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Aversión a la castidad
Generalmente las virtudes -veracidad, laboriosidad, generosidad, etc.- suelen gozar de gran prestigio, aunque no siempre sean fielmente practicadas. En cambio, como habréis podido observar, la virtud de la castidad no sólo es lesionada con frecuencia, sino que para muchos es algo despreciable, e incluso algo dañino, lo mismo para la persona que para la convivencia social. Unos piensan que puede perjudicar la salud psíquica o somática, y dicen: «Un joven ha de satisfacer sus necesidades sexuales». Otros ven en la castidad un cierto valor, pero admiten su función sólamente fuera de la relación amorosa entre el hombre y la mujer. Otros culpan a la castidad de todos los excesos del puritanismo, cuando parece más lógico culpar al puritanismo de las hipocresías y errores del puritanismo. Y tanto unos como otros ven en ella la principal enemiga del amor. ¡Qué errores tan grandes!
La aversión a la castidad procede de una falta de lucidez en la razón, y la raíz de tal ceguera viene a su vez de la flaqueza de la voluntad. En efecto, la búsqueda de un valor elevado exige siempre de la voluntad un mayor esfuerzo. Y el hombre entonces, para verse eximido de tal esfuerzo, y para no tener que averzongarse después de los valores que le faltan, recurre a desacreditar estos valores. Así actúan aquéllos que, apartando su vida del cuadro objetivo de valores, se rigen sólamente por un cuadro subjetivo de placeres.
Pero la verdad de las cosas es sumamente obstinada. La ley natural que rige moralmente a los seres libres puede ser ignorada, negada, retorcida, pisoteada, falsificada, pero no puede ser destruída: ella responde a la verdad universal del ser humano. Y siempre encuentra personas que la reconocen, e incluso que la propugnan.
Miseria de la lujuria
Todo aquel que no se cierra a la verdad puede llegar a conocer que el erotismo, cuando está abandonado a su propio impulso y domina a la persona, es capaz de arruinar al hombre, deshumanizándole progresivamente, y haciéndole capaz de las mayores bajezas. La lujuria es uno de los vicios que más degradan al hombre, y que más sufrimientos acarrea a la humanidad.
Esto, como ya véis, es de experiencia elemental. El lujurioso podrá alardear de sus pecados sexuales, pero la verdad es que la lujuria le está humillando profundamente, pues nada humilla tanto al hombre como ver su voluntad esclavizada a la pasión. Podrá alegar que él quiere libremente el erotismo vicioso, pero no es cierto, pues en realidad no es capaz de no quererlo. Y esto no puede menos de producir en él un sentimiento de vergüenza, pues hasta el hombre más depravado sabe que su dignidad humana reside fundamentalmente en la realidad de su propia libertad.
El deseo carnal
En contraposición a la castidad, que es un verdadero amor-libre, que nace de la persona y llega a la persona, el deseo carnal, abandonado a sí mismo, pone en marcha un proceso automático, grosero, en el que la voluntad personal apenas tiene más poder que el de hacerse cómplice de unos impulsos que en modo alguno podría dominar. En efecto, el deseo carnal, despertada la sensualidad ante el atractivo sexual de un cuerpo, busca el querer de la voluntad, o su consentimiento al menos, para pasar a la posesión del objeto. Dejando entonces a un lado todos los demás valores espirituales y personales, el deseo carnal, desintegrado del amor verdadero, muestra toda su ciega crueldad hacia la persona, y destituyendo en su ávida tendencia al sujeto, lo reduce a objeto; ignorando la persona, no tiende sino al cuerpo. No da más de sí.
Hasta cierto punto, la afectividad es una protección natural de la persona contra la crueldad del deseo carnal. Sin embargo, la afectividad no proporciona una protección suficiente ante la avidez del deseo, pues fácilmente se ve arrastrada por éste. El afecto, sin duda, puede ayudar mucho a vivir la castidad y a perfeccionar el amor, pero por sí mismo no es capaz de conseguir todo esto, si no recibe el concurso decisivo de la voluntad, pues sólo ésta es verdaderamente capaz de vivir la castidad y de crear el amor. Sólo la voluntad puede realizar la plena entrega amorosa de la persona.
Egoísmo de los sentidos y egoísmo de los sentimientos
El egoísmo excluye el amor verdadero, aunque puede admitir en la vida concreta ciertos compromisos y simulaciones. Él, por sí mismo, como es evidente, no puede dar de sí la perfección de un amor recíproco, pero puede alcanzar un arreglo bilateral de egoísmos encontrados. Como busca principalmente el placer propio, y éste es en sí mismo intransitivo, puede a lo más desear el placer del otro, en cuanto parte o condición del suyo propio.
Pero está abocado necesariamente al conflicto de intereses, y no puede durar. Este amor-egoísta -expresión contradictoria- suele presentar su falsificación en dos versiones principales:
-El egoísmo de los sentidos, que busca el placer del erotismo en el cuerpo, y trata a la persona como un objeto. Es abiertamente malo, y apenas admite un disfraz. Si la otra persona lo admite como amor auténtico, es porque también ella está afectada por el egoísmo de los sentidos, y no quiere conocer -más aún, quiere no conocer- la verdad de la otra persona.
-El egoísmo de los sentimientos, en cambio, es más engañoso, pues consigue fácilmente disfrazarse, como si fuera un amor delicado y sincero. Parece afirmar: «Lo que expresa un sentimiento auténtico, es siempre un amor auténtico». Por otra parte, más que el placer físico, pretende la satisfacción de afectos y sentimientos propios. Y así «juega con los sentimientos del otro». Puede dar lugar a formas de egoísmo extremadamente crueles. Y en sí mismo es ciertamente falso: cualquiera sabe que puede darse un sentimiento auténtico que no esté arraigado en un amor genuino. Ya tenemos, a estas alturas, las herramientas mentales suficientes para entender esto claramente.
Pues bien, la castidad libra al hombre de una y otra forma de egoísmo. Libra siempre de ejercerlo, y también muchas veces de padecerlo. Guarda al hombre en la objetividad de la verdad, y le libra de estas formas descritas de egoísmo disfrazado y dañoso.
El amor culpable
Todo esto nos lleva a concluir que existe realmente un amor culpable, contra lo que muchos creen. La expresión, eso sí, es paradójica, pues si el amor es sinónimo de bien, no se entiende cómo en algún momento pueda ser culpable. Pero es que estamos ante un juego de palabras hecho con trampa. Sucede que el amor culpable no es amor, sino sólo una ficción del mismo. Y en cuanto nos salimos de la verdad, toda ignominia moral es posible.
El amor culpable sacrifica la persona al placer de los sentidos o de los sentimientos, e ignora de este modo el valor supremo de la persona humana, dejando a un lado toda norma moral objetiva. La cosa es clara: sólo la castidad puede crear el amor perfecto.
La continencia
La continencia expresa la condición libre de la persona humana. Los movimientos sensuales y emotivos, más o menos intensos según el temperamento de las personas, forman parte de la naturaleza humana, sin duda alguna. Pero también pertenece a la naturaleza del hombre que esos movimientos sean moderados e integrados bajo la guía de la razón y de la voluntad libre de la persona. Un hombre a merced de sus deseos o de sus repugnancias sensibles es una caricatura de la persona humana. Debe ser bastante tonto y bastante débil, si normalmente su inteligencia y su voluntad se ven desbordadas por los impulsos de la sensualidad. Esa persona, es preciso reconocerlo, se parece bastante a un animal, y poco a un hombre verdadero.
La continencia nace en el hombre de la necesidad de defenderse contra la dictadura de la sensualidad, que atenta contra la libertad de la persona, y que, abandonada a sí misma, todo lo estropea, con perjuicio propio y ajeno. No debe el hombre consentir que en él se produzcan sucesos importantes al margen del gobierno de su libertad.
Por otra parte, la continencia no atrofia la sensualidad, sino que la purifica y eleva, integrándola en el alto nivel libre de la persona; de este modo es como la sensualidad se hace más perfecta y profunda, más intensa, estable y duradera, en una palabra, más humana. Pero ahora hablaremos al tratar de la castidad, que implica la continencia, pero que es aún más alta que ésta.
La virtud de la castidad
Comprenderéis mejor la virtud de la castidad si conseguimos, en primer lugar, precisar bien el significado de los términos hábito y virtud. No hablo aquí del hábito-costumbre, que por la repetición de actos se contrae, muchas veces incluso al margen de la voluntad de la persona, y que en ocasiones viene a limitar su libertad. Tampoco me refiero al hábito-vestido. Trato aquí del hábito en su sentido filosófico más propio, según el cual el hábito es una aptitud adquirida para producir ciertos actos con facilidad y perfección. Dada la plasticidad del ser humano, la persona puede, en efecto, perfeccionarse indefinidamente, adquiriendo hábitos intelectuales (por ejemplo, discurrir con lógica), hábitos motores (como tocar el piano o nadar), y hábitos morales (como lo son las virtudes). Y todo el conjunto de los hábitos adquiridos y desarrollados dan la fisonomía propia de la persona.
Según esto, las virtudes llegan a formar en el hombre como una segunda naturaleza. Cuatro son los virtudes morales más importantes: la prudencia que perfecciona el discernimiento práctico de la razón, la justicia que hace buena y sana la voluntad, y por último la fortaleza y la templanza, que ordenan y perfeccionan todo el mundo de los sentidos, sentimientos y afectos.
La templanza, que ordena y modera en el corazón del hombre la inclinación al placer, no es la más alta de las virtudes, pero es imprescindible, ya que sin ella se degradan todas las demás virtudes. En efecto, no puede el hombre ejercitar las virtudes más altas -la sabiduría, la religiosidad, la generosidad, la solidaridad fraterna- si está a merced de sus filias o de sus fobias sensibles. Sin la templanza el hombre no es libre, y sin libertad no puede ejercitar las virtudes. Gracias a ella, en cambio, todos los movimientos sensuales y afectivos son sujetados cuando son malos, y son integrados al más alto nivel personal cuando son buenos y oportunos.
Pues bien, la castidad pertenece a la virtud de la templanza, y perfecciona en el hombre todo el dinamismo de su tendencia sexual y amorosa. Es por tanto una fuerza positiva, una virtud de la persona. Ya hemos visto que virtus significa en latín fuerza, y en este sentido las virtudes son como músculos espirituales. Por tanto, es un hábito que inclina positivamente a la persona hacia el bien honesto que le es propio, dándole facilidad y seguridad para conseguirlo, y que al mismo tiempo pone en la persona una repugnancia hacia el mal contrario.
Por eso entender la virtud de la castidad como una represión negativa, como un freno ciego que rechaza las tendencias sexuales hacia el subconsciente, donde esperan la ocasión de explotar, mientras enferman al hombre y le debilitan, es complementamente falsa. La castidad no es eso.
Esa concepción denota una ignorancia profunda acerca de la virtud en general. Pensemos en otras virtudes distintas de la castidad. La laboriosidad inclina al hombre hacia el trabajo, y pone en él una repugnancia consecuente hacia el ocio indebido. La austeridad inclina al hombre hacia los objetos funcionales, bellos y suficientes, y le hace sentir disgusto hacia en medio de un lujo injusto e inútil. Pues bien, de modo semejante, la castidad inclina positivamente al bien honesto, y produce en la persona repugnancia creciente hacia lo deshonesto. Por ejemplo, un esposo profundamente casto, de tal modo tiene el corazón centrado por el amor en su esposa, que, como no sea de un modo accidental y superable, no siente normalmente inclinaciones adúlteras, y tendría que hacerse una gran violencia para irse tras otra mujer, por atractiva y accesible que fuera.
Aunque muchos no llegan a creerlo, quizá por falta de experiencia, las virtudes son realmente una forma de ser personal, son inclinaciones positivas, consciente y libremente adquiridas por la persona. En este sentido, vivir según las virtudes no implica represión ninguna, ni tampoco exige normalmente grandes esfuerzos. Ejercitar las virtudes sólo cuesta esfuerzos, a veces muy notables, cuando se están adquiriendo, es decir, cuando apenas se poseen todavía; o cuando sufren la violencia de una fuerte tentación. Pero normalmente las virtudes se viven con facilidad y con gozo.
Por otra parte, la castidad crece por actos intensos, como ocurre en todas las virtudes. Cualquier hábito -tocar el piano, por ejemplo-, ejercitado con imperfección y desgana, no mejora con el ejercicio, sino que se va deteriorando. Son únicamente los actos intensos, aquéllos en los que la persona, procurando la perfección, compromete su mente y corazón, los que de verdad perfeccionan el hábito que los produce. Por eso la castidad es virtud que muchas veces se desarrolla con ocasión de las tentaciones, mediante los actos intensos que son precisos para rehuirlas o enfrentarlas victoriosamente.
El esplendor de la castidad
Ya sabemos que la castidad no es la más grande de las virtudes, por supuesto, pero también sabemos que es una de las más hermosas, es decir, una de las que más embellecen espiritual y aun físicamente al ser humano. Podemos recordar aquí algunos de sus aspectos más atractivos.
La castidad es amor, pues purificando el atractivo amoroso de motivaciones egoístas y modalidades groseras, une realmente a las personas de manera profunda y estable. Es ella la que integra, bajo la guía del entendimiento y de la voluntad, todas las tendencias sensuales y afectivas -que, abandonadas a sí mismas, serían destructivas-. Es, pues, ella la que perfecciona el amor, y hace posible la vinculación profunda, pacífica y durable entre dos personas. Según esto, la castidad no sólamente no daña al amor, sino que denuncia y niega el amor falso y desintegrado, aquel pseudo-amor que, sin más base que el placer, no alcanza el nivel de las personas, ni llega a unirlas verdaderamente entre sí.
La castidad da libertad al hombre, y facilitándole un dominio real sobre sí mismo, le permite obrar desde la persona, y llegar de verdad hasta la persona amada. Sólo la acción libre es digna del hombre y expresiva del verdadero amor. Y la castidad es libertad. En efecto, la persona casta es libre, pues es dueña de sí misma, y como se auto-posee, es la única que de verdad puede darse al otro. Por eso sólo en la castidad puede haber amor real, pues sólo en ella hay libertad real.
La castidad ennoblece el cuerpo y su sexualidad, integrando sus valores en el alto nivel de la persona y del amor. De este modo es precisamente la castidad la que salva el deseo sensual, y no sólamente no lo destruye, sino que lo hace duradero, integrándolo en el amor vgenuino. Insisto: la castidad no sólamente no mata el deseo, sino que lo profundiza y lo salva de su inestabilidad congénita, dándole permanencia, y fijándolo por el amor en la persona.
La castidad no desprecia al cuerpo, pero lo hace humilde, es decir, verdadero, despojándolo de falsas grandezas ilusorias. El cuerpo humano, ante la grandeza de la persona y ante la calidad espiritual del amor, debe mantenerse en la humildad, dejando a un lado toda arrogancia y toda pretensión vana de protagonismo.
La castidad no daña la salud del hombre, sino que le libera de muchas lacras corporales y de muchos lastres y empobrecimientos psíquicos. Siendo en el hombre la agresividad y la sexualidad dos tendencias muy fuertes ¿por qué es sano y recomendable que el hombre controle su agresividad y es en cambio insano y peligroso que domine su sexualidad? Éstos, los que así dicen, tendrán que pensar, por ejemplo, que si se enciende la agresividad entre dos novios, lo sano es que la repriman, y que no se acometan a patadas y estacazos, por mucho que les apetezca hacerlo; pero que si en esos mismos novios se enciende la sexualidad, lo sano es que se dejen llevar por el impulso, pues refrenarlo podría resultar para ellos altamente traumático. Escuchad a vuestra propia conciencia, y ella os dirá que para poder creer en tal sofisma hace falta despedirse de la verdad y adentrarse decididamente por el camino de la mentira.
Es, por lo demás, un dato de experiencia que no pocos hombres y mujeres, jóvenes o viejos, solteros, casados o viudos, perfectamente castos, gozan de longevidad y de gran equilibrio psicosomático. ¿Esos hombres y mujeres, en cambio, abandonados a la lujuria, son ejemplos tan indudablemente saludables?
En fin, la castidad es una forma de la caridad, una forma de respeto profundo a nuestro hermano, y por eso ella nos da así acceso real a las personas, permitiéndonos conocerlas y quererlas de verdad. «Los limpios de corazón verán a Dios», dice Jesús (Mt 5,8). Y podríamos añadir aquí: «Los limpios de corazón verán al prójimo».
Sólo ellos.