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La conversión del Imperio romano
El Señor escuchó la súplica, llena de humildad y de confianza en la Providencia divina, de los innumerables mártires. Y el año 313 concedió a su Esposa la paz de Constantino. Como dice Angelo de Santi, «se había rezado durante tres siglos en apariencia inútilmente. Pero más tarde la oración fue escuchada, y se produjo tal triunfo de la Iglesia que nadie hubiera podido esperar como humanamente posible» (AdS 1916,3: 37).
En efecto, a partir del siglo IV se va produciendo la transformación cristiana del gran Imperio romano, y en la misma Iglesia se da un gran desarrollo público. Es entonces cuando se construyen iglesias y basílicas, se organiza la catequesis, va adquiriendo la liturgia formas esplendorosas, se inicia el monacato, y se celebran los primeros concilios ecuménicos, los más fundamentales de toda la historia de la Iglesia (Nicea, 325; I de Constantinopla, 381; Éfeso, 431, Calcedonia, 451).
Es una hora muy sorprendente, que en un primer momento es vivida con inmenso gozo y agradecimiento. Así lo refleja Lactancio (+ca.330):
«Celebremos con exultación el triunfo de Dios, cantemos con alabanzas la victoria del Señor, no cese nuestra oración ni de día ni de noche. Oremos con insistencia para que Dios confirme por los siglos la paz que nos fue dada hace diez años. Y tú especialmente, muy querido Donato, pide al Señor, para que mantenga propicio la paz sobre sus siervos, aleje de su pueblo todas las asechanzas e impugnaciones del demonio, y guarde en una quietud perpetua a su Iglesia floreciente» (De mortibus persecutorum 52; cfr. en tono semejante, Eusebio de Cesarea, +340, Historia eclesiástica, X).
Tiempos terribles de guerras, cismas y herejías
Con la paz de Constantino no terminan, sin embargo, las tribulaciones de la Iglesia en este mundo. Por una parte, con ocasión de la paz constantiniana, muchos cristianos antiguos se relajan y al mismo tiempo entra en la Iglesia un gran número de paganos. De este modo, como hace notar San Jerónimo (347-420), «después de convertidos los emperadores, la Iglesia ha crecido en poder y riquezas, pero ha disminuido en virtud» (Vita Malchi 1). El mundo, antes cerrado y hostil para los cristianos, ejerce ahora sobre ellos todo su terrible poder de seducción.
Por otra parte, en el mismo siglo IV y en los inmediatamente siguientes la Iglesia sufre grandes herejías. Los fieles no pueden vivir en paz la fe católica sin afirmarse en un combate incesante contra errores modernos o antiguos de gnósticos y arrianos, nestorianos y monofisitas, pelagianos, donatistas, subordinacianos, modalistas, apolinaristas, priscilianistas, iconoclastas y tantos más herejes y cismáticos. Muchas de estas luchas doctrinales sobre fundamentales temas de la fe –misterio trinitario, divinidad de Cristo, necesidad de la gracia–, se ven a veces complicadas con graves conflictos políticos, y dan lugar a persecuciones, exilios, deposiciones arbitrarias, cárceles y aun muertes.
Y junto a eso, otra terrible calamidad inesperada: apenas convertida Roma a Cristo, se recrudecen más y más las incursiones de los bárbaros. La presión de estos pueblos, difícilmente contenida por las legiones romanas en los siglos II y III, va desbordando en el siglo IV las posibilidades defensivas del Imperio.
A la muerte de Teodosio (395), se divide el Imperio romano, Constantinopla encabeza el Oriente y Rávena el Occidente. Poco después los visigodos, encabezados por Alarico, saquean Roma (410). Esto produce una enorme conmoción en todo el mundo romano, pues la Urbe se había mantenido inviolada durante ocho siglos. Por esos años los vándalos conquistan el norte de Africa –durante el asedio de Hipona, muere San Agustín (430)–, caen sobre Roma y la saquean terriblemente (455). Poco después, el Papa San León Magno (440-461) logra a duras penas detener a los hunos deAtila.
La Roma recién cristianizada, la gran Urbe cabeza de un imperio universal, se ha quedado en nada. El mismo Imperio occidental romano se extingue ya definitivamente el 476. Un siglo más tarde, los ostrogodos se apoderan de parte de Italia, Totila conquista Roma y deporta a sus habitantes (546).
Especialmente calamitosos son los tiempos que ha de vivir San Gregorio Magno (590-604). Con su inmenso prestigio personal, apenas logra detener a las puertas de Roma a Agiulfo y a su ejército lombardo. Pero por ese tiempo en Italia se producen las guerras entre lombardos y bizantinos. Italia queda partida en dos, lombardos arrianos, con capital en Pavía (650), y bizantinos católicos, con Ravena como capital, sujeta al Imperio de Bizancio. Tras guerras continuas, extraordinariamente crueles, los lombardos conquistan Ravena (751), y cortan así toda dependencia italiana de Bizancio. Sin embargo, pronto son vencidos por Carlomagno, que sujeta Italia al dominio carolingio (774-887), inaugurando por fin tiempos de más paz y unidad.
De nuevo, en la aflicción, el clamor suplicante de la Iglesia
En estos siglos tan duros, sobre todo de mediados del siglo IV a mediados del siglo VII, es precisamente cuando la liturgia de la Iglesia toma las formas fundamentales que perduran hasta hoy. La documentación litúrgica anterior a ese tiempo es muy escasa. Es ahora cuando se forman las colecciones litúrgicas más importantes.
Recordemos, por ejemplo, las Constituciones de los Apóstoles, que transmiten ritos anteriores, ya aludidos en la Dídaque, la Traditio apostolica de San Hipólito o la Didascalia apostolorum. Recordemos también los grandes sacramentarios, concretamente el leoniano, el gelasiano y el gregoriano, que deben sus nombres a los Papas que, con una intervención más o menos directa, influyeron en su composición: San León Magno (+461), Gelasio II (+496) y San Gregorio Magno (+604).
No es, pues, nada extraño que la oración litúrgica de la Iglesia en estos años tan dolorosos, pida al Salvador con una insistencia tan apremiante la unidad de la Iglesia, la paz civil, en fin, la salvación. El recuerdo de algunos Padres de aquella época podrá ayudarnos a captar el ánimo orante de la Iglesia antigua en la aflicción.
San Agustín: todo es providencial
El santo Obispo de Hipona conoce bien la caída del Imperio romano, y la amarga perplejidad que causa en algunos cristianos: «dicen de nuestro Cristo que él ha sido quien ha perdido a Roma» (Serm.105,12). «Ahí veis, dicen algunos, cómo Roma perece en los tiempos cristianos» (81,9). Son quejas durísimas.
«Muchos paganos nos objetan: ¿para qué vino Cristo y qué provecho ha traído al género humano? ¿Acaso desde que vino Cristo no van las cosas peor que antes de venir? Antes de su venida eran los hombres más felices que ahora... Han caído por tierra los teatros, los circos y los anfiteatros. Nada bueno ha traído Cristo. Solo calamidades ha traído Cristo... Y comienzas a explicarles a los que así objetan los bienes que ha traído Cristo y no entienden. Les declaras los frutos de la predicación del Evangelio, y no entienden nada de lo que les dices» (Enarraciones salmos 136,9).
Llegan a Hipona, en el 410, las descripciones escalofriantes del saqueo de Roma: estragos e incendios, saqueos y destrucciones, mutilaciones y exilios, tormentos y muertes. Ya al final de su vida (412-426), San Agustín escribe La Ciudad de Dios, una maravillosa teología de la historia, una profunda meditación sobre los planes misteriosos de la Providencia divina, llena siempre de sabiduría y de amor. La fe suscita la esperanza, y la oración guarda al pueblo cristiano en la paz, vaya la historia como vaya. Éste es, como veremos, el espíritu providencial que irradia la liturgia de la época.
San León Magno: la Roma eterna
Todavía, sin embargo, el Papa San León Magno (+461), canta con maravillosa elocuencia la gloria de la Roma cristiana:
Pedro y Pablo son, «¡oh Roma! los dos héroes que hicieron resplandecer a tus ojos el Evangelio de Cristo, y por ellos tú, que eras maestra del error, te convertiste en discípula de la verdad...; de modo que la supremacía que te viene de la religión divina, se extiende más allá de lo que jamás alcanzaste con tu dominación terrenal... Tú debes menos conquistas al arte de la guerra que súbditos te ha procurado la paz cristiana» (Hom. 82, en la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo).
La Iglesia, en efecto, trajo a Roma muchos bienes; pero también Roma, sin pretenderlo, suministró a la Iglesia bienes inmensos tanto por la universalidad de su Imperio como por las mismas persecuciones primeras:
«Para extender por todo el mundo los efectos de gracia tan inefable, la divina Providencia preparó el Imperio romano, que de tal modo extendió sus fronteras, que asoció a sí las gentes de todo el orbe. De este modo halló la predicación general fácil acceso a todos los pueblos unidos por el mismo régimen civil» (ib).
Pero también las persecuciones romanas fueron ayuda para la Iglesia: «En efecto, no se disminuye la Iglesia por las persecuciones, antes al contrario, se aumenta. El campo del Señor se viste siempre con una cosecha más rica. Cuando los granos que caen mueren, nacen multiplicados» (ib).
Esta visión providencial de la historia se refleja maravillosamente en las liturgia de la época, y concretamente en algunas oraciones del Sacramentario leoniano, como ésta:
«Tú, beatísimo Pedro, no temes venir a esta ciudad con tu compañero de gloria el apóstol Pablo...; te metes en esta selva de bestias feroces y caminas por este mar de turbulentos abismos con más tranquilidad que sobre el mar sosegado [+Mt 14,30]... Ahora, sin dudar del futuro progreso de tu obra, vienes a enarbolar sobre las murallas de Roma el trofeo de la cruz de Cristo, allí mismo donde los decretos del cielo te han preparado el honor del poder y la gloria de la pasión...» (ib.)
La misma Iglesia que supo orar tanto y con tanta esperanza por los emperadores paganos, crueles perseguidores de Cristo, también ahora suplica por los príncipes cristianos. Ella sabe la importancia que la justicia y la paz cívica tienen para la vida del pueblo. Así, por ejemplo, en el Sacramentario gelasiano (III,62) hallamos oraciones como ésta:
«Oh Dios, que por la predicación evangélica del reino celestial has preparado al Imperio romano, da a tus siervos, nuestros príncipes, las armas celestiales, para que la paz de la Iglesia no se vea turbada por ninguna tempestad de guerra».
San Gregorio Magno: hacia la Europa cristiana
Siglo y medio después, la situación del mundo romano, desgarrado entre bizantinos y lombardos, es ya de ruina total. Al papa San Gregorio Magno (590-604) le toca oficiar entonces los solemnes funerales por la antigua Roma formidable. La liturgia gregoriana, como veremos, abierta siempre a la salvación de Dios por una esperanza indestructible, muestra la huella de ese trágico momento histórico.
«Nuestro Señor –predica el papa Gregorio– quiere encontrarnos prontos a su llamada y nos muestra la miseria del mundo envejecido para que podamos librarnos del amor del mundo... “Un pueblo se levantará contra otro pueblo y un reino contra otro, y habrá terremotos, hambre, pestilencias, guerras”... Nos hemos visto ya heridos de muchos de estos males, y vivimos atemorizados ante la aproximación de los demás... El mundo está herido cada día por calamidades nuevas. Mirad qué pocos hemos quedado del antiguo pueblo. Nuevos males nos flagelan cada día y desventuras imprevistas nos abaten... El mundo se siente deprimido por la vejez y, al aumentar los dolores, camina a una muerte próxima» (Hom. Evangelio I,1).
«Tantos castigos no bastan a corregir nuestros pecados. Vemos a unos arrastrados a la esclavitud; a otros, mutilados; a otros, matados... Nos es fácil ver a qué bajo estado ha descendido aquella Roma que en otro tiempo era señora del mundo. Está hecha añicos repetidamente con inmenso dolor, despoblada de ciudadanos, asaltada por enemigos, hecha un montón de ruinas» (Hom. sobre Ezequiel II,6).
Según informa Juan el Diácono (Vita Gregorii II,17), es San Gregorio el que, expresando este espíritu suplicante de la Iglesia en la aflicción, introduce en el canon de la misa la petición por la paz que todavía rezamos:
...«ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos». Y parece ser que al mismo Papa Gregorio se debe también el embolismo que prolonga en la misa el Pater noster: «Líbranos, Señor, de todos los males pasados, presentes y futuros, y por la intercesión de la bienaventurada y gloriosa siempre Virgen María, Madre de Dios, y de tus santos apóstoles Pedro, Pablo, Andrés y de todos los santos, danos propicio la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, seamos siempre libres de pecado y libres de toda perturbación».
San Gregorio, es cierto, reza la oración fúnebre por la antigua Roma. Pero, al mismo tiempo, por gracia de Dios, es él quien alza la oración suplicante de la Iglesia, poderosa y bella, humilde y confiada, abriendo así para los discípulos de Cristo tiempos nuevos y nuevas esperanzas.
Es él, efectivamente, quien promueve con fuerza la vida de la Iglesia en Germania, Galia, Inglaterra, norte de Italia, norte de Africa, Oriente, Hispania. Es él quien con fuerzas divinas afirma el Primado romano, la unidad de la Iglesia, la unidad doctrinal y disciplinar canónica, la unidad de la liturgia y del canto religioso, que viene a establecerse en casi todo el Occidente ya en el siglo VIII, y en el XI también en España. Es él, sin duda, el autor principal de la Edad Media cristiana, la era de las catedrales, de las Sumas teológicas, la época de los monjes, cuando miles de monasterios dan forma a Europa, los siglos que van de San Benito (+547) a San Francisco de Asís (+1226), y que llega hasta el Renacimiento.
Pero veamos ya con algunos ejemplos concretos cómo ora en la aflicción la liturgia antigua de la Iglesia.
La oración de los fieles
La oratio fidelium, esa serie de súplicas e intercesiones que el diácono suscita en la asamblea eucarística y que el obispo o presbítero concluyen, es una de las formas más antiguas en la oración de la Iglesia suplicante. Las vemos ya, por ejemplo, en las muy antiguas y venerables Constituciones de los apóstoles, un documento de fines del siglo IV o principios del V, que recoge textos más antiguos. En ese documento litúrgico vemos ya la oración de los fieles tal como hoy se practica en la liturgia renovada, y concretamente, tal como se realiza el Viernes Santo, donde logra su forma más plena.
Las Constitutiones describen cómo, terminadas las lecturas y la homilía, el diácono manda salir a oyentes (audientes) e infieles, y todos en pie, bajo su guía, rezan las preces (lib. VIII,2ss).
En primer lugar por los catecúmenos: «orad, catecúmenos, y vosotros fieles por ellos con toda devoción, diciendo Kyrie eleison». Todos, con las manos alzadas, y en primer lugar los niños, repiten cantando una y otra vez el Kyrie, pidiendo la misericordia del Señor. El diácono, seguidamente, y siempre en forma de letanía, va enumerando las gracias solicitadas para los catecúmenos, y es respondido por el mismo clamor cantado.
El pueblo entero, los hombres a un lado, las mujeres a otro, los niños delante o con sus padres, las vírgenes de la comunidad y las viudas en sus lugares propios, el clero en el presbiterio presidido por el Obispo, todos se entregan unánimes a estas oraciones, suplicando la gracia del Salvador con reiterados clamores y con profundas inclinaciones corporales, poniéndose de rodillas o incluso prosternándose rostro en tierra. De modo semejante, se pide a continuación por otras muchas intenciones fundamentales.
Suplica el diácono con la asamblea por quienes están afligidos por espíritus inmundos, pide por la paz, por la santa Iglesia católica y apostólica, extendida por todo el universo, «por nuestros enemigos y por todos aquellos que nos odian, oremos»... En fin, «por todos, para que el Señor nos conserve en su gracia, nos guarde hasta el fin y nos libre del mal y de todos los escándalos de cuantos obran la iniquidad y nos conduzca salvos a su reino celestial»... Y todos repiten: «Kyrie eleison. Sálvanos y confórtanos, Señor, por tu misericordia».
«“Levantémonos”, concluye el diácono, “y orando con intenso fervor, encomendémonos unos a otros al Dios vivo por su Cristo”». El Obispo entonces concluye esta oratio fidelium, reuniendo en su oración collecta todas las súplicas precedentes:
«Oh Defensor poderoso, que sostienes a este pueblo tuyo, al que has redimido con tu preciosa sangre, sé su abogado, su ayuda y su promotor, su muralla fortísima, su trinchera y firme castillo, para que ninguno pueda perderse de tu mano, ya que no hay Dios alguno como tú, y en ti hemos puesto nuestra esperanza.
«Libra a tus hijos de toda enfermedad, de todo delito, de injurias y fraudes, del temor de los enemigos, de la flecha que vuela de día y de la insidia que se agita en las tinieblas, y concede a todos la vida eterna que hay en Cristo, tu Hijo y unigénito, Dios y Salvador nuestro, por el cual es a ti la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén».
Adelantada la Eucaristía, después de la consagración y la epíclesis, otra vez el Obispo alza su voz y sus manos en favor de la Iglesia y del mundo:
«También te pedimos, Señor, por el rey, por cuantos tienen autoridad y por todo el ejército, para que nuestra vida perdure en la paz, y transcurriendo en la quietud y la concordia todo el tiempo de nuestra vida, te demos gloria a Ti por Jesucristo, nuestra esperanza». Sigue pidiendo por todos los santos, vivos y difuntos, por los enfermos, «por aquellos que están en esclavitud, por los exilados y por los proscritos, también por cuantos nos odian y nos persiguen a causa de tu nombre, para que Tú les conduzcas al bien y aplaques su furor».
Las Constituciones apostólicas consignan también una oratio fidelium semejante para la oración litúrgica de la tarde (VIII,35) y de la mañana (VIII,37). Las Horas litúrgicas actuales han recuperado felizmente esta costumbre. Esta insistencia de la Iglesia primera en la intercesión orante de los fieles muestra claramente la conciencia antigua de que los cristianos tienen por misión salvar al mundo, sostenerlo en la gracia divina, guardándolo de todo mal.
Esta conciencia se expresa, por ejemplo, a comienzos del siglo III en el Discurso a Diogneto: «lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo... El alma está aprisionada en el cuerpo, pero es ella la que mantiene el cuerpo unido; así son los cristianos: están presos en el mundo, como en una cárcel, pero son ellos los que mantienen la trabazón del mundo... Tal es el puesto que Dios les señaló y no les es lícito desertar de él» (VI,1.7.10).
La Iglesia, luz en las tinieblas del mundo, sal que preserva a éste de la corrupción, continuamente ha de orar por el mundo. La oratio fidelium expresa, pues, uno de los aspectos más profundos de su misión. Y es indudable, como estamos viendo, que la Iglesia antigua muestra, por obra del Espíritu Santo, una verdadera genialidad para la oración de intercesión y de súplica. Una oración que, lógicamente, halla siempre nuevos acentos con ocasión de las grandes aflicciones eclesiales o civiles. En formas preferentemente litánicas, con voz clara y potente, serena y esperanzada, la Iglesia a través de los siglos invoca siempre por Cristo la misericordia del Omnipotente. Y estas peticiones litánicas son, sin duda, una de las formas preferidas de la piedad del pueblo, tanto en su oración privada como en la comunitaria.
Letanías de los santos
Siempre la Iglesia de la tierra, viéndose en graves angustias, ha implorado la ayuda de la Iglesia celestial, invocando a los santos con letanías conmovedoras. Con ocasión, por ejemplo, de las invasiones bárbaras, de los lombardos que asedian Sicilia, el Papa Gregorio Magno escribe a los obispos de esta región:
«¡Que no triunfen sobre nosotros a causa de nuestros pecados! Acudamos, pues, de todo corazón a los remedios que nos ofrece el Redentor, y si no podemos resistir a los enemigos con la fuerza, alejémosles de nosotros con las lágrimas. Por eso, muy queridos hermanos, os exhorto a que en la cuarta y sexta feria [miércoles y viernes, días penitenciales desde antiguo] ordenéis, sin excusa alguna, las letanías, e imploréis así la ayuda divina contra las incursiones de la crueldad de los bárbaros» (Registrum XI,51: ML 77,1170).
En Roma dispone Gregorio que se recen las letanías de los santos dos veces por semana, mientras duren las incursiones de los bárbaros (Juan Diácono, Vita Gregorii IV,53). Las letanías se rezan normalmente caminando los fieles en procesión, es decir, mientras acuden desde diversos lugares a una iglesia previamente indicada, donde el Obispo va a celebrar la misa. Ésas eran las estaciones, que en seguida evocaremos.
En el año primero de su pontificado, con ocasión de una peste, San Gregorio ordena unas solemnes letanías septiformes, en las que desde los siete barrios de Roma los fieles han de acudir en procesión para participar en la Eucaristía en la basílica de Santa María la Mayor. La convocatoria del Papa expresa a un tiempo su alma orante y refleja al mismo tiempo la mejor tradición suplicante de la Iglesia en las afliccón:
«El dolor abra la puerta a nuestra conversión y suavice la dureza de nuestro corazón mediante las penas que sufrimos. Volvamos todos a la penitencia, pues nos ha sido dado un tiempo de lágrimas. Insistamos en la oración, insistamos hasta la importunidad, seguros de que seremos escuchados. “Invócame en el día del peligro: yo te libraré y tú me darás gloria” [Sal 49,15]. El mismo Dios que nos llama a la oración es el que quiere tener piedad de nosotros.
«Por tanto, hermanos muy queridos, con el corazón contrito y con obras de santificación, mañana, desde el amanecer de la feria cuarta, reunámonos todos para la letanía septiforme, siguiendo el orden indicado. Ninguno se dispense, y todos juntos en la iglesia de la santa Madre de Dios, ya que juntos hemos pecado, juntos todos deploremos los males hechos, de modo que el Juez severo, que habia pensado castigar nuestras culpas, nos quite la ya pronunciada sentencia de condena» (Oratio ad plebem, puesta el fin de las Hom. Evang. en ML 76,1311).
También actualmente las letanías de los santos en la Vigilia Pascual, en las Ordenaciones sagradas y en momentos de especial solemnidad o necesidad, mantienen un lugar importante en la liturgia católica. Y sigue siendo hoy ésta una de las formas de oración suplicante más apreciada por los fieles.
Las «estaciones»
Desde muy antiguo, en determinadas ocasiones, los cristianos son convocados por el Obispo en un lugar determinado (statio), con una especial finalidad litúrgica de petición. Ya Tertuliano (+220) hace notar que este término statio tiene su origen en el mundo militar: «statio es nombre tomado de la milicia; pues, en efecto, somos el ejército de Dios (nam et militia Dei sumus)» (De oratione 19).
Las estaciones eran, pues, semejantes a una parada militar, en la que se congregaba la Iglesia como un ejército suplicante. El pueblo cristiano estimaba mucho estas congregaciones de petición, y en el día señalado se juntaba para su celebración un verdadero ejército del Señor.
Pues bien, San Gregorio Magno, en tiempos calamitosos que ya hemos recordado, da un nuevo impulso en Roma a las estaciones, y probablemente organiza él mismo su forma litúrgica. De su tiempo proceden tres grandes estaciones, que han de celebrarse las tres semanas precedentes a la Cuaresma (quadragesima): septuagésima en la basílica de San Lorenzo, sexagésima en la de San Pablo Extramuros, y quincuagésima en San Pedro del Vaticano. Las tres han estado vigentes en la Iglesia hasta la renovación de la liturgia después del Vaticano II. En las tres se suplicaba principalmente a Dios por la paz y por la liberación de los pecados, propios y ajenos, que habían atraído el azote de las invasiones y guerras.
En la statio el pueblo, en una o en varias procesiones simultáneas, se dirigía a la iglesia estacional cantando por el camino las letanías de los santos (miserere nobis!, libera nos, Domine!). Y merece la pena recordar que «en Occidente aparece por vez primera la cruz como insignia litúrgica en el ceremonial de las procesiones estacionales. Cada región o instituto tenía la suya. Al llegar la procesión a la iglesia estacional donde se celebraba el santo sacrificio, se ponían la cruz y las candelas junto al altar, y ése parece ser el origen de colocar la cruz y algunos cirios encendidos en el altar en que se celebra la santa misa» (Garrido-Pascual, Curso de liturgia, BAC 202, 1961,198-199).
Septuagésima
A modo de ejemplo, veamos en resumen los textos bíblicos y litúrgicos que componen la estación de septuagésima en la celebración gregoriana, es decir, romana. El salmo de entrada que abre la celebración eucarística es el 17:
«Me envolvían las redes del abismo, me alcanzaban los lazos de la muerte. En el peligro invoqué al Señor, grité a mi Dios. Desde su templo él escuchó mi voz y mi grito llegó a sus oídos».
En seguida toda la asamblea pide con insistencia la misericordia de Dios: «Señor, ten piedad de nosotros. Cristo, ten piedad de nosotros». Esta súplica se repite una y otra vez, y así vox omnium Christum clamat, hasta que el pontífice hace la señal para terminar.
La epístola es de San Pablo (1Cor 9,24-27; 10,1-5), y en ella se recuerda la bondad de Dios, admirable y poderosa, que sacó a su Pueblo de la esclavitud de Egipto, le hizo pasar el Mar Rojo, y en el desierto le alimentó con un pan celestial y con agua sacada de la roca.
El salmo 9, otro clamor suplicante, es cantado seguidamente como gradual:
«Piedad, Señor, mira cómo me afligen mis enemigos, vuelvan al abismo los malvados, los pueblos que olvidan a Dios... Levántate, Señor, que el hombre no triunfe: sean juzgados los gentiles en tu presencia. Señor, infúndeles terror, y aprendan los pueblos que no son más que hombres».
Y como tracto se canta el salmo 129:
«Desde lo hondo (de profundis) a ti grito, Señor: Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica... Mi alma espera en el Señor, más que el centinela la aurora... Porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa»...
En el Evangelio (Mt 20,1-16) se recuerda la bondad del Señor, que paga lo mismo a todos los operarios que han trabajado en la viña, también a los llamados a última hora.
El ofertorio se compone de versos del salmo 91:
«¡Qué magníficas son tus obras, Señor!... Tus enemigos, Señor, perecerán, pero a mí me das la fuerza de un búfalo... Mis ojos despreciarán a mis enemigos, mis oídos escucharán su derrota»...
Y en la comunión se canta el salmo 30:
«A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado... Ven aprisa a librarme, sé la roca de mi refugio... Piedad, Señor, que estoy en peligro... Mi vida se gasta en el dolor, mis años, en los gemidos... Pero yo confío en ti, Señor, te digo: “Tú eres mi Dios”, en tu mano están mis azares... Amad al Señor, fieles suyos: el Señor guarda a sus leales y paga con creces a los soberbios. Sed fuertes y valientes de corazón los que esperáis en el Señor».
Sexagésima y quincuagésima reúnen de modo semejante lecturas, oraciones y salmos, en los que la oración de petición es predominante. Sólamente recordaré de la estación de quincuagésima en San Pedro estas nobles frases del prefacio:
«Con profunda devoción solicitamos de tu majestad, Señor, que mirando la débil condición terrena, no seamos castigados por tu ira a causa de nuestras maldades, sino que con tu inmensa clemencia seamos purificados, instruidos y consolados. Y ya que sin ti nada podemos hacer que te sea grato, esperamos solo de tu gracia que nos concedas vivir una vida santa».
Los Sacramentarios y la guerra
Siempre que la Iglesia se ha visto afligida por la brutalidad irracional de las guerras, que apenas el mundo puede evitar o terminar, se ha vuelto suplicante al único Salvador de los hombres y en Él ha puesto su esperanza. Por ejemplo, en el sacramentario leoniano (XVIII,6), compuesto, como ya vimos, en tiempos de terribles guerras y devastaciones, se contiene este precioso prefacio, lleno de dolor y lleno de humildad y confianza:
«Reconocemos, Señor Dios nuestro, sí, lo reconocemos, que a causa de nuestros pecados todo lo hecho por el trabajo de tus siervos se ve ahora derribado ante nuestros ojos por manos extrañas, y todo cuanto con nuestro sudor has hecho Tú crecer en los campos es desbaratado ahora por los enemigos.
«Postrados, pues, te pedimos suplicantes de todo corazón que nos concedas el perdón de los pecados pasados, y continuando tu acción misericordiosa, nos protejas de todo asalto de muerte. Así nunca dudaremos de que tu defensa nos asiste, si te dignas quitar de nosotros cuanto fue causa de ofenderte».
En el sacramentario gelasiano se hallan también múltiples oraciones para tiempos de guerra, a veces bellísimas, como ésta:
«Perdona, Señor, perdona a los que te suplican. Concede propicio la ayuda de tu misericordia, pues tú das en los mismos flagelos el remedio. Y que esta corrección tuya, Señor, no sea causa de penas mayores para los negligentes, sino paternal amonestación para los así corregidos» (III,33).
La idea de pecado-castigo-medicina está siempre presente en estas liturgias tempore belli. Es la misma convicción del apóstol Santiago: «alegráos profundamente cuando os veáis asediados por toda clase de pruebas. Sabed que vuestra fe, al ser probada, produce la paciencia. Y si la paciencia llega hasta el final, seréis perfectos e íntegros, sin falta alguna» (1,2-4).
Pervive la liturgia antigua en la liturgia actual
No quiero prolongar esta exploración en los antiguos libros litúrgicos. Basten los datos recordados para hacernos una idea de cómo era en los siglos IV-VII la oración litúrgica de la Iglesia con ocasión de grandes angustias y calamidades. Y hago notar de nuevo que es justamente en ese tiempo cuando cristalizan todas las líneas fundamentales de la liturgia católica latina, tal como ha llegado hasta el día de hoy.
El Misal Romano actual conserva no pocos de los textos bíblicos y de las oraciones que los sacramentarios antiguos incluían para tiempos angustiosos de guerra. Y lo hace especialmente en el Adviento y la Cuaresma.
El primer domingo de Adviento, por ejemplo, se inicia en el introito con el salmo 24: «A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado; que no triunfen de mí mis enemigos, pues lo que esperan en ti no quedan defraudados». El mismo salmo abre la misa del miércoles de la I semana de Cuaresma: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas, pues los que esperan en ti no quedan defraudados. Salva, oh Dios, a Israel de todos sus peligros».
También seguimos rezando en la liturgia no pocas de aquellas antiguas oraciones por la paz. Algunas nos son muy conocidas, pues están colocadas en la Eucaristía, en el corazón mismo de la Iglesia, y se han guardado para siempre en el Canon Romano. Pero por eso mismo, porque son oraciones que rezamos cada día, merece la pena que nos fijemos bien en ellas.
Recordemos que al principio del Canon Romano se suplica: «Padre misericordioso, te pedimos ... por tu Iglesia santa y católica, para que le concedas la paz, la protejas, la congregues en la unidad y la gobiernes en el mundo entero». Después de invocar a la Virgen y a toda la Iglesia celestial, el Canon pide: «por sus méritos y oraciones concédenos en todo tu protección». Y al presentar los dones: «ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos». Notemos también que junto al Padre nuestro –en el que suplicamos a Dios «líbranos del mal»–, y como conclusión del mismo, recitamos diariamente: «líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días», etc.
Una hermosa oración del celebrante, que se integra más tardíamente en el antiguo Canon romano, en el siglo XI, precede el rito de la la paz:
«Señor Jesucristo, que dijiste a tus Apóstoles, “la paz os dejo, mi paz os doy”, no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia, y conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos».
«–La paz del Señor esté siempre con vosotros. –Y con tu espíritu».
El beso fraterno sella este rito de la paz. Y finalmente, antes de la comunión, la triple invocación del Cordero de Dios –un eco que amplía la triple invocación del Gloria–, según informa Inocencio III (+1216; ML 117,908), fue modificada en un tiempo no conocido de grandes «adversidades y terrores» para la Iglesia, viniendo a decir hasta el día de hoy: «danos la paz».
Finalmente, la oración de los fieles, como ya hemos visto, muy especialmente cuando se desarrolla en su forma más plena, como en el oficio del Viernes Santo, mantiene perfectamente viva la oración suplicante de la Iglesia antigua.
En este valle de lágrimas
Pero a todo esto podríamos hacernos una pregunta. ¿Tiene sentido que en tiempos de paz sigamos orando una liturgia que nació en tiempos de terribles guerras? La respuesta es, sin duda, afirmativa; y por dos razones principales.
No olvidemos, en primer lugar, que esas mismas liturgias tienen un maravilloso vuelo doxológico de alabanza y acción de gracias, de gozo en la bondad de Dios y de esperanza en la vida eterna. Se trata en su conjunto de unas oraciones muy especialmente luminosas, alegres, esplendorosas. Yo aquí me he fijado en las súplicas brotadas de las situaciones angustiosas; pero el conjunto de la liturgia ambrosiana, leoniana, gelasiana, gregoriana, galicana, hispana, es admirablemente gozoso. Más aún, digámoslo sinceramente: expresan una alegría que difícilmente podríamos hallar en la Iglesia actual. Los tiempos cristianos teocéntricos son mucho más grandiosos, mucho más bellos y alegres que los antropocéntricos.
Y en segundo lugar, aunque hoy nosotros –al menos en ciertos países– no suframos las misma pestes, epidemias o las invasiones de los bárbaros, padecemos sin duda otras pestes semejantes o más graves. Por otra parte hoy, y éste es un dato nuevo, por primera vez en la historia, llega diariamente a nuestro conocimiento, por medio de prensa, radio y televisión, cualquier guerra, epidemia o desastre que sucede en todo lugar de la tierra. Por último, también los salmos de angustia fueron compuestos en momentos concretos de aflicción extrema que ya pasaron, pero tanto Israel como la Iglesia los han mantenido siempre vigentes, teniendo sobradas razones para hacerlos suyos.
Muy duro, pues, han de tener el corazón aquellos cristianos de hoy que no se sientan gementes et flentes in hac lacrimarum valle. En efecto, los que se avergüenzan de la oración de la Madre Iglesia, y la consideran excesivamente afligida y triste, es porque tienen un corazón duro y frío –y por tanto necesariamente triste–, incapaz de compadecerse de tantos males ajenos.
Olvido y desprecio de Dios, alejamiento de la Eucaristía, desamor y crueldad, pecados y más pecados, injusticias, hambre y guerras, terrorismo, catástrofes naturales, epidemias, droga, sida, mentiras y violencias, falsificaciones del pasado y del presente, abortos, divorcios, eutanasia, perversión de las leyes, degradación de la familia, de la enseñanza, de las modas, de la televisión, de los espectáculos, etc., hacen dolorosamente vigentes las oraciones litúrgicas de la Iglesia antigua. No nos produce hoy ninguna violencia el asumirlas.
Liturgia humilde, ávida de la gracia
Una segunda reflexión. La liturgia de los siglos que hemos evocado conmueve por su humildad. En ella está siempre viva la palabra de Cristo: «sin Mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Por eso pone toda su esperanza en la misericordia de Dios. Y por eso mismo, aunque la situación sea humanamente desesperada, la liturgia antigua guarda viva la esperanza, y la expresa alzando a Dios las súplicas más audaces, solo apoyada en la misericordia y en el poder del Salvador, que vive y reina sobre todos los reyes por los siglos de los siglos.
Recordemos que estas liturgias antiguas, partiendo de tradiciones anteriores, se han compuesto justamente cuando la Iglesia, contra pelagianos y semipelagianos, formula su admirable doctrina de la gracia, hoy tantas veces olvidada.
El Indiculus, por ejemplo, que en el año 500, enseña un conjunto de proposiciones antiguas, dice así: «Dios obra de tal modo sobre el libre albedrío en los corazones de los hombres que el santo pensamiento, el buen consejo y todo movimiento de buena voluntad procede de Dios, pues por Él podemos algún bien y “sin Él no podemos nada”... Consiguientemente, en todos nuestros actos, causas, pensamientos y movimientos hay que orar a nuestro Ayudador y protector» (Dz 135/244).
De esa doctrina, que es la de los Padres, como San Agustín, o de enseñanzas, por ejemplo, como las del II Concilio de Orange (529), brota una maravillosa liturgia suplicante. «Lex orandi, lex credendi». El Liber Ordinum, por ejemplo, el que la Iglesia visigótica usaba en España en el tiempo de San Leandro (+600), San Isidro (+636) o San Ildefonso (+667), en una misa acerca de los enemigos (missa de hostibus) formula esta conmovedora oración:
«Oh Señor, Dios del cielo y de la tierra, observa, te lo pedimos, la soberbia de nuestros enemigos y mira nuestra humildad. Contempla el rostro de tus santos y muestra que Tú no abandonas a los que en ti confían y que humillas en cambio a los que presumen de sí mismos y se glorían de su propia fuerza. Tú eres el Señor Dios nuestro, que desde el principio disipas las guerras, y el Señor es tu nombre. Extiende tu brazo, como en otro tiempo, y destruye con tu fuerza la fuerza de nuestros enemigos. Que en tu cólera se desvanezca la fuerza de ellos, para que tu casa permanezca en la santidad y todos los pueblos reconozcan que Tú eres Dios y que no hay otros dioses fuera de ti. Amén» (AdS 1917,1: 542).
Estas liturgias antiguas se manifiestan siempre muy conscientes de la impotencia del hombre, muy prontas a reconocer sinceramente las miserias del mundo presente y también las de la misma Iglesia actual; en fin, son muy realistas, y están muy verazmente situadas in hac lacrimarum valle. Por eso son liturgias tan humildes y tan suplicantes.
De estas antiguas oraciones, o al menos de su inspiración y modelo, proceden muchas de las oraciones litúrgicas actuales, conmovedoras en su humildad profundísima y en su total reconocimiento de la necesidad de la gracia. Éstas de la Cuaresma pueden servir de ejemplo:
«Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, mira con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas» (III dom.). «Concédenos, Señor, la gracia de pensar y practicar siempre el bien, y pues sin ti no podemos ni existir ni ser buenos, haz que vivamos siempre según tu voluntad» (I juev.).
De rodillas, postrados ante el Señor
Una tercera reflexión. Siguiendo también en esto la tradición de Israel, la liturgia antigua asocia normalmente las actitudes corporales a las actitudes del espíritu. Y así guarda y expresa la unidad del ser humano, corporal y espiritual al mismo tiempo. Por eso el pueblo cristiano de Oriente y Occidente, enseñado por la Escritura sagrada, ha orado siempre alzando las manos, en pie, de rodillas, postrándose rostro en tierra, es decir, asumiendo una serie de posturas orantes formadas por la tradición y por la misma experiencia.
El salmista nos invita: «venid, postrémonos e inclinémonos, de rodillas ante el Señor, que nos ha hecho» (95,6); y nos aseguran que «en su presencia se postrarán las familias de los pueblos... Ante él se postrarán las cenizas de la tumba» (21,28.30). Nuestro Señor Jesucristo «de rodillas» (Lc 22,41), «rostro en tierra» (Mt 26,39), oraba al Padre en el Huerto. San Pedro, tras la pesca milagrosa, queda anonadado, y se postra ante el Señor (Lc 5,8). El amigo más íntimo de Jesús, el apóstol San Juan, al contemplar en Patmos al resucitado tan glorioso, «cae a sus pies como muerto» (Ap 1,17). San Pablo dice «dobla sus rodillas ante el Padre» (Ef 3,14); y quiere que «al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos» (Flp 2,10; +1Cor 14,25).
Y lo mismo nos viene enseñado por la tradición católica. San Justino (+163) dice: «¿quién de vosotros ignora que la oración que mejor aplaca a Dios es la que se hace con gemido y lágrimas, con el cuerpo postrado en tierra o las rodillas dobladas?» (Diálogo con Trifón 90,5). Y Orígenes (+253): «cuando uno acuse suplicante los propios pecados a Dios, es necesario que doble las rodillas para que le sean perdonados y se vea vuelto a la salud» (De oratione 319).
En la tradición judía y cristiana, como también en otras culturas religiosas, es muy tradicional que el cuerpo participe externamente de las actitudes internas del espíritu. San Gregorio Magno, por ejemplo, dice a los congregados en la estación de San Pancracio: «vemos, muy queridos hermanos, qué inmensa muchedumbre os habéis congregado aquí para la solemnidad del mártir; y cómo os arrodilláis en tierra, y golpeáis vuestro pecho, y clamáis en voces de súplica y de alabanza, y bañáis vuestras mejillas con lágrimas» (Hom. sobre Evangelios I,27,7).
Por eso, siendo tan universal la enseñanza de la Biblia y de la Tradición, resulta hoy notable el celo extraño que algunos despliegan para evitar cuanto sea posible que el pueblo cristiano se arrodille al orar, sea en privado o en la liturgia. No es fácil ver qué van a ganar los cristianos abandonando esa tradición. Pero sí se conoce, en cambio, lo mucho que van a perder.