fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

III.– Amor al Carmelo de Santa Teresa

Una enfermedad espiritual frecuente en nuestro tiempo, que afecta también a los cristianos, es el hodiernismo. Ése es el nombre (derivado de hodie: hoy) que Rivera y yo le dimos en varios escritos. Jacques Maritain, en Le paysan de la Garonne, le había llamado cronolatría. Es lo mismo.

Quienes están afectados de esa enfermedad cultural son pobres siervos de su tiempo; se ven cautivos en la ortodoxia mundana del siglo en que viven. Los hodiernistas, efectivamente, están encarcelados en la vida de su tiempo: «hoy es imposible... hoy es necesario... no pretenderá usted en los tiempos actuales... » Excusado es decir que esas imposibilidades o necesidades a que aluden, como algo indiscutible, son en realidad del todo ambiguas o abiertamente falsas.

Nosotros, los cristianos, somos discípulos del Señor Jesucristo, que en el tiempo que vive en el mundo no está sujeto de ningún modo a las normas vigentes del mundo de su siglo. Él está en el mundo, pero ha vencido al mundo, y piensa y obra con absoluta libertad. Él elige el celibato y la pobreza cuando nadie aprecia todavía estos valores religiosos. Él cura en sábado y come con publicanos y pecadores. Él habla a solas con una mujer, con una mujer samaritana, esto es, cismática, y además reiteradamente adúltera. Ningún rabino actuaba así. Pero Él actúa en esto y en todo con perfecta libertad del mundo. Él solo está sujeto a la voluntad el Padre, y hace el bien que debe hacer, sin que los usos de su tiempo o la persecución puedan nunca afectar su pensamiento o frenar su acción. Por otra parte, esta libertad omnímoda de Cristo respecto del mundo aún se muestra más radiante una vez que ha ascendido al Padre, y le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Él es Señor de todo.

Pues bien, Él, el Señor, que tan perfectamente ha vencido al mundo (Jn 16,23), da a sus discípulos participación en su señorío, y hace de ellos reyes (1Pe 2,9), dándoles el poder de vencer el mundo por la fe (1Jn 4,4; 5,4). Y así los cristianos, viviendo en el mundo, de ningún modo son del mundo, ni se ven cautivos de su mentalidad y costumbres. Ellos no aceptan el sello de la Bestia mundana, la que se describe en el Apocalipsis, ni en su frente ni en su mano (Ap 13,16; 14,9; 20,4), es decir, ni en su pensamiento ni en su conducta. No podrían ser, de otro modo, «luz y sal de la tierra» (Mt 5,13-14). Ellos han sido «liberados de la servidumbre de la corrupción, para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21).

Esta cristiana libertad del mundo le parece al hodiernista «escándalo y locura». Como está afectado de cronolatría –que es, en algún sentido, una enfermedad mental–, ninguna de las razones aducidas en favor de la libertad personal puede convencerle. Él, fiel a su propio error, sigue adicto a su norma: «hoy es necesario... hoy no es posible que...» Es un hombre mundano, quiere ante todo ser un «hijo de su siglo», y realmente lo consigue. Considera respetuosamente la ortodoxia social vigente de su tiempo como un dogma, que procura preservar piadosamente de toda herejía. Y así «vive como niño, sujeto a servidumbre bajo los elementos del mundo» (Gál 4,3).

Solo el hombre cristiano, que vive el señorío de Cristo, solo él es un hombre nuevo, solo él está libre del mundo, y no vive cautivo de él. Solo él, por tanto, puede renovar por obra del Espíritu Santo la faz de la tierra. Puede y debe hacerlo, porque es misión suya, ya que está viviendo en Cristo, Señor y renovador de los tiempos:

«Cristo ayer y hoy / Principio y fin / alfa y omega / suyo es el tiempo / y la eternidad / a Él la gloria y el poder / por los siglos de los siglos» (Liturgia del Cirio, Vigilia Pascual).

«El primer hombre [Adán] fue de la tierra, terreno; el segundo hombre [Cristo] fue del cielo. Cual es el tereno, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los celestiales» (1Cor 15,49).

Todos los cristianos, pues, han de ser hombres celestiales, ciudadanos del cielo (Flp 3,20), peregrinos y forasteros en esta tierra (1Pe 1,17; 2,11). Pero en la vida religiosa alcanza su máxima expresión esta gran libertad que los discípulos de Cristo tienen respecto al mundo. Los religiosos, como dice el Vaticano II, «renunciando al mundo, vivan únicamente para Dios» (PC 5). Ellos, en efecto, por especial vocación de Dios, han dejado el mundo, y abandonando la cárcel tópica del siglo, tan profundamente condicionante, han seguido a Cristo, para realizar en comunidad una vida utópica completamente nueva, que será diferente según los carismas de cada instituto, pero que siempre partirá de la absoluta y perenne originalidad del Evangelio. En ellos el Espíritu Santo, el único que «renueva la faz de la tierra», realiza un mundo nuevo. Los religiosos son así para los incrédulos motivo de admiración o de desprecio, y para los fieles cristianos son estímulos formidables, que les ayudan a guardarse de una mundanización indebida, animándoles a realizar una vida secular netamente evangélica.

Los Fundadores de órdenes religiosas, muchas veces grandes santos, han recibido de Dios luces especialísimas para configurar estas formas de vida comunitaria plenamente evangélicas, en las que se deja el mundo y se sigue a Cristo incondicionalmente. Y el mismo Dios que suscita a los Fundadores, mueve también a muchos cristianos para que entren por el camino que ellos, por obra del Espíritu Santo, trazaron.

La íntegra configuración religiosa de un mundo nuevo, un mundo utópico, netamente diferenciado del mundo tópico, incluye todo un armonioso conjunto de normas sobre oraciones y trabajos, ayunos y penitencias, ciertos modos de vestir, de comer, de descansar, determinadas maneras de organizar los horarios, las casas, el servicio apostólico, educativo, asistencial. A la luz del Espíritu Santo, el Fundador o los fundadores han introducido, pues, en el mundo secular un mundo nuevo ciertamente santificante. El que observa fielmente sus normas conductuales ciertamente llega a la santidad. Así lo asegura la Iglesia, al aprobar y bendecir ese instituto, pues garantiza que es un «camino de perfección».

Ese mundo nuevo incluye normalmente disposiciones que resultan extrañas a los paganos, y a veces a los cristianos, al menos a los cristianos carnales. En una congregación, por ejemplo, el Fundador, por obra del Espíritu Santo, establece que se viva de limosna, y que la limosna no se atesore, sino que sea recibida cada día. Esto parece una locura, sin duda, pero ésa es una gracia peculiar de tal instituto: será, pues, «escándalo y necedad» para judíos y gentiles, pero será «fuerza y sabiduría» (1Cor 1,23) para quienes han sido llamados por Dios a caminar por ese camino de perfección, y también para todo buen cristiano.

¿Quizá tal norma esté marcada por el espíritu de la época en que nació? ¡No, en absoluto! Es posible que otras normas, por ejemplo, sobre el lugar de los hermanos legos en la comunidad o sobre la forma de unas tocas con alas grandes almidonadas, estén marcadas en buena parte por la huella temporal del siglo; pero normas evangélicas tan atrevidas no nacen de la carne, ni del mundo, y menos del demonio, sino solo de Dios.

Un ejemplo más concreto. Por obra del Espíritu Santo, establece Santa Clara para sus hijas una clausura muy rigurosa. No es raro que las clarisas fueran llamadas al principio Donne renchiuse, mujeres encerradas, enclaustradas, estando sujetas a tan severa norma: «las hermanas eviten cuidadosamente dejarse ver de los que entraren» (Regla de Santa Clara XI,12). Pues bien, ¿quizá ésta sea una norma conforme con la mentalidad del mundo del siglo XIII? En absoluto. Como tampoco vestirse de saco, andar descalzo o ceñirse la cintura con una cuerda nada tienen que ver tampoco con el estilo de aquella época, que tan refinada era –mucho más que hoy– en la cultura del vestido.

Vivir al día de limosna, encerrarse en una clausura total, vestirse de saco, andar descalzos, son normas que han sido establecidas por obra del Espíritu Santo. Son dones suyos, concedidos a una cierta familia religiosa.

Ahora bien, no olvidemos que «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11,29). Es decir, el Señor, por su parte, quiere seguir concediendo esos dones de gracia a quienes ha dado profesar la Regla de vida de esa concreta familia.

Otra cosa es que los miembros de esa orden quieran o no seguir recibiéndolos. Otra cosa es que sigan siendo o no capaces de recibirlos. Pero si los rechazan, nunca podrán hacerlo en virtud de las exigencias del tiempo actual. ¿Por qué esas prácticas más austeras deben ser eliminadas de una Regla religiosa para hacerla más actual? ¿Qué tiene que ver un aggiornamento prudente con esa suavización de la ascesis? ¿Se consigue así un progreso o un retroceso? ¿Un avance o una pérdida?... ¿O es que quizá, como algunos piensan, hodie, en el mundo de nuestro tiempo, aquellas normas originales ya no resultan aplicables y deben ser retiradas prudentemente, para que lleguen más vocaciones al instituto?...

Son preguntas inquietantes, que apenas tienen sentido. ¿Qué le pasa a nuestro tiempo, que en él se le permite al Espíritu Santo obrar unas cosas sí y otras no, según la aceptación o rechazo de una cierta sensibilidad actual? ¿Dónde queda la sobrehumana fuerza renovadora propia de la vida religiosa cristiana?

Vuelvo al tema del ocultamiento claustral, y concretando esta vez aún más, considero lo dispuesto por Santa Teresa de Jesús para sus monjas en referencia al velo femenino (cf. ya lo escribí en Elogio del pudor, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2000, 29-30).

Dispone Santa Teresa, efectivamente, en las Constituciones para sus monjas: «han de tener cortado el cabello, por no gastar tiempo en peinarle. Jamás ha de haber espejo, ni cosa curiosa, sino todo descuido de sí. A nadie se vea sin velo, si no fuere padre o madre, hermano o hermana», salvo en caso prudente, y entonces «no para recreación, y siempre con una tercera» (14-15). Al padre Jerónimo Gracián, primer provincial de los Descalzos, que en 1581 iba a revisar en el Capítulo de los carmelitas ésta y otras normas de las Constituciones teresianas, le escribe: «ponga vuestra paternidad lo del velo en todas partes, por caridad. Diga que las mismas descalzas lo han pedido» (Carta 23-II-1581). Puede, es cierto, convenir a veces dar licencia de excepción al velo, «mas yo he miedo no la dé el provincial con facilidad» (Carta 19-II-1981).

Pues bien, cuando Santa Teresa pone tanto interés en que sus monjas velen sus rostros y no los manifiesten sino a sus familiares, ¿se sujeta a alguna costumbre de su época, es una mujer de su tiempo, el siglo XVI, o se sitúa más bien al margen de su siglo y del brillante y paganizante espíritu renacentista? Desde luego esa norma no nace del mundo y de la carne, sino puramente del Espíritu Santo.

Otra cuestión: ¿da Santa Teresa esa norma de vida religiosa como válida únicamente para su tiempo? Resulta muy difícil estimarlo así, si recordamos el gran interés que pone en conseguirla.

Y por último: ¿piensa Santa Teresa que una mujer peca si se mira en el espejo o si muestra su rostro a otras personas? ¿Al establecer esa norma en sus Constituciones muestra Teresa un sentido del pudor morboso, propio de una mujer desequilibrada, excesivamente medrosa?

Quienes hagan preguntas tan tontas ¿conocen a Santa Teresa? ¿Aprecian su audacia, su realismo, su libertad del mundo, su conocimiento de la vida y de las mujeres, empezando por su propia experiencia de jovencita vanidosa (Vida 2)? Estamos hablando de Teresa Sánchez de Cepeda, Santa Teresa, gran Doctora de la Iglesia...

Sencillamente, Santa Teresa quiere para sus religiosas contemplativas unas normas de ocultamiento extremadamente exigentes, 1º-para fomentar en ellas el recogimiento contemplativo, evitándoles lo más posible todo peligro de vanidad o impudor; 2º-para dar un ejemplo muy fuerte de modestia a las mujeres seglares, animándoles a ser modestas, según su modo secular propio; 3º-para expiar penitencialmente por los muchos pecados de impudor y de vanidad que se cometen en el mundo; y 4º-para obtener la conversión de los pecadores. ¿Puede ponerse a todo esto alguna objeción fundamentada? ¿Acaso alguna de esas motivaciones ha perdido hoy su sentido y valor?

Por supuesto que otros institutos religiosos, Dios los bendiga, tendrán carismas fundacionales diversos. Dios guarde a todos en la fidelidad a sus carismas propios: también a aquellos que, derivando de un viejo tronco, han formado ramas nuevas, con no pequeñas diferencias, pero guardando la misma savia espiritual. Hay en la santa Iglesia, gracias a Dios, muchas y muy diversas vocaciones. Por tanto, «ande cada uno según el don y la vocación que el Señor le dió» (1Cor 7,17; +7, 20.24).

Santa Teresa de Jesús, ciertamente iluminada por el Espíritu Santo, dispone en sus Constituciones, como esta norma de velar el rostro, que he tomado como ejemplo, muchas otras normas de vida personal y comunitaria, que configuran un conjunto armonioso y coherente. Este venerable carisma fundacional de las Carmelitas descalzas queda expresado en las Constituciones de 1581, en un texto elaborado por el padre Gracián sobre el original de Santa Teresa, el que había escrito en 1567 para su primera fundación de San José, en Ávila, y siguiendo el padre las indicaciones de ella misma, después de catorce años de experiencia. Con la aprobación de ese texto, avalado por la firma de San Juan de la Cruz, tiene Santa Teresa «uno de los grandes gozos y contentos que podía recibir en esta vida» (Fundaciones 29,31).

Este gran interés y énfasis que Santa Teresa pone en asegurar en sus Constituciones ciertos medios de perfección no ha de hacernos creer en modo alguno que ella ponía la perfección en tales medios.

La Santa Madre sabe perfectamente que la perfección cristiana no consiste en las normas, sino en la perfecta caridad. «Entendamos, hijas mías, que la perfección verdadera es amor de Dios y del prójimo, y mientras con más perfección guardáremos estos dos mandamientos seremos más perfectas. Toda nuestra Regla y Constituciones no sirven de otra cosa sino de medios para guardar esto con más perfección» (I Moradas 2,17).

Pero basten ya los ejemplos aducidos de normas concretas de vida religiosa. Y vengamos a considerar, esta vez doctrinalmente, el aggiornamento de los institutos religiosos. Según enseña el Vaticano II, «la adecuada renovación de la vida religiosa» implica juntamente «un retorno constante a la primigenia inspiración de los institutos, y una adaptación de éstos a las cambiadas condiciones de los tiempos» (PC 2). Habrá de reafirmarse, pues, continuamente todo aquello que fue dispuesto por obra del Espíritu Santo, y se deberá eliminar o modificar cuanto fue establecido según una cierta mentalidad de época o en atención a condiciones de vida que ya no se dan. Como antes he recordado, algunas normas sobre los hermanos legos, por ejemplo, en alguna medida marcadas por la mentalidad de la época respecto de los siervos, deberán ser retiradas o modificadas. Pero otras normas, venidas del cielo, no del mundo, deberán ser bien guardadas.

Las Constituciones de 1581 para el Carmelo femenino, al paso de cuatro siglos, han recibido algunas modificaciones convenientes, siempre sancionadas por la Santa Sede y que afectan a cuestiones accidentales. La última de estas acomodaciones, anteriores al Vaticano II, fue la de 1926, después del Código Canónico de 1917. Se hizo entonces la revisión con extremo cuidado, «por el temor de que fuese alterado el venerado texto que la Santa Madre, inspirada del cielo, había con tanta precisión compuesto y observado» (P. Guillermo de San Alberto, Prepósito General de la Orden; prólogo). En efecto, como observaba Pablo VI,

«el carisma de la vida religiosa, en realidad, lejos de ser un impulso nacido “de la carne y de la sangre” (Jn 1,73) u originado por una mentalidad que “se conforma al mundo presente” (Rm 12,2), es el fruto del Espíritu Santo que actúa siempre en la Iglesia» (29-VI-1971: ex. apost. Evangelica testificatio 11).

El 8 de diciembre de 1990, Juan Pablo II aprueba la Regla y Constituciones de las monjas descalzas de la Orden de la Beatísima Virgen María del Monte Carmelo, en una revisión del texto de 1581, acomodado al concilio Vaticano II y a las normas canónicas vigentes, que ha sido propuesto, en nombre de otros noventa y dos monasterios, por las prioras de las Carmelitas Descalzas de San José de Ávila, primer carmelo fundado por Santa Teresa, y del Cerro de los Ángeles, primero de los fundados por Santa Maravillas, donde se hallaba entonces la presidenta de la Asociación de Santa Teresa.

La antología de escritos de Santa Maravillas que he ofrecido nos asegura, creo yo, que nadie se acerca a ella, nadie la conoce, sin verse cautivado por la grandeza de su santidad, por el atractivo de su espontaneidad, por su humildad abrumadora, por la gracia de su palabra, por la fortaleza, prudencia y audacia de sus obras, por la naturalidad sencilla con que vive lo sobrenatural, por la fortaleza de su amor al Carmelo de Santa Teresa de Jesús.

Demos gracias a Dios por ella.