- Grados de la muerte al pecado

El primer grado lo constituye evidentemente la renuncia total al pecado mortal. Sin esta previa y categórica ruptura, es del todo imposible que la caridad divina pueda vivir en nosotros.

Se requiere, además, una decidida renuncia al pecado venial. Toda trasgresión deliberada de una ley divina, aún en materia leve, constituye una ofensa al Señor. Jamás debemos admitir bajo ningún pretexto semejante desorden en nuestra vida.

Como sabéis, los pecados veniales no destruyen la unión establecida por la gracia santificante, pero producen un daño incalculable al alma. Cada pecado venial supone una infidelidad al Padre celestial y entorpece las relaciones de amistad con el divino Maestro. Y estas relaciones son de la mayor importancia en la empresa de la santificación del sacerdote y para la fecundidad de su ministerio.

Cuando hablo de pecados veniales, me refiero a los que son completamente consentidos, porque muchas de nuestras faltas diarias son efecto de la inadvertencia y de la negligencia propias de la fragilidad humana, y por ello no suponen, por nuestra parte, una voluntad de ofender a Dios. Únicamente en el cielo gozaremos de la impecabilidad absoluta, que es un don excepcional mientras vivimos en la tierra, ya que, si exceptuamos a la Virgen Inmaculada, todos los santos están sujetos a algunas faltas de inadvertencia o de fragilidad.

Cuando los pecados veniales deliberados se multiplican, amortiguan el temor de ofender a Dios, disminuyen las fuerzas de resistencia y predisponen a pecar mortalmente. El que consiente en vivir en un estado habitual de infidelidad a la gracia y al cumplimiento de sus deberes, pone su alma en una condición de existencia que recibe el nombre de tibieza espiritual.

Este estado de tibieza comprende varios grados. Lo que caracteriza a este estado no es, como algunos piensan, la aridez interior y la falta de «devoción» en los ejercicios de piedad. Lo grave de esta situación es que el alma tibia se habitúa a su estado, se conforma con su deplorable situación, renuncia a todo esfuerzo para salir de ella y abandona toda aspiración de servir a Dios con plena y sincera fidelidad.

Si sucumbe a una falta grave, su negligencia habitual paraliza completamente su capacidad de regenerarse. Pero, con todo, el retorno a las prácticas habituales de vida sacerdotal, la aplicación al trabajo, a la lectura espiritual y principalmente a la oración, puede superar, contando con la ayuda de la gracia, todos los obstáculos.

Muy distinto es, a veces, el caso del que cae en un pecado mortal, pero no a consecuencia de su tibieza, sino por un arrebato pasajero. Porque suele suceder que su caída le lleva al pecador a comprender el estado de su conciencia y, lejos de descorazonarse, se arroja en brazos de la misericordia divina y la vergüenza y el arrepentimiento que experimenta hacen brotar en él un ardor generoso y una fidelidad renovada. Como nos enseña San Ambrosio, «el recuerdo de la falta cometida se convierte en un estímulo que provoca el esfuerzo y sostiene el impulso que le lleva hacia Dios»: Acriores ad currendum resurgunt, pudoris stimulo, majora reparantes certamina [De Apologia prophetæ David, 1. 1, c. 2, P. L., 14, col.854].

Debemos, pues, proseguir la tarea de extirpar el pecado hasta los últimos repliegues de nuestra alma, hasta las tendencias íntimas que nos inclinan a las faltas actuales. Estas viciosas inclinaciones son, principalmente, el orgullo, el egoísmo y la sensualidad. Estemos alerta para no dejarnos seducir por los movimientos interiores que nos sugieren; trabajemos por liberarnos del amor, del juicio y de la voluntad propias, de todas estas «manchas» que desfiguran nuestra alma e impiden que se asemeje a Jesucristo. Mientras no estemos decididos a combatir cualquier inclinación, que sabemos que es contraria a la voluntad de Dios, se podrá decir que el pecado «reina en nosotros» de alguna manera.

Tengamos sumo cuidado en no sofocar ni en lo más mínimo la gracia de nuestro bautismo. «Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo vivir todavía en él?»: Qui mortui sumus peccato, quomodo adhuc vivemus in illo? (Rom., VI, 2).

Voy a haceros tres consideraciones que nos animarán poderosamente en esta empresa de completa liberación.

Y es la primera que, de acuerdo con el plan de Dios, el tiempo es un factor con el que debemos contar. Es preciso que, no de una vez para siempre, sino cada día muramos a todo lo que desagrada a Dios. A estos repetidos actos de generosidad responden en nuestros corazones «estas ascensiones espirituales» de que nos habla el salmista: Ascensiones in corde suo disposuit (Ps., 83, 6). Dios no nos manda quemar las etapas. En el orden de la gracia como en el de la naturaleza, el crecimiento no es obra de un día. Cuando el labrador ha terminado la sementera, ¿no espera durante largos meses a que llegue la época de la cosecha? Sin que ello suponga disminución de nuestra fidelidad, debemos aprender en la vida espiritual a tener paciencia con nosotros mismos, a aguantar las embestidas, y sobre todo a guardar inalterable nuestra confianza. Como nos enseña el Apóstol, «a su tiempo cosecharemos, si no desfallecemos»: Tempore suo metemus, non deficientes (Gal., VI, 9).

Y esto es tanto más cierto cuanto que no estamos solos en la lucha, sino que podemos contar con la ayuda de Aquel que nos ha llamado. San Pablo nos da la garantía de esta seguridad: «Con Cristo hemos sido sepultados»: Consepulti sumus cum Christo (Rom., VI, 4). Nuestra muerte mística no puede realizarse sino en unión con Cristo y en virtud de su poder. Su pasión y su muerte nos han merecido todas las gracias que necesitamos para morir a la carne, al mundo y a nosotros mismos. Nuestra Misa y nuestra comunión de cada día nos hacen participar abundantemente de estas gracias.

Considerad, además, qué felicidad supone para un corazón sacerdotal el no tener que experimentar la tiranía del pecado, el verse libre de la sujeción del interés y del amor propio, el estar al abrigo de las seducciones y de las ilusiones del mundo. ¡Cuánto ayuda ello al sacerdote para corresponder dignamente a su vocación sublime! Cuanto más completa sea esta muerte, más se abrirá su alma a la acción de la gracia y más bendecido será su ministerio.

No comerciemos con el Señor. Si nos exige un sacrificio, aunque sea el de la sangre de nuestro corazón, respondámosle como Abrahán: Adsum: «Heme aquí, Señor». Digámosle esta plegaria: Oh Jesús mío, «que el pecado no me domine» ni mucho ni poco: Non regnet in corde meo peccatum (Rom., VI, 12). Y añadamos: «Reinad en mi vida, ¡oh Jesús!... Dignaos, Señor, dirigir y santificar en este día nuestros corazones y nuestros cuerpos…, de acuerdo con vuestra ley» [Oficio de Prima]. Así es como empezarán a cumplirse y tener realidad en nosotros las palabras de San Pablo: «Estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios»: Mortui enim estis et vita vestra abscondita est cum Christo in Deo (Col., III, 3).



3.- La gravedad del pecado

Hay almas que han llegado a las cimas más encumbradas de la santidad. Por eso alabamos a Dios, que es «admirable en sus santos»: Mirabilis Deus in sanctis suis (Ps., 67, 36).

Por el contrario, se da el caso de almas que se han hundido en el abismo del pecado, aunque este caso, no es tan frecuente. ¿Cuál es la razón principal de estas caídas? Esto se debe a que las almas que han llegado a sucumbir no habían cimentado su ascensión hacia Dios en una verdadera muerte al pecado. Una elevación sobrenatural privilegiada exigía de ellos una renuncia más completa.

Estas defecciones no se producen de repente, sino que suponen previamente lamentables negligencias de los medios de santificación, «ocasiones» consentidas, complacencias no rechazadas… Antes que el edificio se desplome, las grietas han ido cuarteando sus paredes.

Para reafirmar la solidez de los cimientos de nuestro edificio espiritual, vamos a meditar, en primer lugar, en el desorden y en la enormidad que supone el pecado en sí mismo considerado; y a continuación, haremos algunas reflexiones sobre nuestras postrimerías, ya que la meditación de estas verdades transcendentales es uno de los medios más eficaces de que disponemos para vencer nuestras malas inclinaciones.

El pecado es «el mal de Dios»: Malum Dei. Somos completamente incapaces de formarnos una idea cabal de la gravedad que encierra una ofensa inferida a Dios. Por esto, exclama el salmista: «Quién será capaz de conocer el pecado?»: Delicta quis intelligit (Ps., 18, 13).

En el foco infinito de su luz, Dios se ve a sí mismo como digno de un amor y de una sumisión absoluta. Como es la santidad sustancial, todo lo quiere ordenar a su gloria. Y lo quiere con una fidelidad inmutable, porque en esto consiste precisamente el orden esencial. Además, por efecto de un amor sin límites, Dios hace donación de sí mismo en la encarnación, en la Eucaristía y en el cielo. Son tan grandes su bondad, su belleza y su esplendor, que, si llegáramos a ver a Dios en este mundo, su vista nos produciría la muerte.

Y con ser esto así, cuando el hombre comete un pecado se resuelve, en cuanto está de su parte, contra la soberanía de Dios y se niega a reconocer su dependencia, a obedecerle y a tender hacia Él como a su último fin. Con esta actitud infiere un ultraje a la santidad infinita y ofende al mismo Dios.

Tened bien presente que todo pecado, aún el venial si es deliberado, supone una comparación y una preferencia, al menos implícita. Se pone en tela de juicio a Dios y su voluntad por una parte y por la otra un placer quizás rastrero (el triunfo del amor propio, el odio, la satisfacción de una pasión), y se da preferencia a esta satisfacción pasajera, menospreciando a la eterna bondad. Como los judíos parangonaron ante Pilato a Jesús con Barrabás, así también el pecador, siguiendo el ejemplo de aquéllos, exclama, si no con los labios, sí al menos con su conducta: Non hunc, sed Barabbam (Jo., XVIII, 40). Es cierto que el pecado venial no tiene la gravedad del pecado mortal, puesto que no llega a quebrantar la amistad de Dios. Pero aún el pecado venial supone siempre una «elección» y esta elección viola una ley divina e infiere una ofensa a Dios.

El pecado es, pues, realmente un mal de Dios, no en cuanto que puede causar al Señor perjuicio alguno, sino en cuanto que es una injuria hecha a su suprema Majestad y un atentado cometido contra su soberano dominio.

Tanta es la gravedad de esta injuria y tan real esta ofensa, que, para expiarlas, el Padre «no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros»: Proprio Filio suo non pepercit Deus, sed pro nobis omnibus tradidit illum (Rom., VIII, 32).

Al pie de la cruz es donde mejor podemos entrever la gravedad del pecado. Contemplad, en unión de María, de Juan y de la Magdalena, a este Dios paciente. ¿Por qué muere entre esos atroces tormentos? «Por borrar las iniquidades del mundo»: Traditus est propter delicta nostra (Ibid, IV, 25). El crucifijo es la más auténtica revelación del pecado. Al contemplarlo, puede decir cada uno: «¡He aquí mi obra, esto es lo que he hecho…, he ofendido a Dios!».

El pecado es también el gran mal, el único mal del hombre. ¿Qué es lo que hace el hombre cuando con advertencia plena y libre determinación de su voluntad comete un pecado grave? Renuncia a los bienes eternos que el Padre le tenía reservados. A ejemplo de Esaú, abandona una herencia de un valor infinito por un plato de lentejas. Somos herederos del cielo, porque hemos sido adoptados en Cristo. Ninguna criatura, por eminente que sea, tiene derecho a gozar de la felicidad divina, que a Dios solamente le pertenece en virtud de su naturaleza. Por la gracia santificante, el Señor nos ha dado el derecho de poder llegar un día a participar de esta misma felicidad. Por eso, nunca jamás podremos comprender todo el valor de este tesoro que es la gracia.

Pero el pecado no solamente hace que la perdamos, sino que nos convierte en objeto de la repulsión divina. ¡Ser rechazados por un Dios de bondad infinita! Este pensamiento constituye, a mi parecer, uno de los motivos más eficaces para detestar el pecado. Dios, que no puede equivocarse en sus juicios ni se deja llevar de ninguna exageración, que se muestra siempre más inclinado a usar de su misericordia que a ejercitar su justicia, condena a una reprobación eterna al hombre a quien había creado para hacerle feliz. Creo que ésta es la mejor demostración de que el desorden del pecado supera a cuanto pudiéramos imaginarnos. Los criterios de Dios siempre se ajustan a la verdad. Y si la misericordia divina siempre está dispuesta a acoger al pecador, nunca cambia la postura que el mismo Dios adopta respecto del pecado: lo detesta, como nos lo atestigua el Evangelio.

Todas estas consideraciones revisten una gravedad extrema cuando el pecado establece su imperio en una conciencia sacerdotal. El endurecimiento del corazón, la ceguera del espíritu y la pérdida progresiva de la fe son ordinariamente las terribles consecuencias de las infidelidades prolongadas del ministro de Cristo. Hace algún tiempo, un sacerdote descarriado se encontraba a las puertas de la muerte. Durante su vida había abusado muchísimo de la gracia. Junto a la cabecera de su cama, un amigo suyo pretendía despertar en el moribundo la esperanza del perdón y le hablaba de la omnipotencia redentora de la sangre de Jesucristo. El desgraciado le contesto con estas palabras, que revelaban su desesperación: «Cuando yo celebraba la Misa, yo bebía esa sangre… y ningún bien me reportó. ¿Creéis que ahora me podrá salvar?»

A veces nos encontramos con almas que nunca han ofendido a Dios gravemente y en ellas se advierte una especie de temor instintivo de ofender a Dios, hasta el punto de que basta el pensamiento del pecado para hacerles temblar.

Tengamos un cuidado exquisito en mantener en nosotros una santa aversión a todo mal, aún al del menor pecado venial deliberado. Si llegáramos a la triste situación de sentir que nuestra alma va perdiendo este santo temor de ofender a Dios, esforcémonos en reemprender fervorosamente nuestras prácticas de piedad y en renovar la disposición interior que corresponde a nuestra sublime vocación.

4.- La muerte, castigo divino del pecado

Durante el siglo XVII, el quietismo hizo que una parte de la porción más selecta del cristianismo abandonara la meditación de las postrimerías del hombre. Sin duda que su consideración inquieta el espíritu, y turba la serenidad y la indolencia de ciertas almas. Pero lo cierto es que, a pesar de ello, toda la espiritualidad antigua, y señaladamente la de San Benito, recomienda vivamente que tengamos siempre ante nuestros ojos la consideración de estas verdades. El patriarca de los monjes nos dice: «Temed el día del juicio. Tened terror del infierno. Desead la vida eterna con todo el ardor de vuestra alma. Tened presente ante vuestros ojos todos los días la amenaza de la muerte» [Regla, cap. IV].

Esta espiritualidad de nuestros padres es sólida y seria, y produce en nuestro corazón un saludable temor y reverencia ante la santidad de Dios, estimulando al alma a mantenerse alejada del pecado, rechazando toda componenda con él.

Ante todo, ¡qué influjo tan bienhechor ejerce el pensamiento de la muerte en toda la vida!

La perspectiva de la muerte mantiene al hombre en la verdad, convenciéndole por anticipado del nulo valor de las cosas y del valor absoluto de Dios. Me hallaba cierto día junto a la cabecera del lecho de un hermano en religión, tan fiel observante de la Regla como alegre humorista, cuando de repente me dijo: «La eternidad es algo terrible». Y añadió: «Padre, si hacéis algo que no sea por Dios, perdéis miserablemente el tiempo. Lo único que vale es Dios y lo que por Él hacemos. Todo lo demás no son sino bagatelas, bagatelas, bagatelas».

Para ayudaros a meditar en la muerte, os voy a ofrecer tres puntos de consideración que os serán de gran provecho: para todos y cada uno de nosotros la muerte es una realidad inevitable, –su hora es imprevisible,­– la separación del mundo, definitiva.

La muerte es segura, como que es el castigo divino del pecador. «Así, pues, como por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, que pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado…» (Rom., V, 12). «A los hombres les está establecido morir una vez» (Hebr., IX, 27). Esta es una verdad que no falla. Nada nos puede arrancar de los brazos de la muerte: ni la riqueza, ni el amor, ni la ciencia, ni las medicinas. Cuando llega la hora, no hay criatura que pueda interponerse entre Dios y el alma. Y esta hora se aproxima de día en día.

Nadie puede predecir el instante exacto en que sobrevendrá la muerte. Es el mismo Jesucristo quien nos lo advierte: «Vendré como un ladrón…, a la mitad de la noche…, a la hora que menos penséis» (Mt., XXIV, 43-44). Dios ha revelado en contadas ocasiones a algunos grandes santos el momento de su partida de este mundo; pero nosotros desconocemos esta hora hasta que llegue el fin de nuestra carrera. El demonio tiende a los sacerdotes una trampa, cuando les induce a creer, aunque sean ancianos o estén gravemente enfermos, que aún está muy lejano el momento de pasar a la eternidad. En más de una diócesis, se conoce el caso de este o de aquel sacerdote que, aún siendo virtuosos y estando llenos de méritos, fueron víctimas de su obstinación y murieron sin recibir los últimos sacramentos. Tomemos la firme resolución de mostrar nuestro agradecimiento a los que nos hagan la caridad de advertirnos a tiempo, y de aceptar su consejo. ¿No es, acaso, una fuente de paz y de tranquilidad la piadosa recepción de los últimos auxilios espirituales de la Iglesia?

Para cada uno de nosotros, la muerte es una partida definitiva. Cuando se acerca la hora fatal, se efectúa una separación completa entre el alma y las cosas de aquí abajo. Uno a uno se van cerrando todos los caminos que por medio de los sentidos nos ponían en contacto con el mundo exterior y la conciencia se encuentra a solas con Dios. Ninguno de los amigos que abandonamos puede prestarnos su ayuda en esta soledad absoluta.

Con todo, la amargura de la muerte no proviene tanto de la obligada separación de los seres queridos cuanto de la angustia de entrar en un mundo enteramente desconocido, donde las únicas realidades que cuentan son precisamente aquellas de que no hemos tenido experiencia durante la vida presente.

En fin, si la muerte nos parece tan terrible es porque después de ella viene el juicio: Post hoc autem judicium (Hebr., IX, 27). El juicio que Dios hará de la conducta observada por cada uno constituye, para todo hombre que tiene fe y reflexiona en ello, una perspectiva terrible que, a veces, nos llena de espanto. Una vez que el hombre haya exhalado su último suspiro, se encontrará en presencia de su Juez para rendirle cuentas de sus pensamientos, de sus palabras, de sus obras, y sobre todo del uso que ha hecho de las gracias recibidas.

Más que ningún otro deberá el sacerdote temer este juicio, a causa de la importancia de su misión sagrada y de las responsabilidades inherentes a su cargo. Cuanto mayores sean los dones recibidos, más estrecha será la cuenta que se exija.

Todos sabemos de casos de hermanos nuestros a quienes la muerte les ha sorprendido repentinamente mientras dormían. Permitidme, pues, que os haga una advertencia apremiante: ninguna noche os entreguéis al sueño sin tener antes la convicción íntima de que os halláis en estado de comparecer ante Dios. Acordaos de que, si la muerte os llegara esta misma noche, el supremo Juez emitiría su fallo definitivo, ante el cual no cabe apelación alguna, sobre vuestra conducta y sobre toda vuestra vida.

Si algo nos importa, es que este supremo Juez sea nuestro amigo. Jesús es el amigo leal y fiel, que nunca nos abandonará. Procurad que lo sea durante toda vuestra vida, para que lo sea también en el momento de la muerte: «Aunque hubiera de pasar por un valle tenebroso y oscuro, no temería mal alguno, porque Tú estás conmigo»: Etsi ambulavero in medio umbræ mortis non timebo mala, quonian tu mecum es (Ps., 22, 4).



5.- La pena eterna del pecado

Escuchemos a Jesús. A todo lo largo de su predicación nos habla del infierno, no exclusiva ni preferentemente, pero sí con frecuencia y con una claridad que no deja lugar a dudas: «Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo; mejor te es entrar tuerto en el reino de Dios, que con dos ojos ser arrojado en la gehenna, donde ni el gusano muere ni el fuego se apaga» (Mc., IX, 47). Después del juicio final, los malos «irán al suplicio eterno y los justos a la vida eterna» (Mt., XXV, 46).

¿Por qué nuestro divino Maestro habla del infierno con una claridad tan diáfana? Porque Él es la misma verdad. Su alma contemplaba la majestad inmensa del Padre, su infinita santidad, y conocía perfectamente las exigencias de su justicia que no puede menos de reprobar el mal: «Temed al que, después de haber dado la muerte, tiene poder para echar en la gehenna» (Lc., XII, 5).

Es digno de notarse que Jesús hizo esta recomendación a sus discípulos preferidos, «a causa del amor que les profesa»: Dico vobis amicis meis (Ibid., 4). Precisamente porque los apóstoles son «sus amigos» y sus familiares es por lo que les advierte en términos tan graves. Su deseo más ardiente es que se vean libres de los espantosos rigores de la justicia divina. Amicis meis: a este mismo título deberemos nosotros escuchar a Jesús, cuando su amor le impulsa a ponernos en guardia contra el pecado y los castigos que comporta.

No quiero decir con esto que la fe en las penas eternas debe constituir el móvil ordinario de nuestras acciones, ya que, como sabemos, el amor es lo que debe animarnos y estimularnos en el camino de la perfección. Pero también es verdad que esta arraigada creencia nos será de gran utilidad en el curso de nuestra vida y sobre todo en los momentos de tentación y de lucha, que todos podemos experimentar. En esas circunstancias de inquietud y de turbación, en que parece que la pasión lo oscurece todo, la voluntad se encuentra a veces a punto de capitular. En semejantes ocasiones, el pensamiento de la eternidad es quizás el más eficaz remedio para preservarnos de las caídas.

No pretendo pintar ante vuestra imaginación un cuadro de las penas físicas del infierno. Quiero solamente recordaros la doctrina de la fe y de la teología acerca del padecimiento fundamental de esta morada de desesperación.

Debemos entender esta exposición que os voy a hacer sin perder nunca de vista la doctrina de la Iglesia acerca de las siguientes verdades: Dios no predestina a nadie a la reprobación; –Jesucristo ha muerto para redimir a todos los hombres; –a nadie se le niegan las gracias necesarias para su salvación; ­–la condenación no es obra de Dios, sino del hombre que obstinadamente se resiste a acatar la ley divina y prefiere apartarse definitivamente de Dios que someterse a Él confiada y amorosamente. Afirmar que Dios, que es la misma equidad, puede condenar a un alma sin haber merecido semejante reprobación, constituye una horrible blasfemia. A la luz de estas verdades comprenderemos mejor la parte de responsabilidad personal que alcanza al hombre en su condenación.

Podemos distinguir en el pecado dos elementos: una aversión respecto a su Creador y una adhesión a las criaturas: Aversio a Deo et conversio ad creaturam. Cuando el hombre, a pesar de todas las gracias, se obstina, a la hora de su muerte, en oponerse voluntariamente a su Señor, éste, a su vez, le desampara. Entonces, el alma, abandonada a sí misma y «separada de Dios, experimenta la indecible pena de daño»: Separatio a Deo et dolor inde proveniens.

Refiriéndose al cielo, ha escrito San Pablo que: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre, lo que Dios ha preparado para los que le aman» (I Cor., II, 9). Pues igualmente debemos reconocer que tampoco podemos formarnos una idea cabal de los tormentos de esta prisión eterna que es el infierno. Para poder comprenderlo, sería necesario conocer el bien supremo que constituye la posesión de Dios, y haber experimentado también la angustia indecible de una existencia separada para siempre de su fin bienaventurado, sin un rayo de esperanza que la ilumine.

La pena esencial del infierno consiste en ser rechazado por Dios: «Apartaos de mi, malditos»: Recedite a me, maledicti (Mt., XXV, 41).

Todos los hombres experimentamos una inmensa necesidad de alcanzar la felicidad: la inteligencia, la voluntad y todos los resortes de nuestra naturaleza buscan con anhelo su satisfacción. Mientras vivimos aquí abajo, esta sed de felicidad se calma o se sacia de alguna manera con los bienes terrenales que nos rodean, consiguiéndose así la felicidad imperfecta y relativa de esta vida. Nuestra existencia cuenta con suficientes satisfacciones para hacerse tolerable; pero, con todo, en el fondo de nuestro ser alienta constantemente el imperioso deseo de lo infinito. San Agustín lo expresa en términos magistrales: «Nos criasteis, Señor, para Vos, y nuestro corazón anda siempre desasosegado hasta que descanse en Vos»: Fecisti nos ad te, Deus, et irrequietum est cor nostrum donec requiescat in te [Confesiones, I, 1. P. L., 32, col. 661].

Una vez que hemos llegado al término de nuestra vida y entramos en la eternidad, aparece en su inmutable necesidad la absoluta realidad de Dios, único fin del hombre, al tiempo que se echa de ver la nada de todo lo que no es Dios. El alma se siente atenazada por una sed insaciable de dicha y se lanza impetuosamente hacia la felicidad que ha perdido para siempre.

Además, el condenado continúa obstinado en su rebelión contra Dios y esta obstinación le arrebata todo cuanto de bondad moral había en él. Aún en el más degenerado de los hombres, siempre queda alguna tendencia honesta, algún recurso del que puede echar mano para regenerarse, arrepentirse y emprender una vida nueva. Pero el corazón del condenado es la mansión del odio. Su voluntad, definitivamente empedernida en el mal, se vuelve, al igual que la de los demonios, esencialmente perversa. Odia a Dios, odia a sus semejantes y se odia a sí mismo. Jamás albergará en su alma un sentimiento de piedad o un pensamiento de amor.

Así como en Dios y en sus santos reina la caridad, así en él triunfa el espíritu de rebelión. No es Dios el que condena, comprendámoslo bien; es el mismo condenado quien, por haber elegido definitivamente la insumisión, se obstinará por toda la eternidad en esta impotente resistencia a su Creador.

El condenado se siente desgarrado por dos fuerzas opuestas. Por una parte, su naturaleza tiende con una pasión irresistible hacia Dios, que es el fin supremo para el que ha sido creado; y por la otra, su voluntad, que ha adoptado para siempre una actitud de oposición, rechaza a Dios, le blasfema y se complace en esta aversión.

¿Quién podrá expresar el suplicio que comporta esta desesperación? La conversio ad creaturam le hace palpar únicamente el vacío absoluto de su alma despojada del amor y privada para siempre de su bien supremo. Su misma rebelión interior constituye su infierno.

Cuando, a veces, en el silencio del claustro, a solas con Dios y de cara a la eternidad, pienso en esta separación del Bien infinito, en esta maldición fulminante que lo mismo los sacerdotes que los demás hombres pueden merecer que se les dirija: «Apartaos de mí, malditos» (Mt., XXV, 41), me persuado de que más vale aceptar todos los sufrimientos y desprecios del mundo que correr el riesgo de sufrir semejante tormento; y de que, como apóstoles de Cristo, debemos consagrar totalmente nuestros talentos, nuestras fuerzas y nuestro celo a salvar a los pobres ciegos que se precipitan por estos caminos de la desgracia eterna.

Aún hay otro aspecto de las penas del infierno cuyo recuerdo debe impresionarnos: el condenado está enteramente sujeto al poder de los demonios. La naturaleza absolutamente simple de estos espíritus se ha viciado irrevocablemente. Son esencialmente perversos, y su única ocupación consiste en odiar y dañar. A pesar de que su poder en el mundo está todavía encadenado, con todo, la Sagrada Escritura los describe como seres temibles, «como leones rugientes que andan rondando y buscan a quien devorar»: Tamquam leo rugiens quærens quem devoret (I Petr., V, 8).

Pero en el infierno, donde el condenado, abandonado por Dios, está completamente entregado a su poder, «en las tinieblas exteriores»: in tenebras exteriores, los demonios se mueven libremente. Se arrojan sobre su presa, oprimiéndola sin piedad y causándole tormentos indecibles.

Su implacable furor se ceba especialmente en el cristiano, porque en él ven la imagen del Hombre-Dios. Pero si el condenado es un sacerdote, sus tormentos se agudizan mucho más de cuanto podemos imaginarnos, porque, en el sacerdote, Satanás ve a aquel mismo que en otro tiempo tenía, en nombre de Jesucristo, la misión de contrarrestar su reinado entre los hombres. Entonces estaba obligado a respetarle por el carácter sacerdotal que llevaba grabado en su alma. Pero ahora que el sacerdote está caído, abandonado de Dios y privado de todo poder, el demonio hace de él su juguete preferido. El solo pensamiento de ser entregado de esta manera, sin protección alguna y por toda la eternidad a la rabia del demonio, debiera bastar para helarnos de espanto.

Desde lo más profundo de mi corazón, os grito en nombre de Jesucristo: Vigilate!...

No nos hagamos ilusiones: lo mismo nosotros que cada una de las almas que nos están confiadas, podemos condenarnos. Fijaos en la conducta que la Iglesia, dirigida por el Espíritu Santo, observa en las fórmulas de su oración oficial, donde nos manda que pidamos a Dios la gracia suprema de «vernos libres de la condenación eterna». Así, por ejemplo, en las letanías solemnes de los santos. Y señaladamente a nosotros los sacerdotes en el momento más augusto del santo sacrificio nos hace repetir la misma súplica: ab æterna damnatione nos eripi. Y quiere que a la hora de comulgar pidamos a Jesucristo que «nunca nos separemos de Él»: a te nunquam separari permittas.

Desechemos, pues, toda negligencia e imprudencia. «Así, pues, el que cree estar en pie, mire no caiga» (I Cor., X, 12). ¿No nos habla el mismo Apóstol del «terror» que se apodera del alma pecadora cuando, a la hora de la muerte, cae «en las manos del Dios vivo»: Horrendum est…? (Hebr., X, 31). Por eso dice de sí mismo: «Castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo sido heraldo para los otros, resulte yo descalificado» (I Cor., IX, 27). Desechemos también toda presunción. ¿No es cierto que pocas horas después de su ordenación el mismo Pedro, que había prometido a Jesús no abandonarle por nada, escuchó de sus labios estas palabras: «Velad y orad, para que no caigáis en la tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es flaca»? (Mt., XXVI, 41).

Una gracia extraordinaria es la de sentir el terror de la condenación. Cuenta la gran Santa Teresa que un día, estando en oración, se sintió transportada al infierno: «Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían aparejado y yo merecido por mis pecados… Yo quedé tan espantada, y aún lo estoy ahora escribiéndolo, con que ha casi seis años, y es así que me parece el calor natural me falta de temor aquí adonde estoy… Y así, torno a decir, que fue una de las mayores mercedes que el Señor me ha hecho, porque me ha aprovechado muy mucho» [Santa Teresa de Jesús. Vida, cap. XXXII]. Su celo por la salvación de los pecadores, su paciencia para sobrellevar las mayores tribulaciones, su agradecimiento a Dios, que la ha «liberado», y su fidelidad en el servicio del Señor, son otros tantos frutos preciosos que la santa atribuye a esta visión.

También para nosotros constituye una de las gracias más saludables el tener una fe viva en la eternidad de las penas. Ella inspira al sacerdote –para decirlo con una expresión de la santa: «ímpetus grandes»– para arrancar las almas del abismo del infierno. Este celo le es necesario al ministro de Cristo. Encargado como está de las almas por las que Cristo ha derramado toda su sangre, ¿no se sentirá obligado a responder ante Dios de cada una de ellas?