fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

3. Pudor ejemplar de los religiosos

Modestia y pudor en los religiosos

Antes hemos evocado brevemente la historia del pudor en la doctrina y la vida de la Iglesia. Ahora, como complemento a aquello, quiero recordar que los religiosos han dado siempre al pueblo cristiano un notable ejemplo de modestia y pudor. Y es indudable que la historia de los monjes primeros y la de los religiosos posteriores sigue siempre, con diversas modalidades, según épocas y carismas, una misma tradición ascética.

El pudor tiene en la clausura monástica unas expresiones máximas. Pero cuando a comienzos del siglo XIII, sobre todo, los nuevos religiosos apostólicos abandonan la clausura, ya que viven entre los hombres, sigue viva en ellos esa clausura, esa renuncia al mundo, de un modo interior y espiritual, principalmente a través de una gran pobreza y especialmente por el acentuado recogimiento de los sentidos. Veamos algunos ejemplos.

San Francisco de Asís (+1226) no miraba a la cara a las mujeres, y según él mismo confesaba, solamente conocía la fisonomía de dos, que quizá serían su madre y Santa Clara (2 Celano 112). Y en esto se ponía de ejemplo a sus hermanos religiosos (205).

Siglos depués, San Pedro de Alcántara (+1562), el reformador franciscano, procedía en este punto como su fundador, y acostumbraba llevar siempre los ojos bajos.

Por el mismo camino va también Santo Domingo de Guzmán (+1221), que considera culpa grave la costumbre de «fijar la mirada donde hay mujeres» (Libro de costumbres 21; +Constituciones de las monjas 11). Y por ese camino han andado tantos y tantos otros maestros espirituales hasta nuestro tiempo.

San Antonio Mª Claret (+1870), por ejemplo, gran predicador popular, fundador de los Misioneros del Corazón de María, Arzobispo, confiesa:

«nunca jamás miro la cara de mujer alguna ... Naturalmente y casi sin saber cómo, observo aquel documento tan repetido por los Santos Padres que dice: “con la mujer se ha de tener conversación seria y breve” [S. Agustín], “y ten bajos los ojos” [S. Isidoro de Pelusio, citado por S. Alfonso María de Logorio]» (Autobiografía n.394, cf. 395-397).

Hoy escandaliza la ascesis tradicional de los religiosos

Cristianos buenos y bienintencionados me aconsejan: «no cites esos ejemplos de santos religiosos, por favor; son contraproducentes para la enseñanza que quieres dar en favor del pudor, pues muestran unos testimonios de la tradición que son ridículos, tristes, morbosos, completamente anacrónicos. Cristo y los apóstoles, además, no practicaban esas ascesis».

Cuando cristianos buenos y bien intencionados hacen una interpretación tan falsa de los ejemplos de los santos, eso me confirma en la necesidad de recordar esa tradición santa; pero también en la necesidad de explicar su sentido espiritual.

Un principio previo de aplicación general: cuando nuestra mente choca en algo contra una tradición espiritual mantenida durante muchos siglos por muchos santos y santas, antes de que nos atrevamos a rechazar esa tradición concreta, avergonzándonos de ella, conviene que nos aseguremos de que la entendemos bien, y al mismo tiempo es muy oportuno que nos atrevamos a poner en duda nuestros pensamientos y apreciaciones, aunque no necesariamente hayamos de modificar en eso nuestras conductas.

Cristo ayunó rigurosamente durante cuarenta días en el desierto. Pero es cierto, sí, que sus discípulos, mientras estaban con Él, no se ejercitaban en ciertas prácticas ascéticas de ayunos, es decir, de privaciones. Sin embargo, hemos de recordar en esto la explicación y la profecía de Jesús: «mientras tienen consigo al esposo no pueden ayunar. Ya vendrá el tiempo en que les sea arrebatado el esposo, y entonces ayunarán» (Mc 2,19-20). Ayunarán en el alimento, las posesiones, la autonomía personal, las miradas y en tantas otras cosas más. «Entonces ayunarán».

Y este ayuno será diverso en los laicos y en los religiosos. En efecto, mientras que Dios encamina a los laicos por la vía de la posesión y del tener -tienen mujer, hijos, casas, barcas, redes, tierras, autonomía personal-, Él mismo orienta a los religiosos por la vía del ayuno, es decir, del no-tener. Los religiosos «renuncian al mundo y viven únicamente para Dios» (Vat. II, PC 5a), y así no-tienen, ayunan, carecen, pues, de bienes propios, de cónyuge y familia, así como también de autonomía personal, y se despojan de todo profesando los votos de pobreza, celibato y obediencia.

Pero si los religiosos no-tienen no es porque estimen que tener bienes de este mundo sea malo; o menos aún porque estimen que sean malos los bienes de este mundo: cónyuge, casa, tierras, trabajo. Ellos saben bien que «todo es puro para los puros» (Tit 1,15).

Ellos, sencillamente, por vocación de Dios, ayunan de bienes de este mundo y no los tienen 1º-para mortificar sus propias tendencias inmoderadas hacia la posesión, dejando así sus corazones más libres bajo la acción del Espíritu Santo; 2º-para ayudar a los laicos a la sobriedad, de modo que éstos, que por vocación tienen, puedan «tener como si no tuvieran» (1Cor 7,29-31); 3º-para expiar por los excesos y pecados cometidos por ellos mismos y por los seglares en la posesión de los bienes mundanos; y 4º-para conseguir de Dios la conversión de los pecadores, mediante el ejemplo, la oración y las privaciones penitenciales.

Los religiosos, en efecto, por la feliz profesión de los votos evangélicos, ayunan de dinero -no pocos son mendicantes y viven de la Providencia-; ayunan de vestidos mundanos, vistiendo un hábito digno y pobre, siempre igual; ayunan por la obediencia de la autonomía personal; ayunan de comidas costosas -muchos monjes y monjas son vegetarianos y ayunan con frecuencia-; ayunan de viajes, de espectáculos, de noticias y de tantas otras cosas; y ayunando así del mundo, al que han renunciado, llevan una forma de vida penitente «con sus privaciones voluntarias» (Pref. III cuaresma).

Pues bien, ese gran recogimiento de la vista, que durante tantos siglos han practicado tantos religiosos santos, es tan válido y santificante como pueda serlo el ayuno de comida o de otros bienes mundanos. Que hoy puedan resultar más admisibles y más viables los ayunos en los alimentos o en las miradas, en tal cosa o en la otra, eso ya depende sólamente de condicionantes sociales e incluso de las modas ideológicas de la época.

Pero entiéndase bien que toda clase de ayunos, sea cual sea su objeto -dinero, matrimonio, autonomía, alimentos, espectáculos, miradas, etc.-, todos tienen la misma lógica espiritual y los mismos motivos y fines; y que tan genuinamente evangélico es ayunar de una cosa como ayunar de otra.

Una cuestión diversa, que pertenece a la virtud de la prudencia y al don de consejo, será ver en cada tiempo y circunstancia qué clase de ayunos es más conveniente. Pero sin avergonzarse de ningún tipo de ayuno practicado por muchos santos en muchos siglos, y valorándolos y admirándolos todos.

San Juan de la Cruz muestra muy bien cómo todas esas «nadas», esas privaciones voluntarias, llevan a gozar del «Todo», conducen a la paz, a la alegría, a la santidad, a la perfecta libertad del mundo, de la carne y del demonio. Ahora bien, que hoy estas privaciones o algunas de ellas puedan parecer ascéticas negativas y morbosas, solo indica que muchos laicos, e incluso no pocos religiosos, ignoran en nuestro tiempo los valores evangélicos del ayuno, de la pobreza, de la mortificación, de la abnegación personal, de la expiación por los pecados propios y ajenos, en fin, de la Cruz.

Y esa ignorancia espiritual explica también, de paso, que actualmente sean tan escasas las vocaciones religiosas, y que éstas, con relativa frecuencia, deriven hacia versiones secularizadas, en las que el rechazo de «la renuncia al mundo» se estima como un progreso.

Por lo demás, como es evidente, los ejemplos y consejos de los religiosos antiguos en modo alguno pueden ser aplicados exactamente en nuestro tiempo. Es obvio. Cada tiempo y circunstancia exige, bajo la acción del Espíritu Santo, el ejercicio del discernimiento y de la prudencia. Y es evidente que los dictámenes de la prudencia son diversos según circunstancias y épocas diversas.

Ciertos modos de ayuno -ayunos de miradas o de lo que sea- que pudieron ser oportunos durante muchos siglos, hoy pueden resultar inconvenientes, al menos para ciertas vocaciones determinadas. Pero no debemos avergonzarnos del espíritu que informaba esas privaciones, ni tampoco de aquellas prácticas concretas, pues nos avergonzaríamos del Espíritu Santo que las inspiró. Por el contrario, debemos entender y amar ese espíritu, que es continuo en la ascesis de la tradición cristiana, y darle, eso sí, los modos concretos que sean más convenientes en nuestro tiempo y en nuestra vocación específica dentro de la Iglesia.

Volviendo a nuestro tema. Muchos hoy no admiten que los laicos tengan en los religiosos un ejemplo estimulante de vida evangélica, ni en el tema del pudor ni en ningún otro tema. Examinemos, pues, cómo suelen plantear la cuestión.

Los religiosos, ejemplos en todo para los laicos

Si estudiamos la historia de la Iglesia, comprobaremos que los religiosos han tenido siempre clara conciencia de su ejemplaridad para todo el pueblo cristiano. También, por supuesto, en el pudor. Ellos entienden que ésa es precisamente una de las misiones principales de la vocación religiosa (+De Cristo o del mundo 190, y Evangelio y utopía cpt. 6).

Santa Clara de Asís (+1253), por ejemplo, sabe bien que los religiosos están obligados a dar un ejemplo estimulante al pueblo seglar cristiano, y escribe en su Testamento: «el mismo Señor nos ha puesto como modelo para los demás..., como un ejemplo y espejo para quienes viven en el mundo» (3).

Muchos, sin embargo, niegan hoy esa ejemplaridad de los religiosos respecto de los laicos, y afirman para éstos una espiritualidad autónoma, netamente secular y diferenciada, y hasta poco menos que contrapuesta; pero están equivocados.
Unos y otros, religiosos y laicos, han de vivir de un mismo Espíritu, aunque en modos diferentes. Y aquéllos son modelos para éstos. Siempre lo han sido, y así lo ha entendido sin dudarlo el pueblo cristiano y fiel. Y que esta ejemplaridad de los religiosos esté viva y sea recibida por los laicos es algo de suma importancia para la santificación del pueblo cristiano.
En efecto, la pobreza que los religiosos viven, tan extrema, guarda a los laicos en la sobriedad. Las penitencias de los religiosos estimulan a los laicos a la austeridad, tan difícil a veces en un mundo consumista. La perfecta castidad de la virginidad y del celibato es una formidable ayuda para la castidad de los laicos, sean niños o jóvenes, casados o viudos.
Pues bien, de modo semejante, viniendo al tema presente, el pudor y el recogimiento de los sentidos, tan propio de los religiosos, han de ser también imitados -en sus modos propios, por supuesto- por quienes viven en el mundo secular, es decir, por quienes viven en Babilonia a veces o en Corinto, sometidos a unas tentaciones tan continuas, tan fuertes y tan insidiosas.
De hecho, los religiosos siempre han exhortado a los fieles a vivir el recogimiento de los sentidos y el pudor. Ellos ya entienden, como es obvio, que los laicos, si han de ser fieles a su vocación secular, vivirán ese mismo espíritu de otras maneras. Pero los religiosos les exhortan a vivir la modestia en los modos que les son propios.

Recordaré como ejemplo solamente las cartas de dirección espiritual que San Pablo de la Cruz (+1775) dirige a seglares. Él exhorta con frecuencia a los seglares a vivir el más estricto pudor y a guardar una modestia total, una modestia totalmente grata a Dios y a la Virgen María, que sea tan perfecta que no deje ni un mínimo resquicio a la liviandad, al lujo, a la vanidad o al impudor. Todo esto, insisto, con otras tantas cosas semejantes, lo exhorta San Pablo de la Cruz a laicos, a seglares.

Por ejemplo, a la joven Teresa Palozzi, de 23 años, le escribe: «guarde sus sentidos todos, en especial los ojos, y también su corazón. Sea modestísima y guarde la mayor compostura de noche y de día en todos sus gestos. Esta virtud de la modestia debe amarla y guardarla con el máximo celo; no se fíe de nadie y, sobre todo, desconfíe de sí misma» (9-III-1760).

Por lo demás, estos santos no recomiendan a sus dirigidos sino lo que ellos mismos practican, buscando ser plenamente gratos al Señor. Ellos quieren llegar con sus dirigidos a esa plena pureza, que hace posible la plena contemplación de Dios: «los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8). Y ellos saben, por otra parte, que sin esa alta contemplación de Dios es imposible la perfecta santidad: «contemplad al Señor y quedaréis radiantes» (Sal 33,6).

En fin, estas disquisiciones no son supérfluas. No podríamos entender siquiera el pudor que han de vivir hoy los laicos, si no tuviéramos en cuenta la gran tradición cristiana del pudor, considerada también ésta en la vida ejemplar de los religiosos.

¿Tristes, los religiosos?...

La verdad anteriormente propuesta es hoy muy difícil de admitir para no pocos. Algunos se imaginan -ésa es la palabra justa, pues se trata de puras imaginaciones- que «los religiosos, con su vida penitente de privaciones, llevan un camino triste, que por eso mismo se queda sin seguidores, es decir, sin vocaciones. Y que en todo caso no es bueno para los laicos».

Pero están completamente equivocados. A más penitencia en la vida religiosa, más alegría. A más Cruz, más Resurrección: es una conexión necesaria. A más perfecta y evangélica «renuncia al mundo» más atractiva resulta la vida religiosa, más vocaciones atrae, y para los laicos también es más edificante y estimada. Esto es así; lo sabemos por doctrina y por experiencia histórica y presente, a priori y a posteriori. El pudor cristiano, concretamente, que hace suya la modestia de los religiosos en formas seculares, como todas las virtudes evangélicas, produce necesariamente paz y alegría. Participando de la Cruz, participa de la Resurrección.

El que se imagina triste la vida penitente de los religiosos ¿ha conocido, por ejemplo, el ambiente espiritual de la Cartuja o del Carmelo teresiano o de las Hermanitas de los Pobres? ¿Sabe algo, quizá, de «la perfecta alegría» de San Francisco de Asís, hallada justamente en el hambre, el frío y el oprobio (Florecillas VIII)? Y siguiendo con Francisco: ¿quién ha unido mejor una vida tan extremadamente penitente y un amor tan entrañable a las criaturas? (+mi libro De Cristo o del mundo, IV p., cpt. 1-2; VII, 2-3).

De hecho, cuántas veces corresponde a los que han renunciado al mundo el hermoso ministerio de consolar a quienes lo poseen. Cuando éstos no saben tener el mundo como si no lo tuvieran, necesariamente padecen tristezas y sufren aquella «tribulación de la carne», que el Apóstol querría ahorrarles (1Cor 7,28). Cuántas veces un fraile de pobre hábito ha de confortar a seglares vestidos con elegancia y lujo. No suele suceder al revés. ¿Quiénes son los que viven la verdadera alegría?

¿Anacrónicos, los religiosos?...

Dicen otros: «se puede conceder, en el mejor de los casos, que esas penitencias y recogimientos de los sentidos que se nos han recordado pudieron tener validez santificante en otros tiempos; pero no en la época actual».
Ésta es la pobre actitud de los hodiernistas: «hoy es necesario..., hoy es imposible...» Son éstos, en expresión acertada de Maritain, «cronólatras», pobres siervos de su tiempo.
Ya hace años he tratado de este tema, primero con José Rivera (Hodiernismo, en Cuaderno de Espiritualidad 9; Espiritualidad católica, cpt. 17; Síntesis de espiritualidad católica, III p., cpt. 5), y últimamente solo (De Cristo o del mundo, VII p., cpts. 2-3; Evangelio y utopía, cpts. 3 y 5).
Pues bien, ¿qué le pasa a nuestro tiempo, que en él se le permite al Espíritu Santo hacer en los cristianos unas cosas sí y otras no?... Si una persona o comunidad capta en conciencia unas ciertas mociones del Espíritu Santo, ¿antes de seguirlas, tendrá que mirar primero el calendario y asegurarse luego de que tales prácticas son tolerables para la mentalidad del mundo en que se mueven?
¿En el siglo IV, en el XIII o en el XVI era acaso normal que unos cristianos anduvieran descalzos, vestidos de saco y con una cuerda a la cintura? Nadie iba así... ¿Y los que así obraban -monjes antiguos, franciscanos, carmelitas descalzos- eran en aquellos tiempos fuerzas retrógradas o progresivas? ¿Vivían plenamente en su siglo, siendo en buena parte sus protagonistas, o eran más bien elementos anacrónicos, imitadores repetitivos del Bautista, del profeta Elías o de algún otro personaje aún más antiguo?...

No se trata de preguntas meramente retóricas, ni tampoco nos desvían de nuestro tema. Responder bien a estas cuestiones tiene gran importancia para la valoración de la historia del pudor cristiano, considerado éste tanto en religiosos como en laicos.

Cuando Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, pone tanto interés en que sus monjas velen sus rostros y no los manifiesten sino a los familiares, ¿se sujeta a alguna costumbre de su época, es una mujer de su tiempo, el siglo XVI, o se sitúa más bien al margen de su siglo y del brillante y paganizante espíritu renacentista? ¿Da ella con eso unas normas de vida religiosa válidas únicamente para su tiempo? ¿Muestra quizá al establecer en sus Constituciones esas normas un sentido del pudor morboso, propio de una mujer desequilibrada, excesivamente medrosa? Convendrá recordar que estamos hablando de Teresa Sánchez de Cepeda, o como ella prefería llamarse, con el apellido materno, Teresa de Ahumada...

Dispone ella, efectivamente, en las Constituciones para sus monjas: «Han de tener cortado el cabello, por no gastar tiempo en peinarle. Jamás ha de haber espejo, ni cosa curiosa, sino todo descuido de sí. A nadie se vea sin velo, si no fuere padre o madre, hermano o hermana», salvo en caso prudente, y entonces «no para recreación, y siempre con una tercera» (14-15). Al padre Jerónimo Gracián, primer provincial de los Descalzos, que en 1581 iba a revisar en el Capítulo de los carmelitas ésta y otras normas de las Constituciones teresianas, le escribe: «ponga vuestra paternidad lo del velo en todas partes, por caridad. Diga que las mismas descalzas lo han pedido» (Carta 23-II-1581). Puede, es cierto, convenir a veces dar licencia de excepción al velo, «mas yo he miedo no la dé el provincial con facilidad» (Carta 19-II-1981).

Según eso, ¿piensa Santa Teresa que una mujer peca si se mira en el espejo o si muestra su rostro a otras personas? El que hace una pregunta tan tonta ¿conoce a Santa Teresa? ¿Aprecia su audacia, su realismo, su libertad del mundo, su experiencia de la vida y de las mujeres, empezando por su propia experiencia de jovencita vanidosa (Vida 2)?

Sencillamente, Santa Teresa quiere para sus religiosas contemplativas unas normas de pudor extremadamente exigentes, 1º-para fomentar en ellas el recogimiento contemplativo, evitándoles lo más posible todo peligro de vanidad o impudor; 2º-para dar un ejemplo muy fuerte de modestia a las mujeres seglares, animándoles a ser modestas, según su modo secular propio; 3º-para expiar penitencialmente por los muchos pecados de impudor y de vanidad que se cometen, sobre todo en el mundo; y 4º-para obtener la conversión de los pecadores. ¿Puede ponerse a todo esto alguna objeción fundamentada?

Por supuesto que otros institutos religiosos tendrán carismas fundacionales diversos. Dios los bendiga. Hay en la santa Iglesia, gracias a Dios, muchas y muy diversas vocaciones: por tanto, «ande cada uno según el don y la vocación que el Señor le dió» (1Cor 7,17; +7, 20.24).

En todo caso, al que está afectado de cronolatría -que es, en algún sentido, una enfermedad mental- ninguna de las razones aducidas puede convencerle. Él guarda fidelidad a su propio error y sigue adicto a su norma: «hoy es necesario... hoy no es posible que...» Siendo como es un hombre mundano, un «hijo de su siglo», todavía «vive como niño, sujeto a servidumbre bajo los elementos del mundo» (Gál 4,3), y considera respetuosamente la ortodoxia social vigente de su tiempo como un dogma, que procura preservar piadosamente de toda herejía.

Por el contrario, solamente el hombre cristiano, que vive en Cristo, nuevo Adán, Señor de la historia, a quien le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18), solo él está libre del mundo, solamente él es libre de su siglo. Y consiguientemente, solo él, por obra del Espíritu Santo, puede renovar la faz de la tierra. Puede y debe hacerlo, porque es misión suya, ya que está viviendo en Jesucristo, Señor y renovador de los tiempos:

«Cristo ayer y hoy / Principio y fin / alfa y omega / suyo es el tiempo / y la eternidad / a Él la gloria y el poder / por los siglos de los siglos» (Cirio en Vigilia Pascual).