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Del Evangelio a la Ilustración
Dos libros, ya clásicos, de Paul Hazard, La crisis de la conciencia europea (1680-1715) y El pensamiento europeo en el siglo XVIII, pueden ayudarnos a entender bien el gran giro espiritual iniciado en el Occidente cristiano a partir de 1715. El precedente más significativo de esta nueva orientación se halla en el Renacimiento y el libre examen luterano; es decir, en el inicio de un naturalismo pujante y en el comienzo de un rechazo de la Iglesia.
«Primero se alza un gran clamor crítico; reprochan a sus antecesores no haberles transmitido más que una sociedad mal hecha, toda de ilusiones y sufrimiento... Pronto aparece el acusado: Cristo. El siglo XVIII no se contentó con una Reforma; lo que quiso abatir es la cruz; lo que quiso borrar es la idea de una comunicación de Dios con el hombre, de una revelación; lo que quiso destruir es una concepción religiosa de la vida.
«Estos audaces también reconstruían; la luz de su razón disiparía las grandes masas de sombra de que estaba cubierta la tierra; volverían a encontrar el plan de la naturaleza y sólo tendrían que seguirlo para recobrar la felicidad perdida. Instituirían un nuevo derecho, ya que no tendría que ver nada con el derecho divino; una nueva moral, independiente de toda teología; una nueva política que transformaría a los súbditos en ciudadanos. Para impedir a sus hijos recaer en los errores antiguos darían nuevos principios a la educación. Entonces el cielo bajaría a la tierra» (El pensamiento... 10).
Bajar el cielo a la tierra... Dos herejías padecidas por la Iglesia habían creído ya en la capacidad del hombre para salvarse a sí mismo, sin necesidad de la gracia de Cristo: el pelagianismo, en lo personal, y ciertas modalidades del milenarismo, en diversos mesianismos colectivos. Pues bien, el liberalismo, como acertadamente señala Jaume Vicens Vives, es la actualización moderna de aquellos viejos errores:
«En el fondo de estos hombres [ilustrados], en apariencia fríamente racionales, hay un milenarismo, una creencia apasionada, casi mística, en la posibilidad de llegar a crear un paraíso terrestre, no por medio de una lenta evolución, sino de una especie de palingenesia, una renovación súbita seguida de un estado indefinido de beatitud. Si a este se añade que estaban convencidos de lograr esta renovación automática por medio de la promulgación de leyes y reglamentos, tendremos otro de los rasgos más característicos del movimiento ilustrado» (Historia social ... 204).
Pues bien, en este sentido, en el XVIII, en el Siglo de las luces, bajo el impulso de los filósofos, la Ilustración viene a ser una radicalización extrema y secularizada del milenarismo pelagiano. Y así, difundida por los enciclopedistas, la Ilustración consigue hacerse con los resortes del poder político a través de la masonería, y a partir de la Revolución Francesa (1789) extiende victoriosa su influjo secularizante por el siglo XIX mediante la Revolución Liberal. Y continúa el impulso en la Secularización de nuestros días.
La masonería
En la implantación cultural, social y política de la ideología de la Ilustración va a corresponder a la masonería una función sin duda principal. Bajo su complicada maraña de grados, jerarquías y simbolismos, ella viene a constituirse en el Occidente cristiano como una contra-Iglesia profundamente naturalista y anticristiana, que espera la salvación del hombre y de la sociedad no de la fe, sino de la razón.
En efecto, a comienzos del XVIII, los mismos hombres que rechazan los misterios y ritos cristianos de la Iglesia, se agrupan en logias llenas de misterios y de ritos, comprometidos al secreto más total: «Prometo y me obligo ante el gran arquitecto del Universo y esta honorable compañía a no revelar nunca los secretos de los masones y de la masonería». En 1717 se forma la Gran Logia de Londres, la madre de todas las logias masónicas. Los free massons, pocos años después, con nombres traducidos a los lenguajes locales, se extienden por toda Europa. En la primera parte de su historia los masones fueron deístas, al modo de Pope o Voltaire, Lessing o Rousseau, y no podían ser ateos.
Eso explica la afiliación masónica de algunos pobres clérigos progresistas, asustados por el ateísmo ascendente de la época. Los primeros masones, sin atacar todavía directamente a Cristo y al mundo de la gracia, pues son tolerantes, profesan optimistas una religión natural, una ética universal, «en la que todos los hombres pueden estar de acuerdo», también los católicos, según piensan.
Así las cosas, en el XVIII, pertenecer a la masonería es un signo de distinción, algo que da tono en los salones elegantes y en las cortes de los reyes, también en los países católicos. A ella, pues, se afilian en gran número miembros de la nobleza, burgueses notables o clérigos ilustrados. Son masones Joseph de Maistre, el conde de Clermont, el duque de Chartes, Francisco de Lorena, casado con la emperatriz de Austria... El rey Federico II de Prusia llega en 1744 a ser Gran Maestre. Las logias, en cambio, permanecen cerradas al pueblo bajo, y en los comienzos, también a las mujeres, que son recibidas sólamente en logias de adopción. La reina María Carolina de Nápoles es francmasona. Voltaire, en jornada apoteósica, introducido por Franklin, se afilia en 1778 a una logia de París, animada primero por Helvetius, y luego por Lalande...
La Iglesia entendió muy pronto el carácter determinadamente anticristiano de la masonería, que fue condenada por Clemente XII en 1738 y por Benedicto XIV en 1751, así como por los Papas del XIX y del XX.
También las monarquías europeas, en general, reaccionaron contra la masonería, pero no por principios espirituales, sino por estrategias de Estado. Por eso ya en el XVIII las coronas europeas se vieron infiltradas por ella, y aceptando educadores y ministros masones, fueron impulsando decididamente la secularización de la sociedad. Éste fue el justamente llamado despotismo ilustrado, que encontró con frecuencia grandes resistencias en el pueblo católico, y que fue el precedente inmediato del liberalismo del XIX.
Por cierto que las logias, bajo la guía superior de la Corona británica, atentaron siempre contra las monarquías católicas -en Francia, España, Italia, Austria-, pero dejaron siempre en paz las Coronas protestantes, en las que no veían obstáculo para el liberalismo masónico.
El liberalismo del XIX
El liberalismo afirma la libertad humana por sí misma, sin sujeción alguna, sobre todo en la res publica, a la verdad, al orden natural, a la ley divina; y así viene a ser un naturalismo militante, un ateísmo práctico, una rebelión contra Dios: «seréis como Dios, conocedores del bien y el mal» (Gén 3,5). León XIII puso bien de manifiesto esta irreligiosidad congénita del liberalismo en su encíclica Libertas (1,11,24: 1888). Por otra parte, como advierte Pío XI, del liberalismo nacen, como hijos suyos naturales, el socialismo y el comunismo (Divini Redemptoris 38: 1937), que son otros modos de milenarismo pelagiano -el cielo bajará a la tierra-, más radicales todavía, como lo serán en el siglo XX el nazismo o el fascismo.
Pero en el fondo liberalismo, socialismo y comunismo, como el nazismo o el fascismo, son de la misma familia espiritual. En realidad viene a dar lo mismo que el bien y el mal sean decididos por la mayoría democrática o por el partido único. En todo caso es la libertad del hombre, sin referencia a Dios y a un orden natural, quien determina, en un positivismo jurídico absoluto, lo bueno y lo malo. Todos los ismos aludidos son, pues, formas políticas de poder laicista, que niegan a Dios, que pretenden procurar el bien común de los pueblos, rechazando la soberanía de Dios sobre las naciones.
Quizá algunos de ellos admitan la autoridad de Dios en la intimidad de las conciencias individuales, pero, ya desde la Revolución francesa, es común a todas las formas de poder laicista el rechazo de la soberanía de Dios sobre la sociedad. Hoy hablamos de todo esto con otras palabras, como secularización, o bien como ese humanismo autónomo que el Vaticano II denuncia (GS 36c).
El liberalismo contra la Iglesia
El liberalismo, a lo largo del XIX y hasta nuestros días, se extendió sobre todo, por intereses económicos, en la alta burguesía y en la aristocracia, con bastantes excepciones entre la nobleza territorial no absentista. Y se difundió también, por convicción intelectual, en las universidades y entre las profesiones liberales. Unos y otros, por amor a la riqueza o por orgullo intelectual, esperaron del liberalismo la felicidad y prosperidad de los pueblos.
Punta de lanza del liberalismo fueron los radicales, iniciados en Francia, cien años después de la Revolución francesa, como una reivindicación del jacobinismo, es decir, de los ideales genuinamente liberales de 1789. Nacidos, pues, como una reacción contra los liberales moderados, llamaban a éstos doctrinarios, porque no llevaban hasta el final los principios del liberalismo. La masonería, por su parte, vino a ser como la jerarquía eclesiástica del liberalismo, la que daba a éste un carácter más acentuado de neo-religión o creencia. Muchas veces fueron masones quienes presidieron los partidos radicales.
En conformidad con sus principios doctrinales, nada tiene de extraño que el liberalismo haya perseguido duramente a la Iglesia en los dos siglos últimos, tratando de limitar y reducir lo más posible su influjo en la vida de los pueblos, como en seguida lo veremos en la América hispana.
En realidad, el liberal, de suyo, no ve la causa del liberalismo como una lucha contra Dios, en cuya existencia no cree. En todo caso, si es que existe, es el Ser supremo de los deístas, que no se mezcla para nada en los asuntos del los hombres. Pero sí entiende la causa del liberalismo como una lucha contra los hombres e instituciones que se obstinan en afirmar la absoluta y universal soberanía de Dios sobre este mundo.
En este sentido, el liberal estima como vocación propia «luchar contra los obstáculos tradicionales», contra el fanatismo del clero y del pueblo, con sus innumerables tradiciones cristianas, que sellan en la fe las fiestas y el arte, el folklore y la cultura. Más aún, propugnando por ejemplo la legalidad del divorcio o del aborto, extiende su lucha contra las personas o instituciones que afirman un orden natural inviolable, fundamentado en el mismo Creador.
La Iglesia contra el liberalismo
Igualmente es inevitable que la Iglesia libre una larga batalla contra el milenarismo pelagiano de la revolución liberal. Fijándonos de nuevo en el siglo XIX, la Iglesia lucha duramente contra el liberalismo, tratando sobre todo de frenar sus consecuencias desastrosas en la vida pública de los pueblos.
Ya Gregorio XVI (Mirari vos 1832) y Pío IX (Syllabus 1864) combatieron con energía los errores modernos del liberalismo, y también las otras formas principales del naturalismo, el socialismo y el comunismo (Quanta cura 1864). En los años de León XIII fueron muchos los documentos pontificios que combatieron la concepción laica del orden político (Quod Apostolici muneris 1878, el socialismo; Diuturnum 1881, el poder civil; Humanum genus 1884, la masonería; Immortale Dei 1885, la constitución del Estado; Libertas 1888, la verdadera libertad; Rerum novarum 1891, la cuestión social; Testem benevolentiæ 1899, el americanismo; Annum sacrum 1899, consagración del mundo al Corazón de Jesús). Aunque en nuestro tiempo el término liberal tiene una significación a veces muy diversa, todavía Pablo VI en la carta Octogesima adveniens (26, 35: 1971) señala los aspectos inadmisibles del liberalismo.
A lo largo del siglo XIX, en todo el mundo occidental hay, pues, una lucha permanente entre católicos y liberales. Los católicos afirman: «es preciso que reine Cristo» (1Cor 15,25) sobre nuestros pueblos, mayoritariamente católicos. Los liberales quieren lo contrario: «no queremos que éste reine sobre nosotros» (Lc 19,14).
Los católicos liberales
Y aún existe, entre unos y otros, favoreciendo siempre a los liberales, la especie híbrida de los católicos liberales -círculos cuadrados-. A ellos se debe principalmente que se haya quitado de los hombros de Occidente «el yugo suave y la carga ligera» de Cristo Rey (Mt 11,30), y que se haya impuesto sobre los antiguos pueblos cristianos el yugo férreo y la carga aplastante del liberalismo, o de sus derivaciones socialistas y comunistas, nazis o fascistas. El cielo bajado a la tierra... En efecto, durante los siglos XIX y XX serán normalmente los sinDios quienes -con toda naturalidad y como si ello viniera exigido por la paz y el bien común- gobiernen los pueblos cristianos, procurando con éxito la secularización profunda de la sociedad.
Entre los católicos liberales hubo quienes aceptaban el liberalismo prácticamente, como un mal menor que convenía tolerar. Pero también hubo otros que lo asumían teóricamente, reconociendo en él un bien que los cristianos debían propugnar como verdadera causa evangélica. En un comienzo, bajo la guía del obispo Dupanloup (+1878), predomina la primera versión del catolicismo liberal, que siempre, también hoy, tiene sus seguidores.
Sin embargo, el liberalismo que prevalece sin tardar mucho, siguiendo la inspiración del abate Felicité de Lamennais (1782-1854), y que se afirma más y más hasta nuestros días, es el liberalismo católico de convicción, que vincula el Evangelio a las modalidades concretas de las modernas libertades y a los diversos mesianismos seculares. Y esto sucede a pesar de que la Iglesia, por el magisterio de Gregorio XVI, condena pronto como «paridades blasfemas» esas identificaciones, o reducciones, de la salvación a ciertas causas temporales (Mirari vos 1832).
El catolicismo liberal, con Lamennais al frente, exalta con entusiasmo el orden temporal, todo aquello que el hombre en cuanto criatura es capaz de hacer por sus fuerzas, viendo en ello «la causa de Cristo»; y al mismo tiempo, reduce a segundo plano el orden sobrenatural, lo que es don de Dios, la salvación en Cristo por gracia, el perdón de los pecados, la elevación a la filiación divina. Es ésta la típica inversión del catolicismo liberal.
El catolicismo tradicional, el bíblico, el verdadero, ve el mundo como generación mala y perversa, del que hay que liberarse (Hch 2,40), si de verdad se le quiere salvar (+Rm 12,2; 2Cor 6, 14-18; Flp 2,15; 1Jn 2,15-16). Considera que el espíritu es el que da vida, mientras que la carne es débil, y no sirve para nada (+Jn 6,63; Mt 26,41). (De todos estos temas he tratado más amplia y matizadamente en mi libro De Cristo o del mundo).
Clemente de Alejandría, por ejemplo, fiel a la visión tradicional cristiana, en su libro el Pedagogo, ve en la Iglesia la perenne juventud de la humanidad (I,15, 2), el pueblo «nuevo», el pueblo «joven» (I,14, 5; 19,4), en contraposición a la «antigua locura», que caracteriza al mundo pagano, viejo y gastado (I,20, 2). Por el contrario, en el polo opuesto de esa visión, el catolicismo liberal moderno, plenamente vigente en nuestros días, estima que precisamente es en el mundo donde halla su principio renovador la Iglesia, y así enseña a desfigurar la Iglesia o a diluirla con buena conciencia, siempre que ella entra en contraste irreconciliable con el mundo.
Pero el Vaticano II afirma hoy con claridad que «si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras» (GS 36c).
El catolicismo liberal pensaba y piensa justamente lo contrario. Estima, con pleno acuerdo del mundo, que las realidades seculares -el pensamiento y el arte, las instituciones y el poder político, la enseñanza y todo- sólo pueden alcanzar su mayoría de edad sacudiéndose el yugo de la Iglesia. Y considera también, simétricamente, que la Iglesia tanto más se renueva cuanto más se seculariza; y que más atracción ejerce el cristianismo ante el mundo, cuanto más lastre suelta de tradición católica.
Éstos eran los espíritus contrarios que luchaban entre sí, disputándose las sociedades del Occidente cristiano, cuando se produjeron las independencias de la nuevas naciones hispanoamericanas.
«Latinoamérica» hacia 1800
Desde México a la Patagonia, el imperio hispano-americano se mantuvo unido bajo la Corona durante tres siglos, compartiendo una misma lengua, ley y religión, y formando un gran cuerpo social, que en 1800 es sin duda muy superior, tanto en su volúmen demográfico como en su desarrollo económico y cultural, al del Brasil o al de las Trece Colonias de la incipiente América anglosajona del norte.
Hoy a ese mundo se le suele llamar Latinoamérica, pero como bien dicen D. Bushnell y N. Macaulay, «en realidad, los términos Hispanoamérica o Iberoamérica serían más apropiados. Al parecer, la designación genérica de Latinoamérica la utilizó por vez primera el polígrafo colombiano José María Torres Caicedo, y fue rápidamente adoptada por los ideólogos franceses, en un intento de reivindicar parcialmente para sí la obra de España y Portugal. La única república que, de hecho, es un vástago americano del imperio francés es Haití» (El nacimiento de los países latinoamericanos 11).
Antes de recordar ciertos pasos históricos, nos será útil conocer algunos datos demográficos fundamentales.
La América española en 1820 tenía 14.470.000 habitantes, y en el primer desarrollo de sus nuevas nacionalidades, en 1880, a causa principalmente de la inmigración, pasó a tener 30.320.000. El crecimiento entre esos dos años señalados, concretamente, se distribuyó así (en miles): Argentina, 610 / 2.484; Bolivia, 1.000 / 1.506; Colombia, 1.025 / 2.870; Costa Rica, 63 / 170; Cuba, 615 / 1.542; Chile, 789 / 2.066; Ecuador, 530 / 1.106; El Salvador, 248 / 583; Guatemala, 595 / 1.225; Honduras, 135 / 303; México, 6.204 / 10,438; Nicaragua, 186 / 400; Paraguay, 210 / 318; Perú, 1.210 / 2.710; Santo Domingo, 120 / 240; Uruguay, 69 / 229; Venezuela, 760 / 2.080. En ese mismo período, 1820/1880, creció la población (en miles) de Brasil, 4.494 / 11.748, y de Haití, 647 / 1.238 (+Bushnell - Macaulay 300).
Por su parte, las colonias inglesas del norte, a mediados del XVIII, reunían una población de 1.250.000; y ya constituídas como Estados Unidos, cuando el territorio ocupado apenas se extendía desde la costa Este al río Mississippi, en 1800, tenían 5.500.000. Y en 1860 eran ya 31.000.000 (Pereyra, La obra... 268-269).
Las independencias en América hispana
Las Trece Colonias primeras de los Estados Unidos se independizan en 1776. Y el estallido de la Revolución francesa se produce en 1789. No hay, sin embargo, por esas fechas en la América hispana un ansia de independencia respecto a la metrópoli, aunque sí es cierto que durante el siglo XVIII, vigente cada vez más el espíritu de la Ilustración, la acción de España en América pierde en buena parte su sentido evangelizador y se va endureciendo más y más, con lo que crecen las tensiones entre criollos y peninsulares.
Sin embargo, los hispanoamericanos reaccionan todavía en favor de la Corona española con ocasión de la invasión napoleónica de la península (1807-1808), y constituyen Juntas que, acatando la autoridad de Fernando VII, pronto derivaron a ser auténticos gobiernos locales. En efecto, poco después la debilitación política de la lejana metrópoli y el sesgo liberal de las Constituciones de 1812 y de 1820, hacen que los grupos dirigentes criollos -políticos locales, clero, comerciantes y hacendados- se decidan a procurar las independencias nacionales. Y el pueblo llano, que se veía forzado a repartirse o bien al servicio de los dirigentes independentistas liberales o bien al de los realistas, más tradicionales, hubo de sufrir una serie de guerras civiles muy crueles, de las que salieron las independencias de las nuevas naciones.
De este modo, en muy pocos años, y generalmente de forma improvisada, se decidió la suerte de un continente. El proceso no fue fácil. Los libertadores hubieron de enfrentarse muchas veces a las masas populares, que no veían claro aquel salto en el vacío, y que con frecuencia, por instinto, temían más la próxima oligarquía criolla que la lejana Corona española. Los propios dirigentes criollos se mantuvieron muchas veces dubitativos hasta última hora, cuando, ante la debilidad de Fernando VII, optaron por acrecentar su propio poder con la independencia.
Por otra parte, los nuevos generales Bolívar, Sucre, San Martín, imitando a Napoleón -el héroe de la época, el que llevó sus banderas hasta Rusia, Egipto y España-, atravesaron también ellos los Andes y las fronteras incipientes, decididos a escribir la historia a punta de bayoneta, rubricándola con el galope de sus briosos caballos.
No olvidemos, por lo demás, que unos y otros, políticos y generales, se vieron decisivamente apoyados por agentes extranjeros, principalmente ingleses, norteamericanos y franceses, hambrientos desde hacía siglos de la América hispana. Las logias masónicas, que ya en el XVIII habían difundido por el continente el espíritu de la Ilustración, anticristiano, racionalista y libertario, constituyeron entonces la red eficaz para todas estas conexiones e influjos convergentes.
Bolívar, San Martín, Sucre, O’Higgins, fueron masones de alta graduación, lo mismo que Miranda y otros líderes de la independencia; y también lo eran en España muchos de los políticos liberales y de los militares que favorecieron la emancipación.
Por último, como señala Salvador de Madariaga (Bolívar I,53), la invasión napoleónica de la península «impidió a España que reforzara a tiempo con sus armas la mayoría que en el Nuevo Mundo, hasta 1819, fue favorable a la unión».
Fragmentación territorial
A partir sobre todo de 1821 las independencias de las nuevas naciones de la América hispana se producen en cascada. Pero hasta última hora, hubo una posibilidad, y quizá una probabilidad, de que Hispanoamérica permaneciera unida, formando de una u otra forma una especie de Commonwealth. Muy rápidamente, sin embargo, se produjo la descomposición del mundo unido hispanoamericano.
Así fueron naciendo un buen número de Estados, que correspondían más o menos a las partes menores del imperio hispano, audiencias, capitanías generales o intendencias. Desde un principio, Miranda, Bolívar, Artigas, San Martín o Rodríguez de Francia, pensaron en una gran unión de naciones hispánicas; pero aquello era entonces sólo un sueño. La unidad real de México a la Patagonia había existido durante tres siglos, pero una vez rota, era ya irrecuperable. El presente de la América hispana estaba sellado por la división, y con relativa frecuencia por el enfrentamiento fratricida entre naciones vecinas.
Historia falsa para naciones nuevas
En todos los lugares ocurrió lo mismo: se hacía preciso y urgente crear una nueva identidad nacional. Pero la tarea que recaía sobre la oligarquía local era realmente muy difícil. ¿Cómo hacerlo? Era imposible fundarla en indigenismos ancestrales, menospreciados entonces, a veces múltiples y contradictorios, y en todo caso, a la vista de ciertas insurrecciones recientes, de muy peligrosa exaltación. Tampoco era posible acudir a la raíz hispánica, pues la emancipación se había hecho precisamente contra ella.
Quedaba, pues, sólamente afirmar la propia identidad nacional contra los países vecinos y más hondamente contra España, rompiendo lo más posible con el pasado, con la tradición, partiendo de cero, y procurando eliminar de la memoria histórica aquellos tres siglos precedentes de real unidad hispano-americana, que en adelante no serían sino un prólogo oscuro y siniestro del propio logos nacional luminoso y heroico.
Todo esto, claro está, no podría hacerse sin una profunda y sistemática falsificación de la historia, que en la práctica habría de llegar a niveles sorprendentes de distorsión, olvido e ignorancia. Así, por ejemplo, sería preciso fingir que en las guerras de la independencia las naciones americanas se habían alzado, como un solo hombre, contra el yugo opresor de la Corona hispana. Sería urgente también engrandecer los hechos bélicos, y más aún mitificar los héroes patrios recientes, aunque a veces presentaran rasgos personales sumamente ambiguos.
Es el caso, por ejemplo, de un Simón Bolívar, rico terrateniente, mujeriego notorio, hombre que declara «guerra a muerte» a quienes no conciben como él el futuro de América, mata a prisioneros, ordena en 1823 la deportación masiva de los habitantes de Pasto, rebeldes a su causa: «Los pastusos deben ser liquidados -escribe el 21-10-1825-, y sus mujeres e hijos transportados a otra parte, dando aquel país a una colonia militar» (Lucena Salmoral 82-83).
En realidad, su manera de concebir mentalmente América es, como en tantos otros patriotas del momento, muy improvisada, confusa y cambiante. Bolívar es un hombre que, en medio de sus apuros militares y políticos, piensa entregar a Inglaterra «las provincias de Panamá y Nicaragua, para que forme en estos países el centro del comercio de universo, por medio de la apertura de canales» (49); o proyecta colocar a Colombia, o incluso a Hispanoamérica en su conjunto, «bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección», Inglaterra, concretamente; o somete al Congreso de Colombia la decisión de instaurar allí la monarquía; o idea un Senado vitalicio, «hereditario, como el que propuse en Angostura, incluyendo los arzobispos y obispos» (148-149).
No es, pues, extraño que Bolívar confesara a Mosquera poco antes de morir: «No sé si he hecho un bien o un mal a América en haber combatido con todos mis esfuerzos por la causa de la independencia» (149)... Y que en una carta a su amigo Urdaneta (5-7-1829) le dijera: «Yo vuelvo a mi antigua cantinela de que nada se puede hacer bueno en nuestra América. Hemos ensayado todos los principios y todos los sistemas y, sin embargo, ninguno ha cuajado... En fin, la América entera es un tumulto, más o menos extenso... Éste es un caos, mi amigo, insondable y que no tiene pies, ni cabeza, ni forma, ni materia; en fin, esto es nada, nada, nada» (150). Como muchos otros masones de la época, murió Bolívar cristianamente.
La revolución liberal en Hispanoamérica
El caos político que en el XIX se va haciendo crónico y el subdesarrollo económico consecuente no proceden en América principalmente del hecho de la independencia, o del temperamento, o del clima, o de la cultura de tradición hispana: provienen del paso en la vida pública del Evangelio a la Ilustración liberal: es decir, nacen, ya desde finales del XVIII, de la ruptura con la tradición, del liberalismo político y del liberalismo económico, es decir, del capitalismo salvaje que a partir de la independencia se impone en sus formas más puras. En España, que no está en América, las cosas del XIX no van mejor, pues el país padece la misma enfermedad política.
Miquel Izard, en Latinoamérica, siglo XIX; violencia, subdesarrollo y dependencia, aunque lo explica todo a la luz de «la lucha de clases», y piensa que en las Indias «se encomendó a la Iglesia la represión ideológica» (73) -es decir, aunque denota en sus análisis una mentalidad marxista y anticristiana-, tiene interesentes observaciones críticas sobre la Revolución liberal allí cumplida.
Éste fue, afirma, «el conjunto de medidas que podríamos llamar ilustrado o liberal. A nivel material, todas las reformas propuestas giraban alrededor de un eje: el tránsito del abastecimiento a la producción [excedentaria], asunto en el que estaban absolutamente de acuerdo todos quienes querían y pensaban beneficiarse del cambio; se trataba de liquidar los últimos restos de la trama autosuficiente, acabar con el usufructo comunal de las tierras, las praderas y los bosques (en las Indias, esencialmente los llamados resguardos), donde podían obtener lo necesario para sobrevivir, permaneciendo así bien poco vulnerables y apenas dependientes. Con estos cambios los naturales se verían obligados a convertirse en trabajadores, muy vulnerables ahora ya, pues si no podían trabajar no podían comer, y, posiblemente, se convertirían también en compradores. El programa implicaba además la desamortización, para liquidar los vestigios de las tierras no privadas, permitir la construcción de redes de transporte y el drenaje de la producción autóctona, y asegurar la entrada de productos industriales, procedentes de la periferia local o del todo forasteros. Un desarme arancelario, para derribar las viejas trabas aduaneras impuestas por el mercantilismo, que congestionaban entradas y salidas, completaba el proyecto transformador.
«En conjunto, se trataba de imponer la nueva cultura... una moral nueva, la occidental, que habla de las excelencias del crecimiento material, del triunfo y del éxito individuales, de una sola idea válida de progreso, o de los beneficios del ahorro y de la laboriosidad, frente a una moral coherente, basada en la solidaridad, la reciprocidad y la cooperación. El ocio, que era en aquellas comunidades participativo y variado, se vio convertido en una mercancía de consumo para continuar la tarea desarticuladora iniciada en la familia y en la escuela. La culminación vendrían cuando, en pleno siglo XIX, se instaura, falsamente, el engaño del parlamentarismo, como única forma posible de gobierno democrático» (9).
La política del liberalismo
Analizaremos por partes, siguiendo también a Miquel Izard, algunos de los rasgos fundamentales del liberalismo en la América hispana, ateniéndonos sobre todo al siglo XIX:
Imposición de una nueva cultura. -El liberalismo «establece patrones estéticos, legales, religiosos y económicos», y les da «condición normativa» sobre las masas. «La cultura liberal controla la información, decide lo que puede llegar a la gente del pueblo» (147). Siendo a un tiempo antitradicional y antirural, el liberalismo está convencido de «la ignorancia de los campesinos, a los que además tacha de retrógrados» (148). Trata, pues, en general de redimir al pueblo sencillo de su oscurantismo secular mediante la escuela laica, gratuita y obligatoria. Y no tolera que nadie escape a su influjo. De este modo «los sectores sin poder se ven a sí mismos como carentes de saber en todos los ámbitos y, por consiguiente, interiorizan la posición desfavorable que ocupan en la estructura social como una consecuencia de sus propias limitaciones... Los miembros de las clases populares saben que no saben» (148-149).
Democracia falsificada. -Como la emancipación de la América hispana no había sido preconcebida, hubo que improvisar las nuevas formas políticas entre prisas y provisionalidades, al paso de los acontecimientos. En este apuro, las clases dirigentes criollas, más bien perplejas, fueron pronto orientadas por liberales, radicales y logias, y así no pensaron en construir, al viejo modo de la tradición hispana, una democracia real y orgánica -concejos y gremios, juntas y fueros-, sino que, siguiendo la vía inglesa, o mejor, francesa, adoptaron formas de democracia aparente e inorgánica.
De esta manera, bajo lemas de progreso y modernidad, se hizo cuanto fue posible por eliminar todos los núcleos naturales y todas las formas tradicionales, indígenas o hispanas, de asociación, para transformar así al pueblo en una masa, perfectamente manipulable al haber perdido sus raíces históricas. Se consiguió, pues, que unos pequeños grupos oligárquicos, con Bancos y prensa, logias y partidos, usurpasen para mucho tiempo un poder político omnímodo: el poder que dió lugar al Estado liberal moderno.
Es cierto que «su programa político era en principio el de cualquier liberalismo: libertades básicas (de culto, de imprenta, de palabra, de pensamiento, etc.), abolición de la esclavitud, secularización legal y moral, reforma del sistema judicial y del tributario. Pero también propugnaban, lo que enmascaraba racismo y deslumbramiento ante lo europeo, blanquear la población, intentando la atracción de inmigrantes. Sin embargo, y suponiendo que en verdad desearan estas libertades, pensaban, aunque no lo dijesen abiertamente, que sólo la élite estaba capacitada para ejercerlas» (55).
Con todo ello, «en todas las nuevas repúblicas latinoamericanas -y por supuesto en el resto de Occidente- las masas fueron explotadas y nadie pensó que pudieran ser consultadas para conocer su parecer sobre la organización estatal. En el caso de México, y quizás en alguna otra república de población mayoritariamente de color, las masas no sólo fueron marginadas, sino que fueron derrotadas a principios de siglo en las guerras que siguen llamándose de la independencia, y a partir de este momento, los rurales y las masas urbanas serían no sólo tenidos como seres inferiores, sino también como enemigos a los que se había vencido y a los que debía tenerse constantemente bajo vigilancia para poder sofocar cualquier nueva revuelta antes de que se extendiera» (61).
Los liberales hallaron con frecuencia en el positivismo la justificación filosófica de la violencia política sobre las masas. Señala François Chevalier que «desde la España ilustrada y el final de los imperios ibéricos ningún movimiento intelectual americano ha tenido la importancia que cobró el positivismo, aunque este término encierra en realidad ideas diversas, a veces muy distintas de las de Auguste Comte» (América Latina... 282).
Es muy significativo que «durante más de medio siglo desde el último tercio del siglo XIX, la mayoría de los gobiernos de América latina sean dictaduras que se califican a sí mismas de Orden y Progreso»; el lema, por ejemplo, de la bandera del Brasil.
Efectivamente, «Augusto Comte era partidario de un poder fuerte, capaz de mantener la cohesión social en el difícil paso del estado metafísico al estado positivo -una especie de despotismo ilustrado, en cierto modo-. En la realidad, sería interesante analizar desde el punto de vista sociológico e histórico estas dictaduras, curiosa mezcla de espíritu progresista o novador, de ideal masónico, y de caciquismo o caudillismo, marcado a veces con el cuño de los peores abusos del poder personal» (286).
Enriquecimiento de los ricos y dependencia extranjera. -El pleno desarrollo del capitalismo liberal exigía la formación de grandes capitales y de mucha mano de obra barata. Se eliminó entonces casi totalmente la propiedad comunal (resguardos, ejidos, etc.), y totalmente la propiedad eclesiástica. Lógicamente, «la vieja oligarquía virreinal se llevó la parte del león en la desamortización» (Izard 62). De hecho, «el resultado final de la Reforma [liberal] fue no una expansión de la mediana propiedad, sino, contrariamente, el fortalecimiento del latifundismo» (60). Llegaron así a producirse grandes latifundos y poderosas empresas, controladas frecuentemente por capital extranjero.
En efecto, con el enriquecimiento de la oligarquía se fue produciendo a lo largo del siglo XIX un crecimiento de la dependencia del poder económico extranjero. Empresarios y comerciantes, y lo mismo políticos o caudillos en apuros -y tantas veces se veían en apuros-, buscando sus ventajas personales, se hicieron con mucha frecuencia meros abogados de los intereses forasteros.
Sin duda, «los nuevos gobernantes no pudieron imaginar que, tras las guerras que llamaron de la independencia, las nuevas repúblicas se iniciaran mucho más dependientes de lo que lo habían sido durante el período colonial. Porque las decisiones esenciales, la incorporación de nuevas tierras, la exportación de nuevas materias primas, la apertura de nuevos mercados, serían tomadas en Londres, New York o París, al margen, por supuesto, de las aspiraciones o deseos de los gobiernos de los países capitalistas periféricos» (40).
La invasión del poder económico extranjero se produjo, a mediados sobre todo del XIX, por la implantación local de filiales de Bancos extranjeros, británicos primero (London Bank of South America, Mexican Bank, Anglo-Argentine Bank, etc.), alemanes después, y en seguida franceses e italianos, belgas y norteamericanos (47). «A otro nivel, capitales forasteros se dirigían hacia los servicios: así, el puerto de Buenos Aires era de una compañía británica, como los ferrocarriles del mismo país y los del Brasil, Chile, México o Perú. También controlaban -ingleses, franceses o alemanes- los transportes urbanos, el agua, gas o telégrafo y, más tarde, la electricidad» (49). Añádase a esto el control británico de grandes actividades agropecuarias en Argentina o Brasil, el capital norteamericano introducido en la explotación del azúcar o la fruta, y el dominio de unos y otros sobre la producción y el comercio de nitratos o cobre, café, máquinas...
«El paquete de medidas económicas convertía a los liberales en abogados del capitalismo exterior, en correveidiles, conscientes o no, de los intereses forasteros, favoreciendo la navegación fluvial a vapor, el librecambio o lo que el profesor Jordi Nadal ha llamado la desamortización del subsuelo (la cesión de los yacimientos mineros a empresas extranjeras, en la mayoría de los casos a cambio de nada para el gobierno), la exportación de bienes primarios sin elaborar o la introducción de manufacturados que arruinaron los obrajes autóctonos» (55).
En esa misma lógica se inscriben ciertas pérdidas territoriales, a veces enormes, como las producidas en México. Ya en 1803 el gobierno español devolvió la Louissiana a Napoleón, y éste la vendió a Washington. Pues bien, en 1848, en la guerra con los Estados Unidos, México cede casi la mitad de los territorios que tenía al emanciparse, Texas, Nuevo México, Arizona, California, Utah, Nevada y parte de Colorado, gracias a la complicidad de políticos liberales, como ya vimos más arriba (317).
Subdesarrollo e injusticia social. -Con todo esto, «la secesión [más exactamente el liberalismo económico] exacerbó los antagonismos sociales» (Izard 96), y condujo a la gente pobre y a los indios a situaciones masivas de miseria, antes desconocidas. «No estoy defendiendo la feudalidad -sigue diciendo Izard-, ni cosa que se le parezca; me limito a insinuar que durante aquel período [medieval], viviéndose bajo la opresión, no hubo condiciones tan degradantes como se dieron desde finales del siglo XVIII, a partir de la consolidación de la sociedad excedentaria o capitalista» (96).
En efecto, «las reformas liberales podrían resumirse en algunas características: total desarticulación de las sociedades aborígenes, creciente vulnerabilidad de su componentes que, en el mejor de los casos, conseguirían proletarizarse en unas condiciones calificadas de feudales, aunque insisto, una vez más, jamás se había alcanzado esta degradación en la edad media; expansión de los latifundios coloniales» (107)... Y dependencia creciente, como hemos visto, del poder económico de extranjeros. Políticos, empresarios y comerciantes de la burguesía liberal americana fueron «las más de las veces meros abogados de intereses forasteros» (97).
Todo esto explica que «casi coincidieron cronológicamente guerra de la independencia e inicio del creciente atraso material» (37), pues «la liquidación del poder colonial en beneficio de los grandes propietarios, y la apertura al mercado mundial no condujeron al crecimiento económico y al progreso material, sino a todo lo contrario» (38). En efecto, «terminadas las guerras, la oligarquía, que ya controlaba de hecho el mando en el período colonial, pasó a hacerlo también de derecho. Los gobiernos representaron y defendieron exclusivamente los intereses del reducido grupo de grandes propietarios de la tierra, más algunos mineros, comerciantes u obrajeros, despotismo jamás amortiguado por la democracia parlamentaria aparente, que los beneficiarios finales de la contienda estuvieron dispuestos a otorgar» (39).
El nuevo ejército. -En los siglos hispanos, como es sabido, «no fueron necesarios ejércitos permanentes» en las Indias (76), pero con las guerras de independencia se fueron formando poderosos ejércitos nacionales, que cumplían varias funciones importantes: acentuar la nueva identidad nacional, afirmar las inciertas fronteras, y controlar todo el territorio nacional, que hasta entonces, en buena parte, había estado dejado más o menos al uso libre de los indios no asimilados. Políticos, empresarios y terratenientes, decidieron ahora, sirviéndose del ejército, hacerse con todo el territorio nacional. Estas campañas se justificaron «hablándose de «recuperar nuestro territorio», «llevar la soberanía del Estado hasta sus verdaderos confines» o «civilizar las zonas más deshabitadas del país»» (77).
Los indios. -Puede decirse que en el período hispano la Corona hizo grandes esfuerzos por asimilar a la población india, trayéndola a vida cristiana y civilizada; pero dejó normalmente a su albedrío a los indios de las regiones más hostiles y resistentes. Por eso «las comunidades conservaron los principales elementos de su cultura; pongo por caso, la Corona sólo empezó a pensar que los aborígenes debían ser obligados a aprender el castellano y abandonar su lenguas, a finales del período colonial [en los gobiernos de la Ilustración], lo que por supuesto ni empezó a poner en práctica. A lo largo [en cambio] del siglo XIX recibieron el embate, cada vez más impresionante, del proyecto liberal» (121-122).
Este embate, como ya hemos comprobado en otros lugares de nuestra crónica, comenzó ya en el XVIII, cuando la Ilustración decidió liberar los poblados de indios, sustituyendo la tutoría de los misioneros por funcionarios civiles, con los resultados que ya conocemos. Pero ahora ya, en el siglo XIX, esas bolsas, a veces muy extensas, de población indígena no asimilada, no podían ser ya consentidas, «sino que debían asimilarse o liquidarse los aborígenes independientes, que señoreaban los territorios de expansión posible, no ocupados todavía por otros estados, que fueron víctimas, como en el resto del continente, de una política agresiva que tenía varios objetivos: ampliar el territorio dominado por los terratenientes; liquidar economías competitivas (los aborígenes cazaban ganado orejano o libre); convertir a los aborígenes, una vez domesticados, en mano de obra barata; acabar con sociedades resistentes y alternativas, que era un muy mal ejemplo e, incluso, un santuario para los refractarios internos» (123-124).
«Los liberales no podían tolerar que grupo alguno -de lo que ellos llamaban la nación- rechazasen su paquete. Por ello continuó la violenta acometida contra pueblos que, uno tras otro, iban quedando en las fronteras reales» (124).
En adelante, el trato que los políticos hispano-americanos van a dar a los indios no va a ser muy diferente de la política de los anglo-americanos con los pieles-rojas. Un mismo espíritu ilustrado -liberalismo político y económico, positivismo jurídico, capitalismo salvaje- estaba vigente de Alaska a la Patagonia, aunque en el sur se viera más suavizado por el catolicismo.
Por esos años, pues, los gobiernos ilustrados resolvieron definitivamente el problema de los indios no asimilados. «A mediados del XIX el gobierno mexicano, copiando una idea del colonialismo inglés en el Norte, compraba cabelleras de indígenas, pagando cien dólares por la de un guerrero, cincuenta por la de una mujer y veinticinco por la de un niño... En Guatemala, para someter a los quichés, se incendiaban aldeas o se obligaba coercitivamente a consumir alcohol... Poco más tarde, se cazaron lacandones que fueron conducidos, encadenados, a la ciudad de Guatemala y enjaulados en el zoológico. En el Brasil, a finales del siglo XIX, se inició el exterminio sistemático de los aborígenes amazónicos; eran todavía unos dos millones y han quedado reducidos a unos doscientos mil» (124).
Los araucanos en Chile, en una guerra terrible, no fueron vencidos hasta 1885. La campaña contra los indios de la Patagonia argentina duró de 1876 a 1881. En México, la guerra con los yaquis, iniciada en 1825, duró casi un siglo, y en ese tiempo se peleó también contra los coras; de mediados de siglo fue la rebelión de los indios de Sierra Gorda, que se extendió por buena parte del centro de la nación; también por esa época la insurrección masiva de los mayas del Yucatán fue resuelta en una guerra terriblemente sangrienta; miles de ellos fueron vendidos como esclavos en Cuba.
Finalmente, muchos pueblos de indios o cimarrones de la Amazonia o del Llano venezolano no fueron sujetos o eliminados hasta hace pocos años (78-79). Acerca del tratamiento aplicado a indios y gente pobre durante el período de Porfirio Díaz (1876-1911) John Kenneth Turner refiere verdaderas atrocidades en la obra México bárbaro, escrita en 1911.
El Ecuador
Como ya hemos indicado, la actitud antiliberal de la Iglesia, durante el siglo XIX, le atrajo en todo el Occidente graves persecuciones, que fueron particularmente duras en Hispanoamérica. En efecto, los gobiernos de las nuevas naciones persiguieron a la Iglesia con frecuencia, y al principio no sólo por ser liberales, sino también porque los obispos en general, lo mismo que los Papas, habían exhortado a guardar fidelidad a la Corona española (Pío VII, Etsi longissimo 1816, y León XII, Etsi iam diu 1824).
Eso explica que desde 1824 hasta mediados del XIX, no se normalizaran las relaciones entre los gobiernos y el Vaticano. Sin embargo, el asalto contra la Iglesia no fue abierto en los primeros decenios. Las primeras Constituciones de la independencia todavía consideraban como única la religión católica, y seguían dejando a la Iglesia la orientación de la enseñanza. Pero la tuerca de la persecución había de ir apretándose más y más en los decenios siguientes... Evocaremos estos hechos en un caso concreto, el del Ecuador de mediados del XIX.
Entre Colombia y Perú, asoma al mundo el Ecuador, un pequeño país grandioso en su alturas andinas, en sus valles feraces, en su encantadora costa. Su capital es Quito, ciudad hermosa y señorial, que se alza entre dos cumbres de casi 6.000 metros de altura. Fundada en 1534, sede episcopal desde 1543, fue constituida en 1564 cabeza de la Real Audiencia, que comprendía, en el interior del virreinato del Perú, la región del antiguo reino quiteño de los incas. Antes que ella nació San Miguel de Piura, la primera ciudad hispana de América del sur, y en seguida, en 1535, Guayaquil, liberal y abierta al mundo en un puerto siempre muy activo.
En Quito el criollo marqués de Selva Alegre da en 1809 el primer grito de la independencia de la América hispana, que es más bien un rechazo al liberalismo español, pues los propios rebeldes formaron con 3.000 hombres un ejército favorable a Fernando VII. En 1810 se crea una Junta de gobierno, y en 1811 el Congreso, a propuesta del obispo José Cuaro y Caicedo, declara la independencia, pero sin consecuencias reales. Es en 1822, después de la victoria del general Sucre en las faldas del Pichincha, cuando se produce la verdadera independencia del Ecuador.
Incorporado en ese año a la Gran Colombia, el Ecuador se separa de ella en 1830, después de haberlo hecho Venezuela en 1829. Entonces, en 1830, comienza propiamente su vida nacional independiente, bajo la guía del general venezolano Juan José Flores, que fue su primer presidente (1831-35 y 1839-43) y su indiscutible fundador. Enérgico y casi analfabeto, muy mal organizador, procura un poder fuerte, un sufragio restringido, y una situación favorable para la Iglesia. Con él se alterna Vicente Rocafuerte, guayaquileño (1835-39), liberal convencido y europeizante. También él, como Portales y Rosas, quería el orden por encima de todo: «No me arredra el título de tirano». En 1845 Flores es desterrado, y el país, que ya venía mal gobernado, va decayendo durante quince años hacia el caos, de la mano primero de tres civiles, Roca (1845-49), Ascásubi (1849-50) y Noboa (1850-51), y después de dos militares, Urbina (1851-56) y Robles (1856-59).
«Y en esos momentos, en que Ecuador se encamina por cauces anárquicos, surge como hito destacado una figura política de magnitud excepcional. Ella sola destacará sobre todas las demás del Ecuador del siglo XIX. Gabriel García Moreno» (Belmonte, Hª contemporánea de Iberoamérica 180).
Haremos crónica de su figura con ayuda de la biografías de A. Berthe y de Adro Xavier, y siguiendo también a José Belmonte en la obra citada.
Gabriel García Moreno (1821-1875)
En la ciudad de Guayaquil, porteña y liberal, en el año 1821, nació Gabriel García Moreno, octavo hijo de una familia muy distinguida, pues su padre Gabriel García Gómez, español leonés, nacido cerca de Ponferrada, fue procurador síndico de Guayaquil, y su madre, Mercedes Moreno, era hija del regidor perpetuo del ayuntamiento de la ciudad, hermana del arcediano de Lima y del oidor de Guatemala, y tía del cardenal Moreno, primado de Toledo. Gabriel, de niño, dio muestras de un temperamento sumamente débil y medroso. De tal modo le espantaba cualquier cosa, que no pudo ser enviado a la escuela, y fue su madre su primera maestra.
Gabriel, a los nueve años, justamente cuando se produce la independencia, queda huérfano de padre, y la familia, que se había distinguido como realista, se ve en la ruina. Un buen fraile mercedario, el padre Betancourt, que ayudaba espiritualmente a doña Mercedes, se hizo cargo de Gabriel, sirviéndole de maestro durante varios años, con gran provecho. Gabriel, que hablaba a veces en latín con su maestro, mostraba una memoria prodigiosa y una gran facilidad para el estudio. En esos años cambió totalmente su forma de ser, haciéndose una personalidad fuerte y valiente.
A los quince años comienza Gabriel sus estudios de filosofía y leyes en la Universidad de Quito, fundada en 1586. Pudo hacerlo gracias a dos hermanas del padre Betancourt, que allí tenían casa y le alojaron. Fue muy buen estudiante, y se mantuvo con beca toda la carrera. Aprendió por su cuenta francés, inglés e italiano. El ambiente cultural que le rodeaba era racionalista, volteriano y laicista, abiertamente hostil a la Iglesia, y en la vida política todo era mentira y corrupción. Viendo así la situación, no se limitó a lamentarse, sino que se decidió a ser político católico.
A los veinticinco años obtiene García Moreno el doctorado. Y su vida, siempre muy activa, se va acelerando más y más. Explora científicamente los cráteres de los volcanes Pinchincha y Sangay. Se casa con Rosa Ascásubi. Como escritor de combate, lanza sucesivamente varios periódicos, El Zurriago primero, La Nación después, y otro, El vengador, y otro más, El diablo. Pacifica en una semana, como enviado del presidente Roca, una sublevación sangrienta producida en Guayaquil...
Pero todo va de mal en peor, y la nación va decayendo, entre conspiraciones y sobresaltos, en un laicismo cada vez más ignominioso. Pasa entonces García Moreno por momentos de desánimo, llegando a considerar la posibilidad de dedicarse, como su próspero hermano Pablo, al comercio. Viaja a Europa, a Inglaterra y Alemania, y en Francia se reafirma definitivamente en su vocación política, estimulado por el ejemplo de sus amigos católicos franceses. Se reintegra en 1850 al Ecuador, y consigue, en un golpe de mano personal ante el presidente Noboa, el regreso de los jesuitas, cosa que los masones no podían tolerar. El general Urbina, que se hace con el poder, los expulsa de nuevo, alegando que la real cédula de Carlos III, española, de 1767, estaba vigente (!).
Exiliado
García Moreno ataca duramente desde el semanario La Nación la política de Urbina, y éste, en 1853, le destierra a Colombia. De allí se fuga, vuelve secretamente a Quito, se refugia más tarde en un barco francés arribado al puerto de Guayaquil, es elegido diputado, y es desterrado por segunda vez, en esta ocasión a la costa peruana, a un lugarejo apartado. Allí escribe un folleto en defensa propia, La verdad de mis calumniadores y, como siempre que puede, se dedica al estudio.
En 1855 vuelve a París, pues necesita libros y personas con las que perfeccionar su pensamiento, preparándose para su misión. Le interesan todos los temas: matemáticas y ciencias naturales, ingeniería y filosofía, agricultura e historia. «Estudio diez y seis horas diarias -le escribe a un amigo-, y si el día tuviera cuarenta y ocho, pasaría cuarenta con mis libros, sin el menor tropiezo». Por aquel tiempo estudió a Balmes y a Donoso Cortés, y leyó tres veces la Historia universal de la Iglesia católica, de Rohrbacher, editada recientemente en 29 volúmenes, entre 1842 y 1849, la obra que más influyó en su formación doctrinal y espiritual.
Pero aunque con éste y otros estudios consolidaba más y más su pensamiento católico, por aquellos años, sin embargo, había abandonado las prácticas religiosas: no se confesaba ni iba a misa los domingos. Un día, en una discusión con un ateo, éste le echó en cara su inconsecuencia, y Gabriel fue vencido por la gracia de Dios. Se confesó en seguida y desde entonces participó en la eucaristía diariamente.
Alcalde, rector y senador
A fines de 1856, una amnistía proclamada por el general Robles, sucesor del general Urbina, permite el regreso de García Moreno, después de tres años de destierro. Acogido triunfalmente en Quito, es elegido alcalde de la ciudad en 1857, y poco después rector de la Universidad, y senador por la oposición. La degradación de la vida política, cultural y económica en aquellos últimos años de dictadura militar era completa.
Serían necesarias muchas páginas -de las que no disponemos- para describir las luchas y cabildeos, los nepotismos y traiciones, que por entonces dominaban la vida pública, en la que la arbitrariedad de los políticos y la violencia de soldados y policías iban mucho más allá de lo tolerable. L. F. Borja afirma que 1859 fue «el año de la crisis para el Ecuador, cuando estuvo en peligro de desaparecer como nación independiente, el año de la anarquía» (+Belmonte, Hª contemporánea de Iberoamérica, II, 180).
Primera presidencia (1861-65)
Después de veinticinco años de gobiernos liberales y despóticos, sectarios e inútiles, se hizo en 1860, gracias en buena parte a García Moreno, una nueva Constitución, y él fue elegido por unanimidad para presidir el gobierno. Comienza inmediatamente una obra formidable, de la que escribe José Belmonte:
«Se organiza ahora la hacienda, la enseñanza y el ejército; se establece un Tribunal de cuentas; se reducen las tasas fiscales. García Moreno derrocha ardor para combatir con energía la especulación, el contrabando y la burocracia, acometiendo asimismo las obras de vialidad del país. Simboliza el freno más resuelto contra el militarismo imperante. Sus pasos giran en torno al establecimiento de un régimen civil, encaminándose a la instauración de un Estado católico.
«Su primer gobierno puede llamarse, en expresión de Crespo Toral, el período heroico de García Moreno. Fueron aquellos años, desde el gobierno provisional hasta 1865, de verdadera prueba: el motín de los cuarteles, las invasiones a mano armada, el puñal aguzándose en la sombra, dos guerras internacionales... En esos años lúgubres de furor, de desesperación, se acometieron en parte los gigantescos trabajos de la red de carreteras, las vastas empresas de la enseñanza, de la beneficencia, del saneamiento moral de la República, de cuyo territorio, desde los claustros para abajo, barrióse toda inmundicia que pudiese corromper el ambiente o trascender pestilencia o contagio... En años tan difíciles, con rentas adecuadas apenas para el sustento de la vida, tuvo el erario la elasticidad que da la honradez» (181).
En 1862 se estableció el Concordato ecuatoriano con la Santa Sede. En 1863 se celebró un Concilio nacional, en el que se restauró, entre otras cosas, la disciplina del clero. Llegaron al país no pocos religiosos extranjeros. Y por primera vez en muchos años el Ecuador, país con inmensa mayoría de católicos, pudo vivir en una atmósfera favorable a la Iglesia y a la vida cristiana. Sin embargo, la obstrucción sistemática de liberales y radicales, y la ambición hostil de Colombia y Perú, cuyos masones confraternizaban con Urbina, poniendo en peligro la misma integridad territorial del Ecuador, mantuvieron la vida política en una tensión continua y en un peligro permanente.
Segunda presidencia (1869-75)
En 1868, García Moreno, a los cuarenta y siete años, se casa en segundas nupcias con Mariana de Alcázar, y prepara su retiro de la vida pública en una apartada hacienda. Le siguen en la presidencia, sucesivamente, dos hombres de su confianza, Carrión y Espinosa; pero estos políticos, siendo débiles, ponen otra vez el país al borde de la anarquía. García Moreno entonces, anticipándose a Urbina, que se preparaba para dar un golpe de estado, convoca la Convención de 1869, en la que se reforma la Constitución del estado. Y de nuevo es constituido presidente.
De esta segunda presidencia escribe Remigio Crespo Toral: «En esos seis años fue la paz, el desarrollo estupendo de la nación y la cumbre de su progreso. Con menos de tres millones de entradas al año, se realizó el prodigio de extensión, de encumbramiento, de exaltación de nuestra pobre República, al punto y grado de incorporarse ella en la sociedad internacional. No hubo necesidad de imposiciones, fueron raros los castigos y la mansedumbre iba formando la atmósfera» (+J. Belmonte 183).
Al morir García Moreno, la primera enseñanza, respecto a los tiempos de Urbina, se había multiplicado por cuatro; la Universidad de Quito era una de las mejores de América; se inició el restablecimiento entre los indios de los poblados misionales, que habían sido tan admirables; el ejército ya no imponía su prepotencia cuartelaria, sino que había sido reorganizado al servicio de la nación; los funcionarios, reducidos de su número abusivo, cumplían su horario laboral; los libros de contabilidad de la República, antes prácticamente inexistentes, estaban al día, y se habían eliminado casi por completo las cuantiosas deudas contraidas en los anteriores decenios de corrupción política. Todo lo cual, por supuesto, resultaba para muchos intolerable, al haber sido realizado por un político que se atrevía a aplicar en su gobierno la doctrina católica.
Político católico
García Moreno fue siempre un político absolutamente convencido de la veracidad de la doctrina política y social de la Iglesia. En el comienzo de su Constitución de 1869, abrumadoramente aprobada en plebescito popular, se decía: «En el nombre de Dios, uno y trino, autor, conservador y legislador del universo, la convención nacional del Ecuador decreta la siguiente constitución»... Fiel a la doctrina de la Iglesia, entonces presidida por Pío IX, estaba persuadido de que sólo podía edificarse el bien común temporal de una nación cristiana respetando en todo las leyes Dios.
Por eso cuando en 1864 Pío IX publicó el Syllabus, y muchos, incluidos católicos, atacaban el documento, él decía: «No quieren comprender que si el Syllabus queda como letra muerta, las sociedades han concluido; y que si el Papa nos pone delante de los ojos los verdaderos principios sociales, es porque el mundo tiene necesidad de ellos para no perecer».
García Moreno, por lo demás, era plenamente consciente de la singularidad provocativa de su política. En una ocasión reconocía que los masones «por medio de su gobernantes, son más o menos dueños de toda América, a excepción de nuestra patria». Pero esa misma conciencia le confirmaba la urgente necesidad de firmeza en su política. En efecto, se decía a sí mismo: «este país es incontestablemente el reino de Dios, le pertenece en propiedad, y no ha hecho otra cosa que confiarlo a mi solicitud. Debo, pues, hacer todos los esfuerzos imaginables para que Dios impere en este reino, para que mis mandatos estén subordinados a los suyos, para que mis leyes hagan respetar su ley».
Y en su mensaje al Congreso, en 1873, con la valiente franqueza que en él era habitual, declaraba: «Pues que tenemos la dicha de ser católicos, seámoslo lógica y abiertamente; seámoslo en nuestra vida privada y en nuestra existencia política. Borremos de nuestros códigos hasta el último rastro de hostilidad contra la Iglesia, pues todavía algunas disposiciones quedan en ellos del antiguo y opresor regalismo [supremacía del Estado sobre la Iglesia], cuya tolerancia sería en adelante una vergonzosa contradicción y una miserable inconsecuencia».
En lo referente, por ejemplo, a la educación, la Constitución ecuatoriana, que proscribía la masonería, ordenaba que fuera una educación católica, con indecible escándalo de liberales, radicales y masones, que en la mayoría de las naciones americanas dominaban hacía años el área política educativa. Pero García Moreno argumentaba: ¿Es antidemocrático asegurar a la población aquella educación que prefiere la inmensa mayoría de los ciudadanos? ¿Por qué un pueblo cristiano ha de estar sometido durante generaciones a una educación netamente anticristiana? ¿Por qué a los hijos ha de arrancárseles en la escuela la religión de sus padres? ¿Viene eso realmente exigido por la democracia?...
García Moreno en ésta cuestión, como en tantas otras, estaba prácticamente solo en toda América, pues una falsa ortodoxia democrática impulsaba a los políticos cristianos a alejar a la Iglesia de la educación, dejando ésta en manos de la única alternativa fuerte, organizada y con apoyos exteriores: radicales y masones. Éstos, en muchos países, entraban a formar parte de inestables gobiernos de coalición, diciendo: «Ustedes controlen la economía, el ejército, las relaciones con el exterior, y todo lo demás: nosotros nos encargaremos de la educación».
García Moreno, como la mayoría de sus compatriotas cristianos, fue formado en la devoción al Corazón de Jesús, y siendo ya presidente, a Él quiso consagrar el Ecuador, la nación entera, y para ello presentó consulta al tercer Concilio, reunido por entonces en Quito. Obtenida la licencia eclesiástica, y con el voto mayoritario del Congreso, se realizó en 1873, con gran solemnidad y fervor popular, la consagración del Ecuador al Sagrado Corazón de Jesús. Fue la primera nación del mundo que lo hizo, y en diez años se levantó un gran templo nacional votivo para memoria del acontecimiento. Poco antes de su muerte, García Moreno vaticinó con acierto:
«Después de mi muerte, el Ecuador caerá de nuevo en manos de la revolución; ella gobernará despóticamente bajo el nombre engañoso de liberalismo; pero el Sagrado Corazón de Jesús, a quien he consagrado mi patria, lo arrancará una vez más de sus garras, para hacerla vivir libre y honrada, al amparo de los grandes principios católicos».
Hombre católico
Gabriel García Moreno pudo ser un político verdaderamente católico porque era un hombre católico en verdad. Trabajaba muchas horas cada día, sujetando siempre su horario a una distribución muy estricta, que incluía levantarse a las 5, y tener misa, meditación y examen entre las 6 y las 7. Las vacaciones las pasaba en un pueblecito donde su hermano era párroco. Una vez al año, si podía, hacía una semana de ejercicios espirituales. No solía dar banquetes -ni siquiera cuando fue elegido presidente por primera vez; en aquella ocasión entregó el dinero del banquete a un hospital-, y procuraba en lo posible evitar convites. Estas exageraciones venían aconsejadas por los escándalos precedentes, habituales en la Presidencia del gobierno. No siendo hombre de fortuna personal, cedía parte de su sueldo oficial al erario nacional, y parte a obras benéficas.
Guardaba un talante humilde, y a pesar del ímpetu de su carácter, gastaba una inmensa paciencia para, por ejemplo, conseguir del Congreso la aprobación de buenos presupuestos, obras o leyes. Era, como ya se ha visto, sumamente estudioso, e incluso en sus tiempos de político recibía con frecuencia de Europa obras sobre ciencia, filosofía o historia y, sobre todo de Francia, libros de pensamiento católico. También era dado a la lectura de temas bíblicos o patrísticos, del Magisterio o de autores espirituales.
En una de las últimas páginas de La imitación de Cristo, el libro de Kempis que llevaba siempre consigo, anotó, con ocasión de unos ejercicios espirituales, entre otras normas: «Oración cada mañana, y pedir particularmente la humildad. En las dudas y tentaciones, pensar cómo pensaré en la hora de la muerte. ¿Qué pensaré sobre esto en mi agonía? Hacer actos de humildad, como besar el suelo en secreto. No hablar de mí. Alegrarme de que censuren mis actos y mi persona. Contenerme viendo a Dios y a la Virgen, y hacer lo contrario de lo que me incline. Todas las mañanas, escribir lo que debo hacer antes de ocuparme. Trabajo útil y perseverante, y distribuir el tiempo. Observar escrupulosamente las leyes. Todo ad majorem Dei gloriam exclusivamente. Examen antes de comer y dormir. Confesión semanal al menos»...
García Moreno entrecruzó algunas cartas con el papa Pío IX, que por esos años sufría como él un duro acoso del laicismo militante. En una de ellas, Pío IX le decía: «Sin una intervención divina enteramente especial, sería difícil comprender cómo en tan corto tiempo habéis restablecido la paz, pagado muy notable parte de la deuda pública, duplicado las rentas, suprimido impuestos vejatorios, restaurado la enseñanza, abierto caminos y creado hospicios y hospitales».
Juicios sobre su personalidad política
Las fuerzas que abominan de todo influjo real del cristianismo en la vida pública han visto siempre en Gabriel García Moreno «el máximo representante del oscurantismo clerical», «un dictador sangriento», «un teócrata conducido por los jesuitas», etc. Es normal. Pero también es normal que nosotros aquí demos la palabra a personas más dignas de consideración:
José Luis Váquez Dodero califica a García Moreno de «férreo espíritu, asentado en una sorprendente fisiología... y no sólo el primero y más grande de los ecuatorianos, sino uno de los hombres en verdad extraordinarios que ha producido América... Pocas veces se ha dado un producto tan asombroso de energía física y de energía moral... La insólita personalidad de García Moreno y el fervor con que fue asistido por el pueblo ecuatoriano tentaría a aplicarle el término carisma, con el que quedarían designadas sus maravillosas facultades y la sublimación que los ecuatorianos hicieron de ellas» (+Belmonte 185).
El historiador García Villoslada afirma que «la figura de Gabriel García Moreno es en el aspecto político-religioso la más alta y pura y heroica de toda América, y nada pierde en comparación con las más culminantes de la Europa cristiana en sus tiempos mejores. Basta ella sola, aunque faltaran otras, para que la república del Ecuador merezca un brillante capítulo en los anales de la Iglesia» (+Adro Xavier 388).
Los tolerantes no toleran
En 1874 había acuerdo entre las fuerzas políticas para reelegir por un tercer período presidencial a García Moreno. Pero también había un convencimiento generalizado de que sus enemigos no estaban dispuestos a soportarlo más. El 20 de julio le escribía su suegro, Ignacio de Alcázar: «Una vez la secta radical triunfante, la religión será perseguida, las obras públicas y vías de comunicación abandonadas y, sobre todo, la guerra civil ha de ser interminable, debiendo todo esto y mucho más principiar por asesinarte... No veo otro medio de salvarte que salir del país». Todos sus amigos temían lo mismo, y le aconsejaban prudencias y escoltas, sin que él hiciera caso.
Se produjo, finalmente, por mayoría aplastante, la tercera reelección de García Moreno para la Presidencia. Y liberales y masones -siempre tan atentos a la voluntad del pueblo- formaron en seguida un coro mundial de lamentaciones y protestas.
Una vez más la opinión unánime internacional, la misma que consideraba natural que los católicos no pudieran tener voto en Gran Bretaña, o que estimaba necesaria, de alguna manera, la interminable dictadura mexicana del porfiriato, tan favorable a los intereses económicos del capital nacional o extranjero, daba sobre la elección democrática del católico García Moreno su democrática sentencia: intolerable. La prensa liberal de España, La Gaceta de Colonia o la de Bruselas, el secretario de la embajada chilena en Lima, el periódico Monde Maçonique, innumerables voces aquí y allá, con una coincidencia realmente impresionante, venían a exigir el fin del hombre nefasto, absolutamente incompatible, por muy reelegido que fuera, con las democráticas libertades modernas y la civilización occidental.
Tiempo antes, el 26 de octubre de 1873, la prensa del Perú había ya reproducido de la de Guayaquil la crónica detallada de su asesinato en Quito: todos los datos eran falsos, pero se trataba de crear ambiente. García Moreno, por supuesto, era consciente de la conjura, pero seguía negándose a llevar escolta y a tomar medidas mayores de precaución: «Yo prefiero confiar mi guardia a Dios. Lo que dice el salmista: "Si Dios no guarda la ciudad, en vano la guardan los centinelas"».
El 17 de julio de 1875 escribe García Moreno su última carta a Pío IX, comunicándole la reelección: «Ahora que las logias de los países vecinos, instigadas por las de Alemania, vomitan contra mí toda especie de injurias atroces y calumnias horribles, procurando sigilosamente los medios de asesinarme, necesito más que nunca la protección divina para vivir y morir en defensa de nuestra religión santa y de esta pequeña república... ¡Qué fortuna para mí, Santísimo Padre, la de ser aborrecido y calumniado por causa de Nuestro Divino Redentor, y qué felicidad tan inmensa para mí, si vuestra bendición me alcanzara del cielo el derramar mi sangre por el que, siendo Dios, quiso derramar la suya en la Cruz por nosotros!». Y el 4 de agosto le escribe a su amigo Juan Aguirre: «Voy a ser asesinado. Soy dichoso de morir por la santa fe. Nos veremos en el cielo».
Asesinato
El 6 de agosto de 1875, como de costumbre, se levantó a las cinco de la mañana, y fue a la iglesia para la misa de las seis. Sus asesinos, un pequeño grupo impulsado por los escritos incendiarios del liberal Juan Montalvo, le acechaban; pero retrasan su acción, pues al ser primer viernes había gran concurso de fieles. Más tarde, por la mañana, entra García Moreno un momento en la Catedral para hacer una visita al Santísimo. Le avisan que le reclaman fuera.
Cuando sale al sol de la plaza, un tal Rayo le descarga un machetazo en la cabeza, seguido de otros, en tanto que sus cómplices disparan sus revólveres. Fueron en total catorce puñaladas y seis balazos. Acuden algunos soldados al tumulto, y uno de ellos mata de un tiro a Rayo. En su bolsillo se hallaron cheques -por más de «treinta monedas», desde luego- contra el banco del Perú, firmados por conocidos masones.
El cuerpo de García Moreno es introducido en la Catedral, donde recibe, ya agonizante, la Unción sacramental. Al morir llevaba consigo, manchado todo de sangre, una reliquia de la Cruz de Cristo, el escapulario de la Pasión y el del Sagrado Corazón, y el santo Rosario colgado al cuello. También se le halló en el bolsillo un libro muy usado, que llevaba siempre encima: La imitación de Cristo.
Vigencia posterior del liberalismo
Herederos de la voluntad secularizadora de los liberales, y especialmente de los radicales, han sido los comunistas y socialistas de todo el mundo. Extinguidos hoy los comunistas, o en claro declive, hoy, en el amplísimo campo del liberalismo, hallamos la máxima voluntad secularizadora en los partidos socialistas. El fracaso evidente de las economías de corte socialista les ha llevado a abjurar poco a poco de sus primeros planteamientos económicos; pero en modo alguno han relajado su voluntad liberal-radical de eliminar -sin grandes discursos, pero con suma eficacia- toda huella de religión y moral cristianas en la sociedad.
Por lo demás, después de muy duras luchas en Europa y América hispana en el siglo XIX y comienzos del XX, el liberalismo ha logrado imponerse en los ámbitos fundamentales de la vida pública de Occidente, al menos en sus formas moderadas. Tal es su vigencia en la mayoría de los pueblos, que ya el mismo nombre de liberalismo ha desaparecido, pues se identifica en el Occidente con la misma condición de una vida social moderna. Ya hoy todos son liberales, y los partidos que se llaman liberales existen sobre todo para acentuar una economía libre frente al intervencionismo socialista.
Por lo que a la misma Iglesia se refiere, también el liberalismo ha marcado su sello en la frente y en la mano, es decir, en el pensamiento y la conducta, de muchos cristianos (Apoc 13,16-17), sobre todo en los sectores ilustrados. Así en nuestro siglo, de modo especialmente acusado por los años sesenta y setenta, se alza ampliamente con entusiasmo la convicción difusa de que la Iglesia, fundiendo las exigencias del Evangelio con mitos anticristianos, está llamada a impulsar decisivamente las causas que el mundo no logra hacer triunfar. Así se espera un triunfo formidable de la Iglesia en el mundo, una conciliación entre Evangelio y secularidad desconocida en la historia, con grandes ventajas para la Iglesia y para el mundo...
También en estos años, el milenarismo pelagiano y secular del liberalismo, que conoció en la historia radicalizaciones comunistas, socialistas, nazis o fascistas, va a asumir en el mismo campo cristiano nuevas formas radicales, como la teología de la liberación. Los máximos liberacionistas, señalados con frecuencia como filomarxistas, rechazan esta acusación -con más empeño una vez que el mito del marxismo se ha desvanecido-. De hecho, sus maestros, en seminarios y universidades, no fueron normalmente marxistas, sino católicos liberales.
Ellos, los liberacionistas, uniendo a este influjo intelectual la formación de una espiritualidad voluntarista, pelagiana o semipelagiana, no hicieron sino radicalizar las consecuencias. Con marxismo o sin él, venían a ser en el fondo lo mismo: afectados de una pedantería indescriptible, arremetieron contra la tradición doctrinal católica y contra las tradiciones cristianas populares, decididos a ser transformadores de la Iglesia y de la sociedad. Al final hubo que detenerlos, antes de que causaran más destrozos.
En fin, los tiempos hoy cambian muy deprisa. Actualmente se han desvanecido muchos de los sueños míticos suscitados por el opio del liberalismo, en cualquiera de sus innumerables formas milenaristas. Ya no es fácil creer en mesianismos comunistas, socialistas o liberacionistas, ni tampoco nadie, a la vista de la realidad histórica, es tan ingenuo como para esperar de la democracia liberal la salvación de la humanidad. ¿Qué queda entonces del liberalismo y de sus derivaciones? ¿Qué queda de él, concretamente en amplios sectores cristianos?
Quedan todavía muchos planteamientos confusos, que mezclan ideales evangélicos y mitos anticristianos. Se lucha, por ejemplo, contra las consecuencias del pecado, pero no contra el pecado mismo, y de ese esfuerzo tan precario se espera, dudosamente, la salvación, algo de salvación. O se estima, otro ejemplo, evangélica una democracia liberal -la que está en uso- que niega la soberanía de Dios sobre la sociedad, y que no reconoce otra autoridad sobre la vida del pueblo que la voluntad manipulada de los hombres.
Queda también del liberalismo una tradición nefasta, una desconfianza, una aversión incluso, hacia la tradición católica, hacia sus pensamientos y caminos propios.
Y sobre todo, queda un silencio generalizado sobre la absoluta necesidad de la gracia de Cristo, el único que puede «quitar el pecado del mundo» (Jn 1,29). Queda, sí, una gran dificultad para creer que «la salvación no está en ningún otro, pues ningún otro nombre [sino el de Jesús] nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvados» (Hch 4,12).