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Este libro se apoya en la fe católica sobre la eficacia de la oración de petición. Por eso conviene que, ya desde el principio, reafirmemos esta fe. Podemos para ello recordar lo que Rivera y yo mismo exponíamos en la Síntesis de espiritualidad católica (19995, 298-300).
–Petición, alabanza y acción de gracias son las formas fundamentales de la oración bíblica. No se contraponen entre sí, sino que se complementan. La petición prepara y anticipa la acción de gracias, y en sí misma es ya una alabanza, pues confiesa que Dios es bueno y fuente de todo bien. La alabanza y la acción de gracias brotan del corazón creyente, que habiendo pedido a Dios, recibe todo bien como don de Dios. Por eso los tres géneros de oración se entrecruzan y exigen mutuamente (por ejemplo, Sal 21,23-32; 32,22; 128,5-8).
No menospreciemos, pues, la oración de súplica, como si fuera un género inferior de oración. Después de todo, el Padre nuestro, la oración que nos enseñó Jesús, se compone de siete peticiones. Pero eso sí, pidamos bien.
–Pidamos en el nombre de Jesús (Jn 14,13; 15,16; 16,23-26; Ef 5,20; Col 3,17). Esto significa dos cosas: primera, orar al Padre en la misma actitud filial de Jesús, participando de su Espíritu (Gál 4,6; Rm 8,15; Ef 5,18-19), y segunda, pedir por Jesús (Rm 1,8;1,25; 2 Cor 1,20; Heb 13,15; Hch 4,30), es decir, tomándole como mediador y abogado (1Tim 2,5; Heb 8,6; 9,15; 12,24).
«Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene» (Rm 8,26), y pedimos mal (Sant 4,3), pero Jesús nos comunica su Espíritu para que pidamos así en su nombre: «cuanto pidiéreis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro gozo» (Jn 16,23-24). Pedimos en el nombre de Jesús cuando queremos que se haga en nosotros la voluntad del Padre, no la nuestra (Lc 22,42); y cuando pedimos con sencillez, como él nos enseñó a hacerlo: «orando, no seáis habladores como los gentiles, que piensan que serán escuchados por su mucho hablar; no os asemejéis, pues, a ellos, porque vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad antes de que se las pidáis» (Mt 6,7-8; +32).
–Se hace mal a veces la oración de petición, se hace con exigencias, como queriendo doblegar la voluntad de Dios a la nuestra, con «amenazas» incluso. Así, pervertida, la oración de petición es muy dañosa: apega más a las criaturas, obstina en la propia voluntad, no consigue nada, genera dudas de fe, produce hastío y frustración, y conduce fácilmente al abandono de la misma oración.
–Pidiendo a Dios, abrimos en la humildad nuestro corazón a los dones que Él quiere darnos. El soberbio se autolimita en su precaria autosuficiencia; no pide, a no ser como último recurso, cuando todo intento ha fracasado y la necesidad apremia; y entonces pide mal, con exigencia, marcando plazos y modos. En cambio el humilde pide, pide siempre, pide todo, y en la proa de todo intento lleva siempre la oración de súplica. Y es que se hace como niño para entrar en el Reino, y los niños, cuando algo necesitan, lo primero que hacen es pedirlo. San Pablo nos da ejemplo: él pedía «sin cesar», «noche y día» (Col 1,9; 1Tes 3,10).
San Agustín, frente a los autosuficientes pelagianos, clarificó bien esta cuestión: «El hecho de que [el Señor] nos haya enseñado a orar, si pensamos que lo que Dios pretende con ello es llegar a conocer nuestra voluntad, puede sorprendernos. Pero no es eso lo que pretende, ya que él la conoce muy bien. Lo que quiere es que, mediante la oración [de petición], avivemos nuestro deseo, a fin de que estemos lo suficientemente abiertos para poder recibir lo que ha de darnos» (ML 33,499-500). «En la oración, pues, se realiza la conversión del corazón del hombre hacia Aquél que siempre está preparado para dar, si estuviéramos nosotros preparados a recibir lo que El nos daría» (34,1275). «Dios quiere dar, pero no da sino al que le pide, no sea que dé al que no recibe» (37,1324).
–Dios da sus dones cuando ve que los recibiremos como dones suyos, con humildad, y que no nos enorgulleceremos con ellos, alejándonos así de Él. Es la humildad, expresada y actualizada en la petición, la que nos dispone a recibir los dones que Dios quiere darnos. Por eso los humildes piden, y crecen rápidamente en la gracia, con gran sencillez y seguridad. Y es que «Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia. Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que a su tiempo os ensalce. Echad sobre Él todos vuestros cuidados, puesto que tiene providencia de vosotros» (1Pe 5,5-7).
–La oración de petición tiene una eficacia infalible. Es, sin duda, el medio principal para crecer en Cristo y para verse libre de todos los males, pues la petición orante va mucho más allá de nuestros méritos, se apoya inmediatamente en la gratuita bondad de Dios misericordioso. De ahí viene nuestra segura esperanza: «pedid y recibiréis» (Jn 16,24; +Mt 21,22; Is 65,24; Sal 144,19; Lc 11,9-13; 1Jn 5,14).
Dios responde siempre a nuestras peticiones, aunque no siempre según el tiempo y manera que deseábamos. Cristo oró «con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, y fue escuchado» (Heb 5,7). No fue escuchado mediante la supresión de la cruz redentora –«aleja de mí este cáliz» (Mc 14,36)–; pero fue escuchado, sin embargo, de un modo mucho más sublime, en su resurrección –«pero Dios, rotas las ataduras de la muerte, le resucitó» (Hch 2,24)–.
–Algunos piensan que la oración de petición es vana, pues nada influye en la Providencia divina, que es infalible e inmutable. Ahora bien, si consideran superflua la oración, puesto que la Providencia es inmutable, ¿para qué procuran ciertos bienes por el trabajo, si lo que ha de suceder vendrá infaliblemente, como ya determinado por la Providencia? Déjenlo todo en manos de Dios, y no oren ni laboren...
Por el contrario, a los cristianos nos ha sido dada la doble norma de la oración y del trabajo, y sabemos que con una y con otro estamos colaborando con la Providencia divina, sin que por eso pretendamos cambiarla o sustituirla.
–Pidamos a Dios todo género de bienes, materiales o espirituales, el pan de cada día, la paz, la unidad, el perdón de los pecados, el alivio en la enfermedad (Sant 5,13-16), el acrecentamiento de nuestra fe (Mc 9,24). Pidamos por los amigos, por las autoridades civiles y religiosas (1Tim 2,2; Heb 13,17-18), por los pecadores (1Jn 5,16), por los enemigos y los que nos persiguen (Mt 5,44), en fin, «por todos los hombres» (1Tim 2,1). Pidamos al Señor que envíe obreros a su mies (Mt 9,38), y que nuestras peticiones ayuden siempre el trabajo misionero de los apóstoles (Rm 15,30s; 2Cor 1,11; Ef 6,19; Col 4,3; 1Tes 5,25; 2Tes 3,1-2).
Nuestras peticiones, con el crecimiento espiritual, se irán simplificando y universalizando. Y acabaremos pidiendo sólo lo que Dios quiere que le pidamos –como enseña San Juan de la Cruz–, en perfecta docilidad al Espíritu: «y así, las obras y ruegos de estas almas siempre tienen efecto» (3 Subida 2,9-10)–. En fin, pidamos el Don primero, del cual derivan todos los dones: pidamos el Espíritu Santo (Lc 11, 13).
–Pidamos unos por otros, haciendo oficio de intercesores, pues eso es propio de la condición sacerdotal cristiana (1Tim 2,1-2). Así oró Cristo tantas veces por nosotros (Jn 17,6-26), también en la cruz (Lc 23,34; +Hch 7,60). Así oraban los primeros cristianos en favor de Pedro encarcelado (12,5), o por Pablo y Bernabé, enviados a predicar (13,3; +14,23).
–Pidamos también a otros que rueguen por nosotros, que nos encomienden ante el Señor. De este modo estimulamos en nuestros hermanos la oración de intercesión, que es una de las formas de oración más recomendadas en el Nuevo Testamento, particularmente en las cartas de San Pablo. Y con ello no sólo recibimos la ayuda espiritual de nuestros hermanos, sino que los asociamos también a nuestra vida y a nuestras obras.