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La Iglesia católica, que en sus pruebas ha de aprender de Israel a orar con humildad y confianza, aún más ha de aprender de su propia tradición secular. En efecto, como dice el Vaticano II, la Iglesia ha de vivir siempre de la Biblia y de su propia Tradición: «ambas se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción» (DV 9).
Cristo
En la suprema aflicción del Huerto y de la Cruz, Jesús, «entrado en agonía, oraba con más insistencia, y su sudor vino a ser como gotas de sangre que caían sobre la tierra» (Lc 22,44). Así enseñó a su esposa, la Iglesia, a refugiarse siempre en la oración, cuando llega la hora de las tinieblas.
Sabe Jesús que envía sus discípulos al mundo «como ovejas entre lobos» (Mt 10,26), y que la misma persecución que Él sufrió la van a sufrir ellos siempre, en una u otra forma (Jn 15,18-21). Sabe también que ellos, por sí mismos, no tienen fuerzas para vencer al mundo, ni siquiera para soportar pacientemente su persecución. Sabe, pues, que los cristianos solamente podrán mantenerse fieles, venciendo a la carne, al demonio y al mundo, si se guardan en oración continua. Por eso tiene buen cuidado en enseñarles que «es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc 18,1). «Vigilad, pues, en todo tiempo y orad, para que evitéis todo esto que ha de venir y podáis comparecer ante el Hijo del hombre» (Lc 21,36).
Por otra parte, la oración continua ha de estar siempre viva en los cristianos porque «somos linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar el poder del que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,9). Por eso, pues, «siempre y en todo lugar» hemos de dar «gracias a Dios Padre».
Sabe Cristo que los hijos de Dios en este mundo serán guardados siempre por el Padre celestial, que conoce bien sus necesidades (Mt 6,32). Pero también conoce que esta ayuda ha de ser incesantemente solicitada por ellos en la oración. Ahora bien, cuando los fieles claman desde lo más profundo de sus angustias históricas, «¿no hará Dios justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche, aun cuando los haga esperar? Yo os digo que les hará justicia prontamente» (Lc 18,7-8).
Los Apóstoles
Los Apóstoles «estaban de continuo en el templo bendiciendo a Dios» (Lc 24,53). Todos los fieles, con los apóstoles, perseveraban «en la unión, en la fracción del pan y en la oración» (Hch 2,42). Pero esta oración de alabanza incesante se hacía un grito unánime apremiante, un clamor, cuando la Iglesia pasaba por alguna angustia especialmente grave. Por ejemplo, sabemos que cuando Pedro es encerrado en la cárcel, «la Iglesia oraba instantemente por él» (Hch 12,5). El Señor escuchó a sus fieles y Pedro fue liberado por un ángel.
La vida de la Iglesia en este mundo ha de estar continuamente sostenida por la oración de los fieles, encabezada por sus pastores. No puede sobrevivir de otro modo. Todos los cristianos, revestidos de «la armadura de Dios», han de perseverar «en toda suerte de oraciones y plegarias, orando en todo tiempo con fervor, manteniéndose siempre en continuas súplicas por todos los santos» (Ef 6,13.18). No es posible la vida de la Iglesia en este mundo de otro modo.
San Pablo y la oración por la paz
Especialmente la paz, la paz cívica y eclesial, siempre ha sido pedida por la Iglesia con todo empeño. Ésa ha sido una tradición continua desde el tiempo de los Apóstoles. La oración por la paz –«la paz del Señor esté con vosotros»–, tan antigua y frecuente en la liturgia, es solicitada con especial acento por el apóstol San Pablo, bien consciente de que solo Dios puede dar al pueblo cristiano una vida en paz.
–Paz con Dios, de modo que «justificados por la fe, tengamos paz con Dios por nuestro Señor Jesucristo» (Rm 5,1).
–Paz en la Iglesia:
«os exhorto yo, preso en el Señor, a que andeis de una manera digna de la vocación a la que fuisteis llamados, con toda humildad, mansedumbre y longanimidad, soportándoos unos a otros, solícitos de conservar la unidad del espíritu mediante el vínculo de la paz» (Ef 4,1-3). Y así «la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guarde vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4,7).
–Paz en el mundo presente. El milagro histórico de la paz, siendo el mundo como es –siempre partido en trozos contrapuestos, siempre lleno de guerras y deportaciones, divisiones, atropellos y violencias–, solo puede ser conseguido por la oración clamorosa, día y noche, de los fieles «pacificadores», que merecen ser llamados «hijos de Dios» (Mt 5,9).
Por eso dice el Apóstol: «Ante todo te ruego que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los emperadores y por todas las autoridades, para que podamos disfrutar de paz y tranquilidad, y llevar una vida piadosa y honesta» (1Tim 2,1-2).
Recordemos que la paz es el patrimonio de los cristianos en este mundo. Es don de Dios, bajado de lo alto: «¡gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres amados por Él!» (Lc 2,14). Es el don propio de Cristo: «la paz os dejo, mi paz os doy; pero no como la da el mundo» (Jn 14,27). El mundo, en efecto, no puede dar la paz; pero Cristo sí, porque es el Príncipe de la Paz (Is 9,6). Por eso la Iglesia en su liturgia siempre, especialmente en la Eucaristía, ha pedido a Dios la paz.
Apocalipsis
La vida de los cristianos en este mundo, hasta que Cristo vuelva con todo su irresistible poder, es una vida martirial, que no puede mantenerse si no alzan a Dios el clamor de una oración continua:
«Vi debajo del altar las almas de los que habían sido inmolados a causa de la Palabra de Dios y del testimonio que habían dado. Clamaban a grandes voces, diciendo: “¿hasta cuándo, Señor santo y verdadero, tardarás en hacer justicia y en vengar nuestra sangre en los que habitan la tierra?” Y a cada uno le fue dada una túnica blanca [color antiguo del martirio], y se les dijo que esperaran todavía un poco más, hasta que se completara el número de sus compañeros de servicio y hermanos, que iban a sufrir la misma muerte» (Ap 6,9-11).
La Iglesia en este mundo ha de alzar continuamente en la presencia de Dios uno y trino el incienso perfumado de la alabanza y de la acción de gracias (Ap 8,4), pero también la súplica por sí misma, tan perseguida, y por todo el mundo, tan necesitado de salvación por gracia.
A la luz del Apocalipsis, en efecto, entrar a vivir en la Iglesia es participar de ese clamor continuo, que de día y de noche Ella eleva a Dios. De esta manera de entender la vida cristiana en el mundo, los Santos Padres nos dan innumerables testimonios. De ellos recordaré a algunos.
San Clemente Romano
A fines del siglo I, el papa Clemente escribe una preciosa carta a los corintios. El tercer sucesor de Pedro se muestra dolorido tanto por las escisiones que existen entre los fieles de Corinto, como por la persecuciones que la Iglesia está sufriendo bajo Domiciano. Y en estas angustias, alza sus brazos orando a Dios con esta gran súplica llena de humildad, de serena confianza y del espíritu litúrgico de la Eucaristía:
«Te pedimos, Señor, que seas nuestro socorro y protector. Salva a aquellos de entre nosotros que están en tribulación, apiádate de los humildes, levanta a los que han caído [los lapsi, apóstatas en la persecución], muéstrate a los necesitados, cura a los enfermos, convierte a los extraviados de tu pueblo, sacia a los que tienen hambre, redime a nuestros cautivos [privados de libertad por ser cristianos], restablece a los que están débiles, alienta a los pusilánimes. Que todos los pueblos conozcan que Tú eres el único Dios, que Jesucristo es tu Siervo y que nosotros somos tu pueblo y ovejas de tu rebaño [Sal 78,13; 99,3]» (59,4).
«Misericordioso y compasivo, perdónanos nuestras injusticias, faltas, pecados y errores. No tengas en cuenta ningún pecado de tus siervos y siervas, sino purifícanos con la purificación de tu verdad y endereza nuestros pasos para que caminemos en santidad de corazón y hagamos lo que es bueno y grato en tu presencia y en presencia de nuestros jefes.
«Sí, Señor, muestra tu rostro sobre nosotros para concedernos los bienes de la paz, para que seamos protegidos por tu mano poderosa, para que tu excelso brazo nos libre de todo pecado, y para que nos protejas de todos los que nos odian injustamente. Da concordia y paz a nosotros y a todos los habitantes de la tierra, como se la diste a nuestros padres cuando te invocaron santamente en fe y en verdad.
«Que seamos obedientes a tu omnipotente y santo Nombre y a nuestros príncipes y jefes de la tierra. Tú, Señor, les diste el poder del reino por tu magnífica e indescriptible fuerza... Dales, Señor, salud, paz, concordia, firmeza para que atiendan sin falta al gobierno que les has dado... Tú, Señor, endereza su voluntad hacia lo bueno y agradable en tu presencia, para que ejerciendo piadosamente, con paz y mansedumbre, el poder que les has dado, alcancen de Ti misericordia.
«Tú eres el único capaz de hacer estas cosas e incluso bienes muy superiores entre nosotros. A ti te confesamos por medio de Jesucristo, el Sumo Sacerdote y protector de nuestras almas, por medio del cual sea dada a Ti la gloria y la magnificencia, ahora y de generación en generación, por los siglos de los siglos. Amén» (60,1–61,3).
San Policarpo
En el año 155, teniendo 86 años de edad, muere mártir San Policarpo, obispo de Esmirna. Poco antes de morir, según refiere el cronista de su martirio, «se retiró a una finca próxima a la ciudad, y allí pasaba el tiempo con unos pocos fieles, sin hacer otra cosa, día y noche, que orar por todos, y especialmente por las Iglesias esparcidas por toda la tierra. Cosa, por lo demás, que tenía siempre por costumbre» (Mart. Policarpo 5).
Este pastor fiel, que tanto oraba por su pueblo, exhortaba también a los demás a que hicieran lo mismo. Concretamente a los cristianos de Filipo, les exhorta: «rogad por todos los santos [los fieles cristianos]. Rogad también por los reyes y autoridades y príncipes, y por los que os persiguen y aborrecen, y por los enemigos de la cruz» (Filip. 12).
La Iglesia antigua, viéndose perseguida, sabe participar con paz de la Cruz de Cristo. Cumple la norma del Maestro, y «no se resiste al mal» (Mt 5,39). No odia a sus perseguidores, sino que ruega por ellos. No se rebela, no se querella ante los tribunales, no devuelve mal por mal, sino que vence el mal con la abundancia del bien (Rm 12,17-21; 1Tes 5,15), y todo lo supera con la fuerza invencible de la oración. En medio de situaciones tan terriblemente duras, la Iglesia de Cristo, manteniéndose en paz y alegre en la esperanza, vence al mundo con la cruz y la oración.
San Justino
De este espíritu nos da buena muestra el filósofo samaritano Justino, convertido a la fe cristiana. Mientras enseña en Roma, escribe varias obras en defensa de la fe cristiana, y muere mártir el año 163.
«Nosotros –escribe al emperador Antonino Pío– somos vuestros mejores auxiliares y aliados para el mantenimiento de la paz» (I Apología 12,1). «Nosotros, los que antes amábamos por encima de todo el dinero, ahora lo ponemos todo en común...; los que nos odiábamos y matábamos unos a otros, ahora, después de la aparición de Cristo, vivimos todos juntos y rogamos por nuestros enemigos, y tratamos de persuadir a los que nos aborrecen injustamente, para que, viviendo conforme a las hermosas normas de Cristo, tengan buenas esperanzas de alcanzar junto con nosotros los mismos bienes que nosotros esperamos de Dios, soberano de todas las cosas» (14,2-3).
No hay entonces amargura en el corazón de la Iglesia, a pesar de verse tan perseguida, tan injustamente tratada por el mundo. Hay paz, hay cruz, hay esperanza de vencer al mundo por la persuasiva Palabra revelada, por la cruz, la misma cruz de Cristo, y por la incesante oración de súplica.
Orígenes
En medio de terribles persecuciones del mundo, los Padres antiguos exhortan siempre a vivir virtuosamente, en paz y con esperanza, orando por los enemigos y perseguidores, y guardando segura confianza en la victoria de Cristo, que vive y reina por todos los siglos. Así lo hace con profunda elocuencia Orígenes (+253), gran asceta y teólogo alejandrino, que sufre tormento en la persecución de Decio.
«Nosotros oramos pidiendo que Jesús reine sobre nosotros y cesen las guerras en nuestra tierra, cesen los asaltos de los deseos carnales, y cuando estas cosas se hayan calmado, repose cada uno bajo sus vides, higueras y olivos. Así, bajo el manto del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, descansará el alma que en sí misma recuperó la paz de la carne y del Espíritu. Al Dios eterno sea la gloria por los siglos. Amén» (In Num. Hom XXII,4).
«Nosotros oramos y pedimos, diciendo: Señor, estate vigilante para ayudarme, porque grande es la lucha y potentes los adversarios. Maligno es el enemigo, el enemigo invisible que nos combate por medio de estos enemigos visibles. Vigila, pues, en nuestra ayuda y socórrenos por tu santo Hijo nuestro Señor Jesucristo, por el que nos has redimido a todos, por el que te es dada la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (In Ps. 37, Hom II,9).
San Cipriano
Otro gran santo, capaz de enseñarnos a orar en paz desde lo más profundo de la adversidad, es Cipriano, el obispo de Cartago que muere mártir en la persecución de Valeriano (+258). En sus preciosas cartas de exhortación a los mártires hallamos todas las condiciones que, según vimos en Israel, ha de tener la oración del Pueblo de Dios cuando se ve hundido en las calamidades del mundo. Reproduciré aquí algunas frases de una larga carta a su clero de Cartago:
Oremos y ayunemos. «Aunque no ignoro, hermanos muy queridos, que el temor de Dios os induce a aplicaros a continuas oraciones y a insistentes súplicas, os amonesto asímismo a que aplaquéis a Dios y a que no sólo de palabra, sino también afligiéndoos con ayunos y toda clase de penitencias, logréis de Él con ruegos que reduzca su cólera.
Sufrimos un justo castigo. «Hay que comprender y reconocer que tormenta tan devastadora como la presente persecución, que ha desolado nuestro rebaño en tan gran parte y que aún sigue desolándolo, es efecto de nuestros pecados, porque no seguimos los caminos del Señor, ni observamos los mandamientos que nos dió para nuestra salvación.
«El Señor cumplió la voluntad del Padre, pero nosotros no hemos cumplido la voluntad de Dios, y nos hemos entregado al lucro de los bienes temporales, marchando por los caminos de la soberbia. Caimos en rivalidades y disensiones. Descuidamos la sencillez y la lealtad. Renunciamos de palabra, pero no de obra, al mundo, muy indulgente cada uno consigo mismo y severo con los demás.
«Por eso recibimos los azotes que merecemos... Ni los mismos confesores, que debieran servir de ejemplo para los demás, guardan la disciplina... y se jactan con hinchado descaro de haber confesado a Cristo... Con razón sufrimos estos males por nuestros pecados, pues ya nos lo previno el Señor, cuando dijo: “si sus hijos abandonan mi ley y no siguen mis mandamientos, si profanan mis preceptos y no guardan mis mandatos, castigaré con la vara sus pecados y a latigazos sus culpas” [Sal 88,31-33]...
Pidamos desde nuestra miseria la Misericordia divina. «Imploremos, pues, desde lo más íntimo de nuestro corazón la misericordia de Dios, porque también Él añadió estas palabras: “no les retiraré mi favor” [88,34]... Roguemos con insistencia y no dejemos de gemir con continuas plegarias... No cesemos en manera alguna de pedir y de esperar recibir con fe, y supliquemos al Señor con sinceridad y en unánime concordia, con gemidos y lágrimas a la vez, como conviene implorar a los que se encuentran entre los males de los que lloran y el resto de los que temen, entre la multitud de enfermos que yacen por el suelo [los lapsi, caídos] y los muy pocos que quedan en pie.
Atrevámonos a pedir a Dios con esperanza tantos bienes que nos faltan. «Pidamos que retorne pronto la paz, que venga pronto la ayuda a nuestros escondrijos y peligros, que se cumpla lo que el Señor se digna anunciar a sus siervos: la reintegración de la Iglesia, la seguridad de nuestra salud, la serenidad tras la tormenta, la luz tras las tinieblas, la dulce suavidad después de las borrascas y huracanes, los piadosos auxilios de su amor de Padre, las conocidas maravillas de su poder divino para embotar las blasfemias de los perseguidores. Que los caídos hagan penitencia, y que sea ensalzada la fidelidad inquebrantable de los que han perseverado» (Carta 11; 7 en ML).
Habiendo ya Cipriano confortado durante años a sus fieles en la persecución, vuelve finalmente a Cartago para morir como mártir en su propia sede episcopal. A él debemos los más hermosos textos escritos sobre el martirio y las oraciones más bellas escritas desde lo más profundo de las penas de la Iglesia en el mundo.
Pablo, mártir
Por último, sea un antiguo mártir de Cristo quien nos enseñe a orar en la tribulación de la Iglesia. La terrible persecución que a principios del siglo IV sufren los cristianos de Palestina, en tiempos de Diocleciano, cuando ya estaba por cerrarse la época de las persecuciones, es narrada por Eusebio de Cesarea. En el sexto año de esta persecución fue condenado a muerte «el tres veces bienaventurado Pablo». La oración que éste mártir alza a Dios poco antes de morir es un eco impresionante de la oratio fidelium que normalmente hacía la Iglesia de su tiempo en la Eucaristía.
«Poco antes de ser ejecutado, pidió al verdugo que estaba ya para cortarle la cabeza, un breve espacio de tiempo; y obtenido, con clara y sonora voz suplicó a Dios en primer lugar por los de su propio pueblo, pidiéndole se reconciliara con él y le concediera cuanto antes la libertad; luego pidió por los judíos, que se acercaran a Dios por medio de Jesucristo, y la misma gracia suplicó en su oración para los samaritanos; para los gentiles, que estaban en el error y desconocían a Dios, le suplicó les concediera vinieran a conocerle y abrazar la verdadera piedad, sin olvidar tampoco aquella muchedumbre que en aquel momento le rodeaba.
«Después de todo esto, ¡oh grande e inefable resignación! se puso a suplicar a Dios por el mismo juez que le había condenado a muerte, por los supremos gobernantes y por el verdugo que, de allí a un momento, le iba a cortar la cabeza, rogándole, con voz que podía oír éste y todos los presentes, no les imputara el pecado que con él cometían. Toda esta letanía la hizo en voz alta, y poco faltó para que no moviera a lástima y lágrimas a todos, por darse cuenta de que moría injustamente. En fin, colocándose él mismo en la postura que es de norma, fue adornado con el divino martirio el quince del mes Panemo, que corresponde al ocho antes de las calendas de agosto [25 de julio]» (Mártires de Palestina 8).
Así oraba la Iglesia antigua en medio de sus terribles aflicciones.