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Sentido cristiano del vestido
En el relato bíblico ya citado, Adán y Eva, antes de ser pecadores, estaban ambos desnudos, «sin avergonzarse de ello», pues en alma y cuerpo eran santas imágenes de Dios. Pero una vez degradados por el pecado, sus sentidos se rebelan contra el dominio de la libre voluntad, experimentan -como dice San Juan en el Apocalipsis- «la vergüenza de la desnudez» (3,18), tratan ellos mismos de taparse de algún modo, y el Señor Dios, acudiendo en su ayuda, vistió al hombre y a su mujer, y los arrojó fuera del Paraíso.
En esta maravillosa catequesis del Génesis, los Padres de la Iglesia entienden unánimemente una revelación divina: por el pecado, Adán y Eva incurrieron en la necesidad del vestido, sancionada por el mismo Dios, pues al rebelarse los hombres contra Dios, «se vieron despojados del hábito de la gracia sobrenatural» que hasta entonces les vestía; es decir, quedaron desnudos (S. Juan Crisóstomo, Hom. in Gen. 16,5: MG 53,131).
De este modo, «la pérdida del vestido de la gloria divina pone de manifiesto no ya una naturaleza humana desvestida, sino una naturaleza humana despojada, cuya desnudez se hace visible en la vergüenza» (Erik Peterson, 224). El vestido, pues, ese velamiento habitual del cuerpo, que Dios impone al hombre y que incluso éste se impone a sí mismo, viene a ser para el ser humano un recordatorio permanente de su propia indignidad, es decir, de su propia condición de pecador. Y al mismo tiempo -adviértase bien-, el vestido es para el hombre una añoranza de la primera dignidad perdida, un intento permanente de recuperar aquella nobleza primitiva, siquiera en la apariencia.
La tradición unánime cristiana -tradición en la que coinciden el antiguo Israel, el Islam y muchas otras religiones y culturas- exige, pues, el velamiento habitual del cuerpo humano, al mismo tiempo que reprueba su desnudez como algo malo y vergonzoso.
Re-vestidos con el hábito de la gracia
El hombre adámico, por lo que al vestido material se refiere, peca con frecuencia de vanidad y de lujo, y también de indecencia y desnudez. Pero por otra parte, y ahora ya en el sentido de un vestido espiritual, se ve ignominiosamente vestido con los malos «hábitos» de sus pecados.
Por eso ahora, si quiere recobrar su dignidad primera, debe desvestirse de esas «sucias vestiduras» (S. Justino, Trifón 116), y revestirse con el hábito glorioso de las virtudes cristianas, hábitos santos y bellísimos, que nacen de la gracia divina. En efecto, «cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis revestido de Cristo» (Gál 3,27; +Rm 13,14; Ef 4,22-24; Col 3,9-10).
El rito sacramental del bautismo recuerda este sentido espiritual del vestido, cuando el sacerdote impone una vestidura blanca al recién bautizado:
«N., eres ya nueva criatura, y has sido revestido de Cristo. Esta vestidura blanca sea signo de tu dignidad de cristiano. Ayudado por la palabra y el ejemplo de los tuyos, consérvala sin mancha hasta la vida eterna».
Está claro que es la fe lo que reveló a los cristianos la dignidad de su propio cuerpo y la belleza del pudor y de la castidad. Lo que hizo conocer a los neo-cristianos la dignidad sagrada de sus cuerpos fue, sin duda, la conciencia de ser miembros de Cristo, y por eso mismo templos de la santísima Trinidad. Esta dignidad, por otra parte, se les hizo también patente gracias a la fe en la resurrección de los cuerpos, destinados éstos a una glorificación celestial en la otra vida.
Ésta es la fe que sacó a los cristianos del engaño de considerar el cuerpo como algo perecedero y trivial, es decir, como algo indigno de los esplendores del pudor y de la castidad.
La Buena Noticia del pudor
Hace veinte siglos, en los comienzos del Evangelio en el mundo, sobre todo en el ámbito del mundo griego y romano, el pudor cristiano hubo de afirmarse con sumo esfuerzo en medio de un impudor generalizado. Fue ésta, pues, sin duda una de las buenas noticias que el hombre nuevo de Cristo llevó a los hombres viejos del paganismo.
Y es de notar que en el primer encuentro -o mejor encontronazo- del Evangelio con el mundo, la Iglesia puso un gran empeño en afirmar y difundir el pudor y la castidad. Es un hecho hasta cierto punto desconcertante, pero muy cierto, que los Padres, obispos y teólogos, estando enfrentados con gravísimos problemas filosóficos, dogmáticos y disciplinares; más aún, viendo cada día al pueblo cristiano amenazado en su misma supervivencia a causa de persecuciones muy violentas, se ocuparon, sin embargo, una y otra vez en sus escritos -también los que eran maestros de la más alta especulación teórica y mística- de cuestiones bien concretas referentes al pudor, la castidad conyugal y vidual, la virginidad, los espectáculos, etc.
Ése es un hecho histórico cierto, que debe ser conocido y recordado. En efecto, en la historia de la Iglesia naciente, el desarrollo social del pudor y de la castidad, así como de la virginidad y del sagrado matrimonio monógamo, constituye uno de los capítulos más impresionantes. En esa historia se comprueba que, realmente, el Espíritu Santo tiene poder para «renovar la faz de la tierra». El Evangelio, en efecto, teniéndolo todo en contra, vence al mundo y crea en todos esos valores una nueva civilización.
De hecho hoy, por ejemplo, en los foros internacionales, hasta los mismos representantes de pueblos desnudos y polígamos se avergüenzan de su desnudez y de sus rebaños de esposas, y se presentan vestidos y con una sola mujer. Se ha impuesto, pues, en el mundo, aunque sea muy precariamente, el pudor y la monogamia, es decir, el verdadero «modelo» originario, reinventado por el Hombre nuevo, Jesucristo.
Evangelio y martirio
Una virtud sólo puede ser vivida sin especiales esfuerzos cuando ha sido ya socialmente asimilada, al menos como ideal. Por el contrario, mientras predominen unas estructuras de pecado -unas formas mentales o conductuales- fuertemente adversas, esa virtud no podrá ser afirmada sino a costa de grandes marginaciones y sufrimientos, incluso con peligro de la vida (desarrollo este tema en De Cristo o del mundo, 202-214).
Nada tiene, por tanto, de extraño que en los primeros siglos de la Iglesia la afirmación del pudor y de la castidad sea una de las causas más frecuentes de martirio, junto con la cuestión del culto al emperador (Paul Allard 185-191).
Hoy nos sigue sorprendiendo y admirando que los primeros cristianos -concretamente aquellos que procedían de culturas casi ajenas al pudor y la castidad, y que habían crecido en la impudicia-, asimilaran tan precoz y tan profundamente estas virtudes cristianas, hasta el punto de que estuvieran dispuestos a perder la vida por afirmarlas. Es un enigma histórico. O mejor, es un milagro formidable del Espíritu Santo.
Recordemos un solo ejemplo de este pudor sorprendente, afirmado ya en el año 203. Las santas mártires Perpetua y Felicidad fueron expuestas en el anfiteatro de Cartago a la furia de una vaca muy brava. «La primera en ser lanzada en alto fue Perpetua [de 22 años, madre reciente], y cayó de espaldas; pero apenas se incorporó sentada, recogiendo la túnica desgarrada, se cubrió la pierna, acordándose antes del pudor que del dolor» (Actas 20).
Gestos como éste dejaban asombrados a los paganos. En la literatura de los Padres quedan huellas frecuentes de este asombro que en los paganos causaba el pudor de las mujeres cristianas, y la admiración que en muchos casos suscitaba la belleza de la castidad. No parece excesivo afirmar que el testimonio cristiano de la castidad y del pudor fue una de las causas más eficaces de la evangelización del mundo grecoromano, que en gran medida ignoraba esas virtudes.
La victoria del Evangelio sobre las termas
El pudor, como es obvio, afecta a muchos aspectos del ser humano. Pero como no es posible en un breve escrito estudiar el pudor en todos ellos, aquí voy a analizar con alguna atención únicamente la cuestión de la desnudez y de los baños mixtos, para poder considerar así de modo más concreto y detenido al menos un aspecto del pudor.
Volvamos, pues, al problema de las termas. Y veamos cómo el Espíritu de Cristo, en su primera proyección al mundo romano, lejos de considerar las termas «una realidad mundana inevitable», libra de ellas a los cristianos desde el principio, y acaba con ellas en unos pocos siglos, pues introduce en el mundo pagano un espíritu muy diverso al que las inspiraba.
La Iglesia que, enseñada por Cristo, aborrece la pereza, la pérdida del tiempo, el culto al cuerpo, el impudor y la sensualidad, la vanidad y el lujo, así como, en general, la búsqueda del placer por el placer -un placer que no va unido a la necesidad o la utilidad-, no puede menos de rechazar el mundo de las termas, y reacciona contra esa costumbre mundana tan arraigada. Lo hace, como veremos ahora, de muchas maneras y con no pocos matices.
En efecto, no era tan fácil realizar discernimientos morales y asumir medidas pastorales unívocas sobre cuestión tan compleja. Y por otra parte, retirar absolutamente a los cristianos de los baños públicos equivalía a separarlos tajantemente de la vida social.
Según Vizmanos, «fácil eran de ver las quiebras a que estaba sujeto el pudor en semejantes ocasiones, pero no era menos fácil de entender el sacrificio que suponía el renunciar a una costumbre que, en nombre de la higiene, la salud y el necesario esparcimiento, consagraba una tradición repetidas veces secular» (298).
Así ve también Dumain la compleja cuestión: «Abstenerse de esas promiscuidades era, es cierto, una cuestión de moral elemental, que cualquier conciencia podía discernir. Sin embargo, no debe extrañarnos demasiado que se produjeran en esto ciertos excesos en los medios cristianos del Imperio, si tenemos en cuenta un pasado de libertad generalizada en las costumbres, y en concreto, la disminución notable que había sufrido el sentimiento del pudor. Era todo un pasado de aberraciones morales lo que se hacía necesario olvidar, y eso no podía conseguirse en un día. La Iglesia, en este sentido, encontrará un terreno mucho mejor preparado en el mundo judeo-cristiano, palestino o helenista, todavía penetrado por la huella de las prescripciones legales relativas a la pureza del cuerpo» (74).
Algunos testimonios, que recordaremos ahora, nos ayudarán a hacernos una idea de la actitud cristiana antigua no sólo ante los baños públicos mixtos, sino también ante la sobriedad conveniente en los mismos baños privados.
Nunca, por supuesto, los testimonios del pasado, como los que vamos a recordar inmediatamente, podrán darnos normas concretas de conducta para hoy, pues las circunstancias actuales son muy diversas, y solo pueden ser tratadas adecuadamente mediante discernimientos nuevos. Pero sí hemos de captar en todos los testimonios pasados, antiguos o recientes, un espíritu, el de la mejor tradición cristiana, el mismo Espíritu de Jesús, que hoy quiere seguir viviendo en nosotros, aunque se manifiesta actualmente en modos diversos a los de épocas anteriores.
La doctrina y la acción de los Padres
Veamos con algunos ejemplos la reacción de los Padres de la Iglesia ante el hecho social, absolutamente generalizado, de los baños públicos.
-Clemente de Alejandría (+215?). Pagano converso, hombre que domina tanto la cultura pagana como la cristiana, describe en El Pedagogo el ideal de una vida evangélica. Propone este ideal a cristianos seglares, pues aún no había nacido el monacato. Concretamente en el libro tercero enseña Cómo comportarse en los baños (V) y cuáles son las Razones para admitir el baño (IX).
En primer lugar, describe Clemente el lujo y la sensualidad de los baños alejandrinos de su época, y refiere que «los baños están abiertos al mismo tiempo para hombres y mujeres juntos, y así es como se desnudan con intenciones licenciosas, como si en el baño el agua los despojara del pudor» (V,32). «Estas mujeres, al despojarse a la vez de su vestido y de su pudor, quieren mostrar su belleza, pero de hecho, sin quererlo, muestran su fealdad, ya que, realmente, es principalmente en su propio cuerpo donde se manifiesta la sordidez de la lujuria»...
«Es necesario, pues, que los hombres, dando a las mujeres un noble ejemplo de respeto a la Verdad, tengan el pudor de no desvestirse con ellas, y de evitar las miradas peligrosas, pues “aquel que ha mirado con mal deseo, dice la Escritura, ya ha pecado” [Mt 5,28]. Hace falta, por tanto, que en la casa se respete a los parientes y domésticos, en la calle a quienes se encuentre, y lo mismo las mujeres en los baños, como también es preciso en la soledad respetarse a uno mismo, y en todo lugar respetar al Logos [Cristo], que está en todas partes» (V,33).
Por otra parte, de los cuatro motivos que suelen aducirse para los baños frecuentes -la limpieza, la salud, la defensa contra el frío y el mero placer-, Clemente sólo estima lícitos los dos primeros, juzga innecesario el tercero, y considera el cuarto indigno de la conciencia cristiana.
A su juicio, en la frecuencia de los baños debe haber, como en todo, la moderación propia de la virtud de la templanza, evitando tanto una frecuentación excesiva de los mismos, como otra insuficiente. Y es, en definitiva, un espíritu nuevo el que ha de afirmarse en todo esto, pasando del culto pagano al cuerpo al cultivo cristiano del alma.
«Lo que hace falta sobre todo es bañar el alma en el Logos purificador; y el cuerpo, de vez en cuando, a causa de la suciedad que se le adhiere, como también en otros casos para relajarlo de la fatiga». Dicho lo cual, y apreciando además que muchas veces la refinada limpieza del cuerpo coincide con una gran suciedad del alma, aplica Clemente al tema, con original atrevimiento, aquellos reproches que hace Jesús en otro contexto: «“Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, dice el Señor, porque parecéis sepulcros blanqueados, con una apariencia exterior muy limpia, y un interior lleno de huesos muertos y de toda clase de porquería” [Mt 23,27]. Y dice Él también a los mismos: “Ay de vosotros, porque purificáis el exterior de la copa y del plato, dejando el interior lleno de suciedad. Purifica primero el interior de tu copa, y que también el exterior esté limpio” [23,25]» (IX,47-48).
-San Cipriano (+258). En el breve tratado que este santo obispo mártir de Cartago dedica al porte exterior de las vírgenes (De habitu virginum), hace algunas valiosas referencias al tema de los baños comunes.
«¿Y qué decir de las que acuden a los baños en promiscuidad, y prostituyen ante las miradas curiosas y lascivas la castidad? Cuando allí ven desnudos a los hombres y son vistas por ellos con desvergüenza ¿acaso no fomentan y provocan la pasión de los presentes para su propia ignominia y afrenta? Pero, dirás, “allá se las haya quien lleve tales intenciones; yo no tengo otro interés que reparar y lavar mi cuerpo”.
«No te excusa este pretexto, ni te libras del pecado de lascivia e inmodestia. Ese baño más bien te ensucia que te lava, y no limpia tus miembros, sino que los mancilla. Podrás tú no mirar a nadie con ojos deshonestos, pero otros te mirarán a ti. No afeas tus ojos con vergonzoso deleite, pero causando placer a otros tú misma te afeas. Haces del baño un espectáculo, y más vergonzoso que el teatro mismo, a donde acudes. Allí queda excluído todo recato; allí se despoja el cuerpo a un tiempo del vestido y de su dignidad y pudor, poniendo al descubierto unos miembros virginales para ser objeto de miradas y curiosidad. Considera, pues, ahora si van a creer casta los hombres, cuando estás vestida, a aquella misma que ha tenido la audacia de desnudarse sin pudor» (19). «Váyase a los baños, pero con las de vuestro sexo, para que vuestro lavado resulte decente mutuamente» (21).
-San Atanasio (+373). Este gran obispo, patriarca de Alejandría y muy amigo de los primeros monjes egipcios, muestra, como muchos otros ascetas de la antigüedad, una fuerte reticencia hacia los baños en común, a causa del pudor y de la castidad. Pero también desaconseja el mismo hecho de bañarse con frecuencia: aconseja lo contrario por mortificación, para no dar al cuerpo un placer no estrictamente necesario -según en aquel tiempo se juzgaba-. Y así exhorta a las vírgenes consagradas a Cristo:
«Desde el momento en que determinaste consagrarte al Señor por la castidad, tu cuerpo quedó santificado y convertido en templo de Dios. No debe, pues, el templo de Dios desceñirse sus vestiduras bajo ningún pretexto. Estando, pues, sana [otra cosa será si hay necesidad por la salud], no irás a los baños, a no ser impelida por extrema necesidad; ni sumergirás todo el cuerpo en el agua, ya que está consagrado al Señor tu Dios [sancta es Domino Deo]. No contamines tu carne con ninguna costumbre mundana, sino conténtate con lavar tu rostro, tus manos y tus pies» (De virginitate 9).
No hace falta que multiplique estas referencias patrísticas. Enseñanzas como éstas, citadas de Clemente, Cipriano o Atanasio, se repiten con unos u otros matices en muchos otros Padres. Pero al paso de los siglos, como los baños mixtos van desapareciendo bajo el influjo social del cristianismo, es éste un tema que desaparece también de la predicación de los Padres.
Leyes de la Iglesia y del Estado
También las leyes eclesiásticas y civiles del mundo cristiano antiguo enfrentan la cuestión de los baños públicos.
-El concilio de Laodicea (320) prohibe los baños con mujeres tanto a los clérigos y a los ascetas, como a todos los cristianos, también a los laicos (c.30: Mansi II,569).
-La Didascalia, documento del s. IV, y también las Constituciones de los Apóstoles, que son una adaptación de aquélla, dan algunos consejos interesantes, más matizados, acerca del uso honesto de los baños.
Concretamente, la Didascalia recomienda al cristiano varón que, después del trabajo y de la lectura de libros santos, «vaya a la plaza pública, y se bañe en un baño de hombres, y no en uno de mujeres, teniendo así cuidado de que, después de haberse desvestido y mostrado la desnudez vergonzosa de tu cuerpo, no seas tú cautivado, y no seas ocasión de pecado para quien pueda ser cautivado por ti».
Y a la mujer cristiana le manda: «evita bañarte en un mismo baño con los hombres. Si hay en donde vives un baño de mujeres, no vayas al de hombres. Pero si no hay baño de mujeres y tienes necesidad de bañarte en el baño común a hombres y mujeres -lo que no conviene a la pureza-, báñate con pudor, con modestia y con mesura, no a cualquier hora ni todos los días, ni al medio del día, sino elige bien la hora en que te bañas, [que será] a las diez horas [cuando hay menos afluencia de gente], pues es necesario que tú, mujer cristiana, huyas en absoluto ese vano espectáculo de los ojos que se da en los baños».
-El emperador Justiniano (528), en su legislación civil, llega a declarar causa legítima de separación matrimonial la indecencia de la mujer que frecuentara por liviandad los baños comunes. Y dispone la pena de muerte para el varón que fuerza a una mujer a frecuentar los baños públicos (Codex Iustin. V, 17,11).
-El IV concilio de Constantinopla, conocido como Trullano (692) reproduce para todo el pueblo cristiano la prohibición de los baños mixtos dada por el de Laodicea (320), y para los que desobedezcan esta norma conciliar dispone con severidad: «si sit quidem clericus, deponatur; si autem laicus, segregetur». Suspensión a divinis para los clérigos, y excomunión para los laicos.
Epoca medieval y moderna
Las termas paganas van a ser completamente vencidas e incluso olvidadas en la Edad Media. En efecto, la Cristiandad medieval cristaliza socialmente las normas morales patrísticas procedentes del Evangelio. Por eso entonces, al menos como costumbre social, desaparece el problema moral de los baños mixtos, como tantos otros males del mundo pagano -la esclavitud, el concubinato, el divorcio-. Y por eso, de hecho, la cuestión de los baños mixtos apenas es tratado por los autores espirituales o por los cánones de los concilios. Es una cuestión totalmente superada. Y superada quedará hasta que rebrote el paganismo con fuerza en la segunda mitad del siglo XX.
En todos estos siglos no hay propiamente piscinas públicas. Hay casas de baños; pero éstas disponen de espacios separados para hombres y mujeres (Ariès-Duby IV: 60-62, 217,290-297). En esos tiempos los baños se dan en privado. Y por otra parte, no son muy frecuentes, entre otras causas porque darse un baño en condiciones favorables es entonces un lujo que no suele estar al alcance del pueblo.
Las playas, por lo demás, permanecen desiertas durante esos siglos. Incluso hoy es normal ver siempre vacías las playas de aquellos países del Africa poco occidentalizados, que apenas son frecuentadas por los nativos, y que sólo son visitadas por blancos.
Siglo XX
A lo largo del siglo XX se va generalizando en Occidente el uso popular mixto de playas y piscinas. Ya a fines del XIX la gente de clase alta comienza tímidamente a asomarse a las playas. Pero es en la segunda mitad del siglo XX cuando la costumbre social de playas y piscinas llega a ser practicada en todos los estratos sociales. Recuérdese, por otra parte, que cuando en estos decenios las piscinas populares se van generalizando, en las regiones católicas todavía se disponen piscinas separadas para hombres y mujeres, o se asignan horas distintas a unos y otros. Esta práctica perdura en no pocas regiones católicas hasta pasada ya la primera mitad del siglo XX.
Es, pues, normal, que en esos años las personas totalmente dóciles al Espíritu Santo mostraran una reticencia más o menos tajante frente a los baños mixtos. Del tiempo en que la Venerable niña Mari Carmen González-Valerio (1930-39), poco antes de morir, estaba en San Sebastián, su prima María del Carmen Sáenz de Heredia, que era de su edad, cuenta esta anécdota:
«Recuerdo que, cuando iba a la playa, no quería bajo ningún concepto ir sin que le pusieran sobre el traje de baño una faldita. Y aún quiero recordar que ni en esta forma le gustaba mucho ir y que, cuando la llevaban, sobre todo, si no era el traje todo lo modesto que ella quería, protestaba con vehemencia y organizaba fuertes rabietas» (Proceso 70). La abuela de Mari Carmen confirma lo mismo, y dice que un día la doncella que había acompañado a la niña a la playa le dijo al volver: «“no la obliguen a la niña a ir a la playa, porque se ha pasado toda la mañana llorando detrás del palo de un toldo”. Y por eso, cuando iban sus hermanos, ella se quedaba jugando en el jardín» (Proceso 140; en J. Mª Granero, Víctima 79-80).
Estas actitudes de extremado pudor no le vienen a Mari Carmen de la sociedad, ni tampoco de su familia, que se extraña de ellas, sino directamente del Espíritu Santo, el mismo que ha inspirado a la mártir Perpetua y a todos los cristianos fieles de la historia cristiana.
Doctrina hoy vigente
Con un poco de mala voluntad, es desde luego posible rechazar todos los argumentos y testimonios hasta aquí aducidos en favor del pudor en lo relativo a la desnudez, alegando simplemente que «ésas son cosas de gente antigua, que hoy ya no valen». Pero eso no es verdad, pues los santos y los autores católicos de nuestro tiempo han enseñado la misma doctrina sobre el pudor y la modestia, como podemos comprobar con algunos ejemplos.
-Adolphe Tanquerey (1854-1932). Es éste uno de los maestros espirituales católicos más leídos en el siglo XX, tanto por sacerdotes y religiosos como por seglares. Su Compendio de Teología ascética y mística sigue hoy teniendo nuevas ediciones, también en castellano. Pues bien, transcribo alguna de sus enseñanzas sobre el pudor.
«Modestia del cuerpo. Para tener a raya a nuestro cuerpo hemos de comenzar por guardar bien las reglas de la modestia y de los buenos modales: hay aquí abundante materia de mortificación. El principio que ha de servirnos de regla es aquel de San Pablo: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿No sabéis, acaso, que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que habita en vosotros?” (1Cor 6,15-19). Hemos de respetar nuestro cuerpo como un templo santo, como un miembro de Cristo. Nada, pues, de vestirle con vestidos poco decentes y que no se idearon sino para incitar la curiosidad y el regalo» (772; cf. 773-774).
«Modestia de los ojos. Hay miradas gravemente pecaminosas, que hieren no solamente el pudor, sino también la castidad (Mt 5,28), y de las que ciertamente hemos de abstenernos. Otras hay que son peligrosas, cuando, sin razón para ello, fijamos la vista en personas u objetos que de suyo pueden mover a tentación. Por eso nos advierte la Sagrada Escritura que no debemos parar los ojos en ninguna doncella, para que su belleza no sea para nosotros motivo de escándalo: “no fijes demasiado tu atención en doncella, y no te entramparás por su causa” (Eclo 9,5). Y ahora, cuando la licencia en las exhibiciones, la inmodestia en el vestir, la procacidad de las representaciones teatrales, y de algunos salones, nos cercan por todas partes de peligros, ¿qué recogimiento no habremos de tener para no caer en pecado?
«Por eso el cristiano de verdad, que quiere salvar su alma cueste lo que costare, va mucho más allá, y para estar seguro de no rendirse al deleite sensual, mortifica la curiosidad de sus ojos» (776).
-P. Antonio Royo Marín. Este dominico eminente es uno de los autores espirituales más leídos en la segunda mitad del siglo XX, particularmente por su Teología de la perfección cristiana, obra que lleva ya siete ediciones. En ella, al tratar de la purificación activa de los sentidos externos, distingue igualmente entre las miradas gravemente pecaminosas, las peligrosas y las de mera curiosidad. Y acerca de las segundas, enseña:
«El alma que aspire seriamente a santificarse huirá como de la peste de toda [innecesaria] ocasión peligrosa. Y por sensible y doloroso que le resulte, renunciará sin vacilar a espectáculos, revistas, playas, amistades o trato con personas frívolas y mundanas, que puedan serle ocasión de pecado. Por la calle, sobre todo en las ciudades populosas modernas, extremará la modestia de sus ojos para no tropezar con la procacidad de los escaparates, la inmodestia descarada en el vestir, la licencia desenfrenada de las costumbres. Y sin llegar a extremos ridículos o situaciones violentas (como sería, v. gr., andar contando los adoquines o dejar de saludar a una persona conocida), andará vigilante y alerta para no dejarse sorprender» (n.238).
Si las obras citadas de Tanquerey y de Royo Marín han sido editadas tantas veces en los últimos decenios, es porque el pueblo cristiano ha reconocido en ellas una representación genuina de la mejor tradición espiritual católica.
-Juan Pablo II, en muchas ocasiones, pero concretamente en varias de las catequesis sobre El amor humano en el plan divino, reitera la enseñanza bíblica y tradicional de la Iglesia sobre la pérdida de la inocencia original, la concupiscencia que procede del pecado y a él inclina, la necesidad del pudor, el necesario recogimiento de los sentidos, concretamente de la vista, etc.
Recuérdense los profundos análisis psicológicos, morales y teológicos que hace el Papa acerca de la naturalidad del pudor en la actual condición humana pecadora (catequesis 19-XII-1979; +14-V-1980; cf. El amor humano en el plan divino).
En efecto, «el nacimiento del pudor en el corazón humano va junto con el comienzo de la concupiscencia -de la triple concupiscencia, según la teología de Juan (cf. 1Jn 2,16)-, y en particular de la concupiscencia del cuerpo. El hombre tiene pudor del cuerpo a causa de la concupiscencia. Más aún, tiene pudor no tanto del cuerpo, cuanto precisamente de la concupiscencia» (cateq. 28-V-1980, 5; +4-VI-1980).
Recuérdese también la doctrina del Papa sobre las palabras de Cristo: «todo el que mira a una mujer deseándola [el que la mira con concupiscencia] ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5,28) (cateq. 10-IX-1980, 5). «La mujer, para el hombre que mira así, deja de existir como sujeto de la eterna atracción, y comienza a ser solamente objeto de concupiscencia carnal. A esto se une el profundo alejamiento interno del significado esponsalicio del cuerpo» (cateq. 17-IX-1980,5; +24-IX, 1-X, 8-X, 15-X, 22-X, 29-X, 5-XI y 12-XI de1980).
-El Catecismo de la Iglesia Católica (1992) también enseña, como no podía ser de otro modo, la doctrina católica tradicional sobre estas materias:
La modestia es uno de los frutos del Espíritu Santo, como se enseña en Gálatas 5,22-23 (1832). Y «la pureza exige el pudor, que es parte integrante de la templanza. El pudor preserva la intimidad de la persona. Designa el rechazo a mostrar lo que debe permanecer velado. Está ordenado a la castidad, cuya delicadeza proclama. Ordena las miradas y los gestos en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe entre ellas» (2521).
Por eso mismo, «inspira la elección de la vestimenta» (2522). «Este pudor rechaza los exhibicionismos del cuerpo humano... Inspira una manera de vivir que permite resistir a las solicitaciones de la moda» (2523). «Las formas que reviste el pudor varían de una cultura a otra. Sin embargo, en todas partes constituye la intuición de una dignidad espiritual propia del hombre. Nace con el despertar de la conciencia personal. Educar en el pudor a niños y adolescentes es despertar en ellos el respeto de la persona humana» (2524).
Fácil sería acumular citas de varias docenas de moralistas católicos modernos que dan esa misma doctrina sobre el pudor. Aunque, lamentablemente, también podrían citarse no pocos autores que se desvían de ella. Ahora bien, la enseñanza de éstos no vale nada, debe ser ignorada, pues no es católica, ya que contraría la doctrina de la Biblia y de la Tradición. Y «ambas -Biblia y Tradición, como dice el Vaticano II- se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción» (DV 9).
Cambian tiempos y circunstancias
Los modos y maneras del pudor, evidentemente, «varían de una cultura a otra», también dentro de la vida de un mismo pueblo cristiano. Pero el espíritu y la doctrina tradicional católica sobre el pudor, como hemos podido comprobar, guardan una homogeneidad continua, siempre fiel a un mismo espíritu, que es el Espíritu de Jesús. Eso mismo nos hace ver que, en realidad, esa línea doctrinal y conductual «se quiebra» en muchos cristianos sólamente al llegar a la segunda mitad del siglo XX.
No es fácil, lógicamente, reconocer esa quiebra cuando se ignora o se rechaza la anterior tradición espiritual. En todo caso, debe quedar claro que la «excepción» en la historia cristiana es el grave impudor actual, siempre creciente desde hace un siglo al menos. Y que éste no es, en modo alguno, un progreso de la conciencia cristiana, una más pura asunción de la condición corporal humana. No. Es una actitud errónea, pues se avergüenza de una tradición cristiana siempre fiel a sí misma, o a veces simplemente la ignora.
Las ocasiones próximas de pecado
A lo dicho hasta aquí acerca del pudor convendrá añadir, aunque sea brevemente, la doctrina católica sobre la obligación moral de evitar a uno mismo y a los otros las innecesarias ocasiones próximas de pecado.
Es una doctrina que viene directamente de Cristo. No ha de atribuirse, pues, a una época o una escuela de espiritualidad. El Maestro enseña como un principio de validez general: «si tu ojo te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti, porque mejor te es que perezca uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna» (Mt 5,28-29). Y lo mismo dice de la mano y del pie (5,30; 18,8-9).
Enseña, pues, Cristo que la vista, el alma y todos sus sentidos deben ser guardados de la tentación o bien por el recogimiento de la modestia o bien, simplemente, por la evitación de estímulos negativos innecesarios.
Inocencio XI (1679) considera las siguientes proposiciones «condenadas y prohibidas todas, por lo menos como escandalosas y perniciosas en la práctica»: «-Puede alguna vez absolverse a quien se halla en ocasión próxima de pecar, que puede y no quiere evitar, es más, que directamente y de propósito la busca y se mete en ella. -No hay que huir la ocasión próxima de pecar, cuando ocurre alguna causa útil u honesta de no huirla. -Es lícito buscar directamente la ocasión próxima de pecar por el bien espiritual o temporal nuestro o del prójimo» (1679: Denz 1211-1213/2161-2163).
Todo cristiano debe evitar tajantemente las ocasiones próximas e innecesarias de pecar, y debe sentir al mismo tiempo un verdadero horror a escandalizar, es decir, a ser para otros ocasión próxima de pecado. En esta cuestión del escándalo la palabra de Cristo es terrible: «al que escandalizare a uno de estos pequeños que creen en mí más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Porque no puede menos de haber escándalos; pero ¡ay de aquel por quien viniere el escándalo!» (Mt 18,6-7).
Aplicando esto al tema del pudor que nos ocupa, la ocasión próxima de impureza en muchas modas, playas y piscinas no parece dudosa, como tampoco la del pecado de vanidad, sea ésta positiva o negativa.
La vanidad, no solo la lujuria, va directamente relacionada con el impudor. De hecho, en los últimos decenios, los ayunos cuaresmales, destinados a preparar los espíritus para participar en la pasión y resurrección del Señor en la Pascua, han casi desaparecido; pero van siendo sustituídos por los ayunos primaverales, ordenados a que los cuerpos luzcan mejor en las playas y piscinas durante el verano. Es un síntoma más de la paganización creciente del cristianismo en algunas Iglesias locales.
Por sus frutos los conoceréis
También se ve la inconveniencia de las playas y piscinas mixtas por sus consecuencias negativas en el conjunto de la vida moral: «por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,15). La persona que durante horas y días acepta en público un estado de semi-desnudez, ciertamente contrario a la voluntad de Dios, tiende a disminuir o a perder el sentido del pudor. Es perfectamente comprensible. En este sentido, playas y piscinas son, en muchos casos, verdaderas escuelas de impudor, en las que tantos cristianos son «educados» desde niños.
Y la disminución o pérdida del pudor trae consigo normalmente una debilitación de la castidad en el uso de la televisión y de los espectáculos, en las modas y costumbres, así como en la conducta de niños y muchachos, jóvenes y adultos. Ahora bien, esos mismos pecados contra el pudor -mayores o menores, pero reiterados, habituales y bien consentidos, es decir, no combatidos-, hacen muy difícil la oración y la relación cordial con Dios; acrecientan la vanidad, la soberbia y el egoísmo; reducen, por la pereza y el culto al placer, el amor a la Cruz, la abnegación propia y la caridad hacia el prójimo. En una palabra, causan muy grandes males en la vida del cristiano.
De hecho, el impudor en las modas y costumbres, en playas y espectáculos, al menos como un fenómeno social generalizado, ha ido siempre unido a otros fenómenos sociales negativos; ha coincidido con un aumento de la masturbación, del divorcio y del adulterio, de embarazos de adolescentes, de las prácticas homosexuales y de la lujuria en todas sus modalidades. Son causas que se causan mutuamente.
Que históricamente todos estos crecimientos malignos han ido juntos es, en buena medida, un hecho fácilmente comprobable en los estudios de estos temas realizados por sociólogos e historiadores. Unos y otros fenómenos negativos, en efecto, se han condicionado entre sí para adentrar más y más al pueblo en la descristianización y en el pecado.
Pornografía
Todas las consideraciones históricas y doctrinales hasta aquí hechas sobre el pudor y la castidad, con especial referencia a la desnudez y las miradas, deben extenderse a otros muchos temas semejantes; y concretamente, por ejemplo, al uso que los cristianos han de hacer del cine, de la televisión y de las revistas. Apuntaré aquí sólamente algunas observaciones.
Hoy puede comprobarse que en los cristianos fieles se mantiene un rechazo de la pornografía dura -películas eróticas, revistas o programas de televisión refinadamente obscenos, etc.-. Estos cristianos conservan al menos una conciencia moral de la perversidad de estas maldades, y guardan así la mente en la verdad de Cristo.
Por el contrario, incluso entre cristianos practicantes y religiosos, se va generalizando una aceptación de la pornografía blanda -semanarios, programas de televisión, etc.-, al principio con alguna resistencia, después ya sin mayores problemas de conciencia.
Suplementos semanales de ciertos diarios, por ejemplo, o muchos programas de televisión, que hubieran sido considerados -con toda razón- claramente pornográficos hace unos decenios, hoy se reciben pacíficamente en los hogares cristianos y no pocas veces en los mismos conventos.
Con alguna reticencia mínima, todas esas manifestaciones pornográficas se consideran con frecuencia como normales, aceptables, tolerables. O si se prefiere, inevitables; al menos para los cristianos seculares, y en cierta medida incluso para los religiosos que han de vivir en el siglo.
Y eso no puede suceder sino en un pueblo cristiano que, rechazando una tradición católica de veinte siglos, e incluso a veces avergonzándose de ella, apenas tiene ya conciencia del pudor.
Vestidos
En los pueblos primitivos, e incluso en la Edad Media y hasta hace no muchos decenios, se imponían en una sociedad determinada ciertas modas homogéneas, de las que no era del todo fácil alejarse sin que se produjera la penosa tensión propia del contraste separador. En cambio, la sociedad actual, en esta cuestión, ofrece al mismo tiempo, paradójicamente, dos dimensiones contrapuestas.
Por una parte, impone una homogeneidad universal de formas, acaba con aquellos vestidos, danzas, músicas, costumbres, que antes tenían configuraciones muy locales, regionales, nacionales, e impone formas globalizadas a todas las naciones, bailes y música rítmica de rock, pantalones vaqueros, camisetas simples de algodón, zapatillas deportivas, etc., de modo que en la fisonomía exterior y en ciertas costumbres, al menos en algunas cuestiones, apenas hay diferencias en los modos de las diversas naciones y aún continentes.
Pero al mismo tiempo, y en forma contraria, una de las características de la sociedad actual es la infinita heterogeneidad de sus formas. En no pocas cuestiones, no hay patrones sociales unitarios. En un mismo barrio, sobre todo en las grandes ciudades, podemos encontrar cristianos, budistas, vegetarianos, blancos, negros, agnósticos, ecologistas, nacionales, extranjeros, etc. Hace no mucho la sociedad era mucho más homogénea.
Y en la misma moda femenina, muy al contrario de otros tiempos, una mujer queda perfectamente libre para elegir sus maneras de vestir: puede llevar pantalones largos o cortos, ceñidos o muy amplios, o puede optar por las faldas, y entre éstas le es dado elegir cualquier color y forma, y optar porque sean largas, cortas o muy cortas, estrechas o de gran vuelo... En una palabra, no está obligada por la moda, sino que, al menos en principio, es perfectamente libre para vestirse como prefiera.
Pues bien, esto ofrece a la mujer cristiana de hoy una facilidad históricamente nueva para vestirse con gran libertad respecto del mundo, en perfecta docilidad al Espíritu Santo. Si viste, pues, con indecencia, no tendrá excusa, ya que perfectamente podría vestir decentemente.
Y para vestir así, cristianamente, convendrá que recuerde las exhortaciones antiguas de Pedro y Pablo, los apóstoles de Jesús:
«Vuestro adorno no ha de ser el exterior, de peinados complicados, aderezos de oro o el de la variedad de los vestidos, sino el oculto del corazón, que consiste en la incorrupción de un espíritu apacible y sereno; ésa es la hermosura en la presencia de Dios. Así es como en otro tiempo se adornaban las santas mujeres que esperaban en Dios» (1Pe 3,3-5). «En cuanto a las mujeres, que vayan decentemente arregladas, con pudor y modestia, que no lleven cabellos rizados, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino que se adornen con buenas obras, como conviene a mujeres que hacen profesión de religiosidad» (1Tim 2,9).
Estas mismas normas apostólicas fueron inculcadas por los Padres de la Iglesia, que trataron del tema con relativa frecuencia (como puede verse en mi libro Evangelio y utopía 106-107):
San Juan Crisóstomo (+407), en sus Catequesis bautismales, hacia el 390, comenta largamente las normas apostólicas ya citadas: «arráncate todo adorno, y deposítalo en las manos de Cristo por medio de los pobres» (I,4). Y a la mujer inmodesta le dice: «vas acrecentando enormemente el fuego contra ti misma, pues excitas las miradas de los jóvenes, te llevas los ojos de los licenciosos y creas perfectos adúlteros, con lo que te haces responsables de la ruina de todos ellos» (V,37; +34-38).
Las religiosas -hablamos, claro, de las que son fieles a su tradición espiritual y a su Regla-, son dóciles al Espíritu de Jesús en todos los aspectos de su arreglo personal, al que no dedican más atención que la estrictamente necesaria. Sus hábitos, sus vestidos, reúnen las tres cualidades del vestir cristiano: expresan el pudor absoluto, el espíritu de la pobreza conveniente y la dignidad propia de los miembros de Cristo. Son, pues, plenamente gratos a Cristo Esposo.
Pues bien, esas mismas cualidades, aunque en modalidades diferentes, han de darse en el vestido de las cristianas laicas, que también están desposadas con Cristo desde su bautismo, y que también por tanto han de tratar de agradar al Señor en todo, también en su apariencia. Ellas han de vestir con dignidad, modestia y espíritu de pobreza, como corresponde a quienes son miembros consagrados del mismo Cristo.
Con frecuencia, sin embargo, las seglares cristianas, no se preocupan demasiado por ninguno de los tres valores: gastan en vestidos demasiado dinero y demasiado tiempo; aceptan modas muy triviales, que ocultan la dignidad del ser humano; y no pocas veces, hasta las mejores, se autorizan a seguir, aunque un pasito detrás, las modas mundanas, también aquéllas que no guardan el pudor, alegando: «somos seglares, no religiosas».
Al vestir con menos indecencia que la usual en las mujeres mundanas, ya piensan que visten con decencia. Llevarán, por ejemplo, traje completo de baño cuando la mayoría de las mujeres vista bikini; y si un día la mayoría femenina fuera en top-less, ellas llevarían bikini, etc.
De esta triste manera, siguiendo la moda mundana, que acrecienta cada año más y más el impudor, aunque siguiéndola algo detrás, se quedan tranquilas porque «no escandalizan»; como si esto fuera siempre del todo cierto, y como si el ideal de los laicos en este mundo consistiera en «no escandalizar». Por lo demás, no les hace problema de conciencia asistir asiduamente con su decente atuendo a playas y piscinas que no son decentes.
Y éstas son las que, fieles a su vocación laical, manteniendo por lo que se ve celosamente su secularidad e insertándose valientemente en las realidades seculares, van a ir transformando esas realidades según el plan de Dios... Ideologías, vanas palabras, ilusiones falsas. Mentira.
¡Qué gran pena! Ni los buenos cristianos laicos conocen con frecuencia la santidad, la perfección evangélica, la novedad interior y exterior a que Dios les llama con tanto amor: «vino nuevo en odres nuevos» (Mt 9,17). El Señor quiere hacer en ellos maravillas, pero ellos no se lo creen. ¡Claro que el camino laical es un camino de perfección cristiana! Pero lo es cuando se avanza en este mundo con toda libertad por el camino del Evangelio. No lo es, en cambio, si en tantas cosas se anda por el camino del mundo, aunque un pasito detrás en lo malo.
Si recordamos la historia, por lo demás, comprobaremos que el vestir de las religiosas y el de las cristianas seglares, con las diferencias convenientes, ha guardado homogeneidad durante muchos siglos. Por eso, cuando ahora los modos de vestir se hacen clamorosamente heterogéneos entre unas y otras, eso indica que en gran medida se ha mundanizado y descristianizado el arreglo personal de las mujeres laicas.
Cuando las seglares cristianas, según sus modos propios, imitan la modestia de las religiosas, unas y otras evangelizan el mundo. Es un proceso ascendente. En cambio, cuando las religiosas imitan en el vestir a las seglares, y éstas a las mujeres mundanas, crece la vanidad y el impudor. Es un proceso descendente.
Espectáculos
Más arriba he recordado la degradación de los espectáculos del mundo romano, que rodeaba a los primeros cristianos. Pues bien, ellos, alertados y sostenidos por sus pastores, viéndose obligados a vivir en un mundo corrompido, de ningún modo aceptaban sumergirse en aquellas ciénagas de impudor. Fieles a las instrucciones de los Apóstoles, tenían buen cuidado en «abstenerse hasta de la apariencia del mal» (1Tes 5,22). Lo recordaba yo en Evangelio y utopía (107-108): «Huye, hijo mío, de todo mal, y hasta de lo que tenga apariencia de mal» (Dídaque 3,1). Gustave Bardy, buen conocedor del cristianismo primero, escribe: «los paganos no se llaman a engaño: la primera señal por la que reconocen a un nuevo cristiano es que ya no asiste a los espectáculos; si vuelve a ellos, es un desertor» (La conversión al cristianismo durante los primeros siglos 279).
En las antiguas fórmulas litúrgicas de la renuncia bautismal el nuevo cristiano profesa su intención de apartarse del demonio, de sus obras, «de toda su vanidad y de todo extravío secular» (Teodoro de Mopsuestia +428: Homilías catequéticas XIII). Esa renuncia «al mundo, a sus obras y a las seducciones de Satanás (pompa diaboli)» implica, pues, el apartamiento de aquellas diversiones normales del mundo, que eran deshonestas y escandalosas.
San Juan Crisóstomo (+407) exhorta a los catecúmenos ya próximos al bautismo: «no hagas caso alguno ya de las carreras de caballos, ni del inicuo espectáculo del teatro, pues también eso enardece la lascivia [...] Os lo suplico: ¡no seáis tan despreocupados al decidir sobre vuestra propia salvación! Piensa en tu dignidad, y siente respeto [...] Mira que no es una sola dignidad, sino dos: dentro de muy poco vas a revestirte de Cristo, y conviene que obres y decidas en todo pensando que Él está contigo en todas partes» (Catequesis bautismales V,43-44; +X,1.14-16).
Cuando los Padres de la Iglesia enseñan así a los catecúmenos, ya por entonces existen los monjes. Pero ellos no reducen a los monjes esas exigencias evangélicas de renuncia a los males del mundo, sino que las proponen como necesarias a cualquier discípulo de Cristo. Basta con ser cristiano para que, aún sin salirse del mundo, sea necesario mantenerse alejado de toda corrupción mundana, por generalizada que esté.
Y si los Padres antiguos dan a los fieles estas instrucciones tan exigentes porque el mundo pagano, ignorando todavía a Cristo, está muy corrompido, tengamos hoy clara conciencia de que el mundo apóstata actual, rechazando a Cristo, está igual o peor.
Los laicos de todo tiempo, por muy seculares que quieran ser y conservarse, «no son de este mundo», como Cristo no es de este mundo (Jn 15,19; 17,14.16). Son «personas consagradas» por el bautismo, por la confirmación, por la eucaristía, por el sacramento del matrimonio, por la inhabitación de la Santísima Trinidad, por la comunión de gracia con los santos y los ángeles. ¿Cómo deberán usar ellos, estando en el mundo, de las modas y costumbres, de los espectáculos y medios de comunicación mundanos, si de verdad quieren ser santos?
En estas cuestiones y en todo, deberán aplicar criterios verdaderamente evangélicos: habrán de «sacarse el ojo» si les escandaliza (Mt 5,29), «vender todo» lo que sea preciso para adquirir el tesoro escondido (13,44), «negarse a sí mismos» y «perder la propia vida» en cuanto esto sea necesario para salvarla (Lc 9,23-24) y para ayudar en la salvación de los hermanos.
En esta plena libertad del mundo, bajo la gracia de Cristo, está la verdadera alegría evangélica. Y es en esta actitud en la que los cristianos, por obra del Espíritu Santo, tienen fuerza sobrenatural para transformar el mundo, es decir, las maneras vigentes y las modas, las leyes y costumbres, la cultura, el arte, los espectáculos, las escuelas y universidades, y todo cuanto da forma al siglo presente.
Pero si están mundanizados, son «sal desvirtuada», sin fuerza alguna para preservar al mundo de la corrupción, y carece de toda fuerza para transformarlo. Ésa es ya una sal que «no vale para nada, sino para tirarla y que la pisen los hombres» (Mt 5,13).