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Centralidad de la eucaristía: fuente y cumbre
La Iglesia siempre ha comprendido que su centro vivificante está en la eucaristía, que hace presente a Cristo, continuamente, en el sacrificio pascual de la redención. En la santa misa, el mismo Autor de la gracia se manifiesta y se da a los fieles, santificándoles y comunicándoles su Espíritu. El Vaticano II afirma por eso con verdadera insistencia que la eucaristía es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11a; +CD 30f; PO 5bc, 6e; UR 6e). Ella es, secretamente, como decía Pablo VI, «el corazón» de la vida de la Iglesia (Mysterium fidei). Como la sangre fluye a todo el cuerpo desde el corazón, así del Corazón de Cristo en la eucaristía fluye la gracia a todos los miembros de su cuerpo.
«La celebración de la misa -afirma la Ordenación general del Misal Romano-, como acción de Cristo y del Pueblo de Dios ordenado jerárquicamente, es el centro de toda la vida cristiana para la Iglesia universal y local y para todos los fieles individualmente, ya que en ella se culmina la acción con que Dios santifica en Cristo al mundo y el culto que los hombres tributan al Padre, adorándole por medio de Cristo, Hijo de Dios. En ella, además, se recuerdan a lo largo del año los misterios de la redención de tal manera, que en cierto modo éstos se nos hacen presentes. Así pues, todas las demás acciones sagradas y cualesquiera obras de la vida cristiana se relacionan con ella, proceden de ella y a ella se ordenan» (OGMR 1).
Ignorancia de la misa
Hay que reconocer, sin embargo, que, a pesar de esa centralidad indudable, son pocos los cristianos que tienen acerca de la eucaristía un conocimiento de fe suficiente.
Y esa ignorancia litúrgica viene de lejos. La Iglesia de nuestros padres y antepasados -que en tantas cosas, si somos humildes, se nos muestra ahora admirable-, padecía, sin embargo, notables ignorancias en materia de liturgia. Todavía hoy, los cristianos de mayor edad saben que, cuando eran niños o muchachos, era normal que durante la misa se rezara el rosario, o se hicieran desde el púlpito novenas y predicaciones morales, que sólo cesaban durante el tiempo de la consagración, para seguir después. Recuerdan también las misas de comunión general o aquellas especialmente solemnes, que se celebraban ante la Custodia expuesta. En alguna ocasión habrían visto cómo en una misma iglesia, en distintos altares laterales, varios sacerdotes solos celebraban diversas misas. O es posible que recuerden cómo su párroco, a primera hora del día, rezaba completo el Oficio Divino, para quedar ya libre de él durante toda la jornada...
¿Cómo pudo la Iglesia, incluso en excelentes cristianos, ir derivando en su vida litúrgica a situaciones tan anómalas? Son muchas y graves las causas, pero aquí sólamente señalaremos una. La capacidad de los fieles para comprender y participar activamente en los sagrados misterios va disminuyendo, más o menos desde el Renacimiento, a medida que va creciendo en la espiritualidad del Occidente cristiano un voluntarismo de corte semipelagiano. La clave de la santificación, entonces, no está tanto en la gratuidad de la liturgia sino en el esfuerzo de la ascética. Y en ésta es, durante los últimos siglos, donde centran su atención los autores espirituales.
Renovación litúrgica
En este sentido, la renovación litúrgica impulsada por el Vaticano II es un don inmenso del Espíritu Santo a la Iglesia actual. Es una gracia de cuya magnitud quizá no nos hemos dado cuenta todavía. Esta renovación, iniciada un siglo antes, no sólamente ha verificado los ritos litúrgicos en muchos aspectos, devolviéndoles su sencillez y su genuino sentido, sino que, sobre todo, ha impulsado la renovación espiritual litúrgica del mismo pueblo cristiano. En efecto, el concilio Vaticano II exhorta con insistencia a una renovada catequesis litúrgica -que, por otra parte, es imposible sin una simultánea catequesis bíblica (SC 41-46)-, especialmente en lo referente a la eucaristía.
Todos debemos ser muy conscientes de que la mejor formación espiritual cristiana está en aprender a participar plenamente de la eucaristía. En efecto,
«la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruídos con la Palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él; se perfeccionen día a día por Cristo Mediador en la unión con Dios y entre sí» (SC 48).
Es honrado comprobar, sin embargo, que esta renovación de los fieles en temas litúrgicos no se ha producido sino muy escasamente. Todavía la mayor parte de los cristianos de hoy apenas entiende nada de lo que en la liturgia, concretamente en la eucaristía, se está celebrando. Los mayores -que ya venían, si vale la expresión, malformados-, porque apenas han recibido en estos decenios el complemento necesario de catequesis litúrgica que hubieran necesitado; y los más jóvenes, porque han tenido que sufrir catequesis escasamente religiosas, excesivamente éticas, muy poco capaces de revelar el mundo formidable de la gracia en la liturgia. Y así, unos y otros, aunque sean practicantes -para qué decir de los que no lo son-, entran con gran dificultad en las acciones sagradas de la misa; las siguen de lejos, con no pocas distracciones, tan devotamente como pueden, pero sin facilidad alguna para participar en ellas activa y conscientemente. Y no pocos sufren la mala conciencia de aburrirse durante la celebración de algo que saben tan santo...
Llamada a los asiduos de la misa
Los cristianos fieles conocen la eucaristía, ciertamente, entienden en la fe lo principal del misterio litúrgico: que allí está Cristo santificando más intensamente que en ningún otro momento. Y por eso acuden a la misa con devoción, y perseveran años y años en esa asistencia. Buscan a Cristo en la eucaristía con sincero corazón, y allí le encuentran. Esto es indudable.
Pero ellos mismos confiesan con frecuencia que tienen grandes dificultades habituales para seguir atentamente la misa, para participar en todos y cada uno de sus momentos sagrados con fácil y activa devoción... Muy pocos de ellos, si son padres, están en condiciones de «explicar a su hijo» la santa misa. No es raro, pues, que el hijo la vaya abandonando, y diga como excusa: «la misa no me dice nada». Y aún podría alegar: «¿Y cómo la podré entender, si nadie me la explica?» (Hch 8,31). Y el padre, a su vez podría decir: «¿Y cómo podré explicar a mi hijo lo que yo mismo apenas entiendo?»...
En la eucaristía, es evidente, debemos procurar que la mente esté atenta a las palabras y acciones de la celebración. Pero tantas veces esto no se da. ¿Por qué? ¿Cómo es posible que, incluso en personas de buen espíritu, sea más frecuente en la misa la distracción que la atención? Si en la misa se dicen cosas tan grandiosas y bellas, tan formidables y estimulantes, y después de todo tan sencillas, ¿cómo es que tantos fieles no logran habitualmente decirlas, interior o vocalmente, con sincero y entusiasta corazón? ¿Por qué algo tan fácil resulta a tantos tan difícil?
Pues, sencillamente, porque muchos cristianos no entienden suficientemente el acto litúrgico en el que, con su mejor voluntad, están participando. No es que tengan el corazón «lejos del Señor», no. Muchas veces, en ese mismo momento, estarán pensando en Él, suplicándole y alabándole. Lo que ocurre es que, psicológicamente, viene a ser en la práctica imposible atender sin entender. No es posible mantener la atención en palabras y gestos cuya significación en gran parte se ignora.
El sacerdote, por ejemplo, dice: «Orad, hermanos»... Y el pueblo responde: «El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia». ¿Por qué, tantas veces, esa respuesta tan hermosa viene dada por el pueblo sin atención ni intensidad? Pues porque muchos fieles apenas saben que la eucaristía es realmente el sacrificio de la Nueva Alianza; porque no son suficientemente conscientes de que la alabanza y glorificación de Dios es el fin primordial de la Iglesia; porque apenas saben que están en la eucaristía para procurar el bien de la santa Iglesia, y no solo el bien personal propio... Para ser más exactos: todo eso lo saben por la fe, pero, por falta de formación bíblica y litúrgica, no lo tienen actualizado mental y afectivamente de un modo suficiente.
Es, pues, conveniente y necesario hacer sobre tan grave tema un examen humilde de conciencia. ¿Será posible que un cristiano asiduo a la eucaristía emplee cientos y miles de horas en leer los diarios o en desentrañar las Instrucciones que acompañan a sus ordenadores y máquinas domésticas, o que van referidas a tantas otras actividades necesarias o supérfluas, y que apenas haya dedicado en su vida un tiempo para informarse acerca de los sagrados misterios de la eucaristía, que constituyen sin duda el centro vital de su existencia? Sí, será posible, es posible. ¿Espera, acaso, este cristiano progresar en la participación eucarística por la mera repetición de asistencias? La realidad defrauda, sin duda, esta esperanza. ¿O quizá espere ese progreso espiritual de una cierta ciencia infusa?
Anímense, pues, los cristianos a procurar un mayor conocimiento de la liturgia de la misa, para que puedan celebrar los sagrados misterios con mayor provecho y gozo, y la mente en ellos concuerde con su voz.
Llamada a los cristianos alejados de la eucaristía
La vida cristiana es una vida eclesial, que tiene su corazón en la eucaristía. No puede haber, pues, vida cristiana en un alejamiento habitual de la eucaristía, y por tanto, de la Iglesia. Por eso la Iglesia, que nunca da leyes que no sean estrictamente necesarias, dispone en su Código de vida comunitaria: «El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la misa» (cn. 1247). Manda esto la Iglesia porque está convencida de que los fieles no pueden permanecer vivos en Cristo si se alejan de la eucaristía de modo habitual y voluntario. Desde el comienzo de la Iglesia los cristianos han sido siempre hombres que el domingo celebran la eucaristía. Y así seguirá siéndolo hasta el fin de los siglos. Recordemos aquí sólamente algunos testimonios documentales:
Siglo I.-Jesús murió en la cruz «para congregar en uno a todos los hijos de Dios, que están dispersos» (Jn 11,52). Por eso los que habían creído «perseveraban en oír la enseñanza de los apóstoles, en la unión, en la fracción del pan [la eucaristía] y en la oración» (Hch 2,42). «Reunidos cada día del Señor [el domingo], partid el pan y dad gracias [celebrad la eucaristía]» (Dídaque 14).
Siglo II.-«Celebramos esta reunión general [eucarística] el día del sol [el domingo], pues es el día primero, en el que Dios creó el mundo, y en que Jesucristo resucitó de entre los muertos» (San Justino, I Apología 67).
Siglo III.-«En tu enseñanza, invita y exhorta al pueblo a venir a la asamblea, a no abandonarla, sino a reunirse siempre en ella; abstenerse es disminuirla. Sois miembros de Cristo; no os disperséis, pues, lejos de la Iglesia, negándoos a reuniros. Cristo es vuestra cabeza, siempre presente, que os reune; no os descuidéis, ni hagáis al Salvador extraño a sus propios miembros. No dividáis su cuerpo, no os disperséis» (Didascalia II,59,1-3).
Es clara, pues, y constante desde el principio de la Iglesia, la convicción de que los cristianos, ante todo, hemos sido congregados como pueblo sacerdotal, para ofrecer a Dios la eucaristía, el sacrificio de la Nueva Alianza. En medio de una humanidad que da culto a la criatura y se olvida de su Creador, despreciándolo (+Rm 1,18-25), ésa es, como asegura San Pedro, nuestra identidad fundamental:
«vosotros, como piedras vivas, sois edificados en casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo». Así pues, «vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,5.9).
Sería vano excusarse de la asistencia a la eucaristía, alegando que, sin ella, puede vivirse la moral evangélica, que es lo más importante. Sí, hemos sido llamados los cristianos a una vida moral nueva, que sea en el mundo luz, sal y fermento. Es cierto. Pero recordemos sobre esto dos verdades fundamentales:
1º- La primera obligación moral del hombre es ésta: «al Señor tu Dios adorarás, y a Él solo darás culto» (Mt 4,10).
Lo más injusto, lo más horrible, desde el punto de vista moral -peor que la mentira, la calumnia o el robo, el homicidio o el adulterio-, es que los hombres se olviden de su Creador, «no le glorifiquen ni le den gracias», y vengan así, aunque sea sólamente en la práctica, a «adorar a la criatura en lugar del Creador, que es bendito por los siglos» (Rm 1,21.25). Y de esa miserable irreligiosidad, precisamente, es de donde vienen todos los demás pecados y males de la humanidad (1,24-32).
2º- La fe cristiana nos asegura que es la eucaristía la clave necesaria para toda transformación moral. Cree en lo que afirma Cristo: «Sin mí, no podéis hacer nada» (Jn 15,5). En la misa, no sólo el pan y el vino se convierten en el Cuerpo de Cristo, sino también la asamblea de los creyentes se va convirtiendo en Cuerpo místico de Cristo. Participando asiduamente en la eucaristía es precisamente como los discípulos de Jesús «nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2Cor 3,18).
Por otra parte, recuerden también los cristianos alejados que es Cristo mismo quien nos convoca a la eucaristía con todo amor y con toda autoridad. Celebrarla a lo largo de los días y de los siglos es para nosotros un mandato del Señor, no un simple consejo:
«En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros... El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,53.56). Así pues, «tomad, comed mi cuerpo y bebed mi sangre. Haced esto en memoria mía» (+Mt 26,26-28; 1Cor 11,23-26).
Escuchemos, pues, la voz de Cristo y de la Iglesia, que desde el fondo de los siglos, hoy y siempre, nos está llamando a la participación asidua en la eucaristía. No despreciemos a Cristo, no menospreciemos la «doble mesa del Señor», en la que Él mismo nos alimenta primero con su Palabra, y en seguida con su propio Cuerpo.
Los alejados, al no asistir habitualmente a la eucaristía, se privan así del pan de la palabra divina y del pan del cuerpo de Cristo. «La palabra del Señor es para ellos algo sin valor: no sienten deseo alguno de ella» (Jer 6,10). Y el pan del cielo no les sabe a nada: «se nos quita el apetito de no ver más que maná» (Núm 11,6). Lo que ellos desean, según se ve, es la comida de Egipto: «carne y pescado, pepinos y melones, puerros, cebollas y ajos» (11,5).
Así las cosas, el Señor se queja con gran amargura, diciendo a sus hijos alejados: «Pasmáos, cielos, de esto, y horrorizáos sobremanera, palabra del Señor. Ya que es un doble crimen el que ha cometido mi pueblo: Dejarme a mí, fuente de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de contener el agua» (Jer 2,12-13). «¡Ah! Mi pueblo está loco, me ha desconocido» (4,22).
Que en no pocas Iglesias locales descristianizadas un 50, un 80 % de los bautizados viva habitualmente alejado de la eucaristía es un espanto, es una inmensa ceguera, es algo que no es posible sin una inmensa y generalizada falsificación voluntarista del cristianismo. Por eso a todos los cristianos alejados les exhortamos, como el apóstol San Pablo, «con temor y temblor» (1Cor 2,3), y «con gran aflicción y angustia de corazón, con muchas lágrimas» (2Cor 2,4). «En el nombre de Cristo os suplicamos» (2Cor 5,20): «no os engañéis» (1Cor 6,9; 15,33; Gál 6,7), pensando que la eucaristía no os es necesaria, «no recibáis en vano la gracia de Dios» (2Cor 6,1). «Miremos los unos por los otros, no abandonando nuestra asamblea, como acostumbran algunos» (Heb 10,24-25).
Quiera Dios que las páginas que siguen sean una ayuda para los cristianos que «perseveran en oir la enseñanza de los apóstoles y en la fracción del pan», y un estímulo también para aquellos cristianos que viven, que malviven, alejados de la eucaristía, donde Cristo se manifiesta y se comunica a sus fieles.