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–O sea que el modernismo pervive.
–Sus representantes principales están ya muy viejos. Pero todavía el modernismo es como las termitas en no pocas Iglesias locales.
–El siglo XIX es un hervidero de errores contra la fe católica. León XIII, como ya vimos (243) publica la encíclica Providentissimus; sobre los estudios bíblicos (1893), saliendo al paso de un cúmulo de errores contra la Sagrada Escritura y los dogmas de la Iglesia. En ella señala que la raíz de todos esos errores está en los principios de «una vana filosofía y del racionalismo» (40); pero apenas entra a describir y combatir esos principios. Son los que ya mencioné en anteriores artículos (239 y 243). Pero los resumo ahora.
Kant (+1804) niega el realismo y se encierra en un idealismo ignorantista y egológico. Fichte (1814), Schelling (+1854) y Hegel (+1831) pretenden, cada uno a su modo, sujetar por un idealismo transcendental la religión a una filosofía subjetiva. Schleiermacher (+1889), irracional y fideísta, es kantiano: la fe es puro sentimiento. La experiencia religiosa sustituye a la razón, y elimina al mismo tiempo la Revelación exterior y la fe teologal. Sabatier (+1901), en su «Esbozo de una filosofía de la religión» (1879), establece el primado de la experiencia religiosa subjetiva sobre la razón y la fe objetiva. Bergson (+1941), en clave evolucionista, entiende también la religión como una íntima experiencia de la conciencia. Y en la misma línea Blondel (+1949), inmanentista, confundiendo el orden natural y el sobrenatural, con su impulso vital creador, entiende la verdad como «adequatio rei et vitæ» (adecuación de la realidad y la vida), y no como «adequatio rei et intellectus» (de la realidad y la inteligencia).
La Iglesia del XIX combate incesantemente contra éstos y otros errores modernos. Todas estas filosofías no-realistas, sino idealistas, dan al pensamiento una primacía decisiva sobre una realidad de la que sólo puede conocerse el fenómeno, y coinciden en una aversión cerrada contra la filosofía realista cristiana, y su tradición aristotélico-tomista. Todo hace pensar que el Occidente cristiano, en buena parte, se ha vuelto loco: es un enfermo mental.
La Iglesia condena el liberalismo de Lamennais (+1834), el fideísmo de Bautain (1840), el racionalismo de Hermes (1835) y de Günter (1857), el ontologismo de Gioberti (1861). Y Pío X reprueba los errores modernos en la encíclica Quanta cura y en el Syllabus (1864). También el Concilio Vaticano I (1869-1870) frena esta oleada de errores que destruyen la Revelación, el orden sobrenatural, el Magisterio de la Iglesia, la capacidad de la razón para conocer, la fe como virtud de conocimiento sobrenatural, la validez inmutable de los dogmas, la infalibilidad personal del Papa. Pero continúa propagándose en Europa aquella locura del pensamiento religioso iniciada a comienzos del XVI por el libre examen de Lutero: Renan (+1892), el modernismo de Loisy (+1940). León XIII, como vimos, publica la encíclica Providentissimus (1893), e instituye la Pontificia Comisión Bíblica (1902). Otros personajes históricos, como Karl Marx (1818-1883) y Sigmund Freud (1856-1939), se unen a los enemigos de la Iglesia, y extienden su influjo en magnitudes enormes.
Notemos, sin embargo, que en el fragor de estos combates tan grandes y persistentes, la Iglesia del siglo XIX sigue pujante en vocaciones sacerdotales y religiosas; la práctica religiosa y la cultura general se mantiene en las familias cristianas; es muy importante la renovación de los estudios filosóficos, teológicos y bíblicos; y bien puede decirse que el siglo XIX es, con los primeros siglos y el XVI, el siglo de las misiones. El Evangelio, tan terriblemente combatido por filósofos y apóstatas de todos los pelajes en un Occidente descristianizado en muchos de sus intelectuales, se difunde y arraiga en numerosas naciones paganas.
–El modernismo, como conjunto de todos los errores y herejías, es sinuosamente multiforme. Aborreciendo el modernismo los conceptos precisos, y evitando toda exposición sistemática –por principio evolucionista, anti-escolástico, por impulso vitalista y sentimental, y por tanto irracional, y también por astuta cautela–, se expresa en formas a veces más literarias que filosóficas, y sin temor alguno a la contradicción, sabe confesar simultáneamente la ortodoxia y la más pésima heterodoxia, cambiando en una evolución consciente y oculta el significado de las palabras. Todo esto hace que sea sumamente difícil combatirlo. Más aún cuando está empeñado en permanecer disimulado y activo dentro de la Iglesia.
Tampoco el modernismo se organiza socialmente, como hace notar Sabatier: «El modernismo no es ni un partido ni una escuela: es una orientación [un espíritu]. Sería algo muy delicado querer indicar los signos característicos por los que se reconoce a sus adherentes. ¡Son tan distintos unos de otros! Junto al exegeta, el historiador y el sabio, se ve al puro y simple demócrata. Al lado del poeta está el humilde sacerdote obrero. Junto al obispo se halla el simple seminarista. Y, no obstante, a pesar de todas esas diferencias de situación, de preocupaciones y de vocación, se reconocen entre sí. En ningún lugar hay listas hechas o alguna señal de adhesión: y, sin embargo, se adivinan y se acercan entre sí, y forman un solo corazón y una sola alma».
–El Papa San Pío X combate contra el modernismo con la fuerza del Espíritu Santo (1835-1914). Es el primer Papa canonizado desde San Pío V (+1572). No habiendo tenido una formación académica especialmente notable, muestra en el tiempo de su pontificado (1903-1914) una lucidez intelectual difícilmente superable. San Pío X cree firmísimamente en la fe católica, que él ejercita al modo divino, es decir, según los dones intelectuales del Espíritu Santo –ciencia, consejo, entendimiento, sabiduría–; él cree en el poder real de conocimiento que tiene la razón, con el realismo propio del sentido común; cree en los Evangelios, y en su historicidad e inerrancia, que por la inspiración, proceden del Autor divino. De él dice el Cardenal Mercier:
«Si al nacer Lutero o Calvino, la Iglesia hubiera contado con pontífices del temple de Pío X ¿habría logrado la Reforma apartar de Roma a un tercio de la Europa cristiana? Pío X salvó a la cristiandad del peligro inmenso del modernismo, es decir, no de una herejía, sino de todas las herejías a la vez». Y lo hizo sobre todo por el decreto Lamentabili del Santo Oficio y por las enseñanzas y normas de la encíclica Pascendi; sobre los errores de los modernistas.
–El decreto Lamentabili (1907, Dz 3401-3467), ante el auge del modernismo, no combatido al detalle por la Providentissimus en el plano filosófico, se vio precedido en el año 2003, cuando dos teólogos presentaron al Cardenal Richard, arzobispo de París, un elenco de treinta y tres proposiciones erróneas, extraídas de los escritos de Loisy. En ese mismo años sus obras fueron incluidas en el Indice.
La finalidad del decreto es la misma que la del Syllabus de Pío IX (1864): defender al pueblo cristiano de los innumerables errores que iban invadiendo Facultades teológicas, Seminarios, parroquias, librerías religiosas. El Lamentabili contiene sesenta y cinco proposiciones, de las cuales cincuenta proceden de textos de Loisy y el resto de Tyrrel y Le Roy.
El decreto condena en primer lugar la emancipación de la exégesis respecto del Magisterio apostólico (1-8): una exégesis que ignora totalmente el Magisterio necesariamente viene a ser errónea. Sigue con la afirmación de la inspiración y la inerrancia de la Sagrada Escritura (9-19) y con la exposición auténtica de la Revelación y los dogmas (20-26), especialmente aquellos que confiesan a Cristo (27-38), los sacramentos (39-51), la Iglesia (52-57) y la inmutabilidad de las verdades religiosas (58-65). La última proposición rechaza como en síntesis todas las anteriores: «El catolicismo actual no puede conciliarse con la verdadera ciencia, si no se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en protestantismo amplio y liberal» (65). Afirmar, pues, que protestantismo liberal y modernismo son hermanos es una verdad evidente. Destaco algunas proposiciones:
(9) Son ignorantes los que «creen que Dios es verdaderamente autor de la Sagrada Escritura». (14) «En muchas narraciones, los evangelistas no refirieron tanto lo que es verdad, cuanto lo que creyeron más provechoso para los lectores, aunque fuera falso».
(20) «La revelación no pudo ser otra cosa que la conciencia adquirida por el hombre de su relación para con Dios». (23) «Puede existir y de hecho existe oposición entre los hechos que se cuentan en la Sagrada Escritura y los dogmas de la Iglesia que en ellos se apoyan».
(29) «El Cristo que presenta la historia es muy inferior al Cristo que es objeto de la fe». (35) «Cristo no tuvo siempre conciencia de su dignidad mesiánica». (36) «La resurrección del Salvador no es propiamente un hecho de orden histórico, sino un hecho […] que la conciencia cristiana derivó paulatinamente de otros hechos». (38) «La doctrina sobre la muerte expiatoria de Cristo no es evangélica».
(52) «Fue ajeno a la mente de Cristo constituir la Iglesia como sociedad que había de durar siglos». (56) El primado de la Iglesia Romana se formó «no por ordenación de la divina Providencia, sino por circunstancias meramente políticas».
(58) «La verdad no es más inmutable que el hombre mismo, pues se desenvuelve con él, en él y por él».
Como sabemos, todos estos errores, señalados y condenados hace cien años, están hoy muy vigentes en la Iglesia, hasta el punto en que en no pocas Iglesias locales de Occidente son más profesados que los dogmas de la fe católica.
–La encíclica Pascendi (8-IX-1907, Dz 3475-3500), vino a ser respecto al decreto Lamentabili lo mismo que la encíclica Quanta cura en relación al Syllabus (1864): un desarrollo amplio y argumentado de una lista escueta de proposiciones condenadas. La principal virtud de esta encíclica está en haber dado formulación precisa y sistemática a un conjunto informe, deliberadamente oscuro, confuso y equívoco, de las gravísimas herejías del modernismo. Advierte la encíclica en su inicio que «cada modernista presenta y reúne en sí mismo una variedad de personajes… el filósofo, el creyente, el apologista, el reformador», etc.
–El filósofo modernista es agnóstico-ignorantista, pues «la razón humana está rigurosamente encerrada en el círculo de los fenómenos» (4). Por el principio de la inmanencia, la verdad, la revelación, «no puede buscarse fuera del hombre, sino en su interior», y «la fe reside en un sentimiento íntimo engendrado por la indigencia de lo divino» (5).
–El creyente modernista sabe que la formulación del fenómeno necesita «una cierta transfiguración del fenómeno», que a su vez implica «una como desfiguración» (7). La religiosidad es pues un «puro desarrollo del sentimiento religioso» (8). Y el sentimiento, elaborado por la inteligencia sobre él, forma «el dogma» (9).
–La teología modernista enseña que los dogmas son «símbolos, imágenes de la verdad, y que, por tanto, han de acomodarse al sentimiento religioso», que es cambiante (10). «No sólo puede desenvolverse y cambiar el dogma, sino que debe». Deben los dogmas evolucionar y cambiar si «han de ser vitales y han de vivir la vida misma del sentimiento religioso» (11). Por otra parte, deben tenerse «por verdaderas todas las religiones», pues el sentimento religioso es común, aunque diverso, en todos los pueblos (13).
–El exegeta modernista entiende que los Libros sagrados son «una colección de experiencias [religiosas], no de las que están al alcance de cualquiera, sino de las extraordinarias e insignes, que suceden en toda religión» (21). Dios habla por ellos al creyente, pero sólo «por la inmanencia y permanencia vital» (21). La Biblia es, pues, «una obra humana compuesta por los hombres para los hombres» (21). «Si se encuentra algo que conste de dos elementos, uno divino y otro humano, lo humano vaya a la historia, lo divino a la fe. De aquí la conocida división [del protestantismo liberal y de los modernistas] del Cristo histórico y el Cristo de la fe» (28).
–El reformador modernista propugna cambios profundos en la filosofía, que ha de acomodarse «a la filosofía moderna, la única verdadera y la única que corresponde a nuestros tiempos» (37). La evolución es un principio vital inexorable y universal. «Si, pues, no queremos que el dogma, la Iglesia, el culto sagrado, los libros que reverenciamos como santos, y aún la misma fe, languidezcan con el frío de la muerte, deben sujetarse a la leyes de la evolución» (25). Tomando la filosofía moderna como fundamento, es como ha de «renovarse la teología». Y el mismo criterio ha de aplicarse a dogmas, catequesis, culto sagrado, régimen de la Iglesia, doctrina moral, vida sacerdotal, en la que debe suprimirse el celibato obligatorio (37). «La Iglesia nace de la colectividad de las conciencias [de los discípulos de Cristo], y de igual manera la autoridad [en ella] procede vitalmente de la misma Iglesia», no de institución divina (22). Consecuentemente, como «el magisterio nace de las conciencias individuales, depende de las mismas conciencias y, por lo tanto, debe someterse a las formas populares» (24).
Todo esto muestra claramente que el modernismo es «un conjunto de todas las herejías» (38), pues todas y cada una de las verdades de la fe católica, aunque se conserven de palabra con fórmulas deliberadamente ambiguas, quedan falsificadas –por el agnosticismo, –por el egologismo idealista, –por el inmanentismo sentimental, vitalista y experiencial, –y por el evolucionismo; principios filosóficos que, realmente, hacen de los modernistas unos verdaderos enfermos mentales: cristianos que al perder la fe, han perdido la razón, y se han suicidado intelectual y moralmente. Como era previsible: corruptio optimi pessima.
En la Pascendi indica en su última parte las causas y tácticas del modernismo, declarando contra éste una guerra total.
–Entre las causas del modernismo señala el Papa como principal «la perversión de la inteligencia», la basura filosófica, en otras palabras; a la que se añaden «la curiosidad y el orgullo», que describe con suma precisión. Los Obispos deben «resistir a hombres tan orgullosos, ocupándolos en los oficios más oscuros e insignificantes, para que tengan menos facultad de dañar» (41). A esos dos vicios agrega también como causa la ignorancia: «quieren pasar por doctores de la Iglesia», y reformarlo todo, mientras que desconocen las maravillas de la filosofía y de la teología coherentes con las verdades católicas (42).
–Sus tácticas son a un tiempo obscuras y patentes. Ridiculizan y desconocen «el método escolástico de filosofar, la autoridad de los Padres y la tradición, el Magisterio eclesiástico». Y «es tanta su actividad y tan incansable su trabajo, que da verdadera tristeza ver cómo se consumen con intención de arruinar la Iglesia» (42). «Para hacer despreciable y odiosa a la mística Esposa de Cristo, que es la luz verdadera, los hijos de las tinieblas acostumbran atacarla en público con absurdas calumnias, y llamarla enemiga de la luz y del progreso de las ciencias». Y atacan también, lógicamente, «con extremada malevolencia y rencor a los varones católicos que luchan valerosamente por la Iglesia… les acusan de ignorancia y terquedad… y procuran quitarles eficacia oponiéndoles la conjuración del silencio». Si condena la Iglesia la obra de alguno de sus autores, «no sólo lo alaban en público, sino que llegan a tributarle casi la veneración de mártir de la verdad» (43). Merece la pena leer completos estos números de la encíclica (41-44), tanto por la descripción exacta de la acción de los modernistas, como para reconocer que siguen actuando del mismo modo en los tiempos de la Iglesia que hoy vivimos.
También el Romano Pontífice dispone los remedios adecuados a la grave epidemia modernista, siguiendo en ello el ejemplo de las grandes Reformas que se han producido en la historia de la Iglesia, como, la gregoriana o la tridentina. A grandes males, grandes remedios.
Exige el Papa en la encíclica que sea operativa la vigilancia sobre la ortodoxia, esa vigilancia que los Obispos especialmente, en conciencia y con autoridad, deben ejercitar; como también párrocos, profesores, superiores de las familias religiosas: todos ellos no pueden permanecer callados e inermes (45). Han de tener en cuenta que los modernistas emplean «la novedad de los vocablos» (54) para difundir engañosamente sus doctrinas [Pío XII insistirá en esta cuestión: Humanæ generis 11]. Manda sanear los estudios eclesiásticos, comenzando por la filosofía, purificándola de los sistemas filosóficos absurdos de moda, y afirmándola en el realismo de la tradición filosófica cristiana, bajo la guía de Santo Tomás de Aquino, pues apartarse de él, «en especial en las cuestiones metafísicas, nunca dejará de ser un gran perjuicio» (46). Da normas muy concretas y positivas sobre la elección de rectores y profesores de seminarios y facultades, mandando al mismo tiempo «destituir a los que descubierta o encubiertamente favorecen el modernismo» (49). Presta también atención especial a la disciplina que debe seguirse en la Iglesia tanto en las editoriales católicas como en las librerías y revistas (50-53). Dispone que «en cada diócesis» se establezcan comisiones doctrinales, integradas por hombres de probada fe católica (54).
En el motu proprio Præstantia Scripturæ (18-XI-1907), «con el fin de reprimir los espíritus cada día más audaces de los modernistas», que resisten el decreto Lamentabili y la Pascendi, conmina el Papa sobre ellos la excomunión (Dz 3503 actual da el texto muy abreviado; ver Dz antiguo 2113-2114).
–Los modernistas, aunque persistien en sus errores, son conscientes de su derrota. Se dan cuenta de que los remedios ordenados por el Papa San Pío X serán capaces, como lo fueron, de acabar con sus intentos de deformar la Iglesia en dogmas, jerarquía, filosofía, teología, sacramentos, moral, aceptación del mundo, etc. Mantienen, sin embargo, su decisión de permanecer dentro de la Iglesia, para deformarla desde dentro.
Poco después de la Pascendi, los modernistas publican en forma anónima un Programma dei modernisti (Turín, XI-1907), en el que confirman la inconciliabilidad de la filosofía moderna, la verdadera, con la doctrina y tradición de la Iglesia. Y una vez más, como en la crisis jansenista, rechazan en su escrito estas condenaciones doctrinales del Magisterio apostólico, alegando que no expresan fielmente sus doctrinas, y que las falsean para condenarlas. Conviene, sin embargo, recordar que el apóstata Loisy –ya fuera de la Iglesia, y sin temor a sus reprobaciones– confesaba poco más tarde:
«La encíclica de Pío X fue impuesta por las circunstancias. El Pontífice dijo la verdad al declarar que no podía guardar silencio sin traicionar del depósito de la doctrina tradicional. Al punto al que han llegado las cosas, su silencio habría sido una enorme concesión, el reconocimiento implícito del principio fundamental del modernismo: la posibilidad, la necesidad y la legitimidad de una evolución en la manera de entender los dogmas eclesiásticos, incluidos los de la infalibilidad y autoridad pontificia, así como las condiciones de ejercicio de esa autoridad… La encíclica Pascendi no es más que la expresion total, inevitablemente lógica, de la enseñanza recibida en la Iglesia desde fines del siglo XIII». O más exactamente, desde el siglo I.
–El Juramento antimodernista, como la Pascendi, viene exigido poco después de la encíclica por las circunstancias. Tres años después de ella, promulga Pío X el motu proprio Sacrorum antistitum (1-IX-1910: Dz 3537-3556), en el que se formula el Juramento antimodernista, que enumera y afirma una tras otra todas las verdades fundamentales de la fe negadas por los modernistas: poder de la razón, naturaleza intelectual de la fe, Revelación externa, milagros y profecías, institución de la Iglesia, inmutabilidad del sentido de los dogmas, etc. Todos los clérigos con cura de almas, y con especial solemnidad aquellos que han de dedicarse al gobierno pastoral o a la docencia, están obligados a profesar y firmar el juramento antimodernista. De su texto destaco un par de proposiciones fundamentales.
–…«profeso que la fe no es un sentimiento ciego de la religión que brota de los escondrijos de la subconciencia… sino un verdadero asentimiento del entendimiento a la verdad recibida de fuera por el oído», mediante el ministerio apostólico. – «Repruebo el error de quienes afirman que la fe propuesta por la Iglesia puede repugnar a la historia, y que los dogmas católicos, en el sentido en que ahora son entendidos, no pueden conciliarse con los más exactos orígenes de la religión cristiana»… «como si fuera lícito al historiador sostener lo que contradice la fe del creyente». Uno es el Jesús histórico y otro muy distinto el Cristo de la fe, idealizado por las primeras comunidades cristianas y descrito en los Evangelios.
–El modernismo, ciertamente, sigue vivo dentro de la Iglesia actual. Es verdad que durante varios decenios la acción inteligente y fuerte promovida en la Iglesia por San Pío X debilita grandemente su vigencia pública, dejándola inerme y soterrada. Pero Pío XII, medio siglo después, en la encíclica Humani generis; sobre las falsas opiniones contra los fundamentos de la doctrina católica (1950), se ve forzado a renovar el combate de San Pío X, esta vez contra la «teología nueva», que viene a ser un neomodernismo. Y en los años siguientes se produce en la Iglesia una cierta paz en la ortodoxia y la ortopraxis, hasta el punto que en 1967, después del Concilio Vaticano II, deja de ser obligatoria la profesión del juramento antimodernista.
Sin embargo, amparándose en el llamado «espíritu del Concilio», y abriéndose más y más, por un falso ecumenismo, al protestantismo liberal, en no pocas Iglesias locales de hoy las doctrinas modernistas, especialmente en la exégesis –que condiciona directamente la teología–, prevalecen sobre la fe católica.
Los católicos que actualmente, por pura gracia de Dios, mantienen la ortodoxia y la ortopraxis de la Iglesia, reúnen las siguientes notas:
1.–Conocen la doctrina de los modernistas, porque el Magisterio apostólico la ha descrito y condenado en numerosos documentos. Son, pues, conscientes de que los modernistas, dentro de la Iglesia católica, son realmente protestantes liberales, que quieren transformar la Iglesia desde dentro.
2.–Saben a ciencia cierta que el modernismo en ciertas regiones de la Iglesia católica está vigente, y hace grandes estragos en la fe y en la moral, en la liturgia y en la disciplina eclesial, creando así en ellas una situación semejante a la que San Pío X combatió hace unos cien años.
No hacen, pues, ningún juicio temerario cuando estiman que son modernistas aquellos autores actuales que incurren en todos o al menos en muchos de los errores claramente precisados hace un siglo por el Magisterio apostólico. Son evidentemente modernistas todos aquellos que en su exégesis ignoran hoy el Magisterio y la Tradición; que niegan la historicidad de los Evangelios, y consiguientemente su inspiración divina y su inerrancia; que afirman una Revelación inmanente, no exterior y procedente de un Dios que habla a los hombres por los profetas, apóstoles y evangelistas; que presentan un Jesús histórico inconciliable con el Cristo de la fe; que niegan la conciencia mesiánica y divina de Cristo; que no reconocen la historicidad real de sus milagros; que rechazan el sentido inmutable de los dogmas; que ven la Iglesia, el Primado romano, el Episcopado y los sacramentos como instituciones meramente humanas, ajenas a la intención de Cristo; que no creen en la Iglesia como sacramento universal de salvación, sino que la igualan con las otras religiones; que contradicen al Magisterio apostólico en graves cuestiones: sacerdocio ministerial, naturaleza sacrificial y expiatoria de la Misa, aborto, sacerdocio femenino, divorcio, eutanasia, homosexualidad, etc.; que estiman, en fin, que «la verdad no es más inmutable que el hombre mismo, pues se desenvuelve con él, en él y por él» (Lamentabili 58); y que exigen, consecuentemente, que la Iglesia se transforme «en un cristianismo no dogmático, es decir, en un protestantismo amplio y liberal» (ib. 65).
(Nota.–No creo que merezca la pena hablar hoy de neomodernistas: quienes lo son, merecen ser llamados simplemente modernistas. Lo mismo que lo luteranos de hoy, aunque en cinco siglos hayan evolucionado, y mucho, en sus doctrinas, no son llamados neoluteranos. Tampoco conviene calificarlos sólo por alguno de sus errores; por ejemplo, decir que son arrianos: siendo modernistas son arrianos, pelagianos, etc., pues profesan más o menos «un conjunto de todas las herejías»; Pascendi 38).
3.–Siguen creyendo que la Iglesia católica ha sido, ES y será siempre «la columna y el fundamento de la verdad» (1Tim 3,9), de tal modo que «resisten firmes en la fe» (1Pe 5,9) y se mantienen en la paz, en la esperanza e incluso «en la alegría» (Flp 4,4; 1Tes 5,16).
4.–Saben con la certeza de la fe que «todo colabora al bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Y por eso no se escandalizan de la Providencia divina, que causa bienes y permite males en la exacta medida señalada por su sabiduría misericordiosa. No están, pues, perplejos ni desanimados, y tampoco tristes, temerosos y amargados.
5.–Confían absolutamente en la Iglesia Católica, una, santa, apostólica y romana –en esta Iglesia, la actual: no hay otra–, pues Cristo, su fiel Esposo, la guarda y la guía. Él ha recibido «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18), y con potencia irresistible «vive y reina –vive y reina, efectivamente, día a día– con el Padre, en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén».