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«Los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11,29).
El concilio Vaticano II esperaba la renovación de los institutos religiosos de un mejor seguimiento del Evangelio, en primer lugar, por supuesto; pero también de una renovada fidelidad al carisma original de cada familia religiosa: «Reconózcanse y manténganse fielmente el espíritu y propósitos propios de los fundadores, así como las sanas tradiciones» (PC 2).
Pues bien, esa misma norma vale sin duda para la renovación de una Iglesia local. Por eso estas páginas de los Hechos de los apóstoles de América no pretenden sino mostrar el espíritu de los fundadores de la Iglesia en América, ese espíritu que hoy debe ser conocido y mantenido como condición imprescindible para todo crecimiento en el Espíritu. Veamos esta verdad en tres partes.
1. La verdadera tradición de una Iglesia local está escrita sobre todo por sus santos. También por los Concilios locales y otros actos decisivos, pero sobre todo por los santos, es decir, por el pueblo realmente fiel y aún más por los santos canonizados. Son los santos los que dieron y dan a cada Iglesia local un «aire» propio, que procede sin duda del Espíritu Santo, y no del espíritu del mundo.
2. Por otra parte, el crecimiento de una Iglesia es siempre tradicional. Un manzano crece siempre, biológicamente, en cuanto manzano, y para él cualquier crecimiento en otro sentido -como cerezo, por ejemplo- sería una falsificación, que sólo le conduciría a la esterilidad o incluso a la muerte. Pues bien, el Espíritu Santo, que es el único que da crecimiento a su Iglesia (1Cor 3,7), es siempre fiel a sus propios dones (+Rm 11,29). Es, pues, impensable que Él quiera renovar una Iglesia local según una inspiración diversa a la de sus fundadores y a la de su propia tradición genuina.
3. Por tanto, la renovación perfectiva de una Iglesia exige conocimiento y fidelidad a la tradición de sus santos. Lo exige absolutamente. Es inútil pretender crecimientos si se ignora o no se aprecia suficientemente la propia tradición, es decir, si se cede al atractivo de otras tradiciones o, peor aún, de simples ideologías. Y volvemos a lo ya dicho: el único que puede dar el crecimiento a una Iglesia local es el Espíritu Santo, y él es siempre fiel, obstinadamente fiel, a sus propios dones y carismas. No piensa cambiarlos.
Termino dando muchas gracias a Dios por esta obra, que Él me ha concedido escribir por una providencia sorprendente. Nunca hubiera yo pensado, por muchas razones, que podría escribirla. Y también quiero expresar mi agradecimiento a mi hermano Angel María y al sacerdote Antonio Pérez-Mosso, que en todas las fases de este trabajo, no pequeño, me han prestado una ayuda preciosa.