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Nacimiento del monacato
En este siglo IV, precisamente, es cuando muchos cristianos, solos o en grupos, se van exiliando del mundo, para iniciar la vida monástica. Y ésta es la gran paradoja: los mejores cristianos permanecieron en el mundo mientras duraron las persecuciones, y no se les ocurrió entonces fugarse a los montes o desiertos; y ahora, cuando cesan las persecuciones, al iniciarse un aflojamiento generalizado de la vida cristiana, es cuando, aquí y allá, aquellos que tienden con más fuerza a la perfección, dejándolo todo, descondicionándose del mundo, se van al desierto a seguir a Cristo...
Aquellas palabras de Cristo, «si quieres ser perfecto, déjalo todo y sígueme», resuenan ahora con un sentido nuevo en el corazón de los cristianos más ávidos de santidad. Y así los monjes, como Cristo, son «llevados por el Espíritu al desierto» (+Lc 4,1): Antonio (250-356), Pacomio (+346), Basilio (329-379), Juan Crisóstomo (354-407), miles de hombres, verdaderas muchedumbres, lo dejan todo, para seguir al Señor: abandonan las ciudades cristiano-paganas, y salen a lugares solitarios en busca de la perfecta vida evangélica.
Al comienzo del siglo IV, por ejemplo, según calcula L. Hertling, hay en Egipto unos 100.000 monjes y 200.000 monjas. Si tenemos en cuenta que la capital, Alejandría, tiene por entonces 250.000 habitantes (igual que Antioquía; Roma, 500.000; Cartago, 100.000), esas cifras nos hacen pensar que una gran parte del pueblo cristiano egipcio vivía el Evangelio en forma monástica. También en la Edad Media e incluso en la Moderna, como veremos, una parte muy notable del pueblo cristiano «deja el mundo» para realizar el cristianismo en forma monástica o religiosa. Son, por supuesto, los siglos en que la Iglesia tiene mayor fuerza para marcar el mundo secular con el pensamiento y los mandatos de Cristo, Salvador del mundo.
San Juan Crisóstomo
Entre las figuras más notables del siglo IV se encuentra, sin duda, San Juan Crisóstomo (349-407), verdadero maestro de perfección cristiana (Tratados ascéticos, BAC 169,1958; Louis Meyer, Saint Jean Chrisostome, maitre de perfection chrétienne; Alejandro Vicuña, Crisóstomo). En las páginas que siguen voy a prestar especial atención a su enseñanza por muchas razones:
Es el Padre de la época que, con San Agustín, dejó una obra literaria más amplia y apreciada. Fue monje y fue después Obispo, lo que le ayudó a conocer las posibilidades de la perfección fuera del mundo y en el mundo. Vivió una época, como la actual, de reconciliación de los cristianos con el mundo, es decir, de graves y nuevas tentaciones de paganización. Nos muestra una primera respuesta de la fe a temas espirituales muy importantes, sobre los cuales la Iglesia irá teniendo una doctrina cada vez más clara y precisa. Quiso, pues, Dios que, cesadas las persecuciones, este santo Doctor de la Iglesia, Patriarca de Constantinopla, fuera uno de los primeros exploradores de la espiritualidad de los laicos, de los monjes y de los sacerdotes en tiempos de paz.
La mundanización de la vida cristiana
La situación espiritual del pueblo cristiano le parece al Crisóstomo realmente alarmante; más aún, inaceptable. Él, que se fija mucho en la educación que reciben niños y jóvenes, hace de ella hace una descripción muy dura en su obra de juventud Contra los impugnadores de la vida monástica. Así está el mundo, y así está el pueblo cristiano que vive en el mundo, viene a decir. ¿Y todavía protestáis de que los monjes salgan del mundo?
Los hijos son, desde niños, profundamente escandalizados por sus propios padres. Unas veces porque simplemente no los educan, ignorando que «el descuido de los hijos es pecado que sobrepasa todo pecado y toca la cúspide misma de la maldad» (Contra impugnadores III,3). «¿Tú le has leído [a tu hijo] las leyes que nos tiene dadas Cristo? ¿O ignoras tú mismo qué quiera decir todo eso? ¿Cómo podrá, pues, el hijo cumplir aquellas cosas, cuyas leyes ignora el padre que debiera enseñárselas?» (III,5). Otras veces porque, de palabra y de obra, los padres educan a sus hijos en un anti-Evangelio, cuando ellos mismos comienzan por estar absortos en los bienes del mundo visible. ¿Qué educación cristiana van a dar a sus hijos? «No puede hallarse otro origen del extravío de los hijos sino ese loco afán por las cosas terrenas. El no mirar sino a ellas, el no querer que nada se estime por encima de ellas obliga a descuidar tanto la propia alma como la de los hijos» (III,4).
La mala formación de los hijos «ojalá consistiera sólo en que no les deis un consejo para el bien, pues no sería tan grave como el que ahora cometéis empujándolos al mal... Desde el principio no cantáis a vuestros hijos otra cantilena que ésa, no otra cosa les enseñáis sino lo que ha de ser causa de todos sus males, pues les infundís los dos más tiránicos amores: el amor al dinero, y el otro, más inicuo todavía, el amor de la gloria vacía y vana... ¿Quién será, pues, tan insensato que no desespere de la salvación de un joven así educado?... ¿Crees tú que tu hijo, en plena juventud, metido en medio de Egipto o, por mejor decir, en medio del campo de batalla del diablo, sin oír de nadie un buen consejo, viendo más bien cómo todos lo empujan a lo contrario, y más que nadie los mismos que lo engendraron y lo crían; crees tú, repito, que podrá escapar a los lazos del diablo?» (III,5-6)... Parece «como si todo vuestro empeño consistiera en perder adrede a vuestros hijos, mandándoles hacer todo aquello que de todo punto imposibilita su salvación»... «Sabéis cubrir el vicio con bonitos nombres, y llamáis urbanidad a la asistencia continua a hipódromos y teatros, libertad a la riqueza, magnanimidad a la ambición de gloria, franqueza a la arrogancia, amor a la disolución y valentía a la iniquidad. Luego, como si este engaño no fuera bastante, también a la virtud la bautizáis con nombres contrarios, llamando rusticidad a la templanza, cobardía a la modestia, falta de hombría a la justicia; la humildad es para vosotros servilismo, y la paciencia debilidad... Y lo más grave es que no sólo de palabra, sino de obra, sobre todo, dirigís esa exhortación a vuestros hijos, construyendo casas espléndidas, comprando campos costosísimos y rodeándolos de todo otro aparato de lujo, con todo lo cual tendéis como una espesa nube que ensombrece sus almas» (III,7).
«Ya resulta poco menos que inocente la fornicación... Se tiene a gala y se toma a risa. Los que guardan castidad son tenidos por locos... Pues bien, los padres de los hijos así ultrajados soportan todo en silencio y no se hunden con sus hijos bajo tierra, ni buscan remedio alguno para tamaños males. A la verdad, si para arrancar a los hijos de esta pestilencia fuera menester marchar más allá de las fronteras o atravesar el mar o habitar en las islas o abordar a tierra inaccesible o salirse de nuestro mundo habitado ¿no valdría la pena hacerlo y sufrirlo todo, a trueque de evitar tanta abominación?... En conclusión: ¿habrá todavía quien ose afirmar que es posible salvarse en medio de tantos males?» (III,8).
Y todavía se obstinan: «tú te afirmas en que es posible llegar a toda la perfección de la virtud aun en medio del tráfago de las cosas. Si eso no me lo dices en broma, sino realmente en serio, no tardes en enseñarme esta nueva y maravillosa doctrina, pues tampoco yo quiero tomarme sin razón [en el desierto] tantas molestias y abstenerme tontamente de tantas cosas» (III,7). ¿Para qué dejarlo todo, y seguir a Cristo, buscando la perfección, si ésta puede hallarse sin dejar nada? Y aún otro se atreve a una objeción aún más falsa: «¿Y qué necesidad, me dices, tienen mis hijos de llegar a una perfección de vida?... Esto, esto precisamente, te respondo yo, es lo que ha perdido todo: que cosa tan necesaria [como la perfección] sea mirada como algo supérfluo y accesorio. Si uno ve a su hijo enfermo corporalmente, no se le ocurrirá decir: ¿Qué necesidad tiene mi hijo de una salud limpia y perfecta?... Y después de hablar así, aún se atreven a llamarse padres» (III,9).
Los defensores primeros del monacato, como puede suponerse, a veces quizá exageran en sus escritos el estado negativo del pueblo cristiano común, para fortalecer así sus argumentos. Y a veces yerran, al menos en el sentido literal de sus palabras, cuando, por ejemplo, dicen que la virtud perfecta en la ciudad no es posible. San Juan Crisóstomo, concretamente, en sus primeros escritos, cuando era monje, siguió más o menos esta tesis (Paralelo entre el Rey y el Monje, Tratado de la virginidad, No repetir bodas, A una viuda joven, A Teodoro caído, Contra los impugnadores de la vida monástica). Pero ya de Obispo, como veremos, se corrige a sí mismo en esta importantísima cuestión.
En todo caso, esté el mundo más o menos mal, el planteamiento que los monjes se hacen es muy simple, y desde luego anterior a toda teologización del tema. Fundados tanto en la palabra de Cristo y los apóstoles, como en su propia experiencia, ellos afirman 1.-que el mundo es muy malo, 2.-que es difícil resistir, al menos completamente, su fascinación, sobre todo en situaciones de paz y prosperidad; y 3.-que para ser perfecto es, pues, aconsejable «dejarlo todo», familia y posesiones, oficios y negocios, y «seguir a Cristo». De todo ello están seguros por el Evangelio y por la experiencia.
Motivación negativa del monacato
«Déjalo todo». Los monjes buscan la perfección evangélica mediante el abandono del mundo secular, y en eso no hacen sino seguir confiadamente el consejo de Cristo: «Véndelo todo, si quieres ser perfecto, y dalo a los pobres. Rompe, sin miedo, las trabas de la vida secular, y así, libre de todo, podrás seguirme en todo». El monacato, pues, en cuanto seguimiento de Cristo con dejación de todo (mujer, hogar, hijos, profesiones y bienes temporales), tiene antecedentes en la misma vida de Cristo y de los Apóstoles, y también en el modo de vida de asceti y de virgines. Por tanto, siempre ha tenido en la Iglesia, desde su inicio, suma estimación y prestigio.
Parece indudable, sin embargo, que la vida monástica surge históricamente como reacción a un cierto relajamiento del pueblo cristiano, al cesar las persecuciones. Eso explica que, en un primer momento, el monacato halla una oposición bastante considerable, y comprensible, incluso en los ambientes cristianos fervorosos. Lo que dio lugar a escritos, hoy para nosotros muy valiosos, en los que se alegaban los motivos de la separación monástica del mundo.
-En el Oriente cristiano, San Juan Crisóstomo, Contra los impugnadores de la vida monástica, nos da un reflejo de las objeciones y defensas producidas ante el monacato naciente: «¿Pues qué? -me dirá alguno-, ¿los que se quedan en sus casas no pueden practicar esas virtudes, cuya falta acarrea tan graves castigos? También yo quisiera [responde] y no menos, sino mucho más que vosotros, y muchas veces he hecho votos por que desapareciera la necesidad de los monasterios. ¡Ojalá fuera tanta la disciplina de las ciudades que nadie tuviera jamás necesidad de buscar refugio en el desierto! Pero como todo anda cabeza abajo, y las ciudades en que se establecen tribunales y leyes están llenas de iniquidad e injusticia, y el desierto produce copiosos frutos de sabiduría, no es justo que culpéis a quienes tratan de sacar de entre esta tormenta y confusión a quienes desean salvarse, y los conducen al puerto de calma, sino a quienes han convertido las ciudades en parajes tan intransitables y tan nada propicios a la sabiduría, que fuerzan a quien quiera salvarse a huir a los desiertos. Y si no, dime: Si uno tomara a media noche una tea y pegara fuego a una gran casa poblada de mucha gente con intención de abrasar a los que duermen dentro, ¿quién diríamos que es el malvado: el que despertó a los que dormían y les hizo salir de aquella casa o el que empezó por pegar fuego y puso en semejante trance a los de la casa y al que los sacó de ella? Y si, viendo uno una ciudad bajo la tiranía o atacada de peste o en plena sedición, persuadiera a quienes pudiera de entre sus habitantes a escapar a las cimas de los montes y, después de persuadirlos, les ayudara también en su retirada ¿a quién habría que culpar: al que saca a los hombres de esta deshecha tormenta en que andan revueltos o al que fue causa de estos naufragios?» (I,7).
-En el Occidente cristiano, un texto de San Jerónimo, por esos mismos años, nos refleja un modo semejante de considerar la cuestión: «Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos». Este salmo se acomoda perfectamente a cenobios y monasterios. También puede entenderse de las comunidades eclesiales, pero no se ve en ellas, a causa de la diversidad de designios, concordia tan grande. ¿Qué fraternidad existe en ellas? Uno se apresura a ir a su casa, otro al circo, otro está pensando en usuras hallándose aún en la iglesia. En el monasterio, por el contrario, como existe un solo propósito, hay también una sola alma... Dejamos a un hermano, y ¡ved cuántos hemos hallado! Mi hermano seglar -y lo que digo de mí, lo digo de cada uno- no me ama tanto a mí como a mis bienes. Pero los hermanos espirituales, que dejan sus propias posesiones, no ambicionan las ajenas. Es lo que leemos en los Hechos de los Apóstoles: "la muchedumbre de los que habían creído tenía un corazón y un alma sola". Y se dice que "todo lo tenían en común". Con razón lo tenían todo en común, pues en común poseían a Cristo» (Tractatus in Ps. 132,1).
Motivación positiva del monacato
«Y sígueme», es decir, imítame. Pasar del mundo al desierto es para los monjes pasar de la mentira a la verdad, del caos al orden, del cristianismo falseado o altamente dificultado a un Evangelio de Cristo verdadero y accesible. Los mismos ejercicios comunes de vida cristiana, que en el mundo apenas con graves dificultades pueden cumplirse, en la vida monástica se ven grandemente facilitados y estimulados -oración y meditación de las Escrituras, sacramentos, ayunos y limosnas, obras de caridad, comunicación de bienes materiales, apartamiento de las ocasiones próximas de pecar-. Con toda facilidad y seguridad los monjes viven, pues, aquello que a todos parece imposible y utópico: la feliz koinonía que vivieron los cristianos primeros de la Iglesia en Jerusalén, fieles a la enseñanza de Cristo y de los Apóstoles.
«Ellos -sigue diciendo el Crisóstomo- han elegido un género de vida que conviene al cielo y en nada es inferior al de los ángeles... Desterradas están entre ellos las palabras tuyo y mío, que todo lo trastornan y confunden, y todo lo tienen en común. ¿Y qué hay en esto de maravilloso, cuando entre ellos el alma es también la misma y una sola en todos?... Todo está perfectamente ordenado como por regla y escuadra. No hay allí desorden alguno. Todo es orden, ritmo y armonía, concordia perfecta, y motivo constante de alegría. Por eso todos lo hacen y sufren todo para que todos vivan alegres y contentos. Y es así que sólo entre los monjes se puede ver esa pura alegría que no se da en ninguna otra parte... Siendo así la cosas, ¿cómo afirmar que va a perderse todo si todos imitamos a hombres de este temple? Ahora sí que está todo perdido y corrompido, por culpa de quienes tan lejos están de ejercitarse en este género de vida» (Contra impugnadores III,11).
Valores evangélicos, valores monásticos
Por otra parte, las diversas motivaciones positivas de la vida monástica se van haciendo cada vez más conscientes y plenas, y los escritos de la época reflejan cada vez mejor la razón de ser profunda de los monjes dentro del misterio de la Iglesia. No haremos aquí sino destacar algunos de estos valores espirituales, que se hallan bien estudiados en los autores modernos (+Esteban Goutagny, El Camino real del Desierto; García Colombás, El monacato primitivo; Alejandro Masoliver, Historia del monacato cristiano).
-El Evangelio, la Palabra divina. Los monjes viven de toda Palabra salida de la boca de Dios: éste es su alimento, su pan de cada día. La ruminatio de la Palabra divina, la lectio divina, leída o escuchada -muchos son analfabetos-, es la forma vital de los monjes, lo que ocupa su mente y corazón.
No es fácil, sin embargo, para el cristiano de hoy imaginar la actitud espiritual con que aquellos hombres del desierto se acercaban a la Escritura sagrada. Los monjes, como tierra buena, tratan de acoger la semilla de la Palabra en su corazón no como lo que habría que hacer, sino como lo que hay que hacer, con un literalismo entusiasta, con una confiada obstinación, con una ingenua audacia. «Ellos, dice el Crisóstomo, se alimentan de una comida excelente, de las palabras de Dios, superiores al panal de miel, miel maravillosa y mucho mejor que la que comía Juan Bautista en el desierto. Esta miel, en efecto, está preparada por la gracia del Espíritu, que la infunde en las almas de los santos» (Hom. 68 in Matth. 4-5).
-Laus perennis. La cosa es muy simple. El Señor dijo «orad sin cesar», y los monjes tratan de «orar sin cesar». He aquí un ejemplo de la exégesis monástica. Ellos, pues, quieren ser, para la gloria de Dios y para la salvación del mundo, llamas que no se apagan nunca, que siempre están ardiendo.
De San Arsenio se cuenta en los Apotegmas que la tarde del sábado «volvía la espalda al sol y tendía sus manos al cielo en oración hasta que el sol iluminara de nuevo su rostro. Entonces se sentaba» (Arsenio 28). Los monjes quieren suplicar por el mundo y dar gracias al Padre «siempre y en todo lugar».
-Martirio. «El monacato no es otra cosa en la Iglesia sino el martirio que reaparece bajo una forma nueva exigida por el cambio de las circunstancias» (Bouyer, El sentido 97). En efecto, ya San Antonio abad se retira del mundo a la soledad «para ser allí mártir todos los días» (Vita 47). La conversión monástica -así lo entienden todos, como San Jerónimo-, es un «quotidianum martyrium», que como el martirio sangriento, conduce con toda seguridad al Reino celeste.
-Expiación sacerdotal en favor de los hombres. Muy pronto los monjes tienen conciencia de ser «corderos de Dios», por cuya inmolación, en Cristo, se quita el pecado del mundo. «Es del todo evidente que gracias a ellos el mundo se sostiene, y que por causa de ellos el género humano subsiste y mantiene su valor a los ojos de Dios» (Historia de los monjes de Egipto, pról.9). Aquello que la Carta a Diogneto, en la época martirial, decía de todos los cristianos -que son alma del mundo, manteniéndolo trabado e impidiendo su ruina-, ahora se restringe más bien a los monjes. Es muy significativo. Ellos son el alma del mundo y también del pueblo cristiano.
Eusebio de Cesarea (+339), por ejemplo, veía a los ascetas como «aquellos que, por el bien de todo el género humano, se han consagrado a Dios, que está por encima de todo...; por lo mismo que ellos se mantienen en la sana doctrina, la verdadera piedad, la pureza de alma, las palabras y obras conformes a la virtud, agradan a la Divinidad y cumplen una función sacerdotal para su propio bien y el de todos» (Demonstratio evangelica I,8).
El monacato y la koinonía primitiva
Vita apostolica, realización plena de la comunidad apostólica de Jerusalén, perfecta koinonía, comunión de espíritus y comunicación de bienes: ésta era la pretensión fundamental de quienes, separándose del mundo, buscaban la perfección evangélica en el monacato.
En la antigua literatura monástica, los textos de la koinonía apostólica, según los Hechos, son muy frecuentemente aludidos como ideal supremo de la vida monástica. El solitario San Antonio (+356) reconoce el ideal comunitario iniciado en los cenobios por San Pacomio (+346) como el renacimiento de «la vida apostólica» (Vies coptes 269; +323). En efecto, la Regla pacomiana pretende reproducir la comunidad primera apostólica, «la santa koinonía, preestablecida por nuestros padres, los santos apóstoles» (ib. 186; +3). Igual empeño se aprecia en las Reglas de San Basilio. Y en este sentido, el constantinopolitano Sócrates (+hacia 439), por ejemplo, nos habla de «la vida apostólica» de los padres del desierto (Historia ecclesiastica 4,23).
San Agustín (354-430) pretende igualmente que, ya que el pueblo cristiano ha relajado en gran parte su vida, acomodándola a los usos del mundo, al menos en las comunidades monásticas se viva, como un reproche y como un estímulo para todos, el ideal perfecto de la vita apostolica, tal como la describe San Lucas en los Hechos.
«Hay, en efecto, algunos perfectos que viven en comunidad, y digo algunos porque no a todos los cristianos se refiere esta bendición, sino sólo a unos pocos que deben hacer sentir sus buenos efectos a todos los demás». Dice el santo Obispo de Hipona que los ciento veinte del Cenáculo en Pentecostés y los quinientos que menciona San Pablo «fueron los primeros que vivieron en comunidad, pues vendieron todos sus bienes y entregaron el importe a los apóstoles, y se daba a cada uno según su necesidad, y nadie poseía cosa alguna como propia, sino que todo era de todos. Además, todos tenían una sola alma y un solo corazón orientados hacia Dios». Y «no se limitó a ellos este amor y unión fraterna, sino que se propagó a los posteriores el mismo entusiasmo de vivir la caridad y el mismo anhelo de consagrarse a Dios». Fueron perseguidos, y si no fuera por los mártires, «no tendríamos hoy los monasterios». Y ahora, «cosa buena es querer vivir en compañía de los que han elegido una vida retirada, lejos del mundanal barullo, fuera del alboroto de las muchedumbres, a salvo de las tormentas del siglo; los que tal hicieron, ya viven como en el puerto», aunque también allá llegan, atenuados, los oleajes del mundo (In Ps. 99,10-12).
También Casiano (360-435) describe el cenobitismo que florecía en Egipto como una continuación de la admirable koinonía cristiana que se vivía en Jerusalén bajo la guía de los Apóstoles. Cuando los gentiles, dice, al terminarse las persecuciones, invadieron la Iglesia, bajó considerablemente el nivel espiritual entre los fieles, pero esta mundanización, o al menos esta tibieza en la profesión evangélica, no fue aceptada por todos.
En efecto, «aquéllos en quienes se mantenía vivo el fervor de los apóstoles, acordándose de aquella perfección primera, abandonaron las ciudades y el consorcio de los que creían lícita para sí y para la Iglesia de Dios una vida más relajada. Estableciéndose en los alrededores de las ciudades y en lugares apartados, se pusieron a practicar privadamente y por su propia cuenta las instituciones que habían sido establecidas por los apóstoles para toda la Iglesia. De esta suerte se formó la observancia peculiar de los discípulos que se habían separado del trato de los demás. Poco a poco, con el fluir del tiempo, se estableció una categoría separada de los demás fieles. Como se abstenían del matrimonio y de la compañía de sus padres y del estilo de vida que se lleva en el mundo, en razón de esta vida singular y solitaria fueron llamados monjes. Y como se agrupaban en comunidades, se les llamó cenobitas, y sus celdas y moradas se llamaron cenobios. Este fue el único género de monjes en los tiempos más antiguos, el primero en cuanto a la cronología y a la gracia, y se conservó inviolable durante muchos años, hasta la época de los abades Pablo y Antonio [250-356]. Sus vestigos perduran aún hoy día en los cenobios bien reglados» (Colaciones 18,5).
Estas consideraciones, aunque no siempre ajustadas a la verdad histórica, expresan una convicción generalizada acerca de que la vocación a la santidad incluye también a los laicos, y que éstos así lo entienden en los tiempos apostólicos. Y también manifiestan un convencimiento, igualmente generalizado, de que la comunidad apostólica de Jerusalén es tenida como un ideal que, con la gracia de Cristo, de verdad es realizable y debe ser procurado.
Lo mejor y lo peor
En todo caso, también a los monasterios llegan, aunque atenuados, los oleajes del mundo. Y también persisten allí los ataques del demonio y de la carne. Ya desde el principio se entiendió, pues, que una cosa es llevar camino de perfección y otra ser perfecto. Ha de saberse muy bien que la vida monástica no asegura la vida perfecta, si no se vive con fidelidad.
En este sentido, dice San Agustín,«confieso con toda la sinceridad de mi alma... que no he encontrado gente mejor que la que vive fervorosamente en los monasterios, pero tampoco he encontrado gente peor que la que ha prevaricado en la casa del Señor» (In Ps. 75,16). Corruptio optimi pessima.