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Otra ampliación
Las cuestiones que trato en este escrito son harto complejas, van todas muy implicadas entre sí, y giran siempre en torno al tema de la tradición católica de lo sagrado y la tendencia desacralizadora de la secularización. En esta III Parte, haciendo un zoom, he ampliado primero la consideración de la figura del sacerdote, y en otro zoom de mayor grado, he considerado el tema del vestir de sacerdotes y religiosos. Quiero hacer ahora otra ampliación, esta vez sobre los reflejos que los planteamientos tradicionales o secularizantes tienen en la vida pastoral. Con todo lo ya dicho hasta aquí, bastará trazar el dibujo de las cuestiones con rasgos muy concisos y rápidos, en sí mismos imprecisos, pero muy claros si son leídos en el conjunto de esta obra.
Lenguaje accesible
Los secularistas dan por supuesto que su lenguaje, con todo su contenido de planteamientos y orientaciones, conecta mucho mejor con el pueblo que el lenguaje de los tradicionales, que se supone arcaico y superado.
Hace poco en una revista católica se podía ver una viñeta humorística, en la que el personaje habitual, Tico, señalaba con una mano a tres hombres de corbata: «Teólogos separados por la Jerarquía porque defienden doctrinas separadas de la Jerarquía». Y con la otra mano a otros tres hombres de sotana o clergyman: «Teólogos separados del pueblo llano porque defienden doctrinas que al pueblo los dejan totalmente llano».
Esto es completamente falso. Cuando un teólogo, como Rahner, preocupado por la re-expresión moderna del cristianismo, dice, por ejemplo, que «Dios y la gracia de Cristo están en todas las cosas, como secreta esencia de todas las realidades», o cuando Eugen Drewermann asegura que después de la pasión de Jesús «resucita su persona, no su cuerpo», los paganos no entienden nada, y los cristianos menos. La gente entiende el lenguaje de San Pablo, de San Agustín, de Santo Tomás, de Santa Teresa, de Pablo VI o de Juan Pablo II. La gente entiende el lenguaje bíblico y tradicional. Los cristianos que se ven en la penosa necesidad de estudiar y dialogar sobre ciertas carpetas llenas de materiales producidas por expertos suelen experimentar -como tantas veces hemos comprobado- un malestar que roza a veces con la indignación. El realismo tomista está mucho más próximo al sentido común del pueblo que las filosofías idealistas; y lo mismo ha de decirse del lenguaje más simbólico de la Biblia o de los Padres. La gnosis sólo agrada a iniciados, que tampoco la entienden, claro. El único lenguaje inteligible de la fe es el bíblico y tradicional, que no excluye, por supuesto, eventuales neologismos. Eugenio d’Ors decía que «todo lo que no es tradición es plagio». También podríamos decir que «todo lo que no es tradición es pedantería».
Partir de la realidad
La expresión de moda en ciertos medios pastorales «hay que partir de la realidad» es equívoca, es inconveniente -como encarnarse o como secularización, con las cuales está íntimamente relacionada-. Se dice normalmente esa expresión dando por supuesto que la realidad es el conjunto de las criaturas del mundo visible, con sus vicisitudes y problemas. Esto sería plantear una evangelización real. Por el contrario, partir de Dios, de su Palabra, sería perderse necesariamente en abstracciones o en angelismos, pues quedaría desencarnada la evangelización, y se haría espiritualista. Así, pues, aceptemos las prioridades reales del hombre actual, si no queremos vernos cubiertos de telarañas del pasado. Tengamos el coraje, por ejemplo, al predicar a los jóvenes, de centrar nuestro mensaje en las aspiraciones y preguntas que en ellos son reales. Atrevámonos a preguntar a la gente: «¿Cómo querrías tú que fuera el sacerdote?», «¿Qué es para ti la pobreza evangélica?»... Si no procedemos así al evangelizar, nos perderemos entre las nubes.
Todo el planteamiento es falso. La realidad es Dios, la Palabra divina, Jesucristo. El mundo visible es indeciblemente efímero, contingente, falseado, alucinatorio, irreal. En el medio secular las personas, ideas y cosas están manipuladas y deformadas hasta un límite que roza la aniquilación, la nada. Para Santa Catalina de Siena el pecado era la nada, menos que la nada. Y a esa luz, el mundo pecador, carente de entidad verdadera, es nada, menos que nada. Ciertamente, hay que conocer «las inquietudes de la juventud», hay que tener sensibilidad para captar «los anhelos del hombre moderno», etc., pues de otra manera no podríamos conectar con los hombres y evangelizarlos. Pero no hay que partir de esas inquietudes y de esos anhelos, pues en el mundo secular no sólamente están falseadas las repuestas a los problemas, sino que la misma problemática humana está completamente falseada, y queda ignorada, disfrazada, encubierta. Esto es precisamente lo que produce confusión, engaños, inversión en la jerarquía real de valores, es decir, lo que hace en los hombres una oscuridad más o menos completa. Cuando se habla con un borracho, no se puede partir de sus temas variables y alucinatorios. Lo más urgente es ayudarle a salir de su borrachera. A los hombres que por estar cabeza-abajo se ven afligidos por muchos males, hay que aliviarles en lo posible sus males innumerables, siempre renovados; pero lo más urgente es decirles que se pongan cabeza-arriba, hacerles ver que vivir con los pies por alto es un horror.
Los problemas que la gente tiene son muy distintos de los que la gente siente, que suelen ser mucho más secundarios y derivados. Y en este sentido, la mísera realidad del mundo secular ha de ser verificada, iluminada y confortada desde Dios, pues «Él mismo es quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas... En Él «existimos, nos movemos y somos» (Hch 17,25.28). Por eso es propio de la evangelización verificar la realidad mundana partiendo de Dios, de su Cristo iluminador y salvador. ¡Cuántas veces Jesucristo defrauda las ansiedades y deseos de los hombres, suscitando en ellos otras preguntas e inclinaciones que tenían sofocadas! La gente a veces busca a Cristo para que les dé pan o agua, y Él les da palabra divina y Espíritu Santo (Jn 4,13-15; 6,27.34-35; Mt 6,33; Lc 10,41). La gente quiere liberación política, y pretende hacerle Rey; pero Él se va al monte a orar (Jn 6,15; 18,36). Unos hermanos le piden que sea árbitro de sus litigios; pero Él se niega en redondo (Lc 12,13). La gente pregunta qué obras deben hacer, y Él contesta que lo primero y más urgente que tienen que hacer es creer en Él (Jn 6,29)... Es como un desencuentro continuo, y es así como el Señor les va abriendo los ojos a los ciegos, es así como los va desengañando e introduciendo en la verdad. Y ése es también el oficio de la Iglesia, descubrir a los hombres desde la Palabra divina la verdadera problemática humana, y darles respuesta también desde ella (+GS 41a)..
La predicación cristiana apostólica, es decir, la tradicional, que no parte de la realidad del hombre pecador, sino de la realidad de Cristo salvador, es la que sacude y conmueve a los hombres hasta su más honda médula. Unos la recibirán con la fe, otros la rechazarán con la incredulidad, pero nadie quedará indiferente. Los templos son vaciados por la predicación secularista, y se han llenado siempre y hoy se llenan cuando hay predicación bíblica y tradicional. Cuando el cura predica valores en tono pelagiano, la gente se siente hastiada y defraudada. Pero cuando el cura predica a Cristo como fuente de todos los valores conocidos y de muchos ni siquiera soñados, la gente se despierta. Imaginen ustedes una predicación de este tipo, dirigida a paganos o a apóstatas de la fe cristiana, e inspirada en una de tantas predicaciones de San Pablo (+Ef 2,1-8; 4,17-24):
«Tened piedad de vosotros mismos. Estáis hechos una miseria. Daos cuenta de que estáis muertos por vuestros delitos y pecados, y que sois cadáveres ambulantes. No conocéis ni el origen ni la gravedad de los males que padecéis. Lucháis a ciegas, poniendo vuestra esperanza en lo que no puede daros la salvación. En realidad, estando sujetos al espíritu de este mundo, estáis sujetos al demonio, al espíritu que actúa en quienes se mantienen rebeldes a Dios. También nosotros, los cristianos, estuvimos en esa misma situación, cuando no teníamos otro empeño que seguir los deseos de nuestro enfermo y vicioso corazón. Pero Dios, por el amor inmenso que nos ha tenido, estando nosotros muertos por nuestros pecados, nos ha dado vida en Cristo, por pura gracia, y así como a Él le resucitó de entre los muertos, también a nosotros nos ha dado renacer a una vida nueva, por pura gracia, y nos resucitará con Cristo para la vida eterna. Abrid vuestros corazones a esta gracia creyendo en Jesucristo. No viváis ya más, os lo pido en su nombre, como viven los paganos, en la vanidad de sus pensamientos, oscurecida su mente, alejados de Dios, embrutecidos y entregados a toda clase de males. Desnudáos del hombre viejo, podrido en la corrupción de la mentira, y vestíos del hombre nuevo, creado por Dios en la verdad de Cristo».
Se trata sólo de un ejemplo, y de un tema sólo de predicación. Hay muchos otros. Pero ésa es sin duda la predicación tradicional, la de Pablo apóstol o la de Pablo VI, la del Cura de Ars o la de San Francisco de Javier; en una palabra, la de Cristo. La única que en realidad dice algo a los hombres de ayer, de hoy o de mañana. ¿Creen ustedes que predicando hoy así a los hombres no nos van a entender? ¿Piensan que se aburrirán? ¿O estiman quizá que se quedarán indiferentes? Hagan la prueba... En este mundo no hay nada más original, más excitante y más infrecuente que la predicación del Evangelio. Así como no hay nada más aburrido y desalentador que la predicación moralizante de los secularizadores pelagianos de la Palabra divina. Sobre todo si son pedantes. Acaban por aburrirse ellos mismos, que abandonan la predicación, y se dedican a otras cosas que estiman más positivas.
Testimonio de vida y de palabra
Todo lo que se diga sobre la necesidad del testimonio de vida en la evangelización es poco. La palabra más elocuente del predicador es su propia vida. Y sin la elocuencia de este testimonio personal las palabras de la predicación serán huecas, aire, inútiles, «que no está en palabras el reino de Dios, sino en realidades» (1Cor 4,20). Cristo predicó con palabras y obras, «hizo y enseñó» (Hch 1,1). Y los predicadores, con toda humildad y aunque sea a una escala modestísima, han de estar en condiciones de decir con el Apóstol: «sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1; +4,16; Flp 3,17; 1Tes 1,6).
¡Pero es necesario el testimonio de la palabra! Al menos en los sacerdotes y todos los destinados por la Iglesia al ministerio apostólico. Para los laicos será muchas veces suficiente «estar siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (1Pe 3,15), y surgida la ocasión, «confesar el nombre de Jesús ante los hombres» (Mt 10,32-33). Pero los ministros del Evangelio hemos sido enviados a «predicar el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). Y præ-dicare (kerigma, kerisso) es «decir con toda fuerza» el Evangelio, en privado y en público, a quienes nos preguntan y a quienes miran para otro lado, con oportunidad o sin ella (eukairos akairos, 2Tim 4,2). Los secularistas, ocultadores de lo sagrado, y en este caso silenciadores del «ministerio sagrado del Evangelio de Dios (hierogoûnta to evangelion toù Theoû)» (Rm 15,16), se las arreglan para acentuar -en teoría sólamente- el testimonio de vida con desmedro del testimonio de la Palabra, pues ellos se conforman con que los hombres vivan un cristianismo anónimo. Por eso carecen para la predicación de toda parresía, y si de ellos hubiera dependido, el Evangelio en los primeros siglos no habría salido de Palestina, y en la América del siglo XVI no habría ido más allá de Santo Domingo.
Los predicadores que admiran y veneran el mundo secular le hablan en voz baja, con suaves palabras, sólo cuando son interrogados, únicamente si es inevitable, y procuran siempre adular a sus oyentes. Le tienen miedo al mundo, ésta es la verdad. «Nadie tiene el monopolio de la verdad», confiesan juiciosamente. «Vamos a los hombres más para aprender que para enseñar». Conmovedor... ¿Pero tiene esto algo que ver con la predicación bíblica y tradicional?... El Señor le dice a Jeremías: «No los temas, que yo estaré contigo. Diles todo cuanto yo te mando. No les tengas miedo, que si no, yo te meteré miedo de ellos» (Jer 1,8.17). Y Cristo evangeliza con una fuerza inmensa, que sacude las conciencias: «¿No acabáis de entender ni de comprender?¿Es que estáis ciegos?» (Mc 8,17-18.20; +7,1-23). «Gente sin fe, ¿hasta cuándo habré de soportaros?» (9,19). «El que creyere y fuere bautizado se salvará, mas el que no creyere se condenará» (16,16)... ¡Ay, Señor! ¿Cómo podremos hoy evangelizar si no queremos predicar el Evangelio?
«No te avergüences jamás del testimonio de nuestro Señor -le escribe San Pablo a Timoteo-. Sufre conmigo por el Evangeliio, con la fuerza de Dios» (2Tim 1,8). Sean cuales fueren las circunstancias del mundo, «la palabra de Dios no está encadenada» (2Tim 2,9). «Evangelizar no es para mí un motivo de orgullo, es una necesidad. ¡Ay de mí si no evangelizara!» (1Cor 9,16; +Hch 4,20; 5,40-42). El Evangelio no sólamente es un mensaje verdadero, ¡es un mensaje urgente! Ahora bien, si no estamos en disposición de evangelizar verdaderamente -por inseguridad en la fe, por miedo a la cruz, por falta de amor a Cristo y a los hombres, por lo que sea-, ¿cuántas reuniones y asambleas habremos de hacer aún para planificar la evangelización?
Sanación sagrada de lo secular
Realidades naturales plenamente seculares, como el matrimonio, terriblemente deformadas por el pecado del mundo, han de ser sanadas y elevadas a una nueva dignidad por el sacramento de Cristo y de la Iglesia, y han de serlo, en cuanto sea posible, de un modo explícito, que tenga visibilidad social, y que venga a ser un acto de culto a Dios. En el matrimonio, como digo, tenemos un ejemplo muy claro de cómo el sagrado cristiano verifica lo secular y lo restaura en su belleza originaria, sanándolo y elevándolo. Pues bien, ese mismo influjo benéfico de lo sagrado ha de santificar todas las realidades seculares: el trabajo y las instituciones, el calendario festivo y la educación, el arte y los negocios, y todo ello de modo patente y significado, en cuanto sea posible y conveniente, que unas veces lo será y otras veces no, según de qué se trate.
Todos los años en este pueblo se bendicen los campos por San Juan Bautista. Es una forma de oración: «danos hoy nuestro pan de cada día», de oración unida al trabajo: ora et labora. ¿Hay algo de malo?... Unos profesores católicos, hartos de ver su labor educativa neutralizada por la escuela secularizada, se asocian con unos padres de familia y hacen un colegio católico, que da educación católica. ¿Algún inconveniente?... Un feligrés emprende un negocio y llama al párroco para que lo bendiga. Sobre la puerta, un flamante rótulo: «Cooperativa Virgen del Carmen», patrona de los marineros. Perfectamente. ¿Hay alguna objeción?...
Éstas son cosas que a protestantes y secularistas les producen vahídos. Pero el problema es de ellos. La pastoral bíblica y tradicional de la Iglesia católica es así. Trata, al menos siempre que es posible, de señalizar el mundo secular con los signos sagrados de Cristo Salvador y de su santa Iglesia.
Iglesia orante
La pastoral tradicional pretende ante todo hacer un pueblo orante, un pueblo sacerdotal que alabe a Dios y le glorifique, que pida por sí mismo y por el mundo. Busca ante todo que los congregados en Cristo, perseveren «en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión, en la fracción del pan y en la oración» (Hch 2,42). Sabe bien que «el esfuerzo de clavar en Dios la mirada y el corazón, eso que llamamos contemplación, viene a ser el acto más alto y pleno del espíritu, el acto que también hoy puede y debe jerarquizar la inmensa pirámide de la actividad humana» (Pablo VI, 7-12-1965). Es consciente de que la vida cristiana personal y comunitaria no se agota en la oración y la eucaristía; pero está segura de que en ellas está la fuente y la cumbre de toda vida eclesial (+SC 10). Sin oración, sin eucaristía, no hay propiamente vida cristiana, ni actividad misionera o pastoral. Y partiendo de ellas es como pueden darse la santificación propia y ajena, la actividad pastoral y misionera, la irradiación cultural y asistencial, social y política.
La secularización del cristianismo, por el contrario, apaga la llama de la oración casi completamente en los pastores sagrados y en el pueblo cristiano. Sin embargo, así como Israel es un pueblo orante, que alaba al Señor siete veces al día (Sal 118,164), el nuevo Israel, la Iglesia, tiene una vocación sacerdotal, tan cierta como grandiosa, para «orar siempre» (Lc 18,1), para permanecer sin desfallecer en la alabanza y la súplica. Todos los fieles debemos considerar con gozo que «es nuestro deber y salvación» dar gracias a Dios «siempre y en todo lugar». Por eso, un pueblo cristiano secularizado, casi completamente inconsciente de su destinación a la oración, apenas puede ser reconocido como cristiano.
Tradición o traición
La actividad tradicional católica, en pastoral y misiones, es a un tiempo, necesariamente, sencilla y fecunda. Explico el sentido de esta afirmación. En la obra del Reino en este mundo, «en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia consigo siempre a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b). De ahí que si nuestra acción apostólica es perfectamente fiel a la doctrina y disciplina de la Iglesia, ciertamente es acción de Cristo, y por eso mismo es ciertamente sencilla y fecunda. En otras palabras: en este mundo, en cualquier época y circunstancia, el que enseña la doctrina católica, tal como es, sin dudar de ella, sin miedo ni vergüenza, sin deformarla ni rebajarla, con plena seguridad de su verdad, creyendo que es luz de vida para la oscuridad de los mortales; y obra al mismo tiempo en perfecta fidelidad a la disciplina católica, necesariamente da fruto -da al menos el fruto que Dios quiere realizar-. Esto lo sabemos por fe y por experiencia.
La actividad misionera y pastoral secularista, por el contrario, es necesariamente complicada e infecunda, porque, al distanciarse de la doctrina y de la norma de la Iglesia, es acción predominantemente humana, más pelagiana que católica, aunque alguna relación guarde con Cristo y con su Iglesia. Se comprende, pues, perfectamente que los secularistas compliquen indeciblemente la acción pastoral, con sondeos, estadísticas y organigramas, campañas, slogans, carteles y publicidad pagada, asambleas, trípticos, carpetas y reuniones frecuentes. Como también se comprende que todo eso apenas dé fruto alguno. Resulta todo complejo, caro, lento e inútil. Es actividad estéril, pues no parte de Cristo y de su Iglesia, sino de los hombres. ¿Quién no ha tenido experiencia, propia o ajena, de esta miseria en los últimos decenios?
Es evidente la alternativa: al servicio de la Iglesia o hay tradición o hay traición. En la tradición hay sencillez, fecundidad y adelanto. En la traición al impulso bíblico y tradicional sólo puede haber complejidad, esterilidad y retroceso.
En otro lugar hemos señalado que «algunos no se abren bastante al influjo santificante de la Iglesia. Ante el Magisterio apostólico, ellos piensan más en discurrir por su cuenta o por cuenta de otros, que en configurarse intelectualmente según la enseñanza de la Iglesia. Ante la vida pastoral, ponen más confianza en los modos y métodos propios, que en las normas y orientaciones de la Iglesia, de las que no esperan sino fracasos. Ante los problemas políticos y sociales, no buscan luz en la doctrina social de la Iglesia, sino en otras doctrinas diferentes, que ellos estiman más eficazmente liberadoras del hombre. Ante la vida litúrgica, piensan más en inventar signos y ritos nuevos a su gusto, que en estudiar, asimilar, explicar y aplicar con prudencia y creatividad las formas y textos que la Iglesia propone. San Juan de la Cruz diría de ellos que son como chicos pequeños: «por el mismo caso que van por obediencia los tales ejercicios, se les quita la gana y devoción de hacerlos» (1 Noche 6,2).
Los secularistas quieren moverse por sí mismos, no moverse desde Cristo por la Iglesia. Esa actitud frena gravemente la santificación personal; el cristiano que mantiene ante la Iglesia una actitud de adulto, es como el adolescente que, cerrándose a los mayores, compromete su maduración personal. Y del mismo modo disminuye grandemente la fecundidad apostólica, por grande y empeñosa que sea la actividad. ¿Por qué habría de dar fruto el trabajo apostólico de un ministro del Señor que en su vida personal, en la catequesis, en las celebraciones litúrgicas, en sus predicaciones, está actuando frecuentemente contra la doctrina y la disciplina de la Iglesia? Sin Cristo no se puede dar fruto (Jn 15,5). Y el que en su enseñanza y acción se distancia de la Iglesia, se aleja de Cristo, y queda necesariamente sin fruto» (J. Rivera - J.M. Iraburu, Síntesis de espiritualidad católica 78-79).
Tradición o traición. No hay otra alternativa, pues «ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento» (1Cor 3,7). El Protagonista indudable de toda accción pastoral y misionera es Dios, que «resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia... A Él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén» (1Pe 5,5.11).