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Capítulo 3

1-6: La llamada

En los versículos finales del capítulo anterior hemos comprobado que Dios no está dormido. Al decirnos que Dios oye los gemidos, se acuerda de su alianza, mira y conoce, percibimos que se dispone a intervenir. En este capítulo asistimos a la primera intervención «visible» del Señor. A lo largo de él y del siguiente Dios va a invadir progresivamente la personalidad de Moisés, hasta convertirle en instrumento suyo. Esto es lo que simboliza la zarza que arde sin consumirse: el fuego cambia todo lo que toca, transformándolo en fuego o en otra materia; pero aquí el fuego arde sin consumir, sin destruir: es una bella y expresiva imagen de la acción de Dios sobre el hombre...

Dios se manifiesta a Moisés. Pero ha tenido que esperar a este momento, a que Moisés perdiera pie, a que se encontrase en el desierto. Dios se manifiesta en el desierto, donde no hay nada, donde el hombre no tiene nada, donde no significa nada para nadie. «Para venir de todo al Todo, has de dejar del todo a todo» (San Juan de la Cruz).

«Quita las sandalias de tus pies». Dios llama a Moisés. Toma Él la iniciativa. Y le llama por su nombre. Le llama hacia Él. Hacia el «terreno sagrado». Por eso es preciso que se despoje. En ese terreno Moisés no es dueño, no domina. Debe seguir perdiendo pie. Debe abandonarse a la acción de Dios. Sólo así podrá ser transformado.

Moisés responde: «Heme aquí». Es la única respuesta adecuada ante un Dios que ha comenzado a tomar la iniciativa. «Aquí estoy». Es la repuesta de disponibilidad y acogida. Es la actitud de dejar hacer a Dios. Será la respuesta de Samuel (1Sam 3,4) y de Isaías (Is 6,8)... Será la respuesta de María (Lc 1,38) y de Cristo (Hb 10, 7).

«Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob». Dios «se identifica», «se presenta». El Dios que pretende invadir la existencia de Moisés no es un ser abstracto. Tampoco es desconocido. Es el Dios vivo y personal que ha estado en relación cercana con sus antepasados. Sus «credenciales» son lo que ya ha realizado en la vida de sus padres. Moisés entra en esa historia de gracia inaugurada desde antiguo. También nosotros nos incorporamos a ella: ¿no deberíamos prestar más atención a los que nos han precedido en el signo de la fe, a los santos, a la historia de la Iglesia, para fortalecer nuestra fe y aprender los modos de la acción de Dios?

«Moisés se cubrió el rostro». Un nuevo paso en el despojamiento de Moisés: su vista queda velada, entra en la noche de la fe. Con el rostro cubierto ya no puede hacer uso de lo más precioso -y a la vez más necesario- que el hombre tiene: la capacidad de ver. Con ello reconoce que en el «terreno sagrado» en que ha sido introducido, la visión natural es inadecuada. Necesita cubrirse el rostro, necesita dejarse conducir. Moisés se abandona a la obediencia de la fe (cfr. Rom 1,5; 16,26). Ahora ya sí podrá Dios comenzar a iluminarle sus planes de salvación (vv. 7-12) y su propio Nombre divino (vv. 13-14). «Para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes» (San Juan de la Cruz).

7-12: El envío

Y de la experiencia de Dios arranca la misión. Ya vimos en el capítulo 2 cómo Moisés fracasó en su intentona liberadora porque la había emprendido por iniciativa propia. Ahora la emprenderá por iniciativa de Dios, que le envía. Y que le envía a partir de su encuentro vivo con Él. Moisés irá en nombre del Dios vivo que ha salido a su encuentro. Sólo quien tiene experiencia de Dios puede ser enviado en nombre de Dios. Sólo quien tiene experiencia de Dios puede aportar de verdad a los hombres algo que transcienda las fronteras de lo humano...

Ante todo, Dios hace a Moisés partícipe de sus planes: «He visto... he escuchado... conozco... He bajado para liberarle de la mano de los egipcios...» Moisés es levantado al nivel de los designios de Dios. Ya no es Moisés el que ve la situación penosa de sus hermanos (Ex 2,11) y actúa en consecuencia. Es Dios el que ve la opresión de su pueblo (Ex 3,7) y se hace cargo de ella; Moisés es llamado a entrar en la óptica de Dios y sólo desde ella es enviado a actuar.

Moisés es llamado a ser instrumento y colaborador de Dios. Dios ha comenzado a invadir su existencia y ésta ya sólo podrá entenderse desde Él. Dios dice: «He bajado a librar a mi pueblo...» (v. 8) y a continuación añade: «Ve... para que saques a mi pueblo...» (v. 10). Va a asumir no sólo los planes, sino la acción misma de Dios. Al «he bajado» de Dios corresponde el «ve» de Moisés. La acción de Dios se prolonga en la de Moisés, la dinamiza, la impulsa.

Pero Moisés no comprende tanto. De ahí su objeción: «¿Quién soy yo para ir a Faraón y sacar de Egipto a los israelitas?» (v. 11). ¡Ya no es aquel Moisés que se creía capaz de librar a su hermano hebreo o de poner paz entre sus hermanos! La expresión «¿quién soy yo?» denota un Moisés más realista, más conocedor de sí mismo, que reconoce la absoluta desproporción entre sus capacidades y la tarea que se le encomienda.

Sin embargo, Dios le responde: «Yo estaré contigo». Eso es todo. Esa es su seguridad y su garantía. Nada más... ¡y nada menos! El yo pequeño e insignificante de Moisés es apoyado y sostenido por el Yo infinito de Dios. Se puede decir que los dos están identificados en un único «yo» que tiene la fuerza y el alcance del Yo divino. Ahora entendemos mejor el «Ve» o el «Yo te envío» del versículo 10: Dios no le encarga esta misión como quedándose fuera; Dios va con él, de tal manera que las acciones de Moisés serán sobrehumanas, divinas; serán de Dios, de Dios en él, de Dios con él.

Es verdad que Dios le da una señal («esta será para ti la señal de que yo te envío») (v. 12), pero se trata de una señal futura, posterior a la realización de la misión: «Cuando hayas sacado al pueblo de Egipto daréis culto a Dios en este monte». Es decir, Moisés debe caminar en fe. Su única seguridad es Dios y su palabra. El signo vendrá después. No se trata de ver signos para creer, sino de creer para ver prodigios (cfr. Jn 2,23-25 y 4,46-53 comparados entre sí).

Un último detalle: Dios baja para hacer subir. «He bajado para librarle de la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel» (v. 8). Es típico de toda acción de Dios abajarse hasta el hombre para levantarlo (Sal 113,5-8). Para ello es preciso liberar al hombre, pero con el fin de levantarlo hasta Él, de hacerle capaz de darle culto (v. 12). Esta será la dinámica de la encarnación: el Hijo de Dios se abaja hasta nuestra nada (Fil 2,6-7), pero ya no sube solo: levanta consigo a una multitud (cfr. Ef 4,8).

13-15: El nombre de Dios

Dios revela su nombre. No le basta entrar en contacto con Moisés. Quiere además dar a conocer algo de sí mismo. Es verdad que el hombre puede conocer a Dios (Éx 33,20), en cuanto que Dios es absolutamente libre y soberano y el hombre no puede establecer ningún control o dominio sobre Él conociendo su ser íntimo. Pero no es menos cierto que uno de los presupuestos fundamentales de toda la Biblia es que Dios se manifiesta a sí mismo y que el hombre puede conocer al menos algo de Dios.

En este sentido, una de las interpretaciones del nombre de Yahveh es que la expresión «Soy el que Soy» es una especie de evasiva. Dios es inefable. La infinita riqueza de su ser no puede ser encerrada en un nombre. De ahí que de algún modo se niegue a responder a la petición de Moisés. «Soy el que Soy» remite al misterio de Dios, un misterio al que el hombre puede levemente asomarse, pero no puede en absoluto agotar, ni menos dominar.

En el pasaje de Ex 33,18-23 Dios permite a Moisés ver sólo «sus espaldas», pero no su rostro. Algo atisba de Dios, pero no puede comprender su plenitud inagotable. «De Dios sabemos más lo que no es que lo que es» (Santo Tomás de Aquino). Nuestra búsqueda de Dios ha de ser insaciable, pero hemos de acercarnos a Él con los pies descalzos, como Moisés, con inmenso respeto a su misterio y con enorme humildad, reconociendo que Dios nos desborda por todas partes, que muchas de nuestras conceptualizaciones en realidad desfiguran y hasta profanan el misterio de Dios, que al hablar de Dios o de sus actuaciones casi siempre nos equivocamos. Como Job, deberíamos concluir: «Era yo el que empañaba tus designios con razones sin sentido. Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro... Te conocía sólo de oidas... Por eso me retracto y me arrepiento...» (Job 42,3-6).

Y sin embargo, algo podemos conocer. Dios revela su nombre «Yo soy el que Soy» puede significar también «Soy el que está» contigo (cfr. v. 12); el que está con vosotros. Siendo inaccesible, inefable, incontrolable, Dios está presente. Se niega a encerrarse en una definición, pero se le percibe por su presencia, y una presencia que acompaña, que guía, que sostiene. El hombre no puede conocer la infinita trascendencia del Dios tres veces santo. Le basta conocer que está y que estará siempre. «Yo soy el que es y era y viene» (Ap 1,8). «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,10).

Y «Soy el que Soy» puede significar también «Soy el que seré»: es decir, Dios se irá dando a conocer no en un nombre abstracto, sino con las acciones maravillosas que irá realizando a lo largo de toda la historia del éxodo. Es ahí donde el pueblo conocerá de verdad quién es su Dios (Éx 6,7), su verdadera identidad, su «mano fuerte» (expresión que tanto se repetirá en los siguientes capítulos). De hecho, en el futuro Dios se remitirá constantemente a los prodigios realizados para hacerse identificar: «Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado de Egipto, de la casa de servidumbre» (Ex 20,2).

16-20: El plan de Dios

En estos versículos vemos cómo Dios hace partícipe a Moisés de sus planes. Los versículos 16-17 (misión confiada a Moisés) repiten casi literalmente los versículos 7-9 (designio de Dios): enviado en nombre del Señor, Moisés es introducido en los planes de Dios. La tarea que debe realizar no es de iniciativa suya y no puede ser llevada a cabo según unos planes propios. Dios trasforma a Moisés comunicándole sus propios planes.

Se diría que casi le detalla las etapas de su misión: «Reúne a los ancianos de Israel... diles... ellos escucharán tu voz... irás con los ancianos de Israel donde el rey de Egipto... le diréis...» Del principio al final se trata de realizar un plan que no es suyo. Le son indicadas las acciones que debe llevar a cabo y las palabras que debe transmitir. Moisés es totalmente y solamente el enviado de Dios, el profeta, el instrumento.

Pero lo que más llama la atención es que Dios le manifiesta incluso las dificultades que encontrará en su misión: «Ya sé yo que el rey de Egipto no os dejará ir...» Moisés queda así perfectamente equipado para su misión. Ni siquiera las dificultades deberán sorprenderle o desconcertarle. De antemano sabe que existirán. Y, lo que es más importante, sabe que Dios las tiene previstas, que forman parte incluso de su plan, que no escapan de la omnisciencia y de la omnipotencia del Señor. Dios cuenta con ellas para llevar a cabo su plan, que se realizará infaliblemente, irrevocablemente: «Yo extenderé mi mano y heriré a Egipto con toda suerte de prodigios que obraré en medio de ellos y después os dejará salir». El plan de Dios se realizará ciertamente, pero no por el camino más recto... según la lógica humana.

21-22

Chocan estos versículos que suenan a venganza. Y sin embargo, nada tienen de eso, pues son iniciativa y acción de Dios mismo («Yo haré que este pueblo halle gracia...»). También forman parte de su plan. En realidad están anunciando una de las características de la acción de Dios que hace justicia volviendo del revés las situaciones: «Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,52-53). «Los últimos serán primeros y los primeros, serán últimos» (Mt 20,16).