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Familia
La madre Maravillas, en cierta ocasión, manifestaba así con gracia su filiación:
«Voy a empezar la lección de catecismo:
–Decid, niña, ¿cómo os llamáis?
–Maravillas de Jesús, né Pidal y Chico de Guzmán, Mon y Muñoz, no sé qué y Belmonte» (45: C-1368). [Usa en broma esa palabra francesa, née: nacida].
Y escribe otra vez con humor:
«... de la Reverenda Madre Priora Maravillas de Jesús, en el mundo María Chico» (58: C-2212).
De sus padres dice:
«Mi “papá” se llamaba Luis Pidal y Mon, y mi “mamá” se llamaba Cristina Chico de Guzmán y Muñoz. No sé si me preguntaba más. Nací el día 4 de noviembre de 1891, en la Carrera de San Jerónimo, 38, a las once de la noche, y me envolvieron en una manta de cuadros. Me acuerdo muy bien, como sostuve largo tiempo, con toda mi buena voluntad. ¿Qué más? El caso es que eran “muy monos” los dos señores, y yo era, como he sido siempre, un asquito rabioso» (61: C-3303).
Recibe al Señor en la comunión eucarística por primera vez cuando tiene diez años, el día 7 de mayo de 1902. Y el mismo día del 1921, con veintinueve años, hace la profesión religiosa:
«En este día 7, de feliz recordación para esta pobre, en el que hace sesenta años recibió por primera vez al Rey de Reyes y Señor de los Señores, y hace cuarenta y dos se unió con Él, sea mil veces bendito, con el ñudo de los votos» (62: C-3560).
También indica el día de su entrada en el convento.
«Yo entré en [el carmelo de] El Escorial, ya talludita, a los veintisiete años, el año 19, al final de él» (46: C-5421).
Las fotografías nos permiten conocer su fisonomía. Las que le hicieron, siendo ya religiosa y mayor, normalmente fueron captadas sin ella saberlo. Su rostro tiene una expresión abierta e inteligente, y sus ojos son profundos y serenos, hermosos y de mirar suave y benigno. De su físico, en 1961, con más de setenta años, escribe con humor:
«No me dejan poner mis señas. Póngalas Vuestra Reverencia: cara alargada, nariz gorda, boca grande, color verde, dientes amarillos, pelo ceniza» (61: C-3432).
De oficio era tejedora, como se dice de San Juan de la Cruz:
«Cuando yo entré, me pidieron las Madres que aprendiese a tejer, y no sabes qué bien nos ha venido después» (64: C-6733).
Temperamento
La madre Maravillas tenía una idea muy pobre de su valía personal y de sus dotes naturales. Nos lo cuenta ella misma:
«Después de una temporada de sentir mucho el no tener dotes naturales, el ser tan tonta, llegó a crecer este sentimiento tanto, en unos Ejercicios que hice aún muy joven, que sufría realmente por parecerme que, por esta falta de talento, no iba a poder sacar el fruto que deseaba. Y en medio de mi aflicción, sentí en el fondo del alma: “Si tienes capacidad suficiente para amarme, ¿qué te importa todo lo demás?” Quedé tan consolada que, desde entonces, nunca más he podido sentirlo» (25: C-28).
Era prudente y de natural reservado.
«Cada vez se va teniendo más experiencia. Yo, aunque de natural soy reservada, cada vez veo hay que serlo más, pues una cosa que sólo he dicho en reserva, sin estar del todo decidida a hacerlo, ha llegado hasta ahí. A mí no me gusta decir las cosas demasiado pronto, porque tantas veces se cambia que, aun teniendo los permisos en casa, he tenido que cambiar» (66: C-4818).
La madre Maravillas se trata a sí misma con un buen humor no pocas veces despectivo:
«Les advierto que estoy de un cursi que no tienen idea. Yo creo que también debo tener llagas en el corazón, pues es una barbaridad lo ñoña que estoy» (39: C-855, 1266). «Estoy hecha una tonta, mojando la pestaña siempre que hablo de ella» (63: C-4060). «Aunque tienen una pobre Madre que es un cardito borriquero..., tiene su corazoncito, ya lo creo» (66: C-4823, 9951).
Con los demás era sumamente dulce y cariñosa. De una joven que ha de abandonar el convento dice:
«Pobrecita mía, le ha entrado un amor por mí que es horrible. Se pasa el día abrazándome y besándome las manos, y a mí me da tanta pena que la dejo» (39: C-1078).
Era muy delicada en el trato, y muy femenina. Con ocasión de su cumpleaños escribe una vez:
«El “cumple”, cuando se es tan vieja sobre todo, no se celebra» (55: C-3797).
Su «debilidad femenina» asoma también en esta anécdota:
«Recién entrada en el convento, se le puso a un gallo la pata mala y me mandaron que se la sostuviese, mientras una hermana le curaba.
«A mí sólo la idea me estremecía de pies a cabeza, pero una vez empezada la operación, noté enseguida que todo el cuarto me daba vueltas. Yo quise resistir un poco más, pero ya comprendí no podía ser y cedí a dejar el animalito y marcharme corriendo, sin darme tiempo más que a llegar a la puerta del cuarto, donde me caí redonda [...].
«Luego, cuando los médicos decían que qué valiente era, me acordaba de mi gallo y veía cómo juzgan las criaturas por las apariencias» (36: C-444).
Amor a su familia
Los padres de la madre Maravillas eran muy buenos cristianos. Su padre falleció antes de entrar ella en el convento, y por eso se guardan pocas referencias escritas de la Madre sobre él. Pero ésta, que, siendo ya anciana, escribe a una sobrina, es interesante:
«Me acuerdo que mi padre que, como sabes, era tan buenísimo, cuando se puso malo, al principio decía sonriendo: “Estoy completamente conforme con la voluntad de Dios, pero ganas no tengo de morirme”. Habló con un padre muy santo de la Compañía, y le dijo que el Señor le daría, antes de morir, la alegre aceptación de la muerte, y así fue, pues un día me dijo: “Ya me ha dado Dios la aceptación ésa que decía el padre”. Y se le veía tan feliz” (67: C-5693).
De su madre habla, en cambio, y con mucho amor, en bastantes ocasiones, pues murió más tarde, el 13 de enero de 1932. Ayudó mucho en la fundación del carmelo del Cerro y fue también gran bienhechora de El Escorial. De ella escribe la Madre a su director espiritual, el padre jesuita Alfonso Torres:
«¡Ay, padre, qué apegada estoy a mi madre! Ahora que la veo anciana, enferma y sola, lo noto más» (29: C-108). «... mi viejecita querida» (30: C-191).
Estando doña Cristina ya muy enferma, la madre Maravillas escribe al padre Torres:
«Mucha tranquilidad me da que reciba el Viático y ¡cuántas gracias doy a Dios de que Vuestra Reverencia esté aquí! Si puede ser, dígale que ya sabe no estoy lejos de ella mas que con el cuerpo» (31: C-340).
Cuando muere su madre, sufre la madre Maravillas un gran dolor.
«No puedo dormir, ni lo pretendo. ¿Cómo es posible, si no sé si a estas horas tengo madre, y, si aún la tengo, tanto está sufriendo?
«He podido dominarme al exterior y ofrecerle incesantemente [al Señor], y con toda el alma, la pérdida o separación de una madre tan querida, sin pedirle, como es natural, más que el que se cumpla su santa voluntad. Pero, al ir llegando la noche, me he puesto imposible, y temo haber dado mal ejemplo, al haberme dejado ir al exterior, y en el interior con una especie de espanto, un querer huir del sacrificio y una tan amarga soledad. Algo no bueno, padre, y que hace sufrir doblemente, porque no es así como quiero recibir de mano del Señor todo cuanto Él quiera enviarme» (32: C-348).
Al día siguiente de la muerte de doña Cristina, escribe al padre Torres:
«Con toda mi alma, hago al Señor el sacrificio de la separación de mi madre, en los momentos pasados y en los presentes, pero ¡cuánto cuesta! No menos ahora que cuando estaba enferma [...].
«Padre, es terrible quedarse sin madre, es un frío y una soledad por dentro. Antes se tenía un corazón de madre, y de madre amantísima, como era la mía, y ahora ya nada. Se levanta un dolor tan agudo en el alma al recordar que no tengo madre, y todas las pruebas recibidas de su ternura avivan este dolor» (32: C-349).
La ternura, el carácter tan cariñoso y sensible de la madre Maravillas se manifiesta claramente en estos escritos sobre la muerte de su madre:
«Yo no sé lo que me pasa con esto de mi madre. El sufrimiento es hondísimo, pero, a veces, lo es también una especie de consolación..., ese empujarme hacia Dios y que me hace concebir como una esperanza de que voy a empezar a servirle de veras, como nunca he tenido.
«Hoy hemos tenido los funerales. Empezaron para mí con una profunda y dolorosa emoción, pero durante ellos me sentí llena de paz y, sin pensar en nada, me pareció estar rodeada de amor, de bondad y misericordia del Señor, y en ellos era como sentir sumergida a mi madre.
«Me pareció sentir que debía abrazar con toda el alma el sacrificio, la soledad y el vacío que, en mi vida, causa la falta de mi madre y agradecer al Señor lo que ella tiene ahora. ¡Qué agradecimiento sentí también, padre, por la gracia de la vocación! Me pareció, además, era ahora un gozo y premio eterno para ella. Agradezco como nunca a mi madre, que, con tanta generosidad, me permitiese seguirle y agradezco al Señor que me la concedió. Quisiera empezar a vivir sólo para Dios y, olvidándome de mí, no dar importancia más que a lo pueda agradarle» (32: C-352).
«El Señor iba soltando los lazos, aunque santos, del corazón, cuando Él quería, por ser Él el que lo llenase más y más» (38: C-4764).
Es también muy profundo el amor de la madre Maravillas a sus familiares. A su cuñada, que ya es abuela, le escribe:
«¿Qué tal los hijos y nietos? No sabes cuánto los recuerdo y quiero y lo que tira la sangre, pues a los nietos los quiero también muchísimo» (48: C-5569).
Y estando enferma su cuñada, le escribe con humor:
«Que te vea un médico. No tengo ganas de quedarme sin hermana, hasta que Dios lo quiera, y Él nos ha dado estos medios humanos. Los médicos saben poco, es verdad, pero lo poco que se sabe lo saben ellos» (58: C-5629).
Amor a su director espiritual
La madre Maravillas tuvo mucho afecto a los tres directores espirituales que le atendieron, de los que luego hablo. Especial afecto muestra por el jesuita Alfonso Torres. En el mismo encabezamiento de sus cartas se expresa in crescendo este amor:
«mi muy respetado padre» (23: C-1; 24: C-3, 4, 5, etc.), para pasar por un «muy respetado y amado padre» (24: C-6, 8, 9, 10, 11, etc.), hasta finalizar con el «amadísimo padre mío» ( 32: C-389; 33: C-395).
Verdaderamente, la madre Maravillas tenía un grande y tierno corazón, y si en algún momento su efusividad hubiera tenido alguna imperfección, más sería por exceso que por defecto, como se deduce de sus cartas.
«Tengo que confesarle que ha puesto el Señor un respeto y amor grande en mi corazón, aunque alguna vez, por si acaso, se lo he dicho, no me daba escrúpulo; todo esto me parecía que buscaba y veía a Dios en Vuestra Reverencia..., y que, como la Santa Madre dice hablando de estas cosas “si quieren, quieran”, y que “si queremos a los que hacen bien al cuerpo, ¿cómo no vamos a querer mucho más a quien lo hace al alma?” [Camino de Perfección 7,2; cf. 11,4] etc., no tendría que irme a la mano, pero como yo soy tan así, que todo lo echo a perder, puedo haber mezclado algo que no esté bien. Si es así, padre, le suplico me lo diga y qué tengo que hacer, pues no quisiera hubiera en este corazón, que, a pesar de ser tan miserable y tan pobre, es todo, o quiere ser todo de Dios, nada que pueda dejar de ser sólo suyo» (29: C-147).
«Me dijeron [las monjas] que le querían mucho más que yo. ¡Cómo si eso fuera posible!» (31: C-306).
Con motivo de la muerte de su madre, la madre Maravillas busca ayuda en el padre Torres:
«Como el inmenso dolor que tengo en el alma no me permite dormir, me pongo a escribir a Vuestra Reverencia. No sé si estará mal el acudir a Vuestra Reverencia para esta clase de dolor natural. Es que, padre, me encuentro tan sola; me parece Vuestra Reverencia es lo único que tengo en el mundo» (32: C-351).
Su relación con el padre Torres nos recuerda, y a ella también le recordaba, la que Santa Teresa de Jesús tuvo con el padre Gracián (cf. 31: C-337; 32: C-363; 33: C-408; 34: C-424).
«Estos días andaba yo con algo de escrúpulo...; temía un poco. Pero como ayer tropecé con un párrafo de la Santa Madre que dice en una cosa, quizás algo semejante, “como criatura de la tierra no me parece me tiene asida, dióme algún escrúpulo temiendo no comenzase a perder esta libertad” y que nuestro Señor le dijo “que no se maravillase, que así como los mortales desean compañía para comunicar sus contentos sensuales, así el alma la desea, cuando halla quien la entienda, para comunicar sus penas y gozos”. Yo, con esto, me he quedado muy tranquila» (27: C-82).
Murió el padre Torres en Granada el 29 de septiembre de 1946, y por una muy especial Providencia divina Santa Maravillas estuvo presente. Poco después, escribe a su cuñada:
«Comprenderás la pena tan grande que tenemos con lo del padre. ¡Qué muerte tan santa ha tenido! Una muerte en la cruz, con unos dolores incomportables, tan santa y tan humildemente llevados. En medio de ellos, repetía: “Fac me cruce inebriari. ¡Bendita Cruz!” Y lo que más me impresionó fue cuando repitió la palabra del Señor: “Consummatum est”, que tantas veces había explicado» (46: C-5564).
Tanto es el dolor que sufre la Madre, que siente escrúpulos por ello, y escribe al jesuita padre José Antonio Aldama, amigo del padre Torres.
«Lo que me pasa, padre, es que el dolor por la ausencia de nuestro santo padre Torres es tan hondo y tan grande que me tiene alarmada. Ya sabía yo que era la persona que más quería en la tierra, pero era tan en Dios que nunca esto me intranquilizó, y, si no hubiera sido tan suyo, no hubiéramos podido quererle así. Verdad es que este dolor parece acerca más el alma a Dios, pero ¿podrá ser agradable a Dios este dolor tan profundo, aunque claro que lleno de paz, por una cosa que Él ha querido?» (46: C-5507).
El padre Aldama tranquiliza su conciencia, asegurándole que no hay nada reprobable en su pena. Años más tarde, la madre Maravillas emplea argumentos semejantes para despejar de escrúpulos parecidos a la madre Magdalena de la Eucaristía, que siente por ella tan gran amor que está alarmada.
«¡Mire que pensar que me tenía apego! ¿A quién se le ocurre semejante disparate? Si yo lo hubiese visto, ya se lo hubiese avisado. Pero ¿cree que se puede apegar a nadie más que a mi Cristo, después de haberle conocido, por su misericordia, con lo asquerositas que somos las criaturas? Quererlas en Él, con Él y por Él, sí, muchísimo, pero apegarse, yo creo que Él no lo permitirá. Así que me alegro haya visto claro» (50: C-1709).
Amor a su patria
La madre Maravillas ama profundamente a su familia, a sus amigos y bienhechores, y en general –fiel al mandato de Cristo– a todos los prójimos, los suyos, entre los que, por supuesto, están España y los españoles. El amor a la patria, ese sentimiento tan profundamente natural y cristiano, vibra profundamente en su corazón.
La persecución terrible que la Iglesia sufre en España por aquellos años –en los que fueron asesinados doce Obispos, unos siete mil sacerdotes y numerosísimos fieles laicos–, le duele mucho a la madre Maravillas, pues es muy grande el amor que tiene a su patria.
«Yo no sé lo que me pasa; el sufrimiento por las ofensas de Dios, por ver a España lejos de Él es cada vez más grande; a veces, tengo que procurar olvidar un poco lo que pasa, pues no puedo con ello. Lo único que me consuela es, aunque no valga nada, ofrecer al Señor, desde el fondo del alma, mi vida, y pensar en la posibilidad de que pudiera aceptarla de veras» (31: C-326).
Ella confía en la oración y el sacrificio penitencial, cómo lo dice en carta desde el carmelo del Cerro de los Ángeles, el centro espiritual del país, con su monumento al sagrado Corazón de Jesús:
«Lo de España me preocupa mucho. Y estas poquitas almas, aquí reunidas por su amor, podrían ser parte para remediar, contando con la misericordia divina, tanto mal» (30: C-196).
En la Guerra Civil, el 22 de julio de 1936, la madre Maravillas con su comunidad es expulsada del Cerro de los Ángeles, y han de refugiarse en un piso en Madrid, hasta que se trasladaron a la zona nacional, el 14 de septiembre de 1937. Su situación en Madrid es sumamente peligrosa, y hubieran podido sufrir martirio, como tantos hermanos cristianos en la fe. Pero se le ve muy valiente y animosa.
«A nadie ocultábamos que éramos monjas. Una noche, a las diez, teníamos una luz encendida; solían apagarlas los milicianos a tiros desde la calle. Pues nosotras oímos unos gritos de hombre en el patio: “Hermanita, apague esa luz”. Todo así, el Señor no nos quería mártires.
«En el registro mayor que tuvimos, tomaron toda la calle y trajeron no sé cuántos coches para llevarnos. Entraron apuntándonos:
–¿Quiénes son ustedes?
–Las carmelitas descalzas del Cerro de los Ángeles.
–¿Cuántas están?
–Toda la comunidad.
Era el mismo que había matado a nuestro capellán, y nada, después de quitarnos a todas los crucifijos, nos los devolvió y, al marcharse, me dio la mano, diciendo:
–En usted las saludo a todas.
Eso sí, una de blasfemias. La hermana Inés, al oír un disparate, dijo:
–¡Qué lástima!
Se volvió:
–¿Qué dice usted, que qué bestia?
–No, digo que qué lástima que no conozca usted a Dios...
Por fin, yo le dije:
–Ya ve usted, ésa es nuestra vocación, ¿para qué quiere que hablemos, si yo no le puedo convencer y, en cambio, pedimos y nos sacrificamos para que el Señor les toque el corazón?
«El hombre se fue impresionado, y volvió a visitarnos con otro peor todavía. Les cantamos: “Si el martirio conseguimos” y les impresionó mucho» (38: C-5243).
Por los años sesenta, estando de priora en La Aldehuela, escribe con motivo de la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, en el muy próximo Cerro de los Ángeles:
«Emocionadas todavía por la renovación de la Consagración de España al Corazón de Jesús, le pongo estas letras. Estamos entusiasmadas de ver tanta valentía y declaración ante el mundo, tan apartado de Dios, de que España es suya y lo quiere ser. ¡Ay, madre mía, qué alegría ser españolas!» (65: C-4112).
La madre Maravillas no juzga con dureza a los gobernantes que persiguen la Iglesia, ni a los ejecutores concretos de la persecución. Siente compasión por su ceguera, y busca su salvación por la oración y la penitencia. En mayo de 1931, al mes de proclamada la República, mientras en Madrid queman conventos, escribe:
«¡Qué pena que esos pobres desgraciados desconozcan tan por completo las hermosuras de nuestra sagrada Religión, y así la odien y persigan! Cuando se piensa en lo que está pasando ahora, no es posible encontrar consuelo. Llevo tres horas escribiendo esta carta, porque las lágrimas no me dejan. Es de noche.
«Nos dijeron había amenazas para estas horas en el Cerro; puso don Jesús el Santísimo en el comulgatorio para, en caso de peligro y de no poder llegar a Él por fuera, cogerlo nosotras por dentro, y me pareció quedar en vela, pero hasta ahora transcurre la noche en completa calma. Quiera el Señor impedir que puedan tocar el Monumento [al Corazón de Jesús], aunque destruyan el convento... Figúrese, padre, qué horrible sería ver que le atacaban y no poderle defender» (31 : C-306).
Males y pecados tan grandes solo pueden ser vencidos por la oración y el sacrificio.
«Esto de ver las almas, que le han costado tanto, perderse, es horroroso, y ¡qué es dar la vida por ellas!» (34: C-436). «Pidamos mucho para que las almas se vuelvan a Dios, y consolémosle de tanta ingratitud, entregándonos más y más a Él» (41: C-900).
Tantas desgracias, tantos pecados, por la gracia de Dios, se hacen para ella un fortísimo estímulo espiritual.
«Hoy, en la oración, he vuelto a sentir ese como deseo del Señor de entregarme por las almas y serle fiel para este fin. Pensando en lo que Él había hecho por ellas, me parecía me decía que no pudo hacer más, pero que, por mi medio, podría.
«No sé si digo una herejía al explicarlo, pero como yo lo entendía, creo que no.
«El caso es que me parece, al sentir este inmenso deseo del Señor de la salvación de las almas, que es espantoso no acabar de entregarse a Dios para que Él pueda hacer del todo su obra en el alma, y así hacerla, a pesar de su pobreza, fecunda para darle lo que Él desea» (33: C-396).
Ella quiere ayudar con su martirio la salvación de su nación.
«Si, lo que el Señor no permita, España se tranquilizara en la impiedad, por mí, mientras aquí hubiera persecución, preferiría mil veces quedarme [y no escapar]. Tengo tantas esperanzas del martirio» (31: C-306).
Cuando dos años antes se produce la terrible revolución de Asturias, escribe:
«Dicen que están las cosas muy serias. ¡Mire, padre, que si al fin nos concediera el Señor la gracia del martirio! A mí por lo que más me entusiasma es por aquello que dijo el Señor de que ninguno tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos.
«Yo comprendo cuánto he desmerecido una gracia tan grande, pero tampoco he merecido ninguna otra, y me las ha hecho el Señor. Para esto no me asusta mi miseria, puesto que es cosa que me tendría que dar, por completo, Él» (34: C-421).
Unos meses después, contando que han quemado la iglesia de Villaverde, escribe:
«Si nos hacen picadillo algún día, acuérdense de encomendarnos. ¡Qué suerte sería!, ¿verdad? Dicen que está todo malísimo, y nada me extraña» (34: C-5234).
«¡Mire, padre, que si aceptase el Señor estas nadas de sus hijas para que le den gloria, para, por su pobre sacrificio unido al Suyo, obtener luz a los ciegos...! Vamos a renovar un día de éstos nuestro ofrecimiento al Señor para que no se le olvide» (34: C-436).
Pero pasan los años, y ya más tarde comprende que el Señor no ha querido darles la gracia de ser mártires suyos:
«Ya ven, el Señor no nos ha aceptado, y teniendo el martirio, por decirlo así, en la mano, no hemos sido dignas de merecerlo. Él sabe mejor, así que amén, aleluya. Nos decidimos a dejar Madrid cuando vimos [que el Señor] no nos quería mártires» (38: C-5243).
Amigos en el cielo
Santa Maravillas, como es normal entre cristianos, tenía especial amistad con algunos santos del cielo. Y por encima de todos ellos, ponía su devoción filial a la santísima Virgen María.
«He tomado a la Virgen Santísima por Madre de un modo especialísimo, y Ella es la encargada también de prepararme, cubrirme y ampararme» (56: C-3193).
Su vocación al Carmelo se ve confirmada cuando conoce la devoción del Carmelo a la Virgen, y siempre quiso que caracterizara a todas sus hermanas carmelitas:
«Uno de los motivos que me inclinaron al Carmelo fue el ser por excelencia la Orden de la Virgen. Estas casas se llaman Palomarcitos o casas de la Virgen. ¿Cómo podemos vivir en su casa, agradar con Ella al Señor, sin imitarla, como la Santa Madre lo deseaba? Cómo éste es el camino de la carmelita, a ejemplo de María, cómo tenemos que achicarnos. Esto lo entendí como no sé decirlo [...]. Me pareció que, puesto que el Señor me tiene aquí ahora, he de procurarlo, no sólo para mí, sino para que esta casa sea realmente casa de la Virgen, ser de veras pobres, sacrificadas, humildes, nada» (28: C-101).
Con la Virgen María vive todas sus aventuras espirituales hacia la plena santidad, hacia la perfección evangélica. A Ella se encomienda, una vez más, en su ancianidad. Y lo que le pide es que le ayude a vivir en Cristo, su hijo:
«Pido a la Santísima Virgen me ayude a ver las cosas en verdad en su presencia, para acusarme de ellas y, purificada y lavada por su misericordia, empezar lo poco que me quede de vida, vida nueva en Él, con Él y por Él» (64: C-727).
También la madre Maravillas tuvo siempre, desde niña, una profunda devoción a Santa María Magdalena. Se lo escribe así al padre Torres, el 22 de julio de 1931:
«Siempre, desde muy pequeña, como ya entonces era tan pecadora, he tenido un especial amor a santa María Magdalena. Pero, no sé, siempre, cuando pensaba en ella, era acompañándola a los pies del Señor, donde obtuvo el perdón de sus pecados» (31: C-321).
Como se ve, la madre Maravillas mantiene en la devoción a la Magdalena, lo mismo que en la devoción a María, su permanente centramiento en Cristo.
«Mi amadísima santa Patrona» (55: C-3774). «Una santa encantadora, y yo cada día la quiero más» (63: C-4058). «Después de nuestra Santa Madre, es mi santa preferida de siempre» (67: C-4175). «Mi amadísima santa María Magdalena» (72: C-4248).
Así como la devoción de la Madre a la Magdalena viene de su profundísima conciencia de pecadora perdonada por Cristo, su gran devoción a Santa Teresa del Niño Jesús y a su «infancia espiritual» procede de su abandono confiado en la Voluntad divina providente.
De cuando, estando en Duruelo, iba en tartana a Mancera, sacudida en un desvencijado carruaje, cuenta un hecho que ilustra ésta devoción suya:
«Hay que dejarlo todo en sus manos, o mejor dicho, en su Corazón, porque se ocupa de todo y no quiere más, como dice la Santa Madre, que la determinación de nuestra voluntad. A mí me daba devoción, cuando venía con Alfonsito [el niño de los demandaderos] dormido en los brazos, cómo se le veía de tranquilo y pacífico, y hasta dormirse también. La tartana daba tumbos, y él estaba tranquilo... Y nosotros, venga a querer arreglarlo todo, con nuestro corto entendimiento y a nuestro modo.
«A ver si nos hacemos niños para agradarle. ¡Cómo se comprende que al Señor le encantase santa Teresita!» (50: C-4632).
También tenía hacia la santa de Lisieux una gran confianza porque la consideraba muy milagrera:
«¡Cómo es de milagrosa santa Teresita! Yo digo que es que, como a ningún santo se le ha ocurrido decir que quiere pasar su cielo haciendo bien en la tierra y a ella sí, al Señor le satisface plenamente este deseo, que a Él tanto le agradaría» (61: C-3401).
No había, sin embargo, entre Maravillas y Teresita una gran semejanza de temperamento y estilo, una muy española, la otra muy francesa. Por eso la Madre confiesa en una ocasión:
«Tengo que enviarle un libro de cartas inéditas de santa Teresita, que me han mandado de Lisieux. Son francesísimas, pero es admirable todo lo que dice... Se la ve tan humana, aunque, como le digo, de una sensibilidad y un francés terrible. A mí me están gustando mucho, a pesar de ello» (52: C-1820).
«A pesar de ello». Y en un escrito posterior:
«Son francesas, francesas y poéticas que no cabe más. Son una preciosidad. Se ve cómo sólo vivía para Jesús y su única preocupación, agradarle, sufrir por Él, salvarle almas» (52: C-1822).
Los otros santos más amigos de la madre Maravillas son San José, San Pablo, San Agustín, San Lorenzo, San Carlos Borromeo y San Juan de Ávila.
A una de sus hijas le escribe:
«Flor del campo fue nuestro Padre san José. Él vivió solamente para Dios, olvidado y desconocido de los hombres. No quiera otro amor que el de Cristo, ni otra dicha que la de cumplir su voluntad» (45: B-2116).
Al padre Torres le escribe: «Estoy haciendo gran amistad con san Pablo y me parece es la primera vez que le he conocido, aunque sea tan poco. Una palabra suya me dice tanto, en silencio» (32: C-353).
«Llega el glorioso san Lorenzo, a quien yo quiero mucho de tiempo inmemorial, por ser patrono del Escorial, de dulce recordación para mí, ya que en él se me abrieron las puertas de la casa de la Virgen, en la que tan felicísima he sido siempre, sirviendo y amando, aunque haya sido con tantísimas miserias, a mi Rey divino» (62: C-4298).
«Es hoy día de san Agustín, a quien tantísimo quería la Santa Madre y esta pobre descalza también, que en eso me parezco a mi Santa Madre, pero yo con motivo quiero a los santos que han sido pecadores, y ella sin él» (62: C-4032).
«Estamos deseando –escribe a la madre Magdalena de la Eucaristía– que venga por ésta su casa. ¡Mire que si me la trajese mi Borromeo! Ya puede ser, pues siempre se ha portado este santo bendito muy bien conmigo, y un año me llevó a mi Cerrico para nuestro día. Digo de él y mío» (50: C-1731). Dice «nuestro día» porque ella nació un 4 de noviembre, fiesta del Borromeo.
El día 18 de mayo de 1970 escribe: «Ya sabes que ahora, el día 31, es la canonización del beato Juan de Ávila, un santo español, que tanto bien hacen sus escritos» (70: C-6555).
También la madre Maravillas tiene especial estima por algunos de los Papas de su tiempo, y en especial por San Pío X:
«Yo quiero con toda el alma a Pío X» (50: C-6702) ... «le quiero tantísimo por lo de la comunión» (52: C-2829).
Él fue el Papa que, por don de Dios, recomendó en 1905 la comunión frecuente y la comunión de los niños temprana, al llegar al uso de razón. Afecto semejante siente por el beato Juan XXIII (58: C-3925).
Defectos
Fuera de Cristo y de la Virgen María, todos los santos han tenido sus defectos. Es cierto que, al menos en las fases más avanzadas de la vida espiritual, esas deficiencias apenas llevaban ya en sí culpa alguna. Pero conviene saber que tales defectos –aunque apenas o nada culpables– han sido a veces en los santos no pocos y no pequeños. También adoleció de ellos Santa Maravillas.
Y dicho sea de paso, estas deficiencias de los santos no les aquejan porque son «plenamente humanos», sino justamente por lo contrario: porque todavía no son del todo humanos, según el plan de Dios; es decir, porque aún no son perfectas «imágenes de Dios» –ésa es la verdad del ser humano–, aunque ya les falta muy poco para ello: «seremos semejantes a Él porque le veremos [en la resurrección] tal cual es» (1Jn 3,2).
La madre Maravillas solía callarse, quizá en exceso, ante personas demasiado habladoras. Quizá le faltase habilidad y paciencia para hablar más y así impedir que su interlocutor se ahogase en su propia verborrea. O quizá en el silencio disimulaba mejor sus posibles impaciencias y defectos. De un encuentro con una de esas personas comenta ella:
«Ven qué bueno es mi sistema de no ver a la gente para así poder quedar bien. Es cosa particular mía. No me imiten, porque perdería el asunto su encanto, que sólo tiene por mí y en mí.
«Dicen que le he hecho muy buen efecto a N. Claro, como que no le he dirigido la palabra, y precisamente por eso. Ésa es mi fuerza de atracción, que no me conozcan, ni me hablen, y entonces: “¡Ay, nuestra Madre Maravillas, qué fenómeno!” Pero, si la pobre hablase, lo echaba todo a perder, ansí (que no es equivocación esto de “ansí”, sino manera elegante de hablar) que ya ven cómo yo me sé arreglar para quedar bien con la gente» (59: C-2284).
En alguna ocasión afirma sus tesis espirituales sin medirlas o matizarlas suficientemente. A las carmelitas de Arenas de San Pedro les escribe:
«Nuestro Padre san José, en su vida escondida, ha salvado más almas que san Pablo, sin duda alguna» (s/f: B-1423).
¿Sin duda alguna?... Con imprecisión semejante escribe en la muerte de una religiosa:
«Antes de la operación, recibió el Viático y Extremaunción e hizo su profesión solemne en el momento de la muerte, que deja el alma como después del bautismo» (46: C-5973).
¿Seguro que la profesión solemne purifica el alma como lo hace ex opere operato el sacramento del bautismo?
Tampoco acierta del todo cuando le escribe sobre el escapulario a un familiar:
«Estamos en la novena de nuestra Madre Santísima del Carmen, que ha venido a predicar aquí [a Arenas] nuestro padre Alberto, Definidor General en Roma.
«Asegura, pero categóricamente, y que está definido por todos los teólogos, el cumplimiento de las promesas de la Santísima Virgen, irremisiblemente: la de librar del infierno para todo el que muera con el escapulario, y la de la liberación del purgatorio para los que lo tienen impuesto, en el primer sábado, después de su muerte» (55: C-5625).
¿Todos los teólogos lo han «definido» así?...
Alguna reprensión, como ésta que sigue, no parece demasiado fundada:
«Lo que no deben usar es la palabra “nerviosas”, que ya sabe no se permitía nunca en el convento, y yo la copié de una carta para que lo notase Vuestra Reverencia» (59: C-3948).
«Nunca». Parece excesivo. No es una palabra mala.
A veces la Madre cita sin exactitud frases de la Sagrada Escritura, como cuando pone en boca de Cristo una frase del Antiguo Testamento.
«Pensar que Él dijo, cuando vivía entre nosotros, que “sus delicias eran estar con los hijos de los hombres” [Prov 8,31], espolea para procurárselas no sólo en la propia alma, sino en todas» (55: C-6374).
Otros defectos, de los que se acusa la madre Maravillas, tienen en sí mismos mayor entidad, pero parece harto dudoso que se diesen en ella realmente.
«La pereza... es, yo creo, una de mis mayores pasiones» (31: C-326). «La pereza es cosa mala. Me he dejado llevar de ella, no levantándome hasta que dio la hora y, claro, no me queda tiempo después de vestirme, lavarme y arreglarme» (62: C-3546). «Como soy muy cobardica, tengo una pereza de muerte...; pero ¿qué quiere “usted”, madre mía, si la tengo?» (64: C-2490).
Estas dos últimas acusaciones citadas se las hace cuando ya había pasado de los setenta años. Más que pereza parece haber ahí cansancio, debilidad senil. Aparte de eso, dice haberse levantado a «la hora»; pero es que ella solía levantarse una hora antes.
Alguna vez se acusa, con buen humor, de estar con mal humor. Lo que no deja de tener su gracia:
«Le he dicho que estoy de mal humor, ¿verdad? Así es, pero estoy muy contenta, porque, si mi Jesús quiere que esté así, pues no otra cosa quiero yo. Dirá, mi hija, que cómo va a querer Él que se esté de mal humor. Yo no lo sé. Pero sé que estoy de mal humor o talante, y que Él no está triste conmigo por eso» (45: C-1371).
Como Santa Teresa de Jesús, su madre tan querida, Santa Maravillas tenía gracia, gracia natural y sobrenatural.
Tentaciones
Es cierto que las virtudes, cuando están débiles, se ejercitan muy costosamente y con grandes luchas; y que cuanto más fuertes están, obran normalmente con más facilidad y menos guerra. Esto podría hacer pensar que los santos apenas tuvieron tentaciones; lo que en cierto sentido, en el sentido que acabo de señalar, es cierto.
Pero también es cierto que Cristo fue tentado por el demonio, y que Él conforta a todos los santos en sus batallas espirituales, permitiendo a veces en ellos tentaciones fortísimas, para que sus virtudes, ejercitándose en actos muy intensos, alcancen maravillosos crecimientos de perfección. Avanzado el santo en la vida espiritual, pierden mucha fuerza en él las tentaciones de la carne y del mundo, es cierto; pero queda el demonio, que no se resigna así como así a perder todo influjo sobre una persona, y que pelea hasta el último minuto. Aunque la verdad es que el diablo muy poco consigue en el santo, pues por una parte ya no cuenta con la complicidad de carne y mundo, y por otra, se estrella contra una persona completamente poseída por Cristo Salvador.
Santa Maravillas padece tentaciones a lo largo de gran parte de su vida. Y no pocas veces fuertes, profundas, persistentes, humillantes.
En una cierta época de su vida, las tentaciones contra el sexto mandamiento le humillan mucho y siente hacia ellas especial horror:
«Me levanté y acudí a la Santísima Virgen, como Vuestra Reverencia me dijo. Pensé tomar una disciplina, pero temí me oyesen. Un susto, padre, tratándose de esta materia tan delicada... Lo que sí me parecía ver entonces claramente es que, a pesar de todo lo que en mí tan vivamente sentí, no estaba ofendiendo al Señor. Cuando cesó, me entró una grandísima aflicción por la posibilidad para mí, tan miserable, de ofender, en un momento, al Señor» (29: C-140).
«Lo que me hace sufrir mucho son esas cosas que le decía, de todos los estilos, contra el sexto mandamiento» (30: C-228).
«Sigo con unos sentimientos malísimos en el corazón, se me ocurre ofender al Señor de mil maneras y contra ese mandamiento que sabe; es horrible.
«Padre, cada vez son cosas nuevas, ahora unas incitaciones vergonzosas a faltar a él con la vista.
«De estas cosas me es un tormento el hablarle, por una parte me parece que, no teniendo seguridad de haber pecado en ellas, no debía de ninguna manera ni atreverme a nombrarlas y, por otra, temo sea esto, como es tan humillante, cosa de amor propio. Todos estos horrores no me sublevan ahora, sólo me hacen ver lo que soy y me avergüenzan de mí misma» (30: C-226).
«Después de la comunión, todo el tiempo en la imaginación unos cantos, no malos, pero que, por su ordinariez y suciedad, prohibieron en casa a los chicos, que los aprendieron en la Universidad y que yo no me había vuelto a acordar hará veinticinco años. Padre, esto es horrible» (30: C-243).
«No quisiera, padre, nada de esto y suplico a la Santísima Virgen venga en mi ayuda» (30: C-255).
También siendo ya bastante mayor, aunque al parecer más raramente, sufre a veces estas tentaciones:
«Al final de la oración, sin pensar en ello ni remotamente, me vino con mucha fuerza esa espantosa idea contra la fe y contra el sexto mandamiento, que creo no deseché en el acto, pues, aunque suelo hacer enseguida actos de fe y de amor, a veces temo no recoger del todo la imaginación, o lo que sea, en el acto. Pasados esos momentos, me quedo tranquila» (54: C-632).
No, «no estaba ofendiendo al Señor». Él la guarda siempre. Pero solamente sentirse pecadora, es decir, tentada, capaz de pecar, le hace sentir, con indecible dolor de corazón, que es indigna de Dios.
Otras tentaciones que a veces le dan gran guerra son unos horribles pensamientos e imaginaciones contra la fe o contra otras virtudes:
«Primero hubo un tumulto de malos pensamientos: que los ejercicios, la obediencia, la humildad, el rendimiento de juicio, todo era una pamema, que debía soltarme de todo esto, que con que procurase únicamente no ofender al Señor, bastaba. Pedí al Señor me ayudara y procuré que todo eso gritase a mi alrededor, sin preocuparme, ni dejarle hacer asiento dentro» (29: C-157).
«Pienso de Dios las cosas más horrorosas, desconociendo su amor, su justicia, su verdad, y no en cuanto a mí se refiere, sino como si fuese así. Lo único que sí quisiera es no ofender al Señor» (48: C-586). «Parece que he leído todos los libros de los racionalistas» (48: C-588).
En estos conmovedores textos se manifiesta la fuerza terrible de las tentaciones que a veces se dan en los santos, pero aún más se manifiesta la potencia de la gracia de Cristo obrando en ellos, y la sinceridad apasionada con que ellos luchan, con el auxilio de esa gracia, para guardarse en la fidelidad del amor y de la obediencia.
«En estas imaginaciones y pensamientos tan horrorosos que se me ocurren, tengo muchísimo temor de ofender al Señor, y no sé si lo hago o no.
«Se me ocurren cosas que nunca he sabido y, algunas veces, en el acto de ocurrírseme, parece se despierta curiosidad de seguir aquel pensamiento. Creo, pero con seguridad no sé nada, que no da lugar casi a combatirla, porque, al mismo tiempo, se despierta también ese horror y repugnancia a todo ello y ese dolor de experimentar tales cosas, que la ahogan por completo. ¡Ay, padre!, ¿tener esas cosas en el alma, no es lo que más puede ofender y desagradar al Señor?
«El otro día también, porque tan pronto pienso que he cometido un pecado mortal como, sin saber por qué, pienso que no y me tranquilizo sobre esto, se me ocurrió que había caído y que, como sería necesario que me confesase y dijese todas las barbaridades que se me pasan por la imaginación, con todo detalle, y de ningún modo tendría valor para esto, me encontraba en la misma situación de cuando niña» (30: C-206).
Sus escrúpulos de conciencia no parecen tener fundamento real serio. Pero hicieron sufrir mucho a la Madre.
«La víspera del aniversario de mi Primera Comunión, tuve todo el día un dolor grandísimo, porque Vuestra Reverencia sabe [que ir a comulgar] me parecía imposible, y quería convencerme de que no había sido así (lo de cometer sacrilegios), puesto que creo pregunté al confesor si tendría que explicar aquello más.
«Así fui a comulgar y, al recibir al Señor, un momento como si se hiciera una luz muy clara en el alma y... me parecía estaba gozoso y me invitaba a gozarme en su bondad. Esto me llenó de gozo y de paz, aunque muy pronto volvió la sequedad y oscuridad» (30: C-206).
Angustias, luchas terribles, súplicas a Dios y a la Virgen, humillación, horror de sí misma... pero muy poco pecado se ve en estos escritos de la madre Maravillas, y ella misma es consciente de ello:
«Allá, en el fondo, creo no están [las tentaciones], y quisiera con toda el alma desmentir lo que en otra parte siento» (30: C-210).
«Pido al Señor y a la Santísima Virgen me sostengan y no permitan me aparte de la obediencia y de su amor» (30: C-260).
El Señor permite estas luchas terribles en las almas de los santos no solamente para purificarlas y acrecentarlas en la virtud, sino también para que ellas puedan confortar a otras personas, que pasan por parecidas tribulaciones, pues, como dice el Apóstol, «si somos consolados, lo somos para el consuelo vuestro, que os hace soportar con paciencia los mismos sufrimientos que también nosotros soportamos» (2 Cor 1,4-6).
Así escribía la Madre a una hija suya, que se veía en grandes luchas morales:
«Espero que ya habrá reaccionado y habrá empezado de nuevo con más brío y más amor, que ése es el efecto que han de dar las caídas. ¿Dónde está la humildad, hija mía? Acostúmbrese a verse como es, pura miseria y nada, pero esta miseria y esta nada no le impedirá, si acude al Señor y sin cansarse, empiece de nuevo, confiando en Él.
«No ha pasado nada, que quiere el Señor que sea humilde, perseverante, fiel y valiente. La virtud hay que verla en las ocasiones y no a los rincones» (28: B-6).
Y en otra ocasión: «Yo no digo que todas esas miseriucas no sean frutos de nuestra miseria, pero ya sabe que el sentir no es consentir, que lo primero no está en nuestra mano y lo segundo, sí.
«Estos sentimientos pueden y deben servir para humillarnos, para pedir al Señor que nos tenga siempre de su mano y que su amorosísima Providencia no nos deje caer, que caeríamos, pero nada más, pues como Vuestra Caridad no quiere esas cosas, no hay nadie que pueda hacerla caer, que esa fuerza nos ha dado el Señor, mediante su gracia.
«Lo que no debe es dar vueltas a estos asuntos en absoluto, que no son buenos ni para el cuerpo, ni para el alma y, pensando que obedece, dejarlo todo pasar. Verá cómo así se le quita. Es que, a veces, toma uno un miedo a que se le ocurra eso, que basta para que se le ocurra, y, no pensando es el mejor remedio... Ahora, sí, desecharlo enseguida y ser muy fiel en todo lo demás con paz, y verá qué bien le va» (después del 58: C-5004).
A veces quienes no conocen la vida religiosa en su forma contemplativa piensan que, una vez dentro del claustro monástico, se inicia una vida serena y monótona, en la que apenas se producirán cambios o vicisitudes de mayor importancia. Éstos desconocen no solo la vida monástica, sino en general la vida espiritual. Ignoran que la vida espiritual, profundamente vivida a la búsqueda de la plena unión con Dios, es indeciblemente intensa y variante, y lleva consigo angosturas y descubrimientos, batallas descomunales, iluminaciones deslumbrantes y noches de aterradora obscuridad, aventuras espirituales maravillosas, que conducen a abismos y alturas formidables, desde las que se divisa toda la tierra con todos sus reinos, este mundo y el otro.
Conciencia de pecadora
Santa Maravillas tiene una profundísima conciencia de ser pecadora, como enseguida lo veremos al tratar de su indecible humildad:
«Cuando me viene el recuerdo de mis culpas, me siento llena de confusión, bien merecida, y no me atrevo a levantar los ojos del suelo delante de mis hermanas, considerando la diferencia de ellas a mí. Así y todo, qué no daría yo por no haber ofendido al Señor. Esta espina la tengo siempre clavada en mi alma» (25: C-26).
«Sin estar pensando en ello, se me representó con tanta claridad la gravedad de mis pecados, que no sabía qué hacer, y hasta se me oprimía fuertemente el corazón.
«Después de haber cometido, en la edad en que debía haber sido inocente, los primeros y gravísimos pecados, que los haya multiplicado, teniendo en menos el profanar los santos sacramentos de la confesión y comunión tantas veces» (27: C-60).
En estas actitudes suyas se reconoce una muy perfecta humildad y la acción potente de ese don de Espíritu Santo que llamamos don de temor de Dios:
«Apenas me arrodillé, me sentí recogida y, sin preceder consideración ninguna, se me puso delante todo lo que ha sido mi vida hasta ahora, llena de los mayores beneficios del Señor, y toda ella un tejido de ingratitudes, de pecados, de todo lo más abominable que puede haber en la tierra.
«No hay un solo acto de mi vida que yo pueda ofrecer al Señor, sin que esté manchado, sellado con mi sello» (29: C-132). «Qué repugnancia, padre, debe causar mi alma al Señor» (30: C-259). «Soy la mayor pecadora del mundo, la criatura más infiel al Señor toda la vida, la más ingrata» (48: C-586).
Sus propios pecados le duelen tanto que preferiría morirse a seguir con ellos:
«Si el Señor quisiera que se me acabase la vida, porque estar así, ofendiéndole, es mucho peor que el infierno» (31: C-294).
Estas acusaciones que hace de sí misma son más bien genéricas. Pero veamos si en sus escritos se revelan ciertos pecados más concretos. ¿Cuáles fueron los pecados de los que con tanta pena se acusa la madre Maravillas?
En primer lugar, el amor propio. De cuando era niña o joven dice:
«Las alabanzas, que tanto me humillaban, porque conocía lo inmerecidas que eran, pero que por todas partes me rodeaban, llegaron a hacer que me complaciera en ellas, no en creerlas, pues siempre tenía delante de mis ojos mi miseria profundísima, sino en que la gente creyera todo aquello de mí, y aun llegué a perder en muchas cosas de las que hacía la pureza de intención, haciéndolas por ser estimada y alabada.
«Esto me humillaba muchísimo, pues veía me complacía en lo que tan alejado estaba de la verdad, que siempre tanto me atraía, y en lo que no era más que humo y vanidad. Me despreciaba a mí misma por estos sentimientos y cuánto costaba a mi amor propio el confesarlos.
«Tan fuertemente enlazada me tenía todo esto que no sé cómo me hubiera visto libre de ello, si Nuestro Señor no lo hubiera hecho Él mismo. Sin saber cómo, me encontré con la libertad que tanto le pedía y deseaba, dejándome desde entonces totalmente indiferente a los juicios humanos» (25: C-28).
A veces siente gran repugnancia hacia la oración y falta a ella:
«Anoche he hecho una cosa muy mala, y no puedo quedarme tanto tiempo sin confesársela. No he ido a Maitines sin más motivo que la terrible repugnancia que sentía. Cuando empezaron las campanas, casi sin reflexionar, avisé que no me esperasen» (30: C-234).
«En lo de dejar de rezar aquel día, que por poco lo hago, temo también haber ofendido al Señor gravemente, y no sé si lo expliqué. Fue un día que me había marchado del coro y, al coger luego el breviario para rezar sola, tuve mucha repugnancia y se me ocurrió no rezar aquel día; pensé sería un pecado mortal y nada me importaba. Recé no sé por qué. El Señor me sostuvo, pero, por mí, al no importarme, ¿no falté ya? Di mal ejemplo faltando a la observancia» (29: C-172).
La misma comunión a veces le produce horror:
«Me da terror comulgar mañana. Hoy, en las Horas, tenía una estampa del Señor en el breviario. Estaba yo, desde que me levanté, imposible, y me parecía que me daba fastidio ver la imagen del Señor. La cogí y la puse entre las hojas para no verla. En aquel momento se me vinieron a la imaginación aquellas palabras: “Quítale, crucifícale”. Me dio horror y la volví a coger, diciendo al Señor que yo no quería más que amarle.
«Luego, no quería comulgar, pero de veras era que no quería, no tenía ganas de unirme a Él, ni de hacerme violencia. Pensé no volver a hablar con Vuestra Reverencia ni decirle nada de esto. Todo el día he estado imposible, ahora diciendo al Señor que Él sabe que le amo, pero es tan extraño lo que siento» (27: C-74).
No está perfecta en ella la templanza:
«El otro día fui muy infiel al Señor y falté al voto; fue probar entre hora y hora, sin ninguna necesidad, una cosa de comer que habían traído, y comprendiendo que no debía hacerlo. Después lo sentí mucho» (28: C-86).
Alguna vez miente:
«He cometido pecados voluntarios. El otro día les conté a las hermanas toda una historia falsa, sin necesidad. Veía muy bien que estaba faltando, y nada, las palabras de aquella estúpida falsedad afluían a los labios. Si se me ofrece entonces ocasión de cometer un p. m. [sic], creo que lo cometo con la misma facilidad.
«¡Ay, padre mío! ¿Ve cómo es verdad que esto no tiene remedio? ¿Qué me pasó? No sé. Aún ahora estoy vertiendo lágrimas abrasadoras» (33: C-412).
Tiene imperfecciones ocasionales en la obediencia. Siendo ya religiosa, quizá por amor propio, o por no estar suficientemente atenta a la posible voluntad del superior, pudo sustraer algo indebidamente a la sujeción de la obediencia:
«Yo, padre, me porté muy mal el otro día. Achacando, para tranquilizarme, que Vuestra Reverencia tenía prisa, me dejé llevar de mi amor propio, no consultándole alguna cosilla interior mía» (26: C-42, 68).
«Perdóneme, padre, las desobediencias del momento y las que estaba decidida a hacer, las faltas de respeto y de humildad, los disparates que he dicho, y las mentiras» (30?: C-176).
«Vengo a pedir perdón a Vuestra Excelencia, su perdón, señor Obispo, porque he cometido una falta grande.
«Como no pasaban los camiones por la puerta reglar [...] nos dijeron que donde estaba no se podía ensanchar y que, en cambio, podía quedar muy bien al otro lado de la tapia. Nos decidimos a hacerlo y, como hace tan poco que se han terminado las obras, no me acordé que para ésta no tenía licencia de Vuestra Excelencia, y, por lo tanto, no se la pedí» (57: C-5381).
Santa Maravillas ve con tal horror sus minúsculos pecados, que los considera graves, enormes, gravísimos. Todo hace pensar, sin embargo, que no pasaban de ser imperfecciones o a lo más alguna falta muy leve. Y en no pocos casos que ella refiere, muy posiblemente no hay culpa alguna, al faltar una complicidad clara de la voluntad. Sentir no es pecado, solo consentir.
Inocencia bautismal
No nos extraña, pues, lo que en otro lugar cuenta la Santa:
«Haciendo una vez confesión general de los gravísimos pecados de mi vida, que Vuestra Reverencia conoce, me dijo el confesor que creía no había perdido la gracia bautismal» (29: C-105).
Sus «gravísimos pecados» no son tales como para estimar que en algún momento perdió la gracia bautismal. Un testimonio del padre Florencio del Niño Jesús, carmelita descalzo, del 9 de marzo de 1938, nos confirma en esa misma opinión. La madre se acusa en una carta de todos sus pecados, y el padre añade en una nota:
«Son temores de conciencia recta y timorata, en la época que habla» (38: C-462 bis, 787).
El padre Valentín de San José, también carmelita descalzo, durante muchos años director de la madre Maravillas, escribe el 23 de mayo de 1962, cuando la ella tenía más de setenta años.
«Nunca, nunca me ha comunicado pecados mortales, ni en otra carta que decía exponía toda su maldad. Sus pecados graves todos son éstos, algunas tentaciones, flaquecillas» (62: C-711).
Es, pues, muy probable que Santa Maravillas no cometiera un pecado mortal en toda su vida, y que conservara la inocencia bautismal.
Sin embargo, como muchos otros santos, ella sinceramente se sentía una grande y miserable pecadora.
Escritora
Una de las imperfecciones de las que más se acusa la madre Maravillas es la pereza, y muy especialmente de su pereza para escribir. Hay en sus escritos innumerables expresiones como éstas:
«Mi inveterada pereza para coger la pluma» (41: C-5263)... «Yo, que aborrezco la pluma» (46: C-1411)... «Esta pereza para coger la pluma, que nunca acabo de vencer» (48: C-6877)...
No podemos negar –ni afirmar– que en alguna ocasión la madre Maravillas se dejase llevar por la pereza en su desgana para escribir. Pero que esa autoacusación carece en general de fundamento viene demostrado por el mero hecho de que, costándole tanto tomar la pluma, escribió seis mil novecientas ocho cartas registradas, y miles de billetes, que hacen un total de doce mil novecientos ochenta y tres folios. Sus escritos han quedado recogidos en treinta y cuatro gruesos volúmenes. Curiosa pereza para escribir.
La madre Maravillas escribe con palabra concisa y precisa, con gran fuerza expresiva, con claridad, y sin duda con gracia, a veces con mucha gracia. Dentro de su amor a España está también su amor al español, como lengua de tantos literatos y santos españoles. En una ocasión comienza una carta en francés y, en un momento determinado, añade:
«Bueno, cansé y me vuelvo con Cervantes, que es mucho mejor» (47: C-1509). «Bueno, ya cansé del franchute y vuelvo a nuestra hermosa lengua castellana» (50: C-1679).
Otra vez, después de escribir dos páginas en francés, dice:
«Ya no puedo más y sigo en nuestro preciosísimo castellano, incomparable lengua de santa Teresa, san Juan de la Cruz, san Ignacio, santa Micaela, san Francisco de Borja y Cervantes, que fue un tonto, porque, siendo tan listo, no fue santo» (49: C-1655).
Ante defectos de sacerdotes
En los escritos de la madre Maravillas se encuentran a veces palabra severas sobre ciertos sacerdotes. Sabiendo por datos inequívocos la gran caridad que con ellos mostró siempre, no es fácil discernir hasta qué punto esas expresiones son algo deficiente o más bien un signo de que la Madre era muy sincera y libre, y nada encogida, a la hora de manifestarse y de procurar el bien común en los asuntos que llevaba entre manos. Conviene recordar en esto el ejemplo de Cristo, y señalar cómo entendía Él la benignidad en la palabra y la obra.
No siempre le fue bien con los capellanes de sus carmelos. De un sacerdote, manifiesta, y habrá que reconocer que sin ningún remilgo:
«Lo de don X. es indigno. Se conoce que es que está viejete y chochea, porque, si no, era para matarle. Supongo que no habrá tenido escrúpulo de decirle a don José María [García Lahiguera] toda la verdad. Son tremendos estos señores» (51: C-1813).
La santidad de la madre Maravillas está libre, como se ve, de todo pío engolamiento. Escribe en otras ocasiones:
«Entre nosotras, te diré que me temo que por lo menos no ha ayudado el señor cura. Es una verdadera pena este señor. Ya hablaremos» (s/f., entre 39-44: B-1820). «Lo peor que tiene este señor... es lo poco franco que es» (35: C-443). «El padre X. muy bien, pero un niño chiquitín» (42: C-925)...
Debo decir en descargo de la Madre, si es que lo necesita, que hay mucha verdad en aquellas severas palabras que a veces escribe, y que las escribe con buen fin, no por murmuración morbosa o juicio temerario, sino buscando el bien de las comunidades o de las personas. Tampoco las dice con amargura o rencor, sino con caridad, que es lo único que tiene en el corazón.
Alegría, humor, libertad de espíritu
Todos los que conocen el Carmelo conocen que de Santa Teresa de Jesús ha heredado y guardado siempre un espíritu de alegría. Pocas cosas temía tanto la santa Fundadora como ver que sus hermanas perdían la alegría del corazón. Pues bien, cualquiera que se haya aproximado a la atrayente figura de la madre Maravillas comprobará que ella fue fiel a esta herencia; habrá de reconocer honestamente –a no ser que esté mal informado y engañado por prejuicios hostiles– que ella irradiaba una alegría luminosa y graciosa.
Escribiendo a la priora del Cerro de los Ángeles, comienza a contarle sus enfermedades, pero se interrumpe y dice:
«Basta de tonterías, que tenemos muchísimo que hacer, y no digo poco humor, porque eso nos lo da Nuestro Cristo, porque amándole y sirviéndole, nada puede entristecernos» (62: C-3535).
«Dios ama al que da con alegría», dice y repite la Escritura (Prov 11,24-25; 19,17; 22,8; 2Cor 9,7). Y el que ama se entrega con alegría, incluso en el sacrificio. Por eso es tan alegre la vida del Carmelo, porque siempre está impulsando a una entrega continua de amor, servicio y sacrificio.
«A Él le gustan los sacrificios hechos con alegría y, especialmente, es uno de los distintivos del Carmelo» (51: C-4551).
Santa Maravillas, a pesar de sus trabajos y enfermedades, a pesar de una vida tan austera y penitente, o mejor dicho, no a pesar, sino gracias a todo ello, es una mujer alegre. Tiene gracia y alegría aun cuando trate de temas penosos:
«Yo, el ojo lo doy por perdido. Se conoce que el Señor hasta ahora me ha querido con dos ojos; ahora me quiere con uno. No sé la Santa Madre [Teresa de Jesús] lo que dirá, pues dicen que no le gustaban las hijas tuertas» (41: C-904).
Cuando ha de informar de su salud, con frecuencia lo hace en clave de humor:
«Me acabo de mirar al espejo para comunicarle mi físico y estoy guapísima, con un manchón negro debajo del ojo, que me favorece muchísimo» (50: C-1695). «Como sé que les interesa mi importante salud, les diré que estoy hecha una rosa de Alejandría» (51: C-1749). «Mi cara, muy fea, aunque aún tiene el diente. Cuando no le tenga, aconsejo que no me miren» (63: C-2450). «Yo, guapísima, con mi diente y cuatro muelas más» (68: C-4725).
Apenas sabe hablar de sí misma si no es en broma:
«¿Sabe que tengo ya casi sesenta años?...; conque ya ve “usted”... Y estoy tan guapa como siempre y tan ágil y tan salada» (48: C-1585). No pierde el humor con los años: «No sabe qué gracioso resulta tener setenta añitos. Le parece a uno mentira, y cuando se da uno cuenta da una risa y una alegría pensar que ya prontico, prontico le veré» (61: C-3469).
La Madre, al parecer, tiene de su propio aspecto físico una estima bastante baja. En una ocasión, sospechando que las monjas le hacen fotografías a escondidas, escribe:
«Si tienen algún cliché hecho de mi santa persona, hagan el favor de traérmelo para que yo pueda admirar mi bella figura, que todos somos hijos de Dios y herederos de su gloria, y no es justo que, si los tienen, no disfrute yo de tanta belleza como sé yo que han disfrutado otras» (50: C-1731).
En las cartas suyas de agradecimiento hay también no pocas que van escritas en clave de humor, como una en la que se queja amargamente de que así, con tantos regalos, no les dejan vivir la pobreza:
«Son “ustedes” de lo que no hay debajo de la capa del sol. ¿Por qué no se moderan en sus regalos? ¿Saben lo que pasa? Pues, con verdad, lo que sin ella, decía la Santa Madre a la hermana Ana: “Tú tienes las obras, yo tengo la fama”. Pues cabalito es lo que está pasando con la pobreza; Vuestras Reverencias no nos dejan tenerla. Está la provisoría repleta y surtida de todo, y “ostés, sin ná”» (44: C-1329).
Otras veces este alegre agradecimiento se expresa con hipérboles desmesuradas:
«Los dedos no funcionan, la mente está espantada, el corazón se ha detenido y todo mi ser está fuera de sí. Madre mía, que no estoy yo hoy para estas cosas, que de verdad, de verdad, que me voy a morir, que a los setenta añazos no se pueden experimentar estas impresiones. ¡Qué barbaridad, qué caridad, qué arte, qué amor, qué gratitud!» (61: C-3484).
La santa madre Maravillas tiene un corazón muy sensible y muy pronto al agradecimiento:
«No sé si será mi avanzada edad o la enfermedad de los ojos o las incesantes, inmerecidas, reiteradas, innumerables delicadezas de Vuestras Reverencias para con esta pobre descalza, que me tienen toda tierna y con las pestañas húmedas todo el tiempo» (s/f., entre 61 y 74: C-3727, 7884). Y advierte: «Aunque corazón me ha dado el Señor mucho, no lo sé demostrar» (65: C-2517).
El buen humor lo tiene hasta para quejarse de algo. Por ejemplo, la atención del locutorio le cuesta bastante, y en él, sin embargo, ha de estar no pocas veces. Así lo comenta:
«Creí que las vería antes de morir, pero me está pareciendo que no. “Ansí” que ésta va de despedida de su Madre, que tanto las quiso cuando vivía, y las seguirá queriendo en el cielo. Me han dado Coramina [una medicina], pero no hay nada que quite esto; es enfermedad locutorial, creo que nueva, y se da en los conventos de carmelitas» (58: C-2212).
La alegría de quien se sabe amada por Dios asiste a la Madre hasta en las obras más sencillas y rutinarias, como el comer:
«Bueno, madre mía, me voy a comer, que si no, no voy a estar puntual para la oración, y además que tengo hambre, ¿sabe usted?, y como el Señor da con qué, pues allá me voy a tomar lo que su amor me ha preparado para este cuerpo que resucitará algún día, y estos mismos ojos le verán y estas manos le abrazarán. ¡Qué será!» (45: C-1379).
Graciosa y atrevida en el decir
Hay que reconocer, desde luego, que hay santos de modelos muy diversos; y todos son santos. El Espíritu Santo sopla donde quiere y como quiere (cf. Jn 3,8). Santos hay sumamente comedidos en sus palabras, gestos y expresiones. Pero otros hay, como Santa Maravillas, que manifiestan la libertad de los hijos de Dios con palabra vivaracha, suelta, alegre, graciosa, siempre al servicio de la caridad, pero con sorprendente desparpajo. De sí misma dice:
«Tengo la cabeza a pájaros» (45: C-1363). «Esta cabeza mía está a componer, pero ya no tiene compostura, la pobre» (61: C-3393). «El que no tiene cabeza tiene que tener gente para recados, y yo no tengo ninguna de las dos cosas» (65: C-3672).
Hablando de personas de otras regiones, ella, que a todas ama tanto, no mide con todo cuidado sus palabras, guardándolas siempre en lo «políticamente correcto», sino que da curso libre a sus estimaciones sin miedo alguno. Sus escritos, que son fiel reflejo de su habla, tienen, se atreven a tener, la libertad de quien está segura de que en su corazón solo hay amor, y de quien sabe también con seguridad que todas sus hermanas se saben bien amadas por ella. Así dice, por ejemplo, de algunas aspirantes al Carmelo:
«Nuestra galleguita es una verdadera monada, no digo de físico, aunque no es fea y tiene muy buen aire, alta ella y delgada, sino moralmente. “¡Ay, Madruca!, ¿cuándo me va a dejar hacer las cosas?”» (53: C-1131). «Ha entrado la “sorita” [sor, hermana: sorita]. Es murciana. Figúrense qué horror» (60: C-2315). «Es muy mona, pero andaluza. Mona, de manera de ser, que es muy feína» (61: C-3483).
Con una libertad análoga, que apenas guarda el estilo «religiosamente correcto», se expresa sobre algunas postulantes:
«Tiene una cabeza buenísima y un oído como el mío o peor» (52: C-1866). «Parece chica de remango» (48: C-1537). «La galleguita es de lo más mona, con una cabecita magnífica, está loca de contenta» (53: C-2875). «La niña venía mucho mejor vestida que la princesa de Asturias de mi tiempo» (56: C-3807).
A la madre Maravillas no le va en absoluto el habla remirada y pietista, y mucho menos la pedantería:
«Han venido a pretender [el ingreso] dos señoritas de Ávila. Una es maestra. Tiene cuarenta abriles y yo creo que, si se le quita la tontería, debe de ser una persona de valer y de virtud. “Su camino es la gloria del Padre”. ¡Qué razón tiene el padre Torres que la espiritualidad de hoy es toda de palabrería rimbombante!» (46: C-1418).
Cuando trata de temas serios usa también a veces un lenguaje jovial bien humorado, como cuando le escribe a una religiosa que está enferma del corazón:
«Ahora, que no se crea que me va a coger la delantera con su enfermedad, mucho más noble que la mía. Hasta su enfermedad tiene que ser la más noble que hay, del corazón, que, aunque la mía sea tanto más plebeya, espero me llevará antes con el Señor nuestro del alma, y allí me encontrará cuando llegue Vuestra Reverencia» (56: C-3193).
Ya anciana y enferma, la madre Maravillas escribe a la priora del Cerro acerca de dos hermanas, que están encargadas de vigilar estrictamente su fidelidad al régimen médico que le han impuesto:
«Dentro de poco, recibirán la visita de mis dos guardias civiles. Dígaselo a ellas, verá cómo se enfadan. Bueno, que no lo son, sino unas monjitas muy guapas, como mi madrecita del Cerro» (61: C-3459).
Las mismas enseñanzas espirituales las da frecuentemente con jovial desparpajo:
«A ver si nos entra una epidemia del yo. ¡Qué felicidad! “Muera yo y viva en mí otro que es más que yo para que yo le pueda servir”» (65: C-3046). Muchas veces alude al «yoyeo» para combatirlo (p. ej. 52: C-2789). «La santificación se forja, sobre todo, cuando Dios va quitando al alma todo y la deja como en un inmenso desierto, con alacranes y todo» (40: C-890).
A las religiosas, sus hijas, en este caso a la madre Magdalena de la Eucaristía, por la que siente muy especial estima, les aplica según los casos calificativos muy diversos, llenos de humor:
«Mi Malencita» (44: C-1315). «Ma fille de consolation» (47: C-1520). «¡Oh, insensata gálata!» (48: C-1541, aludiendo a Gál 3,1). «Se me olvidaba decir que Vuestra Reverencia no tiene nada de mona, ni de buena, ni de nada, más que de bruja, requetebruja» (46: C-1417).
Una vez que «su Malencita» le pregunta a la Madre si está disgustada con ella, le contesta en latín macarrónico:
«Ne timeas, filia, non rapiet te quisquam de manu mea. Neque mors, neque vita, neque creatura alia poterit me separare a caritate Dei... mei» (43: C-1400, aludiendo a Jn 10,29; Rm 8,38-39).
La madre Maravillas, que tantas veces se ríe de sí misma, no duda, llegada la ocasión, de reirse con bondad de algunas personas de su entorno. Una vez, a propósito del niño de los demandaderos, refiere:
«X. está hecho una birria y no come nada. El otro día, su padre dice muy serio: “Sí, señora, lo mejor son los baños. Ya se lo he dicho a mi mujer, y los va a tomar”. Le dijimos que muy bien, que dónde [en qué balneario], y dice: “En el barreño”. Por poco soltamos la carcajada» (46: C-1417). Del mismo dice: «La verdad que X., aunque sea una inutilidad completa, es un tesoro» (46: C-1437).
Se ríe a veces de los varones, algo torpes para algunas cosas. Así, hablando de un padre carmelita:
«Son como niños estos señores, por buenos que sean e inteligentes. Las mujeres somos muchísimo más maliciosas» (59: C-3962).
Sin embargo, lo mismo que Santa Teresa, siente a veces cierta envidia de los santos que son varones. De un predicador que les dic unos preciosos ejercicios espirituales dice:
«Me roe la envidia de este señor, del padre Valentín, del Rodríguez, del Mateo; pero, ¿van a ser todos homos?» (45: C-1357).
También se burla un poco a veces de la condición femenina, como cuando dice de una gata que de Mancera envió al Cerro, y que ya no estaba bien:
«En serio, no dejen de matarla, que es asquerosita y mujer» (45: C-1353).
Hasta de los microbios de la gripe, que las tiene enfermas, se burla:
«Estamos aquí, en este rincón escondido de nuestra vieja Castilla, muriéndonos solas todas a manos de la feroz gripe, que ha hecho presa en nuestros macilentos cuerpos, pero no en nuestras almas. Los malignos microbios andan sueltos por estos claustros, cebándose en cuanto encuentran.
«Bueno, que no tengo ganas de broma, pero como dicen que cuando nos visita la bendita cruz, hay que recibirla con alegría, pues “vela ahí”» (47: C-1452).
De los mandaderos del Cerro y de sus mulas cuenta esta anécdota:
«Estos demandaderos del Cerro son buenísimos. Un día nos trajeron para arar la huerta dos mulas de su propiedad estupendas, y fue horrible, pues al hacerle yo el cumplido de cómo eran, me decía ella: “Madre, he tenido una alegría de que mis mulas entren en el convento”, y yo, distraída, le digo: “Sí, qué bien, ya va entrando toda su familia”» (34: C-5236).
Santa Maravillas, que hubo de viajar no poco a causa de las fundaciones de monasterios, asimilaba con gran facilidad los dichos coloquiales de cada lugar, bien diferenciados por aquellos años, así como los refranes o expresiones más usuales. En sus escritos surgen con frecuencia estas expresiones, llenas de naturalidad y de vitalidad expresiva.
«La dejo, que son las mil y gallo» (44: C-969). «Mucho te quieren, gatito, pero pan, poquito» (45: C-1380). «Hacer la voluntad de Dios, y si ésta viene con torrezno, mejor» (s/f: B-80). «Para ver un poco la opinión del pópulo bárbaro» (47: C-1459). «Estoy que no muerdo, pero lenguo» (47: C-1487; cf. : C-1492). «Sale despendolada» (49: C-1622). «Sólo dos letruquinas» (49: C-1625). «Pollo que a mi casa viene, seguro que me conviene» (51: C-1079). «Lo de nuestro padre temo que se va a escachifollar» (51: C-2655). «El remango nació conmigo» (61: C-3430).
Vive la Madre las vicisitudes de la vida diaria con notable buen humor, y las comenta, cuando es el caso, con un gracejo que está bien alejado de todo encapotamiento más o menos piadoso:
«Recibimos su carta, con la de Paco, y estuvimos por quedarnos con las 150 [pesetas], y, como las brujas de las gallinas nos habían hecho, por primera vez, una “gallindad”, dejando casi de poner, y el bolsillo estaba exhausto, pues nada, que tentaciones tuvimos... Por fin, venció la honradez y dimos la orden de la transferencia» (51: C-1079).
Los dos Teólogos Censores que informaron en su día sobre los escritos de la madre Maravillas, comentan su llaneza bienhumorada recordando muy oportunamente el juicio que sobre Santa Teresa hizo el padre Domingo Báñez, dominico:
«Esta mujer, a lo que muestra su relación, aunque ella se engañase en algo, no es engañadora, porque habla tan llanamente, bueno y malo, y con tanta gana de acertar, que no dexa dudar de su buena intención» (censura en el autógrafo de la Vida, BAC, Madrid 1986, p.231).
Vocación religiosa precoz
La madre Maravillas, ya al despertar al uso de razón, tuvo conciencia de que el Señor la llamaba a la vida religiosa, y que la quería solo para Él, en exclusiva:
«El Señor, desde el principio, me escogió, a pesar de mi miseria, me rodeó de medios exteriores e interiores, me habló al corazón desde el primer momento, y aun cuando no podía todavía comprender lo que era el estado religioso, me lo hizo desear, así que, en mí, no tuvo lugar la elección de estado; sabía que sería, que tenía que ser monja, que no podía partir mi corazón, que Dios lo quería todo para Él. Y esto por un conocimiento interior, por un sentimiento secreto, sin que nada ni nadie me indujese a ello» (25: C-28).
«Hice antes de los siete años voto de castidad, sin saber bien lo que significaba, pero porque comprendía que aquello era para mí» (25: C-28). Tuve «desde pequeña, un amor grande a la virginidad» (s/f., al P. Torres: C-304).
«Cuando pienso cómo desde el principio, mucho antes de los siete años, el Señor me previno con sus gracias y me hacía comprender me quería sólo para Él»... (32: C-363).
Esta vocación religiosa tan precoz no se veía inducida por un condicionamiento exterior favorable, pues sucedía más bien lo contrario.
«Sé lo que me pasó a mí y cómo quisieron quitarme, por todos los medios, de entrar en el Carmelo. Son tan pocos los que comprenden el valor de la vida oculta y escondida» (51: C-6246).
Ahora, saberse así elegida por el amor de Dios le hace feliz:
«Yo estoy contentísima de habérselo dado todo, y ahora parece que ha quedado de veras en el corazón sólo Dios, y que Él basta» (44: C-4669).
Carmelita
Quiso Dios que Maravillas fuera religiosa, y fuera concretamente carmelita. Ella tuvo luces muy especiales para conocer y amar el Carmelo, lugar elegido por Dios para una vida de oración, austeridad y penitencia. Todo está dispuesto en el Carmelo para que la persona se una perfectamente con Dios, es decir, para que en una total abnegación de sí misma, se entregue del todo al Señor en amor y obediencia:
«Lo más costoso es la total abnegación de uno mismo, el ejercicio de la verdadera humildad y obediencia» (38: C-3210).
«Toda vida religiosa tiene naturalmente esto, pero en estas casas de la Virgen, como nuestra Madre Santa Teresa llamaba a sus monasterios, es éste, junto con la oración, nuestro modo de apostolado y, por fuerza, hemos de procurar darnos a Él, con toda el alma.
«Además, está el continuo silencio y soledad y, por último, el trabajo, pues las carmelitas, como pobres, trabajamos mucho siempre» (38: C-3210).
La Madre, desde el principio, estuvo toda su vida enamorada del Carmelo:
«Estoy en el sitio que más puede llenar mi corazón. No hay en el mundo nada para mí más hermoso que el Carmelo» (27: C-71). Es «una gracia tan grande, que no cabe duda que es la mayor que puede [el Señor] conceder a una criatura, y esto de día en día lo apreciamos más, si cabe. Ya lo decía nuestra Santa Madre: “Es esta casa un cielo, si lo puede haber en la tierra, para quien se contenta de sólo contentar a Dios”» (38: C-3210).
«¡Qué bueno es ser carmelita para toda la vida y para la muerte! ¡Qué buenísimo Cristo, Nuestro Bien, de habernos traído al Carmelo!» (55: C-4768).
«Dichoso día aquel que me llamaste, y en que aprendí lo que es felicidad» (59: C-3943).
«¡Qué felicidad ser carmelitas! Parece que cada día se aprecia más este tesoro, y, oyendo lo que tiene que ser la carmelita, es para morirse. A estas grandezas hemos sido llamadas: para amar, amar y salvar las almas» (64: C-3011).
Ya sabe ella que otras religiosas vivirán una gracia similar, siguiendo otros caminos. Pero ella, a la hora de cantar las gracias del Carmelo descalzo, no se reprime, ni mide sus palabras, sino que habla en locura:
«La verdad es que somos las criaturas más felices de la tierra, pero así como suena, sin hipérbole» (49: C-3218). A una connovicia suya le escribe: «no hay nada como el Carmelo» (68: C-5186). Y ya muy anciana, le escribe a la misma: «Nos unió este Señor nuestro del alma desde el principio [en el noviciado de El Escorial], y en Él, por Él y para Él lo hemos seguido estando a través de estos cincuenta años tan felices de nuestro Carmelo, ¿verdad? Mucho lo deseábamos de siempre, pero no sabíamos todo lo que en él íbamos a encontrar» (72: C-5193).
Este enamoramiento del Carmelo descalzo no hace sino acrecentarse en la madre Maravillas durante los años posteriores al Concilio Vaticano II, cuando no pocas Órdenes antiguas y Congregaciones más modernas se tambalean o se vienen abajo, mientras que otras nuevas instituciones surgen con mayor o menor pujanza.
Lo que ella más aprecia del Carmelo teresiano no es tanto la austeridad penitencial o ciertas prácticas ascéticas, sino la total abnegación interior que exige, ese completo despojamiento personal, que solo un amor total al Señor hace posible, y que al mismo tiempo posibilita ese amor total. El misterio del Carmelo es el misterio pascual: la cruz que lleva a la resurrección, a la nueva criatura.
«Cuando en el mundo se piensa en el Carmelo, se mira más la parte material. Es una vida austera, claro está, pero muy llevadera.
«En cambio, lo que sí nos pide es la entrega total, la práctica de las virtudes de rendimiento, sumisión, obediencia, imitando la vida del Niño Divino en Nazaret, el trabajo, etc., virtudes tan necesarias siempre, pero aún parece que más en estos tiempos» (61: C-6794).
Siendo ya anciana exclamará:
«Qué bueno es el Señor y qué felicidad es servirle y amarle y no vivir para nosotros, sino sólo para Él, y cómo le agradeceremos el habernos llamado y traído a la santa casa de su Madre, el Carmelo bendito de María» (60: C-4432). «Cómo le agradeceremos nunca bastante el habernos sacado del mundo y traído a la bendita casa de su Madre. La verdad es que, si no somos santas, no tenemos perdón» (61: C-4263). «¡Qué hermosura de Carmelo el que nos ha regalado el Señor! Cada día se aprecia más lo que esto es» (61: C-4279).
El Carmelo canta continuamente la gloria del Señor y no pretende otra cosa que conseguirle más seres humanos que le conozcan, le amen y le sirvan:
«Ésta es la dulcísima obligación de su vocación de carmelita: dar almas al Hijo de la Virgen» (56: B-1536). «Pobres almas, si supieran ellas cómo las ama el Señor. Y pensar que podemos hacer por ellas todo. Bendita vocación de carmelita y bendita Santa Madre, que nos puso esta vida de cielo para procurárselo» (65: C-2499).
La madre Maravillas entiende bien el Carmelo y lo ama con locura. Por eso quiere protegerlo, con la gracia divina, de toda devaluación o desfiguración, al menos en los conventos que en una u otra medida dependen de ella.
«El espíritu de estos conventos no es otro, por la misericordia de Dios, que el buscarle a Él solo y verle en los superiores, negando por entero el propio juicio, y siendo felices procurando imitar a Cristo, como dice nuestro Santo Padre, san Juan de la Cruz... Es el espíritu del Carmelo, y no otro, y no importan en absoluto esas pequeñeces, a las que no pueden estar aferradas de ese modo» (68: C-5145).
Su fidelidad al Carmelo de Teresa y de Juan de la Cruz está hecha de una inmensa gratitud:
«Bendito sea el Señor, que nos tiene en su santa casa sin merecerlo, que nos trajo con tantísimo amor y nos hizo hijas de estos Santos, que tan locos estaban por Él. Que nos aprovechemos de todo lo que en ella nos da y nos dejemos hacer de verdad santas» (60: C-2350).
Escribiendo de un cartujo, que providencialmente había conocido, y que le había descrito las grandezas de su Orden, dice:
«Estamos encartujadísimas, que es una preciosidad. Nuestra misma vida, nuestra misma alegría y felicidad la tienen ellos, y en nuestro estilo. Es que, claro, no tienen más que a Dios, y, quedándose sólo con Dios, es la felicidad del alma, en ésta y en la otra vida» (59: C-3964).
Vida del Carmelo, vida santa, vida crucificada y viva, «vida escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3), vida feliz y bienaventurada, preludio del cielo:
«Las manos en la labor y el corazón en el cielo, y salvarás muchas almas, escondida en tu Carmelo» (s/f: B-677). «¡Qué felicidad que nuestro Cristo no se nos puede ir, ni dejarnos, ni marcharse...! ¡Cómo agradeceremos nunca bastante la vocación, y la vocación de carmelita, tan sólida, tan en la verdad!» (56: C-4384).
«...Si buscasen todos la felicidad donde únicamente está, ¡qué distinto sería todo! Este Señor nuestro del alma ha querido regalarnos este dulcísimo conocimiento, y cada vez entra más hondo. Es que tenemos una dulcísima experiencia... Dichoso el día aquel que me llamaste, en que aprendí lo que es felicidad» (69: C-4228).
Devoción a Santa Teresa y a San Juan de la Cruz
Santa Maravillas ama a la fundadora del Carmelo de todo corazón, como lo expresa este cuarteto:
«Santas, tan santas como ésta, hay muy pocas o ninguna. ¡Y pensar que ésta es mi madre, y que yo soy hija suya!» (s/f: B-1125). «¡Qué felicidad ser hijas de nuestra Santa Madre!» (61: C-4286).
Con todo respeto, ella pone a Santa Teresa por encima de todas las demás santas. Así lo expresa en una ocasión con su habitual desparpajo:
«Estamos leyendo un libro muy interesante, aunque dice muchas cosas muy tontas, como decir que fue mucho más herida de amor santa Teresita, cuando hacía el vía crucis, que la Transverberación de la Santa Madre, y cuando la visión del crucifijo, aquella vez que se le salió la estampa» (59: C-2238).
Santa Teresa de Jesús es para Santa Maravillas madre y maestra, y sus escritos los lleva grabados en el corazón. Por eso los recuerda tantas veces en sus cartas:
«¡Ay, madres mías! ¿Qué? Pues nada, “esta cárcel y estos hierros en que el alma está metida”. ¡Cuánto cansa todo lo que no es Dios!» (58: C-2211).
La madre Maravillas, que también cita con gran frecuencia a su «Santo Padre» Juan de la Cruz, es fiel discípula suya. Ella quiere ir por las nadas al Todo, ella quiere padecer y ser despreciada por el amor de Cristo, ella atraviesa largamente la Noche oscura del sentido y del espíritu, y avanza derechamente hacia la unión deificante, conducida por tan gran maestro espiritual.
Después del Cerro, el primer convento que funda la Madre fue el de Mancera, en recuerdo de San Juan de la Cruz.
«En esta primera fiesta de nuestro Santo Padre pasada en este rinconcito de cielo por sus hijas, no podemos menos de enviarle unas letritas para decirle lo contentísimas que nos encontramos aquí y con grandísimos deseos de seguir las huellas de nuestro Santo Padre. Hoy ha sido un día de grande alegría; todo estaba lleno de su santo recuerdo» (44: C-566).
También su fundación de Duruelo es en honor del santo.
«Miren que tenerlas el Señor en el lugar que escogió para que diese comienzo la Reforma de la Orden de su Madre y donde vivió quien le amaba con aquella locura. ¡La verdad es que las carmelitas que vivan ahí tienen que vivir llenas de amor verdadero al Señor» (47: C-4918).
«Pidan mucho para que sepamos aprovechar esta gracia de vivir en Duruelo, que, aunque el lugar no da la santidad, mucho obliga el pensar cómo vivirían aquí aquellos primitivos y, sobre todo, nuestro Santo Padre» (48: C-1050).
A San Juan de la Cruz acude en sus necesidades, como una vez que tienen dificultad con unos telares:
«Yo, que tan aficionada soy a novenas, voy a empezar una a nuestro Santo Padre, que era tejedor, para ver si se nos arregla pronto» (41: C-900).
La doctrina que da la madre Maravillas es la que recibe de San Juan de la Cruz:
«Bien sabe, amadísima madre e hija mía, que por este camino de las “nadas” se encuentra al Todo, a nuestro único Amor» (s/f: B-645). «¡Qué tesoros tenemos en los libros de nuestros Santos Padres, tan llenos de luz y de amor al Señor!» (45 ó 46: C-4749).
Sus propias aventuras espirituales las entiende la Madre según la enseñanza del gran místico carmelita:
«Luego, en la Misa cantada, empezó de nuevo el sufrimiento, algo de aquello de las negaciones. Me acordaba de aquello del Santo Padre: “¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no le sanaste? Y, pues me lo has robado, ¿por qué así le dejaste y no tomas el robo que robaste?” ¡Qué tender hacia Dios! ¡Qué sed de amarle! Un intenso sufrir, pero pacífico» (31: C-299).
Y en otra ocasión: «En esas operaciones secretas, que ahora ya no sé decir, es un recuerdo ahora de las tres Divinas Personas y un “entender no entendiendo”, como dice el Santo Padre, y se enciende el fuego del amor de tal forma, pacífico pero tan intenso, que parece que abrasa de veras y que ya quisiera cesar de toda obra, para no hacer más que amar» (33: C-407).
Como veremos en su momento, la madre Maravillas interpreta y expresa su propia vida mística en claves aprendidas del gran Doctor místico. A veces remite a ciertos lugares de sus escritos para dar a entender lo que ella no acaba de saber expresar:
«Fue una luz tan grande sobre algunas cosas y, sobre todo, (no sé cómo explicarlo), sobre lo que trata el Santo Padre, en el capítulo VII del Libro Segundo de la Subida del Monte. Ese capítulo me ha entusiasmado siempre» (38: C-468 bis).
Pobreza evangélica
San Francisco de Asís hubiera estado completamente de acuerdo con Santa Maravillas en punto a pobreza, pues ésta era uno de los aspectos del Carmelo que ella más amaba:
«Es tan hermosa la santa pobreza, abrazada por amor de nuestro Redentor» (56: C-4382)... «No cabe duda, la pobreza se ve lo que le gusta [al Señor] por ver cómo la bendice» (56: C-4386). «¡Qué cosa! En cuanto un alma se quiere dar a Dios de veras, Él le enseña el camino de la santa pobreza» (59: C-3943).
En el amor de la madre Maravillas a la pobreza el motivo principal es sin duda el amor a Cristo pobre:
«Cuando se piensa que Cristo vino a la tierra y fundó su Iglesia Santa con doce pobres pescadores y en pobreza total, dan unas ganas de seguir este camino» (51: C-1786).
La madre Maravillas pretende con toda su alma la misma pobreza enseñada y procurada por Santa Teresa, que quiere que sus monjas se vean pobres, hasta sin renta.
«Miren lo que dice la Santa Madre: “Advierta Vuestra Paternidad que, por mi voluntad, las casas que están ya fundadas de pobreza, no las querría ver con renta, porque yo entiendo, y lo veo, y será siempre: si las monjas no faltan a Dios son las mejor libradas, y si le faltan, acábense, que hartos monasterios relajados hay”. Es una pena que hiciesen a la Santa Madre pasar del número de trece. Yo no puedo menos de pensar que la obligaron como a tantas cosas, porque es que así, poquitas, como ella decía, cualquier rincón les basta, con cualquier cosa se vive... ¡Cómo no he de desear este carecer de todo, tan encantador!
«Ayer me dieron cinco céntimos de limosna, ¡y me dio una devoción!» (44: C-1300).
En buena parte, el impulso de la madre Maravillas para fundar carmelos venía de su deseo de monasterios muy pobres:
«¡Qué ganas tengo de la verdadera pobreza de nuestro Cristo y de aprovechar lo poco que me quede de la vida para practicarla a ejemplo suyo, ya que el padre [Torres] decía ser la mayor necesidad de la Iglesia, en estos tiempos!» (50: C-1740).
A dicho padre le exponía estos deseos suyos vehementes:
«El otro día, me entró un deseo, una necesidad de pobreza como nunca lo he tenido. Si yo pudiera hacer algo, padre, para conseguir ser pobre de veras. Aquí es imposible, solamente con los conventos como es éste, como son generalmente, ya no se consigue. Ahora que hay tantas vocaciones para el Cerro, ¿no podríamos irnos unas cuantas a cualquier lado, a vivir nuestra vida de verdadera pobreza, como fue la del Señor? Si esto consiguiera, con gusto haría el sacrificio del Cerro, que además ya queda aquí el carmelo, que es lo esencial» (31: C-343).
A sus monjas las exhorta siempre a caminar por la senda de la pobreza:
«Se me olvidaba decirle que la supongo muy amante de la santa pobreza, pues ya sabe que ahora, gracias al Señor, quiere Él que haya que practicarla de veras. No quiere esto decir que antes no se hiciera, pero ahora hay que venir más todavía abandonándolo todo en sus manos» (38: C-3210).
Estos ideales del Carmelo, tan profundamente asimilados por Santa Maravillas, se fueron realizando, por especial gracia de Dios, en los monasterios por ella fundados. El primero, el del Cerro, no se construyó del todo conforme a sus ideales; era ella aún muy joven, y en cierto modo se le imponían. Pero en los carmelos que sucesivamente va fundando, su amor a la pobreza se plasma cada vez mejor.
En Duruelo escribe: «Yo, desde luego, la noto muchísimo más aquí [la pobreza] que en Mancera. Como también noto muchísimo más el frío. Hoy en la pieza estábamos igualito que en la calle, tiritando y con unos aires... ¿[Pero] Quién habla de pobreza con 10.000 [pesetas] que nos han regalado?» (48: C-1602).
Le cuenta a la priora de El Escorial: «Todo nos viene justo. A veces cerramos las cuentas con tres pesetas. Pero nunca nos ha faltado. Y da una devoción, se recibe con un agradecimiento y alegría cualquier limosna que el Señor nos envía...» (50: C-5247).
Y cuando se funda Aravaca en gran pobreza, escribe: «Esta fundación muy en pobreza, para que, como decía el padre [Torres], otro [convento] peor y otro peor» (55: C-2898).
Lógicamente, cuando las economías van tan ajustadas, a veces se pasa necesidad, se sufre frío, hambre...
«Dios le pague los riquísimos albaricoques. Estas hermanas parece que no han comido en su vida. Les dije que podían tomar uno. Las vi con tanta ilusión, que les dije tomasen los que quisiesen, y se vació la cestita en un momento. La verdad es que las pobres jóvenes de nuestros conventos deben de pasar un hambre. En el cielo se lo encontrarán, pero yo disfrutaba de verlas comer» (61: C-3382).
Una vez escribe al convento de Batuecas desde Mancera:
«Nosotras querríamos enviarles algo, pero la verdad es que, como no tenemos nada, no sabemos qué» (44: C-967).
Y también desde Mancera, después de la guerra, escribe a su cuñada:
«Como creo sabes, tenemos aquí el consuelo de no tener nada absolutamente para vivir, lo que nos llena de alegría, para que sea mejor la imitación de la vida del Señor. Las dotes de las monjas, que eso está prohibido por Roma no tenerlas, nos dan justo para pagar al demandadero; el capellán lo paga Catalina, que estas dos cosas sí me apuraría no tenerlas cubiertas, pero para lo demás no tenemos nada en absoluto y vivimos de nuestro trabajo» (44: C-5559).
Desde Duruelo, en esos mismos años, pide a una señora un farolito, «lo más pobre posible»:
«Una cosa necesitamos mucho, como aquí no hay luz, y es un farolito pequeño, lo más pobre posible, para dejarlo encendido por la noche en el claustro, y que por la mañana se lo pueda llevar la hermana a la cuadra, pues con el aire se apagan las velas» (48: C-4873).
La Madre, con sus hijas, vive la pobreza evangélica trabajando con sus manos y confiándose siempre a las ayudas que la Providencia les envíe.
«La verdad es que la pobreza, tal como el Señor quiere que la practiquemos, es bien fácil. Él nos lo envía todo» (49: C-2647).
Eso sí, «a Dios rogando, y con el mazo dando»...
«Da una devoción este trabajar como los pobres, como lo que somos “ustedes” y nosotras, por la misericordia de Dios... Es dulcísimo para el alma y durillo para el tonto del cuerpo» (45: C-1362).
Como tantas veces vemos en la vida de los santos, la Providencia divina cuida con muy grande solicitud, haciendo milagros, si hacen falta, en favor de quienes a ella se confían en una vida absolutamente pobre. Del carmelo de Mancera cuenta la Madre este hecho providencial:
«Un día, la madre Carmen se metió a hacer cuentas y se quedó aterrada de ver que tenían, entre lo de las humedades y no sé qué cosas, muchas cuentas que pagar, y ni un céntimo para hacerlo. Dice que al bajar se metió en el coro y le dijo al Señor que Él lo arreglase, que ella no veía salida, pero que sabía que Él se lo solucionaría.
«Pues, mientras tanto, había venido aquí X., y, en la conversación me dijo: “¿Usted sabe, Madre, que yo les debo mucho dinero de la obra de Mancera?” Yo le dije que sí, pero que eso era una limosna que habían hecho y que no debían nada, claro está. Dijo que no, que eran 300.000 pesetas y que dónde las mandaba. Entonces le dije que era providencial, que realmente ahora en Mancera habían tenido, y tenían, unas obras y no sabían cómo arreglarlo. Se puso contentísimo y aquella misma noche de esto, la madre Carmen recibió una carta mía con la historia.
«Por poco se muere de emoción de cómo es el Señor. Era que la última cuenta de las obras, que nos iba él pagando, se les pasó, hace de esto diez años o más, y no lo enviaron, y quiso el Señor que ahora lo viesen al arreglar la testamentaría, que ha sido un verdadero milagro, y nos lo dieran» (56: C-4386).
Santa Teresa, muy sencillamente, daba esta norma: «mirad siempre con lo más pobre que pudiéredes pasar, así de vestidos como de manjares» (Medit. Cantares 2,11). La Santa Fundadora quiere para sí y para sus hijas la mayor pobreza que se pueda, o más exactamente, quiere toda la pobreza que el Señor, dando para ello espíritu y circunstancias, conceda vivir. Y esa misma es la norma de Santa Maravillas:
En la pobreza «...aprieten cuanto puedan, sin reparar en si yo lo hacía o no, pues saben que deseos los tengo, sólo que si no lo hago a veces es porque no me sé arreglar» (56: C-3839).
Obediencia religiosa
Si la madre Maravillas estima tanto la pobreza, todavía ama más la obediencia, convencida de que por ella es por donde más derechamente se llega a la santidad. Muchas veces cita las fórmulas preciosas de Santa Teresa sobre esto:
«No hay camino que más presto lleve a la suma perfección que el de la obediencia» (s/f: B-1323). «La obediencia es lo que más quiere el Señor. Le dijo a la Santa Madre, que envidiaba a una que hacía mucha penitencia: “¿Ves su penitencia? En más tengo tu obediencia”» (s/f: B-1021). «“Nunca mire al superior con menos ojos que a Dios”. Dice también la Santa Madre: “El no obedecer es no ser monjas, y el que obedece nunca se equivoca”» (s/f: C-5316).
Santa Maravillas, con palabras propias, sigue enseñando esa misma doctrina espiritual:
«Es horrible con qué facilidad puede uno engañarse y qué cosa tan buena y segura es la obediencia» (27: C-61). «Lo único que veo claro es que debo agarrarme a la obediencia, pase lo que pase” (30: C-218).
«Desde luego, el camino de la obediencia es el que únicamente puede darnos la seguridad de conocer la voluntad de Dios y, por lo tanto, el único que puede seguirse; esto no ofrece la menor duda» (43: C-4731). «Es cosa buenísima esto de la obediencia y de saber que donde nos pongan es donde nos quiere el Señor» (58: C-1196).
La madre Maravillas, que casi toda su vida religiosa fue priora de distintos monasterios, halló especialmente en la dirección espiritual la ocasión frecuente para ejercitar la obediencia. La humildad le llevaba a someter al padre espiritual todas las cosas de cierta importancia, y por la obediencia se dejaba dirigir con absoluta docilidad. Al principio de su vida en el Carmelo siente deseos de más mortificación, y los expone al director:
«... cuando venga, me dirá si puedo hacer alguna cosilla más, que ahora más que nunca quiero obedecer en todo» (27: C-56).
A veces las angustias de su conciencia, como sabemos, casi le impiden acercarse a la comunión eucarística. Solo sigue comulgando sostenida por la obediencia a su director:
«Hoy fui verdaderamente horrorizada a comulgar. Sólo la obediencia me puede hacer acercarme ahora. Por mí, con la ayuda del Señor, seguiré haciendo lo que me mande, aunque cueste lo que cueste» (29: C-181). «Sobre todo, quiero obedecer» (29: C-172).
Le propone al padre Torres hacer voto privado de obediencia, pero éste no lo considera conveniente.
«En la comunión, sentí muchos deseos de volver a pedir a Vuestra Reverencia me permitiese hacer lo del voto de obediencia, que, puesto que estaba firmemente decidida a obedecer en todo, deseaba hacer esta obediencia más agradable a Dios por medio del voto. Y me parecía esto tan fácil, tan seguro» (29: C-172).
También la obediencia dirige a la Madre en el cuidado de su salud corporal:
«Voy a procurar obedecer del todo en lo de la salud. Le confieso, padre, que no le doy ninguna importancia, ni tengo ningún afán de curarme, ni de vivir. En mucho más tengo el seguir la vida de observancia» (34: C-429). «Estoy siendo buenísima en lo de dejarme cuidar, que no quiero curarme sino obedecer» (34: C-432).
Al padre General de los Carmelitas Descalzos, que le había indicado la conveniencia de que fueran a América, le contesta:
«Yo, padre, ya sabe que, con todo el corazón, estoy dispuesta lo mismo a una cosa u otra que me mande, pues sé que obedeciendo hago la voluntad de Dios» (50: C-6881). Y el padre Evaristo de la Virgen del Carmen: «Me ofrecí para ir donde me mandase... Voy contenta, porque es sólo por obediencia, y sé que obedeciendo agrado al Señor y cumplo su voluntad, que es lo único que me importa en este mundo» (50: C-5437).
Ésta es la obediencia que la madre Maravillas quiere que vivan sus hijas. Por eso, a unas hermanas que en ella andaban poco perfectas, les llama al orden con humor, pasándoles un papelito con un dibujo y esta leyenda:
«Aquí yacen las señoritas Mercedes Piñón Mallol y Mercedes Arceo Pellico, llamadas en vida monjas. Murieron cumpliendo su propia voluntad, en el invierno del año 1963. Confiemos el Señor las habrá perdonado, y podamos decir RIP [requiescant in pace]» (63: B-802).
Conciencia de la propia miseria
La virtud de la humildad y los dones del Espíritu Santo hacen que la Madre se sienta pecadora, débil, absolutamente miserable, la peor, la última en el orden de la gracia. Esta conciencia, que tantas veces vemos en los santos, y que no deja de sorprendernos a veces, se da en ella con gran fuerza.
«Soy cuanto de más miserable pueda imaginarse. Esto no es por decir, es la realidad, desgraciadamente» (24: C-8). «Estoy hecha un guiñapo, y de lo más asqueroso que pueda concebirse» (30: C-225). «Todo el abismo de maldad y de miserias que hay en esta hija leprosa que el Señor le ha dado»... (27: C-72). Pasan los años y piensa de sí lo mismo: «El Señor, en su misericordia, me hace ver que soy la más miserable de todas las criaturas, comprendo que merezco el desprecio de todos» (62: C-711).
Pero desde el principio siempre Santa Maravillas capta su miseria personal a la luz de la misericordia de Dios.
«Si viera lo infinito de las bondades y misericordias del Señor para con esta pobre alma»... (25: C-15). «Me anonada ver cómo paga el Señor mis ingratitudes con nuevos beneficios» (26: C-48).
Nunca, pues, esa conciencia tan profunda de su miseria le corta las alas, le desanima, le hace desfallecer en su propósito de alcanzar de la misericordia de Dios la perfecta santidad. Por el contrario, «desde lo más profundo» de su condición pecadora, se alza hacia el Santo, su Salvador:
«Yo quiero a todo trance santificarme, entregar, pero de veras, toda mi nada al Señor. El sufrimiento, la humillación me atraen porque me parece que, en mí por lo menos, son los medios más eficaces para ir a Dios» (27: C-54).
Por otra parte, ella sabe, como Santa Teresa, que ha de «andar en verdad, siendo humilde» (25: C-26), y por eso reconoce a veces también sus progresos:
«Tengo que reconocer que, sin quitar nada a la miseria que veo en mí, que es imposible explicar hasta dónde llega, un verdadero abismo, Nuestro Señor creo me ha concedido mejorar en algunas cosas» (25: C-28). Por supuesto, ella ve estos adelantos como puro don de Dios: «Me ha dado algunas cosas que antes no tenía, no puedo negarlo» (39: C-508).
Es consciente de que muchos le alaban, pero lo atribuye a su ignorancia:
«Es lo cierto que desde muy pequeña me tenían en el mundo por una niña algo extraordinaria en piedad... Luego, en la vida religiosa, aunque en otro sentido, tampoco me conocen» (30: C-242).
Humildad
Esa conciencia que Santa Maravillas tiene de su propia miseria, unida a esa convicción absoluta de que todo lo bueno que hay en ella es puro don de Dios, es una virtud que se llama humildad.
La madre Maravillas, hija primero muy amada de una familia aristocrática, y después siempre priora estimada y alabada por muchos, sentía una verdadera necesidad de humillaciones. Las necesitaba, pues estimaba, como hemos visto, que la «humillación, en mí, es uno de los medios más eficaces para ir a Dios» (27: C-54).
«Hace algunos años, me dio el Señor un deseo tan grande de la humillación que creo puedo llamarlo una verdadera sed. Es una necesidad de mi alma, que necesita vivir en verdad» (25: C-28). «Quisiera no levantar los ojos del suelo ante mis hermanas» (26: C-39).
Pero muchas veces las humillaciones no acababan de llegar:
«A mí nunca me ha concedido el Señor esta gracia de las humillaciones, y, claro, se comprende por qué. Yo veo también que para humillarme a mí se necesita más que para humillar a otra persona, porque, cuando se es tan de veras nada, y mucho peor que nada, no resulta fácil la humillación. Muchas veces lo he pensado, ¿qué desacato se podría hacer a una hormiga?» (30: C-242).
De sus monjas, desde luego, no le llegaban humillaciones:
«Como el Señor, para bien de ellas, ha cegado tanto a estas criaturas sobre mí, no puedo tener humillación» (29: C-148). Si pudiera ser «que, por lo menos, tengan de mí siquiera un poco la opinión que me corresponde. Aquí me tienen por lo que no soy y me veo rodeada de cariño» (39: C-503). «Estas pobres hermanas, tan buenas, que tan de veras buscan a Dios, me creen santa. Claro, al exterior no se ve» (39: C-508).
¿Qué solución dar a este problema? Propone a su director:
«¿No podría yo pedir el traslado a otra comunidad? Pienso que caería muy mal en cualquiera. Con qué terror me recibirían las pobres, después de haber sido tantos años priora. Parecería, además, que no quería quedarme aquí, no siéndolo» (39: C-503).
Siente a veces Santa Maravillas reparo a la hora de acercarse a sus monjas, temiendo contaminarlas con su propia miseria personal.
«Sólo yo, padre mío, soy la que dará aquí pena al Señor; las demás estoy segura que le agradan mucho y que se consuela con ellas, pero yo, padre, de veras que me encuentro como Judas entre los apóstoles, todo en mí mentira, y de carmelita sólo el hábito» (32: C-392).
Por otra parte, la Madre, siempre que en algo ha podido faltar a alguna hermana o a la comunidad, pide perdón. Y nunca se le pasa por la mente que tal actitud debilitase su autoridad de priora:
«Madre mía, que iré a su celda a pedirle perdón; madres y hermanas mías queridísimas, lo mismo digo de tanto como tienen que perdonarme» (55: C-3763). «No puedo menos de agradecerles, con todo el corazón, lo buenísimas que han sido siempre con esta pobre, que tan malos ejemplos, es la pura verdad, les ha dado siempre, y a quien tanto tienen que perdonar» (54?: C-3732).
Tampoco teme perder autoridad por rectificar decisiones. Una vez, siendo ya anciana, contesta afirmativamente a una consulta de la priora de Mancera, pero
«la supriora y la hermana Isabel, me hacen volver a decirle que no». Bueno, no tiene importancia, concluye en broma: «es que yo tengo demasiada humildad. Figúrese qué bien» (65: C-4809).
Así es la humildad, la preciosa humildad, la más humilde humildad. Ella quiere para sí y para sus hijas el último y más escondido lugar:
«En este último lugar quiso estar Cristo en su casita de Nazaret y en la tierra, pues más último lugar que morir ajusticiado no puede haberle. Fue por nuestro amor, y bien natural es que quienes tenemos la dicha inmensa, quienes hemos recibido esa gracia incomparable de vivir imitando a Cristo, queramos ese bendito, santo, olvidado y despreciado del mundo, último lugar» (56: C-4380).
Penitencia
Santa Maravillas ha sido educada en la penitencia del Carmelo por sus grandes Fundadores, santos y místicos, y muy especialmente por San Juan de la Cruz:
«Abrí nuestro Santo Padre y leí esto: “Padecer, imitando al Hijo de Dios en su vida y mortificaciones, que éste es el camino para venir a todo bien espiritual”» (42: C-539).
«Dice una de las sentencias que se cantan por la noche: “Si supieras apreciar – el valor de1 padecer – más ansiaras por penar – que el sediento por beber”. Y es una gran verdad, puesto que la cruz es lo que más nos une al Señor, y ésta es la única dicha verdadera» (43: C-4730).
Todos los influjos que la Madre recibió de sus maestros espirituales la centraron para siempre, como a San Pablo, en el amor del Crucificado.
«¡Cuánto amaba el padre [Torres] la cruz! No me extraña, puesto que es lo que más une a Cristo» (58-59: C-4250). «Como decía el padre [Torres] en una estampa: “En la cruz, y bien clavada, la deseo a usted ver siempre”. Sí que es verdad que es cosa buena. El Santo Padre [Juan de la Cruz] dice también: “Hija, no quiera otra cosa sino cruz a secas, que es linda cosa”. La Santa Madre [Teresa]: “La medida de poder llevar gran cruz o pequeña, es la del amor”. El beato Juan de Ávila: “Pues le dan la cruz, no dude que le dan al que en ella está”.
«Así que qué le vamos a hacer, si no hay otro camino, como también dice la Imitación. Y para acabar de una vez, Cristo, Nuestro Bien: “Renúnciate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme”» (62: C-3527).
La Cruz santísima de nuestro Señor Jesucristo preside siempre en el Carmelo el pensamiento, el amor, la vida, la acción, la oración, el trabajo, los muros, los claustros, el jardín, la poesía y los cantos, todo: la Cruz gloriosa de Jesús.
«Cada vez me confirmo más en que no hay nada tan bueno en la vida como el sufrimiento, que es lo que más nos acerca a Dios, y yo por lo menos, como no soy para otra cosa, éste lo deseo con toda mi alma» (39: C-852). «El sufrir un poquillo es lo mejor que tiene la vida» (42: C-922).
Y el amor a la Cruz, por supuesto, el amor al Crucificado, lleva a amar la penitencia. En la madre Maravillas se da esta valoración central de la penitencia claramente. Ella sabe perfectamente que el hombre nuevo solo puede nacer y crecer en la medida en que el hombre viejo es mortificado por la penitencia, debilitado y muerto. Sin embargo, ella no tiene ninguna inclinación hacia el sufrimiento, no es una sufridora temperamental, no tiene por su natural nada de masoquista, sino todo lo contrario:
«Siento necesidad de penitencia y, sin embargo, con gran confusión tengo que decir que la cosa más pequeña la hago con gran repugnancia» (30: C-201). «Aunque por una parte lo deseo, por otra tengo como temor a lo que voy a sufrir. ¡Ay, padre!... que es una vergüenza esa como repugnancia al sufrimiento» (30: C-199).
Un día recibió de Santa Teresa en esto una gran luz:
«Hoy precisamente lo he leído en la Santa Madre. Le dijo [el Señor] así, poco más o menos: “Siempre me pides sufrimientos y luego los rehúsas; mas Yo miro a lo que sé de tu voluntad y no a tu sensualidad y flaqueza. Esfuérzate, que Yo te ayudaré”. ¡Es que es más bueno mi Dios!» (45: C-1371).
¿Y cómo, en qué formas concretas vive la madre Maravillas la penitencia? En primer lugar, aceptando voluntariamente las mortificaciones que la misma vida del Carmelo le impone. Como el frío, que, por cierto, no es pequeña penitencia.
«Resulta muy difícil sostener la pluma en nuestras celdas, en estos días fríos» (23: C-1). «No sé si podrá entender esta carta, pues, en este momento, es uno de ésos que los dedos no quieren sujetar la pluma, lo que muy frecuentemente sucede, en este tiempo, en el Carmelo» (24: C-12). «El frío siempre me daba devoción pasarlo» (35: C-438). «Como no usamos nunca nada de calefacción, es bastante el frío que suele hacer» (44: C-4939). «La voy a tener que dejar, porque ya los dedos no pueden más, de helados» (51: C-3170).
O el calor, que tampoco es pequeña penitencia. Las carmelitas llevan en verano e invierno el mismo hábito grueso y tosco, que es verdaderamente un hábito penitencial. A una señora que ofrecía unos ventiladores a las carmelitas de Arenas, para que pudieran aliviarse en los grandes calores, le dice la Madre:
«El calor es parte de nuestra vida de penitencia por las almas, en verano, y el frío, en invierno, pero, desde luego, la vida del Carmelo, a pesar de la abstinencia y poco sueño, no es mala para la salud» (60: C-6318).
Santa Maravillas, además de estas penitencias del Carmelo –hábito penitencial, calor, frío, austeridad en comida, bebida, cama, trabajos, encerramiento, sentarse en el suelo, etc.–, hechas voluntarias cada día por la fiel perseverancia monástica, procura otras muchas penitencias añadidas, es decir, espontáneamente buscadas, eso sí, siempre con el permiso del director:
«Permisos que tengo: el cilicio por la mañana, tres horas, y algunos días ídem por la tarde; dos disciplinas de cuerda y una de hierro, durante un “Miserere” con las cinco oraciones. La corona, una hora; el plomo en los hombros, en las horas que nuestro Señor llevó la cruz; la cuerda de cerdas al cuello; la cadena en la cintura, excepto los jueves y domingos, en esos días el cinturón de cerdas; en verano, la túnica interior de lana que tuvo la caridad de darme. Beber agua una vez al día, y de ajenjos; cuando estoy sola, tener ajenjos; dormir cuatro horas en la cruz, y el maderillo para la cabeza. Una vez por semana, los cinco puntos de fuego; los viernes, la disciplina caliente en la espalda, durante un Padrenuestro y Avemaría.
«Permisos que querría: doblar la duración de las disciplinas; llevar siempre el corazón de puntas al pecho; grabar los primeros viernes el JHS, y esa noche dormir en la cruz, pero de pie; vencer con los actos repugnantes a la naturaleza que se me ocurran, la excesiva delicadeza que aún conservo, al hacer lo que, como pobres, tenemos que hacer de comer las sobras, vestir hábitos usados por otras, etc.» (27: C-71).
Después de la muerte de la madre Maravillas, conocieron sus hijas con admiración estas durísimas penitencias, y tanto mayor era su sorpresa cuando recordaban la suavidad con que a ellas les llevaba por estos caminos penitenciales. Ellas conocían algunas mortificaciones voluntarias de la Madre, como el hecho de que siempre dormía sentada en el suelo, solo recostada en la tarima, es decir, en la cama. Pero de estas otras austeridades nada sabían.
No podía pasar la Madre por acostarse en una cama, aunque fuera tan austera como es una tarima, que así se llama la «cama» usada en las celdas del Carmelo. Acordándose de Cristo, que no tenía dónde reclinar la cabeza, su costumbre era echarse en el suelo, recostándose solamente en la tarima. Por eso cuando la priora del Cerro le escribe avisándole que le va a mandar una cama, ella le contesta:
«Lo de la colchoneta será broma, ¿verdad? No hay nada comparable a mi suelo encantador» (54: C-1949).
Tiene la Madre tanto deseo de castigar en sí misma sus culpas y tanto amor para unirse a la pasión de Cristo, colaborando en alma y cuerpo a la salvación de los pecadores y a la santificación de los buenos, que siempre anda intentando más penitencias.
En ciertos tiempos más propicios para la penitencia, como en Carnaval (29: C-105), Cuaresma, Adviento (38: C-489), la Madre aumenta sus mortificaciones, y no pocas veces ha de defenderlas de quienes se las quieren impedir o atenuar.
«No me parece que nadie pueda encontrar esto exagerado ni imprudente para una carmelita. Pero el padre Juan, como me ve todavía tan floja en la virtud, no quiere permitirme ninguna cosa más, de ordinario» (25: C-15). «Nada de esto me hace daño, y tengo muchísimos deseos de desagraviar al Señor por tanto como le he ofendido y por lo que en el mundo se le ofende» (38: C-460 bis).
Santa Maravillas vive la penitencia según las enseñanzas de sus santos Fundadores, y manda o aconseja a sus monjas la misma vida penitente que ella vive, aunque en realidad no poco suavizada.
«Si quieres gozar de Jesucristo, si quieres gozar de la alegría verdadera de los ángeles, si quieres que tu ánima se alegre, llégate a la cruz de Jesucristo, Nuestro Señor» (s/f, frase de S. Juan de Ávila?: B-551).
Una de las más severas penitencias del Carmelo es la clausura, el ocultamiento con Cristo en Dios por años, por decenios, por el tiempo que Dios disponga. La madre Maravillas es una fervorosa practicante y defensora de la clausura, y a propósito de una indicación de su Provincial, el padre Valentín de San José, reconoce humildemente que se abusaba de las salidas (65: C-4560). Se sale a veces del convento
«sin más objeto que darnos gusto –bueno, llamémoslo necesidad–, pero incompatible con la clausura» (59: 3950).
«Lo de venir yo, a pesar de lo que me gustaría, no puedo decirlo. Es muy serio lo de la clausura, y gravaría mi conciencia... Verdaderamente se había abusado mucho de las salidas» (64: C-4068).
«De buena gana les daría yo, si mi Jesús quisiera, una sorpresa yendo a darles un abrazo; pero como Él no lo quiere, por su amor, encantada de no hacerlo» (65: C-4337).
Caridad
La madre Maravillas, como hija de una familia de la nobleza, ha recibido una educación excelente, que da a su gran caridad una expresión siempre cortés y delicada, con frecuencia manifestada en clave de un humor muy fino. En una ocasión se entera de que las carmelitas de Mancera apenas pueden tomar leche, pues la vaca que tienen ya no la da. Ellas lo sufren sin quejarse, pero la Madre les escribe fingiendo un cómico enojo:
«Estoy indignada, enfadada, dolorida, aterrada, disgustada, picada, etc., etc., con Vuestras Reverencias, con la madre y con todas las hijas, sin excepción.
«¡Habráse visto “cañamones semejantes” [expresión del ama de llaves de su casa], no tener leche y no habernos dicho una palabra!
«Mi enojo es justísimo. Mire que son brujas todas, todas. Mientras hubiese un cuartillo [de leche], lo hubiéramos repartido como buenas hermanas. Desde mañana irá toda la que podamos... Bueno, que no quiero mentar el suceso, porque me viene la Ira con mayúscula» (51: C-2776).
Extremada delicadeza muestra con las postulantes o novicias que han de abandonar el Carmelo. A una joven le escribe:
«No me he atrevido a escribirle, sin saber cómo se encuentra, por temor a intranquilizarla... Procure no perder la paz, pase lo que pase, confiando plenamente en el Señor» (70: C-6633). Y poco después: «Quiero proponerle, por si le parece bien, mientras decide dónde va a volver, y si ello le sirve de alivio, quedarse en el convento el tiempo que necesite. Pero ya con la tranquilidad de saber que no tiene que hacer nuestra vida» (70: C-6634).
La verdad es que Cristo ha dado a Santa Maravillas un amor muy grande hacia sus hijas, y una efusividad notable para expresar sin miedo ese amor:
«Eso sí, un corazón muy grande para amarle a Él, pobre de mí, y a las que Él me ha dado» (60: C-2678). «Que Dios les pague sus carticas, que me saben a gloria, que ya las releo esta tarde y también las de V. R. y así gozo doble; que les estoy agradecidísima a Madre e hijas, y que las quiero a rabiar a todas y más aún a mi madre de mi alma, que también es mi hija» (51: C-1802).
Los ejemplos que se recuerdan de la delicadeza de la madre Maravillas son innumerables. Así cuidaba de unas monjas convalecientes:
«Madre mía, no descuide, por caridad, lo que me dice sobre las comidas, y cuanto más coman esas hermanas, mejor. Tiene muchísima razón, cuánto mejor es gastar en esto y no en botica, y poder seguir así la observancia. Haga que den más cantidad, y procure que lo den apetitoso y bien, que cuando no se tiene mucha gana, entra sin comparación mejor cuando está, dentro de nuestra pobreza, cuidadito, ¿verdad? Así procuramos hacerlo aquí» (56: C-4383).
«Se sentarán, en virtud de santa obediencia, en dos tajuelas cabe una mesa, y tomarán, con mucha devoción, durante nueve días, una porción de jamón con alguna otra cosa. Podrán invitar al Niño y a su dulce Madre para que se recreen, viéndolas obedecer» (entre 61 y 70: B-1741).
Le duele mucho ver sufrir a las enfermas:
«Es que cuesta mucho más ver sufrir a los que se quiere, que pasarlo uno mismo» (47: C-1456). «Bueno, algunas cosas, aunque se las ofrezcamos con todo el corazón, ¡ya lo creo que duelen!; por ejemplo, tener a nuestras hermanicas queridas enfermas» (65: C-3069).
Por eso hace todo lo que está en su mano por aliviar las penalidades de las enfermas.
«No se levante mañana... Así consolará al Señor, puesto que es su voluntad» (s/f: B-1606).
¡Hasta en verso consuela a una enferma!:
«Como te encuentras cansada – y no dices nunca nada, – hoy te dan un Nescafé – esta tu Madre y hermanas» (entre 61 y 70: B-810).
Santa Maravillas siente una verdadera necesidad de ejercitar la caridad y de alegrar a los demás. Entiende que ésa es su personal vocación ya en los comienzos de su vida religiosa:
«Me pareció entender quería el Señor fuese muy delicada en la caridad y me consagrase toda a ella» (30: C-268). «Siento como necesidad de ejercitar la caridad, aunque sea en pequeñeces, para probarle a Él el amor, y hacer, aun en estas cosas exteriores, que tanto cansan, lo que pueda ser más agradable a las hermanas» (30: C-273).
Enfermedades
Grandes maravillas de santificación hace el Señor permitiendo que sus amadísimos hijos sufran enfermedades. En esto la madre Maravillas, que somete su cuerpo con grandes austeridades, no es una excepción. Siendo todavía joven, en 1929, le escribe al padre Torres:
«Hace mucho que no puedo echarme sobre el lado izquierdo, y ahora, como noto opresión solamente con cruzar los brazos sobre el pecho, me hace difícil la respiración al subir un poco deprisa la escalera o coger alguna cosa de peso, y cualquier emoción o sentimiento un poco vivo me hace sentir palpitación y algo que no sé lo que es hacia el corazón, juntamente con tener estos días los pies hinchados, me hizo hacerme la ilusión de que el Señor iba a aceptar mi ofrecimiento.
«Dolor de cabeza suelo tener bastantes días, pero esto noto muy bien que proviene del estómago, por exceso de ácidos. Nada saben las madres de estas cosillas» (29: C-165).
Un año después, comienza una carta al mismo padre:
«No sé si me va a entender la letra. Me acaba de dar una de esas tonterías de falta de vida, que luego se ha pasado, y nada, porque estoy bien, sólo que no obedece bien la mano. Hoy tenía unas ganas de morirme que, cuando me vino esto, pensaba: “¡Qué lástima que no apretase esto más y que esta sensación sin importancia de que se va la vida fuese verdadera!”» (30: C-240).
El padre Torres, alarmado, le exige a la Madre que le cuente sus dolencias con toda claridad:
«Me decía le dijese la verdad entera de la salud. De veras, padre, que no creo que tenga absolutamente nada.
«Dolores de cabeza, a menudo, producidos, creo, por el estómago porque, cuando me da por ahí, me paso el día devolviendo, pero enseguida me quedo bien. No suelo poder comer mucho, pero no me siento con debilidad, y esa falta de vida que me da a veces, no muchas, que parece que se acaba suavemente, debe de ser sólo nervioso, porque el pulso lo tengo bien y hasta parece que ahora se me duermen menos las manos y se me hinchan mucho menos los pies que antes. Ésta es la verdad, padre, aunque le digan otra cosa» (30: C-241).
Ya se ve, pues, con todo eso que... «no tiene absolutamente nada». Ella ve una prueba de que estos males son nada en que puede hacer de todo.
«Pero me he puesto bien, la prueba es que lo puedo hacer todo. Además es asombroso cómo ayuda el Señor» (32: C-384). El Señor mismo había de ser su salud, pues el cuidado que ella se daba era muy escaso: «Teniendo el estómago tan mal, me puse a comer bacalao, judías, etc., y con este régimen se me ha arreglado por completo» (ib.).
Tenía ella en un aprecio tan grande por la cruz maravillosa de la observancia regular que procuraba evitar cuanto fuera posible toda excepción, alivio o dispensa:
«Cada vez puedo ver menos los cuidados y las excepciones en la vida religiosa, que, cuando el Señor manda una enfermedad verdadera, ya se hará, pero mientras tanto, como dice la Santa Madre, cuidando la salud para poder llevar la observancia, se acaba la vida sin guardarla» (32: C-384).
Al paso de los años, la salud de la madre Maravillas se va haciendo cada vez peor. Algunos síntomas son tan alarmantes, que se hace cuestión de conciencia confesárselos a su director, el padre Torres:
«Ahora viene mi secreto y mi consulta. Varias veces, desde hace un año, he arrojado también sangre, aunque no en mucha cantidad. Gracias a Dios nadie lo sabe.
«Pero como me figuro que algún día me vendrá un vómito serio de sangre, quisiera que me dijese si puedo, con buena conciencia, no decirlo y seguir mi vida aunque esto pase, que si fuera el mal grande, como dice la Santa Madre, “él mismo se queja” y no podría, aunque quisiera, aparte de que me sienta muy bien la comida carmelitana. No hay que olvidar que decimos [al profesar la Regla] “sin mitigación hasta la muerte”, que poco importa una monja más o menos en el mundo y que, en una de las paredes del convento, tenemos una máxima de la Santa Madre, que dice: “¿Para qué queremos la salud y la vida sino para perderla por tan gran Rey y Señor?”
«Le doy muchas gracias a Dios, y no puedo negarle que me ocasiona alegría el ver la sangre porque, aunque sin importancia, me hace concebir la esperanza que quizás mi destierro no sea tan largo» (34: C-415).
El padre Torres, lógicamente, le manda a la Madre que se ponga en manos de médicos para que, como dice ella irónicamente, cuiden de «mi importantísima salud» (34: C-416). Ella obedece, por supuesto, pero, en conciencia, no puede menos de expresarle sus reservas:
«Llamé al médico, como me dijo Vuestra Reverencia, y, claro, me ha puesto un régimen que para una carmelita... Tomar huevos y leche fuera de Cuaresma es más fácil, pero durante ella, una verdadera complicación, pues no se pueden tomar en refectorio. Si a Vuestra Reverencia le parece bien, durante ella seguiré como hasta ahora y después lo haré, acomodándolo un poco a nuestras cosas. ¡Si los pobres se cuidaran así! Y ¿qué soy yo, gracias al Señor, sino pobre de solemnidad? Las medicinas que me ha mandado las estoy tomando. Estoy muy bien, no vale la pena ni hablarle de esto» (34: C-416).
No se trata solo, sin embargo, de las dificultades que indica para no hacer penitencia «durante la Cuaresma». Había otras también, que le pesaban mucho:
«Me parecía a mí que, con este cuidarme, iba entre otras cosas, a dar mal ejemplo a las monjas. Me dice Vuestra Reverencia que no, y que lo haga así, pues lo hago. ¡Qué cosa, padre, en todo me es tan fácil obedecerle y rendirle mi juicio!» (34: C-417).
El deseo, sin embargo, de seguir observando la Regla sin alivios ni cuidados especiales le lleva a pedir de nuevo al padre le autorice a dejar el régimen. Pero obtenido el permiso y dejado el régimen, aún perduran sus reticencias:
«He dejado el régimen y no sabe con qué alegría. No me costaba tanto hacerlo como gozo me ha dado volver a tomar nuestra comida pobre y hacer como todas.
«Pero, padre mío, no estoy del todo tranquila, pues no sé si me lo autorizó de veras.
«¿Es necesario cuidar tanto de este cuerpo? ¿No es mejor, teniendo un poco de cuidado, con dejar de tomar lo que claramente puede hacer daño, seguir la santa observancia, aunque sea un poco menos conveniente para el estómago? Pase lo que pase, mientras pueda, sigo la vida en común» (34: C-422).
Un año después, en el verano de 1935, en una carta donde dice encontrarse «mucho mejor», dice también:
«Cuando arrojo sangre, es cada vez en más cantidad. La enfermedad debe de seguir su curso y eso no lo podemos remediar, ni falta que hace. ¿Se puede pedir más a una carmelita? ¡Si esto es casi un escándalo! No es la salud corporal la que me preocupa» (35: C-443).
Así van pasando los años de la madre Maravillas, y llega al año 1938 sin curarse del todo, y sin preocuparse demasiado de su salud. Mucho más interesada está en la fidelidad de todas a la vocación santa del Carmelo. Escribe desde las Batuecas al padre Florencio:
«De salud ahora estoy muy bien. Sólo devuelvo, no sé, unas cinco o seis veces en el mes. Sangre sí suelo echar, pero no tiene importancia y me sienta bien todo» (38: C-486 bis).
Conociendo la Madre bien lo que es estar enferma, cuida con suma solicitud de las hermanas que tienen mala salud, pero eso sí, recordándoles siempre el inmenso valor santificante de la enfermedad.
«Que estén enfermas es de lo que más cuesta, aunque sea tan santificador. Qué consolador es pensar que si nosotros, pobres criaturas, como tanto las queremos, apartaríamos de ellas todo mal, el Señor, con su poder y su amor infinito, no les mandará sino lo bueno, lo mejor, que Él únicamente sabe lo que es... Muchas molestias tendrá la pobrecilla, pero a mí siempre me dan envidia las enfermas, porque la enfermedad une mucho al Señor» (45: C-995).
«¡Qué bueno debe ser sufrir, cuando así nos lo da Quien tanto ha hecho para que seamos eternamente felices!» (47: C-1501).
Ancianidad
Santa Maravillas, ya desde joven, vive anhelando el pleno encuentro final con Cristo. No teme la ancianidad, ni le espanta la muerte. Esa expectativa amorosa de la muerte, esa orientación esperanzada hacia el cielo, está en su corazón toda su vida:
...«esta vida se pasa volando, y lo único que vale es lo que hagamos para la otra» (48: C-6452). «Parece que mi Jesús no me quiere llevar aún, pero, en fin, como si no es ahora, ya tiene, gracias a Él, que ser pronto, pues a ver si vivimos sólo, sólo para Él, que es lo único que importa, lo único que llena la vida y su y nuestro corazón. Estoy loca con Él, porque en sus manos se está más bien y más feliz» (47: C-1512).
En ese constante estado de espíritu, la Madre se va acercando a la ancianidad. Y su salud va aguantando, mejor o peor, la vida penitente que hemos descrito. Pero el peso de los años y las enfermedades la van deteriorando inexorablemente. A comienzos de 1966, escribe al padre Valentín:
«No sé qué me pasa, que esta noche no está el pulso bien y no sé si podrá entender esta carta. El otro día, volvió el médico y nos dijo que se había llevado un susto el otro día porque temía fuese cáncer, que muchas veces empiezan así, pero que no lo quiso decir, y ya veía claramente que no era nada de eso» (66: C-737). Y un año después, al mismo: «Realmente, no me encuentro nada bien, padre, y aunque el médico dice que no ve peligro de momento, cuánto le agradecería viniese a confesarme» (67: C-745).
A partir del año 1971 la Madre está muy mal de salud. Así se desprende de las cartas, que continúa escribiendo al padre Valentín. En mayo de ese año le dice:
«Tengo los ojos un poco malos y me ha puesto la madre supriora una pomada que, aunque hace bastante tiempo, no me deja ver bien. En manos de Dios estamos muy tranquilas» (71: C-817). «Ayer tuve el capítulo: ni veía, ni oía», confiesa en una carta, agotada, pero dice también: «¡A ver si acierto a poner en orden mi pobre vida y a los ochenta años empiezo a servir al Señor de veras! ¡Si viese, padre, qué ratos paso, bien merecidos, claro! ¡Ay, padre, cuánto desearía amarle de verdad! En fin, que gracias a Dios, esto se va deshaciendo, y ya es hora de que se deshaga» (72: C-824).
Sus hijas del Carmelo, que tanto amor han recibido de ella, y que la han conocida tan activa y laboriosa, la cuidan ahora con gran amor:
«Yo, padre, con mis ochenta años, bien, pero no pudiendo hacer nada, pues no me dejan, y realmente no puedo» (72: C-825). «Se me enganchan los dedos» (73: C-832).
Estas limitaciones tan grandes le cuestan lo suyo, sobre todo porque le impiden la observancia completa de la vida comunitaria regular:
«Yo, padre, sigo sin hacer en absoluto la vida de carmelita, y realmente no me encuentro del todo bien, pero no lo digo, y espero me dejarán, si el Señor lo quiere, pero por más que se lo pido al médico me dice que si es que creo que he tenido un constipado. Sin embargo, tengo esperanza me va a dejar, aunque no todo, pero, por lo menos, no tanto tiempo en la cama. ¿Puedo hacerlo, padre, aunque no me lo autorice? Yo, de verdad, padre, lo deseo y nada me importa lo demás» (73: C-832). «No estoy para nada. Si el Señor lo quiere así, bendito sea, pues sólo deseo su santísima voluntad» (73: C-834).
Su felicidad única es permanecer concrucificada con Cristo, glorificando a Dios y colaborando a la redención del mundo pecador. Sana o enferma, guardando o no la observancia, lo que hace feliz a la Madre es permanecer en el amor de Cristo:
«Tengo unas ganas de querer a mi Cristo, que no puedo más. Yo creo que me queda poco de vida, y ¡qué será verle y caer en sus brazos, a pesar de los pesares! Digo a pesar de no haberle sido fiel a tantas, tantísimas gracias como me ha concedido. Estoy muy bien, no se asuste. No lo digo por eso, sino porque no sé, claro, no soy una niña, pero no sé, es que siempre me parece que ya queda poco de esta sombra de aquí abajo... Sin poderlo remediar, me interesa todo menos, como una cosa ya de partida» (55: C-2026).
Santa Maravillas, como todos los santos, crece más y más en su deseo del cielo, a medida que se acerca a su final en esta tierra:
«Ya no tengo a nadie en este mundo de ese estilo de familia íntima, lo que es señal de que ya, muy pronto, Dios mediante, me llamará este Señor nuestro del alma. ¡Qué felicidad!... aunque lo único que quiero es su voluntad santísima, que es el mayor bien» (61: C-4280). «Cuatro días para sufrir –dice en otro lugar– y para siempre, siempre, siempre el gozar con Él en el cielo» (62: C-4449).
Gracias a Dios, en la vida penitente del Carmelo la muerte se espera sin angustias, sino más bien con paz y con dulzura:
«Cuantísimas gracias tenemos que dar a Dios de vivir en su casa, donde esperamos la muerte, que es el principio de la vida, con tanta paz y dulzura, y donde tan felices somos, pase lo que pase, cumpliendo la voluntad amorosísima de nuestro Padre, que tanto nos ama y que todo lo puede» (64: C-4070).
Siempre priora
Al poco tiempo de ingresar en el Carmelo, la madre Maravillas fue elegida priora, y en este ministerio permaneció hasta su muerte. Sin embargo, siempre trató de evitar el priorato, pues le costaba mucho sobrellevarlo. Ya en su primer mandato de priora, escribe:
«Ayer vino el padre López, y, al decirle yo que [al ser priora] había perdido toda la felicidad que siempre he gozado y si sería que estaba perdiendo mi vocación de carmelita, me dijo que ésa la tenía completa, pero que se veía no tenía vocación de priora. Menos mal que hasta ahora no me parece me aparta de Dios, pues, como me cuesta todo tanto, tengo que recurrir sin cesar al pensamiento de que sólo por su amor lo hago. Es que, claro, la vida de la carmelita, de oración, de soledad, de sacrificio oculto, es tan hermosa. Y para las que somos para poco, este algo exterior agobia» (26: C-44).
En 1929, cumplido su primer mandato, el Obispo insiste en que siga en el cargo. Pero su repugnancia sigue igual, según escribe al padre Torres:
«¡Se me cayó el mundo encima! Se me ocurrieron tantas cosas que debía haber dicho al señor Obispo, pero, como siempre, tarde. Yo no puedo, padre, le aseguro que no puedo... He estado una hora entera llorando sin poderlo remediar, con una amargura tan grande, y además decidida a hacer cualquier cosa antes de seguir así» (29: C-133).
En 1932, se repiten circunstancia y lamento al mismo padre:
«En cuanto a mí, padre, espero que no han de pensar en serio en hacer una tontería. Pienso decirles cómo no es éste el espíritu de la Iglesia, que pone como el maximum los seis años, y cómo además sería inútil, pues no habría de aceptar en modo alguno» (32: C-377).
Esta vez la Madre acude al Obispo de Madrid-Alcalá, también sin éxito, como refiere al padre Torres:
«Me dijo muy serio que no tenía derecho a decir eso (lo del máximum de seis años) y que estaba en las mismas condiciones que cualquier otra. Traté de explicarle, pero no me dejó hablar» (32: C-380).
Fiada en la obediencia, prosigue de priora. Pero sus reticencias siguen vivas:
«Temo, con tantos años, imprimir, sin querer, aquí algo personal, que no puede ser sino malo y que, aun cuando no fuese así, sería deplorable hacerlo» (33: C-408).
«¡Ay, padre!, ayúdeme a dejar este oficio, que tanto me obliga a ocuparme de lo exterior, para poder tratar sólo con mi Dios, como verdadera carmelita» (34: C-421).
Terminada la Guerra Civil, vuelve a plantear al Obispo de Madrid-Alcalá su problema, y esta vez ofrece nuevo argumento para no ser reelegida priora:
«Le recuerdo lo de nuestra elección... Quiera el Señor abrir los ojos de estas hermanas, que tan cerrados los tienen, para ver lo que yo soy, y que así puedan elegir quien sepa hacerles bien con sus consejos y ejemplos, que yo, señor Obispo, sufro realmente cuando las veo tan buenas, tan abnegadas, tan fervorosas y llenas de virtudes y que no tengan una Madre que las ayude a correr aún más por estos caminos. Créame, señor Obispo, se lo digo con todo el corazón, y desgraciadamente es la pura verdad;: aquí no hay malo más que la priora» (39: C-5344).
De nuevo es elegida como priora, y de nuevo «se le viene el mundo encima»:
«Dios le pague su carta y el pésame que en ella me da... Cuando me dan la enhorabuena, me tengo que dominar, pues por dentro me parece casi un insulto, por lo menos una broma en un momento de grande aflicción, pues no se concibe lo digan de veras. Es que, padre nuestro, estoy avergonzada de lo mal que estoy llevando lo que me ha sucedido. Había concebido tan grandes esperanzas de que, al fin, iba a dejar el cargo, que me he quedado que no puedo con él y con una amargura y tristeza que no puedo levantar cabeza» (41: C-520).
Acepta, pero con gran dolor, solo por querer lo que la Providencia quiera:
«No sabe qué mal he llevado lo del priorato. Tenía una tristeza que no podía con mi alma, aunque claro está que sólo quería lo que Él quisiera, y lo quiero» (41: C-917).
Con su acostumbrado desparpajo, así refiere la madre Maravillas que la madre Teresa Constanza de Jesús ha sido elegida priora de las Batuecas:
«La pobre madre Teresa llegó el 7 allí, y el 9 la ejecutaron» (48: C-590).
En 1949, sufre ella misma una nueva «ejecución»:
«Ahora lo que estoy es con una murria de monjas tremenda... No cabe duda que no tengo vocación de priora, como me lo decía el santo padre López» (49: C-1615).
1956, de nuevo al cadalso:
«¿Sabe que estoy aterrada con la elección? Por Dios, no le diga nada a nuestro padre [Valentín], pero al hablarle el otro día de la elección y de que estaba muy tranquila, porque si, lo que esperaba no sucediese, me daban los votos, acudía a Roma, me dijo que eso no lo hiciese de modo alguno, que se lo pidiese mucho a Dios, pero que, si pasaba algo, no debía acudir a ningún sitio sino conformarme, que sólo lo podía arreglar con el Señor. Me he quedado aterrada, y de resultas, sin gana ninguna de la elección. Voy a escribir al Obispo, ya sin remedio» (56: C-2054).
Acude al Obispo de Ávila, don Santos Moro Briz, muy estimado por la Madre, y muy pequeñito: ella se refería a él como Bispín. Pero de nada le sirvió:
«La carta de Bispín, preciosa, que el 13 ó 14 viene para la elección. Se nos ha puesto la carne de gallina. ¡Qué cosa más pesada! Estaba muy tranquila, porque pensaba acudir a Roma si hacían alguna tontería, y me dijo nuestro padre que eso no lo hiciese. Así que aquí me tiene completamente desarmada, confiando sólo en Dios. Veremos lo que Él quiere, pero le aseguro que esta vez me costaba muchísimo, porque veo tan claro lo buenísimo que sería el cambio para todo y para todas» (56: C-3846).
Con humor negro se refiere a las «culpables» de esta nueva elección:
«Estoy “loca de contenta”, como puede figurarse, y deseando sentarles la mano... El señor Obispo me dijo que la venganza no estaba bien, pero yo creo que en este caso es justificadísima, ¿no encuentra?» (56: C-2064).
Al día siguiente de la elección, escribe a la madre Magdalena:
Las monjas «están con muchísima ilusión de tener subpriora, y yo de ser priora para servir a Dios y a “usted”. Si en algo puedo servirla, ya sabe me tiene a su disposición... De veras creí que me moría, o por lo menos que me caía en la elección» (56: C-2064).
1961, La Aldehuela. Preside la elección el señor Obispo don José María García Lahiguera:
«Yo le dije que, desde luego, si me elegían, le presentaba la renuncia, y él me dijo que para qué me iba a engañar, que todas pensaban en mí. Yo le dije que renunciaba, y él me dijo que él no tenía potestad para aceptar la renuncia... Yo, al ver lo que se me venía encima, que realmente es cosa que no debía haber aceptado de ningún modo, no insistí más, porque veía que me echaba a llorar y no me gustan las escenas» (61: C-3287).
Se consuma el horror previsible, y comenta:
«Estoy de un triste que no puedo más. Quiero pensar en la voluntad de Dios y me dan ganas de pensar que es la de las monjas. Bueno, que no puedo. Hemos quedado igual que estábamos. Fue ayer la elección» (61: C-4266).
1964, reelección, no sin que procurase evitarla con todas sus fuerzas:
«Ya les he dicho que a mí no me pueden elegir, porque estoy enferma, arrugada, vieja, etc., etc., y porque no sirvo, ni nunca he servido» (64: C-4069). Consulta al padre Valentín si «podría renunciar, y de qué modo, para que resultase eficaz» (64: C-724). «Supongo que aprobará Vuestra Reverencia que, si se obcecasen, yo sostuviera mi renuncia» (64: C-725).
1967, carta al señor Obispo, manifestándole con todo respeto que ella no estaba dispuesta a aceptar el priorato de ninguna manera. La respuesta la recibe de presente:
«Vino a las 12, y me dijo que él me rogaba que no me opusiera y aceptase, que ésa era la voluntad de Dios, sin duda alguna. Es que yo le decía en mi carta que, si no era desobediencia, que yo no aceptaba por nada. En fin, con lo que me dijo me dejó como un guante y no chisté, sino que, al preguntarme si aceptaba, yo no podía hablar y sólo dije: “Si es ésa la voluntad de Dios”. En fin, que hemos quedado para el arrastre» (67: C-3684).
1973, la Madre está ya tan agotada, que no tiene ni ánimos para resistirse a una nueva elección. De todos modos lo intenta, y sacando fuerzas de flaqueza, escribe a máquina, con bastantes errores, al señor Visitador de Religiosas:
«No puedo, padre, poner más que dos letras. Por lo que a mí toca, además de mi inutilidad de siempre, se une ahora mi total falta de salud... Perdone, padre, esta carta que apenas puedo escribir; y no necesito decirle que con mucho gusto, diré fiat a cuanto disponga» (73: C-5522).
Es éste un caso notable, en el que durante muchos años una santa experimenta repugnancia sensible a una cierta voluntad de Dios estable. Es verdad que la gracia mueve siempre la voluntad de la persona hacia una cierta obra buena, pero no siempre inclina también a ella su sentimiento. Normalmente, sin embargo, si esa voluntad de Dios persiste, su gracia suele ir inclinando en los santos juntamente voluntad y sentimiento.
Pero no siempre es así. Hay casos en que la repugnancia sensible perdura en el sentimiento del santo hasta la muerte. El Santo Cura de Ars, por ejemplo, patrono del clero diocesano, hasta poco antes de morir, intentó varias veces seriamente dejar la parroquia, para retirarse a un monasterio, en oración y penitencia. No hubo modo. La voluntad de Dios y la del Obispo le querían en la parroquia, y allí murió. El caso de la madre Maravillas es semejante: siempre priora, hasta la muerte, y siempre sintiendo, como hemos visto, gran repugnancia a serlo.
En todo caso, el priorato fue para la madre Maravillas un precioso modo de santificación. Así lo entendía ella misma y lo repite muchas veces. Y por otra parte, la aludida repugnancia sensible no le quitaba estar «feliz y contenta».
«El priorato lleva mucho a Dios con sólo procurar el alma vivir y confiarlo todo a Él, y, viendo que uno no puede nada y como por su misericordia le hace ver y sentir esta verdad con claridad meridiana, pues no hay más que abandonarse en sus amorosísimos brazos, feliz y contenta, y dejarle a Él que haga lo que quiera y sople por donde quiera» (55: C-3747).
El ministerio de priora, lejos de alzar la soberbia de la Madre, la mantenía extremadamente humilde, como se ve en muchos casos como éste, en que presenta excusas:
«Yo obraba con Vuestra Caridad con naturalidad, y veo que, lejos de hacerle bien, le hace daño. Esté tranquila que procuraré cambiar de modo de obrar» (49: C-5029). Y a la misma hermana: «Yo le tengo que pedir perdón, con todo el corazón, por lo mal que la he sabido llevar, por mi torpeza y poca virtud, y por todo lo que le he hecho sufrir, bien sabe el Señor que sin quererlo» (50: C-5034).
Con esta humilde caridad ejercía su priorato la madre Maravillas, siempre dispuesta a cambiar su decisión o a pedir perdón. Si una priora ha de ayudar a sus hermanas corrigiéndolas de sus males, pero también reconociendo en ellas sus bienes y animándoles a ir en ellos adelante, la Madre hacía las dos cosas, pero quizá más la segunda, y ambas cosas siempre con cariño. A la priora de Cabrera le aconseja:
«Demostrar el cariño, religiosamente desde luego, es cosa muy buena y que ayuda mucho» (53: C-4403).
Casi de ochenta años, Santa Maravillas escribe así a la priora de San Calixto:
«Mire, yo, que no sirvo ni por carácter, ni por falta de cabeza, y lo que es mucho peor, por falta de virtud, para estar al frente de nada, cuando me eligieron, hace 45 ó 46 años priora, me morí, pero comprendiendo luego que Él, que era Quien lo había permitido y todo lo sabía, sería Quien había de regir los conventos y, por tanto, estando con Él, que era lo que tenía que hacer, Él lo haría todo de maravilla, cuanto menos era yo, mejor, y así ha sido en verdad» (69: C-4979).
Y más tarde a la priora de El Escorial:
«Cuando a mí me hicieron priora, al principio de la fundación, se me vino el mundo encima, porque, de verdad, soy la persona que menos sirvo para ello, pero, viendo que yo no tenía la culpa, le dije al Señor que era su casa, que Él la sacara adelante, y me quedé tranquila; y en efecto, la sacó» (70: C-5171).
Así, dejándole hacer en ella lo que quiera a su amadísimo Señor, la madre Maravillas está dispuesta a ser priora por toda la eternidad:
«Bien lo sabe Él, todo lo que quiera, aun el ser priora in aeternum» (44: C-1316).
Amor al Carmelo de Santa Teresa
Santa Maravillas, encendida por el Espíritu Santo de amor a la santidad y de amor al Carmelo, procuró siempre crecer con sus hijas en todo lo que viera de mayor fidelidad al Carmelo original. Por eso en 1947 acoge con entusiasmo la idea que el Padre General tiene de que sean carmelitas más «descalzas»:
«Me figuro les habrá dicho nuestro padre que ha decidido que nos quitemos las calzas... Habrá que hacer como lo mandan. Nos guste o no nos guste, debemos abrazarlo con mucho amor y ofrecer al Señor, con alegría y agradecimiento, esta mayor austeridad» (47: C-1491).
«Lo de las calzas es que me escribió nuestro padre que había decidido, porque le parecía debía ser así como lo tenía la Santa Madre, que adoptáramos lo de Burgos, que es llevar como la calza sin pie, y que las de Ávila lo habían aceptado encantadas y que le gustaría que estos conventos del Cerro, Batuecas, Mancera y Duruelo lo hiciesen también.
«Yo no dudo que todas lo aceptarán, siendo cosa de nuestro padre, que más que nadie sabe las cosas de la Santa Madre... Indudablemente, es muchísima mayor austeridad, que pasaremos buen frío, y da devoción que, en estos tiempos de tanta ofensa de Dios, precisamente por buscar los placeres, pida el Señor a sus carmelitas más penitencia» (47: C-1044).
Y al padre Silverio, Prepósito General: «El mismo día de la Reforma nos descalzamos con mucha alegría» (47: C-6874).
Unos semanas más tarde, escribe a la madre Magdalena si no sería mejor descalzarse más, dándole unas noticias que han enviado las monjas de Burgos sobre la alpargata de santa Teresa:
«Dicen que la alpargata que tienen [en Burgos] de la Santa Madre no tenía puntera, que ellas sí, porque dicen las Crónicas que no saben qué General mandó se llevasen cerradas; y ya que nos descalzamos, ¿no sería mejor copiar del todo lo de la Santa Madre?» (47: C-1499).
Lo intenta, de acuerdo con el Padre General, y poco después le comunica:
«Estamos contentísimas, padre nuestro, con nuestra descalcez. Antes era una vergüenza, y es hermosísimo con el entusiasmo que lo han recibido todas nuestras comunidades. ¡Tenemos una de pedidos de alpargatas!» (47: C-6876; cf. 49: C-6879).
Las reformas a veces comienzan por poco, por descalzarse para mayor mortificación y pobreza –quitarse las calzas–, por llevar alpargatas abiertas. La madre Maravillas procura siempre ir adelante con sus hijas en todo lo que entienda de mayor perfección y de más fidelidad al Carmelo de los Fundadores. Y por este camino, como se ve en sus escritos, hubo de sufrir muchas penas. Lo que más le dolió siempre fue ver que ciertos padres de la Orden se distanciaban de ella y de sus hijas, juzgando mal sus deseos de fidelidad a lo que Santa Teresa dejó a las Descalzas. En todo caso, ella obró siempre sin apartarse en nada de la obediencia a la Iglesia y a los Generales de la Orden.
En el año 1950, Pío XII propuso a los monasterios femeninos vincularse entre sí formando Federaciones (constitución apostólica Sponsa Christi, 21-XI-50, art. VII). Resumo este artículo del documento pontificio en sus diversos puntos:
La Federación de Monasterios es «recomendada» por la S. Sede (2). La constitución de una Federación, con sus leyes propias, ha de sujetarse a la autoridad de la S.S. (3-4). Para que una Federación tenga un gobierno central necesita especial autorización de la S.S. (2). La S.S. «podrá» nombrar a la Federación un Asistente que la represente y asesore (7). Fin principal de una Federación es la mutua ayuda espiritual y económica, así como el intercambio de religiosas que sea conveniente para el gobierno de los Monasterios, para la formación en un Noviciado común a todos o a algunos Monasterios, o para otras clases de asistencia mutua (8,2).
El General de la Orden, padre Silverio de Santa Teresa, consulta a la madre Maravillas qué piensa de los cambios anunciados. Ante una consulta de esta especie, hay religiosas que aceptan lo que sea, con tal de no verse en complicaciones. La santa madre Maravillas, ciertamente, no era de ese estilo. Ella, con admirable lucidez, prudencia y fortaleza, se atreve a dar esta respuesta tan clara como firme:
«¡No, padre nuestro, no! ¿Cómo vamos a querer cambiar ni una tilde de lo que nos dejó nuestra Santa Madre, si ello es todo tan perfecto, si nos va tan bien con ello, si vemos que, si de veras lo siguiéramos, llegaríamos por ese camino muy pronto a la perfección evangélica? Realmente, no cabe más por todos los estilos que lo que ella, con tanta luz del cielo, nos dejó. Volviendo a la Federación, padre nuestro, siempre hemos creído que uno de los grandes aciertos de nuestra Santa Madre es el número tan limitado de monjas que quiso hubiera en cada convento, a lo que creo se debe en gran parte la unión y caridad tan verdadera que reina en ellos. ¿No cree Vuestra Reverencia que esto se perdería y que el Carmelo dejaría de ser el Carmelo?» (51: C-6884).
Lo que para otras familias religiosas puede ser bueno, le parece malo a la madre Maravillas si contraría la idea original del Carmelo teresiano. El noviciado común, el Visitador y otras innovaciones eran estimadas por ella sumamente inconvenientes para el Carmelo. Por eso informa y escribe a sus hijas:
«Pidan mucho para que el Señor dé luz a todos y no nos toquen nuestro Carmelo, que, con la mejor intención del mundo, se podría echar todo a perder» (51: C-2653). «Yo espero nos dejarán como estamos, sin Federaciones, pero lo que temo pongan es el Visitador del que hablan. En fin, Dios lo remedie» (51: C-1757).
Llegan a veces noticias esperanzadoras:
«Nos dijo [el padre General] que estuviésemos tranquilas de Sponsa Christi, que a las carmelitas se las había podido salvar y que no tocarían nada sustancial, que lo único sería, y era muy conveniente, el Visitador o Comisario, pero que, claro, sería poco eficaz, porque no se cambiaba la sujeción a los obispos» (51: C-1774).
Escribe la Madre al padre Silverio:
«El Señor ha oído, sin duda, tantas súplicas de Vuestra Reverencia y todas sus hijas, y nuestra Santa Madre, en el cielo, no habrá parado hasta conseguirlo» (53: C-6890).
Pasa el tiempo y la temida Federación de monasterios parece inevitable. El padre le avisa que ya ha sido nombrado un Delegado especial para gestionar la constitución de Federaciones.
«¡Cómo nos ha dejado su carta! Esto será la destrucción de nuestra amadísima e incomparable vida de carmelitas, que tanto costó a nuestra Santa Madre y a nuestras antiguas conservar. Estamos pidiendo muchísimo y esperando qué nos comunica el Delegado» (53: C-6888).
«Estamos deshechas, como puede figurarse, pues esto ya no será el Carmelo que nuestra Santa Madre, con inspiración del cielo, fundó y que tanto ayudaba a las almas a santificarse, sino como una congregación moderna» (53: C-6889).
La Madre le escribe a una religiosa:
«Pida que no nos hagan demasiados disparates y, sobre todo, que no nos aparten de Él, que tengo un miedo. En reserva completa, pues me lo ha escrito nuestro padre General, ya tenemos nombrado el Visitador y nos van a federar. ¡Dios mío! ¿Por qué tocarán las cosas que tan bien ordenó nuestra Santa Madre?
«No nos toca más que acatar lo que disponen, de modo que deben acatarlo, como buenas hijas de la Iglesia. Esto no obsta para que hagan Vuestras Reverencias algunas observaciones que crean útiles para sobreguardar mejor los fines específicos tradicionales de la Reforma, en conformidad con las sabias enseñanzas de su insigne fundadora» (53: C-1126).
Poco después los conventos han de votar acerca de la reforma propuesta. Santa Maravillas escribe a sus hijas:
«No hay más remedio que votar que sí unánimemente, después de lo que dice nuestro padre General, pero sería muy necesario que, en las objeciones que pongamos, todas estemos de acuerdo para que así puedan tener alguna fuerza en Roma. Votar favorablemente, no tenemos más remedio, puesto que, de no hacerlo, nos obligarían y sería aún peor... ¡Qué vamos a hacer, si lo mandan en Roma! Pero con todo respeto y rendida obediencia, creo debíamos de hacer constar los daños que vemos en lo de la Visitadora, noviciado común y cambio de conventos... Dios nos asista, que si no se consigue nos quiten esas tres cosas, vamos al abismo. En fin, en manos de Dios estamos, pero hay que hacer cuanto esté en nuestra mano, pidiéndoselo mucho a Él» (53: C-1922).
Los súbditos realmente fieles, y de verdad interesados en el bien de la Orden, ayudan a los superiores a tomar la decisión más conveniente, y finalmente obedecen lo que ellos dispongan. Es lo que hace la madre Maravillas. Mientras tanto no deja de esperar algún milagro.
«No se alarmen. Creo que, al fin, todo se irá arreglando. Hay que pedir muchísimo...» (53: C-1126). «No lo puedo remediar, pero tengo muchísima confianza en Dios, que no dejará perder la Orden de su Madre. Son las cosas tan inexplicables. Lo que tenemos todas también son unos deseos de vivirla más de verdad, más a fondo, más como nuestra Santa Madre lo soñó para sus hijas, y ¡cómo quería ella que fuesen para el Corazón dulcísimo de Jesús! Si este fruto sacamos de las Federaciones, ¡benditas Federaciones!» (53: C-1129).
Hace poco he citado una carta en la que dice la Madre: «en manos de Dios estamos, pero hay que hacer cuanto esté en nuestra mano, pidiéndoselo mucho a Él». Santa Maravillas confía mucho en la oración de petición, y concretamente en la intercesión de Santa Teresa, pero precisamente por eso, fiada en las ayudas celestiales que espera, no se queda quieta, sino que se atreve a llevar adelante muchas gestiones con gran prudencia y audacia. Así consta en su epistolario:
–Varias entrevistas con el padre Delegado, carmelita descalzo (cf. 53: C-2872 y C-2873). –Cartas a las monjas de varios conventos. Conversación con el Secretario de la Congregación de Religiosos (cf. 53: C-1131). –Gestión para que intervenga el Ministro de Asuntos Exteriores y el Embajador de España ante la Santa Sede (cf. 55: C-6126). –Encuentros, digamos, fuertes con el padre Delegado: «antes de ayer, me ha escrito a mí, certificado y firmado, él y el secretario, echándome una tremenda» (55: C-3755).
La esperanza de que pueda guardarse en plenitud el carisma del Carmelo sigue firme en la madre Maravillas, aunque hay momentos en que solo es posible esperar contra toda esperanza:
«Ya no nos queda más que la oración, pero realmente es el arma más poderosa» (56: C-5462).
La Madre, en 1961, con todos los problemas aludidos aún pendientes, escribe al padre Víctor de Jesús María, agradeciendo a Dios
«por habernos dado a Vuestra Reverencia de Definidor General y salvaguardar así el genuino espíritu de la Orden de su Santísima Madre». Y añade: «Ha llegado a nosotras el rumor de que nos quieren poner bajo la obediencia de la Orden. No creo necesite decirle, padre nuestro, que en amar a nuestra Sagrada Orden y a nuestros padres no nos gana nadie, pero que nos aterra, en estos momentos, tal como están las cosas... Con las corrientes actuales y tanto modernismo como se mete por todas partes, no sé qué sería de nosotros, ni del espíritu austero de nuestra Santa Madre, que, gracias a Dios, conservamos sus hijas» (61: C-5457).
Así las cosas, se celebra el concilio Vaticano II (1963-1965). La Madre, tan entusiasta con el Concilio desde sus años preparatorios, entiende enseguida sin embargo que, mezclados con los formidables impulsos conciliares, surgirán pronto, y ya ella las ve, tendencias y acciones contrarias a la Iglesia, antes más quietas:
«¡Cuánto hay que pedir por el Concilio! Este Papa es un santo, pero cuánto tendrá el pobre que luchar con todos. Da una pena ver los criterios, aun de sacerdotes y religiosos» (62: C-4028).
Santa Maravillas está segura de la verdad de la causa en que está empeñada con sus hijas, y por eso persiste en la oración de petición y acude a todas las acciones que todavía les son posibles:
«Nosotras estamos dispuestas a hacer cuanto haya que hacer y esté en nuestra mano por conservar nuestra vida tal y como nuestra Santa Madre la puso y hemos profesado, “sin mitigación hasta la muerte”. Si, para ello, fuese necesaria una separación, pediríamos esta gracia o privilegio. Para esto, es indudable que, además de estos diez conventos salidos del Cerro de los Ángeles, se unirían muchos otros de España. Díganos, padre nuestro, qué podemos hacer, pues las cosas es mejor prevenir, ya que, después de hechas, es mucho más difícil deshacerlas» (66: C-5468).
«... qué podemos hacer»... Rezar, porque lo que se pretende, tal como están las cosas por entonces, es un milagro; y los milagros no se consiguen haciendo, sino pidiendo. Es lo que la Madre con sus hijas ha hecho siempre:
«Vamos a rezar las tres partes del rosario todos los días y algunas velas [turnos de vela ante el Santísimo], como hicimos cuando la República, al Monumento» (64: C-4346).
En los primeros años postconciliares, obedeciendo a los mandatos eclesiales de renovación y aggiornamento, muchos Institutos religiosos celebran Capítulos extraordinarios o incluso revisan a fondo sus Reglas y Constituciones. La Orden propone entonces, en 1969, para las carmelitas una Ley Fundamental, como un primer ensayo de adaptación de las Constituciones originales. Casi todos los carmelos del mundo ven inconvenientes para aceptar ciertos números de la Ley propuesta. Es en ese tiempo General el padre carmelita español Miguel Ángel de San José.
Santa Maravillas, concretamente, escribe unas Notas a la Ley Fundamental que nos envían de Roma, con enmiendas a treinta y un números (cf. 69: C-4980). Al padre Provincial de Castilla, Segundo de Jesús, carmelita descalzo, le dice:
«Nosotras, padre nuestro, sólo podemos decirle que no queremos cambiar nada de lo que nuestra Santa Madre nos dejó tan admirablemente dispuesto, procurando mucho, desde luego, la reforma interior, para vivir cada día más nuestra vida de verdaderas carmelitas descalzas, como lo desea y nos lo pide el Concilio» (69: C-6766).
Y al padre Víctor de Jesús María: «Estamos pidiendo mucho, ya sabe que lo que queremos es conservar todo lo de nuestra Santa Madre y defendernos de la Comisión que nos lo quita; por lo demás, no tenemos interés en nada» (69: C-5458).
Por esos años, hacia octubre de 1969, ve Santa Maravillas la conveniencia de procurar alguna manera de Unión entre carmelos afines, para mutua ayuda espiritual y material, según lo indicado por el concilio Vaticano II (Perfectæ caritatis 22). El General, padre Miguel Ángel, está en relación frecuente con la Madre, y le anima y apoya en este intento.
Poco después, consigue la mediación del Arzobispo de Valencia, don José María García Lahiguera –actualmente en proceso de beatificación–, para que presente en Roma
«nuestra petición para poder seguir, con toda integridad, la preciosa vida del Carmelo, que con tanta sabiduría y luz del cielo nos dejó la Santa Madre» (70: C-5348). «Tenemos la aprobación de todos los señores obispos, que nos ha costado un poco más de lo que esperábamos. También tenemos la de nuestro padre General» (70: C-5349).
La madre Maravillas, con sus hijas, está librando no pequeñas batallas, asistida por las fuerzas del mismo Cristo:
«Sigamos muy unidas en estos deseos y confiemos mucho en el Señor y en nuestra Santa Madre, que “pelea” también a nuestro lado» (71: C-5293).
La Madre, ya muy anciana y agotada, se alegra cuando le llegan algunas noticias esperanzadoras. Así, cuando reciben el Estatuto acerca de la clausura de las monjas de la Orden de Carmelitas Descalzos, firmado el 5-VIII-1971 por el padre General, Miguel Ángel de San José:
«Cuando iba a contestarles, llega el Documento de Roma sobre la Clausura, que es la contestación a todas nuestras preguntas y deseos. Nos han concedido poder seguir viviendo nuestra vida como deseábamos, es decir, como nuestra Santa Madre nos puso, quitando, claro está, algunas cosas accidentales, que la Iglesia ha dispuesto así» (71: C-5315).
«Estamos encantadas con los nuevos Estatutos, y, si Dios quiere, todo será igual, por más sustos que nos llevemos. No podía el Señor permitir que, en el año del Doctorado de nuestra Santa Madre, la hirieran en lo más sensible de su Reforma. ¡Cuánto nos obliga el ser hijas de tan gran Santa Madre y qué fidelidad en conservar tan precioso tesoro tenemos que tener!» (71: C-5305).
Bendito sea Dios, el único que hace maravillas:
«¡Qué bueno ha sido el Señor con sus carmelitas, que, en estos tiempos de tanta confusión, nos ha dejado una doctrina segura y verdadera, para seguir adelante nuestra misión en la Iglesia y en nuestra vida escondida que tan felices nos hace! Estemos muy firmes y unidas en nuestros deseos de conservar lo que nuestra Santa Madre nos dejó y muy unidas en la oración de unas por las otras, para que lleguemos a ser lo que ella esperaba de sus hijas» (71: C-5315).
Aunque el rescripto romano sobre la Clausura despeja el cielo para que la madre Maravillas y sus hijas y hermanas puedan vivir el Carmelo al modo tradicional, no dejan, sin embargo, de cernirse nubarrones amenazadores. Por eso la Madre escribe a «varios conventos, en completa reserva», y les sugiere la adhesión a la Unión que está tramitando para asegurar mejor la fidelidad a lo establecido por su Santa Madre Teresa:
«Como da tanto miedo perder las cosas fundamentales que nos puso, con tanta luz del cielo, nuestra Santa Madre y que tan felices nos hacen y tanto nos ayudan para nuestra santificación, se nos ha ocurrido pedir a Roma nos concedan, aceptando, claro está, todo cuanto nuestra Madre la Iglesia ordena, conservar las enseñanzas de nuestra Santa Madre, uniéndonos para ello varios conventos, que tengan, eso sí, completa unanimidad en la comunidad, para ello. Si desean tomar parte en esta unión, le agradeceré me lo diga lo antes posible para poder darle más explicaciones» (s/f., entre 70 y 71: C-6821).
En un primer momento son dieciocho los carmelos que acuerdan solicitar a la Santa Sede la Unión a la que he aludido, que les es concedida por rescripto firmado en Roma el 14 de diciembre de 1972, con el nombre de Asociación de Santa Teresa (cf. 73: C-4249). Quiso el Señor dar a Santa Maravillas esta alegría poco antes de su muerte.
El Señor «quiso poner el sello de su Iglesia para que sigamos adelante, por los mismos caminos que nuestra Santa Madre nos trazó» (73: C-4249). «Con esta aprobación, es como decirnos el Señor, con el sello de su Iglesia, que se agrada en nuestros deseos y que sigamos adelante por esos mismos caminos que nuestra Santa Madre nos abrió. Así que ahora todos estos conventos, ayudándonos unos a otros, no tenemos otro deseo que seguir viviendo como hemos vivido, pero con nuevo entusiasmo y fervor, por esta gracia especialísima que el Señor nos ha concedido» (73: C-5261). «Es un verdadero milagro que nos lo hayan aprobado tal y como lo pedíamos» (73: C-4249).
La madre Maravillas es elegida como primera Presidenta de la Asociación (cf. 73: C-5261), y recibe el nombramiento con sus habituales protestas.
«Si nunca he valido para nada, ahora que ya soy vieja y con los achaques de la vejez y las enfermedades, puedo mucho menos» (73: C-5261). «Vuestras Reverencias, que ya saben bien lo que es tener a la Santísima Virgen de Priora, díganle a su Clemencia [Virgen de la Clemencia, del tiempo de Santa Teresa, en el convento de la Encarnación, de Ávila], con el amor con que se lo dijo nuestra Santa Madre, que sea Ella también la Presidenta verdadera de esta unión nuestra, y ¡qué no hará Ella con sus hijas, que tanto la aman! Que el Señor me las haga a todas muy, muy santas y pídanlo también para su pobre Madre, que las ama mucho en Cristo, Nuestro Bien» (73: C-4249).
Obtenida la Asociación de Santa Teresa, la Madre siente una alegría muy profunda al ver que la Iglesia
«aprueba nuestros deseos de no cambiar nada y que sigamos adelante por los mismos caminos que nuestra Santa Madre nos trazó»... «La Federación nos hubiera quitado la autonomía que nuestra Santa Madre puso y que, gracias a Dios, así conservaremos por completo en todos estos conventos» (73: C-4375).
Y advierte claramente desde el principio:
«No esperen nuevas normas o disposiciones, que no serían normas de nuestra Santa Madre, porque lo bueno de esto es que no es Federación, ya que la Santa Madre quiso que sus conventos fueran autónomos» (73: C-5261).
El proceso que he recordado fue largo, grave y difícil, y costó a la madre Maravillas graves sufrimientos. Pocos años después de su muerte, el papa Juan Pablo II promulgó dos Constituciones para las Carmelitas Descalzas. Unas, el 8 de diciembre de 1990, día de la Inmaculada, para un conjunto de carmelos, entre los que estaban los de la Asociación de Santa Teresa. Y otras, el 17 de septiembre de 1991, día de San Alberto de Jerusalén, para todos los demás carmelos.
Quizá alguno se pregunte cómo la madre Maravillas, siendo, como hemos visto, tan absolutamente humilde, considerándose a sí misma «la peor», un «abismo de maldad», «la más miserable», «de lo más asqueroso que pueda concebirse», pudo atreverse en la defensa del Carmelo de Santa Teresa a acciones tan fuertes, tan arriesgadas y comprometidas, que necesariamente la ponían en primer plano.
Pues bien, Santa Maravillas no realizó acciones tan grandes a pesar de ser tan humilde, sino precisamente por ello. Viéndose a sí misma tan miserable, no temía ningún desprecio, calumnia o persecución: teniéndose en nada, no tenía nada que perder. Viéndose a sí misma tan ignorante y tan débil, emprendía sus acciones partiendo únicamente de la sabiduría y de la potencia de Dios. Por eso, por ser tan perfectamente humilde, se atrevió a emprender obras tan difíciles y audaces, solo posibles a Dios. Y por eso, por ser tan humilde, el Señor hizo en ella obras tan grandes. Ella misma lo entiende así:
«Esta misma impotencia que veo en mí para todo lo bueno, lejos de desanimarme, me da más confianza» (24: C-8).
Vocación a la santidad
Santa Maravillas se sabe, como cristiana y como carmelita, llamada por el amor de Dios a la perfecta santidad. Y conoce bien en qué consiste ésta. La santidad es amar a Dios:
«La verdadera santidad, que no es más que vivir la verdad de nuestro Dios y su amor» (45: C-1376). «¿Qué es un santo? Un ser que ama a Dios» (66: C-4946).
Y amar a Dios con todo el corazón es lo que nos permite cumplir su voluntad: «si me amáis, cumpliréis mis mandamientos» (Jn 14,15). En este sentido puede también definirse la santidad como la fidelidad continua e incondicional a la voluntad de Dios:
«La santidad no es otra cosa que nuestra voluntad unida a la de Dios» (58: C-4403). «Veremos qué quiere el Señor. La verdad es que somos felices. Si el Señor nos preguntase de esto y de todo: del momento de la muerte, de la enfermedad que preferíamos morir, de cómo queríamos estar, etc., etc., sólo podríamos decirle: “Señor, cuando Tú quieras, como Tú quieras, lo que Tú quieras; es lo único que queremos y deseamos”, así que tenemos cumplidísimos todos nuestros deseos, que no son otros que su voluntad» (59: C-2297).
«La voluntad de Dios es la nuestra por completo, y si Él nos diese a escoger en algo, no podríamos más que decirle que lo que preferimos es lo que Él quiera, que sabe tan bien lo que nos conviene y lo que es a Él más agradable, y nosotros no sabemos nada» (59: C-4424).
Ella ama tanto el Carmelo porque sabe que es un lugar privilegiado por la Providencia divina para realizar esa maravillosa vocación a la santidad:
«Tenemos que ser santas todas, no perdamos más tiempo, que el que vivamos en el mundo después de conseguirlo, será de gran consuelo para Él, por las almas que le ganemos y por el amor que encontrará en nuestro corazón» (39: C-867). «Nos vamos a hacer santas, con toda seguridad» (39: C-868). «Aquí estamos, pero firmísimamente, decididas a ser santas de verdad; no se puede corresponder de otro modo al “excesivo amor del Señor”, sino sujetándose a la “divina tiranía de su amor”» (41: C-914). «De verdad que las quiero mucho y por eso las quiero santas, para que den a mi Cristo mucho amor y mucha gloria y le salven muchas almas» (61: C-3375).
¿Qué hace un religiosa en el Carmelo, si no busca con toda su alma la santidad, si no se entrega a amar a Dios con todo su corazón? ¿Para qué se fundó, si no, el Carmelo?
«Esta vida, como dice nuestro Santo Padre, si no es para amarle, no es buena» (64: C-4095).
«Lo demás es una birria, y carmelitas que no sean santas, una verdadera majadería. Por mí lo digo, sobre todo, es la pura verdad; que dejarlo todo para decir al dulcísimo Jesús que sí, que queremos seguirle de verdad y que sea Él quien viva en nosotros, y luego ocuparnos de nosotros sin cesar, es un contrasentido» (50: C-1740).
En todo caso, la madre Maravillas, al menos, está convencida de que, con el favor de Dios, va a llegar a ser santa: «el Señor lo va a hacer», como le dice al padre Florencio:
«Estoy de un agradecimiento al Señor y a Vuestra Reverencia que no cabe más, y de una alegría. Voy a tratar de corresponder a los dos, haciéndome santa. ¿Verdad, padre, que para Vuestra Reverencia también será un consuelo que su hija, tan ruin y pecadora, llegue a ser santa? El Señor lo va a hacer, por su infinita misericordia» (38: C-480 bis).
«A ver si se aprovecha y “cumple el designio de Dios, que no ha sido otro al llevarla a ese convento que el de hacerla santa”. Esto me dijo el santo padre López cuando entré» (64: C-4093).
Es verdad que la Madre, según sabemos, estima que avanza muy lentamente, dando traspiés, en medio de muchas tentaciones, sufriendo sequedades y noches oscuras, muy consciente de sus miserias y culpas... Pero, con todo eso, nunca ceja en su esperanza de santidad, y siempre comienza de nuevo:
«Mientras se trabaje en ello, de verdad, aunque se caiga, el Señor está contento, Él, que lo sabe todo [...] Tampoco es mala señal el que el enemigo de las almas dé tanta guerra para impedir la santidad» (63: C-1253). «A mí me dice nuestro padre Valentín, cuando le digo que voy a empezar: “Pues, ¡si no se da prisa...!”» (65: C-1255).
A los veintiún años de su vida religiosa, aunque se ve como «la mayor pecadora del mundo», sigue obstinada en su esperanza, confiándose al amor de Dios, que si hace falta, hará milagros: «no quiero desanimarme y espero llegar»:
«Hoy hace veintiún años que entré yo en el bendito Carmelo de María. Pidan mucho por mí, por caridad, que de veras debía ser santa y no he empezado aún. Es tristísimo, pero no quiero desanimarme y espero llegar» (40: C-3088).
«¡Qué envidia de santos! Pero, ¿por qué no lo hemos de ser? Yo aún no he perdido las esperanzas. Tendré que decir con el padre Colombière, pero él sin razón y yo con ella: “Éste era tan malo que, en cuarenta años en la Compañía, no se hizo santo, pero ahora lo va a hacer santo el Corazón de Jesús”» (55: C-1161).
No busca la madre Maravillas la santidad por medio de complicadas técnicas y métodos, sino por el camino sencillo de la caridad, de la perfecta observancia y de la abnegación total de sí. En este sentido, cuando muere una de sus hijas, comenta:
«Nos ha hecho a todas un bien inmenso, viendo cómo se puede uno santificar con nuestra vida sencilla y humilde, sin perifollos» (65: C-1266; cf. 65: C-6300).
Comunión eucarística
Cuando el Señor quiere elevar una altísima torre de santidad, lo primero que hace es excavar en la persona unos profundísimos cimientos de humildad, proporcionados a la altura del edificio espiritual proyectado. Y esto lo hace sobre todo a través de Noches oscuras que purifican hasta lo más hondo el sentido y el espíritu (cf. I Noche 12).
En el caso de la madre Maravillas, dispone Dios que pase por pruebas diversas, como la enfermedad. Pero, sin duda ninguna, las pruebas más duras, durísimas, que sufre se dan en la oración, y más aún en la comunión eucarística –es decir, donde más puede dolerle–. Esta mujer, tan serena y dueña de sí, hasta el fin de su vida, lleva un camino íntimo muy crucificado, sostenida siempre por el amor del Señor, que le conforta con sus luces y gracias lo preciso justamente para que no desfallezca.
Casi todo lo que sabemos de aquellas pruebas tan íntimas y dolorosas lo conocemos por sus cartas de dirección espiritual. En los años primeros de su gran Noche oscura el Señor le ayuda sobre todo por la dirección espiritual del padre Torres. Más tarde le asistirá el padre Florencio del Niño Jesús, y al final el padre Valentín de San José. De la perduración de su Noche podemos saber por textos como éstos, escritos al padre Valentín, pocos años antes de morir:
«Ay, padre, ¡si viese como estoy! ¡Si pudiese hablar con V. R.! No sé si cada confesión aumenta mi condenación. ¿Qué hago, padre? A veces pienso que debía decirle todo, aunque no me pueda absolver»... (70: C-803). «Lo que mejor me va es la oración de fe, pero con tantas distracciones... Yo no sé lo qué es, la mala costumbre de no esforzarme tal vez en nada, pero se lo pido al Señor con toda el alma, y en Él solo quiero confiar. Quisiera confesarme otra vez de todo lo que ya creo sabe han sido mis cincuenta años de, en apariencia, vida religiosa, que está bien lejos de ser lo que debía...» (71: C-828).
Enseguida nos asomaremos a las Noches oscuras y a los luminosos amaneceres de Cristo en el corazón de la Madre. Aquí quiero fijarme ahora en las agonías y los gozos de la madre Maravillas en la comunión eucarística. Ella se ve absolutamente indigna de recibir sacramentalmente a Cristo. Por eso pide una y otra vez a sus directores, con verdadera insistencia, que le autoricen a no comulgar. Al padre Torres le escribe:
«Al comulgar, padre (me horroriza decirlo), yo no sé si tengo fe»... (27: C-56). «Me da terror comulgar mañana» (27: C-75). «Lo de menos es este inmenso sufrimiento, lo que me preocupa es que creo que no puedo, que no debo recibir así al Señor; y como no me puedo decidir a dejarlo sin su permiso, ésta es la razón de esta carta. No soy, aunque miserabilísima, un alma consagrada a Dios: soy como un diablo» (29: C-114).
«La oración, por muy mal que lo pase, es distinto; pero recibir al Señor así es imposible [...] ... y además, después de todo, si no deseo comulgar ¿por qué lo voy a hacer? ¿No es el desearlo una de las condiciones necesarias? Aparte de los temores, confusiones y tinieblas de que me veo llena, hay no sé dónde un no puedo decir especie de amor, un no sé lo que es, hacia Dios que hace intolerable el verme así para Él»... (29: C-127). «Me horroriza estar recibiéndole todos los días, renovar tantas veces mi consagración a Él, estar en su Carmelo entre estas almas tan suyas, al frente de ellas, procurar llevarlas a Él y todo esto, no estando yo en su gracia... Verdad es que no recuerdo un pecado mortal que no haya confesado, pero un no sé qué en mí tan contrario a Dios... Me horroriza decir esto, pero no tengo nada de amor, temo que ni siquiera deseos de amarle; sino una frialdad inmensa...» (29: C-165).
«Hoy fui verdaderamente horrorizada a comulgar, pidiendo con toda el alma a la Santísima Virgen que Ella recibiese al Señor y se arreglase de modo que no pudiera herirle lo que en mí encontraba, y me perdonase el que estando así le recibía. ¡Sólo la obediencia [al director espiritual] me puede hacer acercarme ahora!» (30: C-181).
«Ni le amo, ni tengo comunicación con Él, ni aun en la Comunión, ni hay nada en mí. Todo está muerto; pero ¿no es Él la resurrección y la vida? ¿No podrá su misericordia infinita vencer mi maldad aunque sea de la peor clase, de la más repugnante?» (34: C-431).
En la madre Maravillas está actuando el don de temor de Dios, por el que el Espíritu Santo le muestra a un tiempo el abismo de la santidad divina y el abismo de su miseria humana. Todos los santos lo han vivido, pero algunos –Ángela de Foligno, Catalina de Siena, Margarita María de Alacoque– con especial viveza, al menos en algunas fases de su vida. En la madre Maravillas el don de temor, por obra del Espíritu Santo, actúa con una intensidad singularísima. Es cierto, sin embargo, que a veces en ella, cuando comulga, se mezclan el espanto y las lágrimas con el amor más profundo.
«Fui a comulgar, como puede figurarse, y sólo pude decir al Señor lo de San Pedro: “Tú sabes que te amo”. Me vino con esto tal congoja que me he tenido que esconder para que no me encuentren aún las monjas y me temo que al salir de aquí me lo van a notar. Fue un diluvio de lágrimas. Tengo que preguntarle a V. R. algunas cosas sobre el infierno. ¿Allí se ofende a Dios? ¡Por lo menos no habrá libertad que hay aquí de hacerlo o no! Debe ser menos malo que esto...» (30: C-2116).
No siempre sufre la Madre en la comunión estas angustias terribles. En estos mismos años, en la comunión precisamente, a veces se le ilumina una gran fe y se le inflama un inmenso amor. En 1931 –lo refiero después, al tratar de las Locuciones y visiones que recibió–, siente en la comunión que la Virgen le entrega al Niño (C-338). El Señor la reconforta así en medio de sus durísimas pruebas.
«...en la Comunión me pasa que varias veces, en el momento de recibirla, se aviva, o más bien se despierta, la fe de un modo que me parece no necesito de ella para ver y saber entra allí el Señor; pero no sé cómo, amándole, se queda el corazón así» (30: C-201).
«Un día, al ir a comulgar, me pareció sentir como la mirada del Señor sobre mi alma, con amor y compasión; yo también le miraba y con eso me parece lo decía todo sin poder decir nada; después no sé cómo recordé aquello que nos habló en los Ejercicios, “al nombre de Jesús se doble, etc.” y no sé qué gozo tan intenso experimenté» (30: C-254).
Estas iluminaciones de la mente y encendimientos de amor son «interpolaciones» de consolación, como dice San Juan de la Cruz, que Dios concede, pues sin ellas la persona se vería aniquilada por las otras desolaciones indecibles. Santa Maravillas, en medio de sus noches de tinieblas, experimenta a veces en la comunión sacramental con Cristo un fuego poderosísimo de amor unitivo.
«En la Comunión sentí intensísimo el amor, algo no sensible, sino muy dentro. Me cogió toda con mucha fuerza y me causaba un tormento que no sé explicar. No sé cómo fue, pero era tal la intensidad que me parecía no iba a poder resistirlo [...] No estoy en todo el día en lo que hago. Está el Señor tan presente y tan escondido... es un muy grande sufrimiento, pero que no deseo cese. No sé si será físico lo que siento en el corazón, pero no puedo más... Sólo quiero agradarle en cada momento y sufrir por Él» (30?: C-279).
«Esta mañana un rato después de comulgar con la frialdad de costumbre y estando años de veras en nada; sino en ese sufrir profundo, me pareció clarísimamente, pero sin ver nada, que el Señor estrechaba mi alma, diciéndome descansase allí sobre su Corazón; y fue esto con tanta compasión y amor y como tan de pronto, que sin poder pensar nada sentí una felicidad inmensa, una paz y una dulzura que llenaba el alma y el cuerpo. Duró poco, creo, pero luego de pasado prorrumpió el alma en afectos tan abrasados de amor al Señor, no sólo de deseo de amarle, sino como con seguridad de que le amaba tanto... Me volví de repente loca y dije mil desatinos, pero lo que experimenté en verdad es aquello que dice la Santa Madre, que de sobra quedan pagados (como si se me debiese algo por tanta ingratitud) todos los trabajos y dolores de la vida con un instante de gustar al Señor. Al venírseme esto entonces a la imaginación, pedí al Señor que, sosteniéndome Él, no me quitase la dicha de poder sufrir cuanto sea posible» (32: C-377).
La vida entera de la madre Maravillas, tan alegre y bondadosa en lo exterior, es en lo íntimo un tormento continuo de amor y de dolor, cada vez vivido con una paz más profunda y estable. Vienen de cuando en cuando para ella, pobrecita, tiempos más luminosos de consolación, pero pronto se ve envuelta en sombras de muerte. En esta carta de 1938 al padre Florencio del Niño Jesús le dice:
«Perdóneme este papelito, pero es que ayer no le dije que el no querer comulgar hoy no es por repugnancia mía, sino porque veo que desgraciadamente no hay para mí remedio y no quiero obligar al Señor a venir a un corazón donde tal vez esté el enemigo. Acepto todo, padre, para mí, hasta el infierno si allí pudiera amar a Dios, pero no hacer esta nueva ofensa al Señor» (38: C-474 bis).
Adoración eucarística
Es indudable que para Santa Maravillas es la Eucaristía la fuente y la cumbre de toda la vida cristiana. Para ella, cada día, la ofrenda que Cristo hace de sí en la Misa, es decir, en el sacrificio de la Cruz, la entrega de su cuerpo y de su alma en la comunión, así como su Presencia eucarística en el Sagrario, constituyen el centro absoluto de su vida espiritual. Ahí vive ella sus mayores dolores y sus más altas gracias. También aquí el acceso a estas intimidades de la Madre solo nos es posible por sus cartas de dirección espiritual.
Estando en Misa recibe Santa Maravillas altísimas gracias. Le escribe al padre Torres:
«Estando en la Misa cantada, empecé a sentir allá dentro una como fuerza muy grande de amor, yo creo que más fuerte que nunca; no hacía nada, ni pensaba nada, más que amar y como esto crecía, crecía, no sabía qué hacer, pues notaba que me iba como penetrando tanto de ese amor que se me borraba lo demás y temía caerme» (31: C-296).
Y al mismo padre: «El otro día, durante la Sta. Misa, me pareció como si entendiese el alma que el Señor quería apoderarse de ella por completo, de una manera muy distinta que hasta aquí. El abandono, padre, que V. R. tanto ha trabajado en inculcarme, la fusión completa de la voluntad en la suya divina, ese olvidarse y morir de veras, para que sólo viva el Señor en mí, me pareció en un momento lo quería, lo exigía de un modo tan lleno de amor... Aquí me pareció no tengo yo que hacer nada y que lo que el Señor me pide es que le deje hacer, permaneciendo sólo atenta y fija en su Divina presencia, esperándolo y recibiéndolo todo de Él, que seguiré siempre siendo tan pobre como soy, pero que esta pobreza tan real y verdadera no le estorba, estoy por decir que al contrario» (31: C-318).
Y más tarde al padre Florencio: «Fue el año 1935 cuando, estando en la Misa cantada y totalmente ajena de ello, sentí de repente un recogimiento interior grande y entendí quería el Señor que me retirase a la soledad porque quería hacerme verdadera esposa suya. Le contesté que ya lo era por la profesión religiosa y entendí claramente que esta manera de serlo que Él ahora quería concederme, era una cosa muy distinta» (38: C-458 bis).
Entrar en el Coro, aproximarse a la Presencia sagrada y eucarística del Señor, también en los años de mayor oscuridad y sufrimiento, ilumina de pronto a la madre Maravillas con preciosas luces y gracias de amor. Así se lo confiesa al padre Torres:
«Cuando el otro día estaba en el Coro rezando Maitines ante el Santísimo Sacramento, como lo hacemos en esta octava [del Corpus], empecé a tener no sé qué sentimiento de Dios, por una parte dulcísimo aunque por otra me hacía sufrir. Me parecía se imprimía en el alma un sentimiento muy grande de la grandeza del Señor, gozándome de ello, y al mismo tiempo del abismo de miseria, y como había ansias de unirme a Él y veía mi total incapacidad y pequeñez, también me hacían sufrir. Así fui al refectorio y, apenas nos sentamos, se prendió tal llama de no sé qué en mi corazón, que no pudiéndola soportar mi flaqueza, la fuerza de lo que allí había me llevaba toda tras sí. No sé cómo pedí al Señor que lo contuviese y no pasó adelante. Ahora creo sería un principio de desvanecimiento; pero entonces me parecía que el alma iba no sé dónde, y era tanta la suavidad y la gloria que... Con esa intensidad duró muy poco, quedándome luego como mucho amor, ternura y gozo con un sentimiento de caridad hacia mis hermanas, y como viendo con gusto la verdad de mi nada y miseria. Duró todo esto hasta el día siguiente»... (27: C-62).
El Coro, en el que tantas veces ha de agonizar en una oración aparentemente imposible, es para la madre Maravillas en no pocas ocasiones el lugar privilegiado del Carmelo para el encuentro más cierto, amoroso y profundo con el mismo Cristo, presente en el Sagrario:
«Ahora vengo al Coro, después de hacer [la oración] de la noche, que también me ha costado interrumpir al pasarse la hora. No sé, me pareció que se hacía mayor ese alejamiento, un silencio completo en el alma, en cuanto me arrodillé y ese sentir al Señor tan escondido; no sé si esta palabra expresa todo lo que quisiera decir... Así, todo en oscuro y como si lo que así entendía encendiera más y más ese amor doloroso y pacífico en el alma, vi cómo el amor del Señor le hacía quedarse en el Sagrario, como yo en cambio no hago nada por Él..., que me exigía una gran pureza de corazón y una fidelidad muy delicada; y viendo así estas cosas y amándole sin decirle nada, se pasó el tiempo, y digo viendo, porque es más bien esto que pensando. Es sin movimiento interior...» (30: C-252).
«... hoy pasé toda la oración distraída en tonterías; luego, en unas pequeñísimas ocasiones, se despertó todo el mal genio antiguo con una violencia vergonzosa... Estaba con mucha pena por haberme portado así con el Señor y apenas empecé en la oración de la tarde a pensarlo, fue una oscura, pero grande, seguridad de la presencia del Señor allí [en el Sagrario], y en esa vista sentí profundamente su Majestad y grandeza con un sentimiento de adoración, mi completa pobreza, y nada; y como siempre sería así, y si el Señor quisiera poner algo en mí, sería solamente suyo... Sentí una grande como inflamación de amor en el corazón y un gozo intenso, pero todo silencioso y pacífico. Después reemplazó poco a poco al gozo un sufrimiento que llegó a hacerse intensísimo, aunque también pacífico, por sentir al Señor, a pesar todo, tan escondido y que no de otro modo le podía encontrar en esta vida. Me parecía que sus dones no era Él, que era lo que yo únicamente deseaba y que cuanto más me diese de estas cosas aumentaría el dolor de su ausencia, aunque también sentía que no quería cesase ese dolor...» (s/f al P. Torres, 30?: C-268).
«Hoy en la oración desde el principio esa paz y recogimiento en nada. Al ir a comulgar, de repente unas ansias muy grandes de unirme al Señor. Al recibirle, no hice más que adorar, pero en esa adoración gozaba mucho el alma, sentía que allí, en la Comunión, le poseía realmente, verdaderamente. Se avivó tanto la fe que casi no lo era... Además me parecía ver después que esos temores y parecerme imposible ser el Señor así con un alma tan miserable, eran un puro engaño, que el Señor consuma y abrasa en el fuego de su amor y misericordia todas las miserias, que quería las arrojase allí (no sé explicar esto o es que da vergüenza» (30: C-273).
Años más tarde, la Madre hace confidencias semejantes al que entonces dirigía su vida espiritual, el padre carmelita Florencio del Niño Jesús:
«La otra noche, en cuanto me arrodillé a la reja del Coro, como si me estuviese esperando el Señor, en el acto se me borró todo lo exterior, y en un recogimiento grande sentí una también muy grande reprensión. Me hizo ver en un momento la multitud de gracias que había recibido así por junto y algunas detalladas, y mi falta de correspondencia, que le impedía derramar en mi alma ahora las que Él deseaba. Me hizo ver cómo al mismo tiempo que el uso de la razón me hizo comprender que me quería toda suya, y cómo a pesar de mi miseria era un alma que su amor había escogido para derramar en ella multitud aún de gracias, y cómo sentía que por mi infidelidad y negligencia no le dejase. Todo esto era a pesar de todo, manifestándome mucho amor y me quedé, aunque desecha y con grande arrepentimiento, con paz y sin desaliento. Como sentí también muy claramente me pedía [me quería dar] el Señor fuese allí, todos los días al pie del Sagrario, aunque no fuesen mas que veinte minutos o media hora, en el silencio de la noche; por eso se lo pedí [a Ud., padre] para el día siguiente y ¡figúrese, padre nuestro, cuánto le agradecí cuando me dijo entonces que podía hacerlo así todos los días!» (38: C-471 bis).
«Antes de ayer, por la mañana, me llamó la H. Inés a la capilla para que le decidiese unas cosas, y al hacer la genuflexión y mirar al Sagrario, no sé lo que fue; pero sentí que el Señor me llamaba allí junto a Él, que quería decir algo a mi corazón. Con grande esfuerzo pude disimular y ocuparme de lo que quería de mí... La oración de la tarde se me pasó en un momento, pero sin nada particular. Por la noche, al bajar al coro y arrodillarme como siempre delante de la reja, volví a sentir lo mismo que por la mañana, y entonces, sin reflexionarlo, me fui a la capilla y al arrodillarme delante del sagrario, sentí muy grande recogimiento, y habló el Señor a mi corazón. Lo que me dijo no me atrevo a decirlo, ni puedo; fueron palabras de mucho amor, aunque algunas de reprensión. Desde el sagrario le sentía vivo y hablando, sin duda ninguna, a mi corazón» (38: C-470).
Para la madre Maravillas pasar una noche a solas con el Señor, ella en el Coro, Él en el Sagrario y en su propio corazón, era una de las más deseables gracias:
... «ahora voy a pedirle yo una gracia muy grande, y es que me permita pasarme la noche con el Señor en el coro, como preparación para la confesión de mañana. ¡Tengo tanto que pedir y que agradecer al Señor aunque no sepa decirle nada!» (38: C-480).
La presencia eucarística del Señor fue siempre el sol que iluminó la vida de Santa Maravillas.
«De mi Cristo sí sé porque nunca me deja sola y estamos los dos muy junticos. ¡Es más bueno! ¡Mire que haberse querido quedar aquí con nosotros...! Ayer estaba más hermoso en su Custodia reinando sobre todos sus hijos. ¿Por qué no le conocerán y le amarán todos con locura? Además de que se lo deben, serían tan felices... Vamos a ver si nosotras los atraemos a su corazón...» (45: C-1379).
«Tengo unas ganicas de ser buena y de amar mucho a mi Cristo bendito... ¡Qué tontería es todo lo que no es Él, ¿verdad? Y cómo llena Él solo, aunque esté ocultito, todas las necesidades del alma que creó para Él...» (52: C-1892).
También para ella, como para Santa Teresa, fundar un carmelo era ante todo inaugurar un lugar sagrado donde la presencia eucarística de Jesús había de ser reconocida, venerada y amada por las hermanas largamente:
«Ya tiene el Señor un sagrario más donde ser amado» (72: C-5311).
Agonizando en la noche
Las páginas que siguen describen en Santa Maravillas sufrimientos interiores tan grandes, tan profundos y persistentes, que podrían asustarnos. Aquellas angustias que en ella hemos señalado en relación con la oración y la comunión eucarística nos habrán preparado para lo que ahora vamos a considerar. Pero antes, dos observaciones.
Recordemos, en primer lugar, que la Madre aparecía ante sus hermanas como una persona alegre. Antes lo hemos comprobado en el epígrafe Alegría, humor y libertad de espíritu. La madre Carmen de la Cruz da este testimonio de la Santa:
«Nunca la vi triste [...] Si me preguntasen si era una persona triste o alegre, no dudaría un momento en decir que alegre, muy alegre. Pero ¡qué alegría la suya! Sí, se reía y mucho con las bromas de las monjas, hasta con nuestras tonterías, pero no había en ella estridencia ni ruido. Era una alegría de otra tierra, que contagiaba, que daban ganas de ser mejores, que hacía amar a Dios, sin saber por qué. Cuando estábamos esperándola en el noviciado y llegaba ella con un libro de la Santa Madre o con la Instrucción de Novicias –que luego muchas veces no abría, porque contestaba a nuestras cosas–, parecía que entraba la luz con ella» (Testimonio guardado en el archivo del carmelo de La Aldehuela).
En segundo lugar, tengamos también en cuenta que el camino de la santidad, como enseña San Juan de la Cruz, se inicia de un modo activo y ascético, pero en sus etapas finales se va haciendo pasivo y místico. Y es aquí donde el Señor, por medio de noches oscuras, que afectan primero al sentido y después al espíritu, consuma la purificación de la persona y su plena deificación. En efecto, la oscura y dolorosa participación en la Cruz de Cristo lleva a la luminosa y gozosa participación en su Resurrección. No hay otro camino para alcanzar la santidad.
«Por más que el alma se ayude, no puede ella activamente purificarse de manera que esté dispuesta en la menor parte para la divina unión de perfección de amor, si Dios no toma la mano y la purifica en aquel fuego oscuro para ella» (I Noche 3,3).
Advierte el Doctor místico, por otra parte, que «esto a la gente recogida comúnmente acaece más en breve que a los demás» (I Noche 8,4). En efecto, así sucede en Santa Maravillas. Tan precozmente adelantada en su vida ascética, pronto se ve introducida por el amor de Dios en esa terrible noche purificadora y santificante.
«¡Ay, Dios mío, qué agonía, qué pobreza, qué miseria! Yo no sé lo que me pasa, ¡Dios mío! ¿Cómo podré yo salir de este estado, no en cuanto tiene de doloroso, sino en cuanto es contrario a Vos? La hora de la oración de por la noche es una hora de verdadera agonía, y luego estos temores del demonio, que dentro me humillan. ¡Dios mío, Dios mío!, casi no me atrevo a deciros que os quiero amar» (27: C-70).
«Es ya una amargura tan grande, un desamparo tan total el que siento interiormente, que ni trato de explicarlo» (28: C-84). «La comunión, peor que un mármol, la oración, con una agonía y haciéndoseme eterna, en el rezo del Oficio, deseando salir del coro, pero para ir ¿dónde?» (28: C-84). «No he podido hacer oración, no he podido leer, no he podido más que sufrir» (28: C-90; cf. C-92). Y unos veinte años más tarde: «Con desgana mortal para todo» (47: C-1453). «Falta de fe completa» (49: C-604).
El estudio de la Vida mística de la Madre Maravillas de Jesús, realizado por don Baldomero Jiménez Duque, apoyándose en las cartas de la Santa a sus directores, nos muestra que hacia el año 1927 se ve ya inmersa en la noche oscura, que la noche pasiva del espíritu se agudiza en 1938, y que con alternancias de gozo y de dolor vive la Madre hasta su muerte:
«la visión de conjunto de esta vida interior es un camino penoso, un martirio a la vez de dolor y de amor a su Amado» (226).
Parece increíble y por eso insisto en ello. Esta vocación victimal de Santa Maravillas, tan crucificada, tan largamente unida a la pasión de Cristo, no es conocida por las religiosas que viven con ella. La Madre participa continuamente del Misterio pascual de Cristo, y lo hace de tal modo que vive para dentro el dolor la Cruz, y vive para fuera el gozo de la Resurrección.
Solo eso es lo que explica que, incluso en lo más negro y angustioso de sus íntimas noches, la Madre mantenga viva la chispa de su humor, tan propia de ella. Aun entonces se permite a veces alguna broma fúnebre sobre sí misma:
Confiesa francamente que está «como un palo, según santa costumbre» (47: C-1496) ...«yo, hecha una zapatilla vieja...; ahora ya estoy de angustias, tedios y “toda la pesca”» (47: C-1463); «yo estoy de un aburrimiento de la vida...» (52: C-1866):
Es, pues, normal que las hermanas que viven con ella, viéndola animosa y alegre, no sospechen sus angustias interiores. Pero el sufrimiento en ella dura y perdura:
«Si yo pudiera decir la soledad, la desesperación, la falta de fe y de amor que tengo en el corazón. Siento en mí un como desprecio total de todo lo bueno y santo» (29: C-129). «Siento dentro de mí verdadera ira por la menor cosa. Me carga e impacientan mis Hermanas y alguna vez temo si me lo notarán y les haré sufrir; desde luego les doy mal ejemplo porque me notan triste o preocupada y yo no acierto a disimular más. Estoy de una sensibilidad para mí misma que las mil pequeñeces de la vida es como si me tocaran en carne viva» (29: C-127). «Pido siempre al Señor no sea nunca de modo que puedan notarlo» (38: C-490). «Llevar sola con Él sus cositas, sin que sus hijas se lo noten» (40: C-884).
Ella le ha pedido al Señor que no se le noten al exterior ni sus terribles sufrimientos, ni las gracias especiales que recibe del cielo, y Él en parte se lo concede. Solo algunas veces las hermanas, que tanto le quieren, son testigos de la pasión que sufre:
«Es algo espantoso, y no sé por qué se me notará tanto, pues no tengo ni ánimo ni gana de llorar, y al encontrarme por el convento y venir a besar el santo escapulario, todas, aunque no es costumbre, me preguntan doloridas qué me pasa...» (30: C-177).
Todo su penar, en cambio, lo manifiesta claramente a su director, y en algún momento se ve tan mal, que llega a temer que va a perder la cabeza entre tales angustias:
«En la oración y en las Horas, una desesperación angustiosísima, incitadísima a dejar el coro y, donde no me vieran, retorcerme las manos, revolcarme por el suelo. Me humilla mucho decirle estas cosas, pero no importa, quiero, con la ayuda de Dios, que lo sepa todo y así podrá ver qué soy y si voy a perder la cabeza» (30: C-177).
Lo que a ella más le desgarra interiormente es sentir que se va viendo abandonada por Dios a causa de sus propias infidelidades terribles (cf. 27: C-57). Está en el purgatorio. Si en el purgatorio lo que más duele es amar a Dios con toda el alma, y no poder llegar a la plena unión con Él, la madre Maravillas pasa en la tierra largamente el purgatorio:
«Qué sufrimiento es sentirse tan irresistiblemente atraída a ese Dios que así enamora, y tan impedida de unirse a Él por esta miseria tan repugnante, que me penetra, me rodea, y... no sé cómo explicarlo. ¿Qué no sufriría yo con gusto por quitar este impedimento?» (27: C-60). «Estoy imposible. Más que este como desgarramiento interior, lo que siento es esta cosa contra el Señor, que me vuelve a cada instante» (29: C-139).
La Noche en Santa Maravillas va a ser muy prolongada, y siendo priora siempre, procura ocultar lo más posible la oscuridad de su estado de ánimo. En una ocasión, la Madre se ve tan hundida y agobiada que, como le dice a la madre Magdalena, está «un poco escamada de que no agradase al Señor mi estado actual de tristeza, etc., etc., que era por lo único que me preocupaba». Pero sabe reconocer en su propia cruz, la Cruz de Cristo, y esto la sostiene y reanima:
«Me pareció que este estar así era la cruz que el Señor quería para mí ahora, y que no tenía por qué preocuparme; que este estar así era –precisamente– la cruz; pues si por dentro estuviese bien, que dónde estaría la cruz» (47: C-1457).
Las Noches pasivas, como he dicho, se inician pronto en la madre Maravillas. Y aunque los años pasan, no acaba de apuntar el día para ella.
«No sé lo que me pasa. Sólo puedo sufrir y, al parecer, sin ninguna esperanza. Me parece que todo cuanto pudiera sostenerme se desploma, sólo veo como el abismo delante de mí, al cual me voy acercando. Nada de cuanto le digo da idea de lo que experimento, porque no es esto ni aquello, es todo, y tan lejos de Dios. Todo el día lo he pasado queriendo creer, aunque sin ningún sentimiento de lo que creo, y tratando de abandonarme en manos del Señor» (27: C-64).
...«a la agonía, al tedio, al abandono del Señor» (38: C-450), «se une ahora falta de fe completa, desconfianza, casi desesperación, con (me horroriza decirlo, pero lo he sentido) un odio hacia Dios y, al mismo tiempo, una impresión tan rara» (38: C-451; cf. C-452).
Siente que una oscuridad tan angustiosa y terrible solo puede estar causada por la culpa, el pecado, la separación de Dios. Es lo que describe San Juan de la Cruz: «siéntese el alma tan impura y miserable, que le parece estar Dios contra ella, y que ella está hecha contraria a Dios» (II Noche 5,5). Sí, en lo momentos más duros, la Madre se siente perdida, condenada:
«Creo está mi alma en pecado, que no puede encontrar a Dios por ningún lado» (25: C-28). «Esto es lo que me hace agonizar: parecerme, al verme por dentro como me veo, que le ofendo, que estoy apartada de Él para siempre» (27: C-56). «Estoy, padre, de una tristeza profundísima, que trata de invadirlo todo; no puedo nada y sólo tengo como la certidumbre de mi eterna condenación» (29: C-138). «Me han vuelto a venir dudas de todo y siento como si hubiera perdido al Señor para siempre» (29: C-161). «Tengo los sentimientos que tendrán mis compañeros en el infierno» (30: C-245). «Tengo la muerte en el alma» (35: C-438).
Ella está engañada, es pura mentira. Y quién sabe si todo es mentira:
«Todo cuanto tengo dicho a Vuestra Reverencia es una pura mentira. Ni deseo a Dios, ni le amo. Si pudiera, arrancaría hasta su recuerdo de mi corazón... No sé por qué le escribo. Vuestra Reverencia, con razón está harto, y yo ni necesito nada, ni quiero nada. No quiero engañar una vez más» (30: C-190).
«Todo es inútil, padre, crea que en mí todo es falso, no puede ser, tengo un desaliento horroroso, no tengo fe, ni amo al Señor, ni me importa nada de nada, sólo un cansancio de estas luchas que no puedo más» (30: C-230).
Al paso de los años, la Madre, cada vez más fuerte en la fe y el amor, cada vez más perfectamente abandonada a la amorosa Providencia divina, lleva sus tormentos interiores con una paz creciente. Pero en todo caso la cruz perdura, y así, por ejemplo, siendo ya anciana, dice en confidencia a una de sus hijas que
«está en una noche oscura horripilante su pobre madre. Si pudiese pedir un poquito por esta pobre» (61: 2393).
¡Qué profunda y largamente fue probada la madre Maravillas!... Una religiosa joven, que no conozca bien la doctrina de la Cruz, que no haya sido educada en el amor al Crucificado, ante tantos sufrimientos, probablemente deduce: «así no puedo vivir; está claro que no tengo vocación; si la tuviera, no sería para mí tan dura esta forma de vida; en conciencia, pues, debo dejar el convento». Y quizá reciba de superioras o directores el mismo consejo.
Pero la bendita madre Maravillas, como tantas otras religiosas benditas y fieles, que han pasado y pasan por terribles desiertos espirituales, persevera en su vocación porque no se avergüenza de la cruz de Cristo, al contrario, se abraza a ella, diciendo con San Pablo: «cada día muero» (1Cor 15,31); «no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gál 6,14). Y así, por este camino angosto, llega a la paz y al gozo de la vida en Cristo.
Sin amor a la Cruz, no es posible un discernimiento verdadero, ni en la vocación ni en nada.
A oscuras y segura
En los textos conmovedores que acabamos de leer el alma de Santa Maravillas parece sumergida en una oscuridad absoluta. Sin embargo, durante esos mismos años, su vida de carmelita y de priora es normal, activa, más aún, es fecunda en abundantes y buenos frutos. ¿Está, pues, completamente a oscuras?
No, siempre está iluminada por la luz de la fe, nunca le falla la esperanza, y la fuerte llama de su amor al Señor y a los prójimos nunca se apaga. Va segura.
«¡Bendita fe que, a pesar de todo, ella sola me sostiene! Cogí el Santo Padre [Juan de la Cruz], en la Noche Oscura; algunas cosas se parecen a las angustias que yo experimento» (27: C-64). «Olvidarme, en el fondo del alma, del Señor, yo creo que hace años que no me olvido, porque, haga lo que haga, siempre hay allí algo que tiende a Él para desear amarle» (30: C-255).
La madre Maravillas de Jesús, como dice San Juan de la Cruz, va «a oscuras y segura», «sin arrimo y con arrimo, sin luz y a oscuras viviendo», siempre sostenida, guardada y guiada por el Señor. Por eso, aún tiene ánimos para decir:
«Quisiera, para desagraviar al Señor, que, sosteniéndome Él, dure la angustia, etc., que sigo teniendo dentro» (30: C-190).
Va también en la oscuridad guiada por la obediencia al director:
«Creo más lo que me dice que lo que yo siento» (27: C-56). «¡Cómo me veo, padre! Pero quiero obedecer y esperar contra toda esperanza» (28: C-90).
La posibilidad de ofender al Señor es siempre su mayor angustia:
«Lo que temo, sobre todo, es ofender al Señor, sobre todo en aquel momento de verdadera desesperación y cuando sentí tanta soberbia, rindiendo, por fin, las rodillas, pero no el corazón» (29: C-164).
Terrible y duradera Noche oscura del sentido y del espíritu. Si esta purificación formidable «ha de ser algo de veras, dura algunos años, pues que en estos medios hay interpolaciones de alivios, en que por dispensación de Dios, dejando esta contemplación oscura de embestir en forma y modo purificativo, embiste iluminativa y amorosamente» (II Noche 7,4).
«Parecía brillar la luz. Se me pusieron delante, sin pensar en ello, el cúmulo de ofensas que del mundo suben incesantemente hacia Dios, un deseo de la salvación de las almas y cómo había que ofrecerse a todos los sufrimientos, que nada importan y nada son, por mucho que parezcan, por este doble fin: consolarle y ofrecerse por ellas, que el Señor quería se purificasen las almas. Quedé muy animada, con grandes deseos de amar y de sufrir» (29: C-164).
Con la gracia del Señor, las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, y con ellas la humildad, la paciencia, la fortaleza, estrujadas hasta la agonía por tantas angustias, realizan actos intensísimos, que dan lugar a grandes crecimientos espirituales. Y los dones del Espíritu Santo, obrando en el alma en su modo propio, pasivamente, la iluminan y la encienden en el más puro amor, en un amor que tantas veces ahora carece de toda gratificación sensible.
«Este verme así, tan enteramente nada, me da hoy una esperanza de que, clamando al Señor y teniéndole sólo a Él delante de los ojos y en el corazón, hará de esta miseria lo que quiera para su mayor gloria» (29: C-157).
«¡Qué vacíos se van haciendo por dentro y qué ansias siente el alma de Dios, de amarle y de unirse con Él!» (27: C-65).
En oración y amor
La oración hace que el cristiano venza y no muera en estas luchas espirituales. La oración sostiene a quien, salido de Egipto, atravesando este Desierto terrible, camina hacia la Tierra Prometida de la plena unión con Dios. Es una oración continua, como continua es la angustia, y que surge de profundis. Una oración que no es tanto activa y discursiva, como a los comienzos, cuando todavía era posible la meditación, sino recogida y quieta, semipasiva, y poco a poco absolutamente pasiva, amorosa y unitiva. Una oración tan íntima y profunda, que a veces ni siquiera el orante puede captarla... La Madre, abrazada a la Cruz, aunque sienta que no puede con nada, puede con todo:
«Con la confianza y reserva que le hablo, creo no haré mal en decirle que muchas veces verdaderamente creo que no soy yo la que obro. Cuando, como puedo tan poco, me parece que no puedo más, me meto en la celda, cojo mi crucifijo y me siento al cabo de un rato reanimada por completo» (26: C-48).
«Lo que también me atormenta mucho es no poder hacer oración. Como no puedo otra cosa, hoy la he pasado diciendo jaculatorias, repitiendo versos del Santo Padre, que siempre me han ayudado tanto. Pero esto ha sido con tanto esfuerzo que he salido de ella como de una batalla. La oración ahora es una verdadera penitencia y, sin embargo, me paso el día deseándola y con deseos (que me espantan, por otro lado) de pedirle me permita alargarla un poco más. No sé para qué, pues yo creo que el Señor estará deseando que me vaya, tanto como yo irme» (30: C-222).
Ya va quedando atrás la oración activa, que ahora resulta imposible.
«De la oración quería decirle, pues temo sea pereza, que nunca puedo hacer meditación, ni ayudarme con la imaginación. Es, más bien, lo que explicó Vuestra Reverencia en la contemplación adquirida, y como eso pertenece a un estado tan distinto del mío, he preferido decírselo» (38: C-455).
Ya la madre Maravillas va siendo introducida por el Espíritu Santo en formas de oración más quietas y recogidas.
«Otras veces, permanece mi alma sencillamente como delante de Dios, y en recogimiento dentro de sí misma, le parece sentir sobre ella la mirada amorosísima de Dios, de la que recibe vida, luz y calor» (25: C-28).
«Me encuentro, desde el primer día, como si nunca hubiera tenido que ver sino con Dios y mi alma, sin la menor preocupación de las cosas exteriores y, por otra parte, como si me solicitasen mucho interiormente» (29: C-150).
«La oración no es más que un como unirse más el alma al Señor, sintiéndose fuertemente atraída, como suavemente precipitada en ese piélago insondable, tan oscuro y tan lleno de luz. Yo no sé si esa misma luz es la que deslumbra para no poder ver nada distinto, sino sólo a ciegas sentir que se inflama mi pobre corazón» (32: C-371).
«En la oración no es más que eso: apartada de todo lo exterior e interior, dar rienda suelta a ese amor callado. Y el caso es que esto llena tanto el alma, que no deseo otra cosa, sino que abrazo con agradecimiento esa total pobreza, ese carecer de todo lo demás» (32: C-372)
Las criaturas son nada, Dios es el que es: es Todo.
«Al acabar la oración y empezar las Horas, ha sido un dolor tan fuerte el que he experimentado, como causado por lo dura que es esta vida con tanta ausencia de Dios, que, si no me hago fuerza, hubiera empezado a decir en voz alta desatinos. Fue una necesidad y sed de Dios muy grande y un ver que nada, mientras esté en esta vida, me la podía saciar; que está el Señor aquí tan escondido que cuanto pueda poseer no es Él; y yo le deseaba a Él, no a las cosas de Él. Me parecía todo tan pequeño y que generalmente servimos al Señor con demasiado seso» (30: C-244).
«Sentí mucho recogimiento y amor, gozando mucho. Esto creció en la comunión, pensando que en realidad le poseía, pero no pude menos de pedir al Señor no gozar así. Todo el día estuve lo mismo» (29: C-160).
Pide al Señor «no gozar así». Ya está tan acostumbrada a estar concrucificada con Cristo, que le da miedo ser bajada de la Cruz. En el dolor permanece el amor seguro, sin apenas posibilidad de engaños. Pero en el gozo, aunque sea gozo espiritual, cuántos «engaños» puede sufrir el alma... Y la madre Maravillas, como todos los santos, teme mucho ser engañada por el Padre de la Mentira.
«Éste es otro de mis engaños, que a veces cree sentir el alma un amor de Dios tan grande que no sabe qué hacerse y se desahoga diciendo mil tonterías. Viene en la oración, que a veces estoy haciendo trabajosamente sin sacar nada, de repente un recogimiento profundo, y en él parece que el alma siente como un toque, que no sé explicar; dura muy poco, pero lo de quedar así, varias horas» (25: C-28).
«Como esto es nuevo para mí, pues nunca he visto en mí sino lo malo, prefiero decírselo, no me vaya a engañar el demonio, que no me faltaba más que eso» (38: C-455).
Pero no, la santa madre Maravillas no va engañada, sino «a oscuras y segura». Es normal, sin embargo, que desconfíe todavía, pues va experimentando a Dios en una forma nueva para ella: «esto es nuevo para mí». Ahora bien, discurre la Madre, si esas formas de comunicarse Dios pasivamente corresponden a las fases más perfectas de la vida espiritual, ¿cómo pueden darse en ella, la más miserable de todas las pecadoras?
«Quería preguntar a Vuestra Reverencia una cosa sobre las visiones intelectuales y sobre las locuciones, porque me gusta estar en la verdad y no puedo ver dejarme llevar de la imaginación, aunque tengo muy poca.
«Es que creo nos dijo Vuestra Reverencia que estas cosas sólo se dan en el período unitivo, o todo lo más en el de aprovechados, y yo, que sólo soy una gran pecadora y que no he empezado a servir a Dios de veras, creía haber tenido algo de esto. ¿Será entonces ilusión las cosas que yo tenía por tan ciertas y que me parecía habían dejado huella muy profunda en el alma?» (38: C-462 bis).
Algo hay, sin embargo, de lo que la Madre no puede dudar: su amor al Señor.
«Me da el Señor tal deseo de amarle, que, no sólo durante el día no puedo pensar en otra cosa, quedándose todas las cosas de la vida como por fuera, sino tampoco en la oración, y, sin hacer yo nada para ello, a veces se inflama tanto este amor que parece que hasta físicamente no va a poder resistirse. De resultas de esto, no tengo más deseo que el de fundir por completo mi voluntad en la de Dios, ni más pena que la de haberle ofendido y perdido así el tiempo que Él me dio para amarle y servirle» (38: C-465).
Gracias místicas
Cuando el Espíritu Santo, por sus dones, obra las maravillas de su amor en un alma produce en ella a veces íntimos sentimientos, iluminaciones intelectuales, certezas inefables, alegrías, y estas gracias son de tal profundidad y fuerza, que quien las recibe no puede menos de darse cuenta de que son de calidad divina. Y más cuando la persona no ha puesto en absoluto causa proporcionada a tales efectos. Santa Maravillas da cuenta con cierta frecuencia de este tipo de mercedes, y las describe con muy fina precisión.
«Con una luz oscura, noté con mucha fuerza ese amor, que parece se siente muy fuerte, muy dentro, pero sin nada sensible, y un como ver el verdadero camino» (30: C-222).
«Fui a comulgar y sentí que me pedía que me abandonase del todo, que lo aceptase todo, que ese abandono fuese completo, sin querer entender, saber, ni ver, apoyada confiadamente en la obediencia. Fíjese, padre, qué vergüenza, le dije al Señor que sí, pero pensando que qué puedo yo decir, si a la menor cosa estoy en el suelo... Sólo el Señor puede hacerlo» (30: C-224).
Desde luego, queda claro que los fenómenos místicos con que el Señor favorece a su amada Maravillas no ocasionan en ella ni un átomo siquiera de orgullo. La perfecta humildad que el Espíritu Santo le ha dado es lo que la hace idónea para recibir sin peligro alguno de soberbia los más altos dones espirituales.
«Me bajé al coro; entonces, sin darme tiempo a nada, empecé a sentir una consolación tan intensa como nunca la he sentido; no fue ese formarse palabras en el alma, como al mediodía, sino un entender cosas que me hacían gozar muchísimo. Sentí o entendí, que no sé nada, la fuerza de su amor a mi alma, de una manera, con una grandísima ternura, y cómo todo esto era por pura misericordia suya, con que me había mirado desde el principio.
«Sentía que esta misericordia lo invadía todo y que me vencía, que triunfaba de mí. Diré disparates, padre, pero nada me importa. Vuestra Reverencia los verá, porque también entendí que me lo daba el Señor para llevarme a Él... [...]
«Me lo enviaba todo con designios misericordiosísimos, para quitar tanta inmundicia como había en mí, que tenía que ser muy fiel, que hasta ahora no había tenido fidelidad sino flojedad; que, si era fiel y me abandonaba, Él haría lo demás, pero que esto me lo exigía [...]
«Es tan distinto todo lo que digo de lo que fue. Me ha quedado tal seguridad de todo esto que, no siendo que me lo diga Vuestra Reverencia, no puedo creer que haya sido sólo imaginación» (29: C-152).
¿Podrá alguien pensar que esta mujer se engaña o engaña?
Locuciones y visiones
Santa Maravillas tiene un convencimiento firmísimo de que es una miserable pecadora, y de que en el orden de la gracia ha de ponerse en el último lugar, donde Dios la tolera porque es infinitamente misericordioso. Tan convencida está de su miseria, que, como ya he señalado, apenas puede creer en la realidad de los fenómenos místicos que va experimentando. Pero, por otra parte, los experimenta con absoluta veracidad. ¿Cómo conciliar lo uno y lo otro? Ella, desde luego, no se lo explica.
«En algunas cosas no me entiendo. No puede haber efectos sin causas, ¿verdad, padre? Pues, a mí a veces me parece que el Señor me hace sentir los efectos que creo yo producirían las virtudes, viendo claramente en mí que éstas no las tengo» (26: C-48).
Difícil solución tiene su dilema. Y aún se ve en otro dilema: por una parte, quiere asegurarse en todo manifestando su alma al director; pero por otra le da vergüenza exponer fenómenos espirituales muy altos, que quizá no sean más que imaginaciones:
«He empezado a pensar que todo esto no son más que imaginaciones, que lo que debo hacer es no hacer caso y no decir nada a Vuestra Reverencia» (30: C-183).
Prevalece en ella, porque es humilde, la obligación de conciencia de manifestarlo todo al director. El problema está ahora en que para describir lo que Dios obra en ella necesitaría emplear un vocabulario místico –locuciones, visiones, éxtasis, etc.–, que ella conoce perfectamente, aunque solo sea por sus lecturas de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, pero que de ningún modo quiere aplicarse a sí misma, viéndose absolutamente indigna de tan preciosas gracias. Por eso ella se siente tan incapaz de aplicar a sus propias experiencias las altas palabras de la vida mística. Ella, ya es sabido, no es más que un miserable gusano.
«Yo necesitaría un vocabulario especial para mí, pues para dar a entender lo que siento, a veces tendría que emplear palabras que no me gustan nada, que no me van, que no es aquello seguramente, y, sin embargo, no sé otras, pues aquellas que no querría decir, que no son seguramente, son las únicas con las que puedo explicarme» (31: C-338).
En algún caso la Madre, informando a su director, para evitar aplicarse el vocabulario místico, acude a una astucia bastante práctica: remite a un texto, por ejemplo, de San Juan de la Cruz, y confiesa que algo muy parecido le ocurre a ella. Y ya solo decir esto le cuesta mucho.
«No sabiendo yo entender, ni explicarme, he cogido el libro de nuestro Santo Padre y, como en algunos párrafos me parecía era enteramente lo que yo sentía sin exagerar nada, voy a copiarle algunos, para así darle cuenta y que me pueda decir si todo esto es en mi imaginación o qué tengo de hacer» (27: C-68).
«Leí algo de lo que Vuestra Reverencia me dijo de la Noche Oscura de nuestro Santo Padre, y me hizo bien, dejándome en completa paz» (31: C-286).
Pues bien, aprovechando que nosotros no tenemos ninguna dificultad en aplicar el vocabulario místico a ciertas experiencias de la madre Maravillas, hagámoslo tranquilamente.
La descripción que sigue expresa lo que parece ser un éxtasis, un rapto poderoso, un ímpetu místico del Amor divino:
«Qué bien comprendo ahora lo que dice la Santa Madre al explicar las gracias que el Señor le concedía, que la fuerza del Espíritu llevaba el cuerpo tras sí y se levantaba de la tierra. Esto poquito que a mí me da y en oscuro, viene con una fuerza o ímpetu tan grande, aunque sin alboroto, que parece todo lo quiere llevar hacia arriba. [...] Tengo deseos un día de buscar unos pasajes en la Santa Madre, que hace tiempo no he leído y no recuerdo bien, pero creo me servirían para explicarle algo» (33: C-408).
En varias ocasiones, al parecer, Santa Maravillas recibe locuciones íntimas del Señor.
«Hoy, no sé, no hacía más que amar, sentía el amor con tal fuerza que me parecía sentir al Señor a mi lado. Esto fue después de los deseos de sufrir por Él. Me pareció como si el Señor, con una mirada de amor tiernísimo, me dijera: “Descansa”. Yo le dije: “No puedo tener descanso sino en Vos, ni lo quiero”» (31: C-289).
«Estando recogida, se formó dentro esta palabra espontáneamente: “¡Señor, qué he hecho yo por Ti!”, llena de confusión de ver que nada, nada, que era exclamación y no pregunta, y me pareció en el acto sentir claramente: “Te has dado a Mí toda entera”, como con mucho amor» (31: C-343).
En otra ocasión: «No eran palabras formadas, como otras veces que sin oírlas al exterior se pueden decir justamente las que son, sino como dándolo a entender con precisión en el fondo del alma» (38: C-470).
«El sentirme tan sola me apretó el corazón, y anoche, al ir a la oración, no teniendo ya que disimular, rompí a llorar como una tonta, y, en el mismo momento, sentí dentro de mí estas palabras: “¿No te basto Yo?”, dichas con tanto amor que se trocó en felicidad mi amargura, y, desde entonces, no puedo pensar en otra cosa, ni hacer más oración que recordarlas» (38: C-473 bis).
También la madre Maravillas refiere ciertas visiones, como ésta, que tiene poco antes de que muriera su madre, ya muy enferma:
«Al ir a comulgar anoche, estando sin nada en todo el Oficio, sentí de repente avivarse la fe y me pareció (no sé cómo), como si la Santísima Virgen me entregase en aquel momento al Niño, pero tan claro y tan fuerte fue esto que instintivamente descrucé las manos y, como si realmente le tuviera en los brazos, volví a mi sitio con trabajo. Estaba deshecha y no hacía más que entregarme a Él y, sin palabras, pedirle sufrir, dárselo todo, aun mi madre y mi padre, si Él lo quisiera [...]
«Al tener este recuerdo de mi madre, me pareció como si también, sin palabras de esas que se oyen, pero muy distintamente por dentro y con mucha dulzura, me dijese que se la confiase, que qué no haría por ella, siendo mi madre» (31: C-338).
Cuando el Señor le da el don de lágrimas, ella lo pasa mal, porque en modo alguno quiere que nada de lo que la gracia divina obra en su interior se manifieste en el exterior:
«Según iba la Palabra divina cayendo sobre mi corazón, iba deshaciendo su dureza, y las lágrimas, que, desde el principio empezaron a brotar de amargura, siguieron cayendo de agradecimiento y amor. No las pude contener hasta la noche, y eso que siempre he tenido tanta dificultad para llorar. No poderme dominar en esto exterior me fastidia mucho, aunque, gracias a Dios, ayer no estaban las monjas para fijarse» (27: C-63).
También a veces se dan muestras exteriores del incendio de amor que le devora:
«Noto que, en esta oscuridad y sin dejar de estar en ella, se enciende en el alma como un fuego de amor, yo no sé si es sensible o no, pero algo que, con gran fuerza, lo invade todo, y sin pensamientos, sin nada, no se puede más que dejarse como abrasar de este fuego.
«No sé si tendrá que ver con esto, o será por otras causas físicas, pero salgo de la oración ardiendo de tal modo la cara que, a juzgar por lo que experimento, debo estar sofocadísima y me apura lo vean las monjas» (31: C-284).
Llama de amor viva
La perfección espiritual cristiana es la perfección de la caridad, es decir, del amor a Dios y al prójimo. La santidad de la madre Maravillas consiste, pues, en el grado altísimo de caridad que el Espíritu Santo fue encendiendo en ella, y de la que sus escritos, ya muy pronto, dan muestras impresionantes.
«Empecé a tener no sé qué sentimiento de Dios, por una parte dulcísimo, aunque por otra me hacía sufrir. Me parecía se imprimía en el alma un sentimiento muy grande de la grandeza del Señor, gozándome de ello y, al mismo tiempo, del abismo de miseria; y, como había ansias de unirme a Él, y veía mi total incapacidad y pequeñez, también me hacía sufrir. Así fui al refectorio, y, apenas nos sentamos, se prendió tal llama de no sé qué en mi corazón, que, no pudiéndola soportar mi flaqueza, la fuerza de lo que allí había me llevaba toda tras sí» (27: C-62).
He tenido «hoy todo el día como una presencia amorosa de Dios, con una tendencia muy fuerte, pero consoladora, hacia Él, como un serlo Él todo para mi corazón, y todo lo demás, nada. Sentía cierto sentimiento de amor todo el tiempo, de amor que aún no posee, pero no que caía en el vacío como otras veces, pero esta tarde fue creciendo este deseo de amar de veras, de poseer. Nada de esto podía satisfacerme y empezó el alma a sentir esa falta de Dios, con una inmensa tendencia hacia Él y a sufrir intensamente de verse tan separada de Él y de su amor como querría» (29: C-149).
Las descripciones que la Madre hace de sus estados espirituales son sumamente precisas. La llama viva del amor divino arde en su corazón con inmensa fuerza, y es para ella al mismo tiempo plenitud y vacío, gozo y tormento.
«En la comunión, sentí intensísimo el amor, algo no sensible sino muy dentro. Me cogió toda con mucha fuerza y me causaba un tormento que no sé explicar. No sé cómo fue, pero era tal la intensidad, que me parecía no iba a poder resistirlo... Me he quedado no sé cómo y como con un vacío inmenso de Dios y un tender el alma hacia Él, pero tampoco es sensible. No estoy en todo el día en lo que hago. Está el Señor tan presente y tan escondido...» (30?: C-279).
Todo se va simplificando, en una paz inmensa y en una extraña soledad:
«Mi vida espiritual es ahora sencillísima. Aunque me dé vergüenza, le voy a decir las cosas como las siento. Es solamente amar, pero no sensiblemente, como antes me pasaba a veces, sino como una cosa que aparece tan profunda, tan fuerte. Hay dentro de mí como una soledad donde, aunque exteriormente esté ocupándome de otras cosas, vivimos Él y yo. En ella, aun en los ratos de mayor recogimiento, no se habla, yo no sé, se compenetra uno (no sé si diré algún disparate), se siente una paz inmensa, se ama y se ve uno amado; yo no puedo explicar esto cómo es» (27: C-54).
El Espíritu Santo de tal modo obra por sus dones en el alma de una manera invasora, que ella siente como que no hace nada, sino recibir, y que todo lo hace el Señor en ella:
«Sin hacer nada, sentía que en el alma pasaba algo. El Señor me decía sin decirme, haciéndome sentir mi miseria, mi falta total de correspondencia, que a pesar de esto era suya, y suya cuanto de su parte se puede ser... Quería que me entregase del todo a su amor ciego, loco, qué sé yo, porque era un dejarme ver mi miseria; que no quisiera nada, que no buscase nada, que me entregase en cuerpo y alma para que hiciese de mí cuanto quiera y dejase ya pasar, sin penetrar en mí, cuanto pueda ocurrir al exterior y al interior. Que lo arroje todo en el fuego de su amor, que lo único que he de hacer es dejarle obrar en mí, para mí y para los demás» (30: C-185).
La experiencia mística de Dios se da en el alma ya no solo en algunos momentos preciosos de oración, sino a lo largo del día y de la noche, en todo momento:
«Todo lo exterior lo hacía como dormida y sentía una interior suavidad y dulzura que me hacía estar como en un sentimiento de adoración, o no sé, pues se me escapaba si quería desmenuzar aquello» (30: C-248).
«Pasaba parte del día sintiendo la presencia del Señor de una manera que me era más segura que si viese una persona a mi lado... [...] He sentido de improviso (me da vergüenza decirlo así, pero de otro modo no sé explicarlo) una como llamada de amor, parecía como que se levantaba el alma, y ya nada, sólo un quedarse con mayor necesidad de Dios y mayor vacío de Él» (30: C-251).
San Juan de la Cruz describe lo mismo: «Mi alma está desasida / de toda cosa criada / y sobre sí levantada / y en una sabrosa vida /sólo en su Dios arrimada». Santa Maravillas va delante por el mismo camino que llevan sus hermanas y sus hijas, y por eso puede servirles de guía, animándoles a seguir por una senda de nadas, que con toda seguridad llevan al Todo del amor divino.
«No olvide, hija mía, ni un momento que su “tarea” es ésta: crecer en el amor, para crecer en la unión, hacer el amor cada día más generoso, más puro, más digno de Dios, para que así nuestra unión con Él sea más íntima, más estrecha; para que así nuestra unión nos haga vivir cada día más en esa comunión con Cristo Jesús» (s/f: B-746).
«Acuérdese, hija mía: “Todo su bien está en unirse con Dios por medio del amor” y hemos de poner por entero nuestro corazón en buscar el amor, no poniendo límites ni medida en nuestro amor y procurando que nuestra vida venga a ser una continua ocupación de amor, porque el amor, virtualmente al menos, está influyendo en cuanto pensemos, hablemos o hagamos» (49: B-1368).
Este camino del amor no es otro que el camino de la Cruz, misterio sagrado, en el que el amor de Cristo llega a su epifanía suprema. «Sin cruz no hay santo alguno» (58: C-2198). La Madre, en este tema, cita muchas veces sentencias de San Juan de la Cruz:
«Amadísima hija mía: “No quiera otra cosa sino cruz a secas, que es linda cosa”. Esto decía nuestro Santo Padre, que bien conocía cuántos bienes se encierran en ella» (s/f: B-1407). «“Padecer y ser despreciado por Vos”. Éste era el deseo mayor del Santo Padre. ¡Que sea también el suyo!» (s/f: B-1494).
No es otra su propia experiencia y doctrina:
«O morir o padecer, y, si prefiere el Señor esto último, amén, alleluia» (s/f: B-1138). «Si tiene mucho amor a Jesucristo, Él le dará parte de su cruz» (s/f: B-1142).
«Yo eso es lo que deseo: crecer en ese divino amor todos los días, todos los momentos, como Él lo desea. Se lo pido mucho y espero me lo ha de conceder, a pesar de mí misma» (56: C-3193). «¿Saben lo que me pasa? Pues que no querría más que hablar de quien con tanta razón amamos» (64: C-2487).
El amor del Señor va polarizando absolutamente el corazón de Santa Maravillas, según el mandamiento primero de la ley cristiana. Ella le va amando con todo el pensamiento, con todo el corazón, con todas sus fuerzas, en todo momento.
Enamorada de Jesús
Sencillamente, la madre Maravillas está enamorada de Jesús:
«¿No sabe que me enamoré del Hijo de María, y cada día y cada segundo me gusta más, le quiero más y más y más?» (58: C-2193).
En ese escrito alude a un suceso antiguo de su vida. Al ingresar en el Carmelo, según costumbre, se le hizo cantar, y lo hizo con esta copla que ella misma había compuesto: «Yo comprendí que el mundo no tenía / con qué saciar mi pobre corazón. / Me enamoré del Hijo de María / y le entregué para siempre mi amor».
Viéndose tan miserable y pecadora, apenas puede entender que un leño tan podrido pueda arder en una llama de amor tan fuerte y duradera:
«Qué inmenso es el amor y la misericordia de nuestro Dios, que, de unas criaturas tan pobres y nada, hace Él, siempre que le dejan, cosas tan maravillosas» (51: C-1763).
Qué efectos formidables produce el Espíritu Santo en el alma cuando la incendia en este amor divino:
«El amor a Él, si es que es amor, que yo lo llamo así pero no sé, a veces me invade toda como algo oculto aun a mí misma, que no sé explicar, y me quedo allí sin pensamientos, sin nada, ni poder hacer más que soportar este “no sé qué” que con tanta fuerza se enciende en el alma, sin haber hecho la menor cosa para ello.
«Apenas me arrodillo para empezar la oración, empiezo a sentir esto con gran recogimiento y soledad de todo lo demás... Hace el Señor sentir o ver su amor, de un modo que deshace el alma. Hoy me parecía que me daba a entender un poco, entendiendo que nada podía entender, la grandeza y la ternura de ese amor de locura, y cómo tenía que corresponder de ese mismo modo con este pobre y miserable amor mío» (31: C-285).
Y todo eso... «sin haber hecho la menor cosa para ello». Está la Madre en la pura pasividad mística. Su barca ya no avanza a remos, ejercitando las virtudes laboriosamente, al modo humano, sino a vela, movida por los dones del Espíritu Santo, al modo divino, y así adelanta ligera y veloz:
«Empecé a sentir algo allá adentro, una como fuerza muy grande de amor, yo creo que más fuerte que nunca. No hacía nada, ni pensaba nada más que amar, y como esto crecía, crecía, no sabía qué hacer, pues notaba que me iba como penetrando tanto de ese amor que se me borraba lo demás y temía caerme. El amor, en esos momentos, es como algo concreto..., no me sé explicar, y luego lo inflamaba un como “no entender entendiendo”, que dice en un verso el Santo Padre» (31: C-296).
¿Cómo puede el ser humano recibir de Dios tan poderosa acción deificante, sin que desfallezca su miserable natural?:
«Parece como si se hubiera encendido en el alma un fuego de amor tan fuerte, que a cada paso parece no se puede ya soportar. Es un tormento, padre mío, tener que vivir, que hablar, que ocuparse de tantas cosas que no son Dios puramente... Siente el alma como si se le mostrara un algo de Dios, que la hace abrasarse y sentirse realmente como desfallecer. Ni decir “Dios mío”, que otras veces me desahoga, puedo hacer. Parece que todo se recoge el interior y se queda todo lo demás hasta sin fuerzas» (31: C-341).
El alma se ve desbordada por este Amor divino transformante, sin entender nada, sin poder nada:
«Yo no sé nada de nada, padre, lo único que noto es que cada vez va como encendiéndose más en el alma el amor del Señor, pero así, a lo tonto, no puedo pensar nada, no puedo hacer la más mínima cosa. Ve, padre, aquí necesitaba el vocabulario» (31: C-343).
El corazón de Santa Maravillas se ve abrasado en las mismas llamas del sagrado Corazón de Jesús:
«Estos días, en la oración, me pareció que el Señor me acercaba a Él, y allí, del incendio de amor que yo veía en su Corazón, al acercarme, hacía prender las llamas en este pobre y miserable corazón, que entonces se sentía abrasar en amor. No era viendo nada con los ojos del cuerpo, ni con los del alma y, sin embargo, me parecía ser, como digo, con toda seguridad...» (32: C-365).
Dejarle hacer a Dios
¿Qué puede hacer la madre Maravillas a estas alturas de su transformación espiritual, como no sea «dejarle hacer al Señor» en ella? Hacia los cuarenta años de edad, el Señor la ha llevado tan adelante en las virtudes, que ya la va introduciendo claramente en la vida mística, pasiva, en la que, cada vez más, vive habitualmente según los dones del Espíritu Santo, al modo divino.
«Me pareció como si entendiese el alma que el Señor quería apoderarse de ella por completo de una manera muy distinta que hasta aquí: la fusión completa de la voluntad en la suya divina, ese olvidarse y morir de veras para que sólo viva el Señor en mí; me pareció en un momento lo quería, lo exigía de un modo tan lleno de amor.
«Aquí me pareció no tengo yo que hacer nada y que lo que el Señor me pide es que le deje hacer, permaneciendo sólo atenta y fija a su divina presencia, esperándolo y recibiéndolo todo de Él; que seguiré siempre siendo tan pobre como soy» (31: C-318).
Todo se ha simplificado en forma sobrehumana. No queda ya sino crecer indefinidamente en el amor, por obra del Espíritu Santo.
«Qué dulce es pensar, hija mía, que mientras estemos “in vía” el amor puede crecer. En este camino hacia Dios podemos acercarnos cada vez más. Cada vez podemos amar más a Dios hasta que llegue el momento de la posesión» (s/f: C-6859).
San Juan de la Cruz: «Quedéme y olvidéme, / el rostro recliné sobre el Amado; / cesó todo y dejéme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado».
«Sentí de improviso muy claramente como si el Señor imprimiese en mi alma que ahora ya no quiere que me ocupe de nadie más que de Él. Esto nada tenía que ver con las ocupaciones exteriores; era otra cosa» (31: C-339).
La historia de esta vida mística de la madre Maravillas tiene un momento de gracia muy importante en 1934:
«Fue el año 1935 [en realidad, en 1934, en los ejercicios espirituales que hizo del 20 al 30 de mayo], cuando estando en la Misa cantada y totalmente ajena de ello, sentí de repente un recogimiento interior grande y entendí quería el Señor que me retirase a la soledad, porque quería hacerme verdadera esposa suya.
«Le contesté que ya lo era por la profesión religiosa y entendí claramente que esta manera de serlo que Él ahora quería concederme era una cosa muy distinta... Faltaban justo diez días para el 30 de mayo, aniversario de mi profesión solemne [...]
«Aquella gracia tan grande que se me había anunciado, se me hacía imposible de creer pudiese ser a mí, siendo la que era, por parecerme, como me lo parece ahora, que sólo lo puede el Señor conceder cuando el alma está en otro grado de perfección muy distinto, y, como yo estaba tan segura que me había pasado todo aquello y no era imaginación, pedí al Señor, por primera vez en mi vida, me diese una prueba, y sería me viniese, por algún lado, una estampa de la Santísima Virgen, dando su Divino Hijo al alma.
«El día que salí de ejercicios, me encontré que la madre María Josefa, lo que nunca había hecho, pensando era el último año que pasaba conmigo, me había hecho hacer una estampa de la Santísima Virgen con el Niño, en los desposorios de santa Catalina, a quien habían quitado la aureola y vestido de carmelita.
«¿Qué fue todo esto, un engaño del demonio o una inmensa infidelidad mía? Mucho me ha costado decírselo, padre mío, pero ahora me alegro mucho, pues, si es lo primero, no creo pudo hacerme ningún daño, pero si lo segundo, no creo debía estar así sin manifestarlo a Vuestra Reverencia» (38: C-458 bis).
Siempre humilde Santa Maravillas, indeciblemente humilde, humilde desde el principio. En 1924 escribe al padre Torres:
«No he podido ofrecer a Jesús... más que mi nada, pero como esta nada es ya, por su misericordia infinita, toda suya, Él, no lo dudo, ha de transformarla en algo donde brille por esto mismo más y más esa misericordia» (24: C-5).
El Señor ha mirado la humildad de su esclava, y ha hecho en ella maravillas, maravillas de Jesús.