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Este título, tomado de una expresión que aparece en la liturgia (cf. Plegaria Eucarística I), indica la importancia de la figura de Abraham no sólo para el pueblo de Israel, sino también para nosotros cristianos.
Después de la llamada «prehistoria bíblica» (Gen 1-11), el capítulo 12 del Génesis marca un nuevo inicio: tras presentar cómo el pecado se difundía produciendo la división de los hombres, el libro del Génesis nos muestra cómo Dios toma la iniciativa de la salvación irrumpiendo en la historia de los hombres, y lo hace eligiendo a un hombre, Abraham, en el cual «serán bendecidas todas las familias de la tierra» (Gen 12, 3).
1.- Trasfondo histórico
Las narraciones sobre Abraham y los patriarcas que nos recoge la Biblia fueron puestas por escrito varios siglos después de los sucesos. Mientras tanto fueron transmitidas oralmente (hay que notar que nos encontramos en una época de cultura oral en que se ejercitaba notablemente la memoria). No podemos pedir a estos textos la exactitud de una crónica (con el paso del tiempo quizá se han añadido detalles pintorescos o imaginativos, se han idealizado personajes...); sin embargo, podemos asegurar que la sustancia que nos transmiten está sólidamente garantizada y que las tradiciones patriarcales están firmemente enraizadas en la historia.
De hecho, se sabe que los nombres usados en la Biblia eran normales en ese período, que las costumbres que nos refieren coinciden con las que conocemos por otros documentos extrabíblicos (y la Biblia los conserva aunque ya no sean los de la época en que se ponen por escrito e incluso algunas resulten escandalosas), que el itinerario recorrido por los patriarcas según la Biblia era el normal en aquel periodo y que sus modos de vida corresponden al de otros muchos clanes de ese tiempo.
Abraham se inserta en las corrientes migratorias de los primeros siglos del 2º milenio a.C. Aunque es difícil precisar mucho, se le suele situar hacia el año 1850 a.C. Abraham es un seminómada que sale de Ur, en Caldea, y se instala en Canaán; pastor de ganado menor, es uno más entre los innumerables jefes de las tribus que emigran buscando pastos para sus ganados. La Biblia no nos cuenta muchos detalles de él que quizá hubieran halagado nuestra curiosidad, sino que se centra en la llamada que Dios le dirigió, en la promesa que le hizo y en su respuesta obediente cumpliendo la misión encomendada.
2.- Mensaje religioso
Ante todo conviene notar cómo los textos del Génesis subrayan la importancia de la figura de Abraham: lo hacen mencionando su genealogía (Gén. 11, 10-26), cosa que normalmente sólo sucede con los grandes personajes (cfr. la genealogía de Jesús en Mt. 1), y mostrando cómo Dios le cambia el nombre (Gén. 17,5), lo cual es signo de que le va a encomendar una misión excepcional (cfr. en el N.T. el cambio de nombre a Pedro: Mt 16,18).
Pues bien he aquí las principales enseñanzas que la Biblia nos revela en la historia de Abraham:
a) Dios llama y promete.
La iniciativa es exclusivamente suya, elige a quien quiere con absoluta libertad, sin tener en cuenta los méritos previos (Abraham era idólatra: Jos 24, 2-3; después elegirá a Isaac y no a Ismael: Gén 17, 15-22, a Jacob y no a Esaú: Gén 25, 23). Es una llamada que reclama obediencia, renuncia, expropiación: «Sal de tu tierra, de tu patria, de la casa de tu padre» (Gén. 12,1), para ponerse enteramente a disposición de los planes de Dios.
Pero la renuncia está en función de lo que Dios le promete. Si Dios exige tanto a Abraham -tierra, parentela y familia son los bienes máximos para un hombre de cultura seminómada- es porque le promete mucho más: «De tí haré una nación grande... Engrandeceré tu nombre... Por tí se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gén 12, 2-3). Le pide que abandone los estrechos límites de lo conocido para que se lance -fiado en Dios que llama y promete- a los anchos horizontes de lo desconocido.
Sin embargo, la promesa de Dios parece irrealizable: se le promete una descendencia innumerable cuando su mujer es estéril (Gén. 11, 30; 16, 1-2) y él mismo es anciano (Gén. 17, 17; 18,12). Por eso Dios mismo da a Abraham un signo de su omnipotencia (Gén. 15,5) e incluso afirma explícitamente: «¿Hay algo imposible para Yahveh?» (Gén. 18,14). Más aún, Dios se compromete en firme sellando una alianza con Abraham (Gén. 15, 7-21).
El desarrollo posterior del relato mostrará cómo, en efecto, Dios cumple su promesa con el nacimiento de Isaac. Y en cuanto al otro aspecto de la promesa -el don de la tierra: Gén. 15,7-, dirigida en realidad a su descendencia (Gén. 12,7), también Abraham llegará a poseer al menos una prenda de ella al adquirir la finca de Macpelá (Gén. 23)
b) Abraham obedece y se fía.
Al Dios que llama, Abraham responde obedeciendo, al Dios que promete responde con un acto de fe.
Llama profundamente la atención cómo reacciona ante la llamada de Dios; en Gén. 12,4 dice simplemente: «Marchó, pues, Abraham, como se lo había dicho Yahveh»; no media ningún diálogo, no solicita ninguna aclaración, no pone ninguna objeción; simplemente obedece. Y este acto de obediencia es a la vez un acto de fe, pues Dios no le había dado ninguna prueba; incluso el futuro queda en buena parte en la oscuridad de lo imprevisible: «vete ... a la tierra que yo te mostraré» (Gén. 12,1). Abraham simplemente se fía de la palabra de Yahveh y se pone en camino. La carta a los Hebreos comentará, refiriéndose a este hecho: «Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Heb. 11,8).
Más adelante se subrayará más explícitamente esta actitud de fe. Ante la promesa de Dios de una descendencia innumerable, que es humanamente irrealizable porque él es anciano y su mujer estéril, Abraham hace un nuevo acto de fe, se fía de Dios y de su palabra (Gén. 15,6). Es verdad que en un primer momento no acierta a entender que Dios puede realizar acciones milagrosas suscitando la vida en el seno estéril de Sara, y por eso piensa que la promesa de Dios se realizará teniendo un hijo de la esclava (Gén. 16); pero poco a poco Dios mismo va educando a Abraham hacia una fe más plena e incondicional en su poder.
El momento culminante de esta «educación en la fe» de Abraham por parte de Dios es cuando Dios le pide que le sacrifique su hijo. Por fin ha nacido el heredero a través del cual se van a realizar las promesas y sin embargo Dios le pide que se lo ofrezca en sacrificio (Gén. 22). Dura prueba para este hombre que una vez más en silencio y sin oponer ninguna resistencia -aun en medio de la más completa oscuridad- se fía de Yahveh y obedece ciegamente. Dios, que le había pedido el sacrificio del corazón, rehusa el sacrificio de hecho, y en pago de esta fe y de esta obediencia colma de bendiciones a Abraham. La carta a los Hebreos comentará: «Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda ... Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos» (Heb. 11,17-19). Es la fe desnuda, despojada de todo apoyo o seguridad humana, colgada sólo de Dios y de su palabra.
c) Abraham, amigo de Dios.
En Gén. 15,6 se nos dice de Abraham que «creyó a Yahveh, el cual se lo reputó por justicia». Esta fe absoluta e incondicional de Abraham hace de él un «hombre justo», es decir, que está en una relación justa, adecuada, correcta con Dios; esta actitud le agrada a Dios, que al hombre creyente le admite en su intimidad, estableciendo con él un trato cordial. Así aparece en la teofanía de Mambré (Gén. 18, 1-15), ese pasaje precioso aunque misterioso en que Yahveh mismo, acompañado de dos ángeles, visita a Abraham en su tienda y come con él; Abraham, por su parte, les acoge con extrema hospitalidad (notar que para un semita el comer juntos era la máxima señal de comunión e intimidad).
De hecho, la Sagrada Escritura le da el título de «amigo de Dios» (Is. 41,8; Dan. 3,3-5; St.2,23), la más hermosa denominación que un hombre puede recibir. Y en la continuación del relato del Génesis vemos que Dios mismo le comunica sus planes antes de ejecutarlos (Gén. 18,17). Más aún, apoyado en esta confianza y amistad en que Dios mismo le ha introducido, Abraham se atreve a interceder ante Él solicitando el perdón para las ciudades pecadoras (Gén. 18,23-33) y consiguiendo la salvación del único justo que se encuentra en ellas, su sobrino Lot y su familia (Gén. 19,29).
3.- Abraham y los cristianos
Todo lo que hemos visto nos descubre que está plenamente justificado el calificativo que la liturgia da a Abraham como «nuestro padre en la fe». El es fundamental no solo en la tradición judía, sino también en la cristiana ( e igualmente para los musulmanes.
En el N.T. encontramos la afirmación de que con la venida de Cristo Dios ha visitado y redimido a su pueblo cumpliendo así «el juramento que juró a nuestro padre Abraham» (Lc. 1,72-73.54-55). De hecho, Cristo es llamado «hijo de Abraham» (Mt. 1,1) y Él es según San Pablo «la descendencia» a la que la se referían las promesas hechas a Abraham (Gal. 3,16); de hecho Cristo ha sido constituido heredero de todo (Heb. 1,2).
Y herederos de esas promesas somos también los cristianos, unidos a Cristo y hechos una sola cosa con Él por el bautismo (Gál. 3, 26-29). Pero no somos herederos de las promesas de una manera mágica o automática, sino que es necesario que imitemos la misma actitud de fe de Abraham: «Tened, pues, entendido que los que viven de la fe, esos son los hijos de Abraham» (Gál. 3,7). Por eso Abraham es presentado como modelo de fe para el cristiano (Rom. 4,18-25): una fe que acepta la palabra de Dios, que se somete a Dios, que acepta los planes de Dios aunque sean misteriosos y desconcertantes y de ese modo acoge a Dios mismo y su salvación (cfr. también Heb. 11,8-19).
En definitiva, las actitudes de Abraham que la Biblia resalta son perennemente válidas; más aún, son la condición indispensable para colaborar con Dios en su obra salvadora y para que se realice eficazmente la historia de la salvación: si la historia de acción salvadora de Dios comienza con la fe y la obediencia de Abraham, un nuevo acto de fe («dichosa tú que has creído porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá»: Lc. 1,45) y un nuevo acto de obediencia («aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra»: Lc. 1,38), los de María, darán inicio a la etapa decisiva de la salvación de Dios en Cristo; y nuevos actos de fe y de obediencia -los nuestros- harán posible que la obra de la salvación se extienda en el tiempo y en el espacio.
4.- Textos principales
Génesis 12,1-2; 15; 17; 18; 22
Eclesiástico 44,19-23
Juan 8,52-58
Romanos 4
Gálatas 3
Hebreos 11,8-19
También encontraremos en el Nuevo Testamento a Isaac como «figura» de Cristo (Heb. 11, 19). Abraham sensibiliza la infinita generosidad de Dios Padre que «no se reserva a su único Hijo» (Rom. 8,32) e Isaac tipifica la entrega y disponibilidad de Cristo al sacrificio; a diferencia de Isaac, Jesús sí llega a la muerte, pero al igual que Isaac es recobrado vivo.