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«El Oficio divino es en verdad la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo, con su cuerpo, al Padre» (SC 84)
Uno de los aspectos más positivos de la reforma postconciliar de la Liturgia de las Horas ha sido la profunda base teológica que se ha dado a todos los cambios efectuados. Y quizá uno de los fundamentos principales ha sido el reconocimiento de que el Oficio Divino es, por naturaleza, la oración de todo el pueblo cristiano, pastores y fieles, la oración al Padre que realiza la Iglesia en el nombre de Jesús, congregada y asistida por el Espíritu Santo.
Esta condición eclesial de la Liturgia de las Horas nos lleva a considerar la dimensión trinitaria y cristológica de la misma. Y no podría ser de otra manera, ya que toda acción eclesial tiene su fundamento último en la vida trinitaria. En este sentido, la Liturgia de las Horas es en la tierra la expresión del coloquio amoroso y eterno que en el cielo se da entre las Personas divinas. Como vimos, el Verbo encarnado «introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales» (SC 83; OGLH 3). Y la Iglesia es en el mundo sacramento que hace audible la voz de Cristo orando al Padre.
1. Oración al Padre por medio de nuestro Señor Jesucristo
Cristo ora al Padre, y la Iglesia, al hacer suya la oración de Cristo, ora al Padre. Es la norma dada por Jesús a los suyos: «Cuando oréis, decid: Padre...» (Lc 11,2). Y es la acción del Espíritu Santo que, viniendo en ayuda de nuestra flaqueza, ora en nosotros: «!Abbá, Padre!» (Rm 8,15). No es, pues, de extrañar que los antiguos concilios de Africa (Hipona, Cartago, s. IV) dispusieran este canon: «La oración, cuando se asista al altar [=cuando se celebre la Liturgia], se dirija siempre al Padre». Esta ha sido la tradición litúrgica eclesial. Actualmente, en el Misal Romano, entre más de dos mil oraciones, apenas seis se dirigen a Cristo. Y la Liturgia de las Horas sigue la misma orientación.
Sin embargo, conviene notar que en los salmos, en los himnos y en las preces, con frecuencia la Oración de la Iglesia se dirige a Cristo. Y en esto no ha de verse ninguna desviación inaceptable. En los evangelios y en las cartas apostólicas se nos enseña a invocar a Cristo. Y San Agustín, buen representante de la actitud patrística, nos enseña, como ya vimos, que Cristo «ora por nosotros, era en nosotros, y es invocado por nosotros». La Iglesia en las Horas litúrgicas ora con frecuencia a Cristo no sólo porque él es el Hijo de Dios, consubstancial al Padre, Dios de Dios, sino porque el Oficio Divino «es en verdad la voz de la misma Esposa que habla al Esposo» (SC 84); es el diálogo de amor que la Esposa, asistida por el Espíritu, mantiene con el Esposo: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,17.20; +SC 84).
Pero la liturgia del Oficio, dirigida a Cristo, termina siempre en el Padre, porque el Hijo y el Padre son uno (Jn 17,22). Jesucristo, efectivamente, es el icono de la gloria del Padre, la imagen del Dios invisible (Col 1,15; 2 Cor 4,4; Heb 1,3). Por eso, la glorificación del Hijo es la del Padre (Jn 13,31;17,1); y no sólo en el misterio pascual, sino también en la plegaria. En efecto, por la oración hecha en el nombre de Jesús, «el Padre es glorificado en el Hijo» (17,13).
Por otra parte, la Oración de la Iglesia, dirigida al Padre, es oración de Cristo. El mismo Jesucristo glorioso es el protagonista indudable de toda oración litúrgica de la Iglesia. «El ora en nosotros», decía San Agustín. En efecto, «Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica... El está presente cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: "Donde dos o tres se congreguen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos"(Mt 18,20)» (SC 7).
En fin, el Oficio Divino no es sino expresión orante de esa economía de gracia en la que todo desciende del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, y todo asciende al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. Esta frase de los Santos Padres sintetiza bien la dinámica de salvación revelada en las Escrituras. «Toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17), por Jesucristo, el Mediador. Y toda la respuesta del hombre, también la oración, asciende al Padre por Cristo. «Suba mi oración [Padre] como incienso en tu presencia» (Sal 140,2). Y ascienda por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo.
2. Oración con la asistencia del Espíritu Santo
El Espíritu Santo, dice la OGLH 8, «es el mismo en Cristo, en la totalidad de la Iglesia y en cada uno de los cristianos». Su misión es hacernos participar de Cristo en todo, en su sabiduría, en su amor y obediencia al Padre, en su amor a los hombres, en su fortaleza y prudencia, pero también en su oración. Por el Espíritu Santo, que nos da la filiación divina, nosotros participamos de la glorificación que del corazón de Cristo brota hacia el Padre, lo mismo que de su intercesión poderosa y suplicante. Por eso, sin la asistencia del Espíritu, no puede darse el vuelo poderoso de la oración cristiana, ni su profunda y sencilla intimidad filial, sino únicamente el ansia y la búsqueda de Dios, que se expresan en los gemidos de las criaturas (Rm 8,22).
«No puede darse, pues, oración cristiana sin la acción del Espíritu Santo, el cual, realizando la unidad de la Iglesia, nos lleva al Padre por medio del Hijo» (OGLH 8). La Iglesia es, efectivamente, el campo privilegiado para la acción del Espíritu Santo, pues ella lo ha recibido como don supremo del Padre y del Hijo (Jn 14,26; 15,26; 16,7). En la Iglesia cumple el Espíritu su misión de reproducir en la comunidad de los hijos de Dios, por medio de la Palabra, los sacramentos, la caridad y la acción pastoral, el misterio de la vida divina una y trinitaria. Y aquí en la tierra, es precisamente en la oración litúrgica de la Iglesia donde el Espíritu Santo, que es el vínculo de amor eterno que une al Padre y al Hijo, reproduce el diálogo celeste del amor divino trinitario.
Nosotros, en nuestra debilidad congénita de criaturas carnales, no sabemos pedir al Padre como conviene (Rm 8,3.23.26), pero el Espíritu Santo, que es el Espíritu de adopción, haciéndonos vivir como hijos en el Hijo, viene en nuestra ayuda, y ora inefablemente en nosotros el Padrenuestro: «¡Abba, Padre!» (8,15.26-27).
3. Oración en la comunión del Espíritu Santo que es la Iglesia
Cristo solía orar solo -observa el P. Congar- porque sus discípulos todavía no habían recibido el Espíritu de filiación, y no podían atreverse a dar a Dios el nombre de Padre: «aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39). Pero en realidad Cristo viene a encender en la misma llama de su oración a todos los hombres; en efecto, «de tal manera une a sí mismo a toda la comunidad humana, que se establece una unión íntima entre la oración de Cristo y la de todo el género humano» (OGLH 6). En este sentido, la oración de la Iglesia, al ser el sacramento visible de la oración de Cristo, es una oración esencialmente comunitaria: lo es cuando «dos o más» se reúnen para orar al Padre en el nombre de Jesús (Mt 18,20), y lo es también cuando un sólo cristiano ora en la soledad de su habitación (6,6). No se trata en esto tanto de las circunstancias externas, sino de las actitudes interiores. El orante cristiano, aunque esté sólo, ha de orar siempre en la actitud espiritual del «Padre nuestro».
Pero de aquí también deriva una tendencia a la oración comunitaria, expresada como tal visiblemente. Al hacer la historia del Oficio Divino, hemos visto claramente esta querencia de la Iglesia hacia la oración común como algo ciertamente procedente de Cristo y de los Apóstoles. Y a pesar de los siglos en que el pueblo cristiano ha quedado al margen de la oración común de la Iglesia, ésta ha tenido siempre como modelo decisivo aquella Iglesia de Jerusalén, donde «todos [los apóstoles] perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,14). Esto no es, pues, meramente una moda de pastoralistas o de liturgistas. Es una realidad de gracia fundamentada en la palabra misma de Jesús: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20; +OGLH 1).
Esta doctrina está muy clara en el Concilio Vaticano II y en los posteriores documentos de la renovación litúrgica. El Concilio afirma con carácter de norma general que, «siempre que los ritos, cada cual según su naturaleza propia, admitan una celebración comunitaria, con asistencia y participación activa de los fieles, incúlquese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi privada» (SC 27). Esta norma, sin duda, tiene plena aplicación a la celebración de las Horas litúrgicas:
«La Liturgia de las Horas, como las demás acciones litúrgicas, no es una acción privada, sino que pertenece a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiesta e influye en él (SC 26). Su celebración eclesial alcanza el mayor esplendor, y por lo mismo es recomendable en grado sumo, cuando con su obispo, rodeado de los presbíteros y ministros (41), la realiza una Iglesia particular, en que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica. [En consecuencia,] allí donde sea posible, celebrarán comunitariamente y en la iglesia las Horas principales también las otras asambleas de los fieles. Entre ellas ocupan lugar eminente las parroquias, que son como células de la diócesis, constituídas localmente bajo un pastor que hace las veces del obispo. Por tanto cuando los fieles son convocados y se reúnen para la Liturgia de las Horas, uniendo sus corazones y sus voces, visibilizan a la Iglesia que celebra el misterio de Cristo» (OGLH 20-22, abreviado).
La Iglesia, ya desde el Concilio, está recomendando insistentemente que los laicos participen también del Oficio Divino (SC 100), y que lo hagan siempre que sea posible en sus reuniones de oración o apostolado (OGLH 27), y muy especialmente en el ámbito de la vida familiar:
«Conviene que la familia, que es como un santuario doméstico dentro de la Iglesia, no sólo ore en común, sino que además lo haga recitando algunas partes de la Liturgia de las Horas, cuando resulte oportuno, con lo que se insertará más profundamente en la Iglesia» (ib.).
4. Oración en nombre de toda la Iglesia
Al señalar la dimensión eclesial de la Liturgia de las Horas, suele decirse que es plegaria de la Iglesia, plegaria con la Iglesia, o también plegaria hecha en nombre de la Iglesia. Las expresiones primera y segunda son claras, pero sobre la tercera conviene hacer algunas observaciones.
Cuando decimos que las Horas son una plegaria hecha en el nombre de la Iglesia no debemos entender esta realidad limitándola al mandato jurídico o delegación que la Iglesia da a ciertas personas (deputatio canonica), especialmente obligadas a su recitación. Esta perspectiva prevalecía, por ejemplo, en el Código de Derecho Canónico de 1917 (c. 1256) o en la encíclica Mediator Dei de Pío XII. Incluso en el Concilio Vaticano II se hacen múltiples referencias a esta dimensión (SC 84,85,87,90 etc.), aunque en otras ocasiones se da a la expresión referida mayor profundidad de significado.
La oración del Oficio Divino realizada en el nombre de la Iglesia implica un hecho fundamentalmente teológico y sacramental, pues la Oración de las Horas es de suyo «función de toda la comunidad», ya que por ella «la oración de Cristo perdura sin interrupción en la Iglesia» (OGLH 28). La ignorancia o el olvido de esta verdad ha producido equívocos lamentables. Mientras ha sido general la identificación entre los conceptos de eclesial y jurídico, de Iglesia y jerarquía, o de liturgia y función de un ministro, la Liturgia de las Horas sólo ha podido ser rezada en nombre de la Iglesia por el clero y los monjes, jurídicamente deputados para ello. Pero tal visión es reductiva e inexacta. La Iglesia es también el pueblo cristiano, y la liturgia es también función de la comunidad.
En efecto, todo bautizado y confirmado posee ya una condición sacerdotal, una unción y consagración, que le comunica una deputatio, es decir, una misión o destinación para el culto al Padre celeste. Por tanto, habrá oración en nombre de la Iglesia siempre que la Iglesia, es decir, la comunidad que la hace visible, se reúna a orar, y lo haga presidida por sus pastores, siguiendo la forma establecida en los libros litúrgicos.
Ficha de trabajo
1. Textos para meditar:
Concilio Vaticano II, Const. sobre la sagrada liturgia, nn. 5-7; 8; 83 y 84.
2. Textos para ampliar:
Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1077-1112.
3. Para la reflexión y el diálogo:
1. ¿En nuestra vida de oración, buscamos la orientación trinitaria: al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo? 2. ¿Estamos convencidos de que nadie ora solo, aun cuando ore a solas? 3. ¿Encontramos dificultad en compaginar de manera la oración personal y la oración comunitaria y litúrgica? 4. ¿Qué aporta la oración comunitaria a la oración personal, y viceversa?