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2. Israel suplicante

Todos los libros del Antiguo Testamento muestran, por obra del Espíritu Santo, una verdadera genialidad para la oración de súplica. Aquí me limitaré a recordar algunos de los textos más señalados.


El Éxodo

La liberación de Egipto es para Israel una experiencia histórica fundacional y decisiva:

«Los egipcios nos maltrataron y nos oprimieron y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran terror, con signos y portentos. Y nos introdujo en este lugar, nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel» (Deut 26,6-9).

Ésa es la experiencia fundacional de la religiosidad judía. La salvación solo viene de Dios y a ella se abre el pueblo por la oración suplicante. Pero los peligros y penas nunca acaban en este mundo para el Pueblo de Dios. En efecto, conducido por Moisés al desierto, halla pronto en su éxodo innumerables dificultades, hambre y sed, extravíos, desánimo, ataques de otros pueblos, que impugnan su paso. Pues bien, de todas estas calamidades sigue librándose principalmente por la oración. Ella es la que abre la historia de los hombres a la fuerza salvífica del Señor divino.

«Amalec vino a Rafidim para atacar a los hijos de Israel. Y Moisés dijo a Josué: “elige hombres y ataca mañana a Amalec. Yo estaré sobre lo alto de la colina con el cayado de Dios en la mano”. Josué hizo lo que le había mandado Moisés, y atacó a Amalec. Subieron Aarón y Jur a la cima de la colina con Moisés. Y mientras Moisés tenía alzadas las manos [en oración suplicante] llevaba Israel la ventaja, pero cuando las bajaba, prevalecía Amalec.

«Moisés estaba cansado y sus manos le pesaban. Tomando, pues, una piedra, se la pusieron debajo de él para que se sentara, y al mismo tiempo Aarón y Jur sostenían sus manos, uno de un lado y otro del otro, y así no se le cansaron las manos hasta la puesta del sol. Y Josué derrotó a Amalec al filo de la espada. Yavé entonces dijo a Moisés: “pon eso por escrito para recuerdo”» (Éx 17,8-14).


Jeremías

En los reinados de Joaquím (608-597) y de Sedecías (598-587) cumple Jeremías su durísima misión profética, en la que Yavé le lleva a enfrentarse, como «muro de bronce» (Jer 1,18), contra un mar de vicios, idolatría e infidelidades a la Alianza.

Las apostasías de Israel son enormes, pero nadie las denuncia (Jer 2). Se avecinan, si no hay conversión, castigos terribles. Y el Señor llama con urgencia a penitencia, queriendo evitarlos: «Volved, hijos apóstatas» (3,14). Sin embargo, no es oído: «Mi pueblo está loco, me ha desconocido» (4,22). Y es que no encuentra el Señor quien llame a conversión. Por el contrario, falsos profetas anuncian: «paz, tendréis paz» (4,10). «Desde el profeta al sacerdote, todos se dieron a la mentira, diciendo “paz, paz”, cuando no había paz. Serán confundidos porque hicieron abominaciones, y no se avergonzaron, porque no conocen siquiera la vergüenza» (8,10-12).

Enfrentándose a esta corriente suicida, desde lo más profundo de la miseria de su pueblo, Jeremías anuncia a Israel la destrucción del Templo y la deportación a Babilonia. Por ser fiel a su misión profética sufrirá insultos, cárcel y toda clase de oprobios, y vendrá a ser tenido como traidor a la patria. Pero él, también desde lo más profundo, alza al Señor el grito de su oración de súplica. Él predica al Pueblo de Dios lo que nadie le dice, y él levanta al Señor la súplica esperanzada que nadie hace:

«Mis ojos se deshacen en lágrimas, día y noche no cesan: por la terrible desgracia de la doncella de mi pueblo [Judá, «desposada» con Yavé], una herida de fuertes dolores. Salgo al campo: muertos a espada; entro en la ciudad: desfallecidos de hambre; tanto el profeta como el sacerdote vagan sin sentido por el país.

«¿Por qué has rechazado del todo a Judá? ¿Tiene asco tu garganta de Sión? ¿Por qué nos has herido sin remedio? Se espera la paz, y no hay bienestar, al tiempo de la cura sucede la turbación.

«Señor, reconocemos nuestra impiedad, la culpa de nuestros padres, porque pecamos contra ti. No nos rechaces, por tu Nombre, no desprestigies tu trono glorioso. Recuerda y no rompas tu Alianza con nosotros» (14,17-21).

Este clamor tan dolorido no evitará a Israel el castigo medicinal del exilio que merece, pero sí conseguirá que estas calamidades sean para su salvación. Dice Yavé: «voy a expulsar de una vez a los moradores de esta tierra, para ponerlos en angustia y que así me encuentren» (10,18).

En tiempos de gran aflicción para Israel, Jeremías amó de verdad a su pueblo, y por buscar su bien en el nombre del Señor, hubo de sufrir mucho. Por eso el libro segundo de los Macabeos dice de él: «éste es el amador de sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo y por la ciudad santa: Jeremías, profeta de Dios» (2Mac 15,14). Él es un modelo para los pastores y predicadores de todos los tiempos.


Ezequiel

Ni siquiera estando ya Israel en el destierro de Babilonia (587-538), se convierte de sus idolatrías e infidelidades. También entonces hay falsos profetas, según dice Yavé, «que engañan a mi pueblo diciéndole: “paz”, no habiendo paz... Así engañan a mi pueblo, que se cree las mentiras» (13,10.19).

Pues bien, en el año quinto de este trágico cautiverio (590 a.C.) suscita Yavé al profeta Ezequiel, para que llame a penitencia al Israel cautivo, bajo pena de graves castigos (1-24). Pero una vez cumplido el anunciado castigo de Israel, profetiza Ezequiel contra las naciones que lo han oprimido (25-32), y anuncia después una maravillosa restauración obrada por la misericordia del Omnipotente (33-48).

Nótese que nadie denunciaba el pecado ni llamaba a conversión cuando, inspirado por Dios, lo hace Ezequiel, enfrentándose a todos. Y llegado el castigo, nadie en lo más profundo del abatimiento espera salvación; solo la espera Ezequiel, iluminado por Dios, y es él quien la anuncia con maravillosas imágenes.

«En aquellos días, la mano del Señor se posó sobre mí y, con su Espíritu, el Señor me sacó y me colocó en medio de un valle que estaba lleno de huesos... Y me dijo: Hijo de Adán, estos huesos son la entera casa de Israel, que dice: “Nuestros huesos están secos, nuestra esperanza ha perecido, estamos destrozados”... Por eso profetiza y diles: “Así dice el Señor: Yo mismo abriré vuestros sepulcros y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel... Os infundiré mi espíritu y viviréis. Os colocaré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago”. Oráculo del Señor» (37,1.11-14).

No hay situación del pueblo de Dios, aunque sea pésima, que no pueda ser salvada por la misericordia del Omnipotente. La fe y la súplica abren la tierra a la gracia del cielo: «“¡Ven, Espíritu, ven de los cuatro vientos y sopla sobre estos huesos muertos, y vivirán! Profeticé yo como se me mandaba y entró en ellos el espíritu y revivieron, y se pusieron en pie: un ejército en extremo grande» (37,9-10). Hoy, como ayer y como siempre, Dios es omnipotente y misericordioso, como lo era en tiempos de Ezequiel.


Daniel

Esta profecía refiere las aventuras de Daniel y de sus compañeros, cuando en el año 605 (a.C.) viven deportados en Babilonia. Eran muy apreciados por Nabucodonosor y su corte, pero cuando manda el rey erigir una enorme estatua de oro, a la que todos deben dar culto, bajo pena de ser arrojados a un horno de fuego, tres jóvenes judíos se resisten absolutamente a este gesto idolátrico y son arrojados a las llamas. La oración que sigue es un modelo sublime de súplica al Señor desde la aflicción más profunda. Merece la pena reproducir un amplio extracto de la misma:

«Azarías se puso a orar, y abriendo los labios en medio del fuego, dijo: Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y glorioso es tu nombre. Porque eres justo en cuanto has hecho con nosotros y todas tus obras son verdad, y rectos tus caminos, y justos todos tus juicios. Porque hemos pecado y cometido iniquidad, apartándonos de ti, y en todo hemos delinquido (...)

«Por el honor de tu nombre, no nos desampares para siempre, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros tu misericordia. Por Abraham, tu amigo; por Isaac, tu siervo; por Israel, tu consagrado; a quienes prometiste multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo, como la arena de las playas marinas.

«Pero ahora, Señor, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados. En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni holocausto, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia.

«Por eso, acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, como un holocausto de carnes y toros o una multitud de corderos cebados. Que éste sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados.

«Ahora te seguimos de todo corazón, te temeremos y buscaremos tu rostro; no nos defraudes, Señor. Trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia. Líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu Nombre, Señor. Sean humillados los que nos maltratan, queden confundidos, pierdan el mando, sea triturado su poder, y sepan que tú, Señor, eres el Dios único, glorioso, en toda la tierra» (3,25-45).

Así se ve en la historia el pueblo de Dios tantas veces, a causa de sus infidelidades. Y ésa es la oración que siempre ha de alzar al Misericordioso. En esta ocasión concreta, el Señor escuchó el clamor de sus siervos y los libró de las llamas. Convirtió, además, el corazón de Nabucodonosor, que reconoció al Dios de estos jóvenes judíos tan fieles, y les dio cargos de autoridad en Babilonia.


Judit

El libro de Judit narra la angustia de Israel cuando la ciudad de Betulia –en lugar y época no identificados– se ve asediada por los asirios, y cómo el pueblo es liberado por el Señor, a través de la oración y la acción de Judit.

Viéndose rodeados los judíos y sin posible salvación humana, «todos los hijos de Israel clamaron con gran insistencia a Dios y se humillaron con gran fervor... Todos a una clamaron al Dios de Israel, pidiéndole con ardor que no entregase al saqueo a sus hijos, ni diese sus mujeres en botín, ni las ciudades de su heredad a la destrucción, ni el Templo a la profanación y el oprobio, regocijando a los gentiles» (Jdt 4,9.12).

Pero otros, más políticos, proponían: «será mejor que nos entreguemos a ellos, porque siquiera, siendo siervos suyos, viviremos» (7,27). Y otros, como Ocías, ponían, sí, en el Señor su confianza, pero una confianza limitada: «tened ánimo, hermanos; esperemos cinco días, en los que volverá sobre nosotros su misericordia el Señor, nuestro Dios, que no nos abandonará hasta el fin. Si pasados estos cinco días no nos viniera ningún auxilio, yo haré lo que pedís» (7,30-31).

Se alzó entonces Judit, una viuda muy piadosa, y dijo indignada a los jefes de Israel:

«¿Quiénes sois vosotros para tentar a Dios, los que estáis constituidos en lugar de Dios en medio de los hijos de los hombres?... De ningún modo, hermanos, irritéis al Señor, Dios nuestro; que si no quisiere ayudarnos en los cinco días, poder tiene para protegernos en el día que quisiere o para destruirnos en presencia de nuestros enemigos. No pretendáis hacer fuerza a los designios del Señor, Dios nuestro, que no es Dios como un hombre, que se mueve con amenazas, ni como un hijo del hombre que se rinde.

«Por tanto, esperando la salvación, clamemos a Él que nos socorra. Si fuese su beneplácito, oirá nuestra voz... Demos gracias al Señor, nuestro Dios, que nos pone a prueba, igual que a nuestros padres. Recordad cuanto hizo con Abraham, cómo probó a Isaac y qué cosas sucedieron a Jacob en Mesopotamia de Siria... Pues así como aquéllos no los pasó por el crisol sino para examinar su corazón, así también a nosotros nos azota, pero no para castigo, sino para amonestación de los que le servimos» (8,12-27).

Los jefes judíos aprueban las palabras de Judit, y ésta, antes de entrar en acción, se recoge para orar:

«Judit, postrándose rostro en tierra, echó ceniza sobre su cabeza y descubrió el cilicio que llevaba ceñido. Era justamente la hora en que se ofrecía en Jerusalén, en la casa de Dios, el incienso de la tarde, cuando Judit clamó al Señor con voz fuerte, diciendo:

«Señor, Dios de mi padre Simeón... Dios, Dios mío, escucha a esta pobre viuda. Tú, en efecto, ejecutas las hazañas, las antiguas, las siguientes, las de ahora, las que vendrán después... Mira que los asirios tienen un ejército poderoso, se engríen de sus caballos y jinetes... y no saben que tú eres el Señor, el que decide las batallas, cuyo nombre es Yavé. Quebranta su fuerza con tu poder... porque han resuelto violar tu Templo, profanar el tabernáculo donde se posa tu glorioso Nombre...

«Dame a mí, pobre viuda, fuerza para ejecutar lo que he premeditado. Hiere con la seducción de mis labios al siervo con el príncipe y al príncipe con el siervo, y quebranta su orgullo por mano de una mujer. Que no está tu poder en la muchedumbre ni en los valientes tu fuerza; antes eres tú el Dios de los humildes, el amparo de los pequeños, el defensor de los débiles, el refugio de los desamparados y el salvador de los que no tienen esperanza...

«Sí, sí, Dios de mis padres y Dios de la heredad de Israel, Señor de los cielos y de la tierra, Creador de las aguas, Rey de toda la creación; escucha mi plegaria y dame una palabra seductora, que cause heridas y lesiones en aquellos que han resuelto crueldades contra tu Alianza, contra tu santa casa, contra el monte de Sión, contra la casa que es posesión de tus hijos. Y haz que todo tu pueblo y cada una de sus tribus reconozca y sepa que tú eres el Dios de toda fortaleza y poder, y que no hay otro fuera de ti que proteja al linaje de Israel» (9,1-14).

El Señor escuchó el clamor de Judit, e hizo posible en su bondad que una viuda, por medio de una audaz estratagema en la que arriesgó gravemente su vida, pusiera en fuga al poderoso ejército enemigo, cuando la situación de Israel era angustiosa y todos estaban desesperados.


Los siete hermanos

Las crónicas bíblicas de los Macabeos refieren sucesos ocurridos entre los años 175 y 134 (a. Cto.), cuando el poder de los Seléucidas, con Antíoco IV Epifanes, trata de imponer en Israel la religión helénica y sus costumbres. No pocos judíos, infieles a la Alianza, ceden, renegando de sus tradiciones. Piensan que esa asimilación al poder mundano vigente es inevitable, y que el Señor no va a librarles de ella. Pero Matatías y sus hijos, entre los que destaca Judas, llamado el Macabeo, tienen fe en el Señor, tienen por tanto esperanza, y por eso se alzan en una guerra heroica.

En medio de «la abominación de la desolación» (1Mac 1,57), Matatías grita en la ciudad: «“¡Todo el que sienta celo por la Ley y quiera mantener la Alianza, sígame!” Y huyeron él y sus hijos a los montes, abandonando cuanto tenían en la ciudad» (2,27-28).

La lucha, sin embargo, parece condenada al fracaso, pues los sublevados son muy pocos en comparación con las fuerzas opresoras del enemigo. Pero Judas Macabeo asegura: «Fácil cosa es entregar una muchedumbre en manos de unos pocos, que para el Dios del cielo no hay diferencia entre salvar con muchos o con pocos. No está en la muchedumbre del ejército la victoria en la guerra, sino que del cielo viene la fuerza» (3,18).

Esta fe de Judas anima a sus seguidores, que no confían en sus fuerzas, pero sí en la fuerza salvadora del Señor. Por eso acuden a la oración en situación tan desesperada: «Se reunieron en Masfa, frente a Jerusalén, y ayunaron aquel día, se vistieron de saco, pusieron ceniza sobre sus cabezas, rasgaron sus vestiduras, y abrieron el libro de la Ley, buscando en él lo que los gentiles preguntan a las imágenes de sus ídolos... Clamaron entonces [al Señor] a grandes voces, diciendo: “¿Qué hemos de hacer?... Tu Santuario está pisoteado y profanado; tus sacerdotes, en luto y humillación; y ahora los gentiles se han reunido contra nosotros para destruirnos... ¿Cómo podremos hacerles frente si tú no nos ayudas?” Tocaron las trompetas, y prorrumpieron en un gran clamor» (3,46-54). Pensaban: «mejor es morir combatiendo, que presenciar los males de nuestro pueblo y del Santuario. En todo caso, hágase la voluntad del cielo» (3,59-60).

El Señor oyó el gran clamor de este resto de fieles judíos, y a pesar de ser tan pocos, les concedió grandes victorias porque habían acudido a Él desde lo más profundo de su aflicción, poniendo en Él toda su confianza.


Los salmos

El libro de los Salmos, compuesto a lo largo de varios siglos, contiene 150 oraciones en forma de poemas. La redacción definitiva de su conjunto no parece anterior al año 300 (a.C.). Pues bien, en los salmos son frecuentes los clamores comunitarios que con acentos conmovedores se alzan al Señor desde lo más profundo de calamidades y peligros. Todos ellos siguen resonando hoy en la liturgia de la Iglesia. Son la voz de Cristo que, con su Esposa, clama al Padre misericordioso, pidiendo salvación de tantos males.

43. Oh Dios, nuestros padres nos lo han contado: la obra que realizaste en sus días... Despierta, Señor, ¿por qué duermes?...

59. Oh Dios, nos rechazaste y rompiste nuestras filas... Auxílianos contra el enemigo, que la ayuda del hombre es inútil...

73. ¿Por qué, oh Dios, nos tienes siempre abandonados?... Acuérdate de la comunidad que adquiriste desde antiguo... Dirige tus pasos a estas ruinas sin remedio... ¿Hasta cuándo nos va a afrentar el enemigo?... Levántate, oh Dios, defiende tu causa: no olvides las voces de tus enemigos, el tumulto creciente de los rebeldes contra ti...

78. Dios mío, los gentiles han entrado en tu heredad, han profanado tu santo templo, han reducido Jerusalén a ruinas... ¿Hasta cuándo, Señor?¿Vas a estar siempre enojado?... Que tu compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados. Socórrenos, Dios salvador nuestro, por el honor de tu nombre... Te daremos gracias siempre, de generación en generación.

79. Despierta tu poder y ven a salvarnos. Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve... Ven a visitar tu Viña, la cepa que tu diestra plantó... La han talado y le han prendido fuego... Danos vida, para que invoquemos tu Nombre.

84. Restáuranos, Dios salvador nuestro, cesa en tu rencor contra nosotros... Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación...

88. ¿Hasta cuándo, Señor, estarás escondido, y arderá como un fuego tu cólera?... ¿Dónde está, Señor, tu antigua misericordia que por tu fidelidad juraste a David? Acuérdate, Señor, de la afrenta de tus siervos...

89. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación... ¡Cómo nos ha consumido tu cólera y nos ha trastornado tu indignación!... Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos... Baje a nosotros la bondad del Señor...

105. Hemos pecado con nuestros padres, hemos cometido maldades e iniquidades... Pero Él miró su angustia y escuchó sus gritos; recordando su pacto con ellos, se arrepintió con inmensa misericordia... Sálvanos, Señor Dios nuestro, reúnenos de entre los gentiles: daremos gracias a tu santo nombre, y alabarte será nuestra gloria...

Otros salmos hay que, alzándose igualmente al Señor desde la aflicción más profunda, son un clamor individual. La Iglesia los emplea igualmente, viendo en el salmista una personificación del Pueblo de Dios sufriente. Así, por ejemplo, el salmo 24, Ad te, Domine, levavi, con el que se abre el Año litúrgico en el primer domingo de Adviento: «A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío, no quede yo defraudado, no triunfen de mí mis enemigos; pues los que esperan en ti no quedan defraudados»...


Israel, modelo perenne en la súplica

La oración suplicante de Israel sigue siendo hoy modelo perfecto para la Iglesia, que se ve en calamidades y aflicciones. Y así lo reconoce ella, pues continuamente emplea en su liturgia las grandes oraciones inspiradas por Dios a los judíos, como aquella de Daniel:

«Oye, Dios nuestro, la oración de tu siervo, escucha sus plegarias, y por amor de ti, Señor, haz brillar tu rostro sobre tu Templo devastado. Oye, Dios mío, y escucha. Abre los ojos y mira nuestras ruinas, mira la ciudad sobre la que se invoca tu Nombre, pues no por nuestras justicias te presentamos nuestras súplicas, sino por tus grandes misericordias. ¡Escucha, Señor! ¡Perdona, Señor! ¡Atiende, Señor y obra, no tardes, por amor de ti, Dios mío, ya que es invocado tu nombre sobre tu ciudad y sobre tu pueblo!» (Dan 9, 17-19).


Las siete notas de la oración bíblica

En estos clamores angustiados que Israel eleva al Señor conviene destacar varios elementos preciosos, siete concretamente, que siempre la Iglesia ha de hacer suyos. Iré señalándolos uno a uno.

–1. Reconocimiento de la gravedad de los males

El Israel verdadero reconoce la gravedad de los males que padece. A veces sólamente es un resto fiel, el que alcanza a ver los males que el pueblo sufre. El «Israel carnal», en cambio, no los ve, por supuesto. Ya se comprende que los sacerdotes, los jefes, los falsos profetas, es decir, aquellos que han promovido o permitido las infidelidades de Israel, tienden, sin duda, a ignorar o a subestimar los males que oprimen al pueblo, y que son consecuencia de esas infidelidades. E igualmente ocurre dentro del pueblo: los más cómplices de esas mentiras y pecados son justamente los que minimizan las abominaciones generalizadas o los que ni siquiera las ven. Solo los que son fieles las ven y reconocen. Por eso dice el Señor a los ejecutores potentes de su providencia:

«Recorre la ciudad, atraviesa Jerusalén, y pon por señal una tau en la frente de los que gimen afligidos por las abominaciones que en ella se cometen». Éstos se verán libres del castigo exterminador merecido por los pecados. Pero los otros, los que son cómplices de tantos pecados y abominaciones, serán exterminados: «profanad el Templo, llenando sus atrios de cadáveres, y salid a matar por la ciudad» (Ez 9,4.7).

Los falsos profetas no reconocen las calamidades, materiales o espirituales, en que el pueblo se ve sumido o las amenazas inminentes de grandes aflicciones. Lejos de eso, ellos dicen: «vamos bien; paz, paz; no temáis; confiad en el Señor, que, caminando por donde vamos, no va a sobrevenir calamidad alguna».

Los profetas verdaderos, sin embargo, los únicos que hablan en el nombre de Dios, dirán todo lo contrario: «vamos mal; convertíos urgentemente. Terribles males vendrán sobre nosotros si seguimos siendo infieles a la Alianza; y grandes bienes nos concederá el Señor misericordioso si nos volvemos a Él». Ése es el mensaje habitual de los profetas verdaderos, en contraposición al de los falsos (por ejemplo, Isaías 3; Jeremías 7; Oseas 2; 8; 14; Joel 2). Ellos, en efecto, denuncian los pecados de su pueblo y le profetizan grandes calamidades; pero al mismo tiempo le prometen, si hay conversión, grandes misericordias de Dios. Éstos son, pues, los únicos que, señalando al pueblo el camino verdadero de la salvación, le aseguran esperanzas verdaderas si lo sigue y grandes males si lo desprecia. Así lo vemos en el profeta Miqueas, el Miqueas del libro I de los Reyes:

Cuatrocientos profetas falsos aseguran al rey de Israel que podrá vencer a los sirios. Solamente Miqueas sabe que eso es falso; pero por eso mismo el rey no quiere consultarle: «aún hay un hombre aquí por quien podemos preguntar a Yavé; pero yo le aborrezco, porque nunca me profetiza cosa buena, sino siempre malas. Es Miqueas». A éste le aconsejan sus amigos: «mira que todos los profetas unánimes profetizan bienes al rey; habla, pues, como ellos y anuncia bienes». Miqueas, sin embargo, mirando al bien de su pueblo, intenta disuadir al rey de su empresa, asegurándole que será derrotado. El rey lo manda encarcelar, castigado al «pan de la aflicción y al agua de la angustia». Va a la guerra, desoyendo su oráculo, y al atardecer está muerto (1Re 22).

Por eso, cuando hoy se habla de «profetas de calamidades» en un sentido despectivo, como si se tratara de profetas falsos, se contraría la tradición de la Biblia. En ésta, efectivamente, los falsos profetas anuncian prosperidad, mientras que los verdaderos anuncian calamidades, si no hay conversión, y grandes bienes, si la hay.

–2. Consecuencias justas

Israel confiesa que todas las calamidades proceden de sus propios pecados, y que, por tanto, son castigos de Dios totalmente justos y merecidos. «Eres justo, Señor, en cuanto has hecho con nosotros, porque hemos pecado y cometido iniquidad en todo, apartándonos de tus preceptos».

Israel, desde lo más profundo, clama al Señor, aplastado bajo el peso de sus propias culpas: «no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados; mis culpas sobrepasan mi cabeza, son un peso superior a mis fuerzas... No me abandones, Señor, Dios mío, no te quedes lejos; ven aprisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación» (Sal 38).

No tiene salvación el pueblo que ignora sus propios males o que si los conoce, no quiere, sin embargo, reconocer los pecados que han sido su causa.

–3. Remedios medicinales

Israel reconoce que los castigos que sufre son saludables, regulados cuidadosamente por la Providencia divina. Más aún, declara que con ser tan terribles, aún mayores deberían ser, si estuvieran exactamente proporcionados a la gravedad de sus culpas. Por eso confiesa: el Señor «no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 102,10). E incluso da gracias al Señor por esas penalidades: demos gracias al Señor, nuestro Dios, que nos pone a prueba, como puso a nuestros padres, para purificarnos en el sufrimiento, como en un crisol.

–4. Sin remedio humano

Israel se reconoce absolutamente impotente para recuperar por sus propias fuerzas la salud, la libertad, la prosperidad. Su abatimiento es total: no tiene ya maestros, ni soldados, ni guías, está hundido en la debilidad y la miseria. Los jefes son necios, cobardes y traidores, y «tanto el profeta como el sacerdote vagan sin sentido por el país».
En estas circunstancias ¿quién podrá traer la salvación al pueblo?... «Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?». Una vez más se ve solo y abandonado, pero no se desespera, pues eleva su esperanza al Señor: «El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal 120,1-2).

–5. Dios puede salvar

Israel cree firmemente que Dios puede salvarle. Por enormes que sean sus miserias, mucho mayor es la misericordia del Señor. Todo está en su mano, es Él quien realiza las hazañas antiguas, pasadas y presentes. No se asusta ante los inmensos ejércitos del enemigo, y para realizar sus victorias le da lo mismo que sus fieles sean pocos o muchos. Siendo Él el creador del cielo y de la tierra, el que mantiene todo en el ser, Él es el único que puede traer salvación infalible a su pueblo, por pésimas que sean las calamidades en que se ve hundido. Ahora, eso sí: es preciso poner la confianza solamente en Él, y en nada ni en nadie más.

–6. Petición urgente a la Misericordia divina

Israel, creyendo en todo eso, clama, pide y suplica la misericordia de Dios. Con todo apremio y confianza: «levántate, Señor, extiende tu brazo poderoso, no tardes, acuérdate de nosotros, no nos desampares, no te olvides de que somos tu pueblo y tu heredad, de que fuiste Tú quien nos sacó de Egipto, de que hiciste grandes promesas a nuestros padres»...

Como hemos visto, la súplica es tan apremiante que se convierte a veces en reproche filial, en atrevida acusación: «¿Por qué tardas tanto? ¿Vas a estar siempre enojado? ¿Te has olvidado de nosotros? ¿Hasta cuándo, Señor?»...

–7. Para alabanza de la gloria de Dios

Israel clama y pide salvación al Señor alegando el honor de su Nombre. «No nos abandones, Señor, no permitas la destrucción de tu Templo, la humillación de tu pueblo, el desprestigio de tu Nombre santo. Ten piedad de nosotros y restáuranos. Te lo pedimos por tu honor, Señor, por la gloria de tu Nombre, que se ve humillado por nuestras miserias»...

De la salvación recibida brotará la alabanza: Sálvanos, Señor, y en adelante buscaremos tu rostro, seguiremos tus mandatos, seremos fieles a la Alianza, alabaremos tu nombre, te daremos gracias siempre...


Validez de la oración de Israel en la Iglesia de hoy

El Nuevo Testamento perfecciona muchos de los elementos religiosos instituidos por Dios en el Antiguo Testamento, y otras veces –como ocurre con los sacrificios de animales– los culmina. Pero la oración de Israel pervive en la oración de la Iglesia, perdura en ella siempre joven, y en ella alcanza la plenitud de su belleza y poder, perfeccionada por la efusión del Espíritu Santo: «Él me glorificará» (Jn 16,14).

Cuando las fuerzas humanas se ven desbordadas por los males presentes o amenazantes, la Iglesia ha de aprender del Israel antiguo la oración de súplica en la angustia. Así se deja enseñar por Dios, que nos habla en las antiguas Escrituras. La misma actitud espiritual de esas siete notas señaladas tiene que inspirar en el presente la oración de la Iglesia afligida.

Si una Iglesia local hoy, reconociendo las graves calamidades que le afligen, hace suyos esos clamores antiguos en todos sus elementos –en todos, en los siete señalados: no bastaría que lo hiciera en casi todos–, se verá ayudada por Dios y podrá superar sus miserias, por grandes que sean. Pero si no posee el espíritu de esa oración suplicante, o peor aún, si lo rechaza, se irá hundiendo en una debilidad creciente, que lleva hacia la muerte.
Por otra parte, por grandes que sean las calamidades que aflijan al pueblo de Dios, siempre habrá, bajo la moción de la gracia, una acción posible y necesaria, grande o quizá mínima –la entrega de cinco panes y dos peces (Mt 14,17)–. Y esta acción, potenciada internamente por la oración, será la que logre una virtualidad salvífica desbordante –sobra alimento en los canastos– (14,20).