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Capítulos 16-18

El camino por el Desierto

15,22-27: La fe, probada

Estos versículos finales del c.15 introducen la marcha por el desierto. El pueblo liberado de la servidumbre, que ha experimentado las maravillas, las obras grandes del Señor, inicia su camino hacia la Tierra prometida. Pero antes de llegar a ella está el camino por el desierto. Camino largo, duro, difícil...

Sorprende enormemente que después de la experiencia del éxodo y del canto triunfal nos encontremos esta reacción: «El pueblo murmuró contra Moisés diciendo: «¿Qué vamos a beber?». Contrasta fuertemente con la confianza exultante expresada en el canto de Moisés y con lo afirmado en 14,31: «Viendo Israel la mano fuerte que el Señor había desplegado contra los egipcios temió el pueblo al Señor y creyeron en el Señor y en Moisés su siervo». Apenas experimentada «la mano fuerte» del Señor en la situación crítica del Mar Rojo, ante la primera nueva dificultad el pueblo se queja, se revela, se manifiesta duro de cerviz.

El contraste es grande, y la sorpresa comprensible. Sin embargo, conviene fijarnos con detenimiento. Estas quejas del pueblo parecen estar justificadas: el camino por el desierto es agotador, con sed, con hambre, con cansancio, con dificultades de todo tipo. ¿No tendrá razón el pueblo? ¿No será que Dios le pide demasiado?

Ciertamente las dificultades están ahí, son pruebas terribles. Pero el pueblo hace mal con quejarse y protestar. Con ello está manifestando su falta de fe. Al quejarse manifiesta que no se fía del Dios que les ha hecho libres y ahora les guía: también ahora son conducidos por la «mano fuerte», aunque invisible, del Señor. Al protestar dan a entender que no ven las dificultades presentes bajo el dominio de su Dios, que se ha mostrado Señor de la historia. No acaban de creer que el Señor seguirá sosteniéndolos en medio de todo tipo de pruebas y dificultades. No aceptan la voluntad de Dios que en su providencia permite estas dificultades ni creen en su poder que puede librarlos de ellas.

El texto bíblico nos da la clave de esta situación: El Señor «puso a prueba» a Israel (v.25). «Probar» es «poner a prueba», examinar en la práctica en situaciones-límite para ver hasta dónde el esfuerzo es posible y de qué la persona probada es capaz (Gen 22,1; Ex 20.20; Dt 8,2.16; 13,4). Se trata de una situación que no tiene solución fuera de la fe: ante la carencia de todo apoyo natural, Dios pide una confianza incondicional. Cuando Dios nos prueba nos está empujando a arrojarnos en sus brazos, a abandonarnos a su protección. Ante lo extremo de la dificultad, en la que se pierde pie, sólo quedan dos salidas: la confianza en Dios o la desesperación. Las situaciones de pruebas grandes son oportunidades preciosas para dar de lado apoyos falsos y apoyarse sólo en Dios, pero es grande también el peligro de renegar de Dios y hundirse en la desesperación. Dios, por su parte, manda o permite la prueba por amor, para sacarnos de la instalación, de los falsas seguridades, y hacernos vivir colgados de El.

Dios mismo apunta la solución (v.26): «Si de veras escuchas la voz del Señor, tu Dios...» En el camino del desierto, en medio de las pruebas y dificultades, nuestro agarradero, nuestra única garantía es la palabra del Señor. Se trata de permanecer atentos a su voz, pendientes de su palabra. Es ella la que guía, la que sostiene en medio de las pruebas. A través de su palabra es Dios mismo quien nos conduce y nos fortalece. Su palabra ilumina nuestra fe, conforta nuestra esperanza, enardece nuestro corazón...

16: El don del maná

El pecado del pueblo es siempre el mismo: bajo distintos aspectos y en diversas circunstancias es siempre su falta de fe lo que se pone de relieve. Aquí se manifiesta en que reniegan de la situación en que el Señor les ha colocado, lamentándose de no haber muerto en Egipto (v.3) y en que han perdido de vista que toda la aventura en que están embarcados tiene a Dios mismo como iniciador y protagonista (dicen a Moisés y Aarón: «Vosotros nos habéis traído a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea»). Y el pecado es tanto más grave cuanto más son reiteradas las pruebas que Dios da de su providencia amorosa: llega entonces a ser un pecado de obstinación, de rebeldía, de endurecimiento.

El salmo 106, una meditación sobre el pasado de Israel, presentará así los reiterados pecados del pueblo: «Hemos pecado como nuestros padres... Nuestros padres, en Egipto, no comprendieron tus prodigios. No se acordaron de tu inmenso amor, se rebelaron contra el Altísimo... Pronto se olvidaron de sus obras, no tuvieron en cuenta su consejo... A Dios tentaban en la estepa... Olvidaban a Dios que les salvaba, el autor de cosas grandes en Egipto, de prodigios en el país de Cam, de portentos en el mar Suf... En su palabra no tuvieron fe, murmuraron dentro de sus tiendas, no escucharon la voz del Señor...» He ahí el fondo de todo pecado: «olvidar» las grandes obras realizadas por el Señor, «no comprender» lo que hay detrás de ellas (su amor, su poder, su sabiduría), «no fiarse» de la palabra del Señor, «quejarse» de El (Parecidas reflexiones en el Sal 78).

A pesar de todo, Dios condesciende y da a su pueblo una nueva prueba de su cuidado paternal. A través de sus dones es Dios mismo quien se manifiesta: «Sabréis que es el Señor» (v.6), veréis la gloria del Señor» (v.7). Dios da sus dones para que le conozcamos a El, para que entremos en comunión con El por la fe y la gratitud. Pero ésta es nuestra tragedia: nos quedamos en los dones de Dios sin reparar en el que nos los da y en el amor que está detrás de ese don.

Moisés insiste: «No van contra nosotros vuestras murmuraciones, sino contra el Señor». Dios se identifica con su enviado. Cada vez que nos quejamos de algo o de alguien es en el fondo de Dios mismo de quien nos quejamos. Puesto que El es el Señor de la historia y conduce todo con su poder y su sabiduría, El es el responsable último de todo: «Ni un cabello de vuestra cabeza cae sin el permiso de vuestro Padre» (Mt 10,29-30). Toda queja es siempre, implícita o explícitamente, una queja contra el Señor.

«Este es el pan que el Señor os da por alimento». Independientemente de cual sea la explicación del maná, el texto subraya claramente que se trata de una intervención especial de Dios en favor de su pueblo. Se trate o no de una intervención especial de Dios en favor de su pueblo. Se trate o no de un milagro en sentido estricto, lo cierto es que el pueblo ha experimentado una vez más la mano providente de su Dios. Sirviéndose tal vez de un fenómeno natural de aquella región Dios ha dado a los suyos un alimento con el que no contaban. Inesperadamente, el don de Dios ha venido en socorro de su pueblo. Como siempre, en el último momento. Dios no abandona a su pueblo, pero tampoco le hace nadar en la abundancia. Cuida de su pueblo, pero le hace pasar escasez, para que recurra a su Dios y confíe en El. Dios nos da lo que necesitamos: sea cual sea el medio, es siempre don suyo, don «bajado del cielo».

La providencia de Dios se manifiesta también en que cada uno recibe justo lo que necesita: «Ni los que recogieron mucho tenían de más ni los que recogieron poco tenían de menos; cada uno había recogido lo que necesitaba para su sustento». Dios es «detallista»: da a cada uno lo que necesita. Y esto en todo: los dones y cualidades que cada uno recibe son aquellos que necesita para cumplir la misión que Dios mismo le ha encomendado dentro de su plan de salvación, ni más ni menos. Y como no todos tenemos la misma misión, tampoco todos recibimos los mismos dones, que son siempre en favor de los demás. Otra cosa son las injusticias sociales: cuando alguien carece de lo que realmente necesita, no es culpa de Dios, sino nuestra: alguien se ha apropiado del sustento del hermano.

Por otra parte, la verdadera confianza en la providencia de Dios está frontalmente en contra de la actitud de acumular: «Que nadie guarde nada para el día siguiente» (v.19). Acumular es no fiarse del Señor, que da lo que necesitamos justo en el momento en que lo necesitamos. ¡Cómo resuenan aquí tantas palabras de Jesús en el evangelio! «No andéis preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber? ¿Con qué vamos a vestirnos? Por todas esas cosas se afanan los gentiles, pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso... Así que no os preocupéis del mañana...» (Mt 6,31-34). Más aún, el texto del Exodo nos dice que algunos guardaron algo para el día siguiente, pero eso se pudrió (v.20). El evangelio nos exhorta a no acumular tesoros que se corrompen, sino a dar limosna y acumular tesoros en el cielo (Lc 12,33-34).

La tradición cristiana (cfr. sobre todo Jn 6) ha visto en el maná la prefiguración de la eucaristía. Ella es el verdadero pan bajado del cielo con el que Dios alimenta y sustenta a su pueblo. Los que por el bautismo han salido del Egipto de pecado atraviesan ahora el desierto hacia la Tierra prometida, hacia la Casa del Padre. En este camino deben afrontar pruebas de todo tipo, dificultades y tentaciones; el camino, como en el caso de Elías, es superior a sus fuerzas (1Re 19,7-8). Pero precisamente el don de la Eucaristía, alimento de los fuertes, viene a sostener y a vigorizar para este camino; es el viático que hace posible soportar las pruebas y vencer las tentaciones...

17,1-7: Tentar a Dios

La historia se repite. Nuevas dificultades, nuevas quejas, nuevos pecados... Ante todo llama la atención que Dios socorre a su pueblo, pero no le ahorra la dificultad. Le hace permanecer en el desierto y permite que le acosen nuevas pruebas. A la prueba del agua amarga y del hambre, sucede ahora la de la sed... Ello es iluminador para nosotros que muchas veces suplicamos a Dios para que nos saque de la prueba. El, sin embargo, frecuentemente no quiere sacarnos de la prueba -en su sabiduría y en su amor providentes sabe que es para nuestro bien-, sino sostenernos en ella, darnos fuerza para no decaer, para no ser dañados por ella, sino salir de ella victoriosos, purificados, crecidos...

El pecado del pueblo consiste en «tentar al Señor» (v.2). La expresión significa querer obligarle a que dé pruebas, exigir su intervención como si fuera un derecho; prácticamente es un desafío, un obligarle a decidirse como si tuviera que obedecer a los hombres. Tentar a Dios significa en el fondo endurecer el corazón (cfr. Sal 95,8-9) y dudar de Dios: «¿Está o no está el Señor entre nosotros?» (v.7). En el fondo siempre la misma falta de fe: «¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed...?» (v.3).

Sin embargo, Dios demuestra que su providencia no conoce límites. Puesto a cuidar de su pueblo, puede hacer surgir agua incluso de una roca. A mayores dificultades, mayores respuestas del Señor. Realmente, «para El nada hay imposible» (Lc 1,37). Con ello contesta a la pregunta: «¿Está o no está el Señor entre nosotros?». Responde con los hechos, con obras, que son elocuentes por sí mismas. La existencia de Dios no se «demuestra» con razones, sino con el testimonio de sus obras, aquellas que sólo El puede realizar, aquellas que son humanamente inexplicables...

17, 8-16: La victoria es del Señor

A continuación nos encontramos con otra prueba del desierto: además del hambre y la sed, el pueblo sufre el ataque de los amalecitas. Será otra ocasión de experimentar el cuidado amoroso de su Dios, que además del pan y el agua les da la fuerza para combatir y vencer.

La tradición cristiana ha visto en este pasaje la eficacia inmensa de la intercesión. Moisés no está en el campo de batalla; se encuentra en lo alto del monte, con las manos alzadas a su Dios en favor de su pueblo que combate allá abajo en la llanura: su misma ubicación física resalta su papel de mediador. Y su intercesión es tan decisiva que el texto subraya que «mientras Moisés tenía alzadas las manos vencía Israel, pero cuando las bajaba vencía Amalec».

Moisés es figura de Cristo, nuestro perfecto y definitivo mediador, a quien la carta a los Hebreos presenta subido al cielo, donde «está siempre vivo para interceder en nuestro favor» (Hb 7,25). La Iglesia se apoya en esta intercesión continua y eficaz de Cristo y vive de ella. Pero también la actitud de Moisés es modelo para los miembros de esta Iglesia, pastores y fieles, que además de combatir han de orar, más aún, deben sobre todo orar, conscientes de que la victoria es obra de Dios. Cuando en estos tiempos la Iglesia sufre tantas derrotas a manos de sus enemigos, ¿no será porque hemos bajado las manos? Porque la afirmación del texto bíblico sigue siendo verdad: con las manos alzadas se logra la victoria, porque es una guerra del Señor (cfr. 1Sam 17,47), con las manos caídas sólo se cosechan derrotas.

Otros, en cambio, apoyados en el hecho de que se alude al «cayado de Dios» que está en la mano de Moisés (v.9), piensan que no se trata de una postura de oración, sino que es la postura del pastor, del jefe militar, que, cayado en mano, dirige el combate de su pueblo. En este caso, aunque varíen algunos aspectos, el sentido básico sigue siendo el mismo: para que el pueblo venza, el pastor debe estar «puesto en alto» (cfr. Ez 3,17), cerca de Dios; más aún, debe pastorear «con el cayado de Dios», es decir, en nombre de Dios, con su poder y su fuerza. Sólo así se logrará la victoria, que es don de Dios, pues los soldados deben combatir, pero la victoria es del Señor, que combate con ellos.