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5. La predicación del pudor

El Apóstol, contra la lujuria, predica la castidad

Corinto, ciudad griega próxima a Atenas, se abría al mar por dos puertos, uno al Egeo y otro al Adriático. La ciudad estaba dominada por el acrocorinto, una gran roca escarpada sobre la que se alzaba la acrópolis, y en ella el espléndido templo de Afrodita, diosa del amor -la Venus romana-, templo servido por prostitutas sagradas. Poblada la ciudad por gentes de diversas nacionalidades, era un centro de cultura y de comercio, de riqueza y de vicios, célebre entre las ciudades griegas por la degradación moral de sus costumbres.

En este ambiente moral corrompido habían nacido los cristianos corintios, recién conversos, y por lo que dice San Pablo, el fundador de aquella Iglesia local, todavía perduraban entre ellos con demasiada frecuencia los viejos vicios: «es ya público que reina entre vosotros la fornicación» (1Cor 5,1).

El Apóstol, por supuesto, no aprecia la impudicia de los corintios como un valor, ni la considera tampoco como un dato social inevitable. Por el contrario, con todo amor, firmeza y esperanza, ilumina aquella situación moral tenebrosa del único modo posible: con la luz de la Palabra divina. ¿Cómo podrán ser iluminadas las tinieblas si no se les da la luz? ¿Hay acaso algún otro medio?

San Pablo, en su primera carta a los Corintios, les llama con insistencia a la castidad, queriendo apartarlos de la fornicación generalizada y del impudor que necesariamente lleva ésta consigo. Y para ello emplea varios argumentos de gran fuerza. Les dice:

-Renováos en Cristo, el hombre nuevo. «Despojáos de la vieja levadura, para ser una masa nueva... Celebremos nuestra Pascua no con la vieja levadura de la malicia y la perversidad, sino con los panes sin levadura de la pureza y la verdad» (1Cor 6,7-8).

-Sois miembros de Cristo. «El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor es para el cuerpo... ¿No sabéis acaso que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una prostituta? De ninguna manera... El que se une al Señor se hace un solo espíritu con él. Huid de la fornicación» (6.15-18).

-Sois templos del Espíritu Santo. «¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, y que habéis recibido de Dios?. No os pertenecéis, pues habéis sido comprados ¡y a qué precio! Glorificad, pues, a Dios en vuestros cuerpos» (6,19-20).

-Temed el castigo divino contra la lujuria. «No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas... poseerán el reino de Dios. Y algunos de vosotros esto érais. Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios» (6,9-11). «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (3,16-17).

Pues bien, hoy son muchas las Iglesias particulares de Occidente que viven en Corinto. Y en esas Iglesias son muchísimos los cristianos corintios que, con sus conciudadanos paganos, dan también culto a Venus y a las riquezas, aunque sea en una forma más atenuada.

Pero a diferencia de los corintios de San Pablo, estos cristianos corintios de hoy, apenas tienen conciencia muchas veces de su pecado, con el que quizá desde niños están ya connaturalizados. Y por eso permanecen en él, porque casi nunca les llega sobre este tema la luz de la Palabra divina, la única que podría sacarles de sus tinieblas miserables.

¿Y cómo apreciarán el valor del pudor y de la castidad si apenas lo conocen? ¿Y cómo lo conocerán y lo vivirán si no se les predica?... «El justo vive de la fe... Y la fe es por la predicación» (+Rm 1,17; 10,14-17).

¿Por qué hoy apenas se predica el pudor y la castidad?

Se diría que cuanto más abunda en una Iglesia un mal concreto, con más insistencia ha de ofrecerse allí la medicina adecuada, que en estos casos, como en todos, es la Palabra divina. ¿Cómo es posible, entonces, que estando tantas veces hoy el pueblo cristiano enfermo de lujuria casi nunca se le predique la castidad y el pudor?

La pregunta, en cierto modo, no está bien planteada. Es al revés. La falta de predicación del Evangelio de la castidad es la causa mayor de la abundancia de la lujuria y del impudor en el pueblo cristiano y en el mundo pagano. El apagamiento de la luz evangélica del pudor y de la castidad es la causa principal de que las tinieblas de la lujuria se hayan difundido tanto en los últimos cincuenta años, apoderándose de modas y costumbres, del cine y de la televisión, de internet, de la prensa y de los espectáculos, de las costumbres de jóvenes, novios y casados, de la publicidad comercial y de todo. Cuando un lugar se queda a oscuras, atribuímos esa oscuridad total o parcial a que total o parcialmente se ha apagado la luz. ¿No es ésa la causa principal de la oscuridad?

Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿por qué hoy apenas se predica la verdad católica sobre el pudor y la castidad? Yo creo que las razones principales son las que siguen.

Porque se estima que es o era una doctrina falsa

Está claro: no se predica aquello en lo que no se cree. No sería honrado. En ciertas Iglesias locales, en efecto, son muchos los pastores y predicadores que silencian la doctrina católica sobre la castidad y el pudor porque se avergüenzan de ella, porque creen que es o era errónea. Estiman que es en nuestro tiempo cuando hemos dado con la verdad en estos temas, mientras que nuestros hermanos cristianos antepasados -Clemente, Cipriano, Atanasio, Francisco, Pablo de la Cruz, Antonio María Claret, etc.-, no tan antiguos o incluso actuales -Tanquerey, Royo Marín, Juan Pablo II, etc.- estaban o están afectados por una visión morbosa del cuerpo, y en general de todo lo humano, mundano y terreno.

Los que así piensan andan errados.

Por temor a la cruz

No se predica la castidad y el pudor porque se teme que tal predicación traiga persecución y cruz. En este supuesto, el predicador -crea o no crea en la verdad del pudor cristiano-, calla sobre el tema porque tiene miedo a la cruz que pueda sobrevenir a causa de su predicación.

La predicación del Evangelio del pudor hoy, estando el impudor tan arraigado en el mundo y en buena parte del pueblo cristiano, no puede hacerse sin que traiga, sin duda, no pequeñas cruces. Estas cruces caerán en primer lugar sobre el predicador; pero también, y grandes, sobre los cristianos que quieran vivir ese Evangelio fielmente. Si los cristianos reciben ese Evangelio tendrán muchas veces que entrar en confrontación con las costumbres del mundo, o habrán de marginarse de ellas en mayor o menor medida. Y todo esto puede ser a veces sumamente penoso.

Por miedo a desprestigiar a la Iglesia

La razón que acabamos de señalar, el miedo a la cruz, puede tener una versión menos tosca, pero en cierto modo aún peor. Se silencia el Evangelio del pudor, aun en el supuesto de que se crea en él, para evitar que por su causa la Iglesia sea más despreciada o perseguida por el mundo de nuestro tiempo: «no ocasionemos la aversión a la Iglesia por una causa moral que, después de todo, tiene una importancia secundaria».

Hoy son muchos los que, avergonzándose abiertamente de las enseñanzas bíblicas y tradicionales acerca del pudor -tan humildes, tan realistas, tan verdaderas-, no solamente las silencian, sino que con un celo propio de conversos, se empeñan incluso en combatirlas y hacerlas olvidar, con la «sana» intención de liberar a la Iglesia de un pasado doctrinal tan lamentable, que la desprestigia y que colabora a hacerla increíble al hombre actual.
El planteamiento será quizá bienintencionado, pero es falso. Si Juan Bautista, si Jesucristo, si Esteban, si los Apóstoles hubieran seguido esa lógica funesta -ante todo y sobre todo, evitar a la Iglesia la persecución del mundo-, ni siquiera hubiera llegado a nacer la Iglesia.
En efecto, si se hubiera aplicado la lógica de esos pensamientos, no habría sido plantado en el mundo el árbol de la Cruz, y ciertamente no habría sido regado con la sangre de Cristo y de todos sus discípulos mártires, ni hubiera dado frutos maravillosos de salvación para todos los pueblos. Avergonzarse de la cruz de Cristo es algo diabólico. Es lo que probablemente motivó la traición de Judas.
También Simón Pedro se avergüenza en un principio de la cruz del Maestro, pero se arrepiente luego. La primera vez que Jesús anuncia a los discípulos que va a «ser reprobado» por todos y que incluso va a ser «entregado a la muerte», «Pedro, asiéndole, comenzó a increparle: “¡no quiera Dios, Señor, que esto suceda!”. Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: “¡apártate de mí vista, Satanás! Eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». Y seguidamente «dijo Jesús a sus discípulos: el que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la salvará» (Mt 16,21-25; +Mc 8,31-35; Lc 9,22-24; Jn 12,24-25).
Por otras varias razones falsas

Otros razonamientos y cálculos, relacionados con los ya señalados, y también falsos, explican igualmente el silenciamiento del Evangelio del pudor.

-«Estando los hombres tan alejados del Evangelio, prediquémosles las virtudes fundamentales, las más urgentes, y no estas otras, como el pudor, que son mucho menos importantes».

Es cierto que la predicación de las grandes verdades de la fe -la Trinidad, Cristo, el Cuerpo místico, la inhabitación del Espíritu Santo, el bautismo, la esperanza de la vida eterna, etc.-, han de llevar la primacía en la evangelización. Sin ella, las consecuencias morales, entre ellas el pudor, no son inteligibles ni viables. Pero estas consecuencias morales deben ser predicadas también, como lo hace el Apóstol.

Su carta a los Romanos puede servirnos de ejemplo en esto: él denuncia breve y contundentemente el mal del mundo, también y con insistencia la lujuria (1-2), y pasa a anunciar ampliamente la salvación por la gracia de Cristo (3-16).

Es cierto, sí, que, entre todas las virtudes morales, la virtud de la templanza, a la que pertenecen la castidad y el pudor, es la menos alta: es el primer peldaño en la escala de la perfección espiritual. Pero si los fieles cristianos, careciendo de la necesaria ayuda de la Palabra divina, no son capaces de superar ese primer peldaño, se ven impedidos ya desde el principio para ir más arriba en su ascensión espiritual.

Por eso mismo, pues, porque pudor y castidad están entre las virtudes más elementales, por eso es preciso predicarlas con fuerza a los cristianos, sobre todo a los principiantes, que son todavía carnales (1Cor 3,1-3). Y así lo hacía el Apóstol. Solamente así superarán con la gracia de Dios el culto al cuerpo, y quedarán abiertos y dispuestos a gracias mucho más altas.

Sin salir de Egipto, no hay modo de entrar en el desierto, y menos de llegar a la Tierra prometida. Egipto es el mundo, y «todo lo que hay en el mundo», codicia de los ojos, arrogancia orgullosa, avidez de dinero, eso no viene de Dios, sino del mundo (+1Jn 2,16). Pues bien, el impudor es ante Dios atrevimiento morboso de la carne y de los ojos, y sin matarlo, no es posible ir adelante hacia la plena unión de amor con Él.

-«Guardemos hoy silencio sobre el pudor y la castidad, pues demasiado se habló ayer de esas virtudes».

También va errado este argumento. Mal remedio ante el exceso es la carencia. Si malo es predicar con exceso acerca del pudor, peor todavía es no predicarlo a los hombres, ya que sin esa luz no pueden librarse de las tinieblas de la fornicación.

Por otra parte, no hay que conceder tan fácilmente que en la historia de la Iglesia la predicación tradicional sobre la castidad -la de San Pablo, la de los Padres, la de los predicadores modernos- fue excesiva. Lo habrá sido en ciertas personas o épocas muy determinadas, y tal exceso se habrá dado como en tantos otros temas. Pero ni esto desautoriza en su conjunto la predicación tradicional cristiana sobre la castidad y el pudor, ni menos aún justifica hoy el silenciamiento de esos valores evangélicos.

En todo caso, más fácil es admitir que en los últimos siglos la castidad y el pudor con relativa frecuencia se han predicado mal -con poca luz de fe y a veces con motivaciones precarias- que en exceso. Pues bien, el remedio está en predicar bien esos valores evangélicos, y no en silenciarlos.

-«Quienes hoy incurren en impudor, como ignoran el pudor, no tienen culpa. No es, por tanto, tan urgente predicarles el pudor». Respondo por dos vías.

-En primer lugar: la verdad del pudor puede ser conocida no solo por la revelación sobrenatural, sino por la misma luz natural de la conciencia humana. Y además, al menos en Occidente -no digo en una tribu salvaje- la luz cristiana del pudor, aunque muy atenuada, luce normalmente lo suficiente como para que a ella puedan acercarse los que quieren vivir en la luz de la verdad, es decir, aquellas personas que se relacionan con Dios por la oración, que están atentas a la Revelación divina, que se dejan enseñar por el ejemplo de los santos, y en fin, que no buscan hacer la voluntad propia sino la de Dios.
No olvidemos aquella enseñanza de Jesús: «todo el que obra el mal, odia la luz, y no viene a la luz, para que sus obras no se vean denunciadas. Pero el que obra la verdad, viene a la luz, para que se manifieste que sus obras están hechas en Dios» (Jn 3,20-21).
Al menos entre los cristianos, por mucho que vivan en Corinto, no es tan fácil exonerar de toda culpa el impudor, tan claramente opuesto a la Voluntad divina, y causa tan patente de otros pecados de pensamiento o de obra, palabra o deseo.
-Pero en segundo lugar, téngase en cuenta que el Maligno, en el asunto del pudor o en cualquier otro, no se apodera plenamente del hombre hasta que domina por el error su entendimiento. El Enemigo es el Padre de la Mentira (Jn 8,44), y no domina del todo sobre el hombre cuando se apodera solo de su voluntad o de sus pasiones, sino únicamente cuando se posesiona también de su entendimiento, haciéndole ver lo malo como bueno y lo bueno como malo. Entonces es cuando la persona queda plenamente sujeta al influjo del Maligno.
Por el contrario, mientras la mente guarda el conocimiento de la verdad moral, siempre es posible la conversión. La perdición total de la persona se produce cuando no solo su voluntad está adherida al mal, sino cuando su entendimiento es adicto a la mentira. En este sentido, cuando los cristianos aceptan el impudor no sólamente con su voluntad, sino incluso con su juicio moral, pues aceptan el criterio mundano, pueden tener en su responsabilidad, según los casos, un atenuante, pero también un agravante.

El Partido comunista del siglo pasado, en muchos países, piensa sinceramente que colabora al bien común de la humanidad eliminando de ella millones y millones de seres humanos que estiman nocivos. El jefe de una tribu, reuniendo para sí una o dos docenas de mujeres, puede pensar que lo que hace viene exigido por su dignidad real. Un cristiano, de modo semejante, puede pensar que el impudor nada tiene de malo, y que la desnudez es conforme a la voluntad de Dios, Creador y Salvador de los hombres.
Pues bien, comunistas, polígamos o cristianos impúdicos, todos ellos han de ser salvados urgentemente de sus errores y pecados, en primer lugar, ante todo y sobre todo, por la predicación de la verdad evangélica.
Por eso Cristo manda a «predicar el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), y pide al Padre «santifícalos en la verdad» (Jn 17,17). Porque sabe bien que solamente «la verdad nos hace libres» del error, del Maligno y del pecado (8,32). Eso hace exclamar al Apóstol: «¡ay de mí si no evangelizara!» (1Cor 9,16). Y ay de nosotros si silenciáramos el Evangelio del pudor.
-«Dejémosles en su ignorancia del pudor, y no les creemos problemas de conciencia»
Es curioso. No se piensa así cuando se trata de la injusticia social y de otras muchas miserias morales. Se desea entonces sacar de ellas cuanto antes a los hombres, y en primer lugar por la evangelización, es decir, por la iluminación de sus mentes y conciencias, haciéndoles conocer que lo que están haciendo u omitiendo es un crimen. ¿Por qué, en cambio, en lo referente al pudor y a la castidad se ha de dejar a los paganos, e incluso a los mismos cristianos, en la ignorancia?
Parece olvidarse que en todo pecado hay un componente decisivo de error, de engaño, de mentira. En este sentido dice Santo Tomás: error habet rationem peccati (De malo q.3, 7c). Sin un error previo del entendimiento, que, presionado por el mal deseo, acepta ver lo malo como bueno, es psicológicamente imposible el pecado, el acto culpable de la voluntad. No es posible que el hombre peque, no es posible que su voluntad se lance a la posesión indebida de un objeto o persevere culpablemente en esa posesión, si su entendimiento no le presenta esto como un bien.
Por otra parte -y por cierto, la más importante- en todo pecado hay un engaño del Padre de la Mentira (Jn 8,43-47). Engaño del Maligno fue el primer pecado de los hombres (Gén 3), y ésa misma sigue siendo la causa principal de todo pecado. Luz, hace falta luz, luz clara de verdad para salir del pecado.
Pecados materiales y pecados formales

La objeción anterior, aconsejando «dejar a las personas en la ignorancia, para no gravar sus conciencias», ha de considerarse también a la luz de una distinción clásica que siempre ha hecho la moral católica, usando una u otra terminología. En efecto, la moral cristiana siempre ha distinguido entre pecados formales, que proceden de conocimiento y consentimiento plenos, y pecados solamente materiales, en los que se peca sin conocimiento o libertad suficientes. Pero siempre ha enseñado también dos cosas:

1ª, que los pecados materiales, con frecuencia, proceden de pecados formales y a ellos suelen conducir; y

2ª, que los pecados materiales, por muy irresponsables que sean, causan terribles daños reales. A los cien millones de asesinados por el comunismo en el siglo XX les da lo mismo que el pecado de los comunistas fuera material o formal: de uno u otro modo, ellos están muertos a causa del comunismo. A los que se mueren de hambre les da también más o menos lo mismo que los responsables de su muerte hayan cometido pecados formales o solamente materiales. Igualmente, en una u otra alternativa, la poligamia degrada y envilece a las mujeres que la padecen, y a los hombres que la practican.

Pues bien, también el impudor, sea o no pecado formal, causa de hecho gravísimos males en el impúdico y en la sociedad: vanidad, dureza de corazón, egoísmo, embarazos de adolescentes, relaciones prematrimoniales, masturbaciones, adulterios, divorcios, malos deseos, dificultad apenas superable para la oración, disgusto de Dios y de las cosas de Dios, alejamiento de los sacramentos, mentiras, escasez de vocaciones sacerdotales y religiosas, etc. Sencillamente, cualquier mal que se haga crónico en la persona causa en ella grandes otros males.

El Evangelio del pudor

Sí, es preciso predicar el Evangelio de la castidad y del pudor, y educar en este espíritu a todos los fieles (+Catecismo 2524). De este modo, como en los primeros siglos de la Iglesia, la belleza martirial del pudor y de la castidad será hoy para el mundo uno de los testimonios más eficaces en favor de Cristo, el Adán nuevo, el formador poderoso de una nueva humanidad.

Sí, hoy gran parte del pueblo cristiano ha de vivir en Babilonia, la ciudad mundana llena de pecado, tal como la contempla San Juan:

«la Gran Prostituta, que está sentada al borde del océano. Los reyes de la tierra han fornicado con ella y los habitantes del mundo se han emborrachado con el vino de su fornicación... La mujer va vestida de púrpura y escarlata, y enjoyada con oro, pedrería y perlas. Tiene en la mano una copa de oro llena hasta el borde de las abominaciones y de las inmundicias de su fornicación. Y en la frente lleva escrito un nombre misterioso: “la gran Babilonia, madre de las rameras y de las fornicaciones de la tierra”. Y vi que la mujer estaba borracha de la sangre de los mártires de Jesús» (Apoc 17,1-6).

Sí, hoy gran parte del pueblo cristiano vive habitualmente en Babilonia, o si se prefiere en Corinto, ciudad presidida por el magnífico templo dedicado a Venus. Y por eso mismo, para que el pueblo fiel no se pierda, ha de ser iluminado y fortalecido constantemente por la Palabra divina, la única que transmite al Espíritu Santo, que es a un tiempo luz de conocimiento verdadero y fuego de vida y de libertad:

«Habéis de ser irreprochables y puros, hijos de Dios sin mancha, en medio de esta generación extraviada y perversa, dentro de la cual vosotros aparecéis como antorchas en el mundo, llevando en alto la Palabra de vida» (Flp 2,15-16).