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El sello de la Bestia, es decir, el espíritu del mundo, puede ser aceptado en la frente o en la mano más o menos. Ya se comprende que en la mayor o menor mundanización de la mente y la conducta pueden darse muchos grados, y que las diferencias son innumerables según personas, grupos o regiones. Sin embargo, conviene que, aun arriesgándonos a generalizaciones escasas de matices, observemos el marco de las naciones ricas descristianizadas, en donde los cristianos han de desarrollar hoy su vocación a la santidad.
Para entender bien la realidad actual de las Iglesias en el mundo puede ayudarnos no poco la encíclica Redemptoris missio (1990), en la que Juan Pablo II distingue hoy tres situaciones.
1.- Pueblos cristianos, unas veces antiguos en la fe, y otras más jóvenes. 2.- Pueblos no cristianos: «el número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio, casi se ha duplicado» (3b). 3.- Pueblos descristianizados: entre la primera y segunda, se da hoy «una situación intermedia, especialmente en los países de antigua cristiandad, pero a veces también las Iglesias más jóvenes, donde grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su Evangelio» (33d); son las «áreas de antigua cristiandad, que es necesario reevangelizar» (32b). Junto a estas apreciaciones, tan duras y sinceras, afirma Juan Pablo II una gran esperanza: «Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la que ya se vislumbra su comienzo» (86).
Pues bien, consideremos aquí esa situación tercera, la de los pueblos descristianizados. Y en primer lugar, miremos en ellos el estado de la fe.
Informe sobre la fe
El mundo admite a los cristianos sólamente en la medida en que éstos dejan de serlo, es decir, cuando pierden su fe en Cristo. Entonces es cuando les acoge, y les da lugar, voz y posibilidad de acción. Como decía San Juan, «ellos son del mundo, y por eso hablan el lenguaje del mundo, y el mundo los oye. Nosotros somos de Dios» (1Jn 4,5-6).
Según esto, la apostasía significa normalmente una asimilación del mundo presente. Pero, atención a esto, en los pueblos descristianizados la apostasía se produce frecuentemente también por asimilación de un cristianismo falsificado. El mundo, como digo, acoge sin problema alguno a los falsos cristianos, reconociéndolos como suyos, y hasta llega a promocionarlos.
Pues bien, en este segundo sentido, sobre todo, el Cardenal Ratzinger, en su Informe sobre la fe (1984), nos da una visión autorizada de la situación del Occidente descristianizado.
-Malas teologías. «Gran parte de la teología parece haber olvidado que el sujeto que hace teología no es el estudioso individual, sino la comunidad católica en su conjunto, la Iglesia entera. De este olvido del trabajo teológico como servicio eclesial se sigue un pluralismo teológico que en realidad es, con frecuencia, puro subjetivismo, individualismo que tiene poco que ver con las bases de la tradición común... con grave daño para el desconcertado pueblo de Dios... En esta visión subjetiva de la teología, el dogma es considerado con frecuencia como una jaula intolerable, un atentado a la libertad del investigador» (79-80). Esta abundancia de errores y de falsificaciones de la fe repercute inevitablemente en la catequesis. Se hace necesario reconocer que «algunos catecismos y muchos catequistas ya no enseñan la fe católica en la armonía de su conjunto, sino algunos aspectos del cristianismo que se consideran «más cercanos a la sensibilidad contemporánea» (80).
-Ruptura con la tradición eclesial, y mundanización del cristianismo. «Después del Concilio se produjo una situación teológica nueva:
«a) se formó la opinión de que la tradición teológica existente hasta entonces no resultaba ya aceptable y que, por tanto, era necesario buscar, a partir de la Escritura y de los signos de los tiempos, orientaciones teológicas y espirituales totalmente nuevas;
«b) la idea de apertura al mundo y de comprometerse con el mundo se transformó frecuentemente en una fe ingenua en las ciencias; una fe que acogió las ciencias humanas como un nuevo evangelio, sin querer reconocer sus limitaciones y sus propios problemas. La psicología, la sociología y la interpretación marxista de la historia fueron consideradas como científicamente garantizadas, y, por tanto, como instancias indiscutibles del pensamiento cristiano;
«c) la crítica de la tradición por parte de la exégesis evangélica moderna, especialmente de Rudolf Bultmann y de su escuela, se convirtió en una instancia teológica inconmovible, que obstruyó el camino a las formas hasta entonces válidas de la teología, alentando de este modo otras nuevas construcciones» (196).
-Proliferación de herejías. De lo anterior se sigue necesariamente un «confuso período en el que todo tipo de desviación herética parece agolparse a la puertas de la auténtica fe católica» (114). Se pueden señalar, por ejemplo, la negación práctica del pecado original y de sus consecuencias (87-89, 160-161), el humanismo arriano sobre Cristo (85), el eclipse de la teología de la Virgen (113), la deformación del misterio de la Iglesia (53-54, 60-61), la negación del demonio (149-158), la devaluación de la redención (89), etc.
Y sin embargo, las herejías «no las encontramos hoy día casi nunca de una forma clara. Y no porque no existan, sino porque no quieren aparecer como tales... A diario admiro la habilidad de los teólogos que logran sostener exactamente lo contrario de lo que con toda claridad está escrito en claros documentos del Magisterio» (31). El libre-pensamiento, tan entrañado en el protestantismo como en el liberalismo, lleva a los cristianos al relativismo o si se quiere a un cierto modo de agnosticismo. Y así, «en medio de un mundo donde, en el fondo, el escepticismo ha contagiado también a muchos creyentes, es un verdadero escándalo la convicción de la Iglesia de que hay una Verdad con mayúscula y que esta Verdad es reconocible, expresable y, dentro de ciertos límites, definible también con precisión» (28).
-Nuevas morales. A juicio del cardenal Ratzinger, «el liberalismo económico encuentra, en el plano moral, su exacta correspondencia en el permisivismo. En consecuencia, se hace difícil, cuando no imposible, presentar la moral de la Iglesia como razonable; se halla ésta demasiado distante de lo que consideran obvio y normal la mayoría de las personas, condicionadas por una cultura hegemónica, a la cual han acabado por amoldarse, como autorizados valedores, incluso no pocos moralistas «católicos»» (91-92).
En efecto, «la mentalidad hoy dominante ataca los fundamentos mismos de la moral de la Iglesia que, si se mantiene fiel a sí misma, corre el peligro de aparecer como un anacronismo, como un embarazoso cuerpo extraño. Así, muchos moralistas occidentales, con la intención de ser todavía creíbles, se creen en la obligación de tener que escoger entre la disconformidad con la sociedad y la disconformidad con la Iglesia... Pero este divorcio creciente entre Magisterio y nuevas teologías morales provoca lastimosas consecuencias» (94-95), por ejemplo, en la moral de la sexualidad (95-96).
Por lo que a la moral social se refiere, enseñan en contra de la doctrina social de la Iglesia «aquellos teólogos [de la liberación] que de alguna manera han hecho propia la opción fundamental marxista» (193). «Decepciona dolorosamente que prenda en sacerdotes y en teólogos esta ilusión tan poco cristiana de poder crear un hombre y un mundo nuevos, no ya mediante una llamada a la conversión personal, sino actuando sólamente sobre las estructuras sociales y económicas» (211).
-La debilitación de las misiones. Habiendo «disminuído el carácter esencial del bautismo, se ha llegado a poner un énfasis excesivo en los valores de las religiones no cristianas, que algún teólogo llega a presentar no como vías extraordinarias de salvación, sino incluso como caminos ordinarios... Tales hipótesis obviamente han frenado en muchos la tensión misionera» (220; +152-154). La exaltación, en efecto, de ciertas religiosidades no cristianas, hace imposible dirigirles la Palabra apostólica en toda su fuerza: «Vosotros estábais muertos en vuestros pecados, viviendo según el mundo, sujetos al demonio y a las inclinaciones del hombre carnal. Pero el amor misericordioso de Dios os dio vida por Cristo -por gracia habéis sido salvados-» (resumen de Ef 2,1-5). Esta visión del Apóstol, para los amatores mundi, que incluyen en su enamoramiento del mundo una valoración exaltada de las religiones no cristianas, o de algunas de ellas, resulta escandalosa e inadmisible.
Así las cosas, «los cristianos son de nuevo minoría, más que en ninguna otra época desde finales de la antigüedad» (35). O lo que es lo mismo: el ateísmo o el agnosticismo, el esoterismo, las sectas y las religiones no cristianas, están creciendo en el mundo durante estos decenios mucho más que el cristianismo.
La descristianización de los países ricos, escándalo de los países pobres
La apostasía por mundanización se ha producido ante todo en países ricos de muy antigua filiación cristiana. En efecto, la mayor parte de las herejías o desviaciones de la fe católica han nacido en el Occidente. Y así, de las mismas regiones desde donde antiguamente, y hasta hace poco, se irradiaba al mundo fe y costumbres cristianas, hace ya decenios que más bien se van difundiendo hacia toda la humanidad la duda, el nihilismo y la degradación moral.
Antes de recibir el Evangelio, los hombres adámicos tienden a admirar y a imitar a los ricos -aunque los odien-, pues la riqueza, la fuerza y el poder que en éstos ven, expresa justamente la posición ideal que ellos desean. Y eso explica que todos los vicios de Occidente -la soberbia, la avaricia materialista, la lujuria, la irreligiosidad y todos los demás- causen estragos de fascinación e imitación en los pueblos subdesarrollados.
Los laicos
En los últimos decenios, como ya he señalado, la inmensa mayoría de los cristianos que han abandonado la fe, la han perdido casi sin darse cuenta. De una manera casi imperceptible, la mundanización les ha llevado a la apostasía. Les ha ocurrido como a aquellos que, sin advertirlo, suavemente, mueren intoxicados por las emanaciones de un brasero o de una pequeña fuga de gas.
Simplemente, la descristianización por mundanización creciente se produce poco a poco en aquellos cristianos que no están dispuestos a ser mártires, ni corderos de Dios ofrecidos con Cristo para la salvación del mundo, ni forasteros y peregrinos en la Ciudad pecadora de los Hombres. No es que los cristianos mundanizados quieran positivamente abandonar su fe, no. Lo que ellos quieren ante todo, y con perseverante entusiasmo, es gozar del mundo presente como cualquiera, como los mundanos, incluso, si es posible, formando parte de la buena sociedad de la época. Lo que ellos pretenden es poner fin así a los enfrentamientos seculares, tan inútiles como lamentables, entre Iglesia y mundo. No se sienten perseguidos por el mundo -ni realmente lo están-, pues al mundanizarse, ha cesado la persecución. Pero no se avergüenzan de esto, sino que más bien se avergüenzan de los tiempos en que la Iglesia perseguía (sic) al mundo. Ellos defienden con firmeza su derecho, más aún, su deber de «ser hombres de su tiempo», y de hecho coinciden con el siglo en criterios y conductas casi del todo -fuera del aborto o algún otro caso extremo, y aún en eso mantienen a veces posturas «comprensivas» y «abiertas»-. Y así es como, sin apenas traumas notables, han dejado de ser cristianos, han perdido primero la práctica religiosa y después también la fe.
-Cómplices del mundo pecador. Aquellos cristianos que han sido educados para ver al monstruoso mundo moderno, edificado sin Dios o contra Dios, con respeto, con optimismo, con simpatía incluso, poco a poco, le han ido tomando confianza y perdiendo temor. Se han ido haciendo cada vez más amigos del mundo y más enemigos de Dios (+Sant 4,4). Han entrado gozosos en el verde campo del mundo secular, corriendo confiados y alegres, saltando y bailando, sin advertir que ese hermoso campo está sembrado de minas. Y son innumerables, lógicamente, los que han saltado en pedazos.
Como dice el Cardenal Ratzinger, «muchos católicos, en estos años, se han abierto sin filtros ni frenos al mundo y a su cultura, al tiempo que se interrogaban sobre las bases mismas del depositum fidei, que para muchos habían dejado de ser claras» (Informe 42). Habrá que recordar de nuevo la sentencia del Apóstol: «no supieron guardar la fe en una conciencia pura» (1Tim 3,9).
-Cebados en el mundo presente. La apostasía se ha ido produciendo entre los cristianos de los países ricos no sólo por complicidad con el mundo malo, sino quizá aún más por la avidez insaciable del mundo visible, es decir, por el apetito desordenado de los bienes terrestres. Perdido el gusto por el maná del desierto, es decir, por la austeridad tradicional de la vida cristiana fiel, han querido volver a Egipto, para cebarse sin límites de sus deliciosos «pepinos, melones, puerros, cebollas y ajos» (Núm 11,5). Se reconocen, pues, en el himno pagano a les nourritures terrestres, que hace un siglo entonaba André Gide.
Hablando claro: el cristiano moderno, que admite ser marcado con el sello de la Bestia, y que no quiere saber nada del signo de la Cruz, defiende su derecho «disfrutar del mundo» (1Cor 7,31) todo lo posible, en cuanto su salud y dinero se lo permitan. Esta avidez de bienes creados se aprecia incluso en cristianos practicantes y, a su manera, piadosos. Con buena conciencia (?), se atracan de mundo -los motivos de cultura, salud, conocimientos, intereses económicos o lo que sea, no faltan nunca-, sin darse cuenta de que por ese camino se van vaciando de Dios.
Es verdad, sin duda, que quienes viven el Evangelio disfrutan del mundo y son mucho más felices que los mundanos que lo ignoran o desprecian. Así lo asegura el mismo Cristo, cuando dice: «si esto aprendéis, seréis felices si lo practicáis» (Jn 13,17; +Sal 118,1). Pero la alegría cristiana es muy diferente de la de los «hijos del siglo»; es indeciblemente más alta, serena y permanente (+Flp 4,4).
Si Cristo pasó su vida en el mundo haciendo el bien (Hch 10,38), se ve que estos pseudocristianos están en el mundo para pasarlo bien. Y con tan alto objetivo, se atracan de mundo, cada uno a su manera. Unos se emplean a fondo en trabajos y negocios, otro se aplica cuanto puede a deportes, espectáculos y viajes, y aquél a idiomas y lecturas -todo sano y bueno-. Y esos otros, si aún les queda tiempo, practican el bricolage o el judo, o simplemente se ejercitan en el noble deporte de ir de compras. Este abuelo, por ejemplo, hombre piadoso de misa diaria, cada día, después de calarse bien las gafas, dedica una hora de la mañana a leer el periódico local, y otra hora y media vespertinas para un diario nacional. Así malvive, tan bien informado (?) de las cosas de este mundo, y tan olvidado del mundo futuro, del que está a un paso...
Estos cristianos mundanizados no viven ya como peregrinos, con la mirada puesta en lo alto (Col 3,1-2), sino como gente «que no piensa más que en las cosas de la tierra» (Flp 3,19). Y los más piadosos se quejarán a su director espiritual de que tienen «dificultades en la oración». ¿Extraño, no?
-Primero de todo las riquezas, superando los pesimismos de Cristo respecto de ellas: «¡qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el reino de Dios!» (Lc 18,24). La mundanización así, por complicidad con las cosas malas o por hartazgo de las cosas terrestres, buenas en sí, lleva a la apostasía a muchos cristianos de los países más ricos. Éstos de tal modo se han entregado al mundo amigo, que al final Dios no les sabe a nada, y llega a parecerles irreal.
Se cumple, pues, en ellos aquello que decía San Juan de la Cruz: «Cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios» (3 Subida 16,2). Es así como la mundanización, en sus formas extremas, lleva a la apostasía.
¿Laicos llamados a la santidad?
Las llamadas a la santidad de los laicos son vanas y falsas cuando no se les habla al mismo tiempo del «camino estrecho» que lleva a la vida, de la oración y la penitencia, de la cruz y de la fidelidad martirial, de la perfecta libertad del mundo, de la abnegación de sí mismos, que hace posible el darse totalmente a Dios y al prójimo...
Cuando se anima a los laicos para que procuren el fin de la santidad, hay que señalarles al mismo tiempo los medios ordinarios que a ella conducen. De otro modo se les engaña. En efecto, cuando se les asegura a los laicos la posibilidad de santificarse en medio de las cosas seculares -cosa tan felizmente verdadera-, se les engaña si se omiten y silencian en forma sistemática las dificultades peculiares que van a encontrar en el mundo secular, para que estando en guardia, hagan de ellas estímulos continuos de crecimiento espiritual (+mi escrito Caminos laicales de perfección).
Por otra parte, decir que hasta mediados del siglo XX la Iglesia ha ignorado la llamada de los laicos a la perfección es una enorme falsedad, quizá nacida de la ignorancia o de un vano entusiasmo hodiernista. Creo que con los datos que hemos recordado de las épocas pasadas basta para entender claramente que la santificación plena de los laicos ha sido una conciencia siempre viva en la Iglesia, y antes, sin duda, más viva que ahora, al menos en los países ricos de Occidente. Ya vimos, por ejemplo, que en varios siglos de la Edad Media una cuarta parte de los santos canonizados son laicos.
El concilio Vaticano II, al enseñar la vocación universal a la santidad en la Iglesia (LG 11c; +39, 40b, 42e), afirma con un énfasis nuevo una doctrina católica permanente, cuya vigencia anterior hemos comprobado ya en nuestro recorrido histórico, y que en nuestra época ha sido afirmada por movimientos como Acción Católica, Terciarios, devoción al Corazón de Jesús, Congregaciones Marianas, Ejercicios espirituales ignacianos, o más recientemente Opus Dei, Neocatecumenales, Carismáticos, Foccolari, etc. Y enseñada por autores como Tissot (+1894), Foucauld (+1916), Marmion (+1923), Sauvé (+1925), Arintero (+1928), Naval (+1930), Gardeil (+1931), Tanquerey (+1932), Guibert (+1942), Stolz (+1942), Crisógono (+1945), Schrijvers (+1945), Saudreau (+1946), Gabriel de Sta. María Magdalena (+1953), Garrigou-Lagrange (+1964), Royo-Marín. Todos estos autores afirman la vocación universal de los cristianos a la santidad, al mismo tiempo que señalan los medios verdaderos que a ella conducen.
Sin embargo, como digo, sin una conciencia suficientemente viva de la vanidad del mundo y de su condición pecadora y tentadora, todas esas llamadas a la perfección de la vida seglar permanecerán tan inútiles como engañosas. Podemos hallar una comprobación de esto, si miramos, a modo de ejemplo, el tema de la política.
La renuncia a la acción política cristiana
Es un hecho la inexistencia de la acción política cristiana en los laicos mundanos. Y esto no deja de resultar extremadamente paradójico y significativo. Nunca como hoy ha habido en la Iglesia doctrina tan preciosa sobre la acción de los laicos en política, y sin embargo, nunca éstos han tenido en ella menos influjo. La mundanización extrema hace posible que coincidan la máxima teoría con la mínima práctica. La acción política cristiana no es posible sin algún grado de enfrentamiento con el mundo, y consiguientemente de persecución por parte de éste. Pero esta posibilidad -la de la cruz- ha quedado excluida totalmente no sólo en la mente de algunos cristianos políticos, sino en el conjunto mismo de su Iglesia local.
Así pues, llevamos medio siglo elaborando «la teología de las realidades temporales», hablando del ineludible «compromiso político» de los laicos, llamando a éstos a «impregnar de Evangelio todas las realidades del mundo secular». Y sin embargo, nunca en la historia de la Iglesia el Evangelio ha tenido menos influjo que hoy en la vida del arte y de la cultura, de las leyes y de las instituciones, de la educación, la familia y los medios de comunicación social. ¿Cómo puede explicarse este dato real si no es en clave de la mundanización de los cristianos? ¿Qué tienen que dar los cristianos al mundo cuando ya no viven según el Evangelio, sino según el mundo?
La mayoría de los cristianos políticos, acobardados ante la Bestia mundana, maravillados por ella, llevando su marca más o menos en la frente y en la mano -y ciertamente sin vocación de mártires-, sin mayores resistencias, ha dejado ir adelante políticas perversas con sus silencios o complicidades positivas, también incluso cuando ha tenido mayoría parlamentaria -para no perderla-. Estos políticos «cristianos» se han mostrado incapaces no sólo de guardar en lo posible un orden cristiano -formado a veces por tradiciones seculares vivas, en pueblos de gran mayoría católica-, sino que ni siquiera han sabido proteger mínimamente un orden natural, pisoteado por un poder político malvado, que sofoca la enseñanza privada, que permite y financia el aborto, que favorece la homosexualidad, que permite o fomenta en los medios de comunicación o en la Universidad unos agravios contra el cristianismo que, felizmente, no se toleran contra grupos minoritarios, como el de los gitanos o los islámicos.
Baste con un ejemplo bien ilustrativo. En 1994, siendo Oscar Luigi Scalfaro presidente de Italia, dirige al Congreso un notable discurso en el que aboga por el derecho de los padres a enviar a sus hijos a colegios privados, sin que ello les suponga un gasto adicional. Encuestas recientes aseguran que un 50 % de italianos estima que el Estado debe financiar juntamente las escuelas públicas y las privadas, en tanto que un 39 % sostiene este deber sólo para las públicas. Al valiente y oportuno alegato de este eminente político democristiano le fue respondido por una congresista católica, con no menor oportunidad y valor, que, habiendo sido él mismo ministro de Enseñanza, «tendría que explicar a los italianos qué es lo que ha impedido a los ministros del ramo, todos ellos democristianos, haber puesto en marcha esta idea», siendo así que la Democracia Cristiana, sola o con otros, ha gobernado Italia entre 1945 y 1993. En casi cincuenta años, por lo visto, no ha hallado el momento político oportuno para sacar adelante -para procurarlo al menos- este derecho natural.
La prepotencia universal del liberalismo o de sus derivaciones, como el marxismo o el socialismo, ha podido así gobernar durante generaciones en países de amplísima mayoría católica, como Polonia o México, sin escándalo alguno de los intelectuales católicos progresistas, que lo han considerado siempre una situación normal. No nos engañemos: estos laicos ilustrados no quieren ser mártires, prefieren seguir vivos para «poder impregnar el mundo de Evangelio» (!). Es decir, en mayor o menor grado, aceptan en su frente y en su mano la marca de la Bestia mundana, y quedan completamente inútiles para el combate del Reino. Y aún se las arreglan para hacerlo con buena conciencia.
Cristianos no-practicantes
Los cristianos mundanizados son muchas veces cristianos «no-practicantes». Con este patético eufemismo se alude a esos 70 ó 90 % de bautizados que habitualmente viven separados de la eucaristía y de la vida de la Iglesia. Son tantos que, con toda naturalidad, un libro litúrgico, el Libro de la Sede, ruega en las preces por esa «multitud incontable de los bautizados que viven al margen de la Iglesia» (Secretariado Nal. Liturgia, 1983, común de pastores).
Cuando San Agustín glosa el texto bíblico «mis ovejas se dispersaron por toda la tierra» (Ez 34,6), interpreta: «son las ovejas que apetecen las cosas terrenas y, porque aman y están prendadas de las cosas que el mundo estima, se niegan a morir, para que su vida quede escondida en Cristo [Col 3,3]» (Sermón 46,18).
Estos cristianos no-practicantes entienden, al parecer, que es posible un cristianismo que no sea eclesial y eucarístico. Calificar, sin embargo, de «cristianos» a personas que habitualmente no tienen contacto con Cristo-Palabra, con Cristo-Pan, con Cristo-Cuerpo místico, no parece que tenga mucho sentido. Por lo demás, los párrocos son cada vez más conscientes de que la práctica de los sacramentos en esta masa innumerable de pseudocristianos -sobre todo confirmaciones, comuniones, matrimonios-, no podrá continuarse indefinidamente, si no es con innumerables sacrilegios.
La escasez de vocaciones
Ricos y mundanizados. El joven del Evangelio, que fue llamado por Cristo, no quiso dejarlo todo para seguirle, «porque era muy rico» (Mt 19,22). Sencillamente: porque era muy rico. Hoy ocurre lo mismo en muchos países ricos descristianizados. Entre ellos, «porque son muy ricos», casi ningún cristiano quiere dejarlo todo para seguir a Cristo. Están apegados al mundo -al mundo efímero y pecador-, y no están libres de su fascinación.
O de Cristo o del mundo. Por lo que a nuestro tema se refiere, hay que decir que cuando en una Iglesia se mantiene viva la visión bíblica y tradicional sobre el mundo, ambiguo o pecador, y siempre efímero y fascinante, 1º.-los laicos se santifican, pues viven con las cautelas convenientes, y se empeñan en mejorar el mundo; y 2º.-los sacerdotes y religiosos, sus hermanos, oyen la voz de Cristo, y queriendo ser perfectos, lo dejan todo, para seguirle con más facilidad y fidelidad.
Pero si, por el contrario, prevalece en tal Iglesia una visión del mundo contraria al Evangelio y la tradición, y si se generaliza la convicción de que da lo mismo tener o no tener, los laicos se pierden en su condición secular, y la escasez de sacerdotes y religiosos se hace máxima y crónica. De hecho, en los últimos decenios el número de sacerdotes y religiosos ha disminuído en un 50 ó un 70 %. Pero no quiero alargarme sobre este tema, pues lo he tratado hace poco en una breve obra (Causas de la escasez de vocaciones).
Los pastores
En estos últimos decenios, en no pocas de las Iglesias de Occidente, se ha alejado del rebaño de Cristo un tercio o una mitad de las ovejas compradas al precio de su sangre. En esas Iglesias ya la gran mayoría de los bautizados no «persevera en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión comunitaria, en la fracción del pan y en la oración» (Hch 2,42).
Muchos de quienes vivían de Cristo en la Iglesia han vuelto en estos años a ser como ovejas perdidas, que «siguen cada una su camino» (Is 53,6), siendo así que el Salvador entregó su vida en la cruz, precisamente, «para congregar en la unidad a todos los hijos de Dios que están dispersos» (Jn 11,52)...
Pues bien, esta enorme dispersión de bautizados ha de atribuirse principalmente -así parece lo más prudente- no tanto al acoso hostil o a la seducción del mundo secular ateizante, sino más aún al hecho de que en esas Iglesias han proliferado espectacularmente los errores doctrinales y morales, así como los abusos disciplinares y litúrgicos. El espíritu del liberalismo, vigente en el mundo secular, continuamente respirado y más o menos asimilado en clave cristiana, ha llevado con frecuencia a estimar conveniente en esas Iglesias -«para que no se rompa la unidad de la comunidad eclesial» (!)- una medida de tolerancia ante el error y el mal excesivamente alta, extraña al criterio bíblico y tradicional.
Será, pues, oportuno que recordemos hoy los graves mensajes que nuestro Señor Jesucristo dirige en el Apocalipsis a algunos de los que presiden entonces ciertas Iglesias poco fieles del Asia Menor. No les exige Cristo cambios organizativos, modificaciones de imagen, método o lenguaje, o cosas semejantes, sino simplemente fidelidad a la doctrina recibida y vuelta al amor primero: «acuérdate de cómo recibiste y oíste mi Palabra; guárdala y arrepiéntete»; «sé ferviente, y arrepiéntete» (Ap 3,6.19)
Nuestro Señor Jesucristo acusa con amor y con fuerza al ángel de la Iglesia de Pérgamo, que «tolera a quienes escandalizan a mis siervos con su doctrina, incitándolos a la fornicación y a participar en banquetes idolátricos». O a quien preside la comunidad de Tiatira, que «permite a Jezabel extraviar a mis siervos con su enseñanza» (Ap 2,14.20).
Los religiosos
En los países cristianos ricos, la mundanización secularizadora ha causado sus más espectaculares estragos entre los religiosos, pues ellos son precisamente quienes habrían de caracterizarse, entre otras cosas, por su «renuncia al mundo» (Vat.II: LG 44c; 46b; PC 5a). Por eso, de tal modo disminuyen las vocaciones y se multiplican las secularizaciones, existenciales o canónicas, que en no pocos lugares la vida religiosa está en trance de extinción completa. Y es que, necesariamente, allí donde no se quiere de verdad renunciar al mundo, la vida religiosa no se elige, o si ya se eligió, una de dos, o se abandona o se falsifica.
Los monjes, frailes y religiosos fieles a su vocación, que en su acción misionera protagonizaron durante siglos la historia de la Iglesia, libres del mundo y muy distintos de él, protagonizaron también la historia del mundo, marcándolo profundamente con el Evangelio de Cristo. Fueron los monjes quienes dieron alma a los pueblos de Europa, y configuraron su mentalidad y sus costumbres, y a veces hasta su geografía rural y urbana. Fueron los religiosos los que hicieron lo mismo en la América hispana. Y también hoy los religiosos más fieles a su vocación son vanguardias admirables en la actividad misionera y caritativa de la Iglesia.
Por el contrario, en contraste histórico clamoroso, aquellos religiosos actuales que están más secularizados en su mente y estilo de vida son los que hoy resultan al mundo más insignificantes: son «sal desvirtuada, que los hombres pisan» (+Mt 5,13). Tendrán que elegir: o recuperar su poderosa tradición vivificante o desaparecer (+Nota 3).
¿Nos salimos del tema?
Quizá, hace ya no pocas páginas, pueda haber lectores que se pregunten si no nos estamos saliendo del tema. Pueden estar tranquilos: no lo hemos abandonado. Si queremos hacer una reflexión histórica y doctrinal sobre la vida cristiana en el mundo -y si no queremos que nuestras consideraciones queden flotantes sobre la tierra como una nube-, debemos ver el mundo en su realidad verdadera; y hemos de ver concretamente hasta qué punto en los países descristianizados encontramos el mundo dentro de las Iglesias.
Hemos de vencer al mundo (1Jn 5,4); pero un enemigo disfrazado y oculto no puede ser vencido si no es abiertamente señalado y desenmascarado.
Seguimos, pues, con el tema.