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7.- Los Evangelios son verdaderos e históricos -2 (248)

–Va usted convenciéndome de que los Evangelios afirman con veracidad histórica lo que Jesús habló y obró.

–Pues ándese con cuidado y prepárese, porque seguro que le van calificar de fundamentalista.

–El resurgimiento del modernismo en la exégesis se fue produciendo aceleradamente después del Concilio, en plena contradicción con las enseñanzas conciliares. La Constitución dogmática Dei Verbum confiesa con toda firmeza y claridad la fe de la Iglesia. Pero durante medio siglo estamos padeciendo el escándalo de muchos exegetas católicos que, muchas veces de forma impune, enseñan justamente lo contrario de esa Constitución conciliar. Bástenos recordar a los autores que cité en el artículo (238) Notas bíblicas. –1. Cómo está el patio. Allí comprobamos cómo el profesor Felipe Fernández Ramos, profesor en León, Burgos y Salamanca, encargado del evangelio de San Juan en el Comentario al Nuevo Testamento (Casa de la Biblia-Ed. Atenas-PPC, Madrid 1995), niega la veracidad histórica de los grandes milagros, uno tras otro, sobre los cuales se estructura el cuarto Evangelio, destruyéndolo así completamente. Ya hace de eso casi dos decenios, y que yo sepa, no ha sido objeto de impugnaciones teológicas ni de sanciones canónicas. Eso muestra que la exégesis modernista ya no produce hoy alarma social en el pueblo cristiano. Ni en no pocos de sus Pastores… Las tesis modernistas pueden parecer a algunos un tanto atrevidas, pero en todo caso tolerables. Es decir, han prevalecido en bastantes Iglesias locales.

El «apostolado» de la incredulidad en el Evangelio prosigue. También en aquel artículo pudimos comprobar cómo el profesor José Antonio Pagola, en su obra Jesús. Aproximación histórica (PPC, Madrid 2013, 10ª ed.), al aproximarse a la figura histórica de Jesús, una y otra vez niega la verdad y la historicidad de gran parte de los dichos y los hechos narrados y testimoniados por los Apóstoles y Evangelistas. Viene a ser como un ejemplo perfecto de lo que es una exégesis contraria a la tradición católica y, concretamente, al Concilio Vaticano II.

Recordaré solamente, por no multiplicar los ejemplos, cómo niega Pagola la veracidad histórica de las apariciones de Cristo Resucitado a sus discípulos, reduciéndolas a meras «experiencias» espirituales íntimas. Y no se contenta con negar las apariciones, sino que se preocupa incluso por convencer a los católicos, pobres ignorantes, de que tales relatos evangélicos carecen de veracidad histórica, y no fueron hechos realmente acontecidos.

«Los relatos evangélicos sobre las “apariciones” pueden crear en nosotros cierta confusión. Según los evangelistas, Jesús puede ser visto y tocado, puede comer, subir al cielo hasta quedar ocultado por una nube» (429). Pero no, no nos dejemos engañar por el verismo de esos relatos: «no pretenden [los evangelistas] ofrecernos información para que podamos reconstruir los hechos tal como sucedieron, a partir del tercer día después de la crucifixión. Son “catequesis” deliciosas que evocan las primeras experiencias para ahondar más en la fe en Cristo resucitado» (429, en nota). No hay, pues, propiamente apariciones del Resucitado, sino que más bien ha de hablarse de «primeras experiencias» que los cristianos tienen de Jesús después de su muerte, cuando lo captan íntimamente como viviente.

Por otra parte, «el esquema de Lucas limitando las manifestaciones del resucitado a cuarenta días es meramente convencional» (433, nota). «En algún momento caen en la cuenta de que Dios les está revelando al crucificado lleno de vida. No lo habían podido captar así con anterioridad. Es ahora cuando lo están “viendo” realmente, en toda su “gloria” de resucitado» (435). «En una época relativamente tardía, cuando los cristianos llevan ya cuarenta o cincuenta años viviendo de la fe en Cristo resucitado, nos encontramos con unos relatos llenos de encanto que evocan los primeros “encuentros” de los discípulos con Jesús resucitado» (437). «Hemos de aprender a leer correctamente estos textos viendo en esas escenas tan gráficas no descripciones concretas sobre lo ocurrido, sino procedimientos narrativos que tratan de evocar, de alguna manera, la experiencia de Cristo resucitado» (438, nota)…

Advierto, al paso, que como en este caso de las apariciones, son innumerables las veces que Pagola niega en su libro la veracidad e historicidad de los Evangelios. Un último broche de oro: «La “ascensión” es una composición literaria imaginada por Lucas con una intención teológica muy clara» (441, nota). Que no les engañe a ustedes el evangelista: no vayan a creer que sucedió históricamente el hecho que él testimonia como realmente acontecido.

Según esta «aproximación histórica» a Jesús, ha de entenderse que los encuentros y diálogos que tuvo el Resucitado con los de Emaús, con María Magdalena, con los Doce en diversas ocasiones, comiendo incluso con ellos, las tres preguntas a Pedro, la confirmación de su Primado apostólico, el desayuno junto al lago, son siempre creaciones literarias y catequéticas, compuestas por quienes «llevan ya cuarenta o cincuenta años viviendo de la fe en Cristo resucitado». No traen, pues, el testimonio personal de Apóstoles y evangelistas, lo que ellos «vieron y oyeron»; y por tanto no nos suministran datos válidos para fundamentar una objetiva «aproximación histórica» a Jesús.

Menos aún podrán estimarse válidos otros testimonios sobre Jesús dados por hombres muy próximos a Él o a los Apóstoles, como un San Pablo (+67), un Clemente Romano (+101) o un Ignacio de Antioquía (+107), porque al ser hombres de fe, y al haber realizado sus inteligencias con los años una transformación del sentimiento de la fe, formulándolo en dogmas precisos, vienen a dar en un Cristo de la fe muy diferente del Jesús histórico. No están ya, por tanto, en condiciones de suministrar una información veraz y realmente histórica de Jesús… Habla, por el contrario, Pagola de El testimonio neutral de los escritores romanos de la época (513). El testimonio suyo es neutral [sic], porque no tienen la fe religiosa en Cristo. (Lo que hay que oir… Y aguantar).

Estas aberraciones exegéticas están hoy tan difundidas –el Jesús de Pagola va por la 10ª edición–, que ya ni siquiera producen escándalo y reacciones fuertes de biblistas, teólogos y Pastores de la Iglesia. Casi todas las librerías religiosas, también las diocesanas, se prestan sin problemas a difundir estos graves errores.

* * *

–La credibilidad de los testigos del Evangelio es máxima. Pedro: «nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20). «No nos fundábamos en fábulas fantasiosas cuando os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, sino en que habíamos sido testigos oculares de su grandeza» (2Pe 1,16). «Nosotros somos testigos de todo lo que hizo [Jesús] en la tierra de los judíos y en Jerusalén», y ya resucitado, no se manifestó a todos, «sino a los testigos designados por Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos» (Hch 10,39-41; cf. Lc 24,36-43).

Juan: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida… Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros» (1Jn 1,1-3).

Lucas: «puesto que muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, como nos los trasmitieron los que fueron desde el principio testigos oculares y servidores de la palabra, también yo he resuelto escribírtelos por su orden, ilustre Teófilo, después de investigarlo todo diligentemente desde el principio, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido» (Lc 1,1-3). Asegura, pues, que su intención es escribir una «narración» (diégesis) con toda «exactitud» (akribos) y «solidez» (asfáleia). Y declara la misma intención de escrupulosa historicidad al comienzo de los Hechos de los Apóstoles (1,1-3). No hay razón alguna para poner en duda su palabra.

Por el contrario, la crítica histórica del liberalismo protestante y modernista da por supuesto que en el tiempo de la composición de los Evangelios no había en los relatos de la historia un sentido auténtico de la veracidad. Pero ese presupuesto es falso. Es cierto que hubo historiadores antiguos, como Heródoto (484-425 a.C.) que en sus relatos históricos sacrifican con frecuencia la realidad de los hechos a lo maravilloso. Pero en modo alguno es ésta la actitud de los hagiógrafos evangélicos. Luciano de Samosata (+181) expone en su breve tratado Historia verdadera las normas que han de observarse al escribir la historia, y afirma que «la única tarea del historiador consiste en relatar los hechos tal como sucedieron (hos eprachthe eipein, n.39); y añade: «esto... es lo característico de la historia: sólo se debe dar culto a la verdad». Ésta fue la actitud que apóstoles y evangelistas, siempre asistidos por el Espíritu Santo, guardaron cuidadosamente en sus escritos.

Los Evangelios nos comunican la misma predicación de los Apóstoles: son la expresión escrita del Evangelio predicado por ellos oralmente, y dan por tanto testimonio fidelísimo de lo que Jesús enseñó y obró, y de lo que ellos vieron y oyeron. Ésa es la fe de la Iglesia. Nuestra fe se fundamenta en los Evangelios, en la predicación apostólica . Y cuando creemos en los Evangelios, creemos en el testimonio que dieron de Jesús «hombres elegidos» (DV 11), los Apóstoles y Evangelistas, en cuanto testigos fidelísimos de cuanto «Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmete hasta el día de la ascensión» (19). Por tanto, «la fe es por la predicación, y la predicación [apostólica] es por la palabra de Cristo» (Rm 10,17).

Los Evangelios, con absoluta veracidad, nos transmiten la misma predicación de los Apóstoles, oral primero, y muy pronto puesta por escrito. Nuestra fe no se fundamenta, pues, en lo que «las comunidades cristianas primitivas» creyeron y expresaron bastantes años después, como si la inspiración personal de Apóstoles y Evangelistas viniera a ser sustituida por una inspiración colectiva de dichas comunidades.

Pareciera que desafina la Pontificia Comisión Bíblica (La interpretación de la Biblia en la Iglesia, 1993) cuando escribe en un párrafo –en un párrafo: la instrucción es larguísima, y dice otras muchas cosas distintas­–: «Dado que la Sagrada Escritura ha salido a la luz sobre la base de un consenso de las comunidades creyentes, que han reconocido en su texto la expresión de la fe revelada», etc. (in fine: 3. Algunas conclusiones). La base de las Escrituras no es el consenso receptivo de las comunidades cristianas: es la misma Palabra de Dios que, por la predicación oral y escrita de los Apóstoles y evangelistas, revela a las comunidades cristianas el misterio de Cristo, suscitando en ellas la fe. Como años antes decía la Pontificia Comisión Bíblica (La verdad histórica de los Evangelios, 1964), algunos «tienen en poco la autoridad de los apóstoles en sus testimonios sobre Jesucristo, y en cuanto a su ministerio y su influjo en la comunidad primitiva, exagerando el poder creativo de dicha comunidad». Por el contrario, en el prefacio Iº de los Apóstoles, damos gracias a Dios: porque «quieres que [la Iglesia] tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores, a quien tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio».

–La credibilidad de los Códices evangélicos es máxima. Los textos de los Evangelios son auténticos, se han conservado prodigiosamente exactos. Pío XII, en la Divino afflante Spiritu (1943), dice que las objeciones que en tiempos de León XIII «suscitaron los críticos ajenos a la Iglesia o también hostiles a ella contra la autenticidad, antigüedad, integridad y fidelidad histórica de los libros sagrados, hoy se han eliminado y resuelto», gracias a los avances de los estudios bíblicos (27).

La autenticidad textual de los Evangelios es absolutamente excepcional, pues tienen unas garantías que, tanto por su antigüedad, como por el gran número de fragmentos o códices, es mucho mayor que la de los libros de la antigüedad clásica. El tiempo transcurrido entre Aristóteles (-322 a. Cto.) y la aparición más antigua de sus textos es de 1400 años; de Tácito (-120 a. Cto.), 1340 años; de Polibio (-118 a. Cto.), 1067 años. Las obras íntegras de Cicerón, César, Horacio, Virgilio, Ovidio, no se conocían antes del siglo VIII, aunque sí fragmentos. Por el contrario, existen 78 códices completos de los Evangelios entre los siglos IV y VI. La perfecta y numerosa conservación de los textos evangélicos es única en la historia literaria de Occidente.

–La fecha de composición de los Evangelios es muy temprana. Se escribieron pocos años después de los hechos que relatan, cuando todavía vivían muchos contemporáneos de Jesús que habían oído sus predicaciones y visto sus milagros. Ellos hubieran podido desmentir los dichos y hechos de Jesús, especialmente los milagros, relatados por los evangelistas.

San Pedro (+64-67), cuando en seguida de Pentecostés predica a los judíos, emplea este mismo argumento apologético: «varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por él en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis» (Hch 2,22). «Vosotros sabéis lo acontecido en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo predicado por Juan; esto es, cómo Jesús de Nazaret», etc (10,37-39). San Pablo, ante el rey Agripa y el procurador Festo, arguye en su proceso: «todo esto no se ha realizado en un rincón» (26,26). Y cuando muere (+67), deja un amplio conjunto de escritos, en los que se confiesa ya con toda plenitud el misterio de Cristo. El exegeta anglicano Robinson, del que luego hablaré, estima que «la totalidad de la literatura existente de Pablo (sin olvidar que tan temprano como en 2Tes 3,17 él alude a “todas mis cartas”) parece caer dentro de un período de nueve años», los años 50-58 (1Tes, 2 Tes, 1Cor, 1Tim, 2Cor, Gál, Rom, Tito, Flp, Flm, Col, Ef, 2Tim). Son, pues, escritos muy próximos a los dichos y hechos de Cristo, que el Apóstol testifica y explica teológicamente.

Protestantes liberales y modernistas antiguos y actuales, por el contrario, aunque acepten la autenticidad textual de los Evangelios, han procurado siempre retrasar todo lo posible la fecha de la composición de los Evangelios y demás libros del Nuevo Testamento, para que no pudiera haber contemporáneos de Jesús que rechazaran las palabras y las obras milagrosas que los evangelista le atribuían; y para dar tiempo así a que estos libros no fueran escritos por unos testigos que narran «lo que han visto y oído», sino más bien por las «comunidades cristianas» posteriores, que según ellos obraron una transformación del verdadero Jesús histórico en el Cristo de la fe.

La datación de los Evangelios en los 18 primeros siglos de cristianismo es objeto de una convicción común: han sido escritos por los Apóstoles o por varones apostólicos muy próximos a ellos, no mucho después de Pentecostés y de la primera predicación oral del Evangelio. Son, pues, escritos cuando ciertamente todavía eran muchos los contemporáneos vivos de Jesús.

–A principios del siglo XIX, y aún antes, aquellos estudios histórico-críticos que se realizaron bajo el influjo de las filosofías idealistas y racionalistas de la Ilustración –otros no–, asignaron a los Evangelios fechas de composición muy tardías, en el siglo II, y quizá en su segunda mitad. De este modo vino a negarse o a ponerse en duda su historicidad. Eran libros que no fueron escritos por Apóstoles y evangelistas, sino compuestos en forma de leyendas y relatos míticos por la creatividad entusiasta de las comunidades cristianas primitivas.

–En el siglo XX, el progreso de las investigaciones bíblicas histórico-críticas obligó a indicar dataciones más tempranas, aunque no llegaran a aceptar la visión tradicional. A mediados de ese siglo la mayoría de los biblistas databa así la composición de los Evangelios: Marcos hacia el 70, Mateo y Lucas hacia el 80-90, y Juan en torno al 95.

–En los últimos decenios se ha dado una notable recuperación de la visión tradicional. Desde campos diversos de investigación –filológica, exegética, papirológica, etc.–, en forma convergente, se ha producido un acercamiento o un regreso integral a las tesis de la antigua tradición cristiana. Fue notable en este proceso la publicación en 1976 del libro Redating the New Testament (Refechando el Nuevo Testamento) del teólogo inglés y obispo anglicano John A. T. Robinson. En ese libro, siguiendo un método histórico, sostiene el autor que todo el Nuevo Testamento fue escrito antes del 70, año de la destrucción de Jerusalén y de su Templo por parte de los romanos. Esa destrucción no es mencionada en ningún texto del NT como un hecho pasado, ni es descrita con sus detalles históricos propios, a pesar de que se trata de un hecho de máxima importancia en la historia de Israel, ya que puso fin a la práctica de la religión judía tal como era entonces. Si los Evangelios hubieran sido escritos después del año 70, y las profecías de Jesús sobre la destrucción de Jerusalén fueran posteriores al evento, no se explicaría por qué en este caso los evangelistas no señalaron, como en otros casos, que las profecías de Jesús se habían cumplido.

Es de notar que siendo Robinson un teólogo ultra-liberal (Honest to God, 1963), tuvo la honradez y el coraje de superar sus prejuicios propios, y los del gremio de exegetas próximo a él, acerca del tema importantísimo de la datación del Nuevo Testamento. Supo recuperar lúcidamente las observaciones hechas por estudiosos anteriores a él, y llegó a formar un argumento nuevo y convincente en favor de la datación temprana. (Cf. Daniel Iglesias, La fecha del Nuevo Testamento según Robinson (por Jean Carmignac) [1978], dos artículos).

También en esta cuestión ha de ser especialmente recordado Jean Carmignac, sacerdote católico francés y gran exegeta, especialista indiscutido en los manuscritos del Mar Muerto. En 1984 publicó su libro El nacimiento de los Evangelios sinópticos, que resume los resultados de veinte años de estudio de estos tres Evangelios. Todas sus conclusiones favorecen fuertemente la tesis tradicional sobre la redacción temprana de los Evangelios. Utilizando un método principalmente filológico, con algunos apoyos históricos, Carmignac muestra que los Evangelios de Mateo y Marcos y las fuentes utilizadas por Lucas fueron redactados originalmente en una lengua semítica (más probablemente el hebreo que el arameo). Su estudio, basado principalmente en los semitismos de los Evangelios sinópticos, tiende a revalorizar algunos datos proporcionados por la más antigua tradición cristiana: el Apóstol Mateo escribió un Evangelio en hebreo; Marcos puso por escrito en el Evangelio que lleva su nombre la predicación del Apóstol Pedro; etc. (Cf. Daniel Iglesias, El nacimiento de los Evangelios sinópticos (2007), según Carmignac).

* * *

–El fundamentalismo literalista es una falsa exégesis, siempre denunciada por la Iglesia. Un torpe literalismo hace decir a Dios lo que no quiere decirnos. Cuando algunos han incurrido en él, han llevado a conflictos falsos entre razón y fe, entre ciencia y Escrituras. Una interpretación fundamentalista de las Escrituras afirmará que la víbora mata con la lengua (Job 20,16), considerará que el murciélago y la liebre son rumiantes (Lev 11,5; Dt 14,7), o que el grano de mostaza, ciertamente –es palabra del Señor– es el menor de las simientes (Mt 13,32).

San Agustín enseña en el año 393: «el Espíritu Santo, que hablaba por medio de los hagiógrafos, no quiso enseñar a los hombres cosas que no tienen utilidad alguna para la salud eterna» (De Genesi ad litteram). Y en el 398: « el Señor no prometió el Espíritu Santo para instruirnos sobre el curso del sol y de la luna. El quería hacer cristianos y no matemáticos» (De actis cum Felice manichaeo). Santo Tomás advierte que «Moisés, hablando a un pueblo rudo, se acomodaba a su cortedad, y así les hablaba de las cosas tal como éstas aparecían a los sentidos» (STh I, 68,3). Y afirmaba en general que «la Escritura se adapta al lenguaje de los hombres incultos» (In Job, 26). La Pontificia Comisión Bíblica, en su nota La verdad histórica de los Evangelios (1964), recuerda que en la enseñanza de Pío XII (Divino afflante Spiritu, 1943) se «enuncia una regla general de hermenéutica, válida para la interpretación de los libros tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, según la cual los hagiógrafos emplearon los modos de pensar y de escribir de sus contemporáneos» (1).

Benedicto XVI, en la exhortación post-sinodal Verbum Domini (30-IX-2010, n. 44), señala que «el “literalismo” propugnado por la lectura fundamentalista, representa en realidad una traición tanto al sentido literal como espiritual, y abre el camino a instrumentalizaciones antieclesiales de las mismas Escrituras… “Rechazando tener en cuenta el carácter histórico de la revelación bíblica, se vuelve incapaz de aceptar plenamente la verdad de la misma Encarnación… Por eso tiende a tratar el texto bíblico como si hubiera sido dictado palabra por palabra por el Espíritu, y no llega a reconocer que la Palabra de Dios ha sido formulada en un lenguaje y una fraseología condicionadas por una u otra época determinada” (PCB, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, 15-IV-1993)» (44).

Los liberales protestantes y modernistas, de su parte, calumnian a la Iglesia católica, tachándola de «fundamentalista» y «literalista» en su exégesis, como si ésta fuera torpemente acrítica. Y su actitud es coherente con sus principios, pues ellos niegan la veracidad histórica del Evangelio; estiman que son relatos creados por las comunidades primeras creyentes, lenguajes simbólicos usados para expresar la grandeza de Cristo, etc. Ellos no creen en la realidad de los milagros de Jesús. No reconocen la historicidad real de sus palabras y obras, tal como son relatadas por los evangelistas. Y consecuentemente, como los católicos creemos en la veracidad histórica de los Evangelios, nos acusan de fundamentalistas. Pero es una falsedad.

Nosotros creemos que la Virgen María concibió a Jesús por obra del Espíritu Santo, porque así lo afirman los evangelistas Mateo y Lucas, y así lo entiende y confiesa la Iglesia. Creemos en la presencia verdadera y real de Cristo en la Eucaristía, porque así lo afirmó el mismo Cristo: «esto es mi cuerpo», y así lo entiende y profesa la Iglesia. Creemos que Jesús anduvo sobre las aguas, porque así lo afirman los Evangelios, y así lo entiende la Iglesia en su tradición de veinte siglos. Creemos que Jesús hizo muchos milagros, y que son históricos todos los milagros narrados en el Evangelio.

Y esto no es fundamentalismo literalista; es simplemente la fe católica, por la que creemos que «la revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas: las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; y a su vez las palabras proclaman las obras y explican su misterio» (Vat. II, Dei Verbum 2). Las obras portentosas (resucitar a un muerto) y la veracidad histórica de las palabras increíbles («yo soy la resurrección y la vida») se iluminan y confirman mutuamente. Si negamos la veracidad histórica de las obras de Jesús, queda desvirtuada la veracidad histórica de sus palabras. Y nosotros creemos en las palabras y en las obras de Jesús, tal como las refieren los Evangelios.

Nosotros, más aún, creemos en 1.-la historicidad de los milagros de Cristo. Y creemos también en 2.-la historicidad de los Evangelios de la infancia. Convendrá que exponga y justifique las dos cuestiones.

* * *

1.–Los católicos creemos en la historicidad de los milagros de Jesús. Creemos con certeza que Jesús hizo muchos milagros. Los evangelistas los describen y atestiguan en muchas ocasiones (Mt 4,3); San Pedro afirma que fueron muchos: «como vosotros mismos sabéis» (Hch 2,22); San Juan dice que no cabrían en el mundo los libros necesarios para contarlos todos (Jn 21,25; cf. 20,30). Hasta sus enemigos lo reconocen: «¿qué hacemos, que este hombre hace muchos milagros?» (Jn 11,47). Lo mismo creemos los católicos, los ortodoxos y los protestantes evangélicos. Pero los protestantes liberales y los modernistas católicos [círculos cuadrados], dando más fe a la palabra de Kant y de los filósofos ilustrados que a la Palabra divina, lo niegan. Voy a analizar, como ejemplo, la veracidad histórica, muchas veces negada, de un milagro concreto:

–Jesús anduvo sobre las aguas. Como ya vimos al describir (238) Cómo está el patio, en el Comentario al Nuevo Testamento, se niega la historicidad de esta escena evangélica (pg.288). Se nos dice que

«en cuanto a la historicidad, el hecho es más teológico que histórico [inefable afirmación]. Esto significa que la marcha sobre las aguas no tuvo lugar de la forma que nos narran los evangelios». Un hecho de Jesús, un milagro, que no tuvo lugar de la forma que nos narra el Evangelio es un hecho no acontecido: ni en la forma narrada por el evangelista, ni en ningún otro modo. Es un no-hecho. Y los hechos no sucedidos no tienen significación alguna. Por otra parte, los hechos teológicos no existen. Los hechos son siempre acontecimientos históricos, sucedidos. Estamos, pues, en la ambigüedad congénita de un puro pensamiento ideológico, que no es conforme ni con la razón ni con la fe.

Tres Evangelios afirman que Jesús anduvo sobre las aguas: San Mateo (14,22-23), San Marcos (6,45-52) y San Juan (6,16-21). Analizo brevemente los textos y su exégesis propia.

–Mateo. La barca de Pedro navega muy alejada de la orilla, y el mar enfurecido la pone en peligro. Es de noche, «en la cuarta vigilia», entre las 3 y las 6 horas. «Jesús vino hacia ellos caminando sobre el mar», lo que solamente es posible para Yahvé (Job 9,8; Hab 3,15; Sal 76,20; Is 43,16; Sab 14,1-4). Los discípulos, «al ver» a Jesús caminando sobre las aguas, dicen que «es un fantasma», y «por el miedo dan gritos» de espanto. Jesús los tranquiliza con palabras que le identifican con Yahvé: «Yo soy, no temáis». Todos se postraron ante Él y confiesan: «verdaderamente tú eres el Hijo de Dios».

–Marcos. La barca en «la cuarta vigilia» está ya en medio del mar, y el viento es contrario. «Al verle caminar sobre el mar, creyeron que era un fantasma y se pusieron a gritar, pues todos le vieron y se asustaron», sin haberle reconocido. Como en Mateo, la escena se produce «en seguida» de la multiplicación de los panes. Y conviene señalar que en esta fase de la vida pública de Jesús necesitaban los discípulos estos milagros. «Subió con ellos a la barca y cesó el viento. Ellos estaban en el colmo del estupor, pues no habían comprendido lo de los panes, porque tenían la mente embotada».

–Juan. Es ya «noche cerrada», se han alejado mucho de la orilla, el viento sopla fuerte y el lago se va encrespando. «Ven a Jesús, que se acerca a la barca, caminando sobre el mar, y se asustaron». No lo reconocen, y él se identifica: «Yo soy; no temáis». Este «Yo soy» del cuarto evangelio expresa una soberanía absoluta, un poder ilimitado, que solo Yahvé posee sobre todo lo creado, también sobre las aguas del mar. El mar, en su movimiento continuo, poderoso, amenazante, significa muchas veces en la Biblia el caos, la fuerza del Maligno (Is 57,20; Jer 5,22; Jud 1,13). De el mar surge la Bestia que, potenciada por el Dragón infernal, seduce y domina el mundo (Apoc 13,1). Cuando vuelva finalmente Cristo, y establezca un cielo nuevo y una tierra nueva, «el mar ya no existirá» (21,1): ya no habrá sitio para el mal… Y los discípulos «vieron a Jesús que caminaba sobre el mar y se acercaba a la barca».

La historicidad de la escena es cierta. Es cierta porque lo afirma «el Evangelio, la palabra [de Dios], el mensaje de la verdad» (Col 1,5). Pero muchos otros argumentos pueden ayudar a creer en ese milagro. Se cumplen perfectamente en este hecho los criterios de historicidad exigidos por la crítica: múltiple fuente, varios textos que convergen en la misma narración; discontinuidad, es un dato que no puede tener su origen en la mentalidad religiosa de la época; conformidad, varios testigos afirman la veracidad del hecho; explicación necesaria: no tiene sentido narrar sin fundamento real un suceso que es humanamente increíble, y que además da una imagen paupérrima de los Apóstoles.

–Los testimonios son múltiples y concordantes. –El hombre Jesús, caminando sobre las aguas, significa para el monoteísmo judío: «sólo Yahavé puede hacer esto». –Los apóstoles representan un papel lamentable: no reconocen a Jesús, creen ver un fantasma, se llenan de pánico, dan gritos descontrolados, no entienden nada. Nunca un cronista se hubiera atrevido a contar una escena semejante de los Apóstoles, tan venerados, si no fuera un hecho verdaderamente histórico. Hubiera descrito solamente el gozo y entusiasmo de los discípulos al ver al Señor. –La salida de noche en la barca y la brusca tempestad son episodios connaturales a la vida de los discípulos y de la región. –En el curso del ministerio público de Jesús, la escena se produce en la transición entre la predicación del Reino y la revelación creciente que hace Jesús de su identidad personal. –Si la Iglesia hubiera inventado el suceso, habría tenido más cuidado en poner de acuerdo a los relatores en algunos pequeños detalles discordantes.

Los católicos creemos que Jesús caminó sobre las aguas del mar. El acontecimiento es histórico. El paso de Dios entre los hombres es en Cristo normalmente humilde y sencillo, y otras veces fascinans et tremendum. Como debe ser, para dar a nuestra fe un fundamento razonable. El Señor domina sobre toda la creación, también sobre el poder oscuro y maligno del mar enfurecido. Los milagros, como éste, son hechos que los Apóstoles y evangelistas testifican porque «los han visto y oído»; son hechos que hacen de nuestra fe un rationabile obsequium (Rm 12,1); son hechos narrados por los Apóstoles y evangelistas porque quieren que así como ellos confirmaron su fe al verlos, también nosotros crezcamos en la fe al oirlos, fiándonos del testimonio apostólico de su narración. “Bienaventurados aquellos que sin ver creyeron” (Jn 20,29).

* * *

2.–Nosotros creemos en la historicidad de los Evangelios de la Infancia de Jesús. Son Palabra de Dios. No son invenciones de los evangelistas Mateo y Lucas, sino textos escritos «obrando Dios en ellos y por ellos» (Dei Verbum 11). Tampoco son composiciones literarias de la comunidad primitiva, que idealiza una infancia de Jesús no conocida, imaginando unas escenas maravillosas y edificantes. La veracidad histórica de estos relatos ha sido siempre creída por la Iglesia de Oriente y Occidente. Solamente es negada a partir del siglo XIX por los protestantes liberales y los modernistas católicos, convencidos por un a priori filosófico de que no puede haber incursiones de lo sobrenatural en el curso natural de la historia humana.

Todas las antiguas «Vidas de Jesús», escritas por escrituristas, teólogos o autores espirituales, siempre se han iniciado en Nazaret, con el anuncio del Ángel a María, etc. Como en cualquier normal biografía profana, el biógrafo inicia su obra informando de cuanto ha podido saber del nacimiento, fecha, lugar, padres, etc. del biografiado. Así lo hizo Taciano (+180), y así se hizo siempre en la historia de la Iglesia. En el siglo pasado, por ejemplo, Ferdinand Prat, S. J. (1857-1938) comienza en Nazaret la gran obra con la que culmina su vocación de exegeta, Jésus-Christ. Sa Vie, sa Doctrine, son Oeuvre (Beauchesne, París 1938). Y del mismo modo proceden otros notables autores católicos de las modernas Vidas de Cristo (Grandmaison, Ricciotti, Mauriac, Willam, Vilariño, Salguero, etc.).

Pero después del Vaticano II, y una vez más sin tener su causa en el Concilio, se impone como lo único «académicamente correcto» comenzar las biografías de Jesús a partir del Bautismo en el Jordán, como si nada cierto pudiera decirse de los primeros treinta años de su vida; es decir, como si los Evangelios de la infancia no tuvieran veracidad histórica alguna. Se inician, pues, las Vidas de Jesús en el Jordán, hablando de un sujeto desconocido que allí fue, y del que no sabemos nada… Formidable victoria de la exégesis liberal protestante y modernista sobre la católica. Y en ésas llevamos medio siglo.

Es gravísimo. Eliminando los Evangelios de la infancia, se suprime la Anunciación del Señor, el arcángel Gabriel, la Llena-de-gracia, el fiat de la Esclava del Señor, la encarnación virginal del Verbo divino en María «por obra del Espíritu Santo», José, Zacarías, Isabel, el Ave María, el Benedictus, el Magnificat y el Nunc dimittis, la Visitación de María, la Natividad de Juan Bautista, la Natividad de Jesús, la Presentación en el Templo, la matanza de los Inocentes, la Epifanía, los Reyes magos, la huída a Egipto… Todo queda archivado en una gran caja que se baja al trastero, donde existe como si no existiese, ya que se trata de «composiciones cristianas» postpascuales, inútiles para un historiador que estudie científicamente a Jesús, pues no suministran datos históricos fiables.

Es gravísimo. De este modo se elimina el fundamento bíblico de la fe cristiana en su mismo centro: creo en Jesucristo, el Unigénito de Dios, que «nació por obra del Espíritu Santo de María virgen». Esa verdad de la fe dogmática, ese Credo, no es sino la expresión literal de unos Evangelios, los Evangelios de la infancia, históricamente veraces (Mt 1,20; Lc 1,34-35). El Catecismo de la Iglesia, libre de la tiranía académica vigente, cree en la historicidad de esos relatos (496-498).

Vamos regresando a creer en los Evangelios. Por pura gracia de Dios vamos librándonos de la mentira y recuperando la verdad. En referencia concretamente a los Evangelios de la infancia, citaré aquí dos casos notables.

1. René Laurentin (1917-). Este teólogo especializado en mariología es autor de Les Évangiles de l’Enfance du Christ. Vérité de Noël au-delà des mythes (Desclée, París 1982).

«Me he pasado medio siglo estudiando los Evangelios de la infancia (Mt 1-2 y Lc 1-2, y el resto). Siempre he entrevisto la riqueza de estos Evangelios, nutridos de todo el A. T. … Y, sin embargo, seguía yo seducido por la actitud iconoclasta cultural del ambiente, una actitud procedente del racionalismo liberal: estos primeros capítulos eran leyendas tardías, theologumena, es decir, relatos ficticios fabricados para expresar ideas teológicas entrañables a los creyentes, se repetía. Mis primeros trabajos, que manifestaban la riqueza bíblica de estos Evangelios, consiguieron una amplia estima en el mundo exegético a escala ecuménica. Caracterizaba yo estos Evangelios como midrashim. De ahí se inducía que yo los tenía por fábulas, lo que se ponía en mi activo de progresista. De hecho, yo no me atrevía demasiado a plantear el problema de la historicidad, ampliamente puesto en duda… Fue en 1980 cuando me atreví a abordar el estudio específicamente histórico de estos Evangelios. Con él se disiparon las dudas nocivas… Este retorno a la evidencia ha sido un perjuicio para mi reputación. Me encontré etiquetado de fundamentalista: como autor a desaconsejar». Después de innumerables viajes y caminatas, Laurentin descubrió el Mediterráneo: las narraciones del Evangelio son verdaderas, son históricas. Bendigamos al Señor que le abrió los ojos del alma.

2. Joseph Ratzinger (1927-). Cuando hace pocos años, siendo ya Papa, publica en dos volúmenes su gran biografía Jesús de Nazaret, I.-Desde el Bautismo a la Transfiguración y II.-Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (2007 y 2011), es de suponer que en su mayor parte el estudio lo tendría ya más o menos preparado desde sus años de vida de teólogo (Münster, Tubinga, Ratisbona), en un marco académico en el que era impensable escribir una vida de Jesús comenzando por Nazaret: la inicia, no faltaba más, en el Jordán. Sin embargo, seguidamente publica La infancia de Jesús (2012), advirtiendo en el prólogo que «no se trata de un tercer volumen, sino de algo así como una antesala a los dos volúmenes precedentes sobre la figura y el mensaje de Jesús de Nazaret». Y en esta preciosa obra manifiesta su fe en la veracidad histórica de los Evangelios de la infancia de Jesús (abrevio a veces el texto, y los subrayados son míos).

–Evangelio de San Lucas (1-2). «Se ha intentado entender las propiedades de estos dos capítulos, Lucas 1-2, a partir de un antiguo género literario judío, y se habla de un “midrash haggádico”, es decir, una interpretación de la Escritura mediante narraciones. La semejanza literaria es innegable. Y, sin embargo, está claro que el relato lucano de la infancia no se sitúa en el judaísmo antiguo, sino precisamente en el cristianismo antiguo.

«Pero este relato es algo más: en él se describe una historia que explica la Escritura y, viceversa, aquello que la Escritura ha querido decir en muchos lugares, sólo se hace visible ahora, por medio de esta nueva historia. Es una narración que nace en su totalidad de la Palabra, pero que da precisamente a la Palabra ese pleno significado suyo que antes no era aún reconocible. La historia que narra aquí no es simplemente una ilustración de las palabras antiguas, sino la realidad que aquellas palabras estaban esperando» y anunciando (Planeta 2012, pg. 22).

–Evangelio de San Mateo (1-2). Ratzinger-Benedicto XVI, con suma lucidez exegética y espiritual, va analizando todos los relatos del evangelista sobre la infancia de Jesús. Y, por ejemplo, examinando el relato de la adoración de los Reyes Magos, escribe: «¿Es verdaderamente historia acaecida, o es sólo una meditación teológica expresada en forma de historias? […] Jean Danielou llega a la convicción de que se trata de acontecimientos históricos, cuyo significado ha sido teológicamente interpretado por la comunidad judeo-cristiana y por Mateo.

«Por decirlo de manera sencilla: ésta es también mi convicción. Pero hemos de constatar que en el curso de los últimos cincuenta años se ha producido un cambio de opinión en la apreciación de la historicidad, que no se basa en nuevos conocimientos de la historia, sino en una actitud diferente ante la Sagrada Escritura y al mensaje cristiano en su conjunto. Mientras que Gerhard Delling, en el cuarto volumen del Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testamente (1942), consideraba aún la historicidad del relato sobre los Magos asegurada de manera convincente por la investigación histórica, ahora incluso exegetas de orientación claramente eclesial, como Nellessen o Rudolf Ernst Pesch, son contrarios a la historicidad, o por lo menos dejan abierta la cuestión.

«Ante esta situación, es digna de atención la toma de posición, cuidadosamente ponderada, de Klaus Berger [1940-] en su comentario de 2011 al Nuevo Testamento [Kommentar zum Neuen Testament, GütersloherVerlagshaus 2011, 1051 pgs.]: “Aun en el caso de un único testimonio… hay que suponer, mientras no haya prueba en contra, que los evangelistas no pretenden engañar a sus lectores, sino narrarles los hechos históricos… Rechazar por mera sospecha la historicidad de esta narración va más allá de toda competencia imaginable de los historiadores” (pg. 20).

«No puedo por menos que concordar con esta afirmación. Los dos capítulos del relato de la infancia en Mateo no son una meditación expresada en forma de historia, sino lo contrario: Mateo nos relata la historia verdadera, que ha sido meditada teológicamente, y de este modo nos ayuda a comprender más a fondo el misterio de Jesús» (ib. 123-124).

Dios ayude a todos los católicos a creer en los Evangelios según la fe católica, es decir, creyendo firmemente en su veracidad histórica. Los liberales protestantes y modernistas estiman que los Evangelios nos traen preciosas meditaciones teológicas expresadas en forma de historias. Los católicos, los ortodoxos y los protestantes evangélicos creemos, por el contrario, que los Evangelios son unos relatos históricos, que unen profundas meditaciones teológicas a los hechos que narran, para mejor revelar el misterio de Cristo.

«La santa Madre Iglesia ha defendido siempre y en todas partes, con firmeza y máxima constancia, que los cuatro Evangelios, cuya historicidad afirma sin dudar, narran fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la eterna salvación de los mismos hasta el día de la ascensión… Los autores sagrados… nos transmitieron datos auténticos y genuinos acerca de Jesús» (Dei Verbum 19).

Termino estas Notas bíblicas recordando a los cristianos modernistas la exhortación de la Iglesia católica en el comienzo de la Cuaresma, en el Miércoles de Ceniza:

«Arrepentíos, y creed en el Evangelio».

Post post.–¿Y no va a tratar usted de la interpretación de los Evangelios? –No, no voy a tratar. La interpretación del Evangelio y de todas las Escrituras sagradas ha de realizarse según normas ya establecidas desde antiguo, y aún más desarrolladas en los muy elaborados y eficaces métodos modernos de hermenéutica. Pero no está en la interpretación el centro del problema. Mi estudio se ha centrado en la veracidad histórica de los Evangelios, pues el reconocimiento de esa veracidad ha de estar en la base de cualquier labor interpretativa de los exegetas. No merece en absoluto la pena entrar en cuestiones de interpretación de textos con aquellos protestantes o modernistas que no creen en la veracidad histórica de los Evangelios. Por el contrario, entre quienes creen en su historicidad, puede haber diferencias de interpretación –las ha habido siempre y las hay, al menos en algunos textos más difíciles–; pero esas diferencias nunca afectan a la substancia del mensaje revelado. La cuestión más grave y decisiva es si se cree o no en la historicidad de los Evangelios. O dicho, con perdón, más claramente: la cuestión central está en si se cree o no en el Evangelio.