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1. La oración de Jesús y de la Iglesia primitiva

«Yo te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra» (Mt 11,25). «Perseveraban asiduamente

en las oraciones» (Hch 2,42).

Un estudio vivencial de la Liturgia de las Horas tiene su punto de partida en la oración misma de Jesús, que contemplaremos en este capítulo. Pero reconoce también su punto de origen en la oración comunitaria de la Iglesia primitiva, dirigida por aquellos discípulos a los que Cristo enseñó a orar.

1. La oración en la época de Jesús

«Jesús nació en un pueblo que sabía orar», decía el famoso escriturista protestante Joaquín Jeremías. Y es verdad. En un mundo pagano y politeísta, que no sólo despreciaba la oración como absurda e inútil, sino que además la había ahogado y profanado, reduciendo la religión a un conjunto de ritos sangrientos y obscenos, «Jesús nació en un pueblo que sabía orar», que había sido enseñado para ello por el mismo Dios. La oración es sin duda lo más puro y noble del Judaísmo, y sabemos que Jesús nació y fue educado en el seno de una familia judía piadosa, que guardaba con todo amor y fidelidad las normas religiosas dadas por Yavé (+Lc 2,21.22-24.27.41.51-52).

Disponemos de datos bastante seguros y numerosos para conocer las prácticas judías de la oración en tiempos de Jesús. La documentación más completa nos la ofrece la Mishná, código rabínico compilado hacia el año 200 de la era cristiana. En el tratado de las bendiciones, concretamente, se enseña que hay tres momentos de plegaria al día: el amanecer, el mediodía y la tarde (Berakhot IV). De estas tres horas, dos se producían al mismo tiempo que los sacrificios llamados perpetuos, que todos los días se ofrecían en el Templo (Núm 28,2-8). Mientras los sacerdotes, ante la asamblea asistente, oficiaban en Jerusalén el rito sagrado, todos los judíos piadosos se unían a él por la oración desde el lugar en que se hallasen. Así se asociaban la oración y el sacrificio litúrgico. Así la oración quedaba unida al sacrificio, participando de él y, al mismo tiempo, dándole espíritu y sentido. «Tres veces al día» (Dan 6,10), «por la tarde, en la mañana y al medio día» (Sal 54,18), se levantaban en Israel los corazones hacia el Señor, bendiciéndole e invocándole.

Aunque los textos aludidos no nos dicen nada del contenido de esas horas de oración, conocemos por tradiciones muy antiguas la costumbre piadosa judía de recitar dos veces al día el Shemá Yisrael (Escucha, Israel), al acostarse y al levantarse. Esta profesión de fe, en la que se bendice al Dios Unico, era la oración más querida y frecuente entre los fieles judíos, y formaba parte tanto de la liturgia del Templo y de la sinagoga, como de la oración familiar y privada: «Escucha, Israel, Yavé nuestro Dios es el único Yavé. Amarás a Yavé tu Dios con todo tu corazón», etc. El Shemá, el credo israelita, consiste en la recitación del texto de Dt 6,4-9, al que se une, al menos desde el siglo II antes de Cristo, Dt 11,13-21 y Núm 15,37-41. Esta bellísima plegaria había de ser repetida a los hijos, «lo mismo en casa que de camino, cuando te acuestes y cuando te levantes» (Dt 6,7; 11,19). Y Cristo mismo la da como respuesta a aquel doctor que le preguntaba acerca del mandamiento principal (Mc 12,29-30).

Si el Shemá era sobre todo oración matutina y vespertina, la Thephillah era la oración del mediodía. Esta oración pertenecía al culto de la sinagoga, donde se recitaba primero en voz baja por todos, y era después semitonada por un salmista, mientras que la comunidad respondía con el Amén a cada una de sus dieciocho solemnísimas bendiciones. Entresacamos de esa grandiosa oración algunas frases: «1. Bendito seas, Yavé, Dios nuestro y Dios de nuestros padres... 2. Tú eres un héroe, que abates a los que está elevados... 3. Tú eres santo, y tu nombre es terrible, y no hay Dios fuera de ti. 4. Concédenos, Padre nuestro, una ciencia emanada de Ti... 5. Vuélvenos, Yavé, a ti y volveremos... 6. Perdónanos, Padre nuestro... 7. Mira nuestra aflicción... 8. Cúranos, Yavé, de la herida de nuestro corazón... 9. Bendice para nosotros, Yavé, Dios nuestro, este año... 10. Suena una gran trompeta para nuestra libertad... 11. Vuélvenos nuestros Jueces como al comienzo... 12. No haya más esperanza para los apóstatas... 13. Que tus misericordias se enciendan sobre los prosélitos de la justicia... 14. Haz con nosotros misericordia, Yavé, Dios nuestro... 15. Escucha, Yavé, Dios nuestro, la voz de nuestra oración... 16. Ten tus complacencias, Yavé, Dios nuestro, y habita en Sión... 17. Nosotros te alabamos, Yavé, nuestro Dios... 18. Establece tu paz sobre Israel, tu pueblo...»

La liturgia judía, con todas las fiestas del calendario hebreo, con las peregrinaciones al Templo o la celebración de la Cena pascual, contenía una amplia variedad de himnos, salmos y oraciones. Pues bien, este fue el mundo judío de oración en el que nació y vivió Jesús, y así hemos podido contemplar «la alabanza a Dios resonando en el corazón de Cristo con palabras humanas de adoración, propiciación e intercesión» (OGLH 3).

2. Jesús era hombre de oración

«Cuando vino para comunicar a los hombres la vida de Dios, el Verbo que procede del Padre como esplendor de su gloria, ‘‘el Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terreno aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales’’» (OGLH 3; +SC 83). En la misma oración de Cristo Sacerdote hallaremos, pues, la clave más profunda de la Liturgia de las Horas.

La oración de Cristo 1º introduce en la tierra y en la historia humana el indecible diálogo de amor trinitario que se produce en el cielo y en la eternidad; 2º asume la palabra humana y los gestos sociales como medio apto para la comunicación con Dios; 3º y establece la mediación única por la que la alabanza y la súplica del hombre llega derechamente al corazón de Dios. De la oración misma de Cristo viene, por tanto, toda la grandeza y eficacia de la oración de la Iglesia y de cada uno de los cristianos.

La OGLH 4 nos muestra bien la figura de Cristo como hombre de oración:

«En efecto, los Evangelios nos lo presentan muchísimas veces en oración: cuando el Padre le revela su misión (Lc 3,21-22), antes del llamamiento de los Apóstoles (6,12), cuando bendice a Dios en la multiplicación de los panes (Mt 14,19;15,36; Mc 6,41;8,7; Lc 9,16; Jn 6,11), durante la transfiguración en el monte (Lc 9,28-29), cuando sana al sordo y mudo (Mc 7,34) y cuando resucita a Lázaro (Jn 11,41-42), antes de requerir a Pedro su confesión (Lc 9,18), cuando enseña a orar a los discípulos (11,1), cuando éstos regresan de la misión (Mc 11,25s; Lc 10,21s), cuando bendice a los niños (Mt 19,13), cuando ora por Pedro (Lc 22,32).

«Su actividad diaria estaba tan unida con la oración que incluso aparece fluyendo de la misma, como cuando se retiraba al desierto o al monte para orar (Mc 1,35;6,46; Lc 5,16; +Mt 4,1 par.;14,23), levantándose muy de mañana (Mc 1,35), o al anochecer, permaneciendo en oración (Lc 6,12) hasta la cuarta vigilia de la noche (Mt 14,23.25; Mc 6,46.48).

«Como fundadamente se sostiene, tomó parte también en las oraciones públicas, tanto en las sinagogas, donde entró en sábado "como tenía por costumbre" (Lc 4,16), como en el Templo, al que llamó casa de oración (Mt 21,13 par.), y en las oraciones privadas que los israelitas piadosos acostumbraban recitar diariamente. También al comer dirigía a Dios las tradicionales bendiciones, como expresamente se narra cuando la multiplicación del pan (Mt 14,19 par.; 15,36 par.), en la última Cena (26,26 par.), en la cena de Emaús (Lc 24,30); de igual modo [en la Cena] recitó el himno con los discípulos (Mt 26,30 par.).

«Hasta el final de su vida, acercándose ya el momento de la Pasión (Jn 12,27s), en la última Cena (17,1-26), en la agonía (Mt 26,36-44 par.) y en la cruz (Lc 23,34.46; Mt 27,46; Mc 15,34), el divino Maestro mostró que era la oración lo que le animaba en el ministerio mesiánico y en el tránsito pascual. "Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor" (Heb 5,7), y con la oblación perfecta del ara de la cruz "perfeccionó para siempre a los santificados" (10,14); y después de resucitar de entre los muertos, vive para siempre y ruega por nosotros (+7,25)».

Hay otra faceta importante de la oración de Jesús, que es el uso que hace de los salmos; pero de ella nos ocuparemos al tratar del salterio.

3. Jesús era también maestro que enseñaba cómo se ha de orar

Cristo Jesús enseñó a orar a sus discípulos no sólamente con su testimonio personal, sino también con enseñanzas explícitas, de las que destacaremos algunas.

a) La pureza de la intención. «Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, porque son amigos de hacer la oración puestos de plantón en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse delante de los hombres: en verdad os digo que firman el recibo de su paga. Tú, cuando ores, entra en tu cuarto y, echada la llave, haz tu oración a tu Padre, que mira lo secreto; y tu Padre, que está en lo secreto, te premiará» (Mt 6,5-6; +Mc 12,38-40).

b) La unión de la mente con la voz. Jesús recuerda el reproche terrible de Yavé (Is 29,13), cuando dice: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt 15,8 par.). La oración que sólo afecta a los labios, es una oración sin alma, que está muerta. Es preciso, como bien dijo San Benito, «que la mente concuerde con la voz» (+SC 90; OGLH 19).

c) La confianza en el Padre, y la consiguiente brevedad en las palabras. «Cuando recéis, no charléis mucho, como los paganos, que se imaginan que por su mucha palabrería serán escuchados. No os parezcáis a ellos, pues vuestro Padre ya sabe qué os hace falta antes de que se lo pidáis» (Mt 6,7-8). Los paganos, efectivamente, cuando oraban, presionaban sobre Dios (fatigare deos) con sus interminables y exhaustivas oraciones. Pero la oración cristiana ha de ser breve y sencilla, como nacida de una confianza verdaderamente filial que se abandona en el Padre providente (+Mt 6,25-32; Lc 12,22-30).

d) Otras enseñanzas. Jesús enseña la necesidad de la oración (Lc 22,40; 6,28 par.), la oración en su nombre (Jn 14,13-14), la oración de petición (Mt 5,44;7,7), la humildad (Lc 18,9-14) y la perseverancia en la plegaria (11,5-13). Pero la enseñanza de Jesús más original e importante es la que se refiere al contenido mismo de la oración, como veremos ahora.

4. Jesús instituyó y nos hizo el regalo de la oración cristiana

Con frecuencia hemos oído hablar de la «institución» de los sacramentos por Jesús, en particular la Eucaristía. Pues bien, Jesús instituyó también la oración característica de sus discípulos, la oración de los hijos de Dios. Y no sólo la instituyó sino que nos la regaló, como nos regaló el Espíritu Santo recibido del Padre en la glorificación, la Eucaristía memorial de su Muerte y resurrección, y su Madre santísima. La oración cristiana es un don de Cristo resucitado.

En las oraciones de Jesús que los textos evangélicos nos refieren hay una actitud constante: la aceptación del designio del Padre. En la admiración jubilosa (Mt 11,25), en la gratitud más rendida (Jn 11,41-42), o en la turbación (12,27-28) y en la más honda angustia, siempre hallamos expresada la fidelidad filial de Cristo ante el Padre: «no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36). En ella sabe Jesús ciertamente que hallará su propia glorificación final (Jn 17,1.5).

No es, pues, la oración de Cristo ni la oración cristiana un forcejeo con Dios, lleno de temores y ansiedades, no es tampoco una evasión, sino precisamente todo lo contrario. El orante sabe que por su oración y por su acción ha de integrarse profundamente en el plan de salvación que Dios tiene sobre él mismo y sobre la humanidad. Todo esto lo vemos formidablemente expresado en las primeras peticiones del Padrenuestro.

En efecto, el Padrenuestro es el modelo supremo de oración que Cristo enseñó a sus discípulos: «Cuando oréis, decid: Padre nuestro...» (Lc 11,1-4). Los cristianos, rezando el Padrenuestro, podrán hacer suyo el espíritu de Cristo orante. Para eso precisamente instituyó Jesús el Padrenuestro: «Ejemplo os he dado, haced vosotros lo mismo» (Jn 13,15).

La Didaché, a finales del siglo I, refleja la devoción de los cristianos primeros hacia el Padrenuestro: «así oraréis tres veces al día» (VIII,3). La plegaria dominical, es decir, la oración del Señor, que San Mateo enmarca en el Sermón del Monte, donde Jesús proclamó en síntesis la Ley nueva, viene, pues, a sustituir al Shemá, al menos en los círculos judeocristiano, próximos al citado documento. Por cierto que hoy también la Iglesia dispone para cada día tres momentos solemnes para el Padrenuestro: los laudes, la eucaristía y las vísperas.

¡Abba! ¡Padre!, ésa es la clave de la oración que Jesús comunica a sus discípulos como don supremo. En efecto, nosotros «no sabemos orar como conviene», porque somos extraños a Dios; pero Jesús, desde el Padre, nos comunica el Espíritu Santo, el Espíritu que nos hace «hijos adoptivos, y que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8,15.26). Ahora es cuando, hechos hijos de Dios en el Unigénito, «nos atrevemos a decir: Padre nuestro...»

5. La oración de la comunidad primitiva

El testimonio vivo de la Iglesia primitiva tiene para la vida cristiana una importancia muy grande, y concretamente en lo que se refiere a la oración. El Señor Jesús, una vez resucitado, se apareció a los apóstoles «durante cuarenta días, hablándoles de lo referente al Reino de Dios», y «después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue llevado al cielo» (Hch 1,3.2). Pues bien, estos apóstoles fueron los que, en el nombre de Jesús, enseñaron a orar y organizaron en el Espíritu de Jesús la oración de las primeras comunidades cristianas. Ellos, por tanto, enseñaron para siempre a la Iglesia cómo orar al Padre, en Cristo, bajo la acción del Espíritu Santo.

Prestemos de nuevo atención a la OGLH 1:

«Ya en sus comienzos, los bautizados "perseveraban en oir la enseñanza de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones" (Hch 2,42). Por lo demás, la oración unánime de la comunidad cristiana es atestiguada muchas veces en los Hechos de los Apóstoles.

«Testimonios de la Iglesia primitiva ponen de manifiesto que cada uno de los fieles solía dedicarse individualmente a la oración a determinadas horas. En diversas regiones se estableció luego la costumbre de destinar algunos tiempos especiales a la oración común, como a última hora del día, cuando se hace de noche y se enciende la lámpara, o la primera, cuando la noche se disipa con la luz del sol.

«Andando el tiempo se llegó a santificar con la oración común las restantes Horas, que los Padres veían claramente aludidas en los Hechos de los Apóstoles. Allí aparecen los discípulos congregados a la "hora tercia". El príncipe de los Apóstoles "subió a la terraza para orar hacia la ora sexta" (10,9); "Pedro y Juan subían al Templo a la hora de oración, que era la de nona" (3,1); "hacia media noche, Pablo y Silas, puestos en oración, alababan a Dios" (16,25)».

La perseverancia en las oraciones es, pues, una nota cierta de la comunidad cristiana que surge de Pentecostés. Al igual que Jesús, los primeros cristianos acudían al Templo y a la sinagoga, aunque luego celebrasen la fracción del pan en sus casas particulares (+Hch 2,46-47). Guardaban, como hemos visto, la costumbre de rezar privadamente o en común a ciertas horas de cada día. Y puede señalarse en esto que la oración nocturna o vigiliar, iniciada por Jesús, fue costumbre, bastante frecuente, original del cristianismo (+Hch 12,12;16,25). Reunidos en la estancia principal de alguna casa cristiana, o también en solitario, los cristianos primeros se dedicaban asiduamente a la oración.

La oración es dirigida ordinariamente al Padre celestial, siguiendo la enseñanza de Cristo. Con el paso del tiempo, se acrecienta en la comunidad eclesial la conciencia de que Jesús es el mediador, el único lugar para adorar al Padre en Espíritu y verdad (+Jn 2,19-22;4,23-24). Y Cristo se va haciendo también término de la oración cristiana. Podemos apreciar estos matices progresivos examinado las doxologías, las bendiciones al Padre por la obra realizada en Cristo, y los himnos cristológicos.

a) Las doxologías.

Son alabanzas a Dios, generalmente breves, que con frecuencia vienen a concluir una oración. El Nuevo Testamento nos muestra 1. Doxologías dirigidas al Padre, como por ejemplo: «Y a Dios, nuestro Padre, la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Flp 4,20; +Rm 1,25; Gál 1,5; Ap 4,8.11;11,17; etc.). 2. Doxologías dirigidas al Padre, mencionando a Cristo: «A Dios, el único sabio, por Jesucristo, ¡a él la gloria por los siglos de los siglos!. Amén» (Rm 16,27; +Ef 3,20-21). 3. Doxologías dirigidas al Padre y a Cristo juntamente: «Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y poder por los siglos de los siglos» (Ap 5,13; +7,10). 4. Y doxologías dirigidas a Cristo: «...nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él la gloria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén» (2Pe 3,18)

b) Bendiciones al Padre por la obra salvadora de Cristo.

Estas oraciones de bendición (berakáticas) suelen comenzar por una invocación de alabanza, a la que sigue el recuerdo enumerado (anámnesis) de los motivos para la gratitud hacia Dios, motivos que se centran en Cristo, en la obra de salvación cumplida en él por el Padre (Col 1,3-20; Ef 1,3-14; 1Pe 1,3-12).

Suelen ser oraciones claramente trinitarias, muy semejantes a las plegarias eucarísticas. Quizá en alguna de éstas hallase su punto de partida la bellísima oración bendicional con la que San Pablo inicia la carta a los Efesios: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales»... El Apóstol contempla y describe la misericordia del Padre realizada en Cristo, y concluye: «Y también vosotros habéis sido marcados por Cristo con el Espíritu Santo prometido, el cual es prenda de nuestra herencia, para alabanza de su gloria» (Ef 1,3-14). La iniciativa del Padre, poderosamente eficaz en la gracia del Hijo Jesucristo, actúa finalmente en los elegidos a través del Espíritu Santo «para alabanza de su gloria». Y así, la acción de gracia iniciada por Dios, desciende de Dios, a Dios asciende, y en él termina.

c) Los himnos cristológicos del Nuevo Testamento.

Son unos once himnos, compuestos en las comunidades cristianas primeras, y recogidos en los escritos apostólicos, unas veces como fragmentos integrados, otras como recomposiciones más o menos elaboradas (Rm 8,28-29; Ef 5,14; Flp 2,6-11; Col 1,13-20; 1Tes 5,15-22; 1Tim 3,16; 6,15-16; 2Tim 2,11-13; Tit 3,4-8; Sant 4,6-10; 1Pe 1,3-5.20; 2,22-25; 3,18-22; 5,5-9). La actual Liturgia de las Horas ha recuperado la mayor parte para las Vísperas (OGLH 43).

En estos himnos se aprecia claramente que Cristo era objeto de oración y alabanza ya en las primeras comunidades cristianas, y que al mismo tiempo en él hallaban el motivo central para la acción de gracias al Padre. Y en todo el conjunto de estas oraciones de la Iglesia primera que estamos considerando, es sin duda el Espíritu Santo, el que, comunicando a los cristianos el espíritu filial, ora en ellos «según Dios» (Rm 8,27): él es quien suscita la gran oración eclesial, «¡Abbá, Padre! (8,15), quien hace posible decir «Jesús es Señor» (1Cor 12,3), y él es en fin quien asiste a la Esposa que invoca al Esposo: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,17.20; 1Cor 16,22).

6. El ideal de la oración eclesial cristiana

La OGLH vincula íntimamente la oración de la Iglesia a la oración del Señor: él nos dió el ejemplo definitivo, y además sólo por él puede nuestra oración llegar al Padre:

«La oración que se dirige a Dios, ha de establecer conexión con Cristo, Señor de todos los hombres y único Mediador, por quien tenemos acceso a Dios. Pues él de tal manera une a sí a toda la comunidad humana, que se establece una íntima unión entre la oración de Cristo y la de todo el género humano. Pues en Cristo y sólo en Cristo la religión del hombre alcanza su valor salvífico y su fin» (OGLH 6).

En efecto, «Cristo une a sí a la comunidad entera de los hombres, y la asocia a sí mismo en el canto de este himno de alabanza» (SC 83). Ahora bien, esta unión se hace «especial y estrechísima entre Cristo y aquellos hombres a los que él ha hecho miembros de su Cuerpo, la Iglesia, mediante el sacramento del bautismo» (OGLH 7). Y así llegamos a una cierta identificación entre la oración de Cristo y la de la Iglesia: «En Cristo radica la dignidad de la oración cristiana, al participar ésta de la misma piedad para con el Padre y de la misma oración que el Unigénito expresó con palabras en su vida terrena, y es continuada ahora incesantemente por la Iglesia y por su miembros en representación de todo el género humano y para su salvación» (OGLH 7). Por pecadora y pobre que sea una comunidad eclesial, no por ello su oración deja de ser la misma oración de Cristo. La oración litúrgica de la Iglesia es siempre «en verdad la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo con su Cuerpo al Padre» (SC 84).

Merece la pena ahondar en la contemplación de este tan gran misterio de la misericordia de Dios. Lo haremos con la ayuda de San Agustín:

«No pudo Dios hacer a los hombres un don mayor que el de darles por cabeza a su Verbo, uniéndolos a él como miembros suyos, de forma que él es al mismo tiempo Dios uno con el Padre y hombre con el hombre. Y así... nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es el que ora por nosotros, ora en nosotros, y es invocado por nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, y es invocado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en él nuestras propias voces, y reconozcamos también su voz en nosotros» (Enarrat. in psalm. 85,1: OGLH 7).

El concilio Vaticano II enseña expresamente que el sacerdocio común de los fieles se ejerce así en la oración y en la acción de gracias, así como en los sacramentos y en el testimonio de una vida santa (LG 10). En efecto, el pueblo cristiano ha de tomar conciencia de que, participando de la consagración sacerdotal de Cristo (Jn 17,19; Heb 1,9), ha sido hecho sacerdocio real (1Pe 2,9) y reino de sacerdotes (Ap 1,6l; +5,10). Por tanto, desde el bautismo cada cristiano está destinado en Cristo Sacerdote a ofrecer al Padre el culto verdadero en Espíritu y verdad (Jn 4,24-25).

A esta luz ha de contemplarse el misterio de la Liturgia de las Horas.

Ficha de trabajo

1. Textos para meditar:

Mt 6,5-13: La oración privada y pública.

Mt 7,7-11: Orar con confianza.

Mt 11,25-27: Oración de alabanza y gratitud.

Jn 12,27-28: Oración en la angustia.

Hch 1,14; 2,1-4.42: Oración en comunidad.

2. Textos para profundizar:

Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2598-2625.

3. Para la reflexión y el diálogo:

1. ¿Qué me llama más la atención de la oración de Jesús: su constancia, su manera de dirigirse al Padre, su conocimiento del corazón humano, etc.? 2. ¿Hay conflicto entre mi oración personal y mi oración en la comunidad y en la celebración litúrgica? 3. ¿Qué me sugiere el testimonio de la comunidad primitiva arropada por la presencia de María en la espera del Espíritu? 4. ¿Qué hacer para trasladar este modelo a nuestras comunidades?