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En la Iglesia primitiva
Si en un principio la palabra mártir designaba principal o exclusivamente a quien da testimonio de un hecho o de una verdad, muy pronto la Iglesia, después de tantos mártires, da al término una connotación decisiva. Considera mártires a los cristianos que han confirmado ese testimonio con sufrimiento y muerte. Según esto, el martirio es la afirmación de la verdad de Cristo, que ha sido sellada con la muerte corporal.
Como dice Strathmann, «en los escritos de San Juan, particularmente en el Apocalipsis, y también en algunos pasajes de los Hechos, se aprecia como in nuce aquel concepto de testimonio, en el sentido de mártir, que muy pronto vendrá a establecerse decisivamente en la Iglesia primitiva» (Kittel IV,508/VI,1355).
Así San Clemente Romano (+96) vincula la muerte de los santos apóstoles Pedro y Pablo al «testimonio» que dieron de Cristo ante los hombres. Murieron porque fueron sus testigos:
«Pedro, después de dar su testimonio, marchó al lugar de la gloria que le era debido... Pablo, después de haber enseñado a todo el mundo la justicia... y dado su testimonio ante los príncipes, salió así de este mundo y marchó al lugar santo, dejándonos el más alto ejemplo de paciencia» (IClem. 5,4.7).
La Iglesia, desde el principio, sabe que el martirio es un bautismo de sangre, que produce la total purificación del pecado y la perfecta santidad. Así, el Pastor de Hermas, en el siglo II, animando a aquellos fieles que, en la persecución, dudan entre confesar o negar a Cristo, les exhorta:
«Cuantos un día sufrieron por el Nombre, son gloriosos delante de Dios, y a todos ellos se les quitaron sus pecados por el hecho de haber sufrido por el nombre del Hijo de Dios. Todos aquellos que, llevados ante la autoridad, fueron interrogados y no negaron, sino que padecieron animosamente, son los más gloriosos delante del Señor» (Compar. 9,28; +Vis. 3,1,9).
De todos modos, en los documentos citados, lo mismo que en las cartas de San Ignacio de Antioquía (+107), aunque se da ya claramente la teología y la espiritualidad del martirio, no se usa apenas todavía la terminología martirial.
Ésta aparece ya con su significación clara y plena en el martirio de Policarpo, ocurrido en el año 155. De este santo obispo sirio se dice que
«no solo fue maestro insigne, sino también mártir excelso, cuyo martirio todos aspiran a imitar, pues ocurrió tal como el Evangelio describe que fue el de Cristo» (Polic. 19,1; +13,2).
A mediados, pues, del siglo II, en el Asia Menor, donde precisamente se ha escrito el Apocalipsis, el término mártir es usado ya en su pleno sentido teológico, designando al que muere por ser testigo de Cristo. Y en ese mismo tiempo, en las Galias, en las Actas de los mártires de Lyon y Vienne (177), hallamos una distinción precisa, que se hace común en la Iglesia: ante el desafío de la persecución,
–hay apóstatas, que por temor a la cárcel, al dolor y a la muerte, se niegan a confesar a Cristo;
–hay confesores-homologoi, que habiendo confesado al Señor en la persecución, sobreviven a la prueba;
–y hay testigos-mártires, aquellos que por dar «el buen testimonio», como el obispo Potino, pierden su vida.
En ese mismo documento, sin embargo, se conoce también la primera acepción claramente misionera del término mártir. Y así, cuando comparece Átalo en el anfiteatro, se dice de él, aludiendo a tiempos anteriores a su martirio: «siempre había sido entre nosotros un testigo-mártir de la verdad» (5,1,43).
En adelante, en la historia de la Iglesia, como dice Orígenes (+253), «fueron llamados mártires propiamente solo aquéllos que, derramando su propia sangre, dieron testimonio del misterio de la piedad» (Comm. in Io. 2,210). La Iglesia latina hace suyo el término griego mártir, con su significado espiritual preciso, sin traducirlo por el de testis, pues aquel término santo y venerable ha arraigado ya profundamente en todas las Iglesias de oriente y occidente.
La persecución judía
Como dice San Pedro, los israelitas alzaron a Cristo en la cruz «por mano de los infieles» romanos (Hch 2,22-23). Y el Maestro había anunciado a sus discípulos que también ellos, como Él, sufrirían la persecución de los judíos (Mt 5,11-12; 10,16-38; palls.; Jn 15,18-22; 16,1-4). Muy pronto se cumple su profecía, y los judíos desencadenan la primera persecución sufrida por los cristianos.
Esteban es el primero en morir. Los judíos lo lapidan porque les predica a Jesús y porque los acusa de haber «resistido siempre al Espíritu Santo» (Hch 6,8-15; 7). El año 42 decapitan a Santiago, el hijo de Zebedeo, y Pedro se libra por poco de su persecución (12,1-11). El 62, precipitan desde el pináculo del Templo al otro Santiago, el Menor, y lo lapidan (Eusebio, Hist. ecles. II,223). Y en el año 70, cumpliéndose también la profecía del Señor, Jerusalén es arrasada por Tito.
También en la diáspora, los judíos denuncian a veces a los cristianos ante las autoridades paganas, o en todo caso no ven con malos ojos que aquéllos sean perseguidos (W. Rordorf, martyre, en Dictionnaire de Spiritualité, Beauchesne, París 1978,10, 718). Como decía Tertuliano, «synagogas Iudæorum fontes persecutionum» (Scorpiace 10).
Varios Padres señalan a los judíos como perseguidores de los cristianos (Justino, Diálogo 16,4; 17,1.3-4; 110,5; 131,2; IApol. 31,5; Mart. Policarpo 12,2; 13,1; 17,2; 18,1; Ireneo, Adv. hæreses IV,21,3; 28,3; Orígenes, Contra Celso VI,27).
San Pablo recuerda a los cristianos de la gentilidad que la persecución, antes que a ellos, golpeó a los judíos cristianos:
«Os habéis hecho, hermanos, imitadores de las Iglesias de Dios en Cristo Jesús, de Judea, pues habéis padecido de vuestros conciudadanos lo mismo que ellos de los judíos, de aquellos que dieron muerte al Señor Jesús y a los profetas, y a nosotros nos persiguen» (1Tes 2,14-15).
La persecución romana
En un primero momento, el Imperio mira al cristianismo como una secta judía y, por tanto, como una religio licita. Pero enseguida capta que es una religión distinta, que tiene pretensiones de universalidad, y que se muestra inconciliable con los cultos romanos. Por eso pronto comienza a perseguir a los cristianos. Una buena historia de las antiguas persecuciones romanas la hallamos en Paul Allard, Diez lecciones sobre el martirio (GRATIS DATE, Pamplona 2000). Las principales son éstas:
La primera persecución romana, en la que mueren Pedro y Pablo, con muchos otros fieles, se produce por iniciativa personal de Nerón (54-68), cuyo famoso institutum neronianum («christiani non sint»), al parecer, no es tanto una norma jurídica, como una intención política.
Domiciano (81-96) desencadena otra gran persecución en el 96.
Trajano (98-117) responde a una consulta de Plinio, gobernador de Bitinia, donde los cristianos son numerosísimos, enviándole un rescripto que establece las bases jurídicas de la persecución contra la Iglesia. Es la norma persecutoria que estará vigente hasta mediados del siglo III: –los cristianos no han de ser buscados, pero han de ser castigados si son denunciados y confiesan su fe; –deben quedar libres los que reniegan de la fe y consienten en sacrificar según el culto romano; –deben ignorarse las denuncias anónimas (cf. Actas de los Mártires, BAC 75, Madrid 1962, 244-247).
Bajo Septimio Severo (202-203) son perseguidos los catecúmenos judíos y los cristianos.
Decio (249-251) instaura un régimen nuevo de persecución, mucho más duro y eficaz que el anterior, pues pretende exterminar a los cristianos de modo sistemático y general. Todos los cristianos, sacrificando en honor de los dioses, deben probar su fidelidad al Imperio. Esta persecución produce muchos mártires, pero también muchos lapsi, cristianos caídos, que aceptan sacrificar o que consiguen con fraude cédulas que lo acreditan.
Las últimas persecuciones (303-324) son las más prolongadas y sangrientas. Diocleciano y Galerio, concretamente, por medio de cuatro edictos sucesivos (303-304), deciden la destrucción de los bienes de la Iglesia, prohiben el culto, persiguen al clero y a los fieles nobles, y exigen el sacrificio público como prueba de lealtad imperial.
Las persecuciones romanas contra los cristianos, dentro de un mundo de alta cultura jurídica, son un gravísimo atentado contra la justicia. No tratan de castigar hechos delictivos, sino que pretenden penalizar a hombres y mujeres por el solo hecho de confesarse cristianos. Aplican además penas durísimas: degradación cívica, cárcel, exilio, destino a las minas del Estado, expolio de bienes, muerte por la espada, la cruz, el fuego, el ahogamiento o las fieras. Y todas estas penas están normalmente precedidas de terribles tormentos, en los que la autoridad imperial intenta doblegar la voluntad del mártir cristiano, cuando éste se obstina en mantener su fe.
Los «procesos» de los mártires son una absoluta singularidad dentro del mundo jurídico romano, especialmente notable por las instituciones de su derecho y por la prudencia de sus normas procesales. Son procesos que no requieren ni la demostración de las acusaciones, ni la defensa jurídica de abogados. El juez, simplemente, pregunta al acusado si es cierto, según se le acusa, que es cristiano. Si él lo confirma y confiesa a Cristo, es condenado, sin más. Y si renuncia a su fe, queda libre. Esta monstruosidad jurídica, con unas u otras modalidades, estuvo vigente durante tres siglos, hasta el año 311, produciendo innumerables mártires, sin que los juristas romanos más eminentes experimentaron ante ellos ninguna dificultad de conciencia.
En el 311, Galerio, estando moribundo, firma el primer edicto de tolerancia. Licinio sigue su política, en oposición a Maximino Daia, a quien vence en el 313. En este año Licinio acuerda con Constantino el edicto de Milán, por el que se inicia la libertad cívica definitiva de los cristianos en el Imperio (Rordorf 720).
Crónicas martiriales
La Iglesia no guarda memoria personal exacta de la gran mayoría de los mártires de los primeros siglos, pues no se conservó de ellos documentación escrita. Pero de los más notables sí tenemos conocimientos seguros, pues sus datos nos han llegado por las Actas de los mártires, los Martirologios y los Epitafios.
–Actas de martirios. Unas son auténticas, contemporáneas de los martirios que refieren. Otras, tardías, son más o menos legendarias, y aunque no tengan validez histórica, tienen a veces un valor teológico y espiritual notable, pues expresan los ideales de una época; y no pocas veces están escritas a imitación de las actas auténticas.
Las Actas de los mártires reproducen el proceso judicial, según los documentos oficiales, a los que los fieles pudieron tener acceso una vez legalizado el cristianismo en el Imperio. Y también nos han llegado en la forma de Pasiones o Martirios, que son relatos detallados, a veces en forma de carta, acerca de los martirios ocurridos. Rordof (721) da la relación de las crónicas martiriales indudablemente auténticas:
En los primeros tiempos: Policarpo y compañeros (Esmirna 156), Lucio (Roma 155/160); Justino y compañeros (Roma 163/167), Carpo, Papilo y Agathonica (Pérgamo 161/169), Lyon y Vienne (177), Scilitanos (Cartago 180), Apolonio (Roma 180/192), Perpetua, Felicidad y compañeros (Cartago 202/203), Potamiana y Basílides (Alejandría 202/2203).
En la persecución de Decio (+251): Pionio y compañeros (Smirna), Máximo (Éfeso?), Apolina y otros, Acacio (Antioquía de Pisidia), y otros mártires aludidos en las cartas de San Cipriano.
Bajo Valeriano (+260): Cipriano (Cartago 258), Montano, Lucio y otros (Cartago 258?), Mariano , Santiago y otros (Numidia 259), Conon (Magidos, en Pamfilia), Fructuoso y compañeros (Tarragona 259).
Bajo Galieno (+268): Marino (Cesarea, Palestina 260).
Bajo Diocleciano (+305) se producen un gran número de martirios, de los que se guardan numerosas Actas y Pasiones auténticas.
–Martirologios. El culto muy pronto nacido hacia los mártires obliga a las Iglesias a elaborar calendarios litúrgicos en los que se recogen sus nombres, y también los datos, al menos los fundamentales, de sus pasiones.
Entre los más antiguos martirologios tenemos la Depositio martyrum (Roma, ca. 354), el Martirologio siríaco (anterior al 400), el Martirologio de Cartago (posterior a 505), el Martirologio jeronimiano (del siglo V) (Rordorf 722).
–Los testimonios epigráficos, iconográficos y arqueológicos son de muy diversas clases, y suministran también a veces datos importantes sobre los mártires.
Notas propias de la espiritualidad martirial
En las antiguas Actas y Pasiones de los mártires se muestran con fuerza algunas líneas de espiritualidad, que proceden, evidentemente, del Nuevo Testamento.
–Alegría. Los Apóstoles, despreciados, insultados y azotados, «salieron del Sanedrín alegres, porque habían sido hallados dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch 5,41); salieron, en efecto, alegres y reforzados en su decisión de seguir predicando el Nombre santo (5,42; 4,19-20). Es de notar que Cristo murió con gran angustia, sintiéndose abandonado por el Padre, y dando un fuerte grito. Así es como Él ganó para sus discípulos mártires la gracia frecuente de sufrir persecución y muerte con gran paz y alegría. Los Apóstoles, como hemos visto, dieron ejemplo de una admirable alegría martirial, y la inculcaron en su predicación a los cristianos.
San Pedro exhorta: «alegráos, aunque de momento tengáis que sufrir un poco en diversas pruebas. Así la comprobación de vuestra fe –que vale más que el oro, que, aunque perecedero, es aquilatado al fuego– llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Cristo, a quien amáis sin haber visto» (1Pe 1,6-8). Y la Carta a los Hebreos dice de los que padecen prisión por la fe cristiana: «recibisteis con alegría el despojo de vuestros bienes, conociendo que teníais una hacienda mejor y perdurable» (10,34).
En este sentido, resulta impresionante la crónica que refiere la muerte en las fieras de las catecúmenas Perpetua, Felicidad y otros hermanos de Cartago. En ese relato, como en tantas otras passiones antiguas, no se describe el martirio como un suceso terrible y atroz, sino como un día triunfal de fiesta y de gloria: «el día de su victoria». Salieron de la cárcel al anfiteatro como si fueran al cielo, radiantes de alegría y hermosos de rostro» (18). Uno de ellos, Sáturo, escribe –él, personalmente– que al salir Perpetua a las fieras, le dijo él: «–Ya tienes lo que quieres. Y ella le contestó: –Doy gracias a Dios que, como fui alegre en la carne, aquí soy más alegre todavía» (12).
Innumerables datos antiguos –crónicas, epitafios, cartas– nos permiten afirmar que en la Iglesia primera de los mártires ha habido más alegría que en ninguna otra época de la Iglesia. Las Actas de los mártires, concretamente, son uno de los libros más alegres de la historia de la espiritualidad. Ver, por ejemplo, a una niña de doce años, firme en su fe, discutir atrevidamente con los juristas del tribunal que la acosan; ver a un aldeano analfabeto ridiculizar los ídolos que sus jueces veneran, cuando son éstos los que enseguida van a decidir el modo de sus tormentos y de su muerte; ver el valor y la confianza, ver la seguridad y la alegría de los mártires, no puede menos que alegrar a los creyentes. Dentro de la historia de la literatura, las trágicas y gozosas Actas de los mártires cristianos forman, en su conjunto numeroso, un monumento absolutamente único.
Mientras los jueces discutían con el obispo Pionio, «vieron que Sabina reía, y amenazándola, con fiera voz, le dijeron: –¿Tú te estás riendo? Y ella respondió: –Me río, así lo quiere Dios, porque soy cristiana» (Pionio 7).
–Victoria de Cristo. Desde el principio, el martirio es entendido y vivido siempre por la Iglesia como una nueva victoria de Cristo glorioso, que esta vez, en sus mártires, vuelve a vencer al pecado, al demonio y al mundo. Por obra del Espíritu Santo, la victoria de los mártires es la prolongación de la victoria de Cristo en la Cruz.
Léanse «estos ejemplos, que no ceden a los antiguos, para edificación de la Iglesia, a fin de que también las nuevas virtudes atestigüen que es un solo y siempre el mismo Espíritu Santo el que obra hasta ahora, y a Dios Padre omnipotente y a su hijo Jesucristo, Señor nuestro, que es claridad y potestad sin medida por los siglos de los siglos. Amén». Con esta proclamación victoriosa termina la crónica del terrible martirio de Perpetua, Felicidad y compañeros.
Las crónicas de los martirios nunca son historias tristes, llenas de pena y aflicción, sino partes de victoria y de triunfo. Muchas de ellas terminan con solemnes doxologías, en las que queda bien patente que, sobre todas las vicisitudes del mundo y sobre todos los cónsules y príncipes, emperadores y reyes, reina Jesucristo de modo absoluto e irresistible, pues a Él le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra.
Recordemos el final, por ejemplo, de la pasión de Pionio: «Sucedieron estas cosas bajo el procónsul Julio Proclo Quintiliano; siendo cónsules el emperador Cayo Mesio Quinto Trajano Decio y Vitio Grato; cuatro días antes, como los romanos dicen, de los Idus de marzo y, según los asiáticos, el mes sexto, el sábado, a la décima hora. Así sucedieron tal como nosotros lo hemos escrito, imperando nuestro Señor Jesucristo, a quien es honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén».
–Derrota del Diablo. En las Actas martiriales se entiende claramente que el combate del cristiano no es «contra la carne y la sangre, sino contra los espíritus malignos» (Ef 6,12). Y queda igualmente patente que es el mismo Cristo quien, fortaleciendo a su mártir, combate contra el Diablo y lo vence.
Estando Perpetua en la cárcel tiene una visión, que escribe de su propia mano: «entendí que mi combate no había de ser tanto contra las fieras, sino contra el diablo». Y en aquella total obscuridad de la siniestra cárcel tiene también una visión resplandeciente del Cristo glorioso, que la conforta diciéndole: «yo estaré contigo y combatiré a tu lado» (10).
Las Actas de San Acacio comienzan así: «Siempre que recordamos los gloriosos hechos de los siervos [mártires] de Dios, referimos la gracia a Aquél que los sostuvo en la pena y los coronó en la gloria». No había nacido todavía en la Iglesia el pelagianismo. Todavía la primacía de la gracia era el dato de la fe más evidente y conocido por todos.
–Preparación para el combate. Es Cristo, sin duda, quien vence en el combate del martirio; pero sus siervos se preparan al combate con la oración, el ayuno, la comunión eucarística, y con las mutuas exhortaciones, para colaborar así en esa victoria, es decir, para mejor recibir de Cristo la gracia de su confortación.
Los santos mártires en la cárcel «ocupaban el día y la noche en lecturas y oración, de suerte que alternaron las discusiones sobre religión con los pertinaces, las enseñanzas de la fe y la preparación para el suplicio» (Pionio 12).
–Visión del cielo. Ya el primero de los mártires, Esteban, llegada la hora de ser lapidado, tiene una visión en la que contempla «los cielos abiertos y al Hijo del hombre en pie a la derecha de Dios» (Hch 7,56). En los años posteriores, también los mártires son frecuentemente fortalecidos por visiones celestiales, en las que contemplan al Señor y a aquellos bienes eternos que esperan a los que permanecen fieles (Perpetua y Felicidad 4; 7-8; 10; 11-12; Montano y Lucio 5; 7-8). Como dice San Cipriano, «en la persecución se cierra el mundo, pero se abre el cielo» (Trat. a Fortunato 13).
En esa prueba final, como se dice en el martirio de Policarpo, los mártires, «sostenidos por la gracia de Cristo, desprecian los tormentos terrenos, pues por el sufrimiento de una sola hora se adquieren la vida eterna... Y con los ojos del corazón contemplan ya los bienes reservados a los que valerosamente resisten. El Señor se los muestra, como a quienes no son ya hombres, sino ángeles» (2,3; +5).
A Carpo, clavado en un madero, «se le vió sonreir. Los presentes, sorprendidos, le preguntaron: –¿Qué te pasa, por qué ríes? Y el bienaventurado respondió: –He visto la gloria del Señor y me he alegrado» (Carpo 38-39).
–Esperanza de la resurrección. La fe en la resurrección futura tiene su afirmación más extrema en el testimonio de los mártires. Ellos pierden su vida libremente en este mundo, porque están ciertos de ganarla en la vida eterna. Esa fe en la resurrección, que parece tan absurda a griegos y romanos, los mártires la proclaman con absoluta seguridad, sellando su certeza con su propia sangre. Ante sus jueces, igual que aquellos siete hijos del libro de los Macabeos, confiesan no tener nada que temer: aseguran con alegría que Dios les resucitará para siempre, llaman a sus jueces a la fe y a la conversión, e incluso a veces les amenazan con una resurrección de condena.
El obispo Pionio, puesto encima de la pira en la que iba a ser quemado, y atravesados sus miembros a unos maderos con gruesos clavos, dice: «la causa principal que me lleva a la muerte es que quiero que todo el pueblo entienda que hay una resurrección después de la muerte» (21).
–Expiación del pecado y plena salvación. El que muere por Cristo en ese bautismo segundo del martirio, a veces llamado «bautismo de sangre», por esa entrega suya de amor supremo, queda libre de todos sus pecados. Dios se los perdona, aunque no haya recibido el bautismo sacramental.
En la pasión de Perpetua y Felicidad se habla, en efecto, del martirio como de un «segundo bautismo» (18; +Tertuliano, Apologético 50,15-16; Orígenes, Exhort. ad mart. 30). El mártir atraviesa la muerte y llega al cielo inmediatamente (+Lc 23,43; Tertuliano, De anima 55,4-5; Orígenes, Exhort. ad mart. 13). El mártir «ha purgado todos los pecados por el martirio», y por eso «es coronado enseguida por el Señor» (Cipriano, Cta. 55,20,3).
–Agradecimiento. Muchos mártires, cuando escuchan al tribunal que dicta su sentencia de muerte, responden gozosos: Deo gratias!, pues entienden su martirio como un privilegio, como una participación gloriosa en la Cruz de Cristo, como la más alta de las gracias posibles.
Carpo, antes de morir, dice: «bendito seas, Señor Jesucristo, Hijo de Dios, pues te has dignado darme parte a mí, pecador, en esta suerte tuya» (41).
–Oración por los enemigos. «Orad por los que os persiguen, para que seais hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5,44; +Lc 6,27-28). Esta norma de Jesús, la cumple Él mismo al morir en la cruz: «Padre, perdónales, que no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Y también Esteban: «Señor, no les imputes este pecado» (Hch 7,60). Y de igual modo los mártires, fieles a la recomendación del Salvador, mueren siempre rogando por los jueces que les han condenado y por sus verdugos.
«Humillábanse a sí mismos bajo la poderosa mano de Dios, por la que ahora han sido maravillosamente exaltados [1Pe 5,6]. Y en aquel momento, a todos defendían y a nadie acusaban, a todos desataban y a nadie ataban, y rogaban incluso por quienes les sometían a tan terribles suplicios» (Lyon y Vienne).
–Sacrificio eucarístico. En las crónicas de los mártires se ve con frecuencia cómo éstos son confortados en la cárcel por diáconos o fieles cristianos que les llevan a Cristo, el pan de vida eterna. Es en el memorial eucarístico de la pasión del Señor donde los mártires hallan el ejemplo y la fuerza que necesitan para sufrir santamente su propia pasión y muerte. La ofrenda crucificada del mártir queda, pues, perfectamente integrada en la ofrenda sacrificial que Cristo hace de sí mismo en la Cruz.
Esta manera de entender el martirio está perfectamente expresada por San Ignacio de Antioquía, que habiendo recibido el Pan eucarístico, quiere venir a ser él mismo pan triturado, completamente unido al Crucificado, como perfecto discípulo suyo (Romanos 2,2; 4,1.3; 7,3; Magnesios 5,2; Efesios 12; Esmirniotas 3,2; Trallanos 5,2). El sacrificio del mártir es el mismo sacrificio de Cristo prolongado en su cuerpo.
Esta visión sacrificial y eucarística del martirio la encontramos igualmente en el obispo sirio Policarpo, que reza al morir: «Señor Dios omnipotente... yo te bendigo, porque me tuviste por digno de esta hora, a fin de tomar parte entre tus mártires del cáliz de Cristo... ¡Sea yo con ellos recibido hoy en tu presencia, en sacrificio santo y aceptable, conforme de antemano me lo preparaste y me lo revelaste, y ahora lo has cumplido» (Polic. 14; +Carta Polic. 9).
–Fortaleza. Los paganos veían ya como un hombre admirable, como un héroe, al que era capaz de sufrir libremente grandes penalidades o incluso la muerte por sus convicciones o por otras grandes causas nobles, como la patria. Y en esta entrega de la vida veían el máximo ejemplo de la fortaleza, una de las cuatro virtudes cardinales que ellos conocían.
Los estoicos, concretamente, consideraban perfecto al hombre que había alcanzado la ataraxia, es decir, la independencia, la total libertad de pensamiento y conducta respecto a las circunstancias exteriores, aunque éstas fueran el sufrimiento y la muerte. También los Padres consideran el martirio como la más alta afirmación de la virtud de la fortaleza (Tertuliano, Ad martyras 4,4-6; Apologético 50,4-9; Ad nationes 1,18; Clemente de Alejandría, Stromata IV,8,44-69; 19,120-125). Es una doctrina que se hará clásica en el cristianismo (STh II-II,124,2).
–Desprendimiento de los bienes temporales. Bien fundados en la fe y en la esperanza, los mártires están completamente seguros de que a través del martirio, sufrido con Cristo y por Él, dejando los bienes presentes, pasan a poseer inmediatamente los bienes celestiales. Al estar totalmente decididos a «perder su vida» por Cristo, se muestran ante sus jueces desconcertantemente valientes, porque están libres de cualquier temor, ya que no tienen «nada que perder».
En algunos mártires puede apreciarse, incluso, una actitud excesivamente negativa respecto del mundo visible, cuando lo ven como una prisión, de la que más vale escapar cuanto antes (Tertuliano, Ad martyras 2; Orígenes, Exhort. ad mart. 3-4; Clemente de Alejandría, Stromata IV,11,80,1). Esta posible desviación causa especial horror a cierto cristianismo de nuestro tiempo, que, arrodillado ante el mundo presente, tanto ignora sus propias miserias y tan propenso es a escandalizarse de los errores antiguos reales o presuntos.
De todos modos hay que ser cautelosos al considerar excesivo, y por tanto morboso, este menos-precio del mundo temporal que a veces parecen mostrar algunos mártires y otros santos de la historia de la Iglesia. Con excesiva facilidad los pecadores se escandalizan de los santos y los encuentran excesivos en esto y en todo.
Esa cautela se hace necesaria, por una parte, si se tiene cuenta que no siempre la literalidad de las palabras expresa con exactitud los pensamientos y sentimientos verdaderos. Y por otra, si se recuerda que el mismo Cristo, el supremo modelo de vida evangélica, en toda su vida pública, desde el principio, da también la imagen de alguien que parece «dar su vida por perdida» en este mundo. A Jesús se le ve, en efecto, anhelando siempre consumar la entrega total de su vida, para consumar la obra de la redención, para pasar de este modo al Padre, y para escapar así de los males de este mundo: «¡gente sin fe y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros?» (Mt 17,17). No hay razón alguna para que nos avergoncemos de aquellos cristianos que viven esta misma experiencia espiritual.
Asistencia de la Iglesia a los mártires
La Madre Iglesia sufre con las penalidades de los confesores de Cristo, les acompaña y asiste en sus pruebas, ora y suplica por ellos, les hace llegar alimentos, cartas, saludos, envía a sus diáconos para que les visiten en la cárcel, en el exilio, en la mina, para que recen con ellos y les conforten con la comunión eucarística. Esta caridad eclesial ha fortalecido siempre a los confesores de la fe, como se dice en la carta a los Hebreos: «habéis tenido compasión de los presos» (10,34).
La solicitud de la Iglesia por los confesores de la fe tiene múltiples testimonios en los primeros siglos, como en las cartas de San Ignacio de Antioquía (Efes. 11,2; Magnes. 14; Trall. 12,3; Rom. 8,3; Filad. 5,1; Esmirn.11,1). También da preciosas muestras de esa solicitud el obispo San Cipriano (+258). A dos presbíteros suyos Moisés y Máximo, largo tiempo encarcelados, les escribe así:
«También estamos nosotros en cierto modo ahí con vosotros en la cárcel, y nos parece sentir con vosotros los dones de la divina gracia; de tal manera os estamos unidos. Vuestra caridad tan grande hace que vuestra gloria sea la nuestra, y el espíritu no permite que los que se aman se separen. A vosotros os tiene encerrados la confesión, a mí el afecto. Pensando en vosotros día y noche, tanto cuando elevamos súplicas en común durante el sacrificio, como cuando en nuestro retiro rogamos por vosotros privadamente, pedimos al Señor que os proteja para que consigáis vuestra corona de gloria».
Con relativa frecuencia, los cristianos permanecían largamente en la prisión, antes de consumar en el martirio la ofrenda de su vida. Y esa prolongación, como hace notar San Cipriano, solo servía para perfeccionar su testimonio y su mérito:
«Más dais vosotros cuando os acordáis de nosotros en la oración, puesto que esperando como estáis solo lo celestial, y meditando solamente las cosas divinas, subís a las más altas cimas por la demora misma de vuestro martirio y, con el largo transcurso del tiempo, no retrasáis vuestra gloria, sino que la aumentáis. Ya la primera confesión realizada hace bienaventurado a uno por sí sola. Pero vosotros tantas veces confesáis cuantas, invitados a que abandonéis la cárcel, la preferís por vuestra fe y valor. Tantos son vuestros títulos de gloria cuantos días. Y cuantos meses transcurren, más aumentan vuestros méritos. Vence una vez quien sufre de un golpe. Pero el que continúa todos los días en el tormento y lucha con el dolor, sin ser vencido, ése todos los días es coronado» (Cta. 37,1).
La devoción a los mártires
El pueblo cristiano, desde el principio, ha tenido una inmensa devoción hacia los mártires, que son venerados como discípulos perfectos del Señor. Los mártires son considerados como portadores del Espíritu divino, pues, llevados ante los tribunales, no hablan ya por sí mismos, sino que el Espíritu Santo habla por ellos (Mt 10,20). Son tan respetados como los sacerdotes ministros, aunque no hayan recibido el sacramento del orden (Traditio apostolica 9). A veces incluso se les reconoce, en forma abusiva, una autoridad espiritual para reconciliar con la Iglesia a los lapsi (Eusebio, Hist. ecles. V,2,6-7; Tertuliano, Ad martyras 1).
Y si Cristo mártir, junto al Padre, «vive siempre para interceder» por los hombres (Heb 7,25), también los mártires de Cristo, junto a Dios, viven siempre para interceder por nosotros. Ellos son con el Salvador y su santa Madre los intercesores máximos ante la misericordia de Dios. Por eso los cristianos visitan a los mártires en la cárcel, y en ella, o cuando son llevados al martirio, suplican su intercesión. San Cipriano, por ejemplo, en una carta a aquellos dos presbíteros suyos presos en la cárcel, les dice:
«Solo me queda, hermanos bienaventurados, pediros que os acordéis de mí, que entre vuestros pensamientos altos y divinos nos tengáis en vuestra mente y tenga yo un puesto en vuestras súplicas y oraciones, cuando vuestra voz, purificada por una confesión gloriosa y digna de elogio por la constancia en mantener Su honor, llegue a los oídos de Dios, y cuando se les abra el cielo, al pasar de este mundo que han vencido a las alturas, logren de la bondad del Señor lo que ahora piden.
«¿Qué podéis pedir vosotros a la misericordia del Señor que no merezcáis obtener? Vosotros habéis observado los preceptos del Señor, vosotros mantuvisteis la enseñanza del Evangelio con la energía de una fe sincera, vosotros que, permaneciendo intacto el honor de vuestro valor, os conservasteis firmes y valientes en los preceptos del Señor y de sus apóstoles, y afirmásteis así la fe vacilante de muchos con el ejemplo de vuestro martirio. Vosotros, como testigos del Evangelio y verdaderos mártires de Cristo (Evangelii testes et vere martyres Christi), clavados en sus raíces, cimentados sobre la dura roca, habéis sabido unir la disciplina con el valor, llevando al temor de Dios a los demás, y haciendo de vuestro martirio un ejemplo» (Cta. 37,4).
Y a otros confesores de la fe les escribe: «Ahora, ya que vuestras súplicas son más poderosas y logran con más facilidad lo que piden en medio de los tormentos, pedid insistentemente y rogad que la gracia de Dios lleve a perfección la confesión de todos nosotros, para que como a vosotros, también a nosotros nos libre, intactos y gloriosos, de estas tinieblas y lazos del mundo, de modo que los que aquí estamos unidos por los vínculos de la caridad y de la paz nos mantengamos en pie igualmente unidos contra los ultrajes de los herejes y las persecuciones de los paganos, y así lleguemos a alegrarnos todos juntos en el reino celestial» (Cta. 76,7).
Culto a los mártires
La inmensa devoción que el pueblo cristiano siente hacia los mártires va a dar origen a un culto litúrgico, cuyos elementos integrantes aparecen referidos claramente en este breve texto del martirio de San Policarpo:
«Pudimos nosotros recoger los huesos del mártir, más preciosos que piedras de valor y más estimados que oro puro, y los depositamos en un lugar conveniente. Allí, según nos era posible, reunidos con júbilo y alegría, nos concederá el Señor celebrar el día natal de su martirio, para memoria de los que acabaron ya su combate, y para ejercicio y preparación de los que aún tienen que combatir» (18,2-3).
–Las reliquias del mártir, en las que se afirma la esperanza cristiana de la resurrección, son cuidadosamente recogidas, siempre que ello es posible, y guardadas con inmenso aprecio (Actas Justino 6,2; Actas Cipriano 5,6). Esta veneración fue desde el principio aprobada y recomendada por los Padres.
«El diablo, rival nuestro, envidioso y perverso... dispuso de tal modo las cosas que ni siquiera nos fuera dado apoderarnos de su cuerpo, por más que muchos deseaban hacerlo y poseer sus santos restos» (Policarpo 17,1). El centurión manda quemarlo, según el uso pagano, y los fieles recogen con extrema solicitud los huesos restantes (18,1).
–Un monumento adecuado es dispuesto para guardar esas preciosas reliquias martiriales. Y son muchos los cristianos que deciden ser enterrados junto a la tumba de los mártires, y que ponen a sus hijos el nombre de éstos.
Después de Constantino, a semejanza de aquellos martyria construídos en Tierra Santa para señalar lugares teofánicos, se construyen sobre las tumbas de los mártires iglesias, que son llamadas también martyria. Allí los mártires son invocados especialmente, allí se celebra su culto, allí se va en peregrinación y allí se producen numerosos milagros, de los que hoy se conservan no pocas relaciones antiguas, como aquella de San Agustín en La Ciudad de Dios (XXII,8).
–El dies natalis del mártir, el día de su definitivo nacimiento a la vida eterna, la asamblea cristiana se reúne para celebrarlo en su liturgia.
–La memoria del mártir es celebrada por la comunidad entera, por la Iglesia local, no solamente por unos pocos familiares y amigos.
–Así se prepara al conjunto de todos los fieles para un posible martirio, que ellos mismos puedan sufrir más adelante.
El culto a los mártires tuvo en alguna ocasión contradictores. Es famosa la disputa entre Vigilancio y San Jerónimo. El primero considera que el culto de los mártires significa una restauración de las antiguas costumbres paganas supersticiosas. San Jerónimo, en cambio, defiende el valor de esa devoción extendida en Oriente y Occidente, y muestra que es muy distinta de la tributada a Dios y a su Cristo (Contra Vigilantium 7). El error de Vigilancio es actualizado por los protestantes del XVI, quienes, como aquél, no respetan ni entienden la unánime tradición católica de la Iglesia.
San Agustín distingue bien el culto a los mártires cristianos del culto pagano a los héroes: «Los mártires no son para nosotros dioses, pues sabemos perfectamente que el mismo Dios es único para nosotros y para ellos... A nuestros mártires no les construimos templos, como si fueran dioses, sino sepulcros, como a mortales cuyos espíritus viven en Dios. Tampoco erigimos altares para sacrificar a los mártires, sino al Dios único de los mártires y de nosotros. Durante el sacrificio, los mártires son nombrados en su lugar y momento como hombres de Dios, que vencieron al mundo confesando su nada. Pero no son invocados por el sacerdote que realiza el sacrificio. Es a Dios, y no a ellos, a quien se ofrece el sacrificio, aunque éste se celebre en memoria de ellos. Y el sacerdote es sacerdote de Dios, no de los mártires. En cuanto al sacrificio, es el cuerpo de Cristo, que no se ofrece a ellos, pues ellos mismos son miembros de ese cuerpo» (Ciudad de Dios XXII,10).
Como es sabido, el culto a los santos, tan fundamental en la vida de la Iglesia, encuentra su origen en el culto a los mártires. La costumbre, hasta hace poco universal, de guardar reliquias de los mártires en los altares expresa del modo más elocuente la comunión que por sus pasiones alcanzaron con el Crucificado, con el Salvador del mundo.
Fuerza evangelizadora del martirio
Los paganos, ante los mártires, oscilan entre el desprecio y la admiración.
Para no pocos paganos el martirio de los cristianos viene a ser considerado como un hecho lamentable y vergonzoso, como el mayor de los fracasos posibles. Estiman que los cristianos, por su mismo martirio, han de ser calificados como hombres «tercos y obstinadamente inflexibles» (Plinio, Ep. 10,96,3), que entregan a la muerte sus vidas miserables con «una vulgar valentía» (Marco Aurelio, Pensam. 11,3,2), y que por tanto quedan «convictos de ser enemigos del género humano» (Tácito, Anales 15,44,6).
Muchos otros hay, sin embargo, y a veces también intelectuales, como Justino (+163) o Tertuliano (+220), que llegan a la fe cristiana persuadidos por el testimonio misterioso de los mártires.
Justino: «Viéndoles tan valientes ante la muerte... llegué a convencerme de que era imposible que estos hombres vivieran en el vicio y el amor a los placeres» (2 Apol. 12). Tertuliano: «¿Quién habrá que, ante el espectáculo dado por los mártires, no se vea conmovido y no trate de buscar lo que hay al fondo de ese misterio? ¿Y quién hay que lo haya buscado y que no haya llegado a unirse a nosotros?» (Apol. 50,15).
En otras ocasiones, los que se ven deslumbrados por la fuerza testimonial del mártir, y encuentran gracias a él la fe cristiana, son personas sencillas, soldados, carceleros, ciudadanos presentes al proceso del mártir, compañeros de cárcel.
Entre los mártires de Alejandría, del año 202, por ejemplo, se halla la virgen Potamiena. Cuando es conducida al suplicio por el soldado Basílides, la muchedumbre se le echa encima con insultos y obscenidades. Basílides la defiende con energía, y ella le promete que en el cielo «ha de alcanzarle la gracia de su Señor». La matan después «derramando sobre las distintas partes de su cuerpo, lentamente, en pequeñas porciones, pez derretida». Días más tarde, Basílides, habiendo de prestar juramento en la milicia, se niega a ello en absoluto «por ser cristiano y confesarlo públicamente». La santa mártir se le ha aparecido tres días después de su muerte, y poniendo una corona en su cabeza, le ha anunciado su próximo martirio. Efectivamente, es decapitado, y viene a ser así el séptimo de los mártires de Alejandría. «Y de otros varios alejandrinos se cuenta que pasaron de pronto a la doctrina de Cristo en tiempo de estos mártires por habérseles aparecido en sueños Potamiana y haberles exhortado a ello» (in fine).
Igualmente, la actitud de Perpetua, llena de majestad, ante el tribunal consigue que «el mismo lugarteniente de la cárcel abrace la fe» (Perp. y Felic. 16). Y efectos semejantes obtiene el valor de Sáturo, que a aquellos morbosos que se burlan de él y de sus compañeros, viéndoles próximos al martirio, les dice: «–“¿cómo es qué miráis con tanto gusto lo que tanto odiáis?... Fijáos bien en nuestras caras, para que nos podáis reconocer en aquel último día”. Con eso todos se retiraron estupefactos y muchos de ellos creyeron» (ib. 17). El mismo Sáturo, inmediatamente antes de ser echado a las fieras, le dice al soldado Pudente, a quien trata de evangelizar hasta el último instante: «“adiós, y acuérdate de la fe y de mí, y que estas cosas no te turben, sino que te confirmen”. Al mismo tiempo, pidió a Pudente un anillo del dedo y, empapado en la propia herida, se lo devolvió en herencia, dejándoselo como recuerdo de su sangre» (21).
En toda la historia de la Iglesia es un hecho confirmado que la mayor fuerza evangelizadora ha sido siempre la de los mártires, testigos invencibles de Cristo Salvador. Es el grano de trigo que cae en tierra el que, muriendo, da mucho fruto (Jn 12,24). Del mismo modo, es también un dato cierto en la historia de la Iglesia antigua o actual, que cuando el pueblo cristiano se cuida mucho de «conservar su vida» en este mundo, pierde toda eficacia apostólica y evangelizadora.
La irresistible fuerza evangelizadora de los mártires es afirmada con argumento convincente en aquel Discurso a Diogneto, del siglo II o III: «¿No ves cómo [los cristianos] son arrojados a las fieras, para obligarlos a renegar de su Señor, y no son vencidos? ¿No ves cómo cuanto más se les castiga a muerte, más se multiplican otros? Reconoce que eso no parece obra de hombre: eso pertenece al poder de Dios; ésas son pruebas de Su presencia» (7,7-8).